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El Catoblepas, número 32, octubre 2004
  El Catoblepasnúmero 32 • octubre 2004 • página 8
Historias de la filosofía

El paseo del filósofo

José Ramón San Miguel Hevia

Donde se describe la consternación del burgomaestre y de todas las fuerzas vivas de Königsberg cuando comprobaron que el filósofo Kant había interrumpido misteriosamente sus paseos

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En una tarde del mes de Agosto de 1776, el profesor Kant, vecino perpetuo de la ciudad de Königsberg, cumplía la invariable ceremonia de pasear exactamente durante una hora –de cinco a seis de la tarde– haciendo siempre el mismo recorrido. Aunque aquel día el tiempo era primaveral y no había una sola nube en el cielo, su criado Lampe le seguía a una respetuosa distancia llevando un paraguas para asegurar que aquel trayecto nunca podría variar, cualquiera que fuesen los caprichos de la naturaleza. Kant caminaba siempre solo y procuraba evitar un encuentro, incluso con sus amigos más frecuentes, para no verse obligado a hablar por educación, mantener así la boca cerrada, respirar por la nariz y evitar una posible enfermedad de la garganta, los bronquios o los pulmones.

El mismo cuidado tenía con sus comidas. Se levantaba por sistema a las cinco menos cinco y desayunaba exclusivamente una taza de te. Siempre comía a la una, y procuraba que sus compañeros de mesa fuesen más de tres y menos de nueve, para que el ambiente no estuviese desanimado ni hubiese demasiada confusión. El mismo llevaba la voz cantante relatando, gracias a su increíble cultura, las costumbres de otros pueblos y los sucesos históricos más variados, y durante la larga sobremesa acostumbraba a contar gran número de chistes, pues estaba convencido de que la risa favorecía la digestión.

La figura de Kant no se correspondía con esta organización metódica de su existencia. Era pequeño de tamaño, delgado y enteco casi hasta la exageración, encorvado y estrecho de pecho y con una cara demacrada en la que sólo destacaba el brillo de dos ojos espléndidos. El filósofo nunca se quejó de enfermedades o molestias, aunque probablemente las padecía en mayor o menor grado, y sólo una vez dejó escapar la sentencia, verdaderamente estoica, de que el hombre debe acostumbrarse a su propio cuerpo.

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La vida académica del profesor seguía también pautas invariables. Durante cuarenta años cumplió sus deberes con puntualidad de segundos y sin faltar un solo día a sus clases, primero como Privatdocent desde 1755 y quince años después como titular de la cátedra de lógica y metafísica de la Universidad. Sus lecciones eran ciertamente brillantes, y sólo las interrumpía cuando comprobaba la falta de un botón en la levita de alguno de sus alumnos o era testigo de una catástrofe social semejante. Preparaba sus disertaciones en las primeras horas de la mañana, desarrollándolas desde las siete a las nueve en punto. Inmediatamente después volvía a su casa y estudio, donde trabajaba hasta la una en ensayos científicos destinados a la edición.

Sus horas más creativas eran las últimas de la tarde, cuando después de sus comidas compartidas con sus amigos y su paseo higiénico se encerraba otra vez en su cuarto de estudio para dedicarse a la lectura de los filósofos más actuales y a su meditación personal. Sus exigencias eran en esta ocasión tan variadas como extravagantes. La habitación había de estar a una temperatura constante y su asiento colocado de forma que pudiese descansar de vez en cuando de sus meditaciones, contemplando un agradable paisaje urbano o rural. Tenía en el mismo cuarto y a cierta distancia una silla cubierta con un pañuelo para pasear cada cierto tiempo y cambiar su posición.

Exigía además –y en esto era inflexible– un silencio absoluto, y ello le obligaba a contrariar su naturaleza sedentaria, cambiando continuamente de domicilio. Cualquier sonido más o menos desagradable –y Königsberg era particularmente tumultuoso– bastaba para interrumpir sus pensamientos. A lo largo de su vida tendría que soportar el bullicio del puerto, el canto estridente de un gallo vecino, las músicas de baile de la vecindad y los cantos litúrgicos destinados a corregir a los habitantes de la prisión a través de «una manifestación piadosa del aburrimiento». Afortunadamente en aquellos años de finales de los setenta tenía la suerte de disfrutar de un ambiente sosegado, sobre todo en esas horas decisivas de la tarde.

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Kant, que seguía atentamente la marcha de la ciencia y la filosofía social de toda Europa, recibió casi simultáneamente la noticia de la muerte de Rousseau, a quien admiraba profundamente, y de Voltaire, sucedidas en aquel mismo verano de 1778. Además hacía ya dos años que su casi compatriota –el profesor descendía de un linaje escocés– David Hume, había desaparecido también, dejando un hueco difícil de rellenar, y sólo la aparición del libro de economía de Adam Smith y la declaración de independencia de los Estados de Norteamérica, todo en 1776 permitían vislumbrar un mínimo rayo de esperanza en el progreso del espíritu humano.

El mismo Kant parecía perdido en medio de aquel páramo intelectual, pues desde hacía casi ocho años no publicaba ni escribía prácticamente nada y estaba atascado en la preparación de un manual, que debía contener un análisis de la naturaleza y fundamentos del conocimiento teórico y práctico. Pero en el paseo de aquella tarde de Agosto, que con gran escándalo de Lampe, había prolongado diez minutos más de lo debido, comprobó cómo sus ideas, sin darse él cuenta, se habían ido simplificando y organizando a lo largo de aquellos años, hasta alcanzar un principio de claridad.

Ya en su estudio el profesor se dirigió sin vacilar a su biblioteca y colocó sobre su mesa el Ensayo sobre el entendimiento humano de John Locke. Pronto se dio cuenta, ojeando el prólogo, de que la aventura intelectual del filósofo inglés era muy semejante a la suya, pues los dos habían emprendido su investigación con la pretensión de terminarla en unos pocos días o meses y redactarla en unas pocas páginas, y los dos habían necesitado largos años y probablemente un libro denso para terminar su trabajo. Pero además, la misma introducción al Ensayo tuvo la virtud de señalarle un objetivo que había estado durante mucho tiempo buscando a tientas: «ver qué objetos están a nuestro alcance o más allá de nuestro entendimiento», es decir, hacer una crítica del conocimiento, de sus límites y condiciones.

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Kant dedicó su lectura de aquella tarde al libro segundo de Locke, donde distingue las cualidades sensibles en primarias y secundarias, según que tengan una existencia independiente, como el espacio y el tiempo, o existan solamente en nuestros sentidos, como el color, el sonido, el gusto o el olor. Pero la consideración de los ensayos de Berkeley y de Hume, que negaban esta distinción, convirtiendo al mundo en objeto de una percepción repetida y continua lo llenó de perplejidad y le invitó a deshacer aquel nudo a través de una meditación propia, en las dos horas finales del día.

El profesor viajaba continuamente de uno a otro asiento de su estudio, hasta caer en la cuenta de la evidencia y la sencillez de la solución. El color rojo, y el olor y el sonido, y todas las demás sensaciones están en las cosas en la medida en que ellas son objeto de experiencia y están a su vez en la experiencia en la medida en que tiene un contenido objetivo. No son cualidades trascendentes, pues en este caso escaparían al control de los sentidos ni puramente inmanentes, como las percepciones subjetivas y las alucinaciones, y Kant decidió darles una denominación de marca, llamándolas con la jerga de los científicos, fenómenos.

Tardó todavía algún tiempo en darse cuenta del alcance de su descubrimiento, pero cuando lo hizo comprobó que por fin tenía la clave del misterio que durante tantos años había buscado. Pues aunque el contenido del conocimiento sensible es infinitamente variable, sin embargo los modos del sujeto que siente son siempre los mismos y se corresponden con las cualidades primarias de Locke. Porque cualesquiera que sean las sensaciones, es claro que se conocen espacialmente y temporalmente, y en conclusión el espacio y el tiempo son únicos y universales, y pueden servir de soporte a la geometría en cuanto ciencia de la extensión y a la aritmética en cuanto numeración del movimiento. Cuando Kant se retiró a dormir aquel día, autorizó a su criado a despertarle con un cuarto de hora de retraso, y Lampe llegó a la conclusión de que su señor se había vuelto definitivamente loco.

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Sin embargo al día siguiente y después de estas excentricidades, Kant retomó su metódica existencia, repitiendo diariamente los mismos pasos con una puntualidad superior a la del reloj más exacto. Pero se dio cuenta de que gracias a sus meditaciones sobre los fundamentos de los enunciados necesarios de las matemáticas había encontrado el camino para establecer por analogía los principios de la física. Porque estaba seguro de que mientras los contenidos de ese nuevo conocimiento eran prácticamente infinitos, las condiciones de los juicios de experiencia del sujeto eran en cambio únicos y universales y a la larga tan fáciles de deducir como el espacio de la geometría o la numeración del movimiento de la aritmética.

En los años de universidad, uno de sus maestros, Martín Knutzen le enseñó los principios de la física matemática, que había alcanzado sus logros, al parecer definitivos, a fines del siglo XVII. Kant siguió con aplicación sus lecciones, y ahora, continuando la lectura de Locke y de Hume, se sentía cada vez más preparado para establecer la filosofía primera, que sirviese de base a un conocimiento humano, al mismo tiempo universal por su forma y rico por sus resultados. Por esto mismo decidió aplazar los estudios de ética para un futuro más o menos lejano, y concentrarse en los fundamentos de la razón teórica.

Las cartas escritas aquel mismo mes se volvían cada vez más expresivas y eran una mezcla de realismo y de optimismo. En ellas justificaba la tardanza en la aparición de su obra –había en principio calculado sólo tres meses y llevaba ya casi ocho años– no tanto por la cantidad de las páginas, cuanto por la novedad y la importancia del proyecto. Además sus meditaciones de metafísica habían adquirido un carácter distinto, porque se separaban de las ideas y los lugares comunes universalmente admitidos.

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Por lo que se refiere a las condiciones de todo juicio de experiencia –si afirma o niega algo, si lo hace de forma universal o particular, si su modalidad es necesaria o posible y todas las demás variantes lógicas– Kant admitía sin dificultad, que como la espacialidad o la temporalidad dependen del sujeto, y por consiguiente son únicos y universales, cualquiera sea su contenido objetivo, forzosamente variable. El ser y el no ser, la necesidad, la posibilidad y la existencia, la totalidad y la unidad, no son objeto del conocimiento, pero sin ellos la experiencia sería imposible. De todas formas el filósofo tropezaba con una dificultad al parecer invencible, porque las nociones clásicas de sustancia y causa no eran, a primera vista, ni condiciones ni contenidos de los enunciados de la ciencia física.

Kant seguía la lectura –de seis a ocho de la tarde– de los empiristas ingleses y sobre todo del Ensayo. Locke había dedicado un capítulo entero a la esencia o sustancia real de las cosas, lo que el oro es en sí, por ejemplo, y llegó a la conclusión de que esa sustancia era una X completamente desconocida para el entendimiento humano, y una hipótesis, que sólo servía de soporte al color y a todos los demás modos. El filósofo alemán decidió prescindir de la sustancia real, que puede ser pensada, pero que de ninguna forma es objeto de experiencia.

Pero al lado de esa desconocida esencia real, Locke afirmaba la otra esencia nominal, es decir, no el oro en sí, sino la serie de vivencias complejas significadas por la palabra oro: una extensión, sólida, amarilla, fusible, maleable, de cierto peso y fijeza. Kant se dio cuenta de que este nombre sustantivo es la condición de todos los enunciados categóricos, donde la palabra oro hace las veces de sujeto, mientras que las ideas que lo componen funcionan de predicados. De esta forma sucede que la sustancia nominal juega el mismo papel que las demás condiciones lógicas, pues sin ella no habría juicios de experiencia, ni ciencia física, ni conocimiento universal.

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De todas formas el profesor Kant sentía que faltaba una pieza en este mosaico que con tanto cuidado iba trazando y que justificaba todos los avances definitivos del conocimiento humano. Había que explicar la relación de causa y efecto que condiciona la ciencia física, pero no entre dos cosas en sí de suyo desconocidas, sino entre dos ideas según el vocabulario de Locke, dos impresiones como decía David Hume, o más simplemente dos fenómenos, es decir, una vez más, no la causa en sí, sino lo que se llama causa. El profesor se daba cuenta de que estaba llegando a la solución del problema que los empiristas ingleses sólo habían rozado.

Aquel día, después de su paseo, entró con gran animación en su gabinete de estudio y tomó la Investigación sobre el entendimiento humano. Según Hume, cuando el hombre percibe dos impresiones que se suceden de forma constante, llevado por un hábito irresistible, atribuye a la primera el nombre de causa y a la segunda el de efecto. Lo que no percibe de ningún modo es la relación necesaria de causalidad, y por consiguiente sus juicios sobre la realidad física carecen de todo valor universal y científico y son sólo productos de una costumbre, mucho más poderosa que cualquier razonamiento escéptico.

A Kant aquello le parecía insuficiente para seguir el seguro camino de la ciencia, y se decidió a sustituir la causa real, el «por qué» desconocido de dos cosas en sí, por la causa nominal, es decir, «cómo» se suceden dos fenómenos de forma regular y constante en una ley física, siguiendo una proposición hipotética del tipo «Si A luego C». Lo que se llama causa, es la otra condición de los juicios de experiencia y por consiguiente tiene un carácter invariable y universal cualquiera sea el contenido objetivo de la ley. El filósofo estaba tan interesado en su descubrimiento, que incluso tuvo la tentación de prolongar unos minutos sus meditaciones, una calaverada a la que afortunadamente pudo resistir.

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Desde entonces se entregó a la lectura de la Investigación sobre el entendimiento y tomó a Hume como su maestro y su lectura constante. Los dos habían llegado por caminos diferentes a la fundamentación de las matemáticas y la física, pero cuanto para uno era un hábito insuperable de la naturaleza humana, para el otro era un conocimiento rigurosamente científico. Faltaba saber si además de estas ciencias y por encima de ellas, existía otra más alta, que desde siempre recibió el nombre caprichoso de metafísica. Kant leyó, al final del ensayo de Hume una conclusión que pretendía solucionar de manera ciertamente contundente el problema.

—Cuando, persuadidos de esos principios, recorremos las bibliotecas, ¿Qué hace falta quemar? Si por ejemplo tenemos en la mano un volumen de teología o de metafísica escolástica, preguntémonos: ¿Contiene razonamientos abstractos sobre la cantidad y el número? No. ¿Contiene razonamientos experimentales sobre cuestiones de hecho y de existencia? Tampoco. Entonces podemos echarlo al fuego, porque sólo contiene sofismas e ilusiones.

Esto suponía la negación de la psicología y de la cosmología racional y por supuesto de la teología, es decir, de todo conocimiento no empírico, y Kant estaba de acuerdo con su maestro. El alma, el mundo como totalidad y Dios, pueden ser pensados, pero de ninguna forma objeto de un juicio de experiencia ni de una deducción sin base en ese juicio. Los razonamientos correspondientes son impecables desde el punto de vista lógico, pero como no tienen un punto de partida firme, son falsos o contradictorios o vacíos. La metafísica sólo tiene sentido como una filosofía primera que asegura los principios de las ciencias.

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El primero de Mayo de 1781, después de sus clases de la universidad Kant podía anunciar en sus cartas a Herz que «en la feria de Pascua saldrá un libro mío con el título de Crítica de la Razón Pura». Hacía diez años que el filósofo había prometido publicarla en tres meses, pero esta vez podía asegurar su término y hasta el lugar de impresión en la casa Hartknoch de Halle. El resto de la epístola respiraba un cierto aire de triunfo, a pesar de que su autor era prácticamente incapaz de entusiasmarse.

Dos años después Kant, en vista de las interpretaciones torticeras que se hicieron al principio de su obra y además para hacerla más popular y breve, publicó un resumen con el título barroco de Prolegómenos a toda metafísica del porvenir que pretenda considerarse como ciencia. La década de los ochenta fue verdaderamente feliz por la cantidad y calidad de sus escritos, pero particularmente el año 1787 conoció la aparición de su ética –la Crítica de la razón práctica y sobre todo la segunda edición de la Razón pura con abundantes modificaciones y con un prólogo verdaderamente definitivo.

Ese mismo año, el profesor, que siempre había comido en hoteles, tomó casa propia a su gusto, pues era tranquila y silenciosa, y cumplía todas sus otras abundantes exigencias. Su mobiliario era verdaderamente ascético, y su única decoración un cuadro que representaba a Rousseau y estaba rodeado de una espesa capa de polvo, que Kant obligaba a respetar por ser un adorno de la naturaleza. Todos los días enviaba una comunicación escrita a sus invitados –ni menos de tres, ni más de nueve– sin dejar de cumplir esa formalidad ni una sola vez. Sus vecinos conocían todas sus entradas y salidas a horas exactas y sobre todo el inevitable paseo de cinco a seis, que servía para poner en hora a todos los relojes de la ciudad.

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Un día de mediados de Julio de 1789, los habitantes de Königsberg comprobaron con verdadero estupor que el profesor Kant había suspendido su inevitable paseo de cinco a seis. No podía ser que todos los relojes se hubiesen puesto de acuerdo para atrasar cinco minutos, diez minutos y hasta una hora. Por otra parte el filósofo no había tenido ningún accidente, pues sus alumnos de la universidad y sus invitados juraron y volvieron a jurar que había dado sus clases de la mañana con total normalidad, había comido a la hora precisa con buen apetito y abundancia de chistes, y en una palabra gozaba de excelente salud.

Antes de declarar a la ciudad zona catastrófica, sus fuerzas vivas decidieron visitar el domicilio de Kant. Lampe les abrió la puerta, les comunicó que su señor estaba en su cuarto de estudio, meditando como todos los días, que no tenía ningún acreedor, y que en cuanto a su conducta en apariencia extravagante, les pedía disculpas por ella y les aseguraba que no volvería a repetirse, ni calculaba que volviese a haber en el mundo otra circunstancia que la justificase. Todos se retiraron a sus casas, más tranquilos desde luego, pero también más perplejos que a su llegada.

Mientras tanto Kant había extendido sobre su mesa un periódico, fechado en París el 14 de Julio y a su lado tenía el Tratado sobre el gobierno civil de Locke, los Ensayos políticos de Hume, el Espíritu de las leyes de Montesquieu y en fin la historia de la independencia de las Provincias Unidas y la Constitución de la confederación de Norteamérica. Estaba decidido a que sus alumnos, primero que nadie, se enterasen de la gran noticia y de su preparación durante un siglo en todos los países civilizados.

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—Señores –dijo Kant al día siguiente a los oyentes, que asistían a su clase de las siete de la mañana– debo darles razón de mi desaparición en la tarde de ayer, y espero me perdonen esta extravagancia, que sin duda habrá desbaratado el régimen de vida de toda la población de Königsberg. Por una vez he tenido que desviarme de mi camino habitual para comprar los diarios que acababan de llegar de París y comunicaban que el pueblo ha asaltado la prisión de la Bastilla, poniendo fin a siglos de despotismo. No hagan ese desagradable sonido con las manos y déjenme seguir la exposición de los hechos y las ideas que han tenido este final feliz.

—Todo empezó hace casi exactamente un siglo, concretamente en 1688, precisamente cuando Europa estaba dominada por el más desbocado absolutismo. Hacía muy poco tiempo que Luis XIV había derogado el edicto de tolerancia de Nantes, iniciando la persecución contra los protestantes hugonotes, y casi simultáneamente Jacobo II imponía en Inglaterra la religión católica, pasando por encima de las exigencias de todos sus súbditos. En el sur y el occidente de Europa sólo quedaba un pequeñísimo rincón que se mantenía fiel al calvinismo liberal, las Provincias Unidas de los Países Bajos.

—Allí se refugió, después de la muerte de Lord Ashley, jefe del partido liberal inglés, su secretario John Locke, de quien más de una vez me habrán oído hablar con admiración. En este retiro sosegado Locke preparó cuidadosamente un golpe de Estado, tomando como cabeza a Guillermo de Orange, un acérrimo reformista, que por ser yerno de Jacobo II satisfacía al mismo tiempo el espíritu pragmático y legitimista de aquel pueblo. La operación fue un éxito total pues una flota comandada por Guillermo desembarcó en Inglaterra sin encontrar resistencia, bajo un lema verdaderamente expresivo: «Por el Parlamento, la libertad y la religión protestante.»

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—Al año siguiente Locke acompañó a la reina Mary, que navegaba desde Holanda para encontrarse con su marido, ya confirmado rey. En su retiro holandés el filósofo, no sólo preparó la revolución liberal, sino que había tenido tiempo para escribir un tratado de filosofía política que proporcionaría las ideas clave del nuevo sistema y de cuantos viniesen después. Es un libro polémico, destinado a refutar la doctrina de Filmer, que defendía el derecho patriarcal de los reyes, trasmitido por herencia desde una primera familia.

—Según Locke los hombres son por naturaleza libres, y la seguridad de vida y la propiedad son la condición de la existencia y desarrollo de esa libertad. La sociedad civil que forman por contrato, no sólo no limita esa libertad, sino que la garantiza frente a posibles abusos, y en consecuencia los hombres que viven bajo ese régimen dichoso de gobierno son soberanamente libres. Cualquier constitución, y particularmente la que estaba preparándose en Inglaterra para sustituir al absolutismo de los Estuardos, debía seguir necesariamente estos principios.

—La penetrante inteligencia de aquel hombre –el primero de los ilustrados– se dio cuenta del peligro que acechaba a este régimen de libertades. Pues la autoridad destinada a garantizarlas, forzosamente ha de tener mayor poder que el conjunto de individuos potencialmente peligrosos y agresivos de forma que los vuelva pacíficos e inocentes. Pero como esa autoridad puede sucumbir a la tentación de usar su poder para gobernar despóticamente, es preciso encontrar una fórmula casi milagrosa para que el gobierno, quiera o no quiera, sea incapaz de intervenir en la vida de los ciudadanos.

—Sin embargo, señores, el procedimiento es bien sencillo. Todo consiste en que el poder no esté en una sola persona, como sucede en las monarquías absolutas, ni en una institución, pues en este caso nada ni nadie podría frenar su capricho. Tal como sucede en Inglaterra, la autoridad federal del soberano está limitada por una cámara hereditaria de nobles y una segunda de ciudadanos comunes, elegida por cuantos tengan una renta más que suficiente.

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—Las ideas de Locke atravesaron el Canal ya en este siglo, y encontraron acogida en Francia, donde los filósofos ilustrados comenzaron a crear una opinión pública favorable a un régimen de libertades, durante el reinado de Luis XV tan indiferente a la vida política como amigo de sus mujeres y de sus turbulentas pasiones. En 1748 apareció un libro imponente titulado El Espíritu de las Leyes, criticando todo régimen despótico y poniendo a Inglaterra como modelo de constitución. El libro se publicó en forma anónima, supongo que por prudencia, pues su autor, el Barón de Montesquieu, completó el esquema político de los liberales ingleses con el poder de los jueces, a quienes podía apelar cualquier ciudadano que se sintiese agraviado en sus derechos.

—Pero este no ha sido el único filósofo político que apareció en Francia, porque otro ciudadano de Ginebra, Juan Jacobo Rousseau, despertó un encendido entusiasmo y al mismo tiempo un odio desatado, cuando publicó en 1760 El Contrato Social. Según el sistema seguido en la Confederación Helvética, la colectividad de los ciudadanos vota directamente las leyes y sigue después el dictado de la mayoría, y como son de esta forma y al mismo tiempo legisladores y súbditos sin reyes ni presidentes ni cámaras intermedias, cada uno de ellos, al obedecer la ley se obedece en realidad a sí mismo, sin perder un ápice de la libertad que ya tenía en estado de naturaleza.

—Yo mismo, he redactado y estoy a punto de publicar un tratado donde establezco las condiciones, los límites y los fundamentos de la Razón Práctica, y debo a este gran hombre el principio de la autonomía, que traslado desde el mundo político a la moral individual. Porque cada uno de nosotros, cuando actúa por principios y se da a sí mismo la ley, sigue un imperativo universal, establece un régimen de igualdad entre todos los hombres, y él mismo permanece libre sin obedecer a ninguna coacción externa ni a ninguna tendencia sensible, ni en resumen a ninguna finalidad, sino sólo al cumplimiento incondicional del deber.

—Y esto es todo, señores. La política corrompida de los reyes, y las ideas de los filósofos han preparado lentamente ese movimiento de liberación, que tiene por protagonista al pueblo entero de Francia. Les prometo que no volveré a apartarme de mi camino de todos los días, y les aseguró que pasarán muchos años, tal vez siglos, antes de que vuelva a gestarse un acontecimiento tan gratificante y tan inesperado como la Revolución Francesa.

 

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