Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 32 • octubre 2004 • página 23
En torno a La cara oculta de la prosperidad,
Joaquín Estefanía, Taurus, Madrid 2003
El texto que comentamos se divide en seis capítulos; una misma cuestión los atraviesa, aquella que se pregunta sobre los beneficiados del rumbo que ha tomado en los últimos años la economía internacional; su óptica, anticipada desde el título, sospecha de las bondades de un comercio global pautado según directrices neoliberales. A medida que avanza el libro se procura corroborar, mediante datos y argumentos de corte socialdemócrata –investidos de la autoridad de un Galbraith o de un Stiglitz–, lo fundado de la tesis principal, esto es, que la globalización económica –o realmente existente, según la cita– no haría sino dilatar la brecha entre ricos y pobres presentando la otra cara de un modo de producción que no obstante continua generando riqueza. Pues bien, es la paradoja de tal situación lo que acaso debiera haberse analizado con mayor énfasis, si es que toda la denuncia del autor no pretende al cabo sino reducirse a una simple llamada de atención que agilice mecanismos redistribuidores. Veámoslo.
El enfoque de Estefanía pretende no perder de vista el vínculo entre política –o mejor: poder– y economía; su búsqueda explícita del cui prodest así lo manifiesta. De nuevo los intereses de una estrategia ideológica oculta –informada de geopolítica y liberalismo– apuntan hacia unos decisores con mucha pinta de yanquis. El nexo borroso que conecta codicias privadas a cuestiones de Estado se solventa constatando la equivalencia nominal de sus titulares. La resultante es obvia: el poder en EEUU lo mantiene una camarilla de empresarios voraces, ignaros en el arte de gobernar. El agravante aparecería al comprobar su nesciencia respecto de toda doctrina económica: reacios a prolongar la línea Clinton, sus acciones se han encaminado a ejercer una práctica inédita: el keynesianismo de derechas o, vale decir, gastarse a mansalva el dinero de los contribuyentes a fin, no de procurarles supuestos colchones sociales –educación, sanidad, vivienda, bienestar y, en última instancia, ganas de consumir (académicamente: reactivar la demanda o, para economistas éticos, las libertades)–, sino en aras de adquirir ingeniería bélica. Sin embargo, ni por supuesto esta conducta, ni la anterior u opuesta, promovida desde premisas monetaristas, son del agrado del nuestro autor. Capitalismo financiero y capitalismo de amiguetes no serían sino las ramas de un mismo capitalismo de ficción, inflado y flotante, que gravita, burbujeante, sobre las bolsas.
Hay que remontarse a las raíces de la «ciencia de la elección» para comprender los movimientos actuales. Smith, Marx y Keynes propusieron las tres perspectivas para administrar eficazmente los recursos de que disponemos; suponemos que el marco es estatal (la riqueza de las naciones), aunque nadie nos lo confirme. En tales condiciones la simplificación se convierte en virtud: los liberales dejan a la mano invisible del mercado que el reajuste perpetuo de la competencia se torne en crecimiento; los intereses individuales del agente quedan matizados según la conclusión marxista de la plusvalía: la planificación central mitigará los riesgos suicidas del capitalismo coadyuvando al advenimiento, por lo demás inevitable, de una nueva era; el sentido común se encarnará finalmente en una simple fórmula tras la depresión del 29: intervención estatal selectiva. Lástima que unos estudiantes de Chicago, al amparo de los ochenta –estanflación mediante–, propulsen una vuelta atrás con su manía por controlar del precio del dinero, es decir, de los tipos de interés, ademocráticamente. Es así como instituciones supranacionales –bancos mundial y europeo; fondo monetario internacional; consejos G-8– se colocan más allá de los controles electorales. El sufragio cede cancha al mercado mientras cierta ideología lo teoriza como reflejo nítido de la voluntad popular, toda vez que el ángulo del ciudadano se restringe al de cliente. Estamos bajo el ensueño de la globalización «neoliberal», campo abonado para la protesta social.
El ensayo de una definición de globalización se ha convertido en el deporte favorito de todo opinante moderno. Se ha hecho famosa la del adelantado Stiglitz como «integración más estrecha de países y pueblos producida por la enorme reducción de los costes de transportes y comunicaciones y el desmantelamiento de las barreras artificiales a los flujos de bienes, servicios, capitales y, en menor grado, personas a través de las fronteras» (pág. 70). Nuestro autor prefiere politizar el asunto señalando como núcleo del fenómeno la perdida de importancia de las políticas nacionales, en favor de unos centros internacionales de decisión cuya característica más notable sería la de distanciarse del control de los ciudadanos, articulándose en tanto efectivas «autoridades privadas». A la postre se trata de observar el trasvase de poder que, por puro economicismo, desplaza su ejercicio, a través de los mercados, de las manos de los ciudadanos a la de un puñado de jerarcas distribuidos en otras tantas instituciones supranacionales, tipo BM, FMI, o, en el límite, empresas multinacionales, independientes en todos los casos de gobiernos y, por tanto, libres respecto de exigencias públicas. El desarrollo de nuevas tecnologías y medios de información y comunicación, asociado a la emergencia de un capitalismo financiero que se desenvuelve en un hiperdinámico mercado de divisas conforman la base de este quehacer global, redoblando las distancia en relación a países que ni siquiera han iniciado su industrialización. No obstante, la apertura internacional de los mercados marcada por dichas pautas ha conseguido reducir costes técnicos y, comparada a la actividad productiva industrial, multiplicar el nivel de rentas. El problema se plantea, de nuevo, a la hora de localizar a los (pocos) beneficiados.
No obstante parece sugerírsenos la benevolencia de una tal coyuntura frente a la regresión, propia de las crisis económicas, que suponen los nacionalismos; una curiosa dialéctica hace oscilar etapas proteccionistas y librecambistas, sin que quede demasiado claro en qué lado del balanceo quedarnos. El siglo XX ha conocido así dos momentos de serio repliegue, tras la depresión del 29 y las crisis del petróleo setentera. Está por ver si desde los albores del tercer milenio nos encontramos otra vez bajo el signo contractivo. Si, tras los «felices 90», fuese cierto el diagnóstico apuntado, cuesta entender que el verdadero obstáculo económico sea la globalización, todo lo liberal que se quiera. Resulta obvio que el objeto de análisis, según el cual se deducen las tendencias, es la economía EEUU; semeja pues que, se comporten como se comporten, de ahí surgen siempre los problemas. Parte de la confusión quizá se deba al superponer dos tipos de críticas: la de Stiglitz referida a la era Clinton y la de Krugman realizada sobre la actuaciones económicas en el presente. ¿De verdad cabe trazar un hilo entre ambas políticas económicas? Por otro lado la vaguedad en la definición sobre la globalización lastra la inteligibilidad del proceso. Más netas aparecen las reivindicaciones procedentes de los movimientos antiglobalización, restringidas –eso sí– a la de su parte menos radical: la crítica a las prácticas de los organismos financieros internacionales se combina con la oposición a un proceder desafecto a los países menos avanzados; tasa Tobin, internacionalización de la justicia e, incluso, anhelo de una renta básica de la ciudadanía, ordenarían un ideario más o menos reconocible, todo ello sin recurrir bajo ningún concepto a la violencia; objetivo: unificar el género humano, nada menos. En vistas a la utopía, ciertos autores –David Held, Mary Kaldor– ya han propuesto un esbozo de iniciativas, confiándose desde un primer momento a la eficacia del derecho internacional, vía ONU.
Abundando en la paradoja que vincula riqueza y desigualdad se nos ofrece el debate académico que ilustraría a grandes rasgos los puntos de discusión entre una línea oficial, apoyada sobre argumentos que presumen de incrementos productivos y niveles de renta, al tiempo que conservan la esperanza en un futuro que no mengue la plena libertad de los individuos para desarrollar la iniciativa privada, frente a una postura alternativa, escandalizada por la creciente desigualdad entre países, pero también entre los ciudadanos de un mismo Estado. El cotejo parece conciliar al menos dos supuestos: la necesaria igualdad de oportunidades y la obligatoriedad de contar con un sistema económico eficaz, cuyo modo de operar, esto es, de producir, no se altere en lo esencial. La tensión reside por tanto en la actividad distributiva, cuya gestión, según las conclusiones de Estefanía, atenta contra la equidad social. Su denuncia va mucho más allá al advertir, con Krugman, la gradual inclinación de la política económica estadounidense a favorecer los intereses de los más ricos –reunidos bajo el concepto de tecnoestructura; camuflados detrás de la retórica de una nueva economía y democracia–, con lo que ello implica de gestación de plutocracia e, incluso, de un partido único.
De hecho la nueva economía, como opción paradigmática de era inédita, será objeto de todo un capítulo enfilado a desentrañar las claves y supuestas bondades de lo que llegó a llamarse capitalismo popular o populismo de mercado, con la bolsa como traductor de las preferencias populares. Su cenit, prolongado en EEUU entre los años 1996-99 de la Administración Clinton, auspició la enunciación de un escenario ideal en el que, clausurada la dinámica de los ciclos económicos, predecía, con la aplicación de su programa, un periodo de fuerte crecimiento económico –el mito del crecimiento continuo–, pleno empleo y la sanidad de las cuentas públicas: el establecimiento del bienestar universal. Sus premisas aconsejaban la liberalización empresarial paralela a una desregulación estatal que ha acabado por demostrarse ficticia. Sin embargo la aplicación de las nuevas tecnologías de la información combinadas con la eliminación de las barreras económicas –financieras y comerciales– conformaron la emergencia de un proyecto de sociedad y de un modelo laboral abierto, flexible y pletórico, cuya elasticidad organizativa, basada en la competición y la productividad, se viera compensada con la ausencia de recesiones (¡al menos hasta el 2020!). El respaldo provino de los datos de la economía estadounidense en donde las inversiones en telecomunicaciones e informática representaban el motor de la aceleración. El acceso de los ciudadanos a la inversión en bolsa, fraguado desde la presidencia Reagan, vino a completar un cuadro que se cierra con la apertura de un mercado alternativo específico, «susceptible de admitir variaciones en el precio de una misma jornada de contratación muy superiores a las aceptadas en los mercados de acciones tradicionales» –el Nasdaq (pág. 160)–. La puesta en marcha de esta maquinaria para hacer dinero incluye, amén de una atracción sobredimensionada por el riesgo y la expectativa, la complicidad de ciertos instrumentos: empresas nacidas de, y financiadas por, universidades y escuelas de administración que una vez en funcionamiento salen a bolsa a través de OPAs, deslizando así el riesgo al accionista; tal proceso es lo que se ha conceptualizado como incubación de empresas.
Obviamente la descripción de semejante panorama dulcificado no le sirve al autor más que para pasar, inmediatamente, a una crítica de esta nueva economía, informada de los bajones sucesivos acontecidos desde abril de 2000. Desde entonces las generosas previsiones no han hecho más que desmentirse –aumento del desempleo, posibilidad de deflación, amenaza de desfonde de bolsas, ...–, agravadas tras los atentados del 11-S, los casos de corrupción de Enron o WorldCom y la derivada de sus auditores. Efectivamente el desenmascaramiento de técnicas de maquillaje de la contabilidad, o contabilidad creativa –procedimiento más bien propio del sector público–, en empresas privadas, ha menguado la confianza de los ciudadanos en empresas y ejecutivos –¿rebelión de las élites?–, desacreditando a bancos de inversión y auditores, y provocando, en fin, el regreso del nacionalismo económico y de un keynesianismo de nuevo cuño. Inversión del casi 5% del PIB en EEUU, acompañado por una reducción del precio del dinero; puesta en cuestión del Pacto de estabilidad en Europa; ensimismamiento del comercio mundial; indican una modulación en la esfera económica no muy acorde la verdad con el supuesto proceso desatado de la globalización neoliberal. La vinculación o misma identidad de empresarios corruptos y componentes de la Administración Bush tratan de señalar el hilo, o así lo parece, que une –según el viejo concepto de complejo industrial militar– neoliberalismo y keynesianismo de derechas en un grupo de individuos rapaces, adueñados momentáneamente del mundo. Si nuestra interpretación fuese errónea ¿cabría hablar de dos adversarios diferenciados removiéndose en el seno de la política económica estadounidense? La permanencia de Greeenspan acaso refutaría tal hipótesis...
¿Hasta qué punto se trata de alcanzar una igualdad de resultados en claro conflicto con la dinámica liberal? ¿Supone la globalización económica neoliberal un retroceso de la igualdad de oportunidades, de las mismas libertades? Estas son las preguntas a las que pretenden dar respuesta los partidarios del capitalismo social entre los que podría adscribirse nuestro autor. La anomalía de la actual política yanqui, al solapar al ejercicio económico prácticas intervensionistas que agudizan en todo caso aún más las desigualdades, parece sin embargo enturbiar sus análisis.