Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 36 • febrero 2005 • página 8
Donde se reúnen los más grandes científicos y se saca la conclusión más bien estúpida de que los fenómenos sólo existen después de ser observados
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El industrial belga Ernst Solvay reunía en el siglo XIX todas las cualidades de un gran empresario del siglo XX. En 1863 descubrió el procedimiento para obtener el carbonato de sodio, saturando una disolución de sal con amoniaco y dióxido de carbono. El producto así obtenido, que desplazó rápidamente a todos sus competidores y se hizo universalmente famoso con el nombre de Sosa Solvay mantuvo su hegemonía durante el primer tercio del mil novecientos.
La popularidad de la Sosa y la duración de su reino tenía su razón de ser en los principios mercantiles de su fabricante. Ernst Solvay partía de la base de que lo importante no es producir, sino vender, y fiel a este axioma hizo famoso su nombre, fundando varios institutos en la Universidad de Bruselas, dotando a los institutos de química y de electrotecnia de Nancy y al de química aplicada de la Universidad de París.
Pero Ernst Solvay no olvidó el papel decisivo de la ciencia, y gracias a su iniciativa los más ilustres físicos de la época se pudieron reunir periódicamente en Bruselas. Todavía después de su muerte tuvo lugar en 1927 el quinto congreso Solvay en el hotel Metropole, y allí estaban todos los científicos que cambiaron la imagen del mundo. Su presencia fue tanto más apasionante cuanto que fueron los protagonistas de un cisma que afectaba a las bases mismas de la física.
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La foto de familia de los participantes en el Congreso, casi todos premios Nobel, puede ser examinada a través de Internet por cualquier curioso que quiera tener una instantánea de la física del siglo XX. En primera fila aparecen Max Planck (1918), Mme Curie (1903 y 1911), Lorenz (1902) y Einstein (1921), acompañados por Langmuir (1932), Wilson (1927) y Richardson (1928). Da la impresión de que una Academia de Ciencias de Estocolmo situada en la estrella Sirio, a la hora de dar su premio, se limitaba a contemplar la fotografía.
En la fila central están Bragg (1915), Dirac (1933), Compton (1927), y el terceto formado por De Broglie (1929), Born (1954), y sobre todo el danés Niels Bohr (1922), en cuya escuela de Copenhague había comenzado el último movimiento revolucionario de la ciencia. Precisamente Bohr y Einstein son los dos jefes de fila de cada uno de los ejércitos que protagonizan esta última guerra civil de la física.
Al final de la tercera y última fila se encuentran tres de los científicos que protagonizan los descubrimientos más inquietantes y a la vez más lógicos de la nueva física: Erwin Schrödinger (1933), el creador de la mecánica ondulatoria, Wolfgang Pauli(1945), que con su principio de exclusión aplica a las partículas las ideas de Leibniz sobre la identidad de los indiscernibles, y sobre todo Werner Heisenberg (1932), que introduce en el mundo subatómico la indeterminación.
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La crisis tenía su lejano origen en el descubrimiento de los fotones por el mismo Einstein a principios de siglo, pero empezó a gestarse en los años 24 y 25, y sobre todo en la primavera de 1926, cuando los físicos de la Universidad de Gottinga y de Copenhague introdujeron una nueva forma de ver el mundo. Esta vez no se trataba sólo de la imposibilidad de integrar en una fórmula única el movimiento uniforme, la gravedad y los fenómenos electromagnéticos, sino de algo mucho más grave, porque el estudio del comportamiento de las partículas elementales del átomo había llevado a consecuencias ciertamente intolerables.
Su afirmación común era a primera vista desconcertante. Cuando se observa el mundo infinitamente pequeño del átomo –y antes de una observación no hay fenómenos, ni tiene sentido hablar de ellos– no se puede determinar al mismo tiempo la velocidad y posición de una partícula elemental, ni siquiera con un experimento imaginario. Y este indeterminismo no se debe a una circunstancia contingente y superable, sino a la propia constitución del mundo físico, que en su capa más profunda se ve sometido a un juego de azar. En el átomo no funciona el principio lógico de causalidad, puesto que una misma experiencia repetida produce efectos observables distintos.
La antigua física estaba montada sobre una filosofía y una imagen del mundo polarmente distinta. Incluso sus postulados más revolucionarios –como las dos teorías de la relatividad– suponían un universo geométrico, de acuerdo con el viejo principio de la máxima sencillez. En cambio la nueva ciencia se ceñía a los datos de observación, sin detenerse ante consecuencias, que no sólo atacaban ese principio elemental, sino que además rompían con un desparpajo verdaderamente herético el universo sagrado de la lógica.
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Este conflicto entre dos formas diferentes de ver el mundo se doblaba con una crisis generacional. Los antiguos físicos –Einstein, Madame Curie, Bragg, Max Planck, Langevin y Lorentz, que en su condición de decano presidía por última vez el Congreso– eran ya minoría, mientras que los jóvenes turcos tenían ya el prestigio y el número suficiente para relevarlos. Entre éstos últimos, Schrödinger y De Broglie ya habían publicado sus teorías en años inmediatamente anteriores, aunque eran los primeros responsables de la situación de cisma en que vivía la física.
En cambio Born y Heisenberg, en sendas comunicaciones al Congreso, afirmaron que cuando un físico hace frente a observaciones que no caben en el cuadro de una teoría firmemente establecida, debe interesarse antes que nada por los fenómenos observables. Es verdad que así se establece una solución de continuidad y una ruptura entre la ciencia clásica y la física atómica. Pero quien quiera respetar la acción de los instrumentos de medida y del propio observador sobre el experimento, claramente ha de llegar a conclusiones indeterministas cuando se llega a magnitudes tan pequeñas que son trastornadas necesariamente por la medición.
En este punto intervino Lorentz, que en su calidad de director del Congreso quiso poner paz entre las dos facciones enfrentadas. Estaba dispuesto a aceptar las nuevas teorías, pero a condición de mantener la creencia en el ideal de la ciencia clásica. Fue entonces cuando intervino Niels Bohr, negando este último refugio al determinismo después de largas discusiones con Heisenberg y con Pauli. Su punto de vista estaba muy claro y era a la vez una provocación para Albert Einstein, ya que tomaba como modelo de su física a su teoría, llevándola a consecuencias indeseables.
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La separación de la relatividad entre el espacio y el tiempo –decía Bohr– es plenamente válida, pero sólo tiene sentido para grandes velocidades comparables a la de la luz, mientras que en el mundo de todos los días ese factor es despreciable. De la misma forma la concepción causal sólo vale para magnitudes ordinarias, pero cuando las partículas subatómicas son tan pequeñas que cualquier instrumento trastorna de forma irreversible los datos de observación, el indeterminismo físico es la única teoría que satisface a la experiencia.
Heisenberg demostró estas relaciones de indeterminación o incertidumbre a través de un experimento mental de una sencillez casi excesiva. Imaginó un cañón que podía disparar un sólo electrón en una cámara totalmente vacía, una fuente luminosa, capaz de emitir electrones de cualquier longitud de onda, y un microscopio ideal sintonizado a voluntad del experimentador. Si el cañón dispara una partícula y el foco de luz la ilumina, los fotones que chocan contra ella la harán retroceder irremisiblemente y de esta forma el físico nunca podrá medir con precisión y al mismo tiempo su posición y su velocidad.
Según Heisenberg, la nueva ciencia es el universo de la luz, que por una parte es necesaria para que haya objetos observables y visibles, pero por otro lado es una realidad física que interfiere en el experimento. Si el observador encuentra una partícula elemental en el punto A, esto no quiere decir que «ya» estuviese allí, sino que el procedimiento de medida la ha concentrado en ese punto, alterando al mismo tiempo su velocidad. En una palabra, la nueva física es un cálculo probable de mediciones sobre observables.
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Einstein –en representación de todos los antiguos físicos– se dio cuenta de que en la base de este pensamiento había una filosofía y una forma de enfocar la ciencia polarmente diferente de la suya. Mientras que en sus dos teorías de la relatividad era el sucesor de grandes físicos que buscaban un mundo cada vez más geométrico y racional de acuerdo con el principio casi místico de la sencillez, las escuelas de Gottinga y de Copenhague se ceñían a las observaciones, sin detenerse ante consecuencias que no sólo atacaban ese postulado fundamental, sino que además rompían con un desparpajo verdaderamente herético el universo sagrado de la lógica. Y se dedicó esa doctrina con toda la fuerza de su imaginación y su inteligencia.
En aquel mismo año de 1927 el físico escocés C. T. R. Wilson, fue galardonado con el premio Nobel por su descubrimiento de la cámara de niebla, que permitía fotografiar la trayectoria de un electrón, gracias a una serie de indicadores situados dentro de un pistón. Einstein removió contra Heisenberg una vieja objeción, señalando cómo sería contradictorio que la órbita de la partícula estuviese dentro de la cámara, pero no dentro del átomo, por mucho que se trate de experimentos y mediciones imaginarias.
Heisenberg contestó a este ataque, al parecer imparable, diciendo que en la cámara de niebla se mantiene el principio de incertidumbre, pues cuanto más precisa sea la medición de las posiciones sucesivas del electrón tanto mayor será el trastorno que los indicadores del gas producen a su paso. La situación es exactamente igual a la fatal dificultad que un físico concienzudo experimenta al seguir la pista de una partícula por medio de la luz. Pero a pesar de la contundencia de esta réplica, Einstein no quedó satisfecho y mantuvo una guerra sin cuartel contra las pretensiones de la nueva ciencia.
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El momento más agradable de la vida del hotel era el desayuno, cuando todos los físicos se reunían en una tertulia relajada, antes de la primera sesión del Congreso. Era entonces cuando, casi inevitablemente aparecía Einstein, que durante la tarde y noche del día anterior había ideado un experimento mental, que pretendía ser un contraejemplo de las relaciones de indeterminación. Después caminaba a la sala de congresos acompañado del otro gran maestro Niels Bohr, y del enfant terrible del Congreso, Heisenberg, poniendo en claro entre los tres los supuestos sobre los que se montaba el experimento.
Durante todo el día Bohr, Heisenberg y Pauli discutían el experimento para ver si ponía en jaque sus propias ideas. Pero ya al atardecer habían resuelto el problema de una forma satisfactoria, y podían demostrar a su adversario más contumaz y temible cómo el principio de la nueva física era consistente y capaz de resistir sus críticas. Siempre la cadena de razonamientos de Einstein pasaba por alto el dato, al parecer insignificante de los trastornos que la medida de la posición, la velocidad, la energía, la velocidad, el peso o cualquier otro observable ejercía sobre los fenómenos.
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Para sorpresa de los tres científicos, Einstein cambiaba súbitamente la física por la teología, apelando al testimonio de su hermano de raza Espinosa, que establecía un rígido orden geométrico en el mundo y en la conducta de los hombres, tal como lo establecía «Dios o la Naturaleza o la Sustancia». Su genio no podía tolerar que a cierto nivel los acontecimientos físicos estuviesen sometidos en poco o en mucho al azar más desconcertante.
—Señores, no los entiendo. Se puede ser agnóstico o ateo, aunque yo creo que sin un entusiasmo religioso por los conceptos científicos es imposible la ciencia. Se puede también concebir que Dios haya creado un mundo y unas leyes polarmente distintas a las que nos gobiernan. Pero pensar que en cada instante Dios está jugando a los dados con todos los electrones del universo, eso, qué quieren que les diga, me parece demasiado ateísmo.
—Le voy a devolver el cumplido –decía Niels Bohr– casi en los mismos términos. Yo puedo imaginar un mundo donde un genio exterior a las cosas sea capaz de determinar su posición y su movimiento sin error alguno. Pero que nosotros podamos determinar qué mundo ha querido Dios crear, causal o azaroso, eso, querido doctor, me parece excesiva presunción.
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Tres años después se celebró el sexto Congreso Solvay en el mismo escenario, aproximadamente con los mismos actores y parecido argumento. También esta vez los protagonistas individuales de la batalla fueron los pesos pesados de la antigua y la nueva física, Einstein y Bohr, mientras que sus segundos se limitaron a proporcionar la música de fondo. En uno de los desayunos del hotel, Einstein se presentó con un nuevo experimento mental, que parecía devolver definitivamente el orden causal y la regularidad, y refutar los horrores de un mundo entregado al azar. En todas estas experiencias idealmente posibles, sólo se exige el respeto a las condiciones de la física (una velocidad no superior a la de la luz, unas partículas luminosas discontinuas, &c.).
Esta vez se trataba de medir el peso de la luz con toda precisión y por consiguiente contrariando el principio de indeterminación. Einstein imaginó una caja forrada de espejos perfectos, que pudiese mantener indefinidamente la misma energía. Después de pesarla supuso que un reloj abría un obturador, como si fuese una bomba cronometrada, y dejaba pasar una cierta cantidad de luz. Ahora sólo faltaba pesarla otra vez, pues el cambio de masa sería equivalente a la luz emitida en un determinado tiempo, de tal forma que las dos variables, tiempo y energía luminosa se calculasen sin ningún margen de error.
Aquella noche Bohr no durmió prácticamente, pues estuvo preparando un contraexperimento, y justificándolo por escrito. Se dio cuenta de que el punto débil de la argumentación de Einstein y la fuerza de su relación de incertidumbre radicaba en la necesidad de la intervención del observador, que al pesar en dos momentos sucesivos la caja ideal cambiaba su velocidad vertical, y según la teoría general de relatividad, su elevación sobre la Tierra y el ritmo del reloj en el campo gravitatorio. Einstein tuvo que conceder de muy mala gana que las ideas de Heisenberg y Bohr estaban por lo menos libres de contradicción, pero se mantuvo fiel a su universo geométrico.
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En el mismo año de 1930 Einstein dio un curso en la Universidad de Pasadena, en California y desde entonces mantuvo su visita anual a los Estados Unidos. Con la llegada de Hitler al poder, se exilió definitivamente de Europa, contratado por el Instituto de Investigación de Princeton entre Nueva York y Filadelfia. Allí, a cambio de unas pocas conferencias a Doctores en Física pudo disfrutar de la soledad y del silencio de su casa, estilo Nueva Inglaterra, situada en un bosque arbolado. Einstein, no sólo dejó de lado sus discusiones en el Hotel Metropole y el revolucionario principio de indeterminación, sino que se dedicó con la fe de un novicio a encontrar una teoría matemática que unificase la relatividad general y especial y los fenómenos del campo electromagnético.
En 1937 Niels Bohr se presentó, sin previo aviso, en Princeton, siendo recibido jubilosamente por Einstein. Otra vez los dos grandes maestros emprendieron la discusión interrumpida siete años atrás y otra vez la pretensión de construir un universo geométrico, incluso para grandes velocidades y pequeñas magnitudes, chocó con la exigencia de una observación que trastorna las leyes de la mecánica clásica, y sobre todo introduce una indeterminación inevitable en el mundo del átomo. Bohr resumió de forma contundente su punto de vista.
—Para ver esas bolas que son los electrones hay que bombardearlas con fotones, que son botas de luz –dijo Bohr recordando con nostalgia sus años escolares de futbolista– y golpearlas y moverlas, de forma que cualquier observación modifica sin remedio el fenómeno observado. En realidad el principio de indeterminación es tan simple como todos los descubrimientos verdaderamente grandes y no tenemos la culpa nosotros si usted ha hablado el primero, allá en 1905, de los paquetes de energía luminosa, o los fotoelectrones.
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En 1929, John Dewey preparaba su cercano retiro en la biblioteca de la Columbia University. En su larga vida docente había enseñado en las Universidades de Michigan, de Minnesota y Chicago, donde contribuyó al nacimiento de una escuela de influencia decisiva en el pensamiento de los Estados Unidos. Además durante sus últimos veinticinco cursos en Nueva York había publicado dos obras que le pusieron en la primera línea de la filosofía norteamericana: «Reconstrucción filosófica» y «Experiencia y naturaleza». Pero, a pesar de todo ello y de sus setenta años, estaba convencido de tener por delante mucho tiempo para pensar y para escribir sus trabajos más importantes.
Sobre la mesa de su estudio fue distribuyendo cuidadosamente los libros en tres montones. A su derecha puso la teoría de la relatividad especial y una serie de tratados que aclaraban y desarrollaban el pensamiento de Einstein. Frente a él, bien subrayados, los recientes escritos sobre los descubrimientos de Heisenberg y los físicos de la escuela de Copenhague. Finalmente en el otro extremo, el Ensayo de Locke, la Crítica de Kant y un resumen de los Principia de Newton, que defendían de las formas más variadas la teoría clásica del conocimiento. Todos estos papeles habían llevado en las estanterías una vida indiferente, pero cobraron un nuevo sentido cuando Dewey los separó de todos los demás y los pudo tener juntos ante su mirada.
Haciendo un poco de historia, el filósofo se dio cuenta de que tanto el viejo Aristóteles en su Metafísica, como Locke y los primeros empiristas partían de un supuesto común, a pesar de la distancia abismal de sus pensamientos. Todos afirmaron sin dudar que los objetos existen previamente al acto de conocer, que no les afecta en absoluto, como si la inteligencia fuese una entidad totalmente despegada de la naturaleza. A primera vista esto es algo evidente, pues de otra forma el turista que visitase Atenas quedaría convencido de que su viaje y su contemplación admirativa era la causa de la construcción del Partenón. El conocimiento, según el punto de vista tradicional, es algo diferente, separado y previo a la acción.
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Dewey reflexionó cómo según el mismo Newton, antes de que el físico construya su ciencia, existen átomos con masa, inercia y extensión fija, y por debajo de todos ellos un espacio y un tiempo absoluto, pero frente a esta forma de pensar, vio también que Einstein eliminaba estos patrones de medida del movimiento, haciéndolos depender del punto de vista de la acción de observar. Comprobó después cómo sus comentaristas eran más contundentes y claros, pues según ellos, y para empezar por lo más simple, el concepto físico de longitud era equivalente a la serie de operaciones con que se determina la longitud. Y Arthur Eddington generalizaba esta idea diciendo que el conocimiento físico consiste en actos de medición «y nada más», con lo cual desaparecía definitivamente la antigua separación entre conocimiento y acción.
El filósofo americano estaba al tanto de la polémica que desde 1927 mantenían las dos corrientes de la física en esos años decisivos del siglo XX, y fiel a su forma de pensar, tomó partido por los científicos que hacían del observable un producto de sus operaciones sobre el mundo mediante los instrumentos de medida. El problema no consistía en explicar mediante una teoría del campo unificado los fenómenos del universo físico, desde las velocidades cercanas a la luz hasta las magnitudes trastornadas por los fotoelectrones, pasando por los eventos ordinarios de todos los días.
Se trataba de algo mucho más radical, de dar unidad, no al mundo, sino a la ciencia física en cuanto conjunto de observaciones sobre ese mundo, y aquí sí que Dewey vislumbraba una solución acorde con su filosofía. Porque lo mismo la relatividad especial o general que la mecánica cuántica suponen la intervención de un observador, que suprime el espacio y el tiempo absolutos e independientes o, en el otro extremo de la física, la determinación precisa de posiciones y velocidades de las partículas y el mismo principio de causalidad. El conocimiento es en todos estos casos el producto de la acción del observador, o lo que vale lo mismo, conocimiento y acción coinciden.
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Dewey se preguntó si este principio tenía sólo valor en física o era también extrapolable a la moral. Se dio cuenta enseguida de que frente a los placeres, que alguna vez se experimentan por azar, los valores y el bien sólo existen cuando se es capaz de calcular las condiciones y de adelantar las operaciones que tienen como consecuencia el logro reiterado e inteligente de esos placeres. También en ética, como en física, tiene validez el pensamiento operacional.
A partir de aquí Dewey comenzó a desmitificar la ética clásica. En primer lugar la mayoría, si no todos los conflictos importantes, son conflictos entre cosas que son o han sido deseables, y no entre lo bueno y lo malo. En segundo lugar una ley moral es un instrumento, y como todos los instrumentos sólo tiene valor y está al mismo nivel que las necesidades a que sirve.
Para Dewey lo más grave era la separación que los moralistas clásicos hacían entre fines «ideales» y medios «materiales». Los ideales, separados de sus condiciones materiales son sólo desahogos sentimentales. A su vez los medios –las actividades económicas– actualizan las condiciones y las operaciones reales, convirtiendo los ideales abstractos en valores.