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El Catoblepas, número 42, agosto 2005
  El Catoblepasnúmero 42 • agosto 2005 • página 23
Libros

El celtíbero irreductible al álcali europeo

Pedro Vicente González

Sobre la edición de Juan Valera, Obra histórica,
por Leonardo Romero Tobar, Urgoiti Editores, 2004

La edición de un estudioso

Juan Valera, Obra histórica, por Leonardo Romero Tobar, Urgoiti Editores, 2004 Don Juan Valera tiene en Leonardo Romero Tobar un notable estudioso que nos ha brindado ediciones de Pepita Jiménez, de Morsamor y dirige la de la monumental Correspondencia{1}. Ahora nos ofrece esta Obra histórica.{2}

La peculiaridad de este volumen es que nos proporciona una edición actual, en papel{3}, del «Valera historiador». Algo que puede sorprender a quienes identifiquen a Valera con un novelista y a la novela con los títulos que copan las listas de ventas.

Hay textos que el propio Valera editó como pertenecientes al género literario de la Historia. Así, los Estudios críticos sobre Historia y Política o Historia y Política.

Esta Obra histórica no procede a reeditar tales libros, que originalmente lo fueron, sino que realiza una selección de los mismos. Y es en esta selección, o, mejor dicho, es en los criterios seguidos en esta selección en lo que nos vamos a centrar.

La Continuación de la Historia General de España de Modesto Lafuente

En el Discurso, leído el 15 de mayo de 1910, de Recepción en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, afirmó don Eduardo Dato de su antecesor en la institución, don Juan Valera: «Mi papel no es otro que el de señalar y enaltecer el dominio que de los más altos problemas filosóficos, morales y políticos revelan sus escritos y la intensa labor de educación y de cultura de que las generaciones sucesivas le serán deudoras.» Añadiendo respecto de la educación pública: «El puesto de Valera es preeminente; diérasele por sí sola la continuación de la Historia de España de D. Modesto Lafuente.»{4}

Leonardo Romero, en el Estudio Preliminar, encarece la condición de «penetrante expositor de materia histórica» de Valera, «pero en la estimación de los lectores posteriores a su tiempo, este último aspecto pasa casi desapercibido»{5}. De aquí la finalidad del texto: «Al rescate de su producción en este terreno se encamina el presente volumen.»{6}

Este rescate tiene como motivo central la Continuación que de la Historia General de España de Modesto Lafuente escribiera Valera. Y aquí, como explica el editor en su Estudio Preliminar, que, además, se centra en esta Continuación (páginas XXXIV a LXVI), se plantea el problema de determinar la efectiva aportación de Valera, deslindándola de las debidas a Andrés Borrego y a Antonio Pirala. Esta labor es de agradecer, pues a la dificultad de disponer o consultar el texto{7} se añadía la de la autoría.

Este rescate asienta su pertinencia no sólo en la valía propia del texto rescatado, o del conjunto de los textos rescatados, cosa que, por principio habremos de presumir en la labor del filólogo, sino que añade una razón que habremos luego de sopesar: al Valera historiador la «bibliografía crítica» le ha desatendido{8}.

Artículos de tema histórico

Dentro de la labor histórica de Valera sitúa Romero una serie de escritos que no acaba de clasificar, pero que estarían, dice, entre la historia, como género literario, y el «ensayo cultural», si bien Romero no parece considerar el ensayo como clase específica de obras literarias{9}. No obstante, en la caracterización del ensayo sigue las indicaciones que al respecto señalara Ortega en las Meditaciones del Quijote y que Romero traduce como «conocimiento científico e interpretación subjetiva».

Insisto en que no considera al ensayo como clase específica de obras literarias. De ahí que en el Índice figuren bajo el rótulo «Artículos de tema histórico» y en el Estudio (página LXVI) en el epígrafe «Trabajos periodísticos de tema histórico». Lo cual complica un poco más las cosas, pues Valera rechaza explícitamente en El periodismo en la literatura –Contestación al discurso de recepción de don Isidoro Fernández Flórez en la Real Academia Española el 13 de noviembre de 1898– que el periodismo constituya un género literario específico.

Por mi parte entiendo que estos escritos son ensayos, y, como tales, suponen la experiencia del autor{10}, a la que Romero hace múltiples referencias a lo largo del Estudio{11}.

Añadir como hace Romero el calificativo «cultural» a ensayo es expresión de la supuesta vaguedad del contenido de tales escritos. Pero no hay tal. Tratan de la condición de nación de España, de la decadencia de España{12}: de filosofía de la historia de España. Sería más propio asignarles el rótulo de Obra filosófica.

Los escritos de Valera de esta materia son múltiples y, en conjunto, de notable extensión. Procede, pues, fuera del marco de unas Obras Completas, realizar una selección. Y ésta habrá de seguir unos criterios.

Los criterios que sigue Romero Tobar son extremadamente interesantes. Abren y cierran el Estudio. Los que figuran al final son explícitos y desempeñan la función de justificar el por qué de la no presencia de ciertos textos: «La visión sobre el carácter de los españoles y la evolución de la nación española o las controversias partidistas en las que Valera se implicó –especialmente en los años en los que ostentó la representación nacional en el Parlamento– interesan parcialmente para la reconstrucción de su idea de la Historia aunque son materiales útiles para los historiadores del pensamiento político del tiempo en el que vivió nuestro escritor» (Estudio, LXVIII. El subrayado es nuestro). Unas páginas más adelante, en la LXXII, y refiriéndose, para justificar su exclusión, a Sobre el concepto que hoy se forma de España –texto que Julián Juderías celebra como instigador de su La Leyenda Negra–, sostiene Romero que se trata de «texto(s) que por su primer significado de controversia ideológico-política no se reproduce(n) en este volumen».

Esa controversia, sin embargo, es la que abre el Estudio (págs. XIII-XVI), bajo el epígrafe «El perfil póstumo de un prócer». Y es esta controversia la que presenta los fundamentos de la selección de los «Artículos de tema histórico».

So capa de mostrar cuál era «el estado de la cuestión» respecto de la figura de Valera a escasos años de su fallecimiento, presenta Romero juicios a favor, encendidos –el del Marqués de Pidal– y moderados –los de Baroja y Unamuno–; furibundamente contrarios –los de Ortega y Antonio Machado–; y uno que vendría a ser absolutorio: el de Manuel Azaña{13}. Y digo absolutorio porque las palabras finales del Estudio constituyen una apología del propio volumen: «Quizás la coyuntura polémica en la que redactó estos trabajos y su visión colonialista de la organización en las relaciones internacionales explican el españolismo sin fisuras que ofrecen estos escritos de senectud» (pág. LXXIII).

Éste es el cargo –supongo que «senectud» no desempeña aquí más que una función cronológica– del que parece hay que defender –o disculpar, que es la opción preferida, entiendo, por Romero– a don Juan Valera: españolismo.

Así, pues, para evitar la «controversia ideológico-política» que, supone Romero, se produciría por la publicación de escritos «españolistas» de Valera lo mejor es no dar estos «artículos» a la imprenta.

De esto no vamos a disputar con el editor. Pero sí de la justificación que su Estudio Preliminar proporciona de la terrible acusación.

El «españolismo» de Valera

Romero trae a colación, como hemos señalado, dos acusaciones furibundas contra Valera. La suma de éstas constituye, en síntesis, la de españolismo. La de Antonio Machado tiene fecha de 1912. Dice de Valera que es «el ídolo de una España abominable que desgraciadamente no enterraremos nunca»{14}.

Si don Antonio quería enterrar a Valera, habría que felicitarle por el cuasi éxito, pues hoy día ha quedado circunscrito a figurar como «el autor de Pepita Jiménez» y a desconectar ésta de lo que tiene de interpretación filosófica de la España (¿abominable?) de aquel momento (¿de cualquier momento?): con Pepita Jiménez pudiera suceder lo que propuso Ciriaco Morón para El condenado por desconfiado de Tirso de Molina: «El condenado no dramatiza ni se relaciona con las sutiles diferencias de los jesuitas y los dominicos sobre cómo actuaban el mérito de la persona y la gracia de Dios en la salvación.» ¿Entonces? «En resumen, el texto acentúa los contrastes y resulta, por tanto, poco verosímil para personas de carne y hueso. En la medida en que el drama plantea un problema importante de religión fundado en una lacra psicológica: la angustia. La representación debe acentuar esa constante.»{15} Es decir, El condenado podría quedar reducido a un drama psicológico. Es decir, Pepita Jiménez podría quedar reducida a una novela psicológica. O lo será{16}, si no lo remediamos, pues esta misma Obra histórica no despeja la duda de si don Juan Valera va a quedar homologado, quiero decir, muerto o mal enterrado...

Es don José Ortega y Gasset, en un artículo publicado el 6 de octubre de 1910 en El Imparcial con el título «Valera como celtíbero»{17}, perteneciente este artículo a una serie que tituló «Una polémica», en la que metió en el mismo saco, con notable acierto, a Valera y a Ramón de Campoamor{18}, el que proporciona la más formidable acusación: Valera es «el celtíbero irreductible al álcali europeo».

Así, si don Juan Valera realiza «muy frecuentes consideraciones sobre el pasado de la nación española»{19}, es por su condición de celtíbero irreductible al álcali europeo; si «su hipertrofiado sentido imperialista hispano y eurocéntrico de la civilización son componentes menos brillantes de su pensamiento y actitudes políticos»{20}, se debe a que es el celtíbero irreductible al álcali europeo.

Dejemos que el acusado se defienda{21}:

    Mi querido amigo: Como pobre muestra de la buena amistad que desde hace años me une a usted, y de la gratitud que le debo por el benigno prólogo que escribió para mis novelas, dedico a usted este librito, donde van reunidas algunas de mis cartas sobre literatura de la América española.
    Espero que sea usted indulgente conmigo y que acepte gustoso la ofrenda, a pesar de su corta o ninguna importancia.
    Yo entiendo, sin afectación de modestia, que mi trabajo es ligerísimo; pero la intención que me mueve y el asunto de que trato le prestan interés, del cual usted, que con tanto fruto cultiva la historia política de nuestra nación, sabrá estimar el atractivo.
    Breve fue la preponderancia de los hombres de nuestra Península en el concierto de las cinco o seis naciones europeas que crearon la moderna civilización y por toda la Tierra la difundieron; mas a pesar de la brevedad, la preponderancia fue gloriosa y fecunda. Completamos así, gracias a navegantes y descubridores atrevidos y dichosos, el conocimiento del planeta en que vivimos; ampliando el concepto de lo creado, despertamos e hicimos racional el anhelo de explorarlo y de explicarlo por la ciencia; abrimos y entregamos a la civilización inmensos continentes e islas; y luchamos con fe y con ahínco, ya que no con buena fortuna, porque la excelsa y sacra unidad de esa civilización no se rompiera.
    Nuestra caída fue tan rápida y triste como portentosa fue nuestra elevación por su prontitud y magnificencia. Tiempo ha que usted, con tanto saber como ingenio crítico, procura investigar las causas. Yo, por mi parte, ora me inclino a imaginar que lo colosal del empeño nos agotó las fuerzas; ora que por combatir en favor de principios que iban a sucumbir, sucumbimos con ellos; ora que la perseverante energía de la voluntad nos dio el imperio en momento propicio, cuando por la invención de la pólvora y de la imprenta prevalecieron las calidades del espíritu sobre la fuerza material y bruta; imperio que perdimos pronto, cuando vino a prevalecer otra fuerza, también material, aunque más alambicada: la que nace de las riquezas creadas por la industria y por el trabajo metódico, bien ordenado y combinado con el ahorro, en todo lo cual no descollamos nunca.
    No son mías sino en muy pequeña parte esta atrevida opinión y esta más atrevida explicación de tan alto punto histórico: son de aquel discretísimo fraile dominicano Tomás Campanella, que dice: At postquam astutia plus valuit fortitudine, inventaque typographia et tormenta bellica, rerum summa rediit ad hispanos, homines sane impigros, fortes et astutos.
    Como quiera que sea, nuestra decadencia llegó, a mi ver, a su colmo en el primer tercio de este siglo, cuando acabó de desbaratarse el imperio que habíamos fundado; naciendo de la separación de las colonias muchas independientes repúblicas.
    Continuas guerras civiles y estériles y sangrientas revoluciones aquí y allí nos trajeron a tan mísero estado, que nuestros corazones se abatieron, y del abatimiento nació la recriminación desdeñosa.
    Los americanos supusieron que cuanto malo les ocurría era transmisión hereditaria de nuestra sangre, de nuestra cultura y de nuestras instituciones. Algunos llegaron al extremo de sostener que, si no hubiéramos ido a América y atajado, en su marcha ascendente, la cultura de Méjico y del Perú, hubiera habido en América una gran cultura original y propia. Nosotros, en cambio, imaginamos que las razas indígenas y la sangre africana, mezclándose con la raza y sangre españolas, las viciaron e incapacitaron, ya que bastó a los criollos el pecado original del españolismo para que, en virtud de ineludible ley histórica, estuviesen condenados a desaparecer y perderse en otras razas europeas, más briosas y entendidas.
    El mal concepto que formamos unos de otros, al trascender de la desunión política, estuvo a punto de consumar el divorcio mental, cimentado en el odio y hasta en el injusto menosprecio.
    Miras y proyectos ambiciosos, renacidos en España, en ocasiones en que esperábamos salir de la postración, como los conatos de erigir un trono, en el Ecuador o en Méjico, para un príncipe o semipríncipe español, y empresas y actos impremeditados, como la anexión de Santo Domingo, la guerra contra Chile y Perú y la expedición a Méjico, aumentaron la malquerencia de la metrópoli y de las que fueron sus colonias.
    Durante este período, si la cultura inglesa hubiese sido más comunicativa, hubiera penetrado en las repúblicas hispanoamericanas: pero no lo es, y así apenas se sintió el influjo. Francia, por el contrario, ejerció poderosamente el suyo, que es tan invasor, e informó el movimiento intelectual y fomentó el progreso de la América española, aunque sin borrar, por dicha, ni desfigurar su ser castizo y las condiciones esenciales de su origen.
    Hoy parecen o terminados o mitigados, tanto en América como en España, aquella fiebre de motines y disturbios, y aquel desasosiego incesante de la soldadesca, movida por caudillos ambiciosos, no siempre ilustrados y capaces, y aquel malestar que era consiguiente.
    Más sosegados y menos miserables, así los pueblos de América española como los de esta Península, se observan con simpática curiosidad, deponen los rencores, confían en el porvenir que les aguarda, y, sin pensar en alianzas ni confederaciones que tengan fin político práctico, pues la suma de tantas flaquezas nada produciría equivalente a los medios y recursos de cualquiera de los cuatro o cinco estados que predominan, piensan en reanudar sus antiguas relaciones, en estrechar y acrecentar su comercio intelectual y en hacer ver que hay en todos los países de lengua española cierta unidad de civilización que la falta de unidad política no ha destruido.
    Así va concertándose algo a modo de liga pacífica. Para los circunspectos y juiciosos es resultado satisfactorio el reconocer que la literatura española y la hispanoamericana son lo mismo. Contamos y sumamos los espíritus, y no el poder material, y nos consolamos de no tenerlo. Todavía, después de la raza inglesa, es la española la más numerosa y la más extendida por el mundo, entre las razas europeas.
    A restablecer y conservar esta unidad superior de la raza no puede desconocerse que ha contribuido como nadie la Academia Española. Las academias correspondientes, establecidas ya en varias repúblicas, forman como una Confederación literaria, donde el centro académico de Madrid, en nombre de España, ejerce cierta hegemonía, tan natural y suave, que ni siquiera engendra sospechas, ni suscita celos o enojos.
    En esta situación se diría que nos hemos acercado y tratado. Apenas hay libro que se escriba y se publique en América que no nos lo envíe el autor a los que en España nos dedicamos a escribir para el público. Yo, desde hace seis o siete años, recibo muchos de estos libros, pocos de los cuales entran aún en el comercio de librería, aquí desgraciadamente inactivo.
    Cualquiera que procure darlos a conocer entre nosotros, creo yo que presta un servicio a las letras y contribuye a la confirmación de la idea de unidad, que persiste, a pesar de la división política.
    La América española dista mucho de ser mentalmente infecunda.
    Desde antes de la independencia compite con la metrópoli en fecundidad mental. En algunos países, como en Méjico, se cuentan los escritores por miles, antes que la República se proclame. Después, y hasta hoy, la afición a escribir y la fecundidad han crecido. En ciencias naturales y exactas, y en industrias y comercio, la América inglesa, ya independiente, ha florecido más; pero en letras es lícito decir sin jactancia que, así por la cantidad como por la calidad, vence la América española a la América inglesa.
    Tal vez se acuse a la América española de exuberancia en la poesía lírica; pero ya se advierten síntomas de que esto habrá de remediarse, yendo parte de la savia que hoy absorbe el lirismo a emplearse en vivificar otras ramas del árbol del saber y del ingenio. La crítica, la jurisprudencia, la historia, la geografía, la lingüística, la filosofía y otras severas disciplinas cuentan en América con hábiles, laboriosos y afortunados cultivadores. Baste citar, en prueba, y según acuden a mi memoria, los nombres de Alamán, Calvo, García Icazbalceta, Bello, Montes de Oca, Rufino Cuervo, Miguel Antonio Caro, Arango y Escandón, Francisco Pimentel, Liborio Cerda y Juan Montalvo.
    Mis cartas carecen de verdadera unidad. Son un conato de dar a conocer pequeñísima parte de tan extenso asunto. Las dirijo a autores que me han enviado sus libros. No son obra completa, sino muestra de lo que he de seguir escribiendo, si el público no me falta. Como noticias y juicios aislados, sólo podrán ser un día un documento más para escribir la historia literaria de las Españas, en el siglo presente. Porque las literaturas de Méjico, Colombia, Chile, Perú y demás repúblicas, si bien se conciben separadas, no cobran unidad superior y no son literatura general hispanoamericana sino en virtud de un lazo para cuya formación es menester contar con la metrópoli.
    En fin: tal cual es este librito, yo tengo verdadera satisfacción en dedicárselo a usted, aprovechando esta ocasión de reiterarle el testimonio de la gratitud que le debo y de la amistad que siempre le he consagrado.
       Juan Valera.

Conclusión

Es muy de agradecer la posibilidad que este volumen nos proporciona de examinar lo que acerca de la España del último tercio del siglo XIX y primer lustro del XX expone en algunos de sus escritos menos conocidos don Juan Valera. A la par que Romero nos proporciona un ejemplo más de la labor que la homologación es capaz de realizar con la obra de aquellos autores españoles que no es posible homologar.

Alfonso Robledo, Una lengua y una raza, Arboleda y Valencia, Bogotá 1916 Y como andamos metidos en asuntos de centenarios, quisiera concluir con una cita laudatoria de Valera aparecida en el libro que escribiera el colombiano Alfonso Robledo con ocasión del tercer centenario de la muerte de Miguel de Cervantes: «Un tiempo hubo en que se habló y discutió mucho acerca de la incapacidad de los españoles para las tareas filosóficas, debido a la vivaz imaginación española y al deslumbrante cielo de la península. La reñida lucha que ocasionó esta cuestión batallona, hizo que muchos sabios se dedicasen a desentrañar nuestros tesoros científicos para desvanecer tal prejuicio, de lo cual resultó que no había pobreza filosófica, sino pobreza de la otra, pobreza nacional, de la que impedía a España, sin poderío ni nombre, probar, como dice Valera, que tanto como Descartes valía Vives.»{22}

Notas

{1} La Correspondencia, editada por Castalia, y según el «Plan de la Obra», ocupará seis volúmenes. El volumen I, que comprende los años 1847-1861, contiene 782 páginas.

{2} En el volumen los textos de Valera van precedidos de un Estudio Preliminar del editor (páginas I-LXXIII), completado con una Bibliografía (páginas LXXVII-LXXXVI). El texto principal de la obra es la Continuación de la Historia General de España de Modesto Lafuente (páginas 1-522).

{3} En edición electrónica podemos consultar los textos que nos dispensa la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes: Juan Valera (1824-1905), Biblioteca de autor de las Obras Completas que de Valera publicara la Editorial Aguilar en tres volúmenes en 1958, junto con otros textos de otras ediciones, caso de las Nuevas cartas americanas, publicadas en 1890 por la Librería de Fernando Fé.

{4} Discursos de Recepción del Excmo. Sr. D. Eduardo Dato Iradier y de la Contestación del Excmo. Sr. D. Amós Salvador y Rodrigáñez. Leídos en la Junta pública de 15 de mayo de 1910.

{5} Considerando que estamos celebrando el primer centenario de la muerte de don Juan Valera, todos los que fatiguemos las páginas de Valera lo haremos, sin excepción, como «lectores posteriores a su tiempo»: Valera pertenece a nuestro pretérito histórico. Esto no obsta para que, como veremos, haya cosas que, respecto de la «estimación» de Valera, estén como hace cien años.

{6} Las citas corresponden al Estudio Preliminar, páginas XI y XII respectivamente.

{7} Esta Continuación no figura en la edición electrónica anteriormente referida.

{8} Estudio, página XXXIV. Esta «bibliografía crítica», al menos funcionalmente, es un trasunto de la «historiografía académica».

{9} Véase al respecto Gustavo Bueno, «Sobre el concepto de ensayo».

{10} Íbidem, pág 112: «La experiencia del ensayista es más individual, sin que por ello, me parece, tenga nada de lírica.»

{11} Tratando del famoso Libro XIII de la Continuación (Estudio,XXXIX): «le bastaba con apelar a su experiencia.»

{12} Dejó dicho Dato en su Discurso: «En su sentir, la demostración de la decadencia de España es la carencia de fe y esperanza en nuestros propios destinos, la falta de pensamiento nacional, de una idea y de un propósito, en los que coincidan y al que aspiren los espíritus más enérgicos, blanco al que todos dirijan la mirada y donde vean el título valedero aún de nuestro persistente papel y de nuestra no terminada misión providencial en el mundo. Un ideal superior que vivifica y alienta el alma colectiva es el secreto de la grandeza de las otras naciones, hoy directivas; en España carecemos de él, y por esto, lo castizo yace abandonado o estéril, y el remedo de lo extranjero no nos da el soplo de vida de que estamos necesitados.»

{13} La anunciada publicación de la Vida de don Juan Valera de Manuel Azaña sería ocasión de volver sobre este «juicio absolutorio».

{14} El texto aparece citado en la página XIII del Estudio. Remite a la página 1516 de Prosas Completas, edición crítica de Oreste Macrí, Espasa Calpe-Fundación Antonio Machado. Se trata de una carta que Antonio Machado dirige a Ortega con fecha de 20 de julio de 1912. En la cita de Romero falta «desgraciadamente».

{15} Las citas aparecen en las páginas 17 y 51 de su edición de El condenado por desconfiado, Cátedra, Madrid 1999. Como necesario contraste, véase el texto de Juan Antonio Hevia Echevarría, «La polémica de auxiliis y la Apología de Bañez».

{16} Escribe Antonio Moreno Hurtado en la página 138 de su más que recomendable Don Juan Valera. Hechos y circunstancias (Delegación de Cultura, Ayuntamiento de Cabra, Cabra 2002): «Valera anciano es el espíritu de Goethe, con crisis existenciales y deseo de inmortalidad.»

{17} El texto de Ortega figura en el Tomo I, página 388 de las Obras Completas que edita Taurus.

{18} Véase al respecto: Gustavo Bueno, «Campoamor y Ortega»

{19} Estudio, página XXII.

{20} Íbidem, página XLII.

{21} Juan Valera, Cartas americanas, Dedicatoria al Excelentísimo señor don Antonio Canovas del Castillo.

{22} Alfonso Robledo, Una lengua y una raza, Arboleda & Valencia, Bogotá 1916, página 11.

 

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