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El Catoblepas, número 45, noviembre 2005
  El Catoblepasnúmero 45 • noviembre 2005 • página 24
Libros

Contraataque frente a las mitologías
que amenazan a España

José Manuel Rodríguez Pardo

Noticia del libro de Gustavo Bueno, España no es un mito.
Claves para una defensa razonada,
Temas de Hoy, Madrid 2005, 302 páginas

Gustavo Bueno, España no es un mito. Claves para una defensa razonada, Temas de Hoy, Madrid 2005, 302 páginas El 4 de Noviembre de 2005 ha salido a la venta un nuevo trabajo de Gustavo Bueno, España no es un mito, libro de contraataque frente a quienes consideran que España es un mito en la acepción 4 del Diccionario de la Real Academia Española: «persona o cosa a las que se atribuyen cualidades o excelencias que no tienen, o bien una realidad de la que carecen» (pág. 9). De hecho, intelectuales políticamente correctos como Fernando Arrabal, Juan Goytisolo o Rafael Sánchez Ferlosio, así como la clase política, en especial la nacionalista, son víctimas constantes de la crítica feroz de Bueno.

Algunos dirán que este es un libro propio de la «deriva mundana» de Gustavo Bueno, lo que implicaría asumir un razonamiento idealista: el materialismo filosófico, en consecuencia, no debe prestar atención a lo que sucede en el mundo, sino sumergirse como Plotino en Platonópolis, prescindiendo de las matanzas terroristas, los problemas de España y sus amenazas, y dedicarse a la Gnoseología pura, como si ésta pudiera vivir como la Metafísica aristotélica, nutriéndose de sí misma.

Sin embargo, la filosofía mundana también se nutre de términos académicos. Así lo constata Gustavo Bueno al inicio del libro, citando dos anécdotas sucedidas hace unos cinco años: tras una conferencia en Bilbao sobre su libro España frente a Europa y antes de otra en Noreña fue asaltado por individuos de diversa procedencia (dos periodistas y miembros del grupo independentista Andecha Astur, el mismo donde milita[ba] el agente asturianista Fernando G. R., respectivamente), para decir en ambos casos lo mismo: «España no existe, es una entelequia» (págs. 13 y 14). Como la entelequia es un término de la tradición filosófica, las cuestiones filosóficas y su vocabulario están impregnando las cuestiones sobre la existencia de España, luego hablar de una deriva mundana de la filosofía sería algo redundante. ¿De dónde sacaría su sustancia la Filosofía no meramente doxográfica sino del mundo de los fenómenos? En este caso, los fenómenos sobre unas reliquias y relatos, documentos, confrontaciones parlamentarias, estatutos de autonomía secesionistas, el terrorismo, &c., serían el punto de partida para dar cuenta de la esencia, del quid de lo que es España.

El libro se estructura a través de siete preguntas a las que Gustavo Bueno va respondiendo. La primera, como es natural es la pregunta ¿España existe? Para quienes responden que no, que es una entelequia, podría haber dos entonaciones: apelativa o representativa. Es decir, con la voluntad innegable de separarse por los hechos, no sólo de palabra, de una España impotente, en el primer caso; la segunda, aquella que pretende representar la inexistencia de España en distintos presentes, como serían 1492 (expulsión de los judíos), 1808 (invasión napoleónica), 1898 (pérdida de los restos del Imperio) y 1936-1975 (régimen franquista), cuando en realidad estas fechas no fueron sino consolidaciones y transformaciones de la realidad española: expulsión de los judíos más fanáticos e intransigentes (la mayoría aceptó ser cristianos, como señalaba Benito Espinosa), caída del Antiguo Régimen y transformación de España en nación política o incluso consolidación de España como potencia capitalista durante el régimen de Franco, respectivamente.

La segunda pregunta que realiza Gustavo Bueno es: ¿España amenazada? Evidentemente, que en los artículos 169 y 171 del Código Penal no se señalen las amenazas contra España, ha abierto la vía para que el terrorismo de diverso pelaje haya campado a sus anchas, siendo considerado delito contra la Humanidad, pero no contra España. Aun así, las amenazas terroristas, en tanto que encaminadas a crear un daño sin que el receptor intervenga en ello, no son las únicas; de hecho, tampoco son idénticas al peligro, que implica participación y responsabilidad del damnificado (quien se expone a un peligro de derrumbe por transitar entre montañas, por ejemplo): puede haber amenazas formales, de quien amaga pero no da (muchos de los nacionalistas, al no tener fuerza militar para imponer sus puntos de vista), o materiales (no explícitas), que en caso de ser despreciadas podrían constituir un grave peligro. Así, existe peligro de desaparición de España si se desprecia la amenaza de su inclusión en una confederación europea.

De hecho, las amenazas más estudiadas por Bueno son las que se refieren específicamente a España, tanto exteriores como interiores. El primer caso definiría al 11-M, en tanto que amenaza no ya dada por la guerra de Iraq (versión oficial y sectaria del PSOE para intentar seguir en el poder a toda costa) sino por el deseo del islamismo radical por conseguir recuperar Al-Andalus, auténtica actualidad para los musulmanes (con posible colaboración de Francia en su intento secular, desde 1808, de acabar con España). Y en las amenazas interiores destacan por supuesto quienes, desde instituciones nacionalistas, amenazan formal y objetivamente a España, y quienes la desprecian, sobre todo personas ligadas biográficamente a la Iglesia católica, que no duda en perjudicar a los Estados para imponer su política ecuménica (ETA nació en un seminario, como bien recuerda Bueno). Y por supuesto, también las de quienes, desde su panfilismo, defienden alianzas de civilizaciones.

La tercera pregunta, ¿Desde cuándo existe España?, implicaría más que nunca tomar partido por unas determinadas coordenadas que delimiten la unidad y la identidad de España y su existencia ininterrumpida, no meramente puntual o aparente en algunos momentos, aunque tal identidad y unidad puedan variar históricamente. La unidad de España viene del Imperio Romano, de la Hispania romana, aunque formalmente no fuera España, ya que su identidad era entonces romana. Esta unidad se mantendrá tras la caída del Imperio romano y el surgimiento del reino de los visigodos, sólo que su identidad ya no será romana, sino cristiana. Con la invasión musulmana, la identidad católica sigue existiendo, pero la unidad quedó fragmentada en varias partes, quienes unidas solidariamente iniciaron un proceso de expansión imperialista para expulsar al Islam de los territorios peninsulares. En esta voluntad imperialista se encuentra el origen de España: «La unidad conformadora de España fue, según esto, desde el principio, una unidad expansionista (imperialista) En modo alguno la unidad que se circunscribe a su «membrana», para resistir a los ataques musulmanes. Los reyes de Oviedo fueron precisamente quienes conformaron este tipo de unidad expansionista (imperialista) sobre la cual se moldearían más tarde la unidad y la identidad de España: cuando el reino de Alfonso I el Católico, el de Alfonso II el Casto y el de Alfonso III el Magno fue creciendo y cuando se expandió a través de Alfonso VI y Alfonso VII el Emperador, hasta el punto de que pudo comenzar a ser percibido, desde fuera (etic), desde Provenza, como una realidad formada no por hispani, sino por españoles» (pág. 70).

Esto supone negar las patrañas de los autonomistas y sus supuestas «nacionalidades históricas» de origen medieval, inspiradas en la teoría de los cinco reinos de Menéndez Pidal: los distintos reinos de España obedecían al proyecto imperial marcado siempre desde el mismo reino con capital itinerante según avanzase la frontera (Oviedo, León, Valladolid), y sólo se separaron de tal proyecto (como Portugal) no para declararse independientes, sino para declararse sumisos ante el Papa, para seguir siendo siervos de terceros. Este proyecto imperial español se renovará en el siglo XVI con la conquista de América y su alcance de imperio universal, que se transformará en un conjunto de repúblicas independientes durante el siglo XIX, poniendo en cuestión la propia unidad de España con el surgimiento de los nacionalismos fraccionarios.

A la cuarta pregunta, ¿España es una Nación?, Bueno comienza señalando el hecho fundamental de las constituciones habidas desde 1812 en adelante, donde es reconocida España como nación en su sentido político, no meramente étnico (los nacidos en Asturias serían «nacionales» de esa región, sin que su nacionalidad deje de ser española). De hecho, España es nación política desde la constitución de Cádiz, de la izquierda liberal, y los intentos por negar esa nación no provienen sino de aquellos que pretenden volver a la situación de privilegios propia del Antiguo Régimen. Así, del «¡Muera la nación y vivan las cadenas!» de la ominosa década se pasa al carlismo ultramontano, inspirador del secesionismo racista vasco de Sabino Arana y del actual PNV, y también de otros partidos como ERC. Desde la pretensión de convertir en naciones políticas a las distintas autonomías, se está produciendo un intento de balcanización y de destrucción de España, pues las nuevas naciones serían incompatibles con España, que nunca sería «nación de naciones» salvo en las fabulaciones de Solé Tura y otros.

En relación con esta última, Bueno formula la quinta pregunta: ¿España es Idea de la Derecha o de la Izquierda? La derecha absoluta, la de la monarquía hispánica (la derecha de Franco incluso), no podía concebir una Nación política española; a lo sumo una nación en su sentido histórico, de carácter étnico: el conjunto de personas que han alcanzado unas costumbres y mantienen una tradición histórica común. Sin embargo, es precisamente la segunda generación de izquierda, los liberales españoles, quienes definen a España como nación, siendo los «españoles que viven en ambos hemisferios» considerados de forma independiente de su origen social o linaje. Las demás generaciones de izquierda mantendrán una situación de mayor alejamiento respecto a España, bien porque su objetivo es negar todo Estado (anarquistas), o bien porque consideran España como un paso previo hacia otra situación superior (socialistas y comunistas), que convierte la reivindicación de España como algo subsumido a las posiciones estratégicas del partido. Por lo tanto, que el PCE pasase de la defensa de España durante la guerra civil a defender el «derecho de autodeterminación de los pueblos» durante el franquismo, no sería por traición a España, como pretende César Alonso de los Ríos, sino por exigencia de la Unión Soviética.

La sexta pregunta es: ¿Existe, en el presente, una cultura española? Es sin duda una de las preguntas más enjundiosas. Y es que en ella están muchas de las claves de la identidad española, negada precisamente por los secesionistas, quienes se basan en distintas «señas de identidad» (el aurresku, la butifarra) para afirmar que hay cultura vasca o catalana pero no española. Sin embargo, un rasgo meramente distintivo, como el aurresku, no puede convertirse en constitutivo, en sustancia de una supuesta «cultura vasca». Además, las esferas culturales no permanecen aisladas y uniformes, sino que se desarrollan históricamente y unas engullen a otras. De hecho, la cultura española se difunde entre todas las culturas específicas de España, de tal modo que sólo los catalanes conocen La Atlántida de Verdaguer, pero el Poema de Mío Cid se entiende en Madrid, en Cataluña, Vasconia, Galicia... y en las repúblicas hispanoamericanas y parte de Estados Unidos, área de difusión distributiva de la cultura española y que define su identidad, desbordando claramente su recinto peninsular: «los más de 400 millones de personas que hablan español, y que tienen una cultura hispánica, son la mejor medida de la identidad de una cultura española que no puede en ningún modo equipararse, en orden de magnitud, con las culturas específicas que engloba y por las que se difunde: catalana, quechua, vasca, guaraní, gallega, azteca...» (pág. 193).

La séptima y última pregunta es: ¿España es Europa? Aquí Bueno señala que el concepto de Europa es esencialmente geográfico, y sólo tras los distintos descubrimientos de América y la profundización en Asia puede hablarse del concepto de Europa definido en sus límites. Culturalmente, España es Europa mucho antes que Francia o Alemania, cuyos habitantes vivían en la barbarie mientras la romanización se consolidaba en la Península Ibérica. De hecho, Bueno realiza una taxonomía de cuatro posibles Europas: la Europa sublime, la vanguardia del Género Humano (la de Andrés Laguna o Edmundo Husserl); Occidente, como civilización al margen del resto del mundo; la Europa sin fronteras, la unión monetaria y aduanera, un invento de Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial para frenar el comunismo; y la Europa política, el resultado de la división del Imperio Romano en distintos reinos enfrentados en una jungla de Estados o biocenosis, donde todos han querido siempre lo mismo, dominar al resto. La confluencia de estas distintas versiones de Europa sería la actual «Europa de papel», el Tratado Constitucional de Europa que no puede ir más allá de los firmados en Maastrich o Niza: el artículo 80 del Tratado establece que cualquier estado firmante puede retirarse del mismo cuando quiera.

Culmina este libro de contraataque un epílogo, Don Quijote, espejo de la nación española, donde se desmiente el presunto pacifismo o armonismo cervantiano, calificando de impostores a aquellos, como el ministro José Bono, que reivindican a Don Quijote al tiempo que salen huyendo de Iraq. Cervantes no fue acogido generosamente por los musulmanes en Argel, como ha dicho recientemente la ministra ignorante y necia Carmen Calvo –de cuyo nombre Bueno no quiere acordarse–, sino que fue soldado antes que escritor, vencedor en Lepanto y prisionero en Argel. El Quijote está escrito desde la perspectiva del Imperio español entonces existente, ejerciendo el papel de revulsivo, de tábano socrático diríamos, para que los herederos de la gloriosa Historia de España no se duerman en los laureles. Esto implica exaltar, en lugar de sumergirlo entre el fárrago de las numerosas páginas de El Quijote como hacen los pacifistas, el Discurso de las armas y las letras, donde se refuta al irenista Erasmo de Rotterdam y su defensa de las letras; para El Quijote las armas están antes que las letras, pues sin las armas las letras son imposibles: sin las armas no se puede vivir, por lo que Quijote, una vez derrotado y abandonadas las armas, muere, algo que acabaría sucediendo con España si sólo se exhiben manos blancas y buen talante frente a los burócratas que pretenden sentenciar que España no existe, que es una entelequia.

 

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