Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 64 • junio 2007 • página 1
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Muy buenos días. Antes de emprender la defensa propiamente dicha de mi tesis doctoral, quisiera referirme brevemente aquí a las razones que en su momento me movieron a elegir el «Proyecto Gran Simio» como tema de análisis en el trabajo que ahora presento. Precisamente durante mis estudios de licenciatura en Filosofía en la Universidad de Deusto en Bilbao, tuve ocasión de desarrollar un notable interés en todo lo concerniente a la Etología así como a las ciencias de la conducta en general, tanto en lo referido al desarrollo histórico de tales disciplinas positivas como, particularmente en lo tocante a la situación actual de tales ciencias. De tal interés, atestiguado entonces por diversos seminarios y trabajos acerca de las cuestiones filosóficas implicadas en la historia de la biología en general y de la etología en particular, puede incluso dar cuenta el profesor Carlos Beorlegui aquí presente. El desarrollo de tales ciencias habría, durante el siglo veinte, alcanzado un grado tal que, como entonces me parecía (y me sigue pareciendo ahora en todo caso), cualquier doctrina filosófica digna de tal nombre necesitaba argumentar de frente (por ejemplo en Antropología filosófica, pero también en Ética o en Filosofía política, &c.) contra las pretensiones invasivas, reduccionistas características de tantos etólogos y sociobiólogos (Wilson, Dawkins, Lorenz, &c.) sin que por ello fuese tampoco posible desmerecer en ningún momento la ingente masa de «evidencias» que estas disciplinas habían aportado y continuaban aportando en torno a la «continuidad» entre la conducta de los hombres y de los animales. Una tal problemática se me antojaba entonces, ciertamente capital en el contexto de la Antropología filosófica y también de la filosofía en general al punto que, difícilmente, cabría en este sentido continuar, por así decir, filosofando (al menos fuera del espiritualismo) totalmente «de espaldas» al darwinismo y a la etología.
Pues bien, en esta dirección, y en el año 2001, finalizados ya mis estudios de licenciatura, el Proyecto Gran Simio, que había sido presentado públicamente ocho años antes y que yo entonces conocía de oídas, aparecía sin duda como un hito muy a tener en cuenta, incluso de cara a posteriores análisis doctorales, &c. No sólo tal iniciativa «ética» estaba movida desde sus inicios por la «plana mayor» de la Etología (inter alia: Jane Goodall, Adriaan Kortlandt, Marc Berkoff, Richard Dawkins, &c.) sino que cabía incluso ver en ella la misma «puesta de largo», por decirlo así, de la propia sabiduría filosófica espontánea característica de los etólogos y los sociobiólogos, una filosofía espontánea con la cual era desde luego necesario ajustar las cuentas. En este mismo sentido por lo demás parecía posible, ahora ya desde las coordenadas de la Teoría del cierre categorial, reinterpretar tal iniciativa –expresamente presentada por cierto, como «ética» por parte de sus proponentes– como una de las «floraciones» de las ciencias etológicas vistas desde el sector normativo del eje pragmático de su campo gnoseológico, esto es: a la manera de una suerte de imperativo «deontológico profesional» necesariamente intercalado en el desenvolvimiento de tales ciencias que precisarían, como es bien comprensible, de la recurrencia de los términos (muchas veces en «peligro de extinción») que componen su campo categorial en marcha.
Además, resultaba, en principio, muy probable que la aplicación del aparato conceptual de la filosofía de Gustavo Bueno, rindiese buenos frutos en el análisis de tales planteamientos puesto que, en efecto, el Materialismo filosófico –un sistema por el que yo empezaba a interesarme ya por aquellos años– había desarrollado las herramientas necesarias para enfrentarse al reduccionismo etologista sin recaer por ello, y esto era fundamental, en las posiciones metafísicas del espiritualismo pre-darwiniano. De hecho, y ahora desde la perspectiva del sistema que yo he tratado de ejercitar en mi trabajo, el propio desarrollo de la Etología del presente resultaba una apoyatura (un «primer grado») imprescindible, por ejemplo, para argumentar «contra el idealismo»{1} en teoría del conocimiento en base a la intercalación de diversos sujetos, humanos como animales, dotados de aparatos perceptivos muy heterogéneos (foto-receptores, termo-receptores, quimio-receceptores, &c.) de modo que las alternativas dilemáticas tradicionales (Sujeto-Objeto, Idealismo-Realismo,...) quedasen desfondadas en su rigidez en la dirección del hiper-realismo materialista. Resultaba asimismo necesario, desde el Materialismo filosófico, tomar buena cuenta en Antropología filosófica de los resultados de la Etología en orden a desbordar los esquemas bidimensionales (Hombre-Naturaleza) de organización del material antropológico, instaurando un «tercer contexto» de relaciones que incluyera a aquellos sujetos no humanos (i.e.: animales) que en base justamente a la etología de nuestros días, cabe considerar como operatorios (no impersonales, por así decir). Finalmente, la conducta de los animales, tal y como esta misma habría venido siendo estudiada por la Etología y la Psicología Comparada del presente, constituía un episodio capital de la historia de las ciencias al margen del cual, el proyecto de una filosofía zoológica de la religión, basada ella misma en un Espacio Antropológico tridimensional, tal como la expuesta en El animal divino nunca hubiese podido ser llevada adelante. Esto lo ha reconocido el propio Bueno en un texto muy reciente:
«Precisamente El animal divino sólo se atrevió a salir al público, como ya hemos dicho, cuando la Etología del presente recibió una suerte de «reconocimiento oficial» con motivo de la concesión del Premio Nobel a sus más notorios representantes del momento. Fueron los descubrimientos de estos etólogos, y de otros muchos etólogos o lingüistas (por ejemplo Egon Brunswik, con su teoría de la «conducta animal raciomorfa», Eibl-Eibesfeldt, Gardner, Premack) los que permitieron hablar sin escándalo, para las generaciones formadas en el mecanicismo, de los «lenguajes animales» y de la «inteligencia» y aun de la «razón» animal.» (Gustavo Bueno, «Sobre la verdad de las religiones y asuntos involucrados», El Catoblepas, nº 43, 2005, página 10.)
Por todo ello, después de la atenta lectura del libro en el que los adalides del Proyecto Gran Simio defendían sus posiciones, juzgamos oportuno dedicar nuestra investigación doctoral a la puesta a punto de un análisis detallado de tales planteamientos desde el ejercicio de las categorías sistemáticas del Materialismo Filosófico. Un análisis crítico (es decir, clasificatorio) que nos permitiera no sólo rectificar en lo posible las conclusiones alcanzadas por tales ideólogos por lo que en ellas pudiese haber de exageración, de abusivo reduccionismo, de metafísica formalista, &c., sino también, y acaso principalmente, regresar a sus fundamentos esenciales inextricablemente conectados a las verdades científicas que la Biología en general y la Etología en particular habían venido descubriendo (construyendo) a lo largo del siglo XX.
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En el año 1993 la editorial londinense Fourth State publicaba el libro titulado El Proyecto Gran Simio: la igualdad más allá de la humanidad (Great Ape Project. Equality beyond humanity) coordinado por el filósofo australiano Peter Singer y la ideóloga y activista italiana Paola Cavalieri. En esta obra colectiva, cuya edición española vería la luz cinco años después bajo el sello madrileño Trotta, un eminente grupo de etólogos (tales como Adriaan Kortlandt o Marc Bekoff), primatólogos (así Jane Goodall o Toshiada Nishida), sociobiólogos (Richard Dawkins), filósofos (Peter Singer, Tom Regan, James Rachels, Colin McGuinn, &c.), pero también psicólogos, antropólogos culturales, juristas, &c., procedentes ante todo de países anglosajones (destacadamente por ejemplo de Australia y de Nueva Zelanda, pero también del Reino Unido o los EUA) sacaban a la luz la llamada «Declaración de los Grandes Simios Antropoideos» que, entroncando ampliamente (bien que acaso en una dirección todavía más radical) con el articulado de la Declaración universal de los derechos del animal proclamada solemnemente por la UNESCO casi veinte años antes, planteaba la «extensión» de lo que sus proponentes denominan «comunidad moral de los iguales» allende los propios límites de la especie humana (de ahí el eslogan del Proyecto: «la igualdad más allá de la humanidad), para incluir en tal «comunidad» a aquellos animales no humanos que puedan ser considerados como «más próximos» por su filogenia, sus facultades cognitivas o simplemente sus «modos de vida», a los Homo Sapiens Sapiens. Muy en particular, los promotores de esta iniciativa buscarían, mediante la Declaración presentada en 1993, reconocer a los grandes simios antropoideos (chimpancés, bonobos, organgutanes y gorilas) aquellos «derechos morales» que el antropocentrismo especieísta (por hacer uso del término introducido por Richard Ryder en 1970) se habría negado tradicionalmente a concederles. De esta suerte, y rompiendo de la manera más contundente con el «prejuicio de la especie» (un «prejuicio», adviértase, en todo similar al «sexismo» o incluso al «racismo», &c.), la Declaración de los grandes simios venía a insistir en particular sobre tres «derechos» concretos que, al decir de los autores implicados, resultaría urgente atribuir a nuestros «primos», a saber:
Ahora bien, si es de suyo bien evidente, argumentarán los promotores del Gran Simio, que estos presuntos «derechos» de los primates no aparecen reconocidos en ninguna sociedad política del presente (al menos no en el grado en que estos «derechos» se reconocen, aunque sólo sea sobre el papel, en lo referente al ser humano, visto ahora en términos «darwinistas» como el «tercer chimpancé» en el sentido de Jared Diamond){2}, esta circunstancia, se dirá, constituye por sí misma el principal indicio de lo «vivo», lo «actuante» que el propio «especieísmo» se estaría manteniendo, en los inicios del siglo XXI. Un «escándalo moral» mayúsculo en todo caso que bien se ve, daría razón de la necesidad de la introducción del propio proyecto de ampliación de «la ética más allá de los límites de la especie» (la fórmula es de Peter Singer{3}), y ello, ante todo en un momento como el presente en el que las ciencias etológicas y biológicas han demostrado no sólo una amplísima «identidad genética» entre los hombres y los restantes grandes simios, sino también la cercanía conductual entre hombres y animales en todo lo concerniente a facultades cognitivas y emotivas, uso de herramientas, capacidades lingüísticas, &c., constituyendo todo ello (es decir, el conjunto de «evidencias» aportado por el desarrollo de la Etología y la Primatología de la segunda mitad del siglo XX en virtud de las investigaciones llevadas a cabo por Jane Goodall, Penny Patterson, los Gardner, los Fouts, Savage Ruambaugh, &c.) la auténtica plataforma positiva en la que el Proyecto Gran Simio pretende apoyar sus propuestas «éticas». Y es que en efecto, ¿quién se atrevería, al menos después del ingente despliegue de estas ciencias sobre la conducta animal, a seguir considerando, por caso, a la chimpancé Washoe, la gorila Koko o el bonobo Kanzi a título de meros recursos impersonales aptos para su utilización en un laboratorio de investigación biomédica?, ¿no resultaría acaso obligado considerar a tales animales, en razón de sus capacidades lingüísticas, su «reconocimiento ante el espejo» o su posesión de una «teoría de la mente», como sujetos dotados de derechos, en el fondo enteramente equiparables, a título de «personas primates»{4}, a los integrantes humanos de la «comunidad de iguales»?
En este sentido, los firmantes de la Declaración observarán una analogía rigurosa entre los animales subyugados por la tiranía especieísta y aquellos miembros de nuestra propia especie que, hasta hace poco tiempo, todavía se habrían visto reducidos a la condición aristotélica de «ganado parlante», es decir: los esclavos. Ahora bien, así las cosas, la única «solución» posible frente a tamaña injusticia no será otra, «evidentemente», que la liberación de los Grandes Simios, esto es, su manumisión{5}, concebida ésta en todo caso, como un primer paso intercalado en un proceso de alcance todavía más ambicioso, a saber: la completa emancipación de los animales no humanos. En este contexto, conviene advertir el grado en el que ciertamente la iniciativa presentada en 1993 engrana de un modo decisivo con el proyecto de la «Liberación animal» tal y como éste había sido propuesto por el propio Singer veinte años antes.
Pues bien, sin perjuicio de su «radicalismo» (un «radicalismo» que de ser llevado a término conduciría sin duda, a la práctica paralización de la investigación médica, pero también de la industria farmacéutica y cosmética, la ganadería intensiva, la universalización del vegetarianismo,&c.), el PGS ha conocido desde su constitución, un expeditivo desenvolvimiento institucional, contando para 2007 con sedes y representantes en muchas naciones de la tierra. Asimismo, es de constatar la influencia política que tales propuestas han podido demostrar en diferentes contextos ideológicos: como inmejorable botón de muestra de lo que decimos, sirva la iniciativa parlamentaria que, a iniciativa del diputado socialista Francisco Garrido Peña, instaba en 2006 al gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero a adherirse a la Declaración de los grandes simios. Una proposición no de ley, presentada totalmente en serio por el Partido Socialista ante las Cortes españolas que ha sido analizada detenidamente por Gustavo Bueno en el capítulo 5 (titulado «Sobre los derechos de los simios») de su libro Zapatero y el pensamiento Alicia y que, por extravagante que pueda resultar desde el punto de vista político, consideramos que pone de rabiosa actualidad el objeto de nuestro análisis doctoral.
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Una vez cumplimentado, es verdad que de manera muy sucinta, el obligado trámite de la re-exposición fenoménica de las posiciones de partida tal y como éstas mismas aparecen dadas desde un punto de vista emic en los propios defensores del PGS, nos parece conveniente efectuar en este momento un análisis filosófico regresivo que, partiendo evidentemente del mismo plano fenoménico, nos permita situar tales posturas en sus quicios esenciales a fin de mejor después reconstruir, en el términus ad quem de la línea del progressus, los materiales que nos hemos propuesto estudiar. Sin embargo, es obvio que este regressus sobre los fenómenos nos conducirá, en el caso que nos ocupa y por razón de las mismas ideas que aparecen involucradas en los planteamientos del PGS, al verdadero núcleo de la disciplina que ha venido a denominarse «Antropología filosófica». Ciertamente, la concepción que sobre los animales y sus relaciones con los hombres estarían sosteniendo, sea en el ejercicio sea en la representación, los etólogos, ideólogos, psicólogos o juristas que firmaron la Declaración en 1993 o se adhirieron posteriormente a la misma, representa un modo muy determinado de responder –las más de las ocasiones de manera acrítica o espontánea como suele ser el caso de los hombres de ciencia cuando abandonan por un momento los límites de sus campos categoriales para hacer sus «pinitos» filosóficos desde las «evidencias» ofrecidas por sus investigaciones– a un problema filosófico de abolengo verdaderamente añejo, a saber: el problema de la demarcación entre la «Naturaleza animal y la naturaleza humana», para decirlo con la fórmula, por otro lado bastante oscura, del etólogo W. H Thorpe, puesto que como ya nos lo advertía certeramente Eloy Bullón Fernández, en un libro de 1897 titulado El alma de los brutos ante los filósofos españoles, «el alma del bruto es el centinela del alma del hombre». En este sentido, cabe decir sin duda que un trabajo (filosófico) sobre el Proyecto Gran Simio será, de suyo, un trabajo, de Antropología filosófica.
Pues bien, precisamente como criterio clasificatorio válido para organizar la ingente masa de materiales de partida hemos escogido un concepto gnoseológico introducido por Gustavo Bueno justamente con el objeto de dar cuenta de la coordinación de los contenidos que forman parte del campo gnoseológico de la antropología en general. Nos referimos al concepto de espacio antropológico. Muy en particular, desde las coordenadas tradicionales asociadas al «humanismo moderno» que envolvió el proceso de conformación de la idea moderna de «hombre», tal y como por ejemplo Elena Ronzón ha estudiado esta cuestión, parecería suficiente contemplar un espacio antropológico bidimensional, plano, cartesiano, para dar razón de dos órdenes posibles de relaciones: aquel orden de relaciones (eje circular) que vincula a los hombre con otras realidades personales e inmanentes al material antropológico (es decir, con terceros seres humanos) por un lado y por otro, aquel (eje radial) que relacionaría a los hombres con terceros términos impersonales y transcendentes con respecto a este mismo material (en general, las «cosas» reguladas por la racionalidad alfa operatoria propia de la Naturaleza impersonal). En estas condiciones, y en ausencia de un tercer eje de relaciones antropológicas, los animales habrían tendido a quedar enteramente reducidos, sin perjuicio de la sutileza a la que la escolástica habría llegado en el tratamiento filosófico del «problema del alma de los brutos» al que aquí no podemos hacer justicia, a la condición de términos impersonales insertos entre los límites del eje radial frente al eje circular en el que figurarían los hombres dotados, según la Psychologia Rationalis característica de la escolástica cristiana, de un alma racional creada directamente por Dios ex nominatim. Al límite incluso (y este límite se corresponde muy señaladamente con el espiritualismo cartesiano), el hombre quedaría identificado, según las líneas de fondo enteramente dualistas que Descartes pudo recorrer en su Discurso del Método, con su alma entendida en cuanto res cogitans («una cosa que piensa») de modo que, en consecuencia, los animales podrán ahora empezar a ser considerados, paradójicamente, como inanimados (des-almados), a título de autómatas naturales confeccionados por el Creador, y en cuanto tales, mucho más perfectos y sutiles en sus dinamismos, que las máquinas fraguadas de la mano del hombre (tesis del «automatismo de las bestias»).
Sin embargo, casi cien años antes, aunque no por ello tengamos que considerarlo en modo alguno como su «precursor», el médico español Gómez Pereira había alcanzado en su Antoniana Margarita (1555) una conclusión al menos análoga a la del filósofo francés. Efectivamente en esta obra publicada en Medina del Campo, pudo el filósofo vallisoletano, razonando sin duda que desde un espiritualismo metafísico de signo agustiniano nominalista según lo ha escudriñado detalladamente el estudioso Teófilo González Vila{6}, establecer, frente a la tradición escolástica, la tesis según la cual los brutos carecen de alma sensitiva, y ello, bajo la forma, diríamos, de una «paradoja» argumental que el propio Pereira recorre una y otra vez a lo largo de su libro, véamoslo:
Los brutos –discurre Pereira– no puede sentir porque, si se admite que sienten entonces sería forzoso reconocer que a su vez inteligen como lo hacemos nosotros, todo ello dado entre otras cosas, que no se admite en absoluto diferencia real alguna entre el conocimiento sensible y el intelectual (en razón todo ello de la continuidad establecida entre aprehensión y juicio). Pero hay más: si a su vez reconocemos que los brutos conocen sea en el grado que sea, y que además razonan (y como hemos señalado si sienten no queda otra que concluir que razonan en efecto) entonces ya no habrá motivo alguno para hacer fuerza contra una consecuencia particularmente «impía» –desde la perspectiva de la religión terciaria– a saber: la atribución al animal de un «alma» racional de naturaleza espiritual tan inmortal como la humana dado que sólo un alma indivisible de esa clase puede poner en movimiento el proceso cognoscitivo mismo, proceso con el que una tal alma por lo demás se identifica Así las cosas, bien se ve, que la única solución en este punto es la que procede a suministrar Gómez Pereira cuando negándose a admitir que los brutos sean capaces de sentir –bruta sensu carent– deshace literalmente las fuentes del problema, disolviéndolo a través del expediente de negar radicalmente cualquier grado de conocimiento a los animales. La verdadera diferencia específica –para decirlo con la terminología del árbol de Porfirio– de la especie humana no sería ya tanto la «racionalidad», como había supuesto la tradición, sino el mismo «conocimiento».
Con ello está, diremos, «servido», en su culminación metafísica, el proceso de «asesinato de los númenes» iniciado según nuestros presupuestos en la misma «revolución neolítica», esto es, para el caso «terciario» de Pereira y de Descartes, la enérgica reducción de los animales al eje radial del Espacio Antropológico a título de «partes» impersonales de la Naturaleza por medio de la remoción del alma que cupiera atribuirles en base a su conducta (cosa que ontológicamente coincide en este caso con una suerte de «materialismo vulgar»), y aunque esta remoción pueda interpretarse ciertamente, como el contenido mismo del «humanismo moderno» e incluso del antropocentrismo cristiano según el cual la «dignidad» humana se modula precisamente frente a los animales{7}, &c., cuando se la contempla a la luz de la religiosidad primaria de la que habla la filosofía angular de la religión expuesta en El animal divino, tal postura representa la «impiedad por antonomasia». De hecho, esta misma reducción primogenérica del alma del animal que pudo abrirse paso en contextos religiosos terciarios, estaría imposibilitando, cegando del modo más contundente cualquier consideración de tales «bestias» en términos ético- morales. Esto queda meridianamente claro en un párrafo de la Antoniana Margarita que nos gustaría reproducir aquí:
«(...) si los brutos hubieran podido ser como nosotros en lo que respecta a las sensaciones externas y los órganos internos, tendríamos que admitir que los hombres actúan por doquier de una forma inhumana, violenta y cruel. Porque ¿qué cosa hay más atroz que el ver a las acémilas, sometidas a pesadas cargas que transportan en largos viajes, caer por la acción de los golpes y sufrir por el pinchazo cruel de púas de hierro, mientras la sangre mana de sus heridas, profiriendo abundantes gemidos y solicitando misericordia con determinadas voces –si es que se puede evocar el estado de ánimo por los gestos? Hay además, otra crueldad que consideramos tanto más atroz como frecuente. Y es que el tormento de los toros perseguidos alcanza la cima de lo cruel cuando son heridos por pértigas, espadas y piedras– ya que no hay otra práctica con la que la vista del hombre se deleite tanto como con estas acciones tan vergonzosas, incluso pareciendo que la bestia pide la libertad con mugidos suplicantes.»{8}
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Sin embargo, bien se ve que estas concepciones en torno al «alma de los brutos», sin perjuicio de su evidente interés dialéctico (y no meramente erudito o mucho menos arqueológico como acaso pudiera pensarse) han quedado enteramente arrumbadas, obsoletas justamente a partir de la entrada en escena, para la segunda mitad del siglo XIX, de un capítulo fundamental de la historia de las ciencias como lo es el evolucionismo darwiniano. En efecto, cabrá a nuestro juicio reinterpretar, de modo muy ajustado a los efectos de nuestros intereses en la presente discusión, el significado principal de la «revolución darwiniana» (para hacer uso de la fórmula de Michael Ruse) como la «liquidación» misma (aunque tampoco pueda decirse que esta liquidación aparezca como definitiva, al menos fenomenológicamente) de la doctrina tradicional acerca del automatismo de las bestias, sea en la versión de Descartes o en la de Gómez Pereira. Y es que en este sentido, a partir de Darwin, podrá decirse de los animales casi cualquier cosa salvo que son máquinas, y ello, con todas las consecuencias que esto pueda evidentemente llevar consigo en lo tocante a la configuración del Espacio antropológico tridimensional del que parte el Materialismo filosófico, dado ante todo, que los mismos animales quedarán ahora «liberados», como veremos, de su consideración a título de términos no operatorios del eje radial de un tal Espacio por mediación de una suerte de «reintroducción» del alma de los brutos en el campo de la biología. De este modo, diríamos, los animales aparecen como re-animados en virtud del evolucionismo darwiniano.
Pues bien, importa, nos parece, darse cuenta en este contexto, del siguiente hecho gnoseológico fundamental: el «teorema de Darwin» tal y como es introducido por el naturalista británico en su obra de 1859, El origen de las especies por medio de la selección natural, permite organizar el campo de los organismos corpóreos de un modo tal que, cuando quede completamente desechada de este mismo campo la posibilidad de la abiogénesis (a partir sobre todo del bloqueo que la doctrina de la generatio aequivoca sufrió a manos de Luis Pasteur) las semejanzas fenoménicas entre los distintos términos del campo (las homologías que ya habría advertido Owen, las analogías, las semejanzas embriológicas recogidas por la así llamada «Ley de Meckel Serres», &c.) obligarán a reconocer entre los propios términos relaciones muy precisas de identidad filogenética, establecidas causalmente, precisamente a través del «contacto reproductivo» sinalógico de unos organismos (es decir, de unos términos) con otros (con otros términos), esto es, a través de lo que Darwin denominaba «descendencia con modificación», haciéndose por tanto constructivamente posible el establecimiento de identidades filéticas en cuya virtud cabe decir –sin especulación alguna como era el caso de las versiones pre-darwinistas del «transformismo», sin perjuicio de su importancia para la historia de la biología– que unos taxones (y en el límite unos organismos) proceden plotinianamente de otros (de otros organismos){9}. Cuando se proceda a extraer las últimas consecuencias de tales relaciones de identidad evolutiva para el caso del «hombre» (cosa que como es bien sabido el propio Darwin comenzaría a hacer en su libro de 1871, El origen del hombre y la selección en relación al sexo, que precisamente levantó una aguda controversia entre sus contemporáneos), podrá también, diríamos, la Antropología filosófica despertar de su particular «sueño dogmático» de signo «discontinuista». Ya no será, diríamos, posible por más tiempo, salvo que pretendamos atrincherarnos en un espiritualismo que precisamente el «teorema» de Darwin habría contribuido a enviar al «basurero de la historia», argumentar como si entre los hombres y los (restantes) animales mediase una suerte de «abismo ontológico» puesto que lo que el evolucionismo darwinista verdaderamente mostraba era la «continuidad genética» (por mediación de la diatesis causal) entre el ser humano y las antiguas bestias.
Pero desearía dirigir ahora la atención a otra de las obras que Darwin publicó a lo largo de su vida; me refiero al impresionante estudio aparecido el año 1872 bajo el título La expresión de las emociones en los animales y en el hombre. La importancia, a nuestro juicio indudable de esta obra, reside justamente en la medida en que en ella, el viajero del Beagle explora explícitamente la posibilidad de sacar adelante una investigación –que desde luego, no nos parece exagerado calificar de «proto-etológica»– de las «emociones» no tanto por sí mismas (cosa que resulta absurda a no ser que nos acojamos a mentalismos introspecionistas que Darwin sin duda rechazaba) como por mediación de la intercalación de las «expresiones», es decir por mediación precisamente de la «conducta» (del movimiento, de las operaciones, &c.) de los animales y los hombres en cuanto que tal «conducta» resulta ser el único camino abierto (insistimos salvo que nos volvamos hacia la metodología introspecionista que suele asociarse a la llamada «psicología de sofá») para abordar las «emociones» mismas, el único, diríamos, camino capaz de dotar a las propias «emociones» de los animales de un significado gnoseológico preciso. Ahora bien, es precisamente esta temática darwinista, reconocida ampliamente como hito fundamental en la fundación de la tradición de la «psicología comparada» en cuanto que contradistinta a la «psicología fisiológica» o «experimental» que comenzó a cultivar Wilhem Wundt en su laboratorio de Leizpig a partir de 1879, lo que puso de manifiesto el grado en que resultaba en definitiva imprescindible recuperar para el campo de la zoología la presencia formal de las operaciones propias de la conducta etológica de unos organismos que, necesariamente, operan sobre otros organismos en el contexto apotético de la presencia distal, y ello dado entre otras cosas, que ciertamente el concepto mismo de «selección natural» no puede pasarse (insistimos: en lo que respecta a la zoología) sin la presencia formal de tales operaciones de donde, concluiremos, Darwin estaría aquí de alguna manera instaurando, para el siglo XIX, la escala gnoseológica adecuada a las ciencias etológicas del presente en cuanto disciplinas que involucran un plano metodológico beta-operatorio ajustado a aquellos campos categoriales que incluyen sujetos temáticos, insistimos formalmente considerados, que cabe entender como análogos, precisamente en tanto que operatorios, al sujeto gnoseológico: esto es, términos que realizan operaciones según una racionalidad proléptica de signo beta operatorio ajustada a lo que la tradición filosófica conoció como causalidad final. Tiene el máximo interés, dicho sea de paso, constatar aquí que un tal «programa naturalista» (en el sentido de la fórmula de N. Tinbergen según la cual los etólogos serían antes que cualquier otra cosa «naturalistas curiosos») en psicología comparada emprendido por Darwin en su libro sobre la expresión de las emociones, involucraba justamente, a título de trámite fundamental suyo, la consideración de frente (algo a lo que por ejemplo, Alfred Russell Wallace siempre se mantuvo en cierto modo remiso) de la «continuidad psicológica» entre los animales humanos y no humanos.
Y cuando, tras un cierto «eclipse de la etología» propiciado por la circunstancia de que el «principio de Weissmann» hacía muy difícil interpretar de un modo cabal la vinculación (una vinculación, hemos de insistir en ello, históricamente instaurada por el mismo autor de El Origen de las Especies con lo que Tomás R. Fernández denomina certeramente el «pasillo de Darwin») entre la «conducta» (apotética) y la «evolución orgánica» (en cuanto tal, evidentemente paratética) sin apelar justamente a aquellos mecanismos (lamarkistas) que habían quedado excluidos por las investigaciones de Weissmann, y, añadimos, propiciado, tal «eclipse» también por la misma tradición de la Psicología del Aprendizaje (de Morgan a Skinner) que siempre trató de mantenerse –y acaso por exigencias gnoseológicas internas a su propio campo categorial y no de manera en modo alguno gratuita– a la máxima distancia posible de la biología; cuando –decimos– el propio «programa naturalista» que inició Darwin con su libro de 1871 comience a ser, a su modo, restaurado de la mano de las investigaciones etológicas emprendidas por N. Tinbergen e I. Eibl Eibesfeldt (frente al rígido innatismo de la etología clásica representada, por ejemplo, por el modelo del «Mecanismo desencadenante innato» de Konrad Lorenz), la «continuidad estructural» (y ya no sólo genética) entre la «vida psíquica» de los animales y del hombre aparecerá entonces, como definitivamente reforzada al calor de una nueva disciplina positiva a la que, desde el punto de vista pragmático (sociológico) le fue dado recibir su «carta de naturaleza» en la simbólica fecha de 1973: la Etología.
Y es que, en efecto, el desarrollo del propio proyecto científico de la etología, tal y como este mismo ha sido llevado a efecto por Tinbergen, por Eibl Eibesfeldt o por Jane Goodall, pero también curiosamente por «psicólogos gestaltistas» como W. Köhler con sus Experimentos sobre la inteligencia de los chimpancés de 1917, &c., exhibe –y esto nos parece fundamental– virtualidades más que suficientes de cara a asentar, no sólo la «continuidad causal» o «sustancial» entre los «hombres» y los «animales» (una continuidad que ya aparecería supuesta por el darwinismo, al menos, en cuanto ejercitada sobre los animales pretéritos de los que la misma especie humana provendría) sino también, y muy señaladamente, la propia «continuidad estructural» en tanto que establecida entre los «hombres» y los «animales» mismos del presente. Esta continuidad observada por los etólogos de nuestros días, hace pie, concluiremos, sobre una serie de características (entre muchas otras: conductas «raciomorfas», «inteligencia maquiavélica», culturas animales, lenguajes animales, &c.) asignables a tales animales como poseedores de vis intelectiva y de vis appetitiva{10}, es decir, hace en definitiva, pie sobre el reconocimiento –en el ejercicio– de un plano angular de organización de aquellas relaciones antropológicas irreductibles a los ejes radiales y circulares de un Espacio antropológico que, a la luz de la propia etología, no podrá ya calificarse como plano, bidimensional, cartesiano, puesto que en él figuran sujetos operatorios en el fondo equiparables a los hombres.
Y desde un punto de vista ontológico, un tal reconocimiento sintáctico de las «operaciones» realizadas por sujetos corpóreos no humanos pero personales, supone eo ipso, una suerte de recuperación, para los animales no humanos, del segundo género de materialidad al menos en la medida en que suponemos a este mismo, ontológicamente coordinable{11}, con el sector de las operaciones del eje sintáctico del espacio gnoseológico de las ciencias. Ahora bien –y en esto, juzgamos, reside lo principal– si ello es así, entonces sólo olvidándonos del darwinismo –que a su vez, representa de alguna manera la reintroducción del alma de los animales– podremos equiparar a los animales mismos con las máquinas inanimadas según habría propuesto, hasta bien entrado el siglo XVIII, la doctrina tradicional del automatismo de las bestias. De otro modo: la tesis que concebía a los animales como autómatas inertes (es decir, paradójicamente, in-animados) no podrá sostenerse después de la entrada en escena del «teorema de Darwin» y sus despliegues etológicos, dado entre otras cosas, que lo que la propia verdad de este teorema está exigiendo, a través del concepto mismo de «selección natural», es precisamente el replanteamiento de la temática del «alma de los brutos» a una luz enteramente nueva: a la luz de las operaciones desempeñadas por los sujetos corpóreos animales en un contexto apotético-distal en el que se realiza la «selección natural».
Mas con esto, repárese, las conclusiones que el darwinismo y la etología estarían recogiendo en su desarrollo aparecen, a su manera, como exquisitamente pereirianas, sólo que ahora, recorriendo diríamos exactamente el mismo circuito argumental dibujado por el médico de Medina del Campo, se arribará precisamente a aquella conclusión que a Gómez Pereira le interesaba bloquear de la mano de sus «paradojas», ya que lo que ahora comenzarán a reconocer los etólogos y los primatólogos darwinistas (Köhler, Goodall, Kortlandt, Brunswick, &c.) será ante todo lo siguiente: los animales razonan.
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Y será precisamente cuando, en pleno siglo XVIII, la impía doctrina del «automatismo de las bestias» comience a dar las primeras muestras de no hallarse demasiado boyante, como lo ilustran las críticas que respecto a tal concepción pudieron sacar a la luz autores tan distintos como Voltaire, David Hume o incluso el Padre Feijoo en su Teatro crítico universal, que se inauguren –y en ocasiones por parte de estos mismos autores, como es el caso de la Investigación sobre los principios de la moral de Hume, o de las Cartas eruditas y curiosas del Padre Feijoo– las primeras propuestas tendentes a señalar un «estatuto moral» específico de los animales no humanos y su sufrimiento, a los que ahora se empezará a considerar como merecedores de un cierto «sentimiento compasión» (para decirlo con la fórmula señalada por Feijoo) al que no cabrá por otro lado considerar por más tiempo como enteramente irracional (como era el caso de Pereira, de Descartes o de Malenbranche). De hecho, en 1792 se publica en Londres un libelo anónimo, cuyo título no podía resultar más significativo en el contexto de los temas que nos ocupan. Nos referimos a la obra titulada Reivindicación de los derechos de los brutos (Vidication of the rights of brutes) que en nuestros días podemos atribuir con toda certeza al oscuro y semi-olvidado escritor y traductor británico, Thomas Taylor. Hay que señalar que en su Vindication muy curiosamente Taylor no ofrece tanto una introducción in recto de los «derechos de los brutos» como una representación oblicua de los mismos, orientada a la destrucción retórica –según la línea de una argumentación por reducción al absurdo– de las posturas de Payne, Wollstonecraft y otros «reformadores sociales» de la época que habrían atribuido «derechos» a las mujeres, a los ciudadanos, &c.
Pues muy bien, precisamente hacia los años de la segunda mitad del siglo XVIII, en los que Taylor compone y entrega a la imprenta su irónico alegato y curiosamente en el mismo contexto británico, comienzan a aparecer también las primeras obras –muchas veces de intenciones programáticas, como si se tratara de manifiestos– en las que, lejos de considerarse a los animales no humanos como objetos cuyo trato resulta enteramente indiferente desde el punto de vista ético o moral, estos mismos «brutos», «bestias», o «irracionales» (porque todavía se les denomina así), aparecen como seres sensibles merecedores de cierta «compasión» por parte del ser humano. Nos referimos a obras, las más de las veces escritas precisamente por clérigos pertenecientes a la anglicana Church of England como lo fueron sin ir más lejos, Arthur Broome, Humphry Primatt o John Hildrop. Los títulos de sus libros, diremos, hablan ya «alto y claro» por sí mismos: Free Thoughts upon the Brute Creation (Londres, 1742), A Dissertation on the Duty of Mercy and Sin of Cruelty to Brute Animals (Londres, 1776) o A Philosophical Treatise on Horses and on the Moral Duties of Man towards the Brute Creation (Londres, 1796-1798).
Precisamente este es el contexto –como se ve anegadamente piadoso desde un punto de vista «terciario», propio del cristianismo reformado británico– en el que Inglaterra irá conociendo, a lo largo del siglo XIX, la fundación de las primeras sociedades consagradas a la misional labor de proteger a las «bestias» frente a la «crueldad» del trato del que habían venido siendo objeto por parte de un ser humano inconsciente de sus deberes en calidad de «guardián de la creación». En 1824 por ejemplo, Arthur Broome, miembro destacado él mismo del alto clero anglicano, funda la SPCA (Society for the Prevention of Cruelty to Animals) que, para 1740, bajo el privilegiado madrinaje de la «reina-papisa» Victoria, cambiaría su nombre por el de RSPCA (Royal Society for the Prevention of Cruelty to Animals); en 1866 se establece, bajo los auspicios del magnate naviero Henry Bergh, la American Society for the Prevention of Cruelty to Animals en los Estados Unidos de América del Norte y sólo dos años más tarde el hijo de un pastor baptista que había sido educado en Gran Bretaña, George Angell, puede establecer también una Massachussets Society for the Prevention of Cruelty to Animals, &c.
Ahora bien, sin perjuicio de que el principal obstáculo «automatista» a la consideración «ético-moral» del estatuto de los animales no humanos, empiece a quedar removido en este período comprendido entre la primera mitad del XVIII y los mediados del siglo XIX, con lo que estimamos que este es justamente el momento en el que cabe situar la aparición de la temática del «animalismo» en lo que hemos dado en llamar su primer «despliegue», no por ello, afirmarán estos autores que los animales puedan en modo alguno considerarse «iguales» a los hombres puesto que para esta época la perspectiva evolucionista (en el sentido del darwinismo, de la etología, &c.) no podía todavía abrirse camino. De hecho, merece ser reseñado el detalle de que incluso los autores que defiendan durante esta etapa, la tesis de que el trato ofrecido a los animales no humanos no resulta sin más indiferente desde el punto de vista «ético», seguirán sin embargo refiriéndose a los mismos como «brutos» o como «bestias» (e incluso como «irracionales»), subrayando así la inconmensurabilidad entre unas tales «bestias» y los «hombres», a los que a veces se seguirá atribuyendo un alma espiritual inmortal. En esta dirección, conviene destacar que será característico de este período el hecho de que la consideración que, según muchos autores, los animales deben merecer al ser humano no quedará ni de lejos tematizada bajo el rótulo de los supuestos «derechos de los brutos» (y precisamente por esto el título del libelo anónimo de Taylor pudo ejercer perfectamente sus funciones de «carga de profundidad» dirigida ad hominem contra las posturas de Payne o de Wolstonecraft), unos «derechos» que pudieran estimarse siquiera análogos a los establecidos por Payne para el caso de los hombres, &c. No, ciertamente el «animalismo» propio del siglo XVIII y primera mitad del XIX tenderá a formularse más bien, haciendo pie sobre las ideas de «compasión» o de «piedad» respecto de los sufrimientos de los brutos; una «compasión» o una «piedad» entendidas por lo demás, en la mayoría de los casos, como exigencias del «humanitarismo», del «progreso social» o incluso de la «caridad cristiana» (anglicana, no desde luego, romana) a la luz de la que podrá decirse por ejemplo, que la propia «compasión» o la «piedad» comparecerán incluso como «deberes» de los hombres respecto de las «Bestias» (concebidas como «Criaturas», parte de la «Obra Divina» por ejemplo), pero no, de todos modos, como «derechos» referidos a estas mismas «Bestias»; de donde la perspectiva bioética anantrópica, para decirlo con Gustavo Bueno, que pueda atribuirse a estos autores quedará en todo caso muy atenuada o incluso directamente descartada. De hecho cuando en 1822 se termine promulgando en Reino Unido la Ley sobre el maltrato del ganado (Treatment of Cattle Act) bajo los auspicios del legislador Richard Martin (1754-1834) –conocido entre sus contemporáneos como Humanitarian Dick– y de John Lawrence –apodado el granjero literario–, la idea de la protección de las acémilas se abrirá camino sobre fundamentos de este tipo, pero siempre sin comprometer en modo alguno la propiedad privada de los granjeros sobre sus bienes semovientes (puesto que, entre otras cosas, el mismo Lawrence era ganadero).
Con todo, a partir de la segunda mitad del XIX (en 1859 aparece, y justamente en Gran Bretaña –digámoslo otra vez, principal centro de irradiación de las discusiones en torno a la posible crueldad inflingida a los animales–, la primera edición de El origen de las especies) la expedita difusión del «evolucionismo darwiniano» entre algunos de los más distinguidos naturalistas del Reino Unido –difusión que M. Ruse ha roturado como «revolución darwiniana»– pondría las bases de una enérgica reconceptualización de las relaciones de la «Naturaleza animal» y la humana, instaurando de paso una perspectiva, según la cual, las especies animales, muy lejos de comparecer como enteramente aisladas unas de otras, aparecen vinculadas por relaciones evolutivas, filogéneticas, según las cuales, unas por así decir se transforman en las otras de manera que, bajo esta perspectiva, el supuesto abismo «ontológico» que habría de separar a los «hombres» y a las «bestias» queda puesto sencillamente en ridículo toda vez que, en este sentido, los hombres en efecto habrían sido creados a partir de los animales para decirlo con el metafórico título del interesante estudio de James Rachels sobre las implicaciones morales del darwinismo.
Ahora bien, lo que más nos importa en el presente trabajo es consignar el impacto preciso de tales «implicaciones morales» (antropológicas) de la entrada en escena del «teorema de Darwin» sobre el desarrollo postdarwiniano, a partir de la década de 1850, de las temáticas concernientes al animalismo ético a lo largo de su «segundo despliegue». Así, lo primero que sorprende desde esta perspectiva es que, en efecto, los manifiestos y publicaciones que sobre el estatuto ético-moral de los animales se suceden con posterioridad a la década de 1850 (y nuevamente ante todo en Reino Unido, aunque también comenzaremos a considerar, a partir de estas fechas, contextos alemanes como es el caso de Luis Büchner en su obra La vida psíquica de las bestias, &c.) muestran un fortalecimiento muy destacado del carácter anantrópico de las premisas ejercidas, con respecto al «humanitarismo» de la etapa anterior. Con ello, el tema principal de la «ética animal» en este período, no será ya el del «humanitarismo» con las «bestias», ni tampoco el de la «compasión» respecto a los sufrimientos de los «brutos» cuanto, propiamente, el de los «derechos de los animales». Ciertamente, frente a las líneas doctrinales de fondo que habían articulado la discusión durante las décadas del «primer despliegue», comenzarán a aparecer ahora, y ya no tanto de la mano de clérigos anglicanos cuanto de «naturalistas» o de «reformadores sociales» o «literatos» lato sensu (Henry S. Salt con su Los derechos de los animales considerados en relación al progreso social, de 1892, es acaso el ejemplo más destacado, aunque en modo alguno el único), trabajos reivindicando explícita y «directamente» (es decir, no de modo oblicuo) la atribución de «derechos» ante todo éticos a las antiguas «bestias». Además, y esto resulta de lo más interesante sin duda, incluso los autores que entraron en liza, procediendo, como es el caso de David G. Ritchie o Joseph Rickaby, desde posiciones éticas francamente antropocéntricas (por así decir, antrópicas, no anantrópicas) tendieron por su parte a situar los términos del debate en el mismo plano al que el animalismo con el que polemizaban había circunscrito los contenidos de la discusión: la cuestión de los «derechos».
Durante los años centrales del siglo XX en cambio, la temática del animalismo ético no pudo menos que experimentar un cierto «eclipse», una difuminación que, en manera alguna, representó con todo un apagamiento absoluto como lo demuestran de suyo las «querencias» ecológicas de la que hicieron gala tanto el nacional-socialismo alemán como la izquierda libertaria. Sin embargo, más de cien años después de Darwin y precisamente en un momento histórico que coincide puntualmente con el clímax del desenvolvimiento pragmático del «torbellino triunfante» de la etología (el Premio Nobel de 1973, pero también los estudios sobre lenguajes animales, sobre culturas animales, los «multi-ventas» publicados por Lorenz o por D. Morris), será otro anglosajón, el ideólogo australiano Peter Singer, a la sazón afincando en Oxford, quien reintrodujera tales asuntos en el cono de luz de la controversia «ética», con un libro aparecido en 1975 bajo el título Liberación animal. Una obra que, sin perjuicio de su simplismo etologista, pronto habría de servir de necesario «combustible» (nunca mejor dicho dadas las aficiones incendiarias de tales sujetos) ideológico para aquellos activistas dispuestos a pasar, por decirlo con el famoso quiasmo del Marx de la Crítica a la Filosofía del derecho de Hegel, del «arma de la crítica» a la «crítica por las armas», mediante el expediente del uso del terrorismo procedimental propio del Frente de Liberación Animal, a favor del programa emancipador puesto en marcha, «filosóficamente», por Singer.
En todo caso, lo que creemos que debe señalarse, es el hecho de que en esta obra y en muchos otros lugares (Ética práctica, &c.) el de Melbourne estaría procediendo desde posiciones muy próximas al «utilitarismo de la preferencia» deudatario de las tesis del filósofo moral británico R. M. Hare, con el que el propio Singer había estudiado en Oxford. En particular, Singer interpreta los contenidos «universalistas» de la doctrina ética de Hare desde aquel principio utilitarista –de profundas raíces benthamianas, dicho sea de paso– que impele a conceder «igual consideración» a los «iguales intereses», de donde, cuando tales «intereses» se reinterpreten a su vez desde las premisas hedonistas y psicologistas que Singer, buen discípulo de Bentham en este punto, está manejando en todo momento, el propio «universalismo» característico de los juicios éticos según la tesis de Hare, conducirá necesariamente a romper, como lo dice Singer, con el «especieísmo» moral, es decir, vistas ahora las cosas desde las categorías del Materialismo filosófico, a romper con las mismas coordenadas antrópicas tradicionales de la disciplina ética en la dirección de una bioética anantrópica en la que los «intereses» de todos los sujetos capaces de sentir dolor y placer quedarían situados, ceteris paribus, en un completo pie de igualdad. En palabras del autor de Liberación animal:
«La esencia del principio de igual consideración de intereses es que en nuestras deliberaciones morales damos la misma importancia a los intereses parecidos de todos aquellos a quienes afectan nuestras acciones. Esto quiere decir que si sólo A y B se vieran afectados por una acción determinada, en la que A parece perder más de lo que gana B, es preferible no ejecutar dicha acción. Si aceptamos el principio de igual consideración de los intereses, no podemos afirmar que realizar la acción determinada es mejor, a pesar de los hechos descritos, debido a que nos preocupa más B que A. Lo que realmente se desprende del principio es lo siguiente: un interés es un interés, sea de quien sea.»{12}
Un tal hedonismo utilitarista sostenido por el autor australiano (un hedonismo por cierto que, desde las coordenadas crítico clasificatorias del Materialismo filosófico podríamos reinterpretar a título de «materialismo moral segundogenérico» en la medida en que desde tales premisas se reducen todos los contenidos éticos propios de la idea de «bien moral» a las determinaciones psicológicas centradas en las ideas de placer y de dolor) ha recibido asimismo diversas críticas –y esta circunstancia, estimamos, resulta extraordinariamente interesante– por parte de autores contemporáneos que, sin perjuicio de sus compromisos con el animalismo ético más radical o incluso en particular con el Proyecto Gran Simio, han pretendido, así y todo, rectificar desde coordenadas igualmente anantrópicas, el «utilitarismo de la preferencia» de Singer por lo que en él pudiese acaso subsistir de espurio remanente «especeísta»: este sería el caso, por poner un ejemplo, del nortemamericano Tom Regan, quien desde un «enfoque de los derechos» muy próximo, según nos parece, al menos mutatis muntandis, al deontologismo ético kantiano, ve en el utilitarismo una suerte de desvalorización de los individuos animales que aparecerían en la doctrina de Singer, reducidos a la postre, a la condición de meros «receptáculos» de cantidades determinadas de «placer» y de «dolor» computables en la famosa «aritmética de la utilidad» de la que hablaba Bentham, y no tanto como individuos dotados de un «valor inherente» a los que, diríamos, considerar siempre como fin y nunca meramente como medio.{13}
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Ahora bien, sea lo que sea de tales críticas hiper-animalistas al supuesto «especieísmo» subsistente en el mismo PGS (tal y como lo expresa por ejemplo el jurista norteamericano Francione{14}) y dejando al margen por un momento los «fundamentos» de las tesis de este, la «expansión angular» del «círculo de la solidaridad» no nos parece que pueda, por sus mismas consecuencias, merecer otro diagnóstico que el correspondiente a un programa de ejecución imposible, y en este sentido, atrampado en la situación que Gustavo Bueno denomina como «locura objetual». Una «locura objetual» efectivamente por cuanto que tales proyectos, sin perjuicio de que no impliquen la «locura subjetual» de sus promotores, sencillamente aparecen como inviables teniendo en cuenta la recurrencia etic de muchos de los contenidos esenciales (incluyendo por caso la industria peletera o cosmética, la investigación médica o farmacéutica o psicológica, la ganadería intensiva, &c.) de nuestro «mundo en marcha», tal y como nos vemos obligados a concebirlo desde las premisas del Materialismo histórico. Circunstancia que basta de suyo para poner en evidencia la falsedad de tal programa, ex consequentiis: es decir, para poner plenamente de manifiesto que los cálculos sobre los que este programa disparatado (esto es, objetivamente delirante) se sustenta, están desde luego equivocados.
Por otro lado, ¿cuáles –cabría preguntarse– pueden ser las consecuencias de una tal extensión de la idea de «igualdad» a todo lo largo de la Scala Naturae?: sencillamente, creemos, tales «consecuencias» pueden comprobarse muy bien a la luz del evidente racismo destilado por el animalismo darwiniano del siglo XIX (por ejemplo el representado por Luis Büchner), un racismo por cierto bien característico de los Imperios depredadores en general, como puedan serlo el británico o el nazi, que permanece, nos arriesgamos a sostener aquí, literalmente intacto a la base de las propias premisas ejercitadas por el Gran Simio y por los propios ideólogos de la «liberación animal» que tienden, como lo expresa con todas las letras Peter Singer, a equiparar la causa de la emancipación de los animales con movimientos como la «liberación de los negros», acaso sin ser demasiado conscientes de la medida en que al plantear las cosas de este modo, son los propios negros los que quedan reducidos a la condición de simios.
Dicho esto, hemos de aclarar con todo, que tales apreciaciones por nuestra parte acerca del grado en que cabe considerar al PGS como utópico o incluso delirante por sus consecuencias, no implican sin embargo que éste mismo pueda quedar sin más desechado, descalificado como gratuito en sus fundamentos. Al contrario, precisamente frente a sus críticos «humanistas» al estilo de Peter Carruthes o de Luc Ferry, que muchas veces parecen recaer en una visión automatista pre-etológica de los animales no humanos, la ideología animalista contemporánea hace pie sobre un «fulcro de verdad» muy determinado al que desde luego conviene hacer la debida justicia, a saber: la «verdad» de la Etología como disciplina científica que nos pone delante de la realidad de «inteligencias» y «voluntades» no humanas pero realmente existentes en cuanto que sujetos operatorios dotados verdaderamente (es decir, no en modo alguno fenoménicamente, aparentemente, como por efecto de un delirio) de apetito y de entendimiento, seres por lo tanto, capaces de desplegar una peculiar conducta beta operatoria, de signo personal (en oposición precisamente a la «naturaleza impersonal» inmersa en el eje radial en tanto que regulada por una racionalidad alfa operatoria en términos gnoseológicos) que en realidad no serían tan diferentes de los propios hombres (sus «primos hermanos» para decirlo con Roger Fouts) con quienes, por otro lado, se mantienen inextricablemente vinculados a efectos filogenéticos. En este sentido preciso, el principal fundamento del animalismo ético no sería otro que la «verdad» de la Etología en la medida en que dicho campo categorial, basado justamente en el ejercicio del Eje angular del Espacio antropológico{15}, constituye el límite mismo de toda tentativa «humanista» de reducción radial de los animales no humanos como tales sujetos operatorios.
Sin embargo, la cuestión reside en que el desbloqueo de la bidimensionalidad del Espacio antropológico por mediación de la inclusión del tercer eje, no solamente pone de manifiesto que los animales no humanos no son efectivamente «cosas» (radiales), sino que también obliga a reconocer que resulta igualmente ilegítimo, pretender convertirlos en «personas» del eje circular, en hombres. Esta pretensión, que en todo caso se explica perfectamente por el carácter enteramente plano del Espacio antropológico que los autores adscritos al Gran Simio estarían utilizando en sus análisis de brocha gorda{16}, es la que confiere sentido propiamente «ético» a la reivindicación de los «derechos animales», o a propuestas como la de incorporar a los animales no humanos a la «comunidad de los iguales» a la manera del PGS. De hecho, una tal incorporación abocaría, de llevarse a efecto, a la inserción completa de tales sujetos operatorios, de tales «inteligencias» y «voluntades» en el eje circular del Espacio antropológico, en cuanto que regulado por el canon de la «igualdad» entre las «personas». Ahora bien, lo que no puede olvidarse en este punto es que esta tentativa no puede sacarse adelante sin inyectar elevadas dosis de etologismo en el tratamiento antropológico de las relaciones que median entre la «naturaleza humana» y la «naturaleza animal». Un etologismo que, sea a través del expediente de «elevar a los animales a la condición de humanos» o bien mediante la «reducción intragenérica del material antropológico a la etología» (o incluso –acaso más frecuentemente– por mediación de una combinación de ambos procedimientos utilizados al alimón) conduce directamente, de hecho, a la disolución de los rasgos transgenéricos o metagenéricos que definen a las culturas humanas como irreductibles, anamórficas frente a las culturas animales, sin perjuicio de que procedan de ellas por vía filogenética. En este sentido lo que el Proyecto Gran Simio y otras iniciativas convergentes, atrampadas en el etologismo, no han podido tomar suficientemente en consideración es que los individuos animales no aparecen en modo alguno como inmersos en «sociedades de personas» de radio histórico, reguladas en cuanto tales por normas éticas, morales y jurídicas que subordinan a las rutinas propiamente etológicas en el sentido de lo que el Materialismo filosófico ha denominado «Inversión antropológica».
A este respecto vale decir que la propia «racionalidad operatoria» de los hombres, sin perjuicio de que comparezca como muy semejante a efectos etológicos a la «racionalidad animal», resulta al mismo tiempo anamórfica respecto a esta, en la medida entre otras cosas en que involucra necesariamente la mediación de un contexto institucional vinculado a la cultura objetiva humana que arrastra componentes inéditos como tales respecto de los contextos genéricos animales en relación a los cuales, tales componentes, supondrían el despegue de una suerte de metábasis eis allo genos. Sin ir más lejos, este sería el caso de los lenguajes nacionales, cuyo alcance, histórica y políticamente mediado (mediado por ejemplo, por la dialéctica entre Imperios universales) no puede ponerse en parangón con los lenguajes que manejan los chimpancés en los laboratorios de investigación etológica. Diremos en resolución que, entre otras cosas, esos mismos laboratorios de investigación, representan el contexto más preciso donde la «racionalidad institucional» propia de las personas humanas manifiesta su superioridad operatoria frente a la «racionalidad» que pueda ser característica de las cobayas (simios, palomas, ratas blancas, &c.), aunque sólo fuera porque aquella «envuelve» a esta según una relación –etológicamente interespecífica– de dominación o de control por la que el psicólogo conductista, pongamos por caso, manipula la conducta operante o respondiente de la paloma sometida a la situación de la «caja de Skinner», sin que pueda en cambio decirse en modo alguno (salvo metáfora impropia) que la «paloma» domine al «conductista»{17}.
Mas, si es verdad que los simios no son en realidad, desde un punto de vista etic, «personas» del eje circular dotadas de derechos, aunque tampoco puedan quedar en este momento consignados como máquinas, entonces se comenzarán a entender, creemos, las razones por las cuales, el significado esencial del animalismo contemporáneo, sin perjuicio de la «auto-representación» emic que se hayan podido forjar de él sus propios propulsores en el plano de los fenómenos, no tendrá propiamente que ver tanto con la ética –siendo así por lo demás que «ética animal» constituye un sintagma por sí mismo inconsistente– como, por paradójico que esta conclusión final pueda resultar, con la «piedad», es decir: con el proceso en virtud del cual, según la interpretación que de este asunto podemos efectuar desde las coordenadas de una filosofía angular de la religión, comienza curiosamente a refluir, en nuestros días, un «piadoso interés» por aquellos seres que habían servido precisamente de «fuentes numinosas de la religiosidad primaria» en tanto precisamente que centros generadores de «inteligencia y de voluntad» y que, tras su hiper-reclusión entre los contornos del eje radial en los tiempos de mecanicismo pre-etológico casi a título de apariencias de máquinas, empiezan a comparecer a la postre, como sujetos, «acechantes» y «generosos», «malignos» al tiempo que «benevolentes», pero en todo caso «inteligentes» y «sensibles» a los que por tanto, sería pura «impiedad» (aun cuando fenoménicamente se prefiera ahora hablar de falta de ética) recluir en granjas de estabulación (como si fuesen no otra cosa que «máquinas» de procesamiento de vegetales para la producción de carne) o en laboratorios de experimentación biomédica (como si no se tratase más que de «reservas» de órganos para xenotransplantes). Unos animales en suma, que aunque ya no puedan verse sin más como los númenes terribles del paleolítico –cancelados ellos mismos después de la «revolución neolítica»– no por ello, será posible catalogar como «máquinas impersonales», al menos después de que la «presa antropocéntrica»{18} característica de las religiones terciarias haya comenzado a «aflojar por todos los lados» por efecto del darwinismo, pero sobre todo de la etología contemporánea; llegando en este sentido a presentarse aquellos númenes como los «compañeros de los hombres» merecedores en cuanto tales de una «piedad» que, las más de las ocasiones, no puede disimular, al cabo, su condición de «resto» refluyente de la antigua religación angular de la que brotara la misma religiosidad en su fase primaria, en el momento nuclear del curso de su esencia
Concluimos: desde estas coordenadas, nos preguntamos, ¿no cabrá acaso interpretar con provecho el propio PGS como el momento culminante del proceso de «secularización de la religiosidad primaria» detectado por Gustavo Bueno en su libro Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la Religión, aquel que «conduce a la transformación de un pueblo de Dios, de una Iglesia (sobre todo si esta es protestante) en una Sociedad Protectora de Animales»{19}? Un proceso que en efecto, según nuestra conclusión final, estaría en marcha desde finales del siglo XVIII.
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Terminamos nuestra tesis doctoral en diciembre de 2006. Desde entonces han venido publicándose, tanto en el ámbito español como en el internacional, distintos trabajos que inciden, directa o indirectamente, en las cuestiones de referencia y que, por motivos más que evidentes, nosotros no hemos podido tener en cuenta en nuestra discusión. Nos referimos por ejemplo al libro de Peter Singer y Jim Mason que lleva por título The Way we Eat: Why our food choices matter (Rodale, 2006) íntegramente dedicado a la argumentación a favor del «vegetarianismo». Conocemos también el artículo, verdaderamente muy interesante, de Alfredo Marcos Martínez, «El Proyecto Gran Simio y los fundamentos filosóficos de la biopolítica», publicado en 2007 en la Revista Latinoamericana de Bioética (vol. 7, ed. 12) que vendría a añadirse al número, es verdad que más bien magro, de trabajos en lengua española suscitados por las problemáticas involucradas en el PGS (no está de más citar en el presente contexto el número especial que, al libro de Jesús Mosterín, ¡Vivan los Animales!, dedicó la revista Teorema en 1999, el monográfico consagrado a la discusión del problema «El Proyecto Gran Simio y la idea de persona», en el número 7 de la Revista Laguna, o los trabajos elaborados, muy cuidadosamente, por Carlos Beorlegui). Sin embargo, diremos, tales novedades editoriales, sin que pretendamos por ello desmerecer tampoco su interés, no nos obligan a modificar en modo alguno ninguna de las conclusiones que hemos alcanzado a lo largo de nuestra investigación: antes al contrario, tienden en gran medida a confirmar las mismas, pudiendo incluso resultar de utilidad en cuanto al reforzamiento de nuestros análisis sobre cuestiones particulares (así por ejemplo el libro de Singer y Mason antes citado en lo tocante a las modalidades «radiales», «circulares» y «angulares» del vegetarianismo, el activismo vegano, &c.)
Nos gustaría, antes de concluir, hacer constar aquí la deuda de gratitud que esta investigación ha contraído con diversas personas e instituciones. Debo mencionar en este sentido los materiales que me fueron proporcionados por los responsables de numerosas plataformas de defensa de los derechos del animal así como sociedades protectoras varias (entre otras: Alternativa para la Liberación Animal, Asociación para un Trato Ético de los Animales, Liga Portuguesa Do Direitos do Animal, Asociación Nacional para la Defensa de los Animales, &c.), materiales de los que mi trabajo se ha beneficiado en gran medida. No quisiera olvidarme tampoco de los profesores Peter Singer de la Universidad de Princeton en Nueva Jersey y Tom Regan de la Universidad de Carolina del Norte así como Stuart Rachels de la Universidad de Alabama, con cuya disponibilidad y dedicación estoy en deuda. Gary L. Francione, de la Universidad Rutgers en Nueva Jersey, mostró también un trato deferente en la discusión de diversos motivos implicados en mi investigación así como una amabilidad que debo agradecer, al facilitarme materiales bibliográficos de los que he hecho uso en mi tesis doctoral. Debo mencionar además al director de este trabajo, Gustavo Bueno Sánchez, por su atenta disponibilidad y sus valiosas orientaciones que han contribuido enormemente a que esta investigación haya llegado a puerto. No puedo olvidarme tampoco del agradecimiento que debo al apoyo que he recibido constantemente de mis compañeros y amigos de Nódulo Materialista y de la Fundación Gustavo Bueno y también, naturalmente, a mi familia aquí presente con la que he establecido una deuda que nunca podrá satisfacerse del todo y a quienes quisiera dedicar mi tesis doctoral.
Finalmente es obligado mencionar al profesor Gustavo Bueno, aquí presente, al margen de cuya obra esta tesis doctoral jamás hubiese podido existir, así como a los miembros del tribunal no sólo por la lectura que han hecho de mi trabajo sino también y en especial por las apreciaciones, a buen seguro muy útiles, que van a desglosar seguidamente.
Notas
{1} Nos referimos evidentemente a lo que Gustavo Bueno ha llamado «argumento zoológico» contra el idealismo. Véase, Gustavo Bueno, Teoría del Cierre Categorial, vol. 1, Pentalfa, Oviedo 1992, pág. 344. Véase también la voz «hiperrealismo» en Pelayo García Sierra, Diccionario Filosófico, Pentalfa, Oviedo.
{2} Véase Peter Singer y Paola Cavalieri (eds), El Proyecto Gran Simio. La igualdad más allá de la humanidad, Trotta, Madrid 1998, págs. 115-132.
{3} Véase Peter Singer, «La ética más allá de los límites de la especie», en Teorema. Revista Internacional de Filosofía, Vol. VIII/3 (1999), págs. 5-16.
{4} Peter Singer y Paola Cavalieri (eds), op. cit., págs. 79-102.
{5} Ibídem, pág. 379.
{6} Consúltese Teófilo González Vila, La Antropología de Gómez Pereira, Ed. Sevillana, Sevilla 1975.
{7} Véase Elena Ronzón, Sobre la constitución de la Idea moderna de Hombre en el siglo XVI: el «conflicto de las facultades», Fundación Gustavo Bueno, Oviedo 2003, págs. 36-42, para un análisis en profundidad sobre esta cuestión para la época del renacimiento.
{8} Gómez Pereira, Antoniana Margarita (reproducción facsimilar de la edición de 1749), Universidade de Santiago de Compostela-Fundación Gustavo Bueno, Santiago de Compostela, 2000, pág. 8.
{9} Resulta imprescindible remitir aquí al lector al texto de Gustavo Bueno titulado «Los límites de la Evolución en el ámbito de la Scala Naturae», en Evolucionismo y Racionalismo, Institución Fernando el Católico & Universidad de Zaragoza, Zaragoza 1998, págs. 49-87. Para una excelente discusión de todas estas cuestiones gnoseológicas implicadas por el evolucionismo darwiniano, consúltese también el fenomenal estudio de Pedro Insua Rodríguez, «Biología e individuo corpóreo: el problema del sexto predicable. 1. Sentido darvinista de la evolución», El Catoblepas, nº 41, pág. 11.
{10} Gustavo Bueno, Televisión: Apariencia y verdad, Gedisa, Barcelona 2000, pág. 278.
{11} Véase Gustavo Bueno, Materia, Pentalfa, Oviedo 1990, págs. 30-32.
{12} Peter Singer, Ética Práctica, Cambridge UP, 1995, pág. 17. Este tipo de concepciones han sido denominadas «painientism» (dolorismo) por R. Ryder quien además defiende que representan nada menos que la «conclusión lógica de la moralidad post-darwiniana», vid por ejemplo su comentario «All beings that feel pain deserve human rights» en el diario The Guardian, edición del sábado 6 de agosto de 2005.
{13} El lector puede encontrar un ajustado resumen de este tipo de controversias en la entrada «The moral status of animals» contenida en la Stanford Encyclopedia of Philosophy. Disponible en http://plato.stanford.edu/entries/moral-animal/
{14} Véase G. L. Francione, Gary L. Francione, «Animal and Us. Our hypocrisy», en New Scientist, 4 de junio de 2005, pág. 52; para profundizar en las críticas que Francione dirige a Singer el lector, haría bien en leer asimismo, «Animal rights theory and utilitarism: relative normative guidance», Between Species, nº 3, agosto 2003.
{15} Consúltese para esta interpretación, Gustavo Bueno, «Sobre la verdad de las religiones y asuntos involucrados», en El Catoblepas, nº 43, pág. 10.
{16} Francione pongamos por caso reconoce expresamente el dilematismo característico de sus propias coordenadas al aludir al «dualismo cosa-persona», consistiendo precisamente la «teoría de los derechos» en la trasposición de los animales de un lado a otro de tal dualismo dicotómico. Vid., G. L. Francione, op cit.
{17} Véase Gustavo Bueno, «Por qué es absurdo «otorgar» a los simios la consideración de sujetos de derecho», El Catoblepas, nº 51 (mayo de 2006), pág. 2. Sobre la idea de «institución», de importancia capital para la antropología filosófica, debe leerse del mismo autor «Ensayo de una teoría antropológica de las instituciones», El Basilisco, nº 37 (Segunda Época), págs. 3-52.
{18} Sobre esta imagen, creemos que particularmente pregnante, véase, Gustavo Bueno, op. cit., pág. 293.
{19} Cfr. Gustavo Bueno, CCDR, pág. 443.