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El Catoblepas, número 70, diciembre 2007
  El Catoblepasnúmero 70 • diciembre 2007 • página 9
Filosofía del Quijote

Sobre la interpretación del Quijote

José Antonio López Calle

Primera entrega de una serie sobre las interpretaciones del Quijote

Alegoría de don Quijote, por Gustavo Doré (1832-1883)

Consideraciones preliminares

La lectura del Quijote nos sitúa en presencia de una obra cumbre de la literatura universal y, hoy por hoy, la obra más importante de la literatura española de todos los tiempos. Es desde luego aún la mejor novela que se ha escrito nunca, modelo insuperado de la novelística posterior. Pocas veces sucede que alguien cree algo y ya resulte ser lo mejor. Ése es el caso asombroso de Cervantes, que al tiempo que crea la primera novela moderna en sentido estricto la eleva a su más alto nivel literario. Todos los otros grandes genios de la novela, como Dickens, Dostoyevski, Tolstoi, Flaubert, &c., entre los extranjeros, y Galdós y Clarín, entre los españoles, por citar sólo unos cuantos nombres, han acusado la influencia de Cervantes, y compiten entre ellos por el segundo lugar en la jerarquía literaria, en un puesto más o menos alejado del de nuestro genial autor.

Todo esto invita a reconocerle a Cervantes un enorme mérito, pues la competencia en el ámbito de la novela ha sido considerablemente mayor que en cualquier otro género literario de la literatura moderna. La competencia literaria por la excelencia ha sido menor, por ejemplo en el teatro, cuya trayectoria histórica ha sido degenerativa: su época de apogeo y de mayor prestigio fue el siglo XVII y desde entonces hasta el presente se ha ido degradando, de manera que los logros literarios de Shakespeare alcanzados a comienzos de ese siglo, salvo la competencia en su propio siglo de autores como Calderón de la Barca y Molière, en los siglos posteriores apenas cabe citar a Ibsen como dramaturgo de primera categoría. En cambio, la trayectoria de la novela ha sido justo la inversa de la del teatro: la novela moderna empieza justo con Cervantes, en una época en que el género novelístico carecía de prestigio literario y social (los autores eminentes preferían cultivar la poesía y el teatro) y de entonces acá su prestigio ha ido en aumento hasta desbancar, ya desde el siglo XIX, en importancia y consideración social a los demás géneros, ocupando el centro del interés literario. De manera que la lista de talentos literarios de primera que han competido con Cervantes por la cumbre del género es bastante superior a la que ha competido con Shakespeare en el teatro.

El éxito del Quijote ha sido tal que es el libro más editado de la historia después de la Biblia. Pocas veces ocurre que una obra de tan alta calidad literaria vaya acompañada de tan excelente acogida entre el público. Fue un éxito con pocos precedentes nada más salir de la imprenta su primera parte. En los diez años que pasaron hasta la edición de la segunda parte, había conocido ya un sinfín de ediciones en España, y se había publicado también en Portugal, Italia, Países Bajos, Gran Bretaña y Francia, con gran éxito también. Muy posiblemente fue leído por Shakespeare, su único rival en grandeza literaria, quien escribió una Historia de Cardenio, con Fletcher, desgraciadamente perdida.

No es una casualidad que haya sido alguien como Cervantes el creador de una novela de tan magna categoría literaria, en la que además por cierto se desbordan los límites convencionales de los géneros literarios, pues aun siendo la historia principal esencialmente cómica con ella se entrelazan otras historias secundarias, dramáticas unas, como la del Cautivo o la de la morisca Ana Félix, e incluso trágicas otras, como la de Grisóstomo o la de Claudia Jerónima; a la comedia, el drama y la tragedia, hay que sumar la poesía, ya que abundan los poemas intercalados por Cervantes y las reminiscencias frecuentes de romances viejos, de la poesía de Garcilaso, y los elementos folklóricos, como los cuentos populares y el refranero. La creación de una gran novela requiere no sólo genio o talento, sino una rica y dolorida experiencia de la vida. En ningún otro gran escritor moderno se reúnen ambas facetas en la misma magnitud.

Fue un hombre terriblemente baqueteado y azotado por los reveses de la vida («más versado en desdichas que en versos»), como no lo ha sido ningún otro autor literario eminente: vivió la experiencia de la guerra (combatió valientemente en la batalla de Lepanto, en la que quedó herido y manco de la mano izquierda), sufrió cautiverio en Argel (1575-80), durante el cual soportó con una entereza inquebrantable toda clase de crueldades, penalidades y castigos; pasó dos veces por la cárcel, sus servicios como soldado heroico, aunque reconocidos, no fueron recompensados como esperaba; actuó de espía al servicio de la corona de España; no encontró un empleo satisfactorio y tuvo que conformarse con el de comisario de abastos, primero, y, después, con el humilde y poco agradable de recaudador de impuestos, tareas que desempeñó durante unos trece años (1587-1600); experimentó fracasos, sus amarguras familiares fueron numerosas, &c. Por fortuna, no le faltó el reconocimiento a partir de 1605, con la publicación exitosa de la primera parte del Quijote, con lo cual le llegó por fin el prestigio y la gloria literaria.

Pero no basta con esto. Es preciso saber asimilar estas terribles experiencias. Podrían haberle convertido en una persona resentida y amargada, de vuelta de todo, como ha ocurrido con otros. Para Cervantes, por el contrario todo eso fue un doloroso aprendizaje, del que obtuvo valiosas enseñanzas éticas y morales, tal como el valor de la generosidad y la libertad, que tanto ensalzaría en el Quijote, o el del coraje ante la vida, el no darse nunca por vencido ante los golpes que la vida propina. Él mismo reconoció en el prólogo a sus Novelas ejemplares que los años de soldado y de cautiverio le enseñaron a tener paciencia en las adversidades, virtud que luego su criatura don Quijote llegará a considerar como una de las virtudes fundamentales del caballero andante. Es posible, sin por ello abrigar una interpretación autobiográfica de la novela, que Cervantes pusiera algo de sí mismo en don Quijote, pues ¿qué sino resistencia constante ante las adversidades es la actitud de don Quijote ante la vida? Pero es que en el tratamiento de la rica y variada galería de personajes que desfilan por el espacio de la novela Cervantes no se ensaña con ninguno, incluso a los peores nos los presenta con algún rasgo de nobleza o aspecto favorable.

A todo lo anterior hay que agregar que Cervantes fue un hombre conocedor del mundo y fino observador de las gentes, cualidades que pudo desarrollar gracias a que fue un hombre viajero. Pasó años en el extranjero y recorrió casi toda España, incluido Portugal, que entonces formaba parte de España. Todo esto le proporcionó un rico conocimiento de primera mano que luego manejaría en el Quijote tanto en la confección de toda una variopinta multitud de personajes, tan vivos e individualizados, como en el espléndido cuadro que nos pinta de la vida española de la época.

El talento y una rica experiencia de la vida bien asimilada dieron lugar a una obra, que a excepción de la Biblia, ha sido objeto de más variopintas y dispares interpretaciones que cualquier otra gran obra de la literatura universal y esto es precisamente lo que nos proponemos investigar, de acuerdo con el siguiente esquema. Abrimos este ensayo con un capítulo introductorio en el que establecemos los fundamentos de nuestra interpretación de la magna novela, que sirve de preámbulo a la parte central del estudio que abarca dos partes. En la primera de ellas, que se despliega en cinco capítulos, ponemos a prueba el esbozo de interpretación adelantado en el primer capítulo a través del análisis de los principales elementos literarios que componen la obra; al mismo tiempo exponemos a lo largo de toda esta primera parte la argumentación positiva a favor de nuestra tesis hermenéutica fundamental. En la segunda parte, abordamos de forma dialéctica la defensa de nuestra tesis hermenéutica fundamental haciendo frente a toda suerte de interpretaciones alternativas del Quijote, varias de las cuales continúan siendo muy influyentes, y que ofrecemos al lector sistemáticamente clasificadas, primer paso para su análisis, y que sucesivamente resumimos y sometemos a un examen crítico. Se cierra el estudio con un epílogo en el que reflexionamos sobre las causas que han propiciado el surgimiento de tales interpretaciones alternativas a la nuestra, a pesa de ser contrarias al sentido directamente manifiesto del capital libro.

Claves para la interpretación del Quijote

Como acabamos de apuntar, el Quijote ha sido objeto de un sinfín de interpretaciones a lo largo de los siglos. Hasta el siglo XVIII la visión del Quijote fue más uniforme, se la veía como una obra preferentemente cómica, pero a partir del siglo XIX, en el que con los románticos se destaca más su aspecto dramático, las interpretaciones del mismo se han multiplicado, encontrándose en él toda suerte de mensajes, incluso de los más extravagantes. Ante este bosque enmarañado de interpretaciones una primera reacción podría ser la de tildar la obra de ambigua y echarle la culpa a Cervantes de no aportar unos criterios de interpretación o, al menos, unos indicios, de manera que esta indefinición del capital libro sería la causa que habría alimentado tan variada gama de exégesis. En este sentido se pronunció Ortega y Gasset, seguido luego por muchos otros, como Américo Castro, María Zambrano, Manuel Durán, &c. Ortega se quejaba, en efecto, del equívoco o radical ambigüedad de la magna creación cervantina, equívoco que él cifraba sobre todo en el hecho de que Cervantes no da pistas para su interpretación: «No existe libro alguno en que hallemos... menos indicios para su propia interpretación» (Meditaciones del Quijote, pág. 76).

Nosotros creemos, por el contrario, que el Quijote sí ofrece indicios de interpretación, incluso unos criterios diáfanos y que, por tanto, el lamento de Ortega y del corifeo de sus seguidores es completamente vano. Para interpretarlo correctamente es menester tener en cuenta el conjunto de la obra y no una parte de ella, elevando a la categoría de interpretación general lo que no es sino una interpretación parcial de un aspecto de ella. Por tanto no podemos, como hace Unamuno, despreciar ciertas partes condenándolas como irrelevantes. Coloca en un primer plano casi absoluto a don Quijote y Sancho, y prescinde de capítulos, aventuras, gracias y burlas que no se relacionen directamente con los personajes centrales o que a él nada le decían o que le desagradaban. Prescinde de los Prólogos, de los cuentos intercalados en la primera parte, como el del Curioso impertinente, o la Historia del Cautivo, &c., de la mayoría de las peripecias vividas en el castillo de los Duques, que tenía por impropias o torpes; del Escrutinio de la biblioteca de don Quijote, del Discurso de las armas y las letras, &c. A esto hay que agregar su incomprensión y hostilidad a muchos personajes, como el cura, el barbero, la sobrina, Sansón Carrasco, los Duques, &c.

Su osadía llega a tal extremo que no le duelen prendas afirmar repetidamente que Cervantes no entendió a don Quijote y a Sancho ni el sentido y alcance del Quijote. Huelga decir que todo esto es un puro disparate. Mutila el Quijote y luego le acusa a Cervantes de no entenderlo. No deja de ser curioso que Unamuno y Ortega, el uno acusándolo de no entender el significado de su propia obra y el otro de que ésta es equívoca, vengan a coincidir en el punto esencial de negar que Cervantes tuviera una idea clara del sentido de su magna obra, como si no supiera realmente lo que estaba haciendo al componer el Quijote.

Un intérprete serio tiene que tener en cuenta la totalidad del material disponible sin ignorar prólogos, capítulos ni personaje alguno, por insignificante que nos parezca, de manera que la interpretación que se proponga debe ser capaz de iluminar el conjunto de la obra y cada uno de sus elementos, como componentes del todo de la misma. Naturalmente, puesto que una gran obra, como la que tenemos delante, se nutre de la vida del autor y de la de su época, el conocimiento de la biografía de Cervantes y de la historia de su época son instrumentos iluminadores que también se han de tener en cuenta, sin incurrir en el vicio opuesto de reducirla a biografía del autor o a un libro de historia del tiempo de Cervantes.

Frente a Ortega y Unamuno, sostenemos no sólo que Cervantes tenía una plena conciencia del significado de lo que iba a ser el Quijote y un proyecto guiado por un propósito bien trazado, sin perjuicio de que en el curso de su realización se proceda a mil rectificaciones, sino que es el único entre los grandes maestros de la literatura universal en anticiparnos el sentido fundamental de su obra y en encargarse de recordárnoslo con frecuencia a lo largo de la misma. ¿Acaso Homero o Virgilio o los trágicos griegos anticiparon en un prólogo el propósito que los animaba al escribir sus grandes obras? Y si dejamos a los antiguos, preguntémonos si Dante, Shakespeare, Molière, Goethe o cualquiera de los grandes novelistas decimonónicos, como Dickens, Dostoievski o Tolstoi escribieron un prólogo en que nos explicasen la intención que les animaba? La respuesta es en todos los casos negativa; es menester zambullirse en la lectura o la escucha para enterarnos del sentido de sus obras. Pues bien, el caso de Cervantes es la excepción entre los grandes literatos: al lector le basta con leer el prólogo de la primera parte para enterarse cabalmente del sentido básico de la obra o con hacer una lectura del índice de los epígrafes de lo capítulos. Pace Ortega, hemos de proclamar que, lejos de ser verdad que Cervantes no nos ofrece unos criterios de interpretación del Quijote, lo cierto es lo contrario: pocas veces se han ofrecido unos criterios tan claros de interpretación. Veámoslo.

No podemos dejar de destacar la importancia de la intención del autor al escribir su obra. Es obvio que un primer criterio para interpretar una obra literaria habrá de ser conocer la intención directriz en su composición. Debemos empezar suponiendo que ésta obedece al plan trazado por él. Y en el caso del Quijote la intención no puede estar más clara: Cervantes lo presenta como una invectiva contra los libros de caballerías con el fin de acabar con esta clase de literatura. Y, por si no estuviera claro, por tres veces repite en el prólogo que tal es su finalidad. Éste es también el último mensaje del libro en el capítulo final: «No ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías». Nada menos que siete veces hace manifestaciones de desprecio, abominación o desaprobación de la literatura caballeresca en este capítulo final, tres veces luego de recuperar el juicio, otras tres mientras hace su testamento, en la tercera de las cuales le impone a su sobrina la condición de que no se case con alguien que conozca los libros de caballerías, so pena de retirarle su herencia, y la última es la que acabamos de citar que es el remate final de la obra.

Por tanto, el mensaje de que la censura de los libros de caballerías con el ánimo de acabar con ellos es el propósito principal del autor constituye verdaderamente el alfa y la omega del Quijote. A la vista de esto, de tan firme e inquebrantable convicción de Cervantes de lo que se proponía hacer y de lo que realmente había ejecutado, pues de lo contrario a qué viene tanta declaración siete veces reiterada como remate de una obra ya ejecutada según el plan previsto, no deja de sorprender tanto la declaración de unos sobre la ambigüedad constitutiva del Quijote, como la declaración de otros de que se trata de una obra simbólica o alegórica, cuyo mensaje hay que descifrar. Pero visto que Cervantes no tiene ningún empacho en descubrirnos el secreto de la interpretación de su excelsa novela, sobre cuya pista nos da infinidad de indicaciones, ¿por qué no nos ha dado ni una sola acerca de su presunto significado simbólico?

Ahora bien, no se trata de una invectiva de tono serio, sino cómica o humorística, pues con ella lo que el autor busca del lector es hacerle reír o, al menos, proporcionarle un entretenimiento alegre: «Procurad también –le aconseja al autor un fingido amigo en el prólogo de la novela– que, leyendo vuestra historia, el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade (= no se aburra), el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente de alabarla». Aunque pretende satisfacer a todo tipo de lectores, hasta los más exigentes, el Quijote se nos presenta, pues, ya desde el primer instante, en tanto género literario, como una parodia cómica de los libros de caballerías.

Pero no sólo en el prólogo y en el capítulo final se nos habla del verdadero objetivo literario cervantino. Pues entremedias del uno y el otro reiteradamente los libros de caballerías son sometidos a críticas literarias y morales: al comienzo en el episodio del escrutinio de los libros de caballerías (I, 6), en la venta de Juan Palomeque el Zurdo (I, 32) y sobre todo en el curso de las conversaciones entre el cura y el canónigo al final de la primera parte (I, 47, 48, 49 y 50), aunque en muchos otros lugares de la obra se encuentran referencias desperdigadas. De manera que el propósito de Cervantes de satirizar humorísticamente los libros de caballerías es un objetivo constante y nunca olvidado por parte de él.

Antes de proseguir, debemos referirnos a un hecho del mayor interés, cuya consideración suele omitirse: nos referimos a la ambición literaria máxima con la que Cervantes comienza a escribir el Quijote y que se revela en su declaración de que pretende escribir el mejor libro literario que se haya escrito nunca: «Quisiera que este libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse». De manera que con el propósito específico de ofrecernos una diatriba cómica de las novelas de caballerías se entrecruza el más elevado objetivo genérico de excelencia literaria. No cabe duda de que Cervantes debía de estar muy seguro de sus facultades cuando se atreve a abrir el prólogo formulando un compromiso con tan alto nivel de excelencia literaria.

Nos podemos preguntar por qué Cervantes la tenía tomada con los libros de caballerías. Eran muy populares en su tiempo, tanto que eran leídos o escuchados por gentes de todas las condiciones sociales, desde los nobles a los analfabetos, según refleja el propio Cervantes a través del personaje del ventero Juan Palomeque, que, aunque analfabeto, gustaba de esta clase de libros, de los que tenía varios en su venta que le leía a él y a otros clientes cualquier letrado que pasaba por ella. Tal es su interés por ellos que, cuando se entera por el cura de que don Quijote se ha vuelto loco leyéndolos, el ventero admite que a él, por el contrario, «le han dado la vida». Y no sólo a él, sino a muchas otras personas de condición social humilde, como los segadores, de quienes el propio Palomeque nos informa de que en tiempo de siega, los días festivos se acercan muchos de ellos a su venta a escuchar lecturas de novelas de caballerías, realizadas por algún segador que sabe leer y de esa manera se entretenían y aun se les aliviaban sus pesares. También don Quijote, en un discurso apologético de éstas, se hace eco de su amplísima proyección social entre toda suerte de públicos: «Con gusto general son leídos y celebrados de los grandes y de los chicos, de los pobres y de los ricos, de los letrados e ignorantes, de los plebeyos y caballeros..., finalmente, de todo género de personas de cualquier estado y condición que sean» (I, 50, 509). Muy ilustres personajes de nuestra historia fueron grandes aficionados a la literatura caballeresca, como Carlos V, san Ignacio de Loyola, santa Teresa de Jesús, Juan de Valdés, Lope de Vega (quien siguió leyéndolas, aun después de publicado el Quijote) y por supuesto el propio Cervantes.

En primer lugar, había razones literarias para rechazar los libros caballerescos. Pues se trataba de novelas inverosímiles protagonizadas por héroes descomunales, arquetipos de belleza y de virtudes, que realizaban hazañas fantásticas moviéndose por lugares exóticos, o al menos lejanos, y en tiempos remotos, y todo ello entreverado de historias de amor que hacían suspirar a las gentes. No es de extrañar que así fuesen, pues su origen literario se halla en la literatura caballeresca del ciclo artúrico, cuyos ingredientes principales no eran otros precisamente que proezas desmesuradas, grandes amores, la presencia constante de hechizos y encantamientos, situación de la trama en un tiempo lejano, insertos todos ellos en una cosmovisión cristiana, asimismo común al género caballeresco español. Esta literatura caballeresca centrada en el ciclo del rey Arturo o materia de Bretaña se había iniciado en Francia en el siglo XII, siendo sus principales artífices Chrétien de Troyes en el siglo citado, auténtico creador de la novela caballeresca, quien completó además la leyenda artúrica, que él narró en verso, con la introducción del tema de la búsqueda (demanda) del Grial; y en el primer cuarto del siglo XIII los autores anónimos del Lancelot o Vulgata, larguísima narración en prosa (comprende cinco libros) y verdadera suma de la novela caballeresca, que se difundió por toda Europa con rapidez, incluida España donde se tradujo, a partir del siglo XIII, al castellano, al gallego y al catalán.

Hasta el propio Cervantes parece tener conciencia de que el género español de los libros de caballerías se originó en la novela caballeresca artúrica, ya que en la disertación, en conversación con Vivaldo, sobre la naturaleza, necesidad y función de la caballería andante, para explicarle a su interlocutor lo que es un caballero andante, don Quijote se remite a los relatos de las famosas hazañas del rey Arturo (también llamado en nuestro idioma Artús), que, claro está, él, en su desvarío, toma por auténticas crónicas históricas, como punto inicial de la institución de la orden de la caballería y prototipo de caballero andante: «Pues en tiempo de este buen rey fue instituida aquella famosa orden de caballería de los caballeros de la Tabla Redonda, y pasaron, sin faltar un punto, los amores que allí se cuentan de don Lanzarote del Lago con la reina Ginebra» (I, 13, 111). Y a continuación don Quijote conecta las narraciones del ciclo artúrico con los libros de caballerías españoles, sin excluir a Tirante el Blanco, aunque disparatadamente lo expone en supuestos términos históricos en vez de hacerlo en clave de historia literaria, debido una vez más a su desvarío que le conduce a considerar la literatura caballeresca como real crónica histórica, confundiendo, pues, la caballería andante como hecho literario con la caballería andante como hecho histórico:

«Pues desde entonces de mano en mano fue aquella orden de caballería extendiéndose y dilatándose por muchas y diversas partes del mundo, y en ella fueron famosos y conocidos por sus fechos el valiente Amdís de Gaula, con todos sus hijos y nietos, hasta la quinta generación, y el valeroso Felixmarte de Hircanias, y el nunca como se debe alabado Tirante el Blanco, y casi en nuestros días vimos y comunicamos y oímos al invencible y valeroso caballero don Belianís de Grecia. Esto, pues, señores, es ser caballero andante, y la que he dicho es la orden de caballería, en la cual... yo... he hecho profesión, y lo mismo que profesaron los caballeros referidos profeso yo.» (Ibidem, 111-2).

Obsérvese de paso cómo la locura quijotesca es básicamente literaria, pues él no se ve inserto en la tradición de la caballería como realidad histórica y por tanto, como un continuador o émulo de las gestas de caballeros históricos como Fernán González, el Cid o el Gran Capitán, sino que se concibe como heredero de la tradición de la caballería andante literaria, puramente ficticia, aunque sin duda con un apoyo en la realidad, en tanto que es una idealización hiperbólica de la caballería medieval, y por ello sus héroes no son caballeros históricos como los citados, sino entes ficticios como Amadís, Tirante el Blanco o don Belianís.

Pero volviendo al origen artúrico de la literatura de caballerías española, digamos que la difusión en nuestro país de la Vulgata artúrica no tardó en fructificar, pues ya en el siglo XIV, surgen las primeras expresiones literarias del autóctono género de los libros de caballerías: a comienzos de ese siglo sale a la luz El caballero Cifar, atribuido al arcediano de Madrid Ferrand Martínez, en la cual se pinta un escudero, llamado el Ribaldo en quien, por su baja extracción social, por su uso del refranero como expresión de su filosofía vital, por su modo de ser interesado y codicioso a la vez que leal a su señor, por su mejora bajo la tutela de su amo, se ha querido ver, desde Menéndez Pelayo al menos, un precedente de Sancho Panza, aunque Cervantes nunca cita esta novela (no la hallamos en la biblioteca de don Quijote), por lo que no sabemos si realmente la conocía. No obstante, en El caballero Cifar, la caballería es cosa seria y el Ribaldo, que no es un personaje paródico, sino una mezcla de valor guerrero y astucia, lo que le permite sacar a su señor de muy apurados trances, terminará siendo armado como caballero.

En el siglo XV el género caballeresco español llega a su apogeo con dos obras maestras: el Tirant lo Blanch escrita en valenciano por Joanot Martorell y el Amadís de Gaula, que el propio Cervantes tenía por cumbres del género. La primera de ellas, publicada en 1490 y traducida al castellano en 1511 como Tirante El Blanco, mantiene una conexión manifiesta, como bien sabe ver don Quijote, con la literatura artúrica, hecho que se revela tanto en el origen bretón del protagonista y en su linaje, que, según se nos dice, se remonta hasta el rey Utherpendragón, padre del rey Arturo, como en el escenario geográfico en que se desenvuelve la acción en la primera parte de la novela (Gran Bretaña, la Pequeña Bretaña).

Tirante El Blanco le merece al cura, en el famoso escrutinio de la biblioteca de don Quijote, muy alta consideración literaria: « Por su estilo es éste el mejor libro del mundo» (I, 6, 66), donde por estilo el cura se refiere al realismo con que se trata la materia: «Aquí comen los caballeros, y duermen y mueren en sus camas, y hacen testamento antes de su muerte, con estas cosas de que todos los demás libros de este género carecen». No obstante, a pesar de la loa de la verosimilitud de la novela de Martorell, el dictamen del cura es la condena a galeras, aunque se salva de la quema. A nuestro juicio, como veremos más adelante, este final dictamen negativo no tiene que ver con razones de índole literaria, sino moral.

Algunos estudiosos de la literatura caballeresca, como Martín de Riquer, en virtud del realismo de Tirante El Blanco, proponen desligarla del género de los libros de caballerías, cuyo prototipo sería el Amadís, reservando para aquella la denominación de «novela caballeresca». No le falta parte de razón a la propuesta. Es cierto que en la novela de Martorell (que sabía bien de lo que hablaba, pues él mismo era un profesional de la caballería) los duelos y guerras se tratan con más verismo, abundan las realidades de la vida cotidiana y aun vulgares, y todo acaece en un tiempo próximo, aunque no en el presente histórico inmediato.

Pero, concedido todo eso, recordemos que no está desprovista de sucesos extraordinarios y exagerados y sobre todo de inverosimilitud histórica o peor aún, si cabe, de falsificación histórica: entre otras perlas, el autor se inventa la invasión de Inglaterra por el rey moro de Gran Canaria y la posterior reconquista, la conquista por Tirante de gran parte del norte de África, la llamada Berbería, desde el reino de Fez al de Túnez, y su ulterior cristianización, y que el héroe termina su ciclo de aventuras venciendo a los turcos, salvando así a Constantinopla y al Imperio bizantino, cuyo emperador cuenta, por cierto, entre sus vasallos con la insólita presencia del rey Arturo, y convirtiéndose él mismo en césar, aunque, eso sí, por poco tiempo, pues casi de inmediato muere sin poderse casar con la heredera del imperio. Atropella la geografía física y política cambiando ríos y ciudades de emplazamiento y sacando de su magín reinos e imperios. Tampoco faltan maravillas antinaturales: encantamientos, como la doncella encantada de la isla de Llango en la forma de dragón, que desencantará el caballero que se atreva a darle un beso; sueños visionarios, como el sueño en que la Virgen se aparece al rey de Inglaterra para aconsejarle que ponga al frente de su ejército al conde Guillermo de Vàroic; sucesos de magia, como la súbita desaparición del Dios del Amor durante las fiestas de bodas del rey de Inglaterra o la asombrosa llegada del hada Morgana a Constantinopla; prodigios insólitos, como las magnificencias de la Roca; o elementos sobrenaturales, como el cortejo de ángeles que bajan del cielo para llevarse las almas de Carmesina y Tirante, sin excluir la mencionada aparición de la Virgen, aunque sea en sueños.

Este encadenamiento de inverosimilitudes históricas, en que el autor suplanta la historia para imponer su fantasía como realidad histórica, y el recurso a los prodigios mágicos o sobrenaturales nos invitan a rechazar la propuesta de ver la magna obra de Martorell como prototipo de un género literario distinto y a no desligarla de la literatura de caballerías, lo que no obsta para reconocer su diferencia, dentro del género caballeresco, por su mayor verosimilitud, pero que, como acabamos de ver, no la libra de elementos maravillosos ni totalmente fantasiosos. Sencillamente, Tirante el Blanco es menos inverosímil que el resto de los libros de caballerías, en el sentido de que abusa menos de lo inverosímil, aunque no menos que el Amadís; es más, la novela valenciana gana a la castellana en lo tocante a los portentos sobrenaturales: en el Amadís hay magia, pero no apariciones de la Virgen ni de ángeles guiando almas como en el Tirante el Blanco ni nada por el estilo. Y en cualquier caso, el propio Martorell la consideró como un libro de caballerías («el presente libro de caballería», escribe en el primer capítulo de la novela), en su época se la conceptuó como tal y por supuesto el propio Cervantes también lo hizo así, y no sin razón, a nuestro entender. Y por ello será, en el Quijote, tan objeto de parodia como el resto del género. Y en este caso además será particularmente repudiada por razones morales relacionadas con su considerable contenido erótico, tan manifiestamente exhibido.

El Amadís de Gaula es el exponente más típico, más importante y célebre de los libros de caballerías españoles, que alcanzó un enorme éxito editorial en España y fuera de ella, especialmente en Francia, donde, en traducción al francés, tuvo veinte ediciones a lo largo del siglo XVI. Su origen se remonta al siglo XIV, pero lo que conocemos hoy por tal no es el Amadís primitivo, sino una refundición realizada en la última década del siglo XV por el regidor de Medina del Campo Garci Rodríguez de Montalvo, aunque la más antigua edición conocida de la novela es de 1508.

La inspiración procedente de la literatura del ciclo artúrico en la línea de la Vulgata francesa es muy obvia: la historia de Amadís guarda muchas semejanzas con la de Lancelot, sus amores con Oriana recuerdan los de Lancelot y la reina Ginebra, pero no son un calco de ellos: en éstos hay adulterio y traición por medio, pues ella es la esposa del rey Arturo y él, amigo de éste, que además es su rey, y en los otros no hay ni lo uno ni lo otro, aunque no sean castos; la corte del rey Lisuarte, donde son bien acogidos los caballeros andantes más importantes y a cuyo servicio esperan estar, es un trasunto de la corte del rey Arturo y los caballeros de la Mesa Redonda; y el escenario principal de las aventuras es el mismo, la Bretaña (no la Bretaña francesa o Pequeña Bretaña, aun cuando también está presente, pero como escenario secundario, sino la isla de la Gran Bretaña, la antigua Britannia romana), aunque se sitúan en un tiempo todavía más antiguo que el del mítico rey Arturo, apenas unos años después de la muerte de Cristo. No obstante, la novela española se distancia en un punto que es fundamental en el ciclo artúrico canónico: la leyenda cristiana del Grial, que da un aire místico a la saga novelística artúrica del que carece el Amadís, por más que esté igualmente moldeada por la visión cristiana de la vida.

Cervantes, a través del barbero en esta ocasión, eleva a la más alta categoría literaria al Amadís, al que por supuesto también salva de la quema, ensalzándolo incluso por encima de Tirante el Blanco: «Es el mejor de todos los libros que de este género se han compuesto», «único en su arte» (I, 6, 61). No se le pone reparo alguno que menoscabe su valor. En nuestra opinión, aunque históricamente haya sido menos influyente que el Amadís, Tirante el Blanco lo supera con creces en categoría literaria.

En el siglo XVI prosigue el éxito del género, aun cuando en la segunda mitad del siglo inicia su decadencia no sólo editorial, sino también literaria, hasta desaparecer en el curso siguiente. El inmenso éxito editorial del Amadís trajo consigo una oleada de imitaciones y continuaciones, lo que generó una auténtica saga o ciclo de Amadís, cada vez de peor calidad literaria, en que cada continuación contribuía a degradar más el género. Al lado del ciclo de Amadís, surgió y se desarrolló el ciclo de los Palmerines y naturalmente asimismo se escribieron y publicaron mucho libros de caballerías independientes de lo citados ciclos. Pero en conjunto el género acabó degenerando por su abuso de las aventuras increíbles y de un estilo grandilocuente y retorcido, que lo arrastró a su desprestigio. Nada comparable al Amadís o a Tirante el Blanco se escribió. El más importante representante del género en este periodo fue el Palmerín de Ingalaterra (1547) del portugués Francisco de Moraes y traducido por Luis de Hurtado, al que Cervantes considera la obra más importante del género después de las anteriores y a la que el cura licenciado no escatima elogios: «Y esa palma de Ingalaterra se guarde y se conserve como a cosa única, y se haga para ello otra caja como la que halló Alejandro en los despojos de Darío, que la diputó para guardar en ella las obras del poeta Homero. Este libro... por sí es muy bueno» (I, 6, 64). Como el Amadís y Tirante el Blanco, también se dictamina que quede libre del fuego y recomienda su lectura al barbero.

Por tanto, tres son las novelas de caballerías que se salvan íntegramente del fuego, el Amadís, el Palmerín y el Tirante el Blanco, a pesar de las reservas contra ésta. Ahora bien, sería un error inferir de aquí que éstas quedan fuera del blanco de los ataques del autor del Quijote, los cuales sólo se dirigirían contra la descendencia de malas imitaciones y de ahí pretender rebajar el carácter paródico de la magna novela cervantina, que, aunque un objetivo evidente, sería sólo un objetivo secundario, subordinado a un objetivo más profundo, el verdaderamente primordial de naturaleza filosófica: don Quijote es un arquetipo universal del idealismo en lucha perpetua con la realidad. Este error es bien perceptible en Lockhart, el difusor de la visión romántica y simbólica del Quijote en Gran Bretaña, y en Madariaga, cuya visión en su Guía del lector del «Quijote» no es menos romántica y simbólica.

Nuestra primera objeción contra esto es que el hecho de que Cervantes alabe los méritos de las tres obras citadas en su clase no es incompatible con el propósito de parodiar el género caballeresco en conjunto. Además, y ésta es nuestra objeción principal, la tesis del alcance limitado de la sátira cervantina, de la que se excluyen las tres novelas salvadas de la hoguera, está en contradicción con los hechos: a lo largo del Quijote encontramos parodias de episodios correspondientes a esas tres obras; es más, son incluso las más parodiadas y de ellas el Amadís, a la que curiosamente Cervantes estimaba como la mejor de su clase, se lleva la palma de sus burlas. Que se cebe más con estas obras, y sobre todo con el Amadís, no tiene otra explicación, a nuestro juicio, que el hecho de que él las veía como los máximos especímenes de un género literario pernicioso, literaria y moralmente, y de ahí que, lejos de salvarlas de la parodia, aunque sí del fuego inquisitorial, las convirtiese en blanco predilecto de su humor .

Visto resumidamente el origen e historia de la literatura caballeresca española, teniendo en cuenta la visión cervantina de este asunto y su valoración literaria, regresemos al análisis de las razones de la animadversión en la época contra aquélla por parte de las autoridades, moralistas y del propio Cervantes. Estas ficciones de imaginación desbocada, llenas de aventuras inverosímiles y de amores desbordados, en que consistían las novelas de caballerías, desempeñaban un papel parecido al que desempeñan hoy las novelas sentimentales de la televisión y las críticas que suscitaban y suscitan unas y otras son asimismo muy parecidas. Eran rechazadas por razones no sólo literarias, como las ya señaladas (inverosimilitudes, amores exacerbados, recurso a prodigios o elementos maravillosos, &c.) sino también morales, en las que nos vamos a centrar ahora, no sin advertir que, a pesar de las censuras morales y de las prohibiciones de que fueron objeto, su éxito continuó a lo largo del siglo XVI y todavía se leían en la primera mitad del XVII, bien es cierto que ya en franco declive.

Lógicamente las autoridades de la época eran más sensibles a las razones de índole moral para oponerse a ellos, hasta el punto de llegar a convertirse en un problema de Estado. Hasta tal extremo llegó la alarma por el asunto que las Cortes de Valladolid de 1555 solicitaron que se prohibiera no sólo la publicación sino también la lectura de los libros de caballerías, cuyo efecto se consideraba moralmente nocivo sobre la población. Como en la actualidad preocupa el efecto de la televisión sobre los jóvenes, en aquella época a los críticos de la literatura caballeresca, tanto políticos, como eclesiásticos, escritores, teólogos, moralistas, &c., les preocupaba que las gentes, y particularmente los jóvenes (mancebos y doncellas, decían entonces), siguiesen el ejemplo de los modelos ofrecidos en ellos, que se aficionasen demasiado a los hechos de armas y amores según allí se presentan, que les absorbiesen su atención en detrimento de la dedicación a los libros religiosos o de historia o de buen entretenimiento, supuestamente más beneficiosos para su formación; que fomentaban el ejercicio de la acción sobre la reflexión; que tenían un efecto disolvente sobre la moral, &c. Muy ilustres personalidades, como Andrés Laguna, Melchor Cano, Luis Vives (quien los tacha de «libros pestilenciales»), fray Luis de Granada, fray Luis de León y Malón de Chaide, censuraron severamente los libros de caballerías, aunque sin éxito.

Los hechos de armas (los casos de violencia, se diría hoy) y los amores, los dos grandes ejes en torno a los cuales giraban las tramas de los libros de caballerías, eran a la vez los dos temas, que, desde el punto de vista moral, más alarmaban a moralistas y autoridades. Tomemos como referencia el Amadís de Gaula, el prototipo del género caballeresco y que sirvió de modelo para sus cultivadores, para comprender la preocupación por el tratamiento literario de esos dos grandes temas, pues las novelas caballerescas no eran a la postre otra cosa que novelas de acción trepidante y constante y de grandes amores. Además no debemos olvidar que, aunque Cervantes lo tenía en muy alta estima literaria, el Amadís es sin duda el objeto predilecto de su parodia. En el Amadís, su héroe, desde que apenas cumple los quince años, no para de emprender acciones armadas, ya sea en forma de duelos, ya sea en compañía de otros caballeros (con frecuencia sus propios hermanos, primero Galaor y luego se le une su hermanastro Florestán), ya sea en auténticas batallas entre mesnadas o ejércitos, hechos de armas tan abundantes y tan largamente tratados, que llegan a fatigar al lector; en la descripción de éstos el autor no ahorra la mención cruda de toda suerte de detalles macabros sobre la crueldad y ferocidad de los combates (cuerpos bañados en sangre, cabezas cortadas, miembros amputados, huesos quebrados, &c.).

Pero no preocupaba menos el tratamiento literario del amor. Inquietaba sobre todo el efecto que sobre las jóvenes doncellas podían tener amores tan exagerados como los que en esas obras se ofrecían. Amores, celos, desdenes, penitencias, lamentaciones, &c., todo ello termina en excesos sentimentales: ademanes lánguidos, suspiros, desmayos, sollozos, y por cierto, no solloza menos Amadís que Oriana, lo que ya advirtió Cervantes, quien lo tacha de «llorón»; y no menos excesivo y artificioso es el lenguaje en el que se vertía tal caudal de sentimientos, transmitidos con una retórica altisonante, solemne, hinchada, como el ceremonial con que la expresión de éstos se envolvía (envío de mensajes, misivas, embajadas por intermediación de pajes y escuderos, cortesías, &c.). Pero más desvelo causaba aún la presencia de escenas eróticas, lo que en la época denominaban, y así lo hace también Cervantes, amores lascivos. Amadís constantemente le habla a Oriana de sus «mortales deseos» apremiándole a su satisfacción y serán satisfechos plenamente, después de la penitencia en la Peña Pobre, a su regreso al castillo de Miraflores, donde la heroína lo espera impaciente, una vez reconciliados; allí permanecerán encerrados durante días completamente entregados el uno al otro, fruto de lo cual será la preñez de Oriana, mucho antes de que se casen públicamente.

Otras veces la sexualidad comparece de forma más descarnada, exenta de contenido amoroso: tal es el caso de Galaor, para quien la mujer es la recompensa y reposo del guerrero, pues sin mediar amor alguno, lo vemos en varias escenas entregado a una relación puramente carnal, sin conocer apenas a la mujer con la que yace; no es de extrañar por ello que en el Quijote se le retrate como lujurioso: «Se murmura que fue más que demasiadamente rijoso» (II, 2, 565). Otras veces el autor recurre al artificio del matrimonio secreto para poder ofrecer escenas con contenido sexual de forma que parezca algo normal y aceptable incluso para los moralistas. Tal es el caso del encuentro nocturno entre el rey Perión y la infanta Helisena, padres de Amadís, en el castillo del padre de la infanta, episodio que, por cierto, como tantos otros del Amadís, será parodiado cómicamente por Cervantes en el encuentro nocturno entre don Quijote y Maritornes, aunque ella con quien buscaba encontrarse realmente es con el arriero.

Vale la pena hacer una escueta referencia en este punto al Tirante el Blanco, pues lo que estamos diciendo sobre el aspecto erótico en el Amadís no es nada comparado con el tratamiento literario de este asunto en la novela de Martorell, de la que se puede decir, sin riesgo de exagerar, que es, si bien no exclusivamente, una obra erótica por la exuberancia de escenas amatorias de contenido erótico. En efecto, en ella la sexualidad humana y las diversas expresiones de la misma cumplen un papel esencial, hasta el punto de que durante la estancia de Tirante en la corte de Constantinopla pasan a llenar el primer plano de la acción: no falta el amor cortés, a través de Tirante y la princesa Carmesina, pero junto a él tenemos amores adúlteros, como los habidos entre la emperatriz y el caballero Hipólito, criado y pariente de Tirante, lo que en la época se tenía por doblemente escandaloso, primero por el adulterio y, en segundo lugar, por la falta de decoro, pues de acuerdo con la mentalidad de entonces era inadmisible que una emperatriz mantuviese líos amorosos con un criado, finalmente coronados con el matrimonio; escenas eróticas, algunas de las cuales contrarias a la considerada sexualidad natural: fiestas donde campea la sensualidad, los sucesos eróticos tramados y relatados por Placerdemivida con un lenguaje sexual atrevido, sus juegos de lesbianismo con la princesa, su conducta voyerista, que la lleva a oír, ver e incluso espiar las manifestaciones carnales del amor ajeno. Y por si esto fuera poco, no faltan atropellos sexuales, como amagos de violaciones: así Felipe trata de violar a Ricomana, princesa de Sicilia, a lo que le ayuda Tirante. Finalmente, la obra contiene incluso una apología del «amor vicioso», ensalzado por Placerdemivida y Estefanía, quien además no duda en ponerlo en práctica.

Huelga decir que en el Amadis no se va tan lejos, ni mucho menos, en el abordamiento literario de estos asuntos. En lo del amor cortés apenas hay diferencia, pero en los cuadros de contenido erótico, la diferencia es abismal. En la novela castellana el aspecto erótico es sugerido, pero se elude describirlo al lector. Se nos informa de que Amadís y Oriana yacen juntos o que Galaor huelga con esta o la otra doncella, pero el autor no da más pasos, lo demás lo abandona a la imaginación del lector. Ahora sí podemos entender la razón principal (no excluimos que hubiera otras) del rechazo cervantino de la novela de Martorell, a pesar del reconocimiento de sus méritos estrictamente literarios. La clave está en la relevante presencia del sexo y sobre todo en la manera de enfocar su tratamiento, que Cervantes debía de considerar como una incitación a la sensualidad y el vicio, pues como veremos más adelante, uno de sus reproches a los libros de caballerías era que ofrecían al lector «amores lascivos». La razón de la reprensión de aquélla es muy similar a la que le llevó a pronunciar su célebre censura de la Celestina: «Libro a mi entender divino si encubriera más lo humano».

Lo mismo podría decir del Tirante: conjeturamos que lo que Cervantes desaprueba especialmente es la descripción morosa de lo erótico, transmitiendo al lector además la sensación de placer y de que todo ello está bien. Él, como otros moralistas, podía admitir que se hablase del adulterio, pero siempre que quedase claro que se trataba de un vicio, en cuya descripción no había que demorarse, y que no quedase sin sanción, pero en el Tirante, no sólo el autor se recrea en la presentación de los amores adúlteros, sino que además, como en el caso de la emperatriz y el criado, lejos de censurarlos, resultan recompensados no sólo con el matrimonio, sino con la herencia del Imperio bizantino, pues a la muerte del emperador y luego de su heredera, su hija Carmesina, de dolor por la muerte de Tirante, Hipólito se convierte en el nuevo emperador de Constantinopla .

Es del mayor interés referirse, siquiera brevemente, a la repercusión social de los hechos de armas y lances de amor en el público, esto es, de la manera como los diferentes sectores de éste sentían verse afectados por la lectura de los pasajes sobre estos episodios. Nos basamos para ello tanto en los informes de la época, como en la visión que el propio Cervantes nos ha dejado de este asunto.

Unos, como los jóvenes, según el dictamen de las Cortes de Valladolid, gustaban tanto de las hazañas bélicas como de los asuntos de amor y de ahí el desvelo porque la mucha afición a los libros de caballerías les induzcan peligrosamente a imitarlos. Otros, como el ventero Palomeque, preferían las hazañas caballerescas, que ejercían sobre él un gran efecto, como él mismo reconoce: «De mí sé decir que cuando oyo decir aquellos furibundos y terribles golpes que los caballeros pegan, que me toma gana de hacer otro tanto, y que querría estar oyéndolos noches y días» (I, 32, 321). En cambio, su hija carece de interés por hechos de armas y goza más con los lances de amor, que tienen un fuerte impacto emotivo sobre ella: «No gusto yo de los golpes de que mi padre gusta, sino de las lamentaciones que los caballeros hacen cuando están ausentes de sus señoras, que en verdad que algunas veces me hacen llorar, de compasión que les tengo» (I, 32, 322). Por eso su madre, que se mantiene al margen, no porque no le gusten sino porque no tiene tiempo y además, mientras su marido atiende a la lectura, descansa de sus riñas, muestra los mismos desvelos que las autoridades y moralistas de la época por el nocivo efecto moral de la lectura de la literatura caballeresca, pues inmediatamente después de oír a su hija contar sus impresiones sobre los sentimientos que en ella despiertan las escenas de amor caballerescas, sale al paso y le recrimina que atienda a su lectura: «Calla, niña, que parece que sabes mucho de estas cosas, y no está bien a las doncellas saber ni hablar tanto». También a Maritornes, la criada, le gustan más las escenas de amor, pero, a diferencia de la hija de los venteros, se fija más en la expresión física de éste que en la sentimental: «Yo también gusto mucho de oír aquellas cosas, que son muy lindas, y más cuando cuentan que se está la otra señora debajo de unos naranjos abrazada con su caballero, y que les está una dueña haciéndoles la guarda, muerta de envidia y con mucho sobresalto. Digo que todo esto es cosa de mieles» (I, 32, 321).

Pues bien, en este contexto histórico de, por un lado, censuras, prohibiciones, restricciones legales (éstas fueron finalmente suspendidas a comienzos del XVII) y de, por otro lado, de debate sobre el valor literario y moral de los libros de caballerías, así como de verdadera inquietud por el posible efecto perjudicial sobre la salud moral de la población, es en el que aparece el Quijote y en un momento en que los libros de caballerías, lejos de desaparecer por efecto de la condena literaria y moral y de las prohibiciones, proseguían editándose con éxito. Cervantes compartía la mayoría de las críticas tanto de índole literaria como moral que se les dirigían. El siguiente pasaje, en el que el canónigo actúa sin duda como portavoz de las opiniones del autor, contiene un resumen condensado de sus principales reparos contra el género caballeresco:

«No he visto ningún libro de caballerías que haga un cuerpo de fábula entero con todos sus miembros, de manera que el medio corresponda al principio, y el fin al principio y al medio, sino que los componen con tantos miembros, que más parece que llevan intención a formar una quimera o un monstruo que a hacer una figura proporcionada. Fuera de esto, son en el estilo duros; en las hazañas, increíbles; en los amores, lascivos; en las cortesías, malmirados; largos en las batallas, necios en las razones, disparatados en los viajes, y, finalmente, ajenos de todo discreto artificio y por esto dignos de ser desterrados de la república cristiana, como a gente inútil.» (I, 47, 491).

Como se ve, junto a las numerosas objeciones literarias formuladas por Cervantes, comparte asimismo con los procuradores de las Cortes de Valladolid y los moralistas de toda especie la queja de que la literatura caballeresca incite a la población a la sensualidad y a la lujuria (los «amores lascivos»). Sólo que Cervantes, sin desdeñar el pernicioso efecto moral de esta clase de literatura, sitúa en primer plano, como escritor literario, la crítica literaria y estética. El Quijote nació, pues, como una parodia de los libros de caballerías con el fin de acabar con su popularidad y evitar su dañino influjo literario y moral sobre las gentes. El Quijote posee, pues, también una finalidad didáctica y moral. En otras palabras, Cervantes lo ha escrito obedeciendo a un doble fin: un fin inmediato, que es el de parodiar cómicamente la literatura caballeresca para hacernos reír, y un fin último, que consiste en este objetivo didáctico de carácter moral al que acabamos de referirnos.

Pero el Quijote no es sólo una parodia humorística de las novelas caballerescas. Esta visión nos proporciona una imagen negativa. Pero si queremos entender el Quijote, advirtamos que no es sólo la negación de un género literario, es también la creación de un nuevo género cual es la novela realista, cuyo propósito es ofrecer una pintura verdadera de la realidad. Este aspecto positivo de lo que significa el Quijote está previsto en la teoría literaria de su autor, quien nos presenta una concepción de la obra literaria, novela o teatro, como una imitación (mímesis) de la realidad, una imitación que ha de ser verosímil, la ficción debe parecer verdadera: «tanto la mentira [es decir, la ficción] es mejor cuanto más parece verdadera» (I, 47, 490) .

Cervantes pone énfasis en el carácter mimético y verdadero de la obra literaria cuando, al hablar de la comedia (recordemos aquí que en el Siglo de Oro comedia se usaba como un genérico intercambiable por teatro), la describe como un «espejo de la vida humana, ejemplo de las costumbres e imagen de la verdad» (I, 48, 495). Y más adelante, hablando de nuevo de ella, recurre otra vez a la metáfora del espejo: «Un espejo a cada paso delante, donde se ven al vivo las acciones de la vida humana, y ninguna comparación hay que más al vivo nos represente lo que somos y lo que habemos de ser como la comedia» (II, 12, 631). Lo que Cervantes dice sobre la naturaleza de la comedia es, sin duda, aplicable a la novela y por tanto, al Quijote, que se nos presenta entonces, en cuanto imagen mimética de carácter verosímil, como un espejo de la vida humana. La metáfora del espejo, al parecer procedente de Cicerón, sería muy socorrida entre los preceptistas, críticos literarios y escritores renacentistas y barrocos. También Shakespeare utiliza la metáfora del espejo en Hamlet para formular su concepción del teatro como imagen mimética de la vida: el teatro o arte de actuar tiene como fin «poner un espejo ante el mundo, mostrar a la virtud su propia cara, al vicio su imagen propia y a cada época y generación su cuerpo y molde» (III, 2ª esc., 24-28). Todavía en el siglo XIX, Stendhal, buen discípulo de la escuela cervantina, definiría la novela como «un espejo que se pasea a lo largo de un camino».

Sólo las obras que, como la novela realista, cual es el Quijote, se acercan a la perfección de la imitación, de manera que la ficción es verosímil aproximándose lo más posible a la verdad, pueden conseguir la finalidad estética de causar en el ánimo del lector admiración, suspensión, alborozo y entretenimiento (I, 47, 491). Por el contrario, los libros que huyan de la imitación y de la verosimilitud, como los de caballerías, no podrán alcanzar esos objetivos.

Por tanto, frente a la novelas de caballerías, que lejos de imitar la realidad, la falsean con invenciones inverosímiles, Cervantes ofrece con el Quijote no sólo su negación en clave paródica, sino también una alternativa que es la moderna novela realista, imagen de la realidad y de la vida, las cuales recrea con invenciones verosímiles. Y parece que tuvo conciencia de esto, pues en el pasaje final antes citado, tras declarar el propósito didáctico de hacernos aborrecer los libros de caballerías, concluye contraponiendo frente a las «fingidas y disparatadas historias» de éstos las no fingidas, sino veraces, ni disparatadas, sino mesuradas, «historias de mi verdadero don Quijote». Y confía en que éstas hagan desaparecer las otras. Pero no está, sin embargo, claro que su deseo se cumpliese: en realidad el género había iniciado su decadencia en la última década del siglo XVI, antes de publicarse el Quijote y, aunque seguían editándose libros de caballerías cuando salió a la luz el Quijote, el género proseguía su progresivo declive, de manera que es posible que «las historias del verdadero don Quijote» tuviesen poco que ver con la muerte definitiva de un género que estaba ya moribundo, más por el cambio de los tiempos y de los gustos del público que por influencia de la magna novela cervantina, aunque puede ser que, en todo caso, contribuyese, como mucho, a darle la puntilla final.

Así, pues, después de lo hasta aquí visto, disponemos de dos claves para interpretar el Quijote: primero, la interpretación del mismo como una parodia humorística y veremos hasta dónde da de sí; y segundo, la visión de aquél como una imagen especular de la vida humana y de la realidad española de los tiempos de Cervantes. No se piense, sin embargo, como suelen hacerlo los impulsores de cualquier especie de interpretación alegórica, que la concepción del Quijote como una invectiva cómica de los libros de caballerías es una mera excusa para expresar contenidos más profundos, lo que no equivale a negar que el Quijote contenga contenidos profundos: los tiene, pero no en forma de alegoría, sino en la forma de los numerosos comentarios, reflexiones y observaciones filosóficas dispersos en los múltiples discursos de don Quijote, en conversaciones entre éste y su escudero o en conversaciones con otros personajes.

Recordemos lo dicho más arriba: la declaración del autor de satirizarlos se repite machaconamente, por lo que no puede dejar de tomarse en serio. Por tanto, la estructura paródica es un componente esencial de la magna novela y no un mero accidente, como revelan sus elementos compositivos básicos, según veremos más abajo. Ahora bien, con ese plano paródico se cruza constantemente el plano mimético de la realidad. En efecto, ambos planos están inseparablemente interconectados, de modo que una y otra vez será menester transitar del uno al otro e incluso manejarlos a la vez. El Quijote es, pues, una parodia realista, esto es, imita burlescamente los libros de caballerías con ánimo de mover a la risa, pero desde la plataforma del realismo literario, desde el cual se construye frente al idealismo literario característico de las novelas de caballerías.

No se espere, no obstante, encontrar en el Quijote una obra realista al estilo de la novela realista o naturalista decimonónica. Pero sin duda hay en él un principio o germen de realismo, aunque entremezclado con elementos más bien inverosímiles. Por ejemplo, no es nada realista el encuentro de don Quijote en plena Mancha con pastores ilustrados que conversan como filósofos y componen como poetas, como se refleja en la historia de Marcela, Grisóstomo y Ambrosio, tampoco lo es la del morisco Ricote y su hija Ana Félix y quizá por ello Cervantes la deja inacabada, sin revelarnos el destino final de los personajes. Pero con todo eso, lo mismo el tratamiento de los personajes que el del medio social en general, como el de ambientes determinados en que se desenvuelven, revelan un fuerte verismo. Recuérdese sobre este último aspecto la magnífica descripción cervantina de los preparativos de las bodas de Camacho, en que a través de los ojos de Sancho, tan aficionado a la buena mesa, se nos describe todo lo que tiene que ver con la comida y la bebida, y a través de los de don Quijote todo lo que tiene que ver con los festejos artísticos, como las danzas y representaciones teatrales, todo lo cual se nos pinta con un vivaz realismo.

Repitamos que el Quijote es una novela paródica de un género literario. Pues bien, esto ya nos autoriza a descartar tres interpretaciones, a nuestro juicio totalmente desenfocadas. En primer lugar, si es una parodia, no cabe decir, como lo hicieron Valera, Menéndez Pelayo y Navarro Ledesma, que es un libro de caballerías, aun cuando sería más bien una idealización o sublimación de este género. Pero si es una parodia, esto es, una imitación burlesca del género, es absurdo decir que es un libro de caballerías, por más que se diga que es el representante más puro o perfecto del género. No puede ser a la vez parodia y libro de caballerías, ya sea en versión sublimada o no sublimada. Es cierto que, como veremos, se parece mucho a ellos en su estructura, pero es para parodiarlos mejor.

Tampoco vale la versión débil de esta tesis, formulada por Menéndez Pidal, según la cual es un libro de caballerías, pero sólo en parte, esto es, contiene ciertamente una idealización del género caballeresco, pero únicamente de forma parcial, no total, lo que equivale a decir que el Quijote es una sátira, bien que sólo en parte. En cambio, compartimos plenamente su tesis de que para entender el Quijote es menester remontarse a las ficciones de los libros de caballerías.

En segundo lugar, se excluye que el Quijote sea, como pretendió Byron y con él tantos otros, una parodia de los ideales heroicos o de las virtudes caballerescas. Hay varias razones para excluir semejante interpretación. La primera es que sencillamente yerra el tiro: la parodia no va dirigida contra los ideales ni heroicos, ni de ningún otro tipo, ya sean éticos, morales, sociales, políticos, religiosos, filosóficos, &c., sino contra los elementos literarios de los libros de caballerías: inverosimilitud de las hazañas y de los héroes caballerescos, exacerbación de los amores, recurso a la magia en contra de las leyes naturales, los defectos del estilo, &c., como tendremos ocasión de ver en los siguientes capítulos. El Quijote es parodia, si se quiere, de los ideales literarios que en los diversos elementos compositivos del libro de caballerías como obra de arte se reflejan, pero no de los demás ideales mencionados antes.

La segunda razón es que, centrándonos en el heroísmo, el objeto de las burlas de Cervantes no son los ideales heroicos o las virtudes caballerescas en sí mismos, sino sus exageraciones literarias. Esto es, lo que el autor quiere desacreditar es la caricatura del heroísmo que aparece en la novela de caballerías y que el lector sepa distinguir (he aquí uno de los componentes didáctico-morales de la magna novela) ente el héroe de veras (como el Cid, el Gran Capitán o Diego García de Paredes) y el héroe de pura fantasía. De ahí la recomendación que hace el canónigo a don Quijote de que lea libros de historia, biografías, en vez de libros de caballerías, para que así discierna y coteje el auténtico heroísmo de los grandes personajes históricos del heroísmo disparatado pintado en éstos.

Una tercera interpretación que rechazamos es la de Ortega, quien a pesar de sus protestas de ambigüedad dirigidas contra el Quijote, nos lo presenta, como si la ambigüedad no afectase a este punto, como una parodia de la epopeya en general y de la visión del mundo en ella incorporada. Ahora bien, Cervantes no ataca a la épica, sino sólo a una variedad suya: en la obra no hay episodio alguno en que se pongan en solfa lances de la épica no caballeresca, bien sea la epopeya griega o los cantares de gesta medievales. El ataque del alcalaíno tiene como blanco únicamente el género épico de la literatura caballeresca en general, eso sí, sin importar si trata de la materia del ciclo artúrico o de la del ciclo carolingio. Tampoco importa si va escrita en prosa, como las novelas de caballerías, como si va en verso, como es el caso de los poemas caballerescos al estilo de Boyardo o Ariosto.

De ahí que estas obras, El Orlando enamorado del primero y el Orlando furioso del segundo, sean mencionadas ambivalentemente en el escrutinio de la biblioteca de don Quijote: aunque se les reconocen sus méritos literarios, son puestas en cuarentena, sin duda por la recreación que en ellas se hace de la literatura caballeresca carolingia, depositándolos en un pozo seco hasta que se tome una decisión definitiva acerca de su destino final. Más adelante, en la primera parte de la novela cervantina se satirizan algunos episodios del poema caballeresco de Ariosto: en un pasaje don Quijote reacciona ante el alboroto que se ha armado en la venta como si se tratase de la discordia del campo del rey Agramante, episodio del Orlando furioso en que éste y el rey Sobrino se enfrentan a Carlomagno (I, 45, 470); y en el capítulo sobre la penitencia del hidalgo éste decide imitar en parte las desaforadas locuras de Roldán desnudándose y dando brincos y volteretas (I, 26, 249). Tampoco faltan referencias irónicas a episodios del poema de Boyardo, como cuando don Quijote espera ver por la mancha más hombres armados que los millones de ellos que pusieron cerco a la fortaleza de la peña de Albraca, para liberar a Angélica la Bella (I, 10, 94).

La interpretación del Quijote como una novela paródica de carácter cómico todavía tiene que superar un escollo: los defensores de cualquier variedad de interpretaciones simbólicas del mismo suelen argüir que los hombres no siempre controlan lo que hacen y que a veces crean algo distinto de lo que habían planificado. Esto está muy bien cuando se habla de la acción social o histórica; en la historia es fácil encontrar buenos ejemplos de que las acciones humana tienen a veces resultados imprevistos. Pero en el caso de la actividad artística, que, a diferencia de la acción histórica, es individual (y por tanto el control del resultado depende de uno solo y no de un colectivo, en cuyo caso disminuyen las posibilidades de control de las desviaciones del plan fijado y aumentan en el caso del artista individual) y además revocable o rectificable, es poco creíble que un artista se marque un plan con una meta artística definida y le salga algo completamente distinto.

Es curioso que quienes así argumentan, pues, a la postre, tienen que empezar reconociendo que lo que Cervantes quiere ofrecernos es una novela paródica, pues, como hemos visto no hace más que repetirlo innumerables veces, no dan ejemplo alguno de un gran artista que haya creado una obra importante totalmente distinta de lo planeado por él. Pero eso sería lo que se estaría afirmando si se pretende, como hacen muchos en plan conciliador, que el Quijote es a la vez un libro paródico y una alegoría cargada de simbolismo, ya sea éste filosófico, político, religioso o de otra índole. Pero o es lo uno o lo otro, pues el ser una obra literalmente paródica es incompatible con ser una de carácter simbólico. En este sentido es más coherente, aunque disparatado, negar, como lo hizo Díaz de Benjumea, el introductor en España de la crítica alegórica del Quijote de carácter romántico, que éste sea una parodia de los libros de caballerías, aunque en sus últimas publicaciones acabó admitiendo esto último, pero sólo como tema secundario. En la primera parte de este ensayo aportaremos una amplia documentación como prueba de que la magna novela está íntegramente construida como un remedo burlesco de los libros de caballerías, de manera que el resultado, la obra creada por Cervantes, no es una desviación simbólica de su plan original, sino que obedece por completo a éste. Cervantes hizo lo que quiso hacer, y no le salió una criatura imprevista.

El mito de un Cervantes creador de una obra cuyo sentido final contradice su intención manifiesta se remonta al romanticismo alemán y nos parece que uno de sus principales artífices fue Friedrich Schlegel. Desde entonces se ha venido repitiendo como algo obvio, que no requiere análisis, sin siquiera, como hemos dicho, citar ejemplos históricos que la ilustren. Pero Schlegel, en su reseña a la traducción de Tieck del Quijote al alemán, sí lo hace, mencionando nada menos que los casos del Hamlet de Shakespeare y el Wilhelm Meister de Goethe, como obras, en las que, al igual que en el Quijote, sus autores, durante su composición, habrían desbordado su objetivo inicial.

El argumento del estudioso alemán es muy débil, ya que se limita meramente a traer a colación dos ejemplos literarios de una gran importancia histórica, pero da por hecho que es así sin aportar análisis alguno. Y, de todos modos, aunque fuera cierto que a los creadores de las dos obras maestras citadas les salió un producto final distinto de lo que inicialmente habían planeado, lo que da por obvio, como decimos, sin alegar prueba alguna de su tesis, ¿qué tiene ello que ver con el Quijote? Que a Shakespeare y a Goethe se les escapase de las manos lo que estaban componiendo, de manera que el resultado final fuera muy distinto del inicialmente planificado, sólo probaría que a ellos les sucedió así y que a otros les podría suceder lo mismo, no que a Cervantes también le ocurriese lo mismo. Si al novelista español le pasó lo mismo, ello ha de ser probado de forma independiente, no alegando precedentes prestigiosos, que para el asunto es irrelevante. Lo que le pasase a otros, sean quienes fueren, no decide lo que le aconteció al creador de la magna novela española.

Además, la comparación entre Hamlet y Wilhelm Meister con el Quijote es totalmente improcedente, pues se trata de casos tan distintos que devienen incomparables: mientras esta última, si fuese cierto que a Cervantes le salió una criatura imprevista, sería una obra con un sentido final distinto o contrario al inicialmente planeado, las otras son, en cambio, el resultado de un cambio en los planes iniciales de sus autores, lo que es bien distinto. En efecto, a Shakespeare no le sucedió que empezase su magna tragedia de acuerdo con un objetivo literario y que, escapando de su control, compusiese una obra totalmente diferente, como se pretende con el Quijote; lo que acaeció es que el dramaturgo inglés cuando escribió por vez primera el Hamlet primitivo hacia 1587-1589, el llamado Ur-hamlet, siendo todavía un escritor joven, tenía un plan y cuando retomó la versión juvenil en plena madurez, entre 1600 y 1601, alteró sustantivamente la concepción de la misma, sobre todo los personajes de Hamlet y del Espectro de su padre.

Se trata, pues, en el caso de Shakespeare de una evolución en la concepción de su obra; nada que ver, por tanto, con el de Cervantes, donde lo que se pretende es que, sin haber cambiado de planes, pues declara constantemente, como hemos visto, que su intención es satirizar los libros de caballerías, le surgió, no obstante, un Quijote contrario a sus objetivos abierta y abundantemente anunciados. El mismo análisis vale para el caso de la novela de Goethe, quien redactó entre 1775 y 1777 una primera versión de la misma como proyecto de juventud y que reelaboró a lo largo de casi veinte años, modificando entre tanto mucho la idea de la novela, concluida finalmente en 1796 con el título de Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister.

Al interpretar el Quijote como una novela paródica y cómica, pudiera parecer al lector no avisado que emprendemos una línea interpretativa original, a la vista de la abundancia de interpretaciones simbólicas, e incluso esotéricas, disponibles en el mercado. Pero ni pretendemos ser originales ni lo somos, sino que nos insertamos en el seno de una tradición dominante en la crítica del Quijote, tanto en España como en el extranjero, en los siglos XVII y XVIII, incluso siguió siendo hegemónica en España hasta la segunda mitad del XIX, que lo veía como una obra satírica y cómica. Los principales exponentes de la tradición crítica española, tanto los del XVII, como el licenciado Márquez Torres y Nicolás Antonio, como los críticos neoclásicos del XVIII, con Gregorio Mayans y Siscar, Juan Antonio Pellicer y Vicente de los Ríos a la cabeza, concibieron el Quijote como una epopeya o fábula satírica y cómica. Aquí debemos hacer un corto inciso para recordar que hasta fines del siglo XVIII no se generaliza el uso de la palabra «novela» para referirse a las narraciones largas en prosa; en España, «novela» designaba narraciones en prosa breves; de ahí que los analistas neoclásicos, siendo Mayans el primero que así lo hizo, clasificasen el libro cervantino como perteneciente al género de la épica en prosa o de la fábula, aunque en una ocasión se le escapa ya calificar a aquélla como novela («Si la Ilíada es una fábula heroica escrita en verso, la Novela de don Quijote lo es en prosa»); y con Pellicer, ya a fines del XVIII, se vuelve común la clasificación del Quijote como novela. Y esta concepción de la misma como una obra satírica y cómica la continuó Diego Clemencín en el XIX, cuando su denominación como novela ya estaba asentada, enriqueciéndola con la investigación de las alusiones paródicas a los libros de caballerías. Ahora bien, esta tradición crítica, aunque dejó de ser hegemónica a partir de finales del XIX, ha sobrevivido hasta el presente, en el que cabe mencionar como principales representantes a Martín de Riquer, entre los cervantistas españoles, y al británico Anthony Close, entre los extranjeros.

Entre los críticos foráneos sucedió algo parecido: coincidían en concebir el Quijote como una novela cómica, pero al carecer del término «novela» en su sentido actual, a la hora de clasificarlo de forma precisa manejaron vacilantemente diversas denominaciones. Así en Francia, los principales comentadores de la novela cervantina (Daniel Huet, Sainte-Évremont, Rapin y Moreri) de fines del XVII la clasificaron como una sátira y a veces imprecisamente como un «roman», pues esta palabra en aquel entonces no significaba lo que hoy entendemos por novela, sino una ficción en prosa de larga extensión, pero de tema amoroso o heroico; en Inglaterra, el novelista Henry Fielding, al clasificar su propia novela Joseph Andrews de 1742 en el prólogo como un «poema épico en prosa de tipo cómico» indirectamente estaba clasificando así la novela cervantina, pues declara haberla escrito «imitando la manera de Cervantes, autor del Quijote»; en Alemania, Herder, en la línea de Mayans y de Fielding, describió el Quijote como una epopeya cómica, la primera de la literatura europea moderna.

Pero no importa las dificultades que tuvieran en encontrar una palabra que designase con precisión el género literario al que pertenecía el Quijote, todos, españoles y no españoles, lo percibían como una obra de ficción burlesca y cómica, en fin lo que hoy denominamos novela humorística o novela cómica y a nadie se le ocurrió entenderla, como por influencia de la crítica simbólica, sobre todo la de orientación romántica, sucedió más tarde, como una novela alegórica o simbólica. Al final trataremos de explicar el origen de la exégesis simbólica del Quijote, que, a nuestro juicio reside en una serie de sofismas y de errores hermenéuticos, que ya analizaremos entonces.

Nuestro plan es el siguiente. Primero de todo, en una primera parte, nos proponemos demostrar, a través del análisis de los principales componentes literarios de la magna novela, que ésta no es otra cosa que una parodia cómica, que responde, pues, por completo a la intención de su autor y que, por tanto, no se le escapa de las manos convirtiéndose en una novela simbólica. En segundo lugar, desde la interpretación que aquí ofrecemos basándonos en la doble consideración del Quijote como parodia y espejo mimético de la realidad y de la vida nos enfrentaremos críticamente, en la segunda parte, a otras interpretaciones, las más importantes hasta ahora esbozadas. Nuestros criterios nos proporcionan la clave o el canon desde el cual poder evaluarlas. Finalmente, en un último apartado o epílogo trataremos de explicar el origen de las interpretaciones alternativas del Quijote.

 

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