Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org


 

El Catoblepas, número 72, febrero 2008
  El Catoblepasnúmero 72 • febrero 2008 • página 16
Filosofía del Quijote

Interpretar el Quijote

Marcelino Javier Suárez Ardura

Se realiza un comentario del artículo de José Antonio López Calle
titulado «Sobre la interpretación del Quijote»

Interpretar el QuijoteInterpretar el QuijoteInterpretar el QuijoteInterpretar el QuijoteInterpretar el Quijote

1

El Quijote es la obra más famosa de la literatura española. Tanto es así que se ha convertido en el estandarte de nuestra lengua. Pero también es cierto que es una obra polémica, sobre todo por lo que respecta a su significado. El carácter controvertido del Quijote cabría ponerlo ya en sus inicios si interpretamos la disputa con Avellaneda{1} como una discusión no sólo sobre la autoría sino sobre el verdadero Quijote, como diría más tarde Cervantes, lo que implica también una disputa sobre la técnica del artista. Pero el Quijote tiene voluntad discordante por referencia a ciertas instituciones de su tiempo y no sólo a instituciones literarias como podrían ser las historias caballerescas o su coetánea, la novela picaresca.

Sin embargo, la polémica parece haberse polarizado en torno al significado simbólico del Quijote. La historia de sus interpretaciones ya da cuenta de estas disputas entre los defensores del literalismo y los defensores del simbolismo, al menos desde el siglo XVIII, si nos atenemos a las opiniones de Gregorio Mayáns y Síscar quien criticaba a «los que piensan que Don Quijote de la Mancha es una representación de Carlos Quinto» o de Francisco Gómez de Sandoval y Rojas, duque de Lerma{2}. Parece como si Mayáns y Síscar estuviera negando la posibilidad de ver en don Quijote el símbolo de alguna figura histórica –bien que en términos de parodia– pero es difícil interpretar así sus palabras. El ilustrado, aunque prefiere no meterse en camisa de once varas, da una serie de argumentos en la línea de desmentir estas referencias particulares y no otro tipo de referencias en general.

La historia de las interpretaciones simbólicas del Quijote ha venido siendo impugnada desde las trincheras de la filología. Pero las interpretaciones alegóricas resisten y sobreviven incluso a la labor sistemática de expertos francotiradores como pudieran ser Martín de Riquer o Anthony Close. Parece reproducirse aquí la dialéctica entre la Historia filológica de la filosofía y la Historia filosófica de la filosofía{3}.

El libro de Anthony Close, La concepción romántica del Quijote{4}, se inscribe de lleno en esta polémica («fue escrito con intención polémica», nos dice el autor); y como puede comprobar cualquier lector, se procura en él una reducción de las distintas interpretaciones atribuidas a la denominada tradición romántica por la vía del relativismo histórico, como si el contexto de descubrimiento, por sí mismo, tuviese una virtud paralizante, mediante no se sabe qué efecto narcótico, sobre el contexto de justificación. La concepción romántica del Quijote supone un amplio elenco de interpretaciones sobre esta obra maestra caracterizadas, primero, por proceder de las líneas hermenéuticas que habrían trazado los románticos (Schlegel, Schelling, Coleridge, &c.) y, segundo, por suponer una idealización del héroe añadida a la atribución de cierto significado simbólico –hijo de cada una de las épocas en que leyeron sus hermeneutas–. El libro de Close ha tenido mucho predicamento desde 1978 y hay filólogos e historiadores –sobre todo historiadores de la cultura– que lo siguen como un catecismo.

Hasta qué punto siguen siendo, hoy día, pertinentes las interpretaciones denominadas alegóricas es una cuestión que no depende más que de la potencia de esas interpretaciones. Pero los filólogos, parapetados en la negra grafía de la literalidad, seguirán intentando deconstruirlas. La paradoja de este toma y daca –por emplear una expresión coloquial– es que las interpretaciones filológicas con su monótona rapsodia no pueden atenerse con exclusividad a la literalidad de que hacen gala. Esa literalidad no es en resumidas cuentas sino una manera de camuflar la dicotomía entre lo interno y lo externo: las interpretaciones alegóricas introducirían elementos externos que distorsionarían el dibujo que sigue los trazos internos del Quijote. ¿Pero acaso la misma dicotomía entre lo interno y lo externo no es una forma de aberración producto de un mal enfoque? Se trataría, entonces, de impugnar la división que subyace a la crítica de los defensores del literalismo.

2

Coincidiendo con la inauguración de una nueva sección sobre la filosofía del Quijote, en el número de diciembre de 2007 de la revista El Catoblepas, ha aparecido un artículo del profesor José Antonio López Calle en el que se propone una interpretación del Quijote{5}. Este artículo se nos ofrece como la primera entrega de una larga serie (ya se han publicado los dos siguientes, respectivamente, en los números de enero y febrero de 2008{6}) en la que se analizará pormenorizadamente la considerada obra maestra de la literatura universal.

El plan esbozado en este primer trabajo está estructurado en dos partes, dedicada la una a ofrecer una interpretación del Quijote considerado como una parodia de los libros de caballerías (se anuncian cinco capítulos) y la otra a defender su postura hermenéutica frente a las versiones alternativas. Cerrará el autor sus reflexiones con un epílogo en el que pretende analizar las causas de la cristalización de tales alternativas a las que denomina simbólicas o alegóricas.

Ahora bien, sin perjuicio de lo que José Antonio López Calle vaya publicando, y esperando que acometa la clasificación que anuncia para la segunda parte, el artículo con el que inaugura la serie resulta, al menos para quienes estando interesados en la lectura de Cervantes también lo están especialmente en el Quijote y en las interpretaciones sobre el Quijote, particularmente interesante.

Esta primera entrega pone al lector ante otro autor cuidadoso y sistemático, que muestra un conocimiento sobre el Quijote y su contexto nada desdeñable. Entendido como un primer acercamiento a lo que se irá publicando, el artículo de López Calle demuestra ya conocer el Quijote con suficiencia y anuncia de principio a fin que los materiales con los que ha de trabajar han sido analizados exhaustivamente. Pero es doblemente interesante porque el autor –y esto es de agradecer– no oculta las claves de su interpretación. Porque consiste ésta básicamente en la exposición de los criterios hermenéuticos a partir de los cuales pretende analizar y explicar el sentido y significado del Quijote. Se convierte así el primer artículo en una pieza de carácter metodológico casi autónoma.

Sin duda, lo que se vaya publicando se entenderá mejor tras la lectura de la introducción, pero esta introducción, por sí sola, tiene el valor de una pieza metodológica analizable en sus propios términos. No se trata de querer obviar lo que le siga sino de reconocer cierta estructura cerrada en cuanto a las premisas o fundamentos de la interpretación. Por otra parte, el mismo autor la ofrece como un capítulo introductorio de fundamentación y, sin perjuicio de su imbricación en el desarrollo de sus análisis, la considera aparte, en la medida en que nos dice que el cuerpo central estará constituido a su vez de dos apartados. Y así lo hemos visto nosotros, aceptando su carácter preambular, tal como propone el autor.

Nuestro interés por este artículo es el interés por analizar las claves ya no de la interpretación del Quijote –aunque no podamos dejar este asunto de lado por razones dialécticas– sino las claves de la exégesis misma. No daremos un paso en firme si no ponemos a prueba estas claves (de segundo grado). Pero resulta que no siempre aparecen explícitas en el trabajo de López Calle, lo que hace que debamos buscarlas en el ejercicio, en el despliegue de su fundamentación: diremos que están constituyendo el preámbulo, que han de ser presupuestas por el autor para construir la textura hermenéutica a través de la que acometerá el análisis del Quijote. No nos bastará, por lo tanto, con entender su artículo como la construcción de unos cimientos críticos contra esas versiones a las que López Calle denomina alegóricas –incluso entendiendo que «alegóricas» excede aquí el sentido positivo y toma una coloración peyorativa–, habrá que analizar el sustrato donde reposan esas cimentaciones. Para el autor, las versiones alegóricas marran el tiro y –añadimos nosotros apurando su diagnóstico– ni siquiera apuntan a un objetivo verdadero. Serían apariencias de interpretaciones, sin perjuicio de la potencia editorial que aún puedan tener. Pues bien, lo que interesa –lo que nos interesa– es conocer las claves de su interpretación. ¿En qué sentido pueden seguir teniendo validez las explicaciones alegóricas del Quijote? ¿Desde qué criterios se las puede negar? ¿Cuáles son las claves de estos criterios?

3

El estudio de José Antonio López Calle sobre el Quijote se inicia con una reflexión preambular en la que se presentan los planteamientos metodológicos y los presupuestos hermenéuticos de lo que serán una serie de entregas críticas sobre el Quijote y sus interpretaciones. No oculta el autor su propósito de contribuir a la crítica de las interpretaciones alegóricas o simbólicas del Quijote por considerar que utilizan argumentos desmentidos por los hechos mismos atinentes a la magna novela de Cervantes.

El hilo de su exposición comienza reconociendo al Quijote como la novela cumbre de la literatura universal y acaso como la primera novela, y de más alto valor literario en la historia de la literatura. Se trata, como se puede entender, de plantear la importancia universal del Quijote, por ello López Calle vendrá a afirmar que ha sido el metro con el que se habrían medido otras novelas u otros novelistas no menos eximios. La importancia del Quijote obligaría a conceder un puesto de privilegio a Cervantes en la historia de la literatura, en la medida que habría tenido que compararse con otros autores de gran talla dentro de un género literario de creciente prestigio a lo largo de los siglos. Así pues, el valor del Quijote habría sido también el de Cervantes quien sobresaldría como escritor de un libro que iguala y superara a otros, incluyendo la Biblia.

Una obra, el Quijote, en la que los avatares vitales del autor habrían desempeñado un papel de primera importancia. En efecto, la propia biografía de Cervantes formaría parte del contexto, que habría que tener muy en cuenta para explicar determinados hechos de la novela (acaso Barcelona, Roma, Lepanto, Argel, Sevilla, Madrid, Valladolid...{7}), pero sin que quepa reducir la obra a una mera expresión de la vida del autor –«sin abrigar una interpretación autobiográfica de la novela» o «sin incurrir en el vicio opuesto de reducirla a biografía del autor», dirá López Calle–. Mas, en todo caso, «la rica y dolorida experiencia de la vida» de Miguel de Cervantes sí podría dar cuenta de la introducción en «la historia principal» de «otras historias secundarias»{8}.

A partir de este momento el autor comenzará a exponer las claves de su interpretación del Quijote. Serán los presupuestos aquí presentados los criterios hermenéuticos que conducirán, primero, hacia el estudio y análisis de la obra, y, después, hacia la crítica a las interpretaciones denominadas alegóricas o simbólicas. Se reconocerá el hecho de la existencia de «un sinfín de interpretaciones» ya desde el mismo momento de la publicación de la primera parte del Quijote. Habría que citar las interpretaciones en clave cómica (en los siglos XVII y XVIII); con el siglo XIX se impondría la denominada interpretación romántica que, ahora, procedería a mirar al Quijote en clave simbólica, apoyándose en una supuesta ambigüedad atinente a la falta de declaración de principios interpretativos (también supuesta) por parte de Cervantes. Así pues, la ambigüedad de Cervantes (atribuida por parte de los exégetas de la línea simbólica, según López Calle) habría dado lugar a un torrente de intelegencias que llegaría hasta nuestros días: Unamuno, Ortega, Madariaga, Castro o Maravall, entre los de aquí; o Byron, por citar alguno de los de fuera. Sin embargo, las cosas serían en realidad de un modo bien distinto; tan diferente que nos llevaría a rechazar la supuesta ambigüedad cervantina y el simbolismo del Caballero de la Triste Figura. Las interpretaciones denominadas simbólicas o alegóricas incurrirían en parcialidad por no atender a la totalidad de los hechos, esto es: «la totalidad del material disponible sin ignorar prólogos, capítulos ni personaje alguno, por insignificante que nos parezca, de manera que la interpretación que se proponga debe ser capaz de iluminar el conjunto de la obra y cada uno de sus elementos, como componentes del todo de la misma». Este método incluye, además, tener en cuenta la biografía de Cervantes y la historia de la época. De esta manera, quedará sentado uno de los principios metodológicos de la hermenéutica de López Calle. Para el autor, el propio Cervantes habría explicitado con absoluta claridad el propósito de su obra, siendo por ello quizá el único escritor que habría expuesto sus principios intencionales contrariamente a lo que habría venido afirmando la tradición romántica: «la censura de los libros de caballerías con el ánimo de acabar con ellos es el propósito principal del autor constituye verdaderamente el alfa y la omega del Quijote». Arrancando de estos supuestos hermenéuticos, López Calle no tendrá más que poner en marcha la maquinaria analítica y explicativa de su ingenio y comenzar a presentarnos sus tesis. Cervantes es dibujado entonces como un censor de los libros de caballerías –la ambigüedad quedaría despejada– por lo que el significado del Quijote permanece orientado en la inmanencia interna de la esfera de la literatura. Las críticas –aunque esta palabra no aparece en el Quijote– de Cervantes, a través de Alonso Quijano, son críticas literarias y morales, pero el autor, con ellas, buscaría al mismo tiempo la excelencia artística. ¿Pero cómo interpretar aquí el propósito subjetivo de excelencia? ¿Como primero en la intenciones o como segundo?

Cervantes sentirá aversión (término psicológico) hacia las obras de caballería. Una aversión fundada, primero, en razones estéticas y literarias: la locura de Alonso Quijano, creyéndose un tal don Quijote, no pasaría de ser una locura literaria. No habría por qué pensar, entonces, en razones filosóficas, ni por qué ver en determinados pasajes intenciones alegóricas. Después, vendrán las razones de tipo moral. Consecuentemente, López Calle nos presenta un análisis de algunas obras de caballerías (El Caballero Cifar, Tirante El Blanco, Amadís de Gaula) con el fin de refrendar sus argumentos. Y la misma animadversión de Cervantes sería la de aquellos moralistas auriseculares (Andrés Laguna, Melchor Cano, Luis Vives) que criticaban los libros de caballerías centrándose, por un lado, en los hechos de armas (contra los detalles macabros, la crueldad o la ferocidad de los combates) y, por otro, en el tratamiento del amor (contra los amores exagerados, las escenas eróticas –amores lascivos–).

Pero la argumentación toma en este momento otra dirección, porque el Quijote no sólo habrá de ser interpretado como una invectiva contra los libros de caballerías para inducir su aborrecimiento, sino como el nacimiento de un nuevo género literario: la novela. La novela como género realista surgiría así por la necesidad de la parodia; se trataría de ofrecer una pintura especular de las cosas, propósito que también entraría en las intenciones de Cervantes. De forma que habremos de interpretar –si no interpretamos mal– que Cervantes estaría elaborando a la vez una teoría meta-literaria, sobre la esencia de la novela.

Se establecen, pues, dos claves hermenéuticas. En primer lugar, habría que ver el Quijote, dentro de la inmanencia de la esfera literaria, como una parodia orientada a la crítica de los libros de caballerías –no hay simbolismo, no hay alegorías–; en segundo lugar, pero cruzándose con el plano paródico, como una visión especular de la vida humana, es decir, como el surgimiento de la novela realista: «un principio o germen de realismo». Plano paródico y plano de la realidad son los constitutivos explicativos del Quijote.

Si las cosas son así –concluirá José Antonio López Calle– se hace necesario impugnar las interpretaciones simbólicas: las de Valera, Menéndez Pelayo, Navarro Ledesma, Menéndez Pidal, &c. El Quijote, no deberíamos confundirnos, no es una parodia de los símbolos heroicos, es una crítica de las exageraciones literarias de los libros de caballerías. Las intenciones y fines de Cervantes habrían estado claras desde el principio por lo que no hay por qué pensar lo contrario: «que haya creado una obra importante totalmente distinta a lo planeado por él», como habría supuesto la tradición romántica al mantener que «habrían desbordado su objetivo inicial» (como pensaba Schlegel sobre Goethe y Shakespeare).

Hasta aquí, hemos presentado una reexposición del hilo argumental del artículo de José Antonio López Calle. Nos hemos atenido a un dibujo lo más fiel posible a la topografía de su trabajo con el fin de evitar algún tipo de reinterpretación que no siguiese el punto de vista del autor. Esto no significa que renunciemos a reinterpretar su artículo, porque es precisamente lo que pretendemos hacer, si queremos sacar a la luz las claves ya no del Quijote sino de sus presupuestos hermenéuticos. Pero, en todo caso, este primer acercamiento ha de ser lo más próximo a un contorneado, siguiendo el desgranamiento de las ideas del mismo tal como se nos ofrecen; el de la perspectiva emic que le suponemos, sin que ello signifique excluir del todo la perspectiva etic. Partiremos de esta reexposición para iniciar la reinterpretación desde nuestra perspectiva etic teniendo sin duda en cuenta las conexiones pertinentes con el punto de vista emic del propio autor.

4

Ahora bien, supondremos que López Calle, al tratar de presentar los criterios para la exégesis del Quijote o, como él mismo dice, las «claves para la interpretación del Quijote» habrá tenido que ejercer –sin necesidad de explicitar o representar– una serie de presupuestos (ideológicos, epistemológicos, gnoseológicos, &c.) que conformarán, a su vez, las claves de su propia teoría, de su hermenéutica; dicho de otra manera, la explicación que nos ofrece López Calle no podría avanzar un paso sobre el paisaje del Quijote, si, al tiempo, no estuviese provista de unas coordenadas cartográficas coordinadas con los elementos del paisaje en el diseño de la traza general. Son estas coordenadas ejercidas, porque no podemos decir que estén explicitadas del todo en su trabajo, lo que intentaremos deslindar de los accidentes topográficos de su introducción.

Así pues, creemos poder identificar una serie de líneas constitutivas de las claves de su versión. A nuestro juicio, son estas líneas las que dan juego a su comentario sobre el Quijote y las que efectivamente estarían sirviendo de trama a la urdimbre metodológica que ha desarrollado. Supondremos, así mismo, que las claves que cierran la bóveda de su versión están orientadas a mantener las tesis de una hermenéutica que gira sobre la inmanencia de la esfera de lo literario y a despejar cualquier indicio o atisbo de interpretación alegórica. Acaso, la primera línea de esta trama pueda ser identificada como una concepción idealista (autológica) del individuo (sujeto operatorio), en términos de la preeminencia de los finis operantis. Señalaremos, como segunda línea, la defensa de una interpretación del Quijote construida sobre la negación de cualquier explicación alegórica. En último lugar, consideraremos cierta concepción de las relaciones entre las teorías y los hechos, ejercida como mecanismo de protección de las dos anteriores.

José Antonio López Calle tiene en cuenta la distinción entre los finis operis y los finis operantis. Pero la tiene en cuenta para anularla, al menos por lo que respecta a Cervantes y al Quijote. Lo que sería verdaderamente relevante para entender el sentido del Quijote son los finis operantis, es decir, los propósitos de Cervantes. No cabrá introducir ningún tipo de explicación que no se atenga a las declaraciones explícitas del autor. La objetividad relativa a los finis operis, en tanto que finalidad lógica, no serían sino argucias hermenéuticas enfocadas a sostener versiones simbólicas que carecerían del sentido manifestado por los hechos mismos. De manera que los finis operantis, los fines del sujeto Miguel de Cervantes, deberán ser considerados como propósitos «conscientes» y efectivos («Cervantes tenía plena conciencia del significado de lo que iba a ser el Quijote») pues habría sido el único autor, entre los grandes literatos, que habría anticipado sus propósitos, como se pone de manifiesto en el prólogo a la primera parte y en el capítulo final de la segunda parte. A los finis operantis correspondería también la intencionalidad explícita de presentar su obra como una invectiva contra los libros de caballerías («la censura de los libros de caballerías con el ánimo de acabar con ellos es el propósito principal del autor constituye verdaderamente el alfa y la omega del Quijote»). Aun habrá que atribuir a los fines de Cervantes la inteligencia de escribir el mejor libro, el más excelente, lo cual pondría de manifiesto un objetivo genérico de «excelencia» literaria. Así pues, la finalidad con la que Cervantes habría escrito el Quijote estaría meridianamente clara: parodiar los libros de caballerías como fin inmediato ordenado al fin último de tipo didáctico y moral. Ahora bien, el Quijote también pondría de manifiesto y nos permitiría descubrir su orientación a la creación del género literario de la novela. La construcción del género de la novela realista «cuyo propósito es ofrecer una pintura verdadera de la realidad» estaría igualmente entre los fines o propósitos de Cervantes: «Y parece que tuvo conciencia de esto, pues en el pasaje final antes citado, tras declarar el propósito didáctico de hacernos aborrecer los libros de caballerías, concluye contraponiendo a las «fingidas y disparatadas historias» de estos las no fingidas, sino veraces, ni disparatadas, sino mensuradas, «historias de mi verdadero don Quijote»{9}». Estos serían, pues, los fines explícitos de Cervantes en el Quijote. No habría por qué suponer otros fines (finis operantis) que quedasen ocultos como había entendido cierta tradición simbólica. López Calle no sólo se inclina por una interpretación en términos de los finis operantis sino que también rechaza cualquier intento de introducir criterios que tengan que ver con los finis operis. Pero los finis operis tal como son entendidos aquí por López Calle están siendo considerados de manera sesgada, por la negación ejercida desde la plataforma de los propósitos explícitos de Cervantes. Es decir, el rígido interés por mostrar la importancia de los propósitos del sujeto Cervantes acaba absorbiendo a los finis operis, que deberían contar con las anamnesis en las prolepsis{10}, en los finis operantis.

La idea según la cual los hechos que nos ponen ante los verdaderos propósitos de Cervantes nos remiten una y otra vez al Quijote como parodia de las historias de caballerías está íntimamente involucrada en la distinción entre interpretaciones alegóricas –simbólicas– e interpretaciones literalistas. No hay posibilidad de entender el Quijote en los términos de los finis operis; sólo los finis operantis de Cervantes nos conducen a una interpretación recta del sentido del Quijote, una vez descartados los fines personales secretos u ocultos. Así se entiende correctamente la apuesta de López Calle por una versión que tenga como escenario la inmanencia que resulta de considerar a ciertas figuras literarias dadas en una textura de continuidad entre don Quijote y los caballeros imaginarios de la literatura caballeresca. Las interpretaciones alegóricas serían interpretaciones parciales («elevando a la categoría de interpretación general lo que no es sino una interpretación parcial de un aspecto de ella») que no tiene en cuenta que se trata tan sólo de una obra literaria con relación a otras obras literarias («es menester zambullirse en la lectura o escucha para enterarnos del sentido de sus obras»). Así se negará a Unamuno, a Ortega, a María Zambrano, &c. Concluimos, Cervantes creó la obra que quiso crear, sin intenciones alegóricas; nada habría distinto de lo planeado por él: «eso sería lo que estaría afirmando, si se pretende, como hacen muchos en plan conciliador, que el Quijote es a la vez un libro paródico y una alegoría cargada de simbolismo, ya sea éste filosófico, religioso, político o de otra índole». Pero con ello, la clausura de la vía simbólica parece impedir interpretaciones extraliterarias (sociológicas, históricas o filosóficas). Y vistas así, las cosas ¿no tendríamos que decir, acaso, que la esfera literaria está siendo considerada –en el ejercicio– como una esfera megárica que rota sobre su eje con independencia de las fuerzas gravitatorias de otras clases de instituciones que efectivamente se involucrarían e intersectarían sus propios campos con ella?

La tercera línea de la trama hermenéutica de López Calle tiene mucho que ver con cierta concepción de las relaciones entre las teorías y los hechos. Supondremos las distintas concepciones sobre el Quijote a la manera de una textura gnoseológica que involucra un conjunto de alternativas hermenéuticas que pueden ser entendidas como teorías sobre el mismo. Sin entrar ahora en la cuestión de si estas teorías son de índole categorial o filosófica, es menester, sin embargo, advertir que siempre cabe elaborar una teoría sobre la concepción de las relaciones de las teorías con los hechos. En este punto, parece pertinente afirmar que López Calle estaría ejerciendo, según nuestros presupuestos, una suerte de descripcionismo hermenéutico sobre el Quijote. Un descripcionismo que a la postre vendría hacer la función de cinturón protector de las líneas anteriores. Según esta teoría descripcionista una interpretación recta del Quijote no debería introducir teorías que no significasen lo que los propios hechos no estuvieran dictando. Serían los hechos y no las teorías los que pueden arrojar luz sobre el significado del Quijote. Cuando se habla de los hechos, se querrá decir la totalidad empírica relativa a la obra y no ciertos aspectos puntuales o parciales, ni mucho menos asuntos esotéricos indemostrables. Cualquier proposición sobre el Quijote deberá corresponderse con el dictado de los hechos. No habría más que ir a leer o escuchar a Cervantes (por supuesto en el Quijote) para entender con toda claridad lo que significa. Nada oculto se desvela en el Quijote que no pongan de manifiesto los hechos, a su vez manifestados en las palabras de Cervantes. No hará falta reinterpretar las palabras de José Antonio López Calle: «Para interpretarlo correctamente es menester tener en cuenta el conjunto de la obra y no una parte de ella»; lo demás serían versiones poco serias: «Un intérprete serio tiene que tener en cuenta la totalidad del material disponible sin ignorar prólogos, capítulos ni personaje alguno, por insignificante que nos parezca, de manera que la interpretación que se proponga debe ser capaz de iluminar el conjunto de la obra y cada uno de sus elementos, como componentes del todo de la misma».

Pues bien, hasta aquí, quedaría caracterizada la trama que constituye la clave de bóveda, el armazón ideológico, de la interpretación de López Calle. Por nuestra parte, nada tenemos que añadir. Más abajo volveremos a retomar los hilos de esta trama.

5

¿Pero podríamos seguir fingiendo un análisis desde la inmanencia relativa a la esfera filológico-literaria sin relación con otras instituciones involucradas en el Quijote? ¿Y acaso no aparecen ya en el mismo Quijote ciertos contenidos que nos obligan a renunciar a una interpretación en los términos exclusivos que nos propone José Antonio López Calle? Porque, en efecto, la esfera literaria o filológico-literaria obtiene su energía de un entorno constituido por otras esferas extraliterarias (sociológicas, psicológicas, políticas, &c.). Bastaría reconocer esto solamente para mantener la necesidad hermenéutica de desbordar los presupuestos inmanentistas sobre los que se eleva la argumentación de López Calle. Pero también cabría decir que la unidad («el conjunto de la obra», «la totalidad del material disponible») que se nos exige para interpretar el Quijote queda fracturada por las operaciones del mismo Cervantes con relación a otras obras suyas. Y, cuando en el análisis del Quijote consideramos también la totalidad del material, el conjunto de las obras de Cervantes, y otras muchas cosas que ha dejado de escribir, entonces hay que renunciar a una exégesis del Quijote en los términos exclusivos de las referencias literarias. Según esto, sería Cervantes quien estaría desbordando el Quijote al utilizar los tratamientos de ideas que aparecen en el mismo en otras obras suyas. De manera, que la idea de locura, por ejemplo, recurrente en el Quijote queda desbordada por su tratamiento en El licenciado Vidriera; así mismo, la idea de viaje del Quijote habrá de remitirnos (y viceversa) a la idea de viaje ejercida en La española inglesa{11}. Pero incluso al hablar de crítica o de ironía estaríamos obligados a enfrentarnos con una idea de crítica o de ironía que, a su vez, nos remitirán a conceptos extraliterarios. Esto hace que la cuestión sobre la interpretación del Quijote comience a complicarse y a obstaculizar el paso a un tratamiento exclusivamente filológico-literario. Cervantes ejercería determinadas ideas, con independencia de su voluntad, que desbordarían el eje Quijote-novelas de caballerías, y las ejercería tanto más cuanto sus intenciones se les representasen clara y distintamente como la enjuta parodia de aquellas historias fantásticas. Cervantes estaría desbordando constantemente la inmanencia de la esfera literaria, acaso porque esta esfera no podrá ser considerada de suerte que se interprete sin referencia a otras realidades anteriores de las que recibe la energía que le da vigor. Cervantes, en fin, tanto más que un escritor de novelas estaría siendo acaso un filósofo; habría tantos motivos para decir que su obra es una novela como un libro filosófico (filosofía política, epistemología…); porque la tan denostada ambigüedad de don Quijote tampoco se agotaría en la textura literaria que lo sostiene. La misma obra, El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha, contiene internamente una serie de materiales (capítulos, partes de capítulos…) a los que nos remiten aquella realidades extraliterarias (políticas, sociales…) y que, por tanto, presuponen el desbordamiento de la propia inmanencia filológica-literaria. Esto es, hay que suponer dándose a su través contenidos políticos, lingüísticos, sociológicos, &c. de los que se está nutriendo el propio Quijote.

En efecto, así podríamos ver el discurso de las armas y las letras, los capítulos relativos a la expulsión de los moriscos o las alusiones al español –la lengua castellana de Cervantes– como lengua de una sociedad política, de un imperio. Estos tres ejemplos serían materia suficiente para demostrar la rotura de la presa filológico-literaria; pero aún más, para entender que no podrán ser tratados por Cervantes si no le suponemos una cierta preocupación por la monarquía de España, es decir, por la nación histórica española. En otros términos, que el desbordamiento de la textura literaria implica tener en cuenta una serie de referencias anteriores que, a nuestro juicio, estarían pidiendo considerar los problemas de la sociedad política española. Y esta referencia, constituida por la nación histórica, podríamos apoyarla en las propias palabras del bachiller Sansón Carrasco, cuando al referirse a don Quijote dice: «¡Oh honor y espejo de la nación española!»{12}. Se dirá, acaso, que la expresión está proferida con intención irónica y encapsulada en el contexto paródico (caballeresco) que constituye el Quijote. Pero, ironía o no, la frase resulta ser, un fulcro objetivo al que se acoge Cervantes y basta esto para decir que la referencia comienza a ser extraliteraria.

Son estas mismas referencias externas las que estarían sobrepujando para que Cervantes construyese el discurso de las armas y las letras. Porque es a través de este discurso como podemos verificar sus opiniones sobre la guerra. Cervantes estaría –lejos de las interpretaciones que lo sitúan en las directrices del erasmismo– llevando a cabo un desarrollo de la teoría aristotélica de la guerra. El discurso de las armas y las letras nos obliga a ver en el Quijote algo más que la retórica ciega de un hidalgo embebido de novelas fantásticas. Obliga por de pronto, como oportunamente nos hace ver el profesor Pedro Insua Rodríguez{13}, a tener en cuenta otras obras del mismo autor y a enfrentar las tesis que se van desarrollando en ellas con la ideología de la paz poética de Erasmo. De suerte que no puede ser entendido el discurso sin tener en cuenta las cosas mismas de las que trata (las lanzas, las espadas, las armas de fuego). El contexto histórico-cultural está plenamente imbricado en el tejido del Quijote. Cervantes, al construir este discurso, habla con conocimiento de causa y elabora un discurso largo haciendo que don Quijote (el mismo Cervantes) se convierta en un dialéctico.

El discurso de las armas y las letras abarca el capítulo XXXVIII de la primera parte del Quijote, pero tiene sus antecedentes en el capítulo XXXVII. De manera que el discurso de las armas y de las letras es la continuación de un discurso iniciado por don Quijote en torno a la excelencia del guerrero. En efecto, en el capítulo anterior don Quijote dice: «ahora no hay que dudar sino que esta arte y ejercicio excede a todas aquellas y aquellos que los hombres inventaron,...»{14}. Y sigue como discurso de las armas y las letras, en tanto que discurso pensado contra alguien. Lo aclara don Quijote enseguida; en primer lugar, contra quienes dicen que las letras aventajan a las armas, pero, sobre todo, contra quienes incurren en una separación entre cuerpo y espíritu (entendimiento) para justificar la oposición entre armas y letras, la cual se estaría construyendo sobre el andamiaje que resulta del ingenio de sustancializar cuerpo y espíritu. La separación contra la que piensa Cervantes es la separación de dos conceptos que son interpretados formalmente. Don Quijote se opondrá a esta interpretación y, con el fin de reducirla o criticarla, construye todo el discurso de las armas y las letras, que hay que entender, en este sentido, como el ejercicio de un esquema de conexión diamérica.

Para don Quijote, quienes dicen que las letras aventajan a las armas no sabrían lo que están diciendo porque su argumentación se apoya en un razonamiento falso: «Porque la razón que tales suelen decir y a lo que ellos más se atienen es que los trabajos del espíritu exceden a los del cuerpo y que las armas sólo con el cuerpo se ejercitan.»{15} Las armas para estos sólo tendrán que ver con el cuerpo y con la fuerza. Para don Quijote, sin decirlo, ésta está siendo una construcción sustancializada y para demostrarlo argumenta: quienes profesan las armas tienen que ver con la fortaleza, y la ejecución de sus actos se relaciona con el entendimiento; y en el ánimo del guerrero actúan tanto el espíritu como el cuerpo. Así pues, en primer lugar, no se puede reducir las armas al cuerpo y las letras al espíritu, porque en las armas están involucrados tanto el cuerpo como el espíritu. Ahora bien, si la cuestión se suspendiese aquí seguiríamos apresados por un concepto metamérico{16}. Pero don Quijote en la categoría de las armas ve el espíritu dándose a través del cuerpo y, por ello, dice: «véase si se alcanza con las fuerzas corporales a saber y conjeturar el intento del enemigo, los disignios, las estratagemas, las dificultades, el prevenir los daños que se temen; que todas estas cosas son acciones del entendimiento»{17}; así, pues, podemos argüir nosotros, los cuerpos han de estar presupuestos en la conexión de las instituciones.

Por tanto, el espíritu se resuelve en una serie de partes, a saber (instituciones, ceremonias): saber y conjeturar el intento del enemigo, saber las estratagemas, ver las dificultades, &c. El esquema de conexión, pues, supone unas partes concatenadas con otras a través de unas terceras y los cuerpos de los soldados son los nexos de las mismas estratagemas las cuales remiten al entendimiento, es decir, al espíritu. Es cierto que don Quijote afirma en un momento que aquí «no tiene parte alguna el cuerpo». Pero esta afirmación, hay que interpretarla por un lado, en tanto que conexión misma, y, por otro, como un argumento dialéctico, acaso ad hominen, frente a quien dice que el cuerpo agota las armas. Don Quijote dirá, entonces, que también las armas usan del espíritu y que en ese momento no tendría parte el cuerpo. En el fondo, se trataría de la negación del cuerpo pero en el plano de la representación, porque previamente don Quijote ha ejercido con toda solvencia una interpretación diamérica de suerte que tanto «espíritu» como «cuerpo» se acogen a su forma de conjugación. ¿Y al considerar la conjugación entre cuerpo y entendimiento con relación a la guerra, no está diciendo que la guerra pertenece a la esfera de la racionalidad?

Parece que Cervantes al apostar por las armas, lo hace a través de un esquema diamérico de conjugación, lo que, desde nuestro punto de vista, es el ejercicio de un trámite dialéctico que tiene en cuenta a sus rivales ideológicos. Pero estos no son las figuras caballerescas sino la figuras reales de Guevara, Vives y Erasmo. Como vemos, pues, el discurso de las armas y las letras estaría pidiendo en todo momento salir de los márgenes literarios del Quijote para que brote todo su significado. Pero la doctrina sobre la guerra que Cervantes está defendiendo sería la misma que defienden otros en su época como Alonso Ercilla o el padre Mariana. Es necesario entonces tener en cuenta estos argumentos de Cervantes para entender la constante remisión a una sociedad política cuya capa cortical –capa desde la que no sería inaudito interpretar el discurso– supone la institución de la guerra (pensemos en el Cervantes soldado o en el Cervantes espía, según algunos biógrafos).

También en la segunda parte, cuando aparece en el Quijote la figura de Ricote el morisco, se hace necesario tener en cuenta referencias relativas a la sociedad política española. Unas referencias que se dibujan en las capas conjuntiva y cortical de la nación histórica. Cervantes aborda la cuestión de la expulsión de los moriscos por Felipe III. Mas lo que nos interesa es confirmar que, en estos capítulos, hace constante esfuerzo por demostrar que los «moriscos» con los que trata Sancho y de los que cabe exigir o rogar al rey que no sean expulsados son sujetos a los que no se puede atribuir operaciones en contextos de instituciones religiosas discordantes, es decir, que no siguen la fe del Islam. Por tanto nuestro autor estaría ejerciendo los conceptos de instituciones culturales discordantes e instituciones concordantes. Esto instaría ya a tomar partido sobre determinados aspectos que no pueden ser reducidos a los libros de caballerías.

En el capítulo LIV, hallamos a Sancho Panza en busca de su señor don Quijote, tras haber abandonado el gobierno de la ínsula Barataria. Sancho encuentra a un grupo de mendigos entre los cuales resulta hallarse un antiguo vecino que inmediatamente lo reconoce: se trata de «Ricote el morisco» tendero de su lugar. Una vez presentados los personajes, Cervantes se encargará de describirnos a Ricote. Y lo hará con una serie de notas que lo caracterizan como un sujeto institucionalizado en concordancia con la España católica del siglo XVII. Primero, Cervantes nos hará saber que el morisco Ricote habla «en voz muy castellana», que posee «huesos mondos de jamón» que comparte con sus compañeros y que toma vino de una bota propia, «que en grandeza podría competir con las cinco» de sus mismos acompañantes. Más adelante Sancho y Ricote inician apartada conversación que es aprovechada por el autor para volver a insistir: «Y Ricote, sin tropezar nada en su lengua morisca, en la pura castellana, le dijo las siguientes razones». ¿Qué razones serán estas? El autor las expondrá en seguida por boca de Ricote: «Doquiera que estamos lloramos por España»; y esto será así por muchos motivos, pero sobre todo porque en la Berbería no es reconocido como musulmán: «allí es donde más nos ofenden y maltratan» y porque su hija y su mujer son católicas cristianas. Más tarde, y como colofón, sabremos que su familia ha establecido lazos con otras familias católicas cristianas en España.

Veamos ahora el capítulo LXIII, donde nos encontramos con la aventura de la hermosa morisca. En efecto, estamos en la famosa visita de don Quijote a las galeras, en Barcelona. Aquí tiene lugar el apresamiento de un bergantín de corsarios de Argel. En este episodio resulta ser que el arráez del bergantín capturado es la hija de Ricote, Ana Félix, como sabremos luego. De nuevo Cervantes está muy interesado en hacernos ver que este morisco no es tal, y no porque sea morisca sino porque se trata de un sujeto engranado en instituciones religiosas concordantes con el catolicismo hispano. Reparemos en ello, Ana Félix «respondió, en lengua asimismo castellana» y se niega a que sea confundida con un «turco» o «moro» o «renegado» porque se descubre como «mujer cristiana». A partir de aquí, la hermosa morisca tendrá que explicar el porqué de «tal traje» y «tales pasos». La demolición de las instituciones que constituyen su indumentaria requiere relatar su historia personal, que resumimos: cristiana de madre cristiana y padre cristiano, criada con buenas costumbres, habiendo mamado la fe católica en la leche, es decir, desde muy pequeña, de manera que puede manifestar que «ni en la lengua ni en ellas –se refiere a las costumbres– jamás, a mi parecer, di señales de ser morisca». Interrumpimos aquí el sumario de su narración porque lo que sigue no nos interesa para lo que queremos verificar.

Sin duda, Cervantes reconoció la firmeza y la dureza de la expulsión de los moriscos, el sufrimiento personal de miles de familias –como la de Ricote– que quedarían desarraigadas, la injusticia –si se quiere– por la ausencia de una «libertad de conciencia», porque, en efecto, todo esto es tratado en ambos capítulos. Tampoco vamos a negar que en ambos capítulos asistimos a momentos donde se esgrimen razones subjetivas. Pero no es menos cierto que es el mismo autor del Quijote quien está ejerciendo los conceptos de instituciones religiosas concordantes e instituciones religiosas discordantes. Y allí donde pone el dedo sobre la llaga lo hace ejerciendo la defensa de las instituciones concordantes. Y lo que más interesa aún es que lo hace como ejercicio –como hemos dicho– y no como representación. Si hay crítica a la expulsión de los moriscos es porque a río revuelto ganancia de pescadores, es decir, porque se ha expulsado también a quienes ya no lo son. ¿Pero ello no es tanto como concordar con los motivos de la expulsión? Sea o no así, Cervantes ha dado una vuelta de tuerca a las novelas de caballerías y ha transformado su obra en algo que nos obliga a recapitular desde el principio con relación a su interpretación.

También la concepción del español como una lengua histórica, como la lengua de un imperio, con la que se puede llegar a recubrir a otras sociedades induce a pensar en el desbordamiento de las figuras literarias. Ya no se tratará de interpretar al autor a través de los personajes de su novela sino de escuchar al autor mismo. La dedicatoria al conde de Lemos con la que da comienzo a la segunda parte del Quijote, servirá a Cervantes para introducir la cuestión de la fama universal de su obra, pero lo hará en el contexto de una lengua en expansión: «Y el que más ha mostrado desearle [se refiere al Quijote] ha sido el grande emperador de la China, pues en lengua chinesca habrá un mes que me escribió una carta con un propio, pidiéndome o por mejor decir suplicándome se le enviase; porque quería fundar un colegio donde se leyese la lengua castellana y quería que el libro que se leyese fuese el del libro de Don Quijote»{18}. El asunto que expone Cervantes no necesita de mayor aclaración. El emperador escribe nada menos que al mismo Miguel de Cervantes con el fin de fundar un colegio donde se leyese en lengua española. Y propone que esta se enseñe a partir del Quijote. Se dirá con Mayáns que esto no se lo tomaba en serio Cervantes. Sea, pero el ejemplo está ahí además de como un recurso literario como una cuestión que está siendo debatida en la sociedad aurisecular. Francisco de Enzinas en 1543 consideraba que el español era la mejor lengua de las vulgares. El español era una lengua no sólo respetada entre las europeas sino también una lengua hablada en ellas. En la monarquía de los Austrias la lengua española se iba difundiendo, por su propia potencia, en Cataluña y en los reinos de Navarra Aragón y Valencia. Entre 1540 y 1560 la literatura española se difunde en toda Europa acompañada por una ola creciente de traducciones que serán también el canal por el que se propaga la idea de la perfección de la lengua española{19}.

En suma, podremos decir que Cervantes recoge un asunto que está sobre la mesa, con ironía o sin ella. Ello nos conduce a entender la cuestión como penetrando en el Quijote desde las cosas mismas y ordenándose ya no desde una supuesta lengua universal sino desde la lengua de Nebrija. ¿Pero no estamos, con este planteamiento, apuntando a un asunto que toca de lleno la capa cortical de la sociedad política? ¿Y que decir de la referencia geopolítica constituida por China? El emperador habla la lengua chinesca: ¿Acaso una vez hecha la alusión podemos prescindir de las controversias jesuíticas sobre la necesidad de hacer la guerra a China? China, junto con Japón y los pueblos de la India Oriental ya eran objeto de penetración evangelizadora desde la primera mitad del siglo XVI por medio de religiosos portugueses e italianos entre los que la Compañía de Jesús va adquiriendo un papel importante desde fechas tempranas. En 1549 se había iniciado la penetración en Japón y en 1570 se planificaba la entrada en China a partir de la base portuguesa de Macao. En 1582 los jesuitas obtuvieron un terreno en Zhaoquing desde el que se propuso la introducción sistemática. Dentro de la Compañía existían corrientes con opiniones divididas sobre la eficacia de la penetración. El jesuita español Alonso Sánchez defendía en su memorial la necesidad de hacer la guerra a China para difundir el Evangelio. Este memorial dio lugar a una fuerte polémica interna en la que terció el padre Acosta argumentando que no hay una regla universal en la forma de evangelización, es decir, que no son lo mismo las sociedades «bárbaras letradas» que las sociedades o «pueblos salvajes». En fin, ¿no fue el mismo gobernador de Filipinas, Francisco de Sande, quien, en 1576, presentó a Felipe II un plan para conquistar China? (un proyecto que el rey rechazaría en 1577).

Así pues, la cuestión de la enseñanza de la lengua castellana o española fue algo más que una ocurrente ironía; algo que no paso desapercibido para Gregorio Mayáns y Síscar a pesar de su «lectura en clave cómica»: «fue tan grande y tan universal el aplauso que mereció esta obra, que muy pocas han logrado en el mundo tanta, tan general y tan constante aprobación. Porque hay libros que sólo se estiman porque su estilo es texto para las lenguas muertas; otros a quienes hicieron célebres las circunstancias del tiempo y, pasadas aquellas, cesó su aplauso; otras que siempre se aprecian por la grandeza del asunto. Y las de Cervantes, teniéndole ridículo, siendo ahora menos extendido el dominio español y estando escritas en lengua viva reducida a ciertos límites, viven y triunfan a pesar del olvido, y son hoy en el mundo tan necesarias como cuando salieron a la luz por primera vez»{20}.

6

Se entenderá ahora que el desbordamiento de la textura literaria del Quijote nos permita tener en cuenta –sin que los introduzca el intérprete de manera gratuita– una serie de contenidos a los que de una forma u otra está aludiendo Cervantes. Y, si esto es así, también se puede decir con toda pertinencia que tales contenidos no tienen por qué haber sido vistos por Cervantes con toda la claridad que exige López Calle. Y ello, porque el Quijote, en cuanto ingenio objetivo, es una institución cultural compleja que nos remite a través de las prolepsis de Cervantes a ciertas anamnesis que ya estarían suponiendo otras instituciones culturales entre las cuales sin duda no habría por qué descartar a los libros de caballerías.

De suerte que lo que acabamos de decir nos permitirá recuperar el sentido de los finis operis. Pero los finis operis tal como los había entendido López Calle aparecían de manera sesgada: «suelen argüir que los hombres no siempre controlan lo que hacen y que a veces crean algo distinto de lo que habían planificado». Sea –dirá López Calle– pero no será lo mismo en la actividad artística porque es constitutivamente individual y no colectiva como ocurre en la acción social o histórica: «(y por tanto, el control del resultado depende de uno solo y no de un colectivo, en cuyo caso disminuyen las posibilidades de control de las desviaciones del plan fijado y aumentan en el caso del artista individual)». Pero nosotros aquí vemos un sesgo metafísico consistente, primero, en suponer la relación entre los finis operis y los finis operantis de forma sustancializada. La cuestión está en que es la misma obra la que en sus engranajes objetivos y en sus referencias va concatenando la libertad del artista. Los finis operantis nos ponen ante las prolepsis del sujeto operatorio –en nuestro caso Cervantes– que supondrá subjetivamente que el Quijote es una obra suya («Para mí sola nació don Quijote y yo para él»); pero hay que advertir que si afirma lo que afirma es porque están actuando ya los finis operis –o sea, Avellaneda, por ejemplo–, que responden a una finalidad lógica.

La dificultad que plantea José Antonio López Calle resulta, en segundo lugar, de concebir la dicotomía individual/colectivo, de nuevo, de forma sustancializada. Pero los individuos están tan engranados en lo colectivo que resultan ser su misma sustancia, sin que esto signifique que no se pueda disociar. En todo caso, tampoco cabe suponer a Cervantes como un individuo, que construye una obra como el Quijote, en una especie de burbuja desconectada del entorno histórico-cultural. Ni en las llamadas artes plásticas cabe suponer esto (Velázquez, Goya, &c.). Y de la misma manera que una pintura supone docenas de bocetos que no aparecen en la obra final, pero que se entienden a partir de ella, una obra literaria supondrá cientos de cuartillas que no salen a la luz, y también contenidos de otras obras del mismo autor. Es decir, el mundo heredado por el autor del Quijote constituirá igualmente parte del Quijote a efectos de su interpretación. Y esto nos permitirá poner en duda «la acción individual» tal como esta siendo planteada por López Calle. Pues, en efecto, «la acción individual» está atravesada por líneas objetivas que se cruzan en ella, y desde las cuales tal acción no será ni más ni menos que el lugar de cruce de estas líneas. En todo caso, la relación entre los finis operis y los finis operantis debe verse como una relación diamérica.

Una vez desbloqueado el paso a la consideración de los finis operis –sin tener que argumentar necesariamente con propósitos individuales ocultos o secretos– no hay razón para dejar de lado las interpretaciones en un sentido alegórico. No podremos seguir manteniendo la tesis inmanentista según la cual la única referencia del Quijote –interpretado como símbolo autogórico– es la constituida por los libros de caballerías. Porque, como hemos visto, habría sido el propio Cervantes quien introduce otras referencias en su obra que al hilo de la construcción del Quijote irían quedando concatenadas en el engranaje circular de la misma. Unas referencias que suponen el ejercicio de ideas filosóficas –aventura, viaje, locura– ya no sólo en el Quijote sino en otras obras suyas; y que piden tener en cuenta de una manera singular el espacio antropológico en el que habrá que considerar ciertas referencias históricas y geográficas muy precisas. Referencias que José Antonio López Calle está reconociendo al recurrir él mismo al contexto histórico y a la vida de Cervantes («Naturalmente, puesto que una gran obra, como la que tenemos delante, se nutre de la vida del autor y de la de su época, el conocimiento de la biografía de Cervantes y de la historia de su época son instrumentos iluminadores que también se han de tener en cuenta.»). Pero López Calle no saca todo el partido que debiera de estas afirmaciones porque su concepción de las relaciones entre los finis operis y los finis operantis, por un lado, y su interpretación antialegórica del Quijote le impiden proseguir por esta línea, agostando las potencialidades fertilizadoras del mismo. Y, vistas así las cosas, la parcialidad es imputable ahora a López Calle porque no estaría teniendo en cuenta la textura gnoseológica e institucional involucrada en el Quijote. No se trataría de negar a Ortega o a Unamuno sus versiones en tanto que herederos de la tradición romántica, arguyendo que sus tesis se salen de la inmanencia de las figuras literarias recreadas en el Quijote sino de enfrentar sus concepciones a otras u otra con mayor capacidad exploratoria; y acaso de negar el mismo concepto crítico de concepción romántica del Quijote.

La concepción de las relaciones entre las teorías y los hechos que suponemos está siendo ejercida por José Antonio López Calle debe ser identificada con el descripcionismo. Pero este descripcionismo al que se acogen las tesis nucleares de López Calle es completamente impracticable si nos atenemos al dictado que legisla sus planteamientos analíticos, a saber: «tener en cuenta el conjunto de la obra» y no «ignorar prólogos, capítulo ni personaje alguno». Porque desde el momento en el que estamos atribuyendo a Cervantes, por ejemplo, «la creación de un nuevo género cual es la novela realista» estamos faltando a los hechos e introduciendo teorías donde no corresponde. Luego los presupuestos descripcionistas se desmoronan en el mismo momento de ponerlos en práctica. Lo que está ocurriendo aquí es que López Calle no tiene en cuenta el dialelo según el cual sólo desde Galdós, Clarín o Blasco Ibáñez cabrá ver en el Quijote el origen de la novela realista. No decimos que el Quijote no sea el germen de la novela realista –cuestión en la que no queremos entrar ahora– lo que negamos es que esta teoría se desprenda de los hechos del Quijote. Pero en todo caso, cuando López Calle recoge ciertos pasajes de la obra para apoyar sus tesis –aceptando la excepción de los prólogos y acaso el final del capítulo último de la segunda parte– también ha de suponer la teoría según la cual por boca de determinados personajes está hablando Cervantes. ¿Por qué no suponer en estos casos que determinadas opiniones de ciertos personajes se explican como relaciones entre términos inmanentes al campo literario que constituiría el Quijote? Así pues, el descripcionismo falla, los hechos no hablan por si solos sin la conjugación y engranamiento con las teorías; o, dicho en los términos de López Calle el conjunto de los materiales relativos al Quijote es más que el conjunto de la obra. Existen más cosas que lo escrito; el Quijote obliga a suponer también lo no escrito. No se trata de no ignorar prólogos, capítulos ni personajes sino también otra serie de instituciones culturales que ya estaban siendo las condiciones previas que desbordaban, en el sentido de los finis operis, al propio autor.

7

José Antonio López Calle trata de ofrecer una interpretación del Quijote ateniéndose a la textura filológico-literaria de esta obra. Sin duda, entran en consideración otros materiales en su exégesis (los relativos a la vida del autor y el contexto social) pero siempre en la medida en que guarden un significado con relación a la inmanencia literaria de la que venimos hablando. Mas la plétora institucional que constituye el Quijote –tal nos parece– se resiste a una interpretación como la suya.

Los «hechos» del Quijote cubren un espectro mucho más amplio del que considera López Calle. Esta obra cumbre involucra contenidos institucionales que desde una perspectiva gnoseológica pueden agruparse en contenidos sintácticos, semánticos y pragmáticos. Así la concepción del Quijote nos permite desbordar la reducción formalista que supone restringirse al eje Quijote-libros de caballerías, y tener en cuenta otros contenidos como referencia de las «figuras literarias» de Cervantes.

La restricción que supone la exclusiva interpretación del Quijote en términos de una parodia a los libros de caballerías –con o sin crítica moral de por medio– supone a nuestro juicio, una versión formal en la medida en que a la postre el Quijote quedaría reducido a la formalidad de un juego sintáctico entre estas figuras literarias. Se hace necesario pues plantear una suerte de explicación que no cercene metodológicamente el paso a los análisis en los términos denominados alegóricos. Esto no tiene por qué significar arbitrariedad o gratuidad. Se trataría de tener las herramientas adecuadas para enfocar correctamente al conjunto de los materiales. Habrá que suscribir aquí las palabras de Gustavo Bueno: «No dibujó Cervantes la figura de un héroe con los trazos groseros y primarios según los cuales fue dibujada a lo largo de los siglos la figura del rey Arturo, o la de Amadís de Gaula. El procedimiento de Cervantes fue más sutil y, sin duda por ello, sus resultados más ambiguos»{21}.

Acaso quepa decir que el propio Cervantes no quiso esclerotizar al hijo de su entendimiento introduciendo por ello en su obra contenidos que obligan en todo momento a sobrepasarla y, por ende, a mantenerla viva. Habría hecho aquí Cervantes lo mismo que Sancho ante el dilema de «la puente». Sobre el río hay un puente y en un extremo una horca y una casa de audiencia con varios jueces que habrán de juzgar a quien pretenda cruzarlo de una parte a otra, ahorcando a quien faltase a la verdad y dejando pasar a quien no mintiese. Pero Sancho habrá de juzgar a un hombre que «juró y dijo que para el juramento que hacía que iba a morir en aquella horca que allí estaba, y no a otra cosa». El lector conoce de sobra el pasaje. El caso nos pone ante un dilema en el que no es posible, ateniéndonos a la forma, dividir por la mitad. La lógica del formalismo inmanentista del profesor José Antonio López Calle condenaría a la horca a toda interpretación tildada de alegorista. Pero nosotros creemos con Sancho –y, sin duda, con Cervantes–, ateniéndonos al criterio del conjunto de los materiales expuestos, que vale más que se salve un «mentiroso» a que muera un inocente.

Laviana, 14 de febrero de 2008

Notas

{1} Tras la publicación del Quijote de Avellaneda, la disputa con Cervantes no se hizo esperar y, en la segunda parte de su Quijote, Cervantes no sólo le discutirá la autoría del verdadero Don Quijote sino la cualidad de mejor obra. En el prólogo a esta segunda parte, Cervantes se despachará a gusto, aunque sea de forma tan discreta como siempre se ha admitido.

{2} Gregorio Mayáns y Síscar, Vida de Miguel de Cervantes Saavedra, Cátedra, Madrid 2005, pág. 112.

{3} Gustavo Bueno, La metafísica presocrática, Pentalfa, Oviedo 1974.

{4} A. Close, La concepción romántica del Quijote, Crítica, Barcelona 2005.

{5} José Antonio López Calle, «Sobre la interpretación del Quijote», en El Catoblepas, nº 70, diciembre 2007, pág. 9.

{6} Nuestro comentario se ceñirá exclusivamente a la teoría expuesta en esta primera entrega.

{7} Véanse M. Fernández Álvarez, Cervantes. Visto por un historiador, Espasa Calpe, Madrid 2005. & M. de Riquer, Para leer a Cervantes, El Acantilado, Barcelona 2003.

{8} Hay que entender en este punto que la distinción entre historia principal e historia secundarias no obedecería sólo a una convención tópica en la literatura sobre el Quijote sino que serían los mismos presupuestos que inspiran la reflexión de López Calle los que invitarían a discriminar entre estos dos conceptos.

{9} Creemos conveniente advertir al lector del hecho según el cual los entrecomillados que aparecen en el texto de José Antonio López Calle, relativos al Quijote no siempre se corresponden con la literalidad del mismo. Evidentemente el autor tiene libertad de entrecomillar lo que cree conveniente, pero, en todo caso el contexto parece querer hacer hincapié sobre la literalidad, y esto puede llevar a confusión.

{10} Gustavo Bueno, «Ensayo de una teoría antropológica de las ceremonias», en El Basilisco, nº 16, Septiembre 1983-Agosto 1984, págs. 8-36.

{11} A este respecto véase J. G. Maestro, Las ascuas del Imperio. Crítica de las Novelas Ejemplares de Cervantes desde el materialismo filosófico, Academia de Hispanismo, Vigo 2007.

{12} Gustavo Bueno, España no es un mito, Temas de hoy, Madrid 2005.

{13} Pedro Insua Rodríguez, «Guerra y Paz en el Quijote I», en El Catoblepas, nº 59, enero 2007, pág. 12, & «Guerra y Paz en el Quijote II», en El Catoblepas, nº 68, octubre 2007, pág. 10. En esta misma línea véase también Bueno, España no es un mito, Temas de hoy, Madrid 2005.

{14} Cervantes, Don Quijote de la Mancha, Edición de Francisco Rico, Crítica, Barcelona 2001, parte I, cap. XXXVII, pág. 442.

{15} Ibidem.

{16} Gustavo Bueno, «Conceptos conjugados», en El Basilisco, nº 1, marzo-abril 1978, págs. 88-92.

{17} Cervantes, Don Quijote de la Mancha, ed. cit., parte I, cap. XXVII, pág. 443.

{18} Cervantes, Don Quijote de la Mancha, ed. cit., parte II, Dedicatoria al Conde de Lemos, pág. 622.

{19} Véanse: L. González Antón, España y las Españas, Alianza, Madrid 1997 & A. Feros & J. Gelabert (dirs.), España en tiempos del Quijote, Taurus, Madrid 2004.

{20} Mayáns y Síscar, Opus cit., pág. 84.

{21} Bueno, España no es un mito, Temas de hoy, Madrid 2005.

 

El Catoblepas
© 2008 nodulo.org