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El Catoblepas, número 73, marzo 2008
  El Catoblepasnúmero 73 • marzo 2008 • página 1
Cine

El Exorcismo de Emily Rose
como caso de cine religioso

Iñigo Ongay

Comentarios en torno al filme El Exorcismo de Emily Rose,
dirigido en 2005 por Scott Derrickson

La energúmena alemana Anneliese Michel (1952-1976)

0. Presentación: El caso de Anneliese Michel ante el «cine religioso»

El primero de julio de 1976, Anneliese Michel, una joven alemana que desde 1968 había venido padeciendo «extrañas» y «enigmáticas» convulsiones así como todo tipo de alucinaciones visuales y auditivas aderezada con motivos diabólicos particularmente aterradores, fallecía en la ciudad bávara de Klingengberg am Main tras el ritual de exorcismo al que había sido sometida de la mano del Padre Arnold Renz con el preceptivo permiso del Obispo de Wuzburgo, Josef Stangl. En efecto, y durante los diez días que duraron tales rituales, la joven habría, al parecer, llegado a declarar que los espíritus inmundos que la poseían no eran otros que aquellos mismos vivientes incorpóreos que en su momento habrían podido enseñorearse de los cuerpos de Judas Iscariote, Nerón, el mismísimo Adolf Hitler, &c., además de «un deshorando sacerdote franco del siglo XVI», recalando, tras este muy particular periplo histórico-turístico, tales espíritus infernales en el inocente cuerpo de Anneliese a la que obligaron, durante los ochos años que duró la posesión, a ejecutar pautas conductuales tan pintorescas como puedan serlo, por caso, alimentarse de insectos, beber su propia orina o destruir todos los crucifijos de su casa.

De hecho, así las cosas, y como el tratamiento que le había sido asignado en la clínica psiquiátrica de Wuzburgo no arrojase frutos con la celeridad esperada, la familia de Anneliese decidió poner su caso en manos de las autoridades católico romanas de este lander sureño, iniciándose de este modo el exorcismo que, según pudo dictaminar dos años después la justicia alemana, terminaría por conducir a la tumba a la misma «energúmena», falleciendo ésta a consecuencia de la desnutrición y la deshidratación propiciada por la negligencia irresponsable de sus padres y de los buenos clérigos que se hicieron cargo de su caso a pie de lecho.

«Homicidio por negligencia»: ésta fue ciertamente, la sentencia emitida por el tribunal que se ocupó de enjuiciar el caso de Anneliese Michel, y también, nótese, el dictamen ejercitado por la propia Conferencia Episcopal alemana que, haciendo valer sin duda alguna el racionalismo propio de tradiciones como la tomista, &c., nunca desde entonces ha cesado de insistir, por activa y por pasiva, en que la joven Michel no estaba, de hecho, verdaderamente poseída por demonio alguno{1}; extremo este que, en todo caso, no ha sido suficiente según parece para evitar que la «tumba de Anneliese» en Baviera haya podido convertirse, pasadas tres décadas, en un verdadero foco de peregrinaciones de teístas católicos convencidos de que los muchos tormentos padecidos por la joven a mano de los seis demonios deberían ser suficientes para acreditar su candidatura a la canonización a la manera de una suerte de nuevo «San Antonio atormentado por los ángeles de la ponzoña». No nos consta en cambio, que la Congregación para la Causa de los Santos –sin perjuicio de operar ahora bajo el reinado de un Papa alemán– haya comenzado, al menos de momento, a movilizar semejante expediente.

Sea como sea, el caso de Anneliese Michel ha proporcionado la inspiración necesaria a dos películas muy recientes, encuadrables bajo el género de «cine religioso» al menos por la índole, digámoslo así, «diabólica» (contraria sunt circa eadem) de sus contenidos: nos referimos a El Exorcismo de Micaela (Requiem, Alemania 2006) de Hans Christian Schmidt, así como al film norteamericano El Exorcismo de Emily Rose dirigido en 2005 por Scott Derkickson, a cuyo análisis pretendemos aplicarnos en el presente trabajo. Dos películas que, justamente por aparecer como «basadas en hechos reales», tal y como por cierto se encargan de recordarlo formal y explícitamente sus propios «autores» en los títulos de crédito, ratifican del modo más preciso la relación interna que mediaría, a nuestro juicio{2}, entre el «cinematógrafo» y en particular el «cine religioso» y la misma Idea de «verdad», una relación que –tal el diagnóstico que saca adelante Gustavo Bueno contra el formalismo cinematográfico en su obra La fe del ateo– ni siquiera habría de quedar reducida a los componentes tecnológicos característicos del propio cinematógrafo, sino que habrá de ser referida prima facie a los componentes semánticos movilizados por las imágenes –es decir, los fotogramas– entre las que la propia «narración» ofertada por ambos filmes queda engranada, una narración que, interpretada como dada al margen de toda conexión intencional (no efectiva, como es el caso de la televisión formal{3}) con la realidad externa a la sala de proyecciones, quedaría enteramente disuelta en cuanto tal, reducida, como lo sostiene Gustavo Bueno, «a la condición que conviene a las secuencias alucinatorias de un demente aquejado de agnosia total»{4}. Ahora bien, así las cosas, cabe preguntarse, ¿cuáles son exactamente los componentes semánticos que figuran en la narración ofrecida por la película de Derrickson y cuya referencia interna a la realidad «exterior» a la propia pantalla cinematográfica comenzamos por reconocer inexcusablemente? Veamos.

El Exorcismo de Emily Rose (Scott Derrickson 2005)El Exorcismo de Emily Rose (Scott Derrickson 2005)

1. El Exorcismo de Emily Rose: la trama

Pues bien, la versión cinematográfica de Derrickson en torno a la masa de «fenómenos extraños» sucedidos en Klingengberg en la década de 1970 da comienzo precisamente con el arranque de la causa judicial emprendida contra el Padre Moore (interpretado por Tom Wilkinson) a consecuencia de la muerte, durante un ritual exorcista, de Emily Rose, una joven norteamericana proveniente de la católica Nueva Inglaterra quien desde su ingreso en la universidad habría comenzado a padecer los indicios inequívocos de una posesión diabólica. Curiosamente, y tal y como nos lo presenta la narración, el proceso contra Moore será sacado adelante por el fiscal Etham Thomas, al que los guionistas del filme nos pintan como un «hombre de fe» (en concreto, diremos, de fe metodista). La defensa del sacerdote corre, en cambio, por cuenta de Erin Bruner (Laura Linney), una ambiciosa abogada «agnóstica» en busca de un sonado éxito judicial que le ayude a «imprimir su nombre», como socia, en la firma para la que trabaja.

A lo largo del proceso, sin embargo, y ésta es la estrategia narrativa adoptada por el autor de la película, los «papeles», por así decir, parecen trocarse, puesto que será el fiscal, sin perjuicio de su condición de teísta terciario o precisamente por ella (es decir, por tratarse de un creyente adscrito a una modulación de la fe cristiana diferente a la profesada por el Padre Moore y al que acaso no haya razón para suponer vocación ecuménica alguna hacia los papistas) quien trate de defender la posición según la cual la sintomatología manifestada por Emily respondía etiológicamente a un foco epiléptico situado en el lóbulo temporal izquierdo mientras que los espectadores contemplan, y este es el sentido del intercambio de papeles, a la agnóstica abogada defendiendo la «posibilidad» de que los fenómenos enigmáticos de los que tenemos noticia por medio de constantes flash backs (entre otras muchas: contorsiones, agarrotamientos de las extremidades de la muchacha, anorexia nerviosa, &c., además de las obligadas situaciones de sansonismo, de xenoglosia, &c., que son de rigor en estos casos) se deban, realmente, a la posesión de Emily por parte del mismo Lucifer entre otras inteligencias separadas. Para apuntalar semejante interpretación del caso, la abogada Bruner acude a la autoridad de uno de sus «peritos», una antropóloga de campo seguidora de la «estrategia de investigación fenomenológica» de Carlos Castaneda{5}, que atestigua ante el tribunal, hablando se supone que completamente «en serio», la condición «hiper-sensible» de Emily Rose, una condición que, igual que al don Juan yaquí del que nos habla el etnólogo californiano, le haría capaz de entrar en contacto con niveles de realidad no ordinarios, &c. Obviamente si este fuese el caso, entonces nadie podría acusar al Padre Moore de responsabilidad alguna en la muerte de su feligresa, ni siquiera si fuese así que el clérigo desaconsejó a Emily continuar con el tratamiento anti-epiléptico que le habría sido recomendado por los neurólogos que le atendieran tras su primera «crisis obsesiva».

Ahora bien, tras haber asistido a las revelaciones del Padre Moore quien nos relata desde su particular perspectiva emic el episodio del exorcismo al que se vio sometida la muchacha, la segunda declaración del propio Moore ante el tribunal depara al jurado una nueva carga de profundidad verdaderamente sorprendente, a saber: según la propia Emily dejara escrito, de «su puño y letra», en una carta encomendada a su párroco, la Santísima Virgen Teodocos en persona se le apareció a la joven tras la terrible noche del exorcismo para manifestarle un mensaje muy parecido al siguiente: «Los demonios no abandonarán tu cuerpo Emily. Puedes venir conmigo ahora o puedes decidir seguir sufriendo hasta el final en cuyo caso tus padecimientos servirán al Cielo pues muchos comprobarán cuál es el poder del maligno de cuyas arteras acechanzas, sólo mi Hijo puede proteger al hombre.» Y claro, así las cosas, Emily en su nueva condición de «evangelizadora» de la humanidad, no pudo decidir sino apurar el cáliz de la posesión hasta sus últimas consecuencias, dando muestras, eso sí, del ejercicio de las virtudes cristianas en un grado de heroísmo que nadie puede pretender desconocer, con lo que, según se atreve a asegurar el propio Padre Moore: «imagino que algún día será reconocida como santa».

En estos términos se desarrolla la última declaración del Padre Moore ante el tribunal de justicia que está conociendo su causa. Llegados a este punto, ¿cuáles serán las conclusiones de la defensa? No sin duda –al menos directamente– que el Padre Moore acierta en su «diagnóstico» demonológico sobre la situación de Emily, puesto que ni siquiera ante el trámite de «elevar la causa a definitivas», la abogada Bruner se separa un milímetro de la postura que cuadra a una «mujer con dudas»; no, la conclusión final de la parte defensora no será sin duda tan sencilla como todo eso, limitándose en cambio a constatar que aun cuando nunca podamos llegar a saber, a ciencia cierta, a qué carta quedarnos en lo concerniente al caso de Emily Rose, esta incertidumbre da de sí lo suficiente como para permitir que aflore la «duda razonable» en torno la inocencia del Padre Moore puesto que en efecto, como se pregunta Bruner ante la atenta mirada de los doce miembros del jurado: «¿Es un hecho que Emily estaba tocada por Dios y que tras el exorcismo decidió sufrir hasta el final para que creamos en un mundo más mágico? Yo no puedo decir eso, pero la cuestión es: ¿es posible?»

Y efectivamente. La «duda razonable» propuesta por la abogada parece hacer mella en el jurado hasta el punto de que éste, finalmente y a título, imaginamos, de «sorpresa narrativa de última hora», sentencia de un modo tan salomónico como significativo, a saber: el Padre Moore es declarado culpable de homicidio por negligencia, recomendando sin embargo, los doce ciudadanos que representan la justicia republicana una condena de tiempo ya cumplido: «Es usted culpable Padre... puede marcharse cuando quiera», apostilla la magistrada entre los gestos triunfales de Erin Bruner y su equipo.

2. El Exorcismo de Emily Rose desde el plano fenoménico: el efecto Rashomon

Pues bien, se advertirá en este sentido que, precisamente dada la circunstancia de que la trama que se narra en El Exorcismo de Emily Rose aparece trenzada ante todo según los cánones propios del género cinematográfico que suele consignarse bajo el rótulo de «thriller judicial», cabrá efectivamente suponer que la película de referencia sólo podrá ser considerada –y ya sería bastante– como un ejemplo del género «cine religioso» en sentido material, pero no formalmente.

En efecto, por mucho que los contenidos sobre los que la propia «intriga judicial» se desarrolla presenten efectivamente una coloración religiosa, ante todo de signo terciario, muy acentuada (presencia de presbíteros católicos, constantes referencias a la archidiócesis que corre con la minuta de Bruner, exorcismos, apelaciones al rituale romanum, &c.); una tal coloración, sin embargo, sea cual sea la importancia que pueda atribuírsele, apenas haría mella sobre la estructura misma de la propia trama en la medida en que esta podría, al menos por hipótesis, girar sobre otros contenidos de naturaleza muy diferente{6}.

A esta impresión coadyuvaría, por lo demás, el hecho, suponemos que en absoluto casual, de que los episodios propiamente religiosos de El Exorcismo de Emily Rose aparecen en todo momento ofrecidos por la narración in obliquo, mediante el constante uso de secuencias de flash backs a la manera de una suerte de sombreado, por así decir, externo, epidérmico, superficial, respecto de los epidodios judiciales propiamente dichos, expuestos en su caso, de manera directa (in recto).

Sin embargo, este diagnóstico resultaría, nos parece, enteramente gratuito dado, entre otras cosas, que precisamente la «presencia» de los contenidos religiosos de referencia, por más que éstos mismos en modo alguno puedan reputarse de ubicuos a lo largo del filme, al menos en sentido formal (puesto que la trama, insistimos, se despliega en muy buena medida antes en una sala de justicia que en un salón parroquial, por decirlo así), sin embargo siempre deberá ser reconocida como dominante respecto de la propia peripecia judicial que compone la narración principal. Por decirlo de otro modo: las secuencias entrelazadas in recto en la pantalla sólo al través de las expuestas in obliquo pueden estimarse como dotadas de un sentido preciso a efectos narrativos, dado que justamente es sobre la «materia religiosa» (particularmente, desde luego, sobre el ritual de exorcismo al que alude, dicho sea de paso, el propio título del filme) canalizada por los flash backs que el propio «jurado» debe emitir un veredicto. En esta dirección, cabe sin duda decir que los contenidos religiosos, efectivamente, aun cuando comparezcan como episódicos respecto de la trama judicial de referencia, constituyen por así decir «el cuerpo del delito» de la misma.

Un «cuerpo del delito», y esto nos parece lo fundamental a efectos de hacer justicia a la estrategia cinematográfica que se abre paso en la narración, ante el cual los mismos espectadores se ven obligados, por la propia estructura de la película, a adoptar un «vere-dicto» (esto es, una decisión sobre su verdad ) en todo análogo al establecido por el jurado, conduciéndonos de esta manera los guionistas a tomar partido –aunque, eso sí, en una dirección diríamos, aparentemente «agnóstica»– en lo concerniente a la «verdad» o «falsedad» de los contenidos del relato del Padre Moore tal y como estos mismos aparecen expuestos en la secuencia de flash backs de las que hablamos, quedando suspendido por lo tanto, el juicio –con todo lo que una tal suspensión lleva aparejada– en torno a dichos valores de verdad.

Ahora bien, la verdadera cuestión reside en rigor en lo siguiente: esta suspensión del juicio, sobre la que se fundamenta a la postre la estrategia defensiva de la abogada Bruner, sólo puede salir cinematográficamente adelante mediante una metodología narrativa que guarda analogías muy precisas con la empleada magistralmente por Akira Kurosawa en su película Rashomon (Japón 1950) puesto que ahora, la propia presentación de los «hechos» que se enjuician, a través del relato emic del Padre Moore, forzará al jurado presente en la sala de justicia, pero también al espectador presente en el patio de butacas de la sala de proyecciones, a retirar toda tentativa de decidir de un modo concluyente sobre la verdad o falsedad de un tal relato, circunscribiéndose bien, escrupulosamente por lo tanto, la propia narración de Derrickson al plano fenoménico configurado por la perspectiva emic de los agentes implicados.

Ante semejante enclaustramiento fenoménico al que se atiene la película con toda limpieza (limpieza constatable por ejemplo, en el respecto impecable al «punto de vista» de los agentes con el que se ejecuta los flash backs, sin anacronismos, fallos de raccord, &c.), se comprenderá que el jurado, pero también el público que asiste a la proyección, proceda necesariamente a aplicar, respecto de los contenidos que han sido expuestos en la pantalla cinematográfica, la misma actitud «neutral», por así decir «pirroniana», que se expresa de la manera más pulcra en el discurso final de la abogada («yo no puedo decir eso... pero ¿es posible?») puesto entre otras cosas que, sólo a la luz de esa «neutralidad» agnóstica que acepta como «posible» la posesión de Emily por parte de seis demonios diferentes, cabrá a su vez mantener, en sentido propiamente lógico y no sólo psicológico, la «duda razonable» sobre el relato que el Padre Moore ha trenzado en sus declaraciones ante el tribunal. En otro caso, como veremos, la propia «duda» tenderá a disolverse del modo más contudente junto con el mismo plano fenoménico a cuya inmanencia la película que analizamos pretende atenerse por sus contenidos.

Y es que, concluyamos, es precisamente en esta fidelidad al plano fenoménico al amor de la cual Derrickson ha elaborado, sin duda que admirablemente, su narración y que, a su vez, obligaría por sí misma a retirar toda pretensión de decidir de manera partidista acerca de la «verdad» o «falsedad» de los contenidos religiosos –diabólicos– de referencia en tanto que estos mismos se mantienen en todo momento entre los límites de la perspectiva emic que es propia del Padre Moore, donde reside el principal trampantojo de El Exorcismo de Emily Rose. Veamos en qué consiste dicho trampantojo.

3. El Exorcismo de Emily Rose desde el plano esencial: la trampa de la película

Y es que, ciertamente, la emisión, sea por parte del jurado como también (acaso muy particularmente) por parte del espectador cinematográfico, de un «vere-dicto», esto es, de una decisión en torno a la «verdad» o «falsedad» de la masa de fenómenos presentada como «cuerpo del delito» es algo que no puede sacarse adelante de forma exenta, desde el conjunto vacío de premisas ontológicas, como si cupiese –y este es el trampantojo al que nos referíamos– arrostrar los propios contenidos presentados por la película desde el enclaustramiento fenoménico en el que Derrickson y sus colaboradores ha pretendido enrocar su narración.

Lo que queremos decir con esto es principalmente lo siguiente: que este «veredicto» –aunque en este caso suponga la misma suspensión del juicio de existencia sobre lo visto en la pantalla, lo que evidentemente no deja de constituir una toma de partido muy determinada– exigirá a la postre remontar el plano fenoménico de referencia a fin de insertar, en el regressus, los propios contenidos «diabólicos» constitutivos del relato emic del procesado en un marco ontológico de referencias etic que, inexcusablemente envolvente de los propios fenómenos cinematográficos presentados, haga posible, en el progressus, la interpretación de estos propios contenidos en una dirección o en otra. Al margen de esta remisión de los propios fenómenos de partida a un plano esencial capaz de envolverlos ontológicamente, estos mismos no sólo no podrían ser enjuiciados en modo alguno (tampoco mediante el expediente de suspender el juicio, suponemos que prudentemente, ante ellos), sino que –todavía más– ni siquiera podrían ser construidos como tales fenómenos.

A propósito de la interpretación de otra película de temática «diabólica» (El Exorcista de William Friedkin) sostiene certeramente Gustavo Bueno en su obra La fe del ateo:

«La perspectiva, necesariamente etic, del público (vidente, visionario, oyente) implica su inserción en un marco ontológico (de secuencias causales naturales, por ejemplo de referencias geográficas o históricas, o sociales) que es envolvente de la pantalla misma, de su inmanencia, junto con el espectador, y al margen del cual envolvente todo lo que en la pantalla apareciera, quedaría reducido a la condición que conviene a las secuencias alucinatorias de un demente aquejado de agnosia total.»{7}

Sin embargo, es esta misma inserción la que exige emitir un «veredicto» que justamente será muy distinto en virtud del propio conjunto de premisas ontológicas que se esté desempeñando in actu exercitu en cada caso. Sigue diciendo Gustavo Bueno:

«Ahora bien: desde este marco ontológico envolvente, el público se verá obligado necesariamente a tomar partido ante las pretensiones de verdad o de no verdad de lo que pueda aparecer en la pantalla. El público no puede ser escéptico (agnóstico en el caso del cine religioso) o neutral. Ha de tomar partido en el momento mismo en el cual atribuye, retira o neutraliza el valor de verdad de la película. Pero tanto la verdad como la ficción sólo tienen sentido en función del marco etic ontológico presupuesto.»{8}

Y en este sentido, ¿qué sucederá cuando, desbordando la aparente fidelidad al plano fenoménico al que Derrickson ha querido ajustar su narración –una fidelidad en todo caso, bien se ve que muy superficial y enteramente tramposa–, procedemos a reintroducir en la discusión sobre la «verdad» de los contenidos religiosos de nuestra película un conjunto necesario y suficiente de principios ontológicos envolventes, a la luz del cual resulte hacedero interpretar el propio relato de un modo inteligible? Pues, podrán –y esta es la cuestión– suceder dos cosas pero sólo dos. A saber.

Por un lado, si el público (pero también el jurado) ha escuchado por hipótesis, las «revelaciones» emitidas emic por el Padre Moore en su testimonio desde un sistema ontológico de premisas coordinable con el manejado por el mismo sacerdote, es decir, desde un sistema espiritualista de premisas que involucrara, por caso, la existencia de vivientes incorpóreos tales como puedan serlo «Dios Padre», «Lucifer», «María Santísima», &c., entonces, cabrá, ¿cómo dudarlo?, interpretar con la mayor comodidad el repertorio de fenómenos extraños (convulsiones, visiones, anorexia, ingestión de insectos, vómitos verdes, &c.) fabricados en la pantalla como el resultado, sin duda que «terrible» e incluso «pavoroso», de un proceso de «obsesión» y posterior «posesión» demoníaca del que la pobre Emily hubiese sido víctima, con lo que, en consecuencia, tal cuerpo fenoménico del que se partió a quo, habría de quedar reconstruido ad quem como incardinado en la dirección de la «fenomenología demoníaca» de la que se habla en la teología dogmática católica{9}. Una fenomenología que, ahora, podrá quedar «explicada», justamente, como causada por las operaciones perversas de Satán y su corte angélica. Ahora bien, si estas operaciones de Satán comparecen en la pantalla cinematográfica, esta «aparición» se desempeña en la película de Derrickson, muy particularmente a título de contrafigura del mismo Dios Pantócrator, como la «otra cara» del Dios de la religiones terciarias, para decirlo haciendo uso de una fórmula certera de Alfonso Tresguerres{10}. Precisamente es la propia Emily, amparada diríamos en la misión apologética que le habría sido encomendada por Santa María Inmaculada, quien en su carta póstuma nos ofrece una inmejorable ratificación a este respecto: «Las personas dicen que Dios ha muerto pero cómo podrán decir esto si yo les muestro al demonio.»

Sin embargo, y recíprocamente, si el espectador (o el miembro del jurado presente en la sala de justicia) procede a enjuiciar este mismo «testimonio» emic del acusado desde un marco ontológico materialista al que pueda suponerse aparejada la imposibilidad –repárese que no decimos simplemente inexistencia– del Dios de la ontoteología, pero también la negación más terminante de la existencia de subjetividades operatorias que no sean al mismo tiempo individuos corpóreos, entonces no quedará más alternativa, a su vez, que reinterpretar los fenómenos construidos en la pantalla, a título, por ejemplo, de la sintomatología característica de lo que en psicopatología suele denominarse trastornos disociativos de trance y posesión tal y como estos aparecen descritos en el DSM IV sin ir más lejos (en cuanto que puedan incluir, por ejemplo, agarrotamientos catatónicos de las articulaciones, esteriotipias, conductas autolesivas, &c.), o también como el resultado de una descarga epiléptica en el hipocampo capaz de conducir a situaciones de «autoscopia»{11} al estilo de la que, con ocasión de su «encuentro» con Santa María siempre Virgen, nos relata Emily en su carta póstuma.

Tales fenómenos, sin perjuicio de su interés categorial desde el punto de vista de la psicopatología o incluso de la neurología, &c., no podrán en cambio ser percibidos por más tiempo como particularmente «pavorosos» o «terroríficos» por parte de la audiencia que asiste al espectáculo ofrecido en la pantalla, una audiencia que, de otro lado, si suponemos que permanece inserta en un sistema de referencias materialista tampoco tendrá ahora, mayor motivo para asignar a semejante espectáculo otro alcance que el que cuadra a una narración ridícula, o incluso delirante por su infatilismo, quedando así completamente comprometido, por lo demás, todo «valor estético» propiamente cinematográfico atribuible a nuestra película, al menos si es verdad que, presuponemos, tal «valor» no puede en ningún caso considerarse completamente «exento» respecto a la referencia a la «verdad» o a la «falsedad», etic, de lo que se nos narra en la pantalla.

En todo caso, cuando procedemos desde un sistema materialista de coordenadas ontológicas al que vale calificar de anti-gnóstico (es decir: no meramente agnóstico o escéptico sino ateo y ateo esencial) no cabrá siquiera plantear «en serio», fuera del terreno psicológico, la propia «duda razonable» que la abogada postula en su elevación a definitivas. De otro modo: si esta «duda» comienza por suponerse como «razonable» en el plano lógico –insistimos: no simplemente en el orden psicológico–, esto se deberá a que el conjunto de premisas envolvente desde el que la propia «duda» aparece dibujada, permite reconocer, a su vez, la «posibilidad» de la intervención de Lucifer en el cuerpo de Emily (puesto que obviamente, si esta intervención no se estima como «posible», ya no habría razón alguna para «dudar» absolutamente de nada) con lo que, bien se ve, quien así razonase estaría, eo ipso, inmerso en un marco ontológico de referencias directamente espiritualista que aparece como enteramente incompatible –y en estos casos, por cierto, se aplica de manera puntual el principio de tertio excluso– con el ateísmo esencial al que hemos aludido.

Y no se trata ya de afirmar (asertóricamente por así decir) la «verdad» del endemoniamiento de Emily, puesto que basta con presuponer (problemáticamente) su misma «posibilidad» para que el sistema de coordenadas de fondo quede, automáticamente, clasificado –es decir, criticado– como espiritualista desde las posiciones propias de quien, a su vez, argumenta desde el anti-gnosticismo materialista puesto que, a la luz de tal posición ontológica, será la propia «duda» pirroniana en torno a la «posibilidad» de los fenómenos relatados por el Padre Moore lo que empezará por comparecer, en rigor, como una duda imposible, tan imposible al menos, es decir, tan inconsistente, como lo es, según nuestros presupuestos, la propia postura defendida por quienes, desde los principios propios de una falsa conciencia muy determinada (generalmente además, autorepresentada como «progresista y de izquierdas» para más inri), se declaran «agnósticos» acaso sin saber muy bien lo que están diciendo.{12}

Mas, resulta imprescindible advertir en este contexto que esta «indecisión» –que a su vez aparece como la condición necesaria del «terror» que la propia película busca sin duda provocar entre su «público»{13}– es justamente, a la postre, lo que, según nos parece, constituye la verdadera «trampa» implicada por las premisas de Derrickson, su principal y decisivo sofisma por así decir, a saber: afectar una actitud de «neutralidad» ante los propios fenómenos de referencia, como si de hecho esta «neutralidad» pudiera ser, ella misma, algo más que una mera apariencia falaz a cuya base subyaciese, de matute, una «toma de postura» muy concreta. Una toma ontológica de partido, por lo demás, particularmente insidiosa por ocultar, suprepticiamente, sus propias «cartas»; con lo que, concluiremos, una vez esa supuesta «neutralidad» fenoménica se desvanece, nuestro diagnóstico no puede ya ser otro: El Exorcimo de Emily Rose es, en efecto, una muestra verdaderamente modélica de «cine religioso» agnóstico, esto es, la obra propia de un teísta vergonzante.

4. Final: El Exorcismo de Emily Rose visto como caso de «cine religioso» mitológico

Ahora bien, volvamos por un momento sobre una de las «deposiciones» más significativas de entre las ofrecidas por el Padre Moore en sus declaraciones ante el tribunal. Según la película nos hace saber, mediante el pertinente flash back, la noche anterior al incicio del exorcismo, y tras haber sucumbido al sueño en el transcurso de una agotadora madrugada invertida en el pertinente repaso al rituale romanum, el Padre Moore despierta repentina y agitadamente a las tres de la mañana («la inversión de la hora de la muerte de Cristo», apostilla la voz en off del presbítero) por razón de una sucesión de ruidos enigmáticos. Presa de la inquietud, el sacerdote desciende las escaleras anejas a su domicilio parroquial en dirección a la iglesia situada bajo su dormitorio. Allá, en mitad de una madrugada tormentosa (porque, efectivamente, toda madrugada ha de ser necesariamente tormentosa según mandan los cánones del cine terrorífico), Moore asiste atónito a la «aparición» demoníaca, pero en todo caso perceptible por medio de su visión teleceptiva mamífera, de una figura antropomórfica embozada en un traje oscuro: Lucifer –así lo oímos literalmente de labios del propio sacerdote– acaba de presentarse en la parroquia para anunciar teatralmente que «el juego ha comenzado».

Pues muy bien. Semejante secuencia en la que el mismísimo Satanás aparece presentado cinematográficamente ante los ojos de los espectadores como si se tratase de un «personaje» más del filme –y esto nos parece que constituye una circunstancia extraordinariamente interesante– sólo muy confusamente podrá ser considerada como propia, precisamente por su «visibilidad», del género «cine religioso» en su variante terciaria. Decimos esto dado ante todo que Lucifer, pero también el resto de los demonios y de los ángeles, en su condición suareciana de «inteligencias separadas», se mantienen, en todo caso, tal y como lo pone de manifiesto el propio Santo Tomás en su Suma Teológica, como «substantiae perfectae intellectualis in natura intellectuali» y aún cuando, efectivamente, siempre quepa considerarlos, a la manera franciscana, como compuestos de materia y de forma –y no sólo de esencia y acto de ser– esta «materia», precisamente por la «incorporeidad» característica que siempre se le atribuyó en la tesis del hilemorfismo universal, no podrá desde luego ser vista por los aparatos organolépticos teleceptivos propios tanto del Padre Moore como del público que asiste a la proyección de la película.

Permítasenos citar, en este contexto, tres parágrafos de la Suma contra los gentiles en los que el Doctor Angélico, razona implacablemente en tal dirección:

«Ningún cuerpo hay que pueda contener a otro, si no es por una medida cuantitativa. Por consiguiente, si con toda su cuantidad contiene todo un cuerpo diverso, lo contendrá parte a parte, de manera, que una parte suya mayor contendrá una parte mayor del otro cuerpo, y una parte menor, conendrá otra menor. Pero la inteligencia no contiene ninguna cosa entendida mediante la medida cuantitativa; puesto que todo el entendimiento conoce el todo y la parte, lo mayor y lo menor cuantitativo. Por consiguiente ninguna sustancia intelectual es corpórea.»

Además:

«Es imposible que un cuerpo reciba la forma sustancia de otro; a no ser que pierda por corrupción la suya propia. Mas la inteligencia no se corrompe, sino más bien se perfecciona al recibir las formas de todos los cuerpos; pues se perfecciona al entender; y entiende en cuanto tiene en sí las formas de las cosas entendidas. Luego ninguna sustancia intelectual es corpórea.»

Pero sigue diciéndonos Santo Tomás:

«El principio de individuación dentro de cualquier especie es la división de la materia de acuerdo con la cuantidad; por ejemplo la forma de este fuego no se distingue de la forma de aquel, sino en cuanto se encuentra en partes diversas de la materia, y según la diferencia cuantitativa, sin la cual la sustancia es indivisible. Mas lo que es un cuerpo recibe lo que recibe según su diferencia cuantitativa. Luego un cuerpo únicamente puede captar una forma individuada. Por consiguiente, si la inteligencia fuese corpórea, sólo podría captar las formas de las cosas inteligibles como individuadas. Y así, sólo podría aprendeher las formas de aquellas cosas que tuviese ante sí, y por lo tanto no entendería las ideas universales, sino únicamente las particulares, lo que evidentemente es falso. Luego ninguna sustancia individual puede ser corpórea.»{14}

En este sentido, es de señalar que las inteligencias separadas angélicas, sean benéficas, sean malignas, forman parte de los componentes más señaladamente extra-cinematográficos (en cuanto que «invisibles») de las religiones terciarias metafísicas{15}, razón por la cual, por cierto, muy difícilmente podrán tales «vivientes incorpóreos» aparecer como objeto proporcionado a los sentimientos de «terror» o de «angustia» que el cine demoníaco pretende suscitar entre su público, al menos en la medida en que se mantengan como irrepresentables («Ojos que no ven corazón que no siente»{16}), y si efectivamente, por el contrario, tales sujetos demoníacos comienzan a hacer acto de presencia engranados, justamente como visibles, en la perspectiva «molar» que cuadra a la escala en la que se dibujan las apariencias cinematográficas en cuanto que estas son, desde luego, necesariamente perceptibles por los sujetos operatorios que las contemplan desde sus butacas, esta misma presencia apotética de tales ángeles constituirá una razón más que suficiente para calificar tal escena como mitológica (religiosa sí, pero en sentido secundario) y a sus protagonistas a título de «démones» helenísticos, o, en general, en calidad de númenes antropomorfos positivos pero no, en todo caso, en tanto que ángeles cristianos o judíos o musulmanes, puesto entre otras cosas que si fuesen tales ángeles, ¿cómo podrían entonces ser traídos cinematográficamente a escena? Fundándonos en semejante aparición «cinematográfica» del diablo, El Exorcismo de Emily Rose cobra un alcance enteramente nuevo: el propio de una muestra de cine religioso delirante.

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Trailer de El Exorcismo de Emily Rose (2005)

Notas

{1} Véase, como botón de muestra de dicha veta racionalista que siempre pudo latir a la base de la escolástica, el Discurso Sexto incluído en el tomo octavo del Teatro Crítico Universal de Benito Jerónimo Feijoo, titulado precisamente «Demoníacos».

{2} Un juicio que basamos en las ideas expuestas por Gustavo Bueno en su libro, La fe del ateo, Temas de Hoy, Madrid 2007, págs. 312-313.

{3} Dado que: «(…) lo decisivo en el concepto de televisión formal es que él implica una identidad o verdad de la imagen emitida por la cámara (y a su vez recogida de un escenario) y la imagen recibida en el aparato receptor. Es en esta identidad en donde hacemos consistir la verdad de identidad por adecuación física o causal de la televisión (verdad que consiste, en realidad, en un proceso físico electromagnético), y que se diferencia estructuralmente de la verdad de adecuación que pueda asignarse a la secuecnia de una película que afirma que sus escenas corresponden con la realidad, e incluso en el supuesto de que tal afirmación sea correcta porque, en cualquier caso, la verdad del cinematógrafo sólo puede reclamar una identidad por semejanza, pero no una identidad causal.», op. cit., pág. 324.

{4} Op. cit., pág. 314.

{5} Véase Marvin Harris, El Materialismo Cultural, Alianza, Madrid 1979, pág. 346 y ss.

{6} Para la distinción entre cine religioso en sentido material y cine formalmente religioso, véase Gustavo Bueno, «¿Qué significa “cine religioso”», en El Basilisco, nº 15 (segunda época) (1993), págs. 24-25. Nos dice concretamente Gustavo Bueno: «Películas como El Cardenal, o El nombre de la rosa, sólo podrían (nos parece) considerarse como cine religioso por modo material; formalmente estas películas podrían clasificarse como no religiosas, sino biográficas, históricas; podríamos transportar casi íntegramente su estructura a situaciones no religiosas («El Cardenal» podría transponerse en «El General», «El Ministro», «El Emperador» o «El Contrabandistra»; la abadía benedictina, podría transponerse, no ya sólo a un templo faraónico, sino también a un Castillo de templarios, o incluso a una escuela militar», cfr. Gustavo Bueno, op. cit., pág. 25.

{7} Gustavo Bueno, La fe del ateo, Temas de Hoy, Madrid 2007, pág. 314.

{8} Cfr. op. cit., págs. 314-315.

{9} Por ejemplo en obras como puedan serlo Daemoniacum. Tratado de demonología, Bellaqua, Barcelona 2002 del Padre José Antonio Fortea Cucurrull.

{10} Véase por ejemplo, su artículo «Satán: la otra historia de Dios», publicado en el nº 31 de El Catoblepas. Véase también su libro del mismo título, aparecido en la editorial asturiana Eikasía en 2006.

{11} Consúltese, para una descripción de los efectos de este tipo de descargas epilépticas en las áreas neurales correspondientes al sistema límbico, Francisco Mora, El Reloj de la Sabiduría. Tiempos y espacios en el cerebro humano, Alianza, Madrid 2005, págs. 108-109.

{12} Por ejemplo sin percibir tales «insensatos» (en el sentido del insipiens del que nos habla San Anselmo en su Proslogium) que lo que están diciendo (a saber: que « la existencia de Ens Necessarium, al que se comienza por concebir como posible, es en cambio, sólo contingente ») es un contrasentido. En un magnífico artículo aparecido en el número 72 de esta revista, Javier Pérez Jara pone este extremo de manifiesto de una forma particularmente diáfana: «el agnosticismo es contradictorio, porque sosteniendo la posibilidad de la idea de Dios, se le presenta como problemática su existencia, destruyendo por tanto, la idea de Dios de partida que se proponía como posible: porque esa idea implica su necesaria existencia. La existencia de un ser necesario no puede ser contingente.»

{13} Y, entiéndase bien esto, si retiramos la misma «posibilidad» de «duda» lógica ante las «escenas pavorosas» que Derrickson ofrece a nuestra consideración como espectadores, el único «terror» que podría quedar en pie en tales circunstancias, es justamente el «terror al terror» sentido tan intensamente por la audiencia indocta que estima «dudosa» la intervención de Lucifer y cinco demonios más en el caso de Emily Rose. Volvemos a remitir, para esta cuestión, al análisis de Gustavo Bueno a propósito de la película El Exorcista en La fe del ateo, pág. 318.

{14} Para este párrafo y los anteriores, véase el capítulo XLIX del Libro II de la Suma contra los gentiles. Hemos manejado la traducción a cargo del Padre Carlos Ignacio González, S. J., para la editorial Porrúa.

{15} Sobre los componentes no cinematográficos de las religiones metafísicas, remitimos al análisis que Gustavo Bueno efectúa sobre el milagro («irrepresentable» por su propia estructura) de la transustanciación de las formas eucarísticas en La fe del ateo, pág. 310.

{16} Lo que por cierto, también quiere decir que sólo por esta vía –a pesar del oscurantismo que atribuímos a tal presencia mitológica del demonio– puede nuestra película alcanzar un sentido religioso, es decir numinoso, estricto. Puesto que: «Si se repitiera el célebre experimento radiofónico de Orson Welles, poniendo, en lugar de «marcianos» o «extraterrestres» –que son contenidos «cinematográficos»–, a los ángeles, arcángeles, tronos o serafines de la teología metafísica, ¿se conseguiría algún efecto? «Ojos que no ven corazón que no siente» ¿Quién podría inmutarse ante las legiones arcangélicas, invisibles e inaudibles? ¿Cómo podríamos saber de su existencia?», cfr. pág. 310. Ahora bien, si es que efectivamente no «podemos detectar su existencia» como númenes, dada su invisibilidad, su inaudibilidad, &c., cabría seguir preguntando, en qué sentido puede decirse que siguen siendo númenes?

 

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