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El Catoblepas, número 73, marzo 2008
  El Catoblepasnúmero 73 • marzo 2008 • página 18
Libros

Amenazas materiales y formales de Irán

José Manuel Rodríguez Pardo

Sobre el libro de David Garrido, Irán. La amenaza nuclear,
Arcopress, Córdoba 2006

David Garrido, Irán. La amenaza nuclear, Arcopress, Córdoba 2006David Garrido (Alicante, 1965), nos presenta en este libro un estudio breve pero conciso de la situación de la República Islámica de Irán a día de hoy, cuando ha reanudado su programa nuclear, considerado una amenaza para el orden internacional dirigido por Estados Unidos. Doctor en Historia y periodista, destacado estudioso de las Ciencias Auxiliares de la Historia y profesor de Genealogía y Heráldica en la Universidad Autónoma de Barcelona, desde el año 2003 colabora asiduamente en la prensa diaria valenciana. Sus estudios sobre el período medieval están avalados por más de medio centenar de artículos especializados y dos libros. Buen conocedor de la lengua árabe tras su estancia en Túnez y Egipto, ha realizado varias aportaciones para el conocimiento del islamismo contemporáneo y la yihad. Una de sus últimas aportaciones es este libro que aquí reseñamos, centrado en el programa nuclear de Irán.

Según Garrido, el programa nuclear de Irán fue una vieja aspiración del Sha de Persia. David Albright y Corey Hinderstein, miembros del Instituto para la Ciencia y la Seguridad Internacional, dicen que Irán conseguirá la bomba en el 2009. Otros retrasan este hito al año 2015. Ya en agosto del año 2002, el disidente iraní Ali Reza Jafarzadeh desveló una planta de enriquecimiento de uranio en Natanz y otra de agua pesada en Arak. El Tratado de No Proliferación Nuclear firmado por Jamenei en el año 2003 y la presión de EEUU frenaron el programa hasta que llegó Mahmud Ahmadineyad, triunfante en las elecciones de agosto de 2005 (págs. 8-15).

Irán inicia en 1967 el Centro de Investigación Nuclear de Teherán, con 5 megavatios de reactor. El Sha de Persia, no obstante, hubo de firmar en 1968 el Tratado de No Proliferación Nuclear para poder continuar adelante con el proyecto. Así se funda la Organización para la Energía Atómica de Irán, con 23 centrales nucleares previstas hasta el 2000. Henry Kissinger, Secretario de Estado en Estados Unidos por aquel entonces, preveía vender 6 billones de dólares en tecnología a Irán a partir del año 1975. Pero en 1979 todo cambió: los ayatolas alcanzan el poder y la central de Bushrer, construida por compañías alemanas, quedó paralizada por la Guerra Irán-Iraq. Rusia terminó la central por medio de su compañía Atomstroyesport (págs. 10 y ss.).

Irán. La amenaza nuclearLa hipótesis inicial de Garrido es que el programa nuclear iraní es pacífico y busca evitar la dependencia del petróleo. Pero la cuestión es por qué entonces los iraníes constantemente lanzan amenazas formales (por no tener, de momento, materia explosiva con la que consumarlas) contra Estados Unidos e Israel, identificados ambos como «el enemigo sionista», si la posición de Irán es siempre pacífica. Garrido señala también que Israel, India y Paquistán no firmaron la No Proliferación, aunque olvida que la diferencia estriba en que éstos sí se mantienen dentro de los cauces que marca el Imperio realmente existente, Estados Unidos.

Garrido profundiza en la historia de Irán señalando que Persia pasó a llamarse Irán en 1935, nombre de la lengua persa, por medio de su embajador en Alemania. La llegada al poder de Reza Sha y el fin de la dinastía Qajar suponían para los nazis una nueva raza. En el año 2005, el Alcalde de Teherán Mahmud Ahmadineyad heredó la tarea de enfrentarse a EEUU. Dada esta contemporaneidad, y habiendo sido abandonado el nombre de Persia, las apelaciones de Garrido al Imperio Persa como origen de Irán se tornan extemporáneas, salvo que asumamos el punto de vista emic de los actuales ayatolas y sus planes de globalización del Islam por medio de la yihad (págs. 16-26).

No obstante, Garrido continúa señalando que Irán es un estado «plurinacional» con armenios, turcos, kurdos, árabes y otras minorías que son reprimidas: el 15 de abril de 2005 el Juzestán o Arabistán iraní se rebeló para evitar su eliminación como población arabófona. Fue así aplastada por los Guardianes de la Revolución, según Garrido una paradoja porque se aplasta la lengua de Mahoma en una república islámica.

Aunque los iraníes son chiítas que sobrevivieron a los mongoles (siglo XIII), reinaron en Persia los turco-mongoles Qajares hasta el golpe de estado del coronel Rida Pahlavi (1921), quien abdicó en 1941 por imposición de Gran Bretaña y de la URSS. Su hijo Muhammad fue aliado de británicos y estadounidenses. En enero de 1978 las protestas contra él se radicalizaron y el 16 de enero de 1979 el sha abandonó el país. En febrero llegó Jomeini, ayudado por elementos liberales y socialistas, que fueron posteriormente purgados para instaurar la república islámica y la sharia, distinta a la sunna u ortodoxia, al ser jurisdicción clerical que va del mulá al ayatola. Jomeini, nacido en 1900 y exiliado desde 1961 en Nayaf (Iraq) y París, en 1979 acusó de impías a las monarquías del Golfo, incluyendo a Saddam Hussein, armado por EEUU.

El «socialismo» chiíta engañó a los incautos, y la guerra con Iraq (1980-1989) reafirmó el chiísmo, sobre todo en el propio Garrido, que dice que hubo avances en democracia, algo imposible de sostener si comprobamos que el chiísmo se guía por la iluminación de un imám que se mantiene oculto. ¿Qué semejanzas encuentra Garrido entre la elección realizada por ciudadanos-consumidores de los candidatos políticos en nuestras democracias de mercado, y el dominio de unos señores que se dicen iluminados por Alá, imám mediante? La misma que entre las sociedades modernas desarrolladas y la Edad Media, añadimos nosotros.

La muerte de Jomeini en 1989 dio paso a Jamenei y a los «reformistas», Ali Akbar Hachemi Rafsanyani y Mohamed Jatami, Presidente de 1997 a 2005. Al hablar de Ahmadineyad, Garrido le considera «la contestación nacionalista a los devaneos neo imperialistas de las potencias occidentales en la región» (pág. 26), algo que sin embargo negará más adelante al poner en continuidad con el presidente iraní el chiísmo iniciado por Hussein, nieto de Mahoma.

Nacido en 1956 e hijo de un herrero, Mahmud Ahmadineyad superó sus humildes orígenes y estudió en la Universidad de Ciencia y Tecnología de Teherán, doctorándose en la especialidad de Tráfico y Transporte en 1986. De 1980 a 1988 participó en la guerra contra Iraq como miembro de los servicios de inteligencia, uniéndose en 1986 a los Guardianes de la Revolución Islámica como ingeniero jefe del sexto ejército y jefe de los Cuerpos de los Guardianes en las provincias occidentales de Irán. Tras el conflicto fue gobernador y vicegobernador de las provincias de Maku y Khoy, consejero del Ministro de Cultura y Guía Islámica, gobernador de la provincia de Ardabil (1993-1997), Alcalde de Teherán (2003) y Presidente de Irán en el año 2005 con más del sesenta por ciento de los votos.

Su biografía toma tintes relevantes cuando la Revolución Islámica de febrero de 1979 llevó al Ayatolá Jomeini al poder tras expulsar al Sha Mohamed Reza Pahlavi, implantándose así la primera República Islámica chiíta moderna, ocho siglos después del califato chiíta de los Fatimis. Ahmadineyad fue uno de los responsables de la toma de 52 rehenes en la Embajada de Estados Unidos el 4 de noviembre de 1979, con el objeto de conseguir que el Sha fuera juzgado en Irán. Algunas de las medidas adoptadas por Ahmadineyad en sus mandatos como Alcalde de Teherán y como Presidente de Irán se ajustan perfectamente a los principios postulados por Jomeini: nada de publicidad ni de negocios como los de comida rápida; la pornografía y el adulterio convertidos en delitos condenados con la pena capital, &c. Ahmadineyad es un instrumento de los ayatolas, verdaderos guías de la Revolución Islámica e intérpretes de los principios de Alá.

Pero lo más importante que se ha producido en Irán desde que ha alcanzado la presidencia Ahmadineyad es la reanudación del programa nuclear, ya desde tiempos del Sha, para convertir a Irán en un ejemplo de Dar-al-Islam, territorio sometido por el Islam. (págs. 26-30)

Así, en relación con Ahmadineyad y la revolución islámica de Jomeini,Garrido habla en el siguiente capítulo del chiísmo. Comienza explicando la chía, principios que se oponen a la sunna al ser aplicados por un líder religioso y no político. La chía fue obra de Alí, último califa ortodoxo y yerno de Mahoma por su matrimonio con su hija Fátima. Garrido dice que la chía no es yihadista, algo que queda en entredicho precisamente al calor de la situación actual de Irán. Contrapone el chiísmo a facciones como el Grupo Salafista para la Predicación y el Combate (GSPC), cuya doctrina salafista es previa a la distinción entre chiítas y sunnitas. Sin embargo, a día de hoy se han convertido en wahabbitas, tendencia sunnita del siglo XVIII que abandera Osama Bin Laden (págs. 31-41).

El Califa anterior a Alí, Uthman, murió asesinado y editó la versión canónica del Corán. La tribu de Mahoma se opuso a Alí y a la viuda del profeta, Aysha, que derrotada en Basora en 656. Alí por su parte murió asesinado en el 661. El hijo de Alí, Hasan, se sometió al nuevo califato omeya, Muawiya. Fallecidos ambos, quedó el nieto de Mahoma, Hussein, como sucesor. Pero éste, carente de pericia en el combate, fue derrotado por el omeya Yassid en Kerbala en el 680. Allí fue martirizado, convirtiéndose la ciudad en lugar de peregrinaje y escenario principal de la sangrienta festividad de la Ashura. Un grupo chiíta destacado en la actualidad es Hezbolla (Partido de Dios), lo que vuelve a contradedir al propio Garrido, pues hoy día ese grupo no sólo domina el Líbano, sino que se plantea su expansión a costa de Israel y otros países del entorno.

El programa nuclear, ambición del Sha, sufre un parón a partir de la revolución islámica, pero se reanuda a raíz del descubrimiento de uranio en 1989 en la región rocosa de Saghand. En 1990 ya se está extrayendo el mineral y en 1994 ya hay una planta de enriquecimiento de uranio en funcionamiento, gracias a la ayuda de Rusia desde 1992. En el año 2003 se supo que también China estaba ayudando a Irán aportando uranio procesado (págs. 43-48).

Garrido confirma estos datos, pese a las afirmaciones contrarias de Jatami por aquellas fechas, señalando que «los descubrimientos de Natanz y Arak revelan un proceder que va más allá del simple uso civil de la energía nuclear. El tamaño de la planta de Natanz, junto a la producción de agua pesada de Arak, son síntomas de que Irán produce más combustible del necesario para el funcionamiento de un reactor de una central nuclear convencional» (pág. 47).

La revolución islámica de 1979 liderada por Jomeini trajo el fin del programa nuclear, la paralización de Busherhr por la guerra Irán-Iraq y su culminación gracias a Rusia. Pero también con el fin de la guerra en 1989 llegó el fallecimiento de Jomeini. Su muerte dio paso a las figuras «moderadas» de Ali Jamenei, Hachemi y Jatami, para llegar al actual presidente, Ahmadinenyad, bajo cuyo mandato se ha visto incrementado el grado de amenaza al orden internacional que supone el programa nuclear iraní.

Como señala Garrido, para proseguir su programa atómico, Irán se ha servido de una red clandestina de abastecimiento nuclear, algo que ya tenía previsto el sha Muhammad Rida Pahlavi con un programa nuclear paralelo que culminaría en la obtención de la bomba atómica. Abandonada esta perspectiva de inicio, los ayatolas aceleraron estos propósitos ante el uso de armas químicas por parte de Iraq. Descubierto el uranio de Saghand, en el año 2002 salió a la luz que las centrales iraníes de Natanz y Arak usaban uranio y agua pesada en proporciones de carácter militar, gracias a la ayuda de China.

Pero el artífice principal de este rearme iraní fue el científico paquistaní Abdul Qadir Khan, padre de la bomba atómica de Paquistán. Robó secretos nucleares en Holanda, produjo uranio enriquecido con ayuda china y en 1986 Paquistán ya se encuentra en disposición de competir con el poder nuclear de la India, que había ensayado la bomba en 1974. Paquistán ensayó su bomba atómica de 1988 a 1998, cuando Khan había vendido secretos a Corea del Norte y ya llevaba desde 1986 colaborando con Irán.

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Dada esta situación de presunta inestabilidad, Estados Unidos no podía permanecer impasible, y como todo Imperio universal que se precie tomó sus decisiones: para evitar que el Islam se hiciera con la bomba atómica, se puso en contacto con el general Pervez Musharraf tras su golpe de estado de 1999. Partidario de acabar con la ley islámica, el general y el imperio realmente existente pactaron frenar la gigantesca red nuclear construida por Khan, que estaba siendo alimentada por capital saudita, libio, iraní y norcoreano. Pese a encontrarse sometido a arresto domiciliario, Khan nunca se enfrentó a la Agencia Internacional de la Energía Atómica ni se tienen pruebas de que su red clandestina fuera clausurada. Por contra, Musharraf ha proseguido sus relaciones con los ayatolas, aunque con un carácter mucho más ambiguo que los anteriores presidentes paquistaníes (págs. 49-63).

La reivindicación del programa nuclear, según dice Garrido a estas alturas de obra contradiciendo su tesis inicial, tiene la finalidad de blindar a Irán frente a amenazas externas. Pese a que el ayatola Ali Hosenei Jamenei condenó el uso de la energía atómica en 2005 (en realidad, su uso contra la humanidad islamizada y no contra los cafres), el Consejo de Guardianes de la Revolución y el hoyatolesjam (rango inferior al ayatola) Rafsanyani, presidente de 1989 a 1997 y comandante de la Guardia Revolucionaria Yahya Rahim Safavi –que entrena las milicias del clérigo chiíta iraquí Muqtada asSadr–, defienden con ahínco el programa nuclear. Por su parte, dentro de este tira y afloja, Jatami firmó el Tratado de No Proliferación Nuclear en 2003 (págs. 65-81).

Finalmente, el 3 de enero de 2006, con Ahmadineyad en el poder, Irán anuncia oficialmente la reanudación de su programa nuclear, con el consiguiente revuelo producido en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, que ha decretado duras sanciones contra los iraníes. Por otro lado, Arabia Saudita, que en su día financió al paquistaní Khan, se opone a semejante programa nuclear, lo que prueba la división entre chiítas y sunnitas existente en el Islam (págs. 83-88).

El libro termina enumerando las centrales nucleares y centros de estudios atómicos existentes en Irán, así como los proyectiles de largo alcance de que dispone Irán y que tiene en proyecto. Entre los proyectados destaca el misil Shahab 6, de 10.000 kilómetros de alcance (págs. 89-100). Con tales medios, el derecho natural de Irán, en su sentido más espinosiano, su soberanía efectiva sobre un territorio y su capacidad para atacar a terceras potencias, se ampliará notablemente. Claro que a día de hoy se trata de una amenaza más formal que material, mientras el régimen de los ayatolas no disponga ni del modelo de misil ni por supuesto del proyectil atómico. Pero en cuanto disponga de ambos, tanto Israel como las naciones europeas, por mucho que se escuden en el pacifismo fundamentalista, tendrán ante ellos una amenaza material, en la que por supuesto no intervendrán, pero que en caso de despreciar acabará poniéndoles en peligro de forma irremediable.

Pese a su gran interés, el libro no sólo recae en ese defecto, tan propio de la viscosa ideología socialdemócrata, de menospreciar el problema del Islam fundamentalista como reacción coyuntural a causa de la maldad de Estados Unidos, o de acudir al fundamentalismo democrático como coartada, sino que parece adoptar una ambigüedad muy propia de esta ideología: mientras la yihad y el fundamentalismo sólo afecten a los propios iraníes, el chiísmo no es un problema. Pero si toca símbolos más cercanos, al estilo de lo que ha sucedido con el escudo del Fútbol Club Barcelona en los países árabes, entonces hay motivos para el escándalo y la protesta.

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