Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 78 • agosto 2008 • página 5
La religión de los morioris, que habitaban las islas Chatam de Nueva Zelandia, era pacifista a ultranza. No resistir al mal, no combatir, no guerrear. Dichos principios habían sido establecidos por el ancestro Nunuku Whenua, y generaron una sociedad de paz. Deberíamos aprender de ellos.
El 16 de julio de 2008, Israel liberó al prisionero Samir Kuntar, por medio de una amnistía presidencial solicitada por el gobierno. Mucho de lo escrito sobre el caso gira en torno del dilema moral de la sociedad israelí, deseosa de poner fin a la lacerante incertidumbre que, durante dos años, padecieron las familias de los dos soldados secuestrados por el Hezbolá: Eldad Reguev y Ehud Goldwasser.
Del libanés Kuntar, recuérdese brevemente que el 22 de abril de 1979 se infiltró en un bote a motor hasta la ciudad costera de Natania, en cumplimiento de la «Operación Nasser», que consistía en asesinar judíos cualesquiera.
El blanco fue la familia Harán, de la que el padre Dani, desarmado, y su hija de cuatro años, Einat, fueron empujados a la playa por Kuntar. Allí, éste disparó por la espalda a Dani y, ante la vista de Einat, lo ahogó en el mar. Luego tomó a la pequeña y golpeó su cráneo contra las rocas hasta hacerla morir.
Pertenecía al Frente de Liberación de Palestina que, en 1985, para exigir la liberación de Kuntar, secuestró al crucero italiano Achille Lauro desde el cual arrojó al mar al pasajero judío Leon Klinghoffer, en su silla de ruedas.
En efecto, Kuntar había sido apresado, y confesado desafiante sus asesinatos. Luego, adiestrado por su abogado defensor (provisto por el Estado de Israel) los negó. Pero más tarde volvió a asumirlos, y por última vez los aceptó plenamente cuando, apenas liberado, declaró en un reportaje al canal Futuro de la televisión libanesa (16 julio 2008) que estaba orgulloso de su crimen y que «con la ayuda de Alá, tendré la ocasión de matar más israelíes».
Como la pena de muerte en Israel existe exclusivamente para los criminales de guerra nazis (se ha aplicado una sola vez), la condena de Kuntar se limitó a cuatro cadenas perpetuas.
No juzgamos en esta nota la específica liberación de Kuntar, sino las tres décadas que la precedieron. Durante ese período en la cárcel hebrea, Kuntar desposó a una árabe israelí para asegurar el estipendio que, de acuerdo con la ley, se otorga a las familias de prisioneros. Además, Kuntar aprovechó su permanencia en Israel para graduarse en ciencias sociales por la Universidad Abierta.
Fue soltado hace unos días en excelentes condiciones, a cambio de que la nación de Israel recibiera, en lágrimas, a dos cadáveres de jóvenes de los que siempre se ignoró su paradero y destino, y a quienes nunca se acusó de nada más que ser israelíes. El trato que recibieron a manos de sus secuestradores hasta que los mataron, puede sólo ser inferido.
Varios aspectos contribuyeron a la gravedad del intercambio. Uno de ellos es que puso a una misma altura a, por un lado, prisioneros juzgados y convictos, y, por la otra, a jóvenes secuestrados con paradero desconocido.
Es una de las diferencias que muchos intelectuales tienden a soslayar, así como desdibujan la básica distinción entre la agresión y la autodefensa.
Los distingos fueron omitidos por el Líbano, que con desbordante júbilo acogió al altivo infanticida. La alfombra roja en el aeropuerto de Beirut precedió a los abrazos y besos a Kuntar por parte del país: presidente, gobierno, parlamento, medios. Después de treinta años de ausencia, el ídolo había regresado a su patria, congratulado por el presidente (maronita) Michael Aoun, por el presidente del parlamento (chiíta) Nabih Berri, por el líder druso Walid Jumblatt, por el Premier (sunita) Fuad Siniora. El Líbano celebraba la muerte y, salvo contadas excepciones, el resto del mundo no daba expresión a su asco.
Ninguna protesta de gobiernos u organismos de derechos humanos, ninguna reserva por parte de la izquierda que alega defender la dignidad del hombre.
Algunos escépticos señalarán que es para alegrarnos, ya que los últimos lustros nos habituaron no sólo a la falta de quejas ante la necrofilia, sino a la abierta identificación con los peores asesinos.
En 2003, Hanadi Jaradat, de la Yihad Islámica, ingresó en el restaurante Maxim's de la ciudad de Haifa, asesinó a 29 comensales y dejó heridos a más de 50, algunos de ellos lisiados de por vida. Los medios europeos se conmiseraron de la terrorista y no de sus decenas de víctimas, y más que de la masacre informaron sobre «la ocupación» y «el ciclo de violencia». A los pocos meses, el Museo de las Antigüedades Nacionales de Estocolmo expuso una muestra de "arte" en la que se exaltaba a la Jaradat bajo el título de Blancanieves.
El elocuente caso de los morioris
Como parte de Occidente, tampoco la sociedad israelí carece de gestos de autodestrucción. Al trato que dispensó a Kuntar se añadieron, durante el pasado mes de julio, dos ejemplos más, a saber:
a) el rechazo parlamentario de una propuesta para quitar el estipendio estatal al diputado árabe Azmi Bashara, quien había recibido cientos de miles de dólares del Hezbolá para suministrar información militar secreta. Ante la evidencia, y para evitar ser juzgado, Bashara huyó, aparentemente a Siria, pero no ha perdido los ingresos que le proporciona Israel.
b) La protesta presentada por un grupo de profesores universitarios, el 29 de julio, ante el Ministro de Defensa de Israel (el líder del laborismo, Ehud Barak) a quien acusan de haberse excedido en sus criterios para el ingreso de palestinos a las universidades israelíes. Los mismos, según la carta, «violan la libertad académica».
Las fuerzas suicidas que operan en el mundo libre y democrático ameritan el recuerdo de una tribu injustamente olvidada.
Comentamos al comienzo que la religión de los morioris prohibía la guerra, aún la defensiva. Sus principios permitieron una sociedad de paz, hasta que fueron atacados el 19 de noviembre de 1835.
Los maoríes invasores comenzaron por esclavizar a los morioris, quienes se sometieron sin resistencia. Luego, se alimentaron de sus cuerpos (los conquistadores eran caníbales) y tampoco hubo contraataque.
La experiencia indica que no se logra moderar por las buenas a quienes están animados por un básico impulso destructor. Esta ley histórica se cumplió también con los morioris.
Mientras los maoríes los iban degollando sin pausa, se reunió el Consejo de Ancianos moriori en Te-Awapatiki. Sus líderes, Tapata y Torea, sentenciaron que sus creencias no podían verse como «una estrategia para sobrevivir que puede variarse cuando cambien las circunstancias» sino que, por el contrario, constituían un «imperativo moral» inmodificable.
Un sobreviviente moriori reveló que «los maoríes comenzaron a matarnos como ovejas… aterrorizados, huimos a los arbustos, nos escondimos bajo tierra… pero fuimos descubiertos y asesinados con nuestros niños».
De una población de 2000, hacia 1862 quedaban vivos unos cien morioris. El último de ellos, Tommy Salomon, murió en 1933.
La tribu ha desaparecido, pero su límpido mensaje ha penetrado en Occidente, en una parte de su intelectualidad y de sus voceros académicos y culturales. De tanto en tanto se reúnen consejos de ancianos en nuestros Awapatikis por doquier, mientras el enemigo continúa imperturbable socavando al sistema basado en el derecho, en la racionalidad, y en la libertad, fiel a su ideología de la muerte.