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El Catoblepas, número 80, octubre 2008
  El Catoblepasnúmero 80 • octubre 2008 • página 9
Filosofía del Quijote

El Quijote, sátira de la monarquía y la aristocracia

José Antonio López Calle

Las interpretaciones políticas del Quijote (1)

En esta primera parte de la serie que iniciamos sobre las interpretaciones políticas del Quijote proponemos una clasificación de éstas y ofrecemos, de acuerdo con nuestro orden clasificatorio, un análisis crítico de las concepciones que interpretan el gran libro como una sátira alegórica de la monarquía y la nobleza.

Así como las interpretaciones biográficas suelen ir unidas a las históricas y recíprocamente, las interpretaciones políticas muchas veces van asociadas con las históricas y viceversa, dada la cercanía entre lo histórico y lo político cuando se tiene que hablar del Quijote desde el presente. Por ello, muchas de las interpretaciones que hemos visto en el capítulo anterior podrían figurar igualmente en éste, pues el referente simbólico que asignan a la novela cervantina no sólo concierne al pasado histórico de España sino también a su presente y su futuro. Similarmente, algunas de las concepciones políticas de ésta podrían encuadrarse igualmente entre las de orientación histórica, puesto que, aunque se vuelquen más hacia el polo político, éste forma parte ya para nosotros de un pasado histórico.

Algo similar cabría decir de la proximidad entre las interpretaciones histórico-políticas y las sociales. De hecho, ya en el capítulo anterior hemos visto cómo concepciones como la de Sánchez Albornoz o Castro son a la vez históricas, políticas y sociales, entretejiéndose los tres aspectos de forma casi inextricable. Advertido esto, procedemos a ocuparnos de las interpretaciones que se orientan más hacia la política, pero sin olvidar que se pueden combinar con lo histórico y lo social.

Lo primero que debemos decir de las interpretaciones políticas es que, amén de contarse entre las más influyentes, son las más antiguas de las aproximaciones al Quijote en clave simbólica. Se remontan nada menos que hasta la segunda mitad del siglo XVII, cuando un crítico francés, el padre Rapin, presentó la novela como una sátira política disfrazada de parodia de la literatura caballeresca, la cual se convertía así en una mera artimaña literaria tras la que se ocultaba la intención política de su autor.

Lo segundo es que las aproximaciones políticas al Quijote no son homogéneas, sino muy diversas, lo que nos obliga a discernir tendencias distintas entre ellas. Primeramente, debemos distinguir entre interpretaciones políticas de carácter personal o personalista y las de carácter no personal o impersonal. Las personalistas ven en don Quijote un disfraz de algún personaje histórico relevante al que Cervantes veladamente desea ridiculizar, de modo que, tras el ropaje de una parodia de los libros de caballerías, se esconde el verdadero propósito político del autor de satirizar a un determinado personaje histórico. Las interpretaciones impersonalistas, en cambio, ven en la obra cervantina la referencia simbólica a realidades no personales, tales como acontecimientos políticos, instituciones, etc. Caben las interpretaciones mixtas, esto es, aquellas que perciben en ella un simbolismo político a la vez personal e impersonal, como la del padre Rapin, según veremos más adelante.

El Quijote como alegoría política personal

Se sitúan aquí los críticos del siglo XVII y del XVIII, extranjeros y españoles, que han interpretado el Quijote como una sátira política personal dirigida contra personalidades históricas de relieve. En don Quijote se ha visto bien la representación de reyes españoles, tal como Carlos V, Felipe II o Felipe III, bien la de validos, como el duque de Lerma, o de personajes que desempeñaron un cargo de relevancia, como el duque de Medina Sidonia, el incompetente jefe de la Gran Armada, o el duque de Osuna, hombre muy poderoso en Andalucía y que llegaría a ser virrey de Nápoles.

Como la tesis de que don Quijote sea en realidad una pintura satírica de Carlos V, de Felipe II o Felipe III ha sido meramente sugerida sin ofrecer argumentación alguna en su defensa, no vale la pena entrar en la crítica de una sugerencia tan altamente inverosímil. Digamos tan sólo que es difícil pensar que sea una sátira de tales personajes regios una novela en la que se pondera a Carlos V como «invictísimo» y «grande», a Felipe II como «nuestro buen rey don Felipe» e incluso a Felipe III como «el grande», en relación con su resolución de expulsar de España a los moriscos, y al que en todas las menciones trata con exquisita cortesía como «Su Majestad».

No menos inverosímil es la tesis que ve en don Quijote una caricatura de alguno de los grandes nobles citados. De entrada resulta ridículo que Cervantes dedicase una obra en la que, según vimos en el primer capítulo, albergaba las más altas expectativas literarias, simplemente a ridiculizar a alguno de esos personajes de alta alcurnia. No hay referencia alguna, ni explícita ni velada, al duque de Lerma ni al de Medina Sidonia en el Quijote, ni nada que permita relacionar a don Quijote con ellos. En cambio, sí que hay una referencia velada, aunque contiene pistas, que, según probó Rodríguez Marín, apuntan claramente al poderoso duque de Osuna, don Pedro Téllez Girón, hacia el que Cervantes no debía de sentir simpatía, pues alude despectivamente a él como «un señor muy pequeño que era muy grande» (I, 21). Así es como Cervantes presenta al duque Ricardo, el que se supone estar inspirado en el duque de Osuna, padre en la ficción de don Fernando, asimismo trasunto de un modelo vivo, el segundo hijo del duque de Osuna, el cual protagonizó una lamentable historia en la que se comportó como un villano con dos mujeres y con un hombre, que aparecerán en la ficción como Dorotea, Luscinda y Cardenio, y que constituye la base de la novelita intercalada acerca de la historia de Cardenio. Pero para nuestros fines, lo que aquí importa destacar es que don Quijote no es una pintura caricaturesca del duque de Osuna, que sí hay menciones poco amables a éste, pero a través del personaje secundario del duque Ricardo, que se introduce para situar los orígenes familiares y recalcar la importancia social del personaje de don Fernando. Aun así, el hijo del duque no sale malparado, sino mejorado en la ficción, ya que, si en la vida real actuó como un villano seductor, en ésta el villano termina regenerándose, al arrepentirse de su vil conducta con Dorotea y aceptar casarse con ella según le había prometido en matrimonio secreto.

En algunos de esos críticos, como el mentado padre Rapin en su Réflexions sur la Poétique (1671), la sátira política tiene a la vez un alcance personal e institucional. Como sátira personal va dirigida, según él, contra el duque de Lerma, tesis también defendida por el autor también francés Moreri en su Diccionario histórico (1681). Ni uno ni otro alegan análisis literario alguno ni documento histórico como base de su tesis. Moreri se limita a repetir lo dicho por Rapin. Y éste no tiene más fuente que una tradición transmitida de boca en boca desde un misterioso personaje, don Lope, a quien Cervantes habría confiado su secreto, y que a Rapin, según su propia confesión, le ha llegado a través de un amigo que lo habría escuchado directamente del tal don Lope. Según esta tradición, Cervantes habría escrito el Quijote movido por el resentimiento hacia el duque de Lerma por haberle tratado con desprecio. Pero esta tradición merece tanto crédito como el escrúpulo histórico de ambos críticos cuando nos presentan a Cervantes como secretario del duque de Alba.

Además, aunque fuera cierta esa tradición, no basta ello solo para establecer que la novela cervantina sea una caricatura del duque de Lerma; el material literario, como hemos dicho, no permite alimentar semejante tesis. Por otra parte, la potencia del Quijote como novela cómica y paródica de los libros de caballerías es tal, que el supuesto origen de la misma que ambos autores le atribuyen se desvanece como tal para integrarse como parte de la campaña de Cervantes contra la literatura caballeresca. Lo mismo cabría decir de quienes sostienen que la novela es una sátira personal de cualquiera de los otros personajes históricos, que además lo afirman como mera ocurrencia, sin aportar análisis alguno ni histórico ni literario.

En cuanto sátira política no personal, el Quijote tiene como blanco de sus ataques, de acuerdo con Rapin, nada menos que tres instituciones: la aristocracia, la caballería y la propia nación española. Luego de haber declarado que don Quijote es, en el fondo, la pintura satírica del duque de Lerma, escribe que «la novela de don Quijote...es una sátira muy fina de su nación» y que la razón por la cual ridiculiza a la nobleza española en su obra es «porque estaba encaprichada con la caballería» (Rius, Bibliografía crítica de las obras de Miguel de Cervantes Saavedra, vol. III, pág. 190). Rapin interpreta el ataque a la nobleza como un ataque contra la propia España. De esta manera el estudioso francés se convierte en el pionero de las interpretaciones políticas impersonalistas de carácter institucional. En términos similares, se expresa Moreri (ibid.). Rapin y Moreri influyeron en autores ingleses del XVII al XIX, como sir William Temple y Byron, y españoles del XVIII, tal como José Carrillo y Juan Maruján, que asimismo comprendieron el Quijote como una burla de la aristocracia española y de sus nobles ideales, lo que les llevó a reprochar a Cervantes una actitud antiespañola, pues sus burlas habrían tenido un efecto perjudicial para España, tan perjudicial, según Temple –y él fue el primero en señalarlo-, que habrían sido una importante causa de la decadencia de España.

Antes de despedirnos de la concepción de la novela cervantina como dotada de un simbolismo político satírico de carácter personal, es menester recordar que, aparte de no haber ninguna base seria en la que apoyarse, salvo la mera ocurrencia, tal forma de entender la sátira como dirigida contra personas es ajena al espíritu de Cervantes. Según él, la sátira no ha de tener como blanco las personas, sino los vicios en general. Por dos veces lo repite en el Quijote. La primera vez en la sexta estrofa del poema burlesco de Urganda la Desconocia, antepuesto a la primera parte de la novela, donde la maga del Amadís aconseja no meterse en saber vidas ajenas. La segunda en el discurso de don Quijote pronunciado en el curso de una conversación con don Diego de Miranda, en el que censura el uso personal de la sátira:

«Riña vuesa merced a su hijo si hiciere sátiras que perjudiquen las honras ajenas, y castíguele y rómpalas; pero si hiciere sermones [críticas sociales o morales] al modo de Horacio, donde reprehenda los vicios en general... alábele, porque lícito es al poeta escribir contra la envidia, y decir en sus versos mal de los envidiosos, y así de los otros vicios, con que no señale persona alguna.»(II, 16, 668)

El Quijote como alegoría política impersonal

Pero las interpretaciones políticas del Quijote más importantes e influyentes han sido, sin duda, las de carácter impersonal. Entre éstas cabe discernir, a su vez, varias orientaciones hermenéuticas.

En primer lugar, están las que presentan la novela o algunos de sus episodios como una alegoría de hechos políticos.

En segundo lugar, cabe citar las que ven en ella una sátira en clave simbólica de instituciones particulares de signo político, tales como la aristocracia, la caballería, la Inquisición, en cuanto instrumento político, o la monarquía.

En tercer lugar, colocamos las que ante todo la interpretan como la formulación simbólica de un ideario o programa político, ya sea éste factible o de tipo utópico.

Por último, cabe mencionar el género de interpretaciones que identifican en el Quijote una alegoría política cuyo referente no es una institución particular, sino la institución política por excelencia, la propia España como entidad política, a la que se subordinan las demás instituciones.

Naturalmente, no todas las aproximaciones políticas impersonalistas se ajustan perfectamente a una u otra de estas cuatro variedades. No se trata de una división en categorías excluyentes. También aquí caben las interpretaciones mixtas, que incluyen elementos de dos casilleros, de tres e incluso de los cuatro. Ello no convierte en superflua la clasificación, pues, aparte de haber enfoques que se amoldan a los modelos puros, algunas de las mixtas se escoran hacia un polo más que hacia otro. Por otro lado, la distinción de cuatro modalidades según criterios políticos diferentes tiene la utilidad de ayudar a fijarnos en los aspectos políticos pertinentes para analizar la contribución de sus principales adalides, pues son éstos y no otros los que la hermenéutica impersonalista en sus distintas tendencias ha tomado en consideración cuando ha dirigido su atención al Quijote.

El Quijote, ataque a la monarquía y apología de una república democrática

Aunque, como hemos visto, las interpretaciones políticas impersonalistas se remontan a la crítica francesa de fines del XVII, el primero en proponer una concepción de este cariz relativamente argumentada basándose en material literario e histórico ha sido una vez más Díaz de Benjumea, bien es cierto que quizá con el precedente de Agustín Durán. La concepción del abanderado de la crítica simbólica en España es además de carácter mixto, esto es, susceptible de analizarse según los cuatro considerandos arriba discernidos.

En efecto, de acuerdo con Benjumea, el Quijote nos ofrece un simbolismo político cuádruple, pues, a la vez que contiene referencias veladas a hechos históricos e instituciones políticas, encontramos en él una filosofía y programa políticos y a España, la de Felipe II, que está constantemente asomando en el fondo de sus glosas. No obstante, sobre todo ello se sobrepone su afán permanente de pintarnos a un Cervantes enemigo de la monarquía y partidario de la república y la democracia, lo que será un sello inconfundible, como veremos, de los principales representantes de la denominada escuela esotérica.

A Cervantes, al que retrata como una especie de héroe cultural, a la manera de Carlyle, o genio visionario de los grandes avances políticos y sociales de la sociedad contemporánea, le atribuye un pensamiento republicano, democrático y librepensador en la línea del liberalismo reformista, cuyos ideales emancipadores y humanitarios habría presagiado. Las piezas principales sobre las que descansa la exégesis del pensamiento político de Cervantes por parte de Benjumea son el discurso de la edad de oro, el episodio del Caballero de los Espejos y el del gobierno de Sancho de la ínsula Barataria.

El primero constituye para el crítico liberal nada menos que la proclamación de los ideales de la Revolución francesa de libertad, igualdad y fraternidad. Benjumea no tiene dificultad alguna en reconocer a un «alma superior» como la de Cervantes «tendencias democráticas» y un «fondo excesivamente liberal y humano»; como reacción al régimen despótico en que nació y se educó, se habría desarrollado en su espíritu el amor a la libertad, igualdad, fraternidad, justicia y demás ideas sublimes, cuya expresión encontramos en el discurso sobre la edad dorada y en el escena rústica con los cabreros a los que dirige su arenga. Ya en esta escena sencilla en que el hidalgo se sienta a comer con los cabreros, dispuestos a compartir sus alimentos con la hambrienta pareja, ve la encarnación de la igualdad y la fraternidad, ideas ensalzadas luego en el discurso y que no remiten, según la exégesis de Benjumea, a una mitológica edad de oro, pues «un hombre ilustrado» como Cervantes tenía que saber que las edades primitivas fueron edades de degradación y servidumbre; siendo el alcalaíno un «vate, genio y hombre del porvenir» la proclamación de tales ideas y demás del género sublime no es sino el anuncio de una edad dichosa futura, en que todas ellas alcanzarán su realización (véase Don Quijote de la Mancha, edición anotada por Benjumea, Muntaner y Simón, 1880-3, reeditada por Jover en 1988, vol. 1, págs. 535-6).

En el segundo ve una formulación de los principios políticos de Cervantes, la democracia, la tolerancia y el librepensamiento en antagonismo con los que rechazaba, el despotismo, la intolerancia y la Inquisición; los de Cervantes los encarna don Quijote y su señora, mientras los combatidos por él estarían representados en la novela por su antagonista en la segunda parte de ésta, el bachiller Sansón Carrasco y sus diversos disfraces, como Caballero de los Espejos o del Bosque y Caballero de la Blanca Luna, y su dama; de este modo el antagonismo entre don Quijote y Sansón Carrasco, con sus respectivas damas asimismo enfrentadas, se convierte en símbolo del antagonismo entre dos modelos políticos de España contrapuestos: don Quijote, de acuerdo con Benjumea, representa la nación española en tanto busca la luz, la verdad, la democracia y el progreso, ideales encarnados por Dulcinea; frente a esta España luminosa, libre, progresista y enemiga del despotismo y la Inquisición personificada por don Quijote y Dulcinea, Sansón Carrasco, con sus diversos disfraces, y Casildea personifican, en cambio, la España negra y reaccionaria, la España sojuzgada del absolutismo, la Inquisición y el fanatismo. Estas tesis, ya adelantadas en El Correo de Alquife (1866), las reitera, años después, vigorosamente en sus notas a su edición anotada del Quijote (1880-3):

«El simbolismo de la aventura del caballero de los Espejos es un verdadero esfuerzo del genio de la sátira, coronado con éxito más feliz. Todo conspira y concurre a representar dos combates y dos personajes combatientes al mismo tiempo, en uno de los cuales versa el fondo sobre intereses privados y en otro sobre intereses universales. Aquí pelean dos caballeros bajo un aspecto y dos creencias o sistemas bajo el otro. Aquí hay dos damas por una parte y por otra dos ideas, dos principios de política. De un lado vemos al caballero de los Espejos y a don Quijote, a Dulcinea y Casildea, y de otro a Blanco de Paz y Cervantes, y en éstos al espíritu intolerante en el primero y al espíritu libre en el segundo; a la fe avasalladora en Casildea y a la razón tolerante en Dulcinea. El caballero de los Espejos desaparece para dar lugar al dominico, al comisario oficioso del Santo Oficio; don Quijote desaparece para dar lugar a Cervantes enemigo de la Inquisición y de los fanatismos.»

Como bien se ve, de acuerdo con este pasaje, el Quijote contiene, amén de un ideario político, una crítica de instituciones particulares como la Inquisición, alma y resorte de la política de la época, según Benjumea. El ataque a las instituciones políticas se percibe con más claridad aún en la exégesis alegórica de la aventura de los enlutados o del cuerpo muerto (que erróneamente confunde con la de los disciplinantes), donde vemos los principios políticos de Cervantes y la crítica a las instituciones políticas o cuasipolíticas, como la Inquisición, en su expresión histórica, y no en abstracto. En esta aventura, que ya comentamos al hablar de su interpretación autobiográfica, el enemigo contra el que combate don Quijote-Cervantes no es ya el despotismo o autoritarismo en abstracto, sino su personificación histórica, que no es otro que el gobierno de Felipe II, cuyo reinado nos describe Benjumea con unos tintes sombríos en la línea de la leyenda negra, que tantos estragos hizo entre muchos liberales españoles decimonónicos. El clero enlutado, encabezado por el clérigo de Alcobendas, simboliza a la Inquisición, que actuaba como brazo político de la monarquía filipina, y al bando y política de Felipe II. Por tanto, la arremetida de don Quijote contra los enlutados en venganza del caballero muerto de la litera simboliza la pelea de Cervantes contra la Corona, contra la Inquisición y en general su enfrentamiento contra la España que encarnaba Felipe II, al que además hace responsable de la misteriosa muerte de Juan de Austria, que en esta aventura estaría representado por el caballero muerto de la litera.

Resumiendo, en este episodio Benjumea halla, conjuntamente reunidos, la doctrina política de Cervantes, un ataque a las instituciones, como la Corona, la Inquisición y la España misma felipina, así como la referencia a un hecho político, imaginario según sabemos hoy, como sería el supuesto asesinato político de Juan de Austria, tan querido y admirado por Cervantes, detrás del cual estaría encubiertamente la mano negra de su regio hermano. Está claro que el cuadro tétrico que nos pinta del reinado de Felipe II es el mismo que él supone que el propio Cervantes tenía y de acuerdo con el cual Benjumea glosa episodios tales como el del Caballero de los Espejos. He aquí la siniestra imagen que Benjumea conjetura que Cervantes en su madurez debió de forjarse sobre Felipe II, aunque no duda que en su juventud sintiese veneración y afecto:

«Después que vio lo errado de su política y de su celo religioso; desatendidas sus indicaciones sobre lo que debía intentarse en África, invertidos los tesoros de España en inútiles guerras en Flandes, en intrigas en Francia y en reliquias y en frailes en España, otro debió ser el sentimiento de un hombre sensato y superior hacia el fautor de tantos desastres.
Hoy admiten pertinaces opositores a mis comentarios, que el dardo de la crítica del Quijote viene a clavarse en el gobierno y en el hombre que quería abarcar hasta lo más mínimos detalles de la administración. El tono y médula del soneto al túmulo basta para conocer lo que sentía del prudente atlante nuestro poeta, y más si se agrega a esto que Cervantes fue admirador y apasionado de don Juan de Austria y hubo de sospechar que quien ordenó la muerte de don Juan de Escobedo y otras misteriosas de varios personajes, pudo muy bien alcanzar al vencedor de Lepanto desde el coro del Escorial. La verdad sobre el Quijote,» pág. 167

Como se ve, no tiene reparo alguno en entenebrecer la imagen del reinado de Felipe II, falsificando la realidad histórica, si es menester, con la atribución al rey de asesinatos que no ordenó cometer. Pero Benjumea necesita fabricarse el cuadro de un rey cruel y tiránico al que un Cervantes-Quijote, al que adorna con una aureola romántica, habría hecho frente.

Finalmente, la exégesis simbólica puesta en práctica por el cervantista liberal nos descubre en el gobierno de Sancho de la ínsula Barataria el credo democrático de Cervantes y su confianza en la capacidad del pueblo o estado llano, al que Sancho representa, de conquistar la soberanía y de gobernarse democráticamente. Al elevar a Sancho al gobierno de una ínsula y mostrárnoslo dictando sentencias y promulgando pragmáticas, con lo que da a entender que el pueblo es capaz de gobernar tan bien como el mejor gobernador del mundo, el alcalaíno, al tiempo que nos instruye haciéndonos ver que el poder no es patrimonio de castas, habría previsto el triunfo de la igualdad, la democracia, la soberanía popular y en suma la capacidad del pueblo de emanciparse, a través de la educación, simbolizada en el texto en los consejos con los que don Quijote pretende instruir a su escudero.

Varios críticos cervantistas, adscritos a la escuela esotérica de Benjumea y situados también en la misma línea del liberalismo progresista decimonónico, propusieron una interpretación política muy semejante a la de éste, esto es, como un ataque a la monarquía tiránica, encarnada por Felipe II, y una defensa de la democracia. Entre ellos se incluye Benigno Pallol (también conocido por el pseudónimo de Polinous), quien, en su Interpretación del Quijote (Primera parte), de1893, nos retrata a un Cervantes que nos dibuja una España que anhela emanciparse de la tiranía monárquica felipina, respaldada por la no menor tiranía religiosa ejercida por la Iglesia a través del Santo Oficio. La desbordante imaginación de Polinous ve un símbolo en el enjaulamiento de don Quijote, al final de la primera parte, de la inmovilización del pueblo español, atado de pies y manos en una jaula como el hidalgo manchego por los malos encantadores de la realeza y el clero sacerdotal que lo tienen sometido y rendido.

Asimismo se incluye el jurista argentino Adolfo Saldías, quien, en su libro Cervantes y el «Quijote» (1893), nos brinda una interpretación según la cual la novela cervantina describe la lucha entre dos tendencias políticas que se disputaban la sociedad: la aristocracia, conservadora, simbolizada por don Quijote, y la democracia, simbolizada por Sancho. La única diferencia relevante con respecto a Benjumea reside en que para Saldías, don Quijote, lejos de ser un símbolo de la idea democrática, es un representante de los ideales políticos de la aristocracia, pues, en cuanto miembro de la nobleza, defiende la política de privilegios del Antiguo Régimen y las prerrogativas de su linaje; pero coinciden en ver en Sancho la personificación del estado llano y la capacidad del pueblo español para gobernarse a sí mismo.

Naturalmente, de acuerdo con Saldías, Cervantes se pone del lado del bando democrático. Pero como no hay pasaje alguno al que agarrarse para sustentar la tesis de un Cervantes demócrata echa mano de un truco, ya anticipado por Benjumea, del que se van a aprovechar mucho los defensores de las interpretaciones alegóricas, sobre todo de las que buscan mensajes políticos o religiosos heterodoxos, a saber: suponer que Cervantes, debido al temor a la Inquisición y al absolutismo monárquico, expresó sus ideas de forma alegórica y solapada para soslayar su censura y quizás la represión. De este modo se pretende legitimar el uso del método esotérico para comprender el supuesto mensaje oculto del Quijote. Lo seguidores de la escuela de Benjumea abusaron de este tipo de exégesis con todo tipo de extravagancias, pero no han sido los únicos. Américo Castro, como ya hemos podido comprobar, a través de su tesis de un Cervantes hipócrita, ha sido en el siglo XX el mayor especialista en el uso de este tipo de triquiñuelas que permiten ver en el magno libro cervantino lo que uno quiera ver. En cuanto a Saldías, por el momento basta con lo dicho; pero volveremos sobre él cuando analicemos su contribución a la interpretación social del Quijote

Pero el más extravagante y arbitrario de los seguidores de la escuela esotérica de Benjumea fue, junto a Polinous, Baldomero Villegas. Su Estudio tropológico sobre el «Don Quijote» (1899) es un cúmulo de despropósitos. La novela sigue siendo una lucha entre dos principios políticos, el del liberalismo reformista que aboga por una España organizada como república democrática, encarnada por don Quijote, quien contaría con el apoyo del pueblo, simbolizado por Sancho, y la tiranía, encarnada por la alianza entre la monarquía autoritaria de Felipe II y el clero inquisitorial y los jesuitas, que en la novela están representados ahora respectivamente por el Barbero, pues éste es el que sangra y hace la barba al pueblo, y el Cura. A partir de esto desarrolla un comentario que le lleva a ver en la novela, en una línea regeneracionista, una panoplia de recetas para reformar España y resolver todos sus males. He aquí un botón de muestra de la manera como, con una fantasía desbocada, se las ingenia el autor para descifrar en la aventura del yelmo de Mambrino su presunto sentido oculto, que no sería otro sino que Cervantes era republicano:

«En la aventura del yelmo de Mambrino, Cervantes da forma a su idea comparando la corona a una bacía de barbero, lo que parece indicar que Cervantes era republicano, dado que la bacía es un menaje que se usa para desangrar y hacer la barba al pueblo.»

El Quijote ni es antimonárquico ni una censura del reinado de Felipe II o Felipe III

Terminemos este punto, antes de pasar al siguiente, con un análisis crítico. En general, la interpretación política de la escuela esotérica, encabezada por Benjumea, que tiene como tema dominante, no importa las diferencias entre ellos, la presentación del Quijote como un ataque a la monarquía y una defensa de una república democrática, es un puro dislate. Ni Cervantes ni don Quijote son antimonárquicos, ni republicanos ni demócratas. Todos esto es un puro anacronismo, como ya objetaron los críticos contemporáneos, entre los cuales, por señalar a los más destacados, merecen ser mencionados Tubino, Valera, Asensio, Manuel de la Revilla y Menéndez Pelayo.

En cuanto a la monarquía, Benjumea y compañía no distinguen entre la crítica del reinado de Felipe II y el rechazo de la monarquía como tal, independientemente de quien la encarne. Dan a entender que Cervantes, al tiempo que apuntaba sus dardos supuestamente contra el Rey Prudente, estaba rechazando la institución monárquica. Pero, como vamos a ver, Cervantes no hizo ni lo uno ni lo otro, ni realizó enmiendas a la parte, ni al todo, esto es, ni cuestionó aspectos parciales de su reinado ni menos aún la monarquía como tal.

En cuanto a lo segundo, lo primero que debemos decir es que tanto la caballería histórica como la literaria, reflejada en los libros de caballerías, es inconcebible al margen de la monarquía, con la que va indisociablemente asociada. Recordemos que una de las funciones fundamentales del caballero andante, según el propio don Quijote, es ser defensor de reinos en apuros y concluir su carrera heroica como heredero de un reino o imperio, luego de desposarse con la princesa heredera, al igual que su admirado Amadís finalizó la suya como heredero del rey Lisuarte, luego de casarse con su hija, la princesa Oriana. Por si esto fuera poco, en dos ocasiones solemnes don Quijote realiza una profesión de fe monárquica. En la primera de ellas, al joven que va a la guerra, le anima a convertirse en soldado alegando que, después de servir a Dios, no hay otra profesión más honrada y provechosa que la de servir a su rey y señor natural en el ejercicio de las armas (II, 24, 739). La segunda vez en el discurso sobre las razones acerca del uso legítimo de las armas, donde una de ellas es que los varones prudentes o las repúblicas bien concertadas, dice don Quijote, tienen derecho a usarlas precisamente en servicio del rey en guerra justa (II, 27, 764). Es evidente, pues, que si nos atenemos a los datos del Quijote, que se hallan corroborados por los biográficos, y nos olvidamos del recurso a alegorismos esotéricos que permiten probar casi todo, resulta ridículo calificar a Cervantes de enemigo de la monarquía. Por otro lado, nada es más natural que el que sea así, pues en los tiempos de nuestro autor todo el mundo era monárquico, incluidos los grandes teóricos políticos de aquel entonces, con la excepción de Maquiavelo y otros teóricos italianos, y no estaban las circunstancias maduras para cuestionar la monarquía como tal.

Es asimismo un despropósito querer ver en la magna novela una sátira del carácter tiránico del gobierno de Felipe II. Para empezar, en ella no hay siquiera una referencia crítica o burlesca a él, mucho menos a su supuesto carácter autocrático, según pretenden los cervantistas esotéricos. Si nuevamente dejamos aparte sus caprichosas y fantasiosas construcciones herméticas y nos atenemos a los datos positivos, el hecho es que en el Quijote sólo se halla una alusión expresa a Felipe II, en la historia del cautivo, y ésta tiene un sentido positivo, pues se le menciona en relación con uno de los más importantes éxitos de su reinado, el triunfo en la batalla de Lepanto. Y en otra alusión, esta vez tácita, sin mencionar su nombre, don Diego de Miranda se refiere a él y a su sucesor, Felipe III, como protectores de las letras: «Pues vivimos en siglo donde nuestros reyes premian altamente las virtuosas y buenas letras» (II, 16, 665).

Es cierto que, en otros escritos cervantinos, como en la Canción segunda a la Armada Invencible, escrita inmediatamente después de enterarse del desastre; en el soneto compuesto con motivo del saqueo de Cádiz en julio de 1596 por los ingleses comandados por el conde de Essex; en el dirigido al túmulo levantado en Sevilla en honor del difunto monarca o en las quintillas compuestas como elogio fúnebre del rey recién muerto, se refleja una actitud crítica hacia el monarca. En el primero de ellos, en el que se exhorta al rey a proseguir la lucha contra los ingleses, parece quejarse de su escaso ánimo militar; en el segundo, glosa mordazmente una de las desgracias ocurridas durante su reinado («Vimos en julio otra Semana Santa»), bien es cierto que el objeto de sus dardos se concentra en la ridícula y tardía reacción del duque de Medina Sidonia, quien acudió a socorrer Cádiz cuando los marinos ingleses ya se habían marchado; en el tercero se censura la pomposidad y excesivo aparato desplegado en las honras fúnebres del monarca, pero no se censura en él su política; y en las quintillas se alude a la bancarrota económica del final de su reinado. De los cuatro sólo el primero y el último contienen una referencia directa a la política de Felipe II en tono de reproche. Pero, aun admitiendo esto, con todos los matices que se quiera, no es menos verdad, y esto es lo que deseamos destacar, que en la gran novela Felipe II no recibe ni la más mínima reprensión.

Aun así, hay quien, como Américo Castro, se empeña en ver en ella una censura de la política de Felipe II. Bien es cierto que Castro no llega a los extremismos de la escuela esotérica de Benjumea. Ni pretende pintarnos un Cervantes antimonárquico ni tampoco censurador del supuesto despotismo felipino. Nos ofrece, a cambio, un Cervantes que habría escrito el Quijote como expresión de su encono, sobre todo contra la España de Felipe II, que tanto le había humillado y preterido y a quien tanto, según Castro, detestaba de todo corazón. Se trata de una tesis muy parecida a la del padre Rapin, sólo que cambiando el objeto del rencor. No obstante, Castro extiende el alcance de este rencor hasta Felipe III, pero lo concentra más sobre el Rey prudente, pues al fin y al cabo, durante el reinado de éste último es cuando Cervantes habría sufrido más y mayores humillaciones y más se le habría dado de lado. El Quijote sería así un libro batallador mediante el cual su autor se propondría saldar cuentas con la España que le tocó vivir, particularmente la de Felipe II, al que no habría respetado ni aun después de muerto, aunque tampoco se escapa la España de su sucesor (véanse Cervantes y los casticismos españoles, págs. 99-102 y Cómo veo ahora el Quijote, pág. 361). Castro ve, pues, la novela cervantina como un ataque contra la política de ambos reyes, a los que se acusa de haber regido mal España tanto política como culturalmente Tal es el mensaje político tácito de la novela, que nunca se llega a formular explícitamente por su autor.

En cuanto a Felipe II, nos parece que la tesis de Castro carece de apoyo. Toda su construcción se basa más en datos biográficos de Cervantes y en otros escritos suyos, como los arriba citados, que en el Quijote, del que no logra extraer pasaje alguno en que fundar su tesis. Se limita meramente a relacionar su particular interpretación del discurso de don Quijote sobre las armas y las letras con la actitud política de Felipe II hacia las armas. Castro lee en clave armonista el discurso: la armonía entre las unas y las otras es lo que don Quijote defiende y tal habría sido la mejor fórmula para la España felipina y del futuro, pero la relegación de las armas en la sociedad española, de lo que Cervantes culparía a Felipe II, tuviera o no razón en ello, matiza Castro (lo que a su vez cuadraría con la imagen del mismo como falto de coraje militar que Cervantes nos sugiere en la Canción segunda a la Armada Invencible), habría desviado a España de su correcto curso histórico: «Si ambas [las armas y las letras] hubieran podido armonizarse, España se habría orientado hacia Occidente y no hacia la aislada soledad de su sí mismo. Porque tampoco se puso a nivel con el mundo musulmán» (Cómo veo ahora el Quijote, pág. 375).

Pero esta construcción es completamente arbitraria. Las piezas sobre las que se levanta carecen de base de sustentación. Ni el discurso de las armas y las letras tiene un sentido armonista ni el texto sugiere vinculación alguna con la política militar de Felipe II. Una vez más, Castro se desliza por la pendiente del esoterismo más de lo que podría barruntar. En cuanto a lo primero, el discurso, lejos de ser armonista, defiende, como ya hemos dicho varias veces en otros lugares, la superioridad de las armas. En cuanto a lo segundo, en ningún momento se sugiere en el texto que las armas se hubiesen relegado en la España de la época o que los gobernantes obstruyesen todos los caminos al hombre de armas, menos aún que Felipe II las hubiese paralizado. Si en algún instante Cervantes pensó una cosa así, tal pensamiento no cabe descubrirlo en el Quijote, ni siquiera tácitamente, a no ser que se recurra a métodos esotéricos, que ya sabemos que autorizan a probar casi todo. Lo único de que se queja don Quijote, al figurarse ser un caballero andante, cuyas armas son la espada y la lanza, es de las armas de fuego modernas que, según él, son incompatibles con el heroísmo caballeresco, que exigía el cuerpo a cuerpo. Su queja no va, pues, dirigida contra la relegación de las armas, sino contra su sustitución por las modernas armas ofensivas que relegan al olvido el combate cuerpo a cuerpo y con ello el antiguo ideal de heroicidad.

En cuanto a Felipe III, sí hay alusiones en la novela cervantina que podrían dar pie para entenderse como críticas más o menos veladas de su gobierno. Pero, como vamos a ver, tampoco en este caso hay referencias a la presunta relegación de las armas por parte de este rey, aunque sí a otros aspectos de su política. En este caso, la imagen negativa que del rey Felipe III nos traza Cervantes, según Castro, descansa en su interpretación de dos episodios, el de los galeotes y el de los leones. En ambos las alusiones son implícitas, no se menciona su nombre, pero está claro, dado que la acción del Quijote tiene lugar en su presente histórico (esto es, la acción de la primera parte de la novela en torno a 1604 y la de la segunda parte en 1614), que las dos menciones sólo pueden tener como referente al entonces rey de España, Felipe III. En el primero de ellos, don Quijote no cambia su propósito justiciero al oír que los galeotes eran «gente forzada del Rey» (I, 22), condenados por la justicia real y al actuar así incurre en desacato al monarca, quien es igualmente desacatado en la aventura de los leones, pues don Quijote obliga al leonero a soltar de la jaula uno de los dos para combatir con él, sin arredrarse por el hecho de que éstos, enviados como presente al rey por el general de Orán (entonces plaza española de la costa argelina), viajen bajo la salvaguardia de «las banderas del Rey nuestro señor». Castro interpreta todo esto como un acto de rebeldía ante la Corona, cosa que por cierto nadie percibió así en su época. Y es que, a nuestro juicio, no hay motivo para ello.

Incluso aunque hubiese una intención burlesca en ambos pasajes, escaso es su alcance, pues nada de verdadera relevancia política se le reprocha al referente de ambos, Felipe III. En el segundo de ellos no se le reprocha nada: sólo una lectura en clave simbólica o más bien esotérica permite ver algo más de lo que manifiestamente se dice y en el primero de ellos hasta el propio Castro acaba reconociendo que el desmán de don Quijote parece dirigirse más contra los jueces injustos que contra la autoridad real.

En cuanto al desacato en sí, en el contexto en que se inserta, carece de intencionalidad política de carácter satírico, pues lo que Cervantes se propone es ridiculizar tópicos de los libros de caballerías a través de la locura quijotesca, de manera que en ambos episodios la intervención de don Quijote, incluso desacatando al rey, debe entenderse como una manifestación de hasta dónde llega su demencia como manía caballeresca. El desacato no se nos presenta como una crítica encubierta de la realeza, sino como un aspecto de la burla de don Quijote como autoproclamado caballero andante.

Recordemos que la aventura de los leones viene precedida por un incidente que imprime a todo el episodio, no ya un aspecto burlesco, sino incluso grotesco que le da el aire de una bufonada: se trata de que apenas unos instantes antes de tener ante sí el carro de los leones don Quijote se encasqueta la celada o yelmo con unos requesones dentro que caen como chorreras por su cara y barba. El propio Castro reconoce que esto rebaja la mordacidad del relato con respecto al rey: «Cervantes reforzó el elemento grotesco, e hizo que don Quijote cubriera su cabeza, llena de ilusorias caballerías, con un yelmo repleto de requesones. El desa-cato [así lo escribe Castro] tomaba así aspecto de payasada» (Cervantes y los casticismos españoles, pág. 130). No obstante, recalcitrante, años después en su Cómo veo ahora el Quijote vuelve a la carga presentándonos la actuación de don Quijote como una falta de respeto ante los símbolos de la realeza, signo de la rebeldía de don Quijote ante las autoridades políticas, bien es cierto que paliada, pero no anulada, por la intensificación de la demencia quijotil. Y puesto que, de acuerdo con su interpretación biográfica, don Quijote es Cervantes, sería éste mismo el que mostraría una actitud irrespetuosa, rebelde ante las insignias de la realeza.

Todo esto es un disparate. Es evidente que la perturbación mental del noble hidalgo no sólo palia, sino que anula cualquier intento de ver en la acción de don Quijote una burla de la monarquía encarnada por Felipe III. En efecto, el sedicente caballero manchego, arrebatado por la manía caballeresca, no cree que esté cometiendo un acto de desacato, sino afrontando una aventura que la ocasión le brinda propicia. A la advertencia de don Diego de Miranda, con la intención de detenerlo y así evitar males mayores, de que «los leones van presentados a su Majestad, y no será bien detenerlos ni impedirles su viaje» (II, 17, 672), don Quijote replica: «Yo sé si vienen a mí o no estos señores leones». Esto es, desde el punto de vista de su mente perturbada por la manía caballeresca, no hay falta de respeto alguna al rey, puesto que él cree saber perfectamente que los leones vienen a él para darle la oportunidad de lucirse como caballero andante remedando a lo héroes caballerescos que, en tantos libros de caballerías, se habían enfrentado a leones, un motivo habitual en este género literario.

En cuanto a la aventura de los galeotes, en cuyo caso el caballero manchego comete un auténtico desmán al liberar a unos delincuentes (a diferencia de su otra intervención cuyas consecuencias son inocuas, ya que ni siquiera él sufre percance alguno en su fracasado combate con el león), no se olvide que los cuadrilleros se lanzan a su búsqueda para apresarlo y que al final se salva porque, gracias a la mediación del cura, se dan cuenta de que es un loco. Por tanto, su vesánica actuación como enloquecido caballero andante cancela cualquier interpretación del lance como un acto de rebeldía frente al rey. Es evidente que si él hubiese percibido algún atisbo de deslealtad hacia el rey en su decisión de liberar a los galeotes, no hubiese dado un paso adelante.

Además, desde la perspectiva monárquica de don Quijote carece de sentido cualquier ensayo de comprender la actitud quijotil en ambos episodios como de rebeldía o de falta de respeto hacia la Corona. Hemos visto que don Quijote se proclama defensor del rey y de reinos y que su propia condición de caballero andante es inseparable de la institución monárquica. Sería absurdo, pues, pensar que al autoproclamado caballero andante se le ocurriese siquiera actuar deslealmente. Por otro lado, conviene recordar que, incluso cuando el caballero andante tiene diferencias con su rey, debe mantener su lealtad, no siendo apropiado ni decir ni hacer nada que siembre la más mínima duda sobre su fidelidad. Así es como actúa Amadís de Gaula, el héroe predilecto de don Quijote, quien, a pesar de sus diferencias con el rey Lisuarte que conducen al enfrentamiento entre ambos, siempre le guarda fidelidad, sin hacer ni decir nada que pueda perjudicar al rey. Por el contrario, cuando Lisuarte esté en apuros, como en las dos guerras contra el rey Arábigo y sus partidarios, como Arcaláus, el auténtico maquinador de ambas, Amadís saldrá en su defensa dándole la victoria en el primer caso y salvándole incluso la vida en el segundo, lo que será un buen acicate para su ulterior reconciliación. Es difícil pensar que don Quijote pueda obrar de otro modo que su admirado Amadís.

Para concluir con esto, no queremos dejar pasar por alto que Castro, tan dispuesto a ver en estos episodios una posición crítica por parte de Cervantes ante la monarquía encarnada por Felipe III, omite, en cambio, sacar a colación la elogiosa mención de este monarca en relación con el decreto de expulsión de los moriscos. Su proceder es llamativo: por un lado, magnifica el supuesto sentido crítico de los pasajes comentados con respecto a Felipe III a propósito de un asunto nimio, un presunto desacato cometido por un chiflado hidalgo; por otro lado, silencia un pasaje en que nada menos Cervantes, a través del morisco Ricote, se refiere al monarca como «el gran Filipo Tercero» en relación con un asunto político de enorme importancia política, el citado decreto de expulsión de los moriscos, que no duda en ensalzar como «heroica resolución».

El Quijote no es una apología de la democracia

En cuanto a la presentación del Quijote como adalid de la democracia por parte de Benjumea y sus partidarios, lo cosa roza el dislate. Es cierto que en el discurso de la edad de oro el ingenioso caballero habla de libertad, igualdad (al menos implícitamente, al presentarnos el estado natural como un estado en el que no hay propiedad privada y todos tienen acceso por igual a los superabundantes recursos y bienes naturales) y quizás de fraternidad (asimismo de forma tácita), pero todo esto nada tiene que ver con las modernas ideas al respecto, base de la democracia moderna. La democracia presupone una sociedad política a partir de la cual se articula. En cambio, el estado natural del que habla don Quijote es cuando menos una sociedad prepolítica, en la que no hay gobernantes ni gobernados, y no queda claro si incluso se trata de un rudimentario estado social en el que los individuos viven agrupados en familias (se mencionan casas construidas sobre estacas y cubiertas con las cortezas de los alcornoques) o un estado social al estilo de las sociedades primitivas organizadas en bandas.

Lo que sí está claro es que se trata de un orden social prepolítico, preagrícola y quizás incluso anterior a la ganadería, que no se menciona (se habla de zagalejas que andaban de valle en valle y de otero en otero, pero como no se las menciona en relación con tareas pastoriles, no queda claro si se trata de pastoras o simplemente de jóvenes solteras, duda que se ve alimentada por el hecho de que más adelante en vez de zagalejas se habla de doncellas).

Además Cervantes presenta este discurso sobre la mítica edad de oro, una especie de paraíso perdido o país de Jauja, como una chifladura del ingenioso hidalgo: «Larga arenga (que se pudiera muy bien excusar)» y «antojósele hacer aquel inútil razonamiento a los cabreros» (I, 11, 99). No se trata, pues, de ideas que defendiera Cervantes, sino don Quijote. Y aun esto es dudoso. Todo apunta a que se trata de un mero pasatiempo literario con el que lucirse ante un auditorio de pastores y cabreros. Sobre esto debe recordarse que la inserción de un pasaje sobre la edad dorada era un tópico común en la literatura pastoril del Renacimiento, que tan bien conocía don Quijote. De manera que el ingenioso hidalgo parece sacar a relucir el tema de la edad de oro por una especie de automatismo memorístico similar al de la magdalena de Proust o al de los perros de Pavlov, según nos lo describe el propio Cervantes, puesto que «las bellotas que le dieron le trujeron a la memoria la edad dorada» (ibid.). Don Quijote no va más allá de aprovechar este discurso para justificar la misión justiciera y benefactora de la institución de la caballería andante cuyo objetivo no va a ser restaurar la utópica edad dorada, sino proteger a las doncellas, «para cuya seguridad, andando más los tiempos y creciendo más la malicia, se instituyó la orden de los caballeros andantes, para defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y a los menesterosos» (I, 11, 98-9). Obsérvese cómo don Quijote une con calzador la explicación del origen y función de la caballería andante con la visión utópica de la mítica edad dorada, en que reinaban la libertad, seguridad, igualdad, bondad y la justicia perfectas. Pues la caballería andante tiene otros fines, como defender reinos y combatir en la guerra, que nada tienen que ver con la utópica y ucrónica edad de oro. La caballería andante carece de sentido al margen de una sociedad política.

Es más, el orden social que don Quijote defiende nada tiene que ver con esa libertad e igualdad naturales, lo que constituye una prueba más del carácter retórico del discurso del ingenioso hidalgo sobre el perdido paraíso. Cuando don Quijote habla de libertad o habla de ella en sentido metafísico como libre albedrío, como una propiedad de la voluntad de todo hombre como individuo racional, o habla de libertad como liberación de una situación genéricamente opresiva, como la del cautivo, el capitán Ruy Pérez de Viedma, que se libra del cautiverio o la del mismo don Quijote cuando se marcha del castillo de los Duques y lo hace como si escapase de un encierro, lo que le brinda la ocasión para pronunciar su famoso elogio de la libertad, o como la de Sancho cuando deja el cargo de gobernador, al convertirse para él en una carga insoportable. Pero la libertad de que habla es siempre compatible con las instituciones del Antiguo Régimen, del que él forma parte; y don Quijote, como Cervantes, ignora, pace Benjumea y sus seguidores, la idea de libertad como libertad política, base de la democracia moderna, por lo que no se puede decir que la han presagiado o anticipado. La libertad en el Quijote no es nunca liberación de las instituciones del Antiguo Régimen, que nunca se perciben como opresivas, sino como instituciones naturales.

Lo mismo sucede con la idea de igualdad moderna, con la cual poco tiene que ver la igualdad natural de la fabulosa edad de oro, como el propio Benjumea admite, garantizada por la ausencia de propiedad privada y la posesión comunal de las cosas. Don Quijote está comprometido con la defensa de la sociedad estamental y por tanto ignora, contra Benjumea, la igualdad como negación de los privilegios estamentales y como afirmación de la igualdad ante la ley, sin importar la condición social, y desde luego la igualdad como igualdad económica, como igual acceso a los recursos y bienes económicos en el contexto de una sociedad política. Lejos de abogar por la abolición de los estamentos, don Quijote es celoso guardián de los privilegios de la nobleza, como la exención de fuero judicial, esto es, de ser juzgados por la ley común del Fuero Juzgo o de pagar impuestos, que bien trae a colación cuando le hace falta, como cuando los cuadrilleros de la Santa Hermandad se presentan para prenderlo por haber soltado a los galeotes:

«¿Quién fue el ignorante que firmó mandamiento de prisión contra un tal caballero como yo soy? ¿Quién el que ignoró que son exentos de todo judicial fuero los caballeros andantes y que su ley es su espada, sus fueros sus bríos, sus premáticas su voluntad? ¿Quién fue el mentecato, vuelvo a decir, que no sabe que no hay secutoria de hidalgo con tantas preeminencias y exenciones como la que adquiere un caballero andante el día que se arma caballero y se entrega al duro ejercicio de la caballería? ¿Qué caballero andante pagó pecho, alcabala, chapín de la reina, moneda forera, portazgo ni barca?» I, 45, 473

Orgullosamente consciente de su condición social de noble, bien como hidalgo o como autoproclamado caballero, posee asimismo una aguda conciencia de las jerarquías sociales, que, para él como para el hombre de su época, es un hecho natural, amparado por la providencia divina: «De todo lo que he dicho has de inferir, Sancho, que es menester hacer diferencia de amo a mozo, de señor a criado y de caballero a escudero» (I, 20). Y en otro lugar le declarará a Sancho ser «tu amo y señor natural» (II, 60).

Del mismo modo que don Quijote no defiende la igualdad natural ni la igualdad ante la ley, no siendo la referencia a ella más que una parte de un discurso retórico, tampoco se manifiesta partidario de suprimir la propiedad privada, que en el discurso se considera como base de las diferencias de rango social. En suma, por todo lo dicho es un despropósito presentar éste como una anticipación de los ideales modernos de libertad e igualdad sobre los que se erige la democracia moderna. No obstante, no es el único Benjumea en ver la exposición quijotil del mito de la edad de oro como la formulación de un pensamiento político. Como, más adelante veremos, Maravall también ha seguido esta senda de interpretarlo en clave política, pero con un sesgo diferente.

Por último, nos toca examinar la interpretación política del gobierno de Sancho como anticipación también de la idea de democracia, en este caso de la idea de soberanía popular y de la capacidad del pueblo de gobernarse. Otra vez estamos ante una fantasía de Benjumea y sus partidarios. Lo que con el gobierno de Sancho Cervantes pretende no es transmitirnos el mensaje político de que el pueblo es o puede ser soberano y que tiene la capacidad de gobernar como el mejor gobernador, sino ridiculizar uno de los temas literarios de los libros de caballerías, la recompensa al escudero con un reino o ínsula que gobernar. Por ello el autor se concentra en contrastar paródicamente las ambiciosas ilusiones de Sancho, alimentadas por las promesas de don Quijote, con la vulgar realidad, a través de una serie de burlas encadenadas, que conseguirán que en apenas diez días Sancho renuncie al cargo, sin llegar a saber nunca que todo fue un engaño. Si tomamos en serio a Benjumea, habría que decir que en mal lugar deja al pueblo llano quien al cabo de tan poco tiempo, rindiéndose a los contratiempos, deja el gobierno.

Desde el comienzo todo es abiertamente cómico. Los sabios consejos de don Quijote, semejantes a los que se daban a los príncipes, crean la sensación de que Sancho va a gobernar algo así como un reino, aunque radicado en una misteriosas ínsula, que el criado nunca sabrá lo que es. Pero a la hora de la verdad, bajo el rimbombante título de gobernador, lo que a Sancho se le entrega es un pequeño pueblo para ejercer más bien un cargo parecido al de alcalde, aunque se finge que es un gobernante de más alto nivel. ¿Acaso alguien en la época de Cervantes negaba que un miembro del estamento llano pudiera ejercer de alcalde? En muchas poblaciones españolas, los alcaldes eran villanos, y no por ello a nadie se le ocurre ver en esto una anticipación de la democracia y la soberanía popular. Para que el Antiguo Régimen funcionase no se requería que hasta el puesto de alcalde fuese ejercido en todos los lugares por nobles; bastaba con que el poder municipal estuviese controlado desde arriba por la Corona, aunque los alcaldes fuesen villanos, de un modo similar a como Sancho desempeña el papel de gobernador bajo control de los Duques. El propio Cervantes aborda en uno de sus entremeses, La elección de los alcaldes de Daganzo, lo que el título indica, esto es, la elección de un alcalde entre cuatro candidatos, todos ellos villanos. Sancho ni siquiera es elegido, sino nombrado a dedo por el Duque, a imitación de lo que sucedía en los libros de caballerías.

En el ejercicio del gobierno, se pone a prueba a Sancho especialmente como juez, como autor de unas ordenanzas y como defensor de la ínsula frente a un ataque, esto es, en sus manos se concentran los tres poderes, el judicial, el legislativo y el ejecutivo, lo que aleja el tipo de gobierno desempeñado por Sancho de la democracia, que entraña, entre otras cosas, la separación de los tres poderes. Cabría ver más bien al gobernador Sancho como un ejemplo de gobernante cristiano, según el modelo descrito por los tratadistas políticos españoles del Siglo de Oro, en el contexto de las instituciones del Antiguo Régimen.

Como juez y ordenancista, no sale mal librado, incluso relativamente airoso; como jefe de la defensa de la ínsula deja bastante que desear. Lo más llamativo en el ejercicio de su primera faceta es la desproporción, sin duda cómica, entre los elevados consejos dados por don Quijote acerca del modo de impartir justicia y la insignificancia de los asuntos que ha de resolver. Incluso algunos de éstos ni siquiera tienen que ver con la función de impartir justicia. Así de los ocho asuntos con que a lo largo de su gobierno tiene que lidiar la mitad son ajenos a la justicia: el caso del labrador de Miguel Turra es una descarada y burlesca petición a Sancho, que él enseguida detecta y desactiva, de trescientos o seiscientos ducados como dote para el casamiento de su hijo; el caso del mancebo graciosillo, que parece ser un delincuente, ya que ha salido corriendo nada más columbrar a los guardias, resulta ser un simple graciosico no exento de ingenio, pero ¿quién puede ganar a Sancho en hacer gracias? Enseguida descubre que carece de malicia y lo deja marchar, no sin advertirle que no se burle de la justicia. El caso de la hermosa doncella, vestida de varón e hija del hidalgo Diego de la Llana, tan sólo es una joven, que debido al encierro a que la tiene sometida su padre, se ha disfrazado de varón para recorrer el pueblo durante la noche y luego de ser interrogada por Sancho la acompaña hasta su casa; el caso, totalmente irreal, del juramento de un hombre que jura que quiere cruzar un puente para morir en la horca que hay al cabo del mismo es una especie de acertijo, que tiene la forma de una paradoja o aporía semejante a la del mentiroso, en realidad insoluble (ya que tanto si miente como si dice la verdad se va a parar al callejón sin salida de que, por un lado, se le debe permitir cruzar el puente libremente y, por otro lado, no, con lo cual no se sabe qué hacer) y que Sancho hábilmente escapa de ella apelando a los principios de justicia en los que su amo le ha adoctrinado: como no hay más razón para permitirle pasar que para lo contrario, el gobernador resuelve que le dejen pasar libremente, pues, según le enseñó don Quijote, un juez debe acogerse a la misericordia cuando la justicia esté en duda. Este caso, en realidad una versión folclórica, de la paradoja del mentiroso, sólo en una situación hipotética o imaginaria tiene que ver con la justicia.

En cambio, los otros cuatro asuntos sí que tienen el formato de litigios, en que Sancho tiene que dictar una sentencia. Pero el origen de la pendencia es en dos casos ridículo, por no decir de risa. En el pleito del sastre y del labrador, en realidad un cuentecillo procedente del folclore español, el conflicto se deriva de la creencia de éste último de que el sastre, al que le ha encargado que le haga cinco caperuzas con un pedazo de paño suministrado por él, se ha quedado con una parte del mismo, lo que el sastre niega. ¿Es verosímil que se pleitee por una cosa tan nimia, un sastre que presuntamente se ha apropiado de un pedazo de un pedazo de paño? A nuestro juicio, sólo la intención burlesca del autor explica esto, pues lo que él busca es contrastar las altas expectativas de un Sancho que se figura ser gobernador de una importante república, con la nimiedad del litigio que ha de resolver. El tono irónico que impregna el relato se advierte también en que el juez da carpetazo al caso sin abrir una investigación, y no sabiendo en realidad quién tiene razón decide darles un escarmiento a ambos, condenando al sastre a perder su trabajo y al labrador a perder el paño, lo que entraña suponer sin pruebas que ambos han obrado mal; las caperuzas se entregan a los presos de la cárcel. La sentencia es así un despropósito.

Lo mismo cabe decir del pleito del fullero ganancioso y del mirón, cuyo fondo no puede ser más extravagante y mover más a la risa. Un mirón, cómplice de las fechorías del fullero, al que ayuda a engañar en lo naipes a sus compañeros de juego, demanda justicia ante Sancho, porque considera que la comisión que le paga por su ayuda, que le reporta buenas ganancias, no es suficiente. Sancho no se da cuenta, por lo ridículo del caso, del engaño que le han tendido los criados del Duque, orquestados por el mayordomo. Y además dicta una sentencia condenatoria, pero en gran medida disparatada: en vez de darles un buen merecido a los dos, castiga severamente al mirón desterrándole de la ínsula durante diez años y, si lo quebranta, le amenaza con colgarlo de una picota, pero el fullero, el culpable principal, sale bien librado comparativamente, ya que no lo destierra y tan sólo lo condena a que pague una comisión mayor al mirón y además que pague treinta reales para los pobres de la cárcel.

Los otros dos pleitos son más serios en cuanto a su contenido, pero tampoco escapan al tratamiento humorístico por parte del narrador. El primero de ellos es un litigio entre dos ancianos, en que uno de ellos demanda al otro, que se apoya en un bastón de caña, por negarse a devolverle un préstamo de diez escudos de oro, del que no hay constancia por escrito. Es la palabra del uno contra la del otro. Esta historia, en realidad inspirada en un cuento folclórico, es escasamente verosímil, pues ¿quién se pone a pleitear cuando no se tienen pruebas de haber prestado dinero? Pero dejando esto aparte, el tratamiento irónico por parte del narrador se percibe sobre todo al plantear la solución del caso como si se tratase de un acertijo más que de un juicio. Nuevamente, Sancho llega a la solución, no como resultado de un proceso de investigación, sino con ingenio, un ingenio ocurrente al que la observación de la conducta del anciano del bastón de caña durante el juicio le sugiere que los diez escudos de oro, que le debe al otro, los tiene ocultos dentro de la caña, lo que así se descubre cuando ésta se rompe y abre.

El segundo de ellos es el pleito entre una mujer joven, presuntamente violada, y un ganadero rico, al que acusa de haberla forzado en el campo a yogar con él, quien admite haber yogado con ella pero con su asentimiento y haberle pagado por ello, aunque no lo suficiente para ella. Al final la acusación resulta ser falsa, por lo que Sancho la condena por denuncia falsa expulsándola de la ínsula y que le propinen doscientos azotes. Como en el caso anterior, el lado humorístico del mismo reside en el tratamiento literario del asunto más como una especie de acertijo, cuya solución hay que hallar con una chispa de ingenio, que como un juicio. Nuevamente, Sancho no investiga nada, no hay testigos, ni abogado ni fiscal, sino sólo un juez que, como si se jugase a resolver una adivinanza, llega al resultado correcto, que el hombre es inocente y la mujer una embustera, meramente fijándose, como en el caso precedente, en la conducta de la joven durante la vista, conducta previamente provocada por un truco de Sancho, que va a desencadenar el desenlace.

Finalmente, una pincelada sobre la política ejecutiva de Sancho y su actuación como jefe militar, pues Cervantes se extiende mucho más sobre su condición de juez. Por lo que respecta a lo primero, queremos destacar dos aspectos. Primeramente, recalcar que toda la actividad política de Sancho se enmarca dentro del orden de la sociedad estamental del Antiguo Régimen, por cuyas instituciones siente el máximo respeto. Lejos de esa imagen de prefiguración de la democracia que Benjumea y sus seguidores quieren ver pintada en el gobierno del escudero, éste se nos muestra firme defensor de las prerrogativas de la nobleza. Una de las directrices de su benéfico gobierno va a consistir precisamente, proclama Sancho, en «guardar las preeminencias a los hidalgos»(II, 49, 919). Si esto está dispuesto a hacer con los hidalgos, no hace falta decir qué hay que suponer que va a hacer con los caballeros y nobleza alta. Ya antes de iniciar su gobierno, el lector había podido comprobar que tiene perfectamente asimilada la ideología de la sociedad estamental. Ante la posible sospecha del Duque de que Sancho pretenda utilizar el cargo de gobernador para ascender de rango social, Sancho se defiende diciendo que sólo desea ser gobernador por el prurito de probar a qué sabe serlo, «no por codicia que yo tenga de salir de mis casillas ni de levantarme a mayores» (II, 42, 866), esto es, él no quiere salir de la posición social que le corresponde, no aspira a ser más de lo que es, pues la ideología del Antiguo Régimen exigía que cada cual permaneciera en el estamento en que le había hecho nacer la Providencia divina y a ella se ajusta Sancho.

En su labor ordenancista, se nos revela como un político intervensionista que cree ingenuamente que todo se puede arreglar con pragmáticas. Pretende regular casi todo, desde la protección a los labradores, otra de las directrices principales de su gobierno, hasta cosas nimias, como que las coplas cantadas por los ciegos no hablen de milagros fingidos, o asuntos morales, como la prohibición de los cantares lascivos. Saca ordenanzas contra los especuladores de alimentos de primera necesidad, modera el precio del calzado, tasa los salarios de los criados, que tendían a crecer demasiado, y crea un alguacil de pobres, para distinguir los verdaderos de los fingidos.

La ironía de Cervantes se percibe en varios puntos: en el frenético ordenancismo desplegado por Sancho, que viene a ser un reflejo bien de disposiciones de la legislación de la época bien de medidas o reformas propuestas por algún arbitrista; en la percepción de sí mismo como gobernante de un Estado o, como decían en el época, de la república, como refleja en su propio lenguaje, como cuando proclama que «la gente baldía y perezosa es en la república lo mismo que los zánganos en las colmenas» (II, 49, 919); o la aprobación de medidas que retratan su modo de ser o sus gustos, como las regulaciones sobre el vino, en las que se exige declaración de origen, para garantizar su calidad y la penalización del cambio de nombre o de su aguamiento con nada menos que con la ejecución capital. Un gustador del vino como Sancho y tan fino catador del mismo no podía permitir otra cosa. La ironía cervantina alcanza su máxima intensidad al señalarnos al final que las ordenanzas sanchopancescas son tan buenas que se guardan en aquel lugar y se conocen como «Las constituciones del gran gobernador Sancho Panza» (II, 52, 946).

Sancho destaca más por su agudeza, aunque a veces el narrador lo trate de tonto, que por su valentía. En su actuación como juez y político ordenancista el autor le ha dado la oportunidad de que brille con cierta dignidad, sin perjuicio del humorismo, precisamente sacando a relucir la agudeza y discreción sanchopancescas. El desenlace del brevísimo gobierno de Sancho va a provenir de la explotación de dos rasgos característicos del personajes: su simplicidad, que es lo que le hace aparecer a los ojos de muchos como un porro, y su propensión al miedo y escasa belicosidad, salvo que esté en juego su vida o integridad física, como en la pelea con don Quijote al intentar azotarlo para desencantar a Dulcinea. La última y más cruel de las burlas va a jugar con estos dos rasgos personales. Los tejedores de la más que pesada broma empiezan jugando con su simplicidad. Le anuncian a Sancho que la ínsula ha sido asaltada y que tiene que dirigir la defensa. Fácilmente cae en la trampa y se aprovechan de su credulidad para vestirlo con unos paveses o grandes escudos, colocados uno por delante y otro por detrás, de manera que el pobre gobernador queda como si fuese un emparedado, lo que le impide moverse con soltura. Le entregan una lanza y le piden que camine para guiarlos al combate, pero Sancho, nada más intentar andar, se cae y queda como una tortuga boca arriba, sin poder levantarse. Aunque inicialmente ha mostrado valor y no ha puesto excusa alguna para ocuparse de la defensa, a partir de la caída entra en juego el miedo, que hará presa de él y le inducirá al abandono del cargo. Caído y sin poder levantarse, le pisotean e incluso uno, subido encima de él, lo utiliza como atalaya para fingir que dirige las tropas defensivas. Ni siquiera la anunciada victoria sobre los enemigos servirá para liberarle de la zozobra y la angustia que ha pasado durante la fingida batalla. Aunque intentan reanimarlo con vino y, desembarazado de los paveses, lo sientan sobre el lecho, la angustia de Sancho ha sido tan fuerte, que, como escribe el narrador, «desmayóse del temor, del sobresalto» (II, 53, 956). La experiencia ha sido tan terrible para él que nada más recuperarse del desmayo, sin que nadie le pueda detener, Sancho ha tomado la insobornable determinación de renunciar al gobierno. Como dirá más adelante, en su discurso al rucio, «no nací... para defender ínsulas ni ciudades de los enemigos que quisiesen acometerlas» (II, 53, 957).

El balance que hace el mayordomo del gobierno de Sancho antes del episodio del asalto es ambiguo: admite que sus hechos y dichos le causan admiración, pues «andaban mezcladas sus palabras y sus acciones, con asomos discretos y tontos» (II, 51, 938). Más adelante, lo califica de «discreto gobernador» (II, 51, 940), no sin ironía. En cambio, el balance que el propio Sancho hace de su gestión, sin duda compartido por el narrador, en el monólogo que dirige a su rucio, es más bien negativo. Luego de confesar que ha sido ambicioso y soberbio, reconoce que no ha nacido para gobernador, sino más bien para ser agricultor: «Mejor se me entiende a mí de arar y cavar, podar y ensarmentar las viñas, que de dar leyes ni de defender provincias ni reinos» (II, 53, 957).

Más adelante, luego de un casual encuentro con el morisco Ricote, vecino y amigo suyo antes de la expulsión, Sancho le confesará, en el decurso de una interesante plática, que la principal lección que ha recibido de su experiencia como gobernador de una ínsula es haber sabido que «no soy bueno para gobernar, si no es un hato de ganado» (II, 54, 966). Declaración con la que no puede estar más de acuerdo Ricote, que conoce bien a Sancho y no ignora sus limitaciones, entre ellas la de no saber siquiera lo que es una ínsula, ignorancia de la que sin éxito intenta sacarle el morisco, que demuestra tener más ilustración que su convecino. Por eso, después de relatarle Sancho que ha sido gobernador de una ínsula a tan sólo dos leguas del paraje donde están y de procurar Ricote hacerle ver infructuosamente que no hay ínsulas en tierra firme, sino dentro de la mar, al morisco poco más le falta para darse cuenta de que lo que le cuenta Sancho sobre su gobierno es un disparate y aun llega a dudar de su cordura, pues, según su entender, aparte de no haber ínsulas donde dice Sancho que las hay, carece de dotes y preparación para ser gobernador. De ahí que, no sin mordacidad y dureza, Ricote le replique: «¿Quién te había de dar a ti ínsulas que gobernases? ¿Faltaban hombres en el mundo más hábiles para gobernadores que tú eres? Calla, Sancho, y vuelve en ti» (ibid.). Pero Sancho, a pesar de las duras palabras con que su amigo morisco intenta sacarle de su engaño, seguirá creyendo que realmente ha sido gobernador de una ínsula en las cercanías de Zaragoza.

Tres observaciones nos sugiere todo esto. La primera es que la declaración autocrítica de Sancho, que el autor no corrige o matiza para rebajar su lado más duro, sino en todo caso lo contrario, como vamos a observar, es otro fiel reflejo de su perfecta asimilación de la mentalidad, arriba descrita, del Antiguo Régimen, al que él pertenece. La segunda es que en ella se deja traslucir la convicción de Sancho de haber estado gobernando una entidad política importante, quizás un reino o a lo menos una provincia. Y la tercera, y ésta va en contra de la interpretación democrática de Benjumea y sus seguidores, es que transmite claramente la idea de que un modesto labrador de condición villana e iletrado no es alguien adecuado para el ejercicio de un cargo tan importante. Por si esto no estuviera claro, a través del propio Sancho el autor dirige una andanada más contra su ejercicio del cargo de gobernador, cuyo valor se invalida o al menos se relativiza con la sentencia, propia de un miembro imbuido de la ideología de la sociedad estamental, de que «bien se está cada uno usando el oficio para que fue nacido» (ibid.). Y está bien claro para qué oficio ha nacido Sancho. En vista de esto y todo el análisis precedente, ¿qué queda de la tesis de Benjumea y compañía de que la moraleja que Cervantes nos quiere transmitir es que el pueblo llano, cuyo símbolo es Sancho, tiene la capacidad de gobernar y de gobernarse como el mejor gobernador, cuando al presunto símbolo no se le reconoce idoneidad para ser gobernador por razón de nacimiento?

De todos modos, no debe pensarse que el centro de atención de todo el episodio del gobierno de Sancho sea la necesidad de transmitir un mensaje político; por el contrario, aunque no carece de tal contenido, y no podría carecer del mismo simplemente por razón del papel político que se le asigna a Sancho, el autor está más interesado, de acuerdo con la concepción del Quijote como una novela cómica y paródica de los libros de caballerías, en burlarse de un tema de éstos, el de la recompensa al final de éstos del escudero con un reino o territorio para gobernar, trámite que en la obra cervantina se ejecuta ridiculizando constantemente las ambiciosas ilusiones de Sancho hasta hacerle caer desde las elevadas alturas en que se cree situado hasta ras de suelo, para ser pisoteado y obligado a renunciar al gobierno, no sin recibir con ello a la vez una amarga lección: zapatero a tus zapatos, has nacido para ser un labrador o un pastor, no te metas, pues, a oficio de gobernador, que eso está reservado para otros.

Todo esto no ha sido obstáculo para que se haya ensalzado el gobierno de Sancho hasta la exageración. Herder consideraba a Sancho «el más honorable de todos los gobernadores y legisladores» hasta el punto de desear ver toda la tierra convertida en una Barataria gobernada por tan ínclito gobernador: «¡Oh si la tierra entera fuera tuya, como Barataria tu ínsula, y tú, Sancho, fueses su legislador y su gobernador!» (Rius, ob. cit, pág. 206) . Tampoco han sido Benjumea y sus seguidores los únicos en interpretar el Quijote en clave democrática. Hasta Madariaga ha sucumbido a ello, aunque esta vez no inspirándose en el relato del gobierno de Sancho, sino en una insólita, pero desquiciada lectura del episodio de los galeotes, en el cual detecta una prefiguración de la democracia liberal (véase su Guía del lector del «Quijote», págs. 172-3).

El Quijote, sátira de la aristocracia

No pocas veces el Quijote se ha presentado como una sátira simbólica de la aristocracia. Y eso se ha ejecutado de formas diversas. Una de ellas, y también la más antigua, consiste en caricaturizarla, a la manera de Rapin, a través del simbolismo personalista de la figura de don Quijote. Cuando éste simboliza a una personalidad regia, entonces la novela se convierte a la vez en una crítica de la aristocracia y de la monarquía; si no es ése el caso, si el personaje simbolizado es un noble (el duque de Lerma, el de Medina Sidonia, etc.), pero no de rango real, entonces se nos ofrece la novela como un ataque centrado en la nobleza, y no de ésta en abstracto, sino de la nobleza española. Como esta vía ya la hemos examinado, nos interesa explorar más las otras dos que señalamos a continuación y que han sido además más influyentes.

Más frecuentemente el procedimiento consiste en proponer a don Quijote no como un símbolo de un individuo histórico perteneciente a la nobleza, a través del cual se ejercería la crítica a ésta, sino como un representante él mismo, como personaje literario, de la aristocracia. En esta estela se mueven Durán, Tubino, Saldías y otros. Desde esta perspectiva, las desventuras del noble hidalgo que se figura ser un caballero andante se interpretan como una parodia del estamento nobiliario.

Otras veces no es en las aventuras paródicas y en sus dichos donde se localiza el ataque a la nobleza española, sino en los episodios de la segunda parte en que vemos a los Duques sometiendo a la pareja inmortal a toda clase de burlas. Serían ahora más bien los Duques, más que don Quijote, quienes se erigirían como representantes paródicos de la aristocracia española. El mordaz retrato de los Duques como unos personajes ociosos (a los que no se conoce una dedicación profesional y que pasan todo el tiempo que permanecen don Quijote y Sancho entregados a organizar espectáculos burlescos), privilegiados y algo corruptos, se nos presenta ahora como una sátira de la nobleza española en general.

Y bien, ¿qué hay de cierto en todo esto? A nuestro juicio, muy poco, por no decir nada, y con matices. Si nos referimos a don Quijote como parodia de la aristocracia, no hay nada de verdad en ello. El hidalgo manchego es una parodia de los caballeros andantes de las novelas de caballerías, no de la nobleza como institución histórica. Es cierto que a través de él Cervantes nos pinta un cuadro de la nobleza baja española como trasfondo de la novela, pero no hay en ello ataque alguno a ésta. A veces hasta el propio don Quijote, firme defensor del estamento aristocrático y de sus prerrogativas, critica a la nobleza cortesana, pero no la nobleza como tal. Pero incluso cuando censura a la nobleza cortesana, ello tiene poca eficacia crítica. Pues cuando lo hace, se coloca en la perspectiva enloquecida del caballero andante, que anclado en la visión medieval de la nobleza, no entiende su cambio de posición en el contexto del Estado moderno de las monarquías del Antiguo Régimen. Comparados con la caballería andante literaria, un reflejo idealizado de la caballería medieval, los caballeros y en general nobles cortesanos, reconvertidos ahora en políticos, jefes militares, funcionarios, diplomáticos, etc., le parecen al sedicente caballero manchego gente ociosa.

Si nos referimos, en cambio, a la pintura de los Duques como un ataque a la nobleza española o a su papel rector como grupo dirigente en el sistema político-social del Antiguo Régimen, tampoco hay verdad en ello, sin perjuicio de admitir una alusión crítica, más bien suave, a algunos nobles. Es innegable que el autor nos traza una imagen de los Duques como personajes ociosos, frívolos, entregados a la caza y a toda suerte de pasatiempos y fiestas, e incluso algo corruptos. Pero esta imagen evidentemente negativa de los anfitriones de la ilustre pareja no se debe extrapolar al resto de la nobleza.

No se ha de olvidar que por el escenario social de la novela desfilan otros muchos nobles que no poseen los rasgos desagradables de los Duques. El caballero barcelonés, don Antonio Moreno, se nos presenta como una persona discreta, afable y amiga de entretenimientos honestos; el caballero valenciano, cuatralbo o general de la flota de las galeras de Cataluña, cuyo nombre se nos hurta, se nos pinta como una persona competente en el ejercicio de su función; el virrey o visorrey de Cataluña, cuyo nombre también se nos oculta, además de su rango nobiliario (durante la estancia de Cervantes en Barcelona en el verano de 1610 ocupaba el cargo de virrey el duque de Monteleón), se nos retrata de una forma favorable; y el modelo intachable de vida cristiana y moral en el Quijote lo encarna un noble, don Diego de Miranda.

Otros distan de tener un comportamiento ejemplar, como don Fernando, un traidor a la amistad y seductor y burlador de mujeres, pero acaba rectificando y reparando el mal hecho a Dorotea; o Cardenio, un individuo irresoluto y algo cobarde, pero ni éste ni aquél llegan al extremo de vileza moral de los Duques. Otros nobles de vida ejemplar son el hermano de don Fernando, don Pedro de Aguilar, quien, según nos cuenta el cautivo, luchó valientemente en la defensa del fuerte de la Goleta, en la bahía de Túnez; Luscinda, que mantiene su fidelidad a Cardenio a pesar de todos los obstáculos; don Luis, quien prendado y enamorado de doña Clara, no duda en comprometerse con ella desafiando a su padre y los convencionalismos sociales, a pesar de la distancia social entre ellos: él es hijo de un rico caballero aragonés y ella plebeya, aunque hija de un licenciado en Salamanca y oidor de profesión; o el joven caballero don Gaspar Gregorio, quien, enamorado de la morisca Ana Félix, la siguió al destierro en Argel, arrostrando toda suerte de peligros entre los turcos y desafiando los prejuicios contra los moriscos. Cervantes nos da una visión de los nobles muy matizada, reconociendo entre ellos caracteres de todas las cataduras morales, desde los nobles de elevada estatura moral (como don Diego de Miranda, don Gaspar Gregorio y don Luis), pasando por los mediocres, incluso despreciables antes de enmendarse (como don Fernando) hasta los más viles (como los Duques).

Por lo demás, Cervantes, hombre a la postre del Antiguo Régimen, no cuestiona los privilegios de la nobleza, ni tampoco su modo de vivir, bien es cierto que en un pasaje don Quijote afirma: «Mas ahora ya triunfa la pereza de la diligencia, la ociosidad del trabajo, el vicio de la virtud, la arrogancia de la valentía» (II, 1, 536). Pero sería un error leer esto como una crítica de la nobleza coetánea por anteponer el ocio al trabajo o por carecer de las susodichas virtudes. Este pasaje se encuadra en un texto más amplio en que don Quijote se lamenta de que la nobleza actual de tipo cortesano no siga los pasos de los esforzados caballeros andantes, habitantes de una mítica edad pasada, una Edad Media sublimada, que recorrían toda suerte de parajes (bosques, campos, desiertos, mares, etc.), sufriendo toda clase de privaciones y superando enormes dificultades. Y a los trabajos o esfuerzos en condiciones muy duras de estos caballeros, verdaderamente valientes, opone don Quijote el ocio, pereza y arrogancia de los nobles cortesanos, ricamente vestidos y confortablemente instalados en palacios.

Vale la pena advertir que la oposición de don Quijote entre trabajo y ocio nada tiene que ver, como se acaba de ver, con la distinción entre trabajo manual y ocio en el sentido de abstención de toda actividad que entrañe trabajo manual. La oposición quijotil discierne entre una clase de vida que requiere superar grandes dificultades realizando enormes esfuerzos y sacrificios con una vida muelle comparativamente. De hecho, el propio don Quijote, que ensalza los trabajos emprendidos por los caballeros andantes y que él mismo está dispuesto a llevar a cabo, simultáneamente desdeña, a la manera de muchos nobles de la época (y no sólo en España, sino también en Francia o en Inglaterra) los trabajos manuales o los oficios técnicos, como bien se pone de manifiesto en un pasaje de la aventura de los batanes, en el que un irritado don Quijote por las bromas de Sancho le espeta a su criado:

«Pues porque os burláis, no me burlo yo... Venid, señor alegre: ¿paréceos a vos que si como éstos fueron mazos de batán fueran otra peligrosa aventura, no había yo mostrado el ánimo que convenía para emprendella y acaballa? ¿Estoy yo obligado a dicha, siendo como soy caballero, a conocer y distinguir los sones y saber cuáles son de batán o no? Y más, que podría ser, como es verdad, que no los he visto en mi vida, como vos los habéis visto, como villano ruin que sois, criado y nacido entre ellos.» I, 20, 185

Al autoproclamado caballero manchego le sale del alma el secular desdén de la nobleza por los oficios técnicos, que él considera cosa de villanos. Pero el desdén por los trabajos artesanales no equivale a menoscabar toda suerte de trabajos. Los nobles apreciaban por encima de todo, como el propio don Quijote, la profesión de las armas y el desempeño de cargos políticos y si ello no podía ser, tampoco hacían ascos al desempeño de puestos en la Corte real o de tareas en la alta administración del Estado.

Lo único que parece reprender Cervantes de la ociosa vida de los nobles es el excesivo tiempo que en ella ocupa la dedicación a la caza. En la conversación de Sancho con el Duque sobre este asunto, viene a presentar la caza como un pasatiempo impropio de los reyes, nobles y buenos gobernantes en general en la medida en que les reste tiempo que estaría mejor empleado en atender a las obligaciones del cargo:

«¡Bueno sería que viniesen los negociantes a buscarle [al buen gobernador] fatigados [con algún problema], y él estuviese en el monte holgándose! ¡Así enhoramala andaría el gobierno! Mía fe, señor, los pasatiempos más han de ser para los holgazanes que para los gobernadores.» II, 34, 816-7.

Fuera de esto, presentar el Quijote como una sátira de la aristocracia española, al estilo de Durán, Benjumea, Saldías o Tubino, es en verdad una exageración. Como mucho, se satiriza la excesiva dedicación a pasatiempos frívolos en detrimento del ejercicio de sus actividades políticas, como acabamos de ver; y, desde luego, se afea la conducta de aquellos nobles que, como los Duques, se dejan corromper y no hacen justicia a sus súbditos, como la hija de doña Rodríguez. Pero aun en este caso, Cervantes, siempre matizado, ecuánime e incluso compasivo con sus personajes, no nos pinta a los Duques de forma enteramente negativa: la Duquesa es bella, inteligente y el Duque también es inteligente, y ambos son personas muy leídas, grandes conocedores de la literatura caballeresca en general, no sólo de los libros de caballerías, en la que se inspiran para organizar los espectáculos burlescos a los que someten a la pareja inmortal, y, por supuesto, también son lectores de la primera parte del Quijote, cuyo conocimiento utilizan en su trato con don Quijote y Sancho y en la confección de las burlas que les preparan.

No se relaciona al Duque con actividad profesional alguna, lo que, junto con la imagen del mismo entregado durante la estancia de la ilustre pareja en su palacio, a confeccionar espectáculos burlescos, contribuye a retratarlo como un personaje frívolo y ocioso. Pero esto puede deberse a que a Cervantes, interesado por encima de todo en parodiar los libros de caballerías, lo que más le importa, desde el punto de vista literario, es retratar a los Duques como un instrumento para organizar festejos y burlas en su palacio y dominios como si se tratase de una corte, réplica paródica de las cortes regias de las novelas de caballerías, en las que los caballeros andantes son acogidos y agasajados. Quizás el Duque no tiene otra ocupación que gobernar sus dominios. Pero hay un dato, habitualmente pasado por alto, que parece apuntar a algo más, a que su vida no se reducía a una existencia autocontenida y desconectada del mundo más allá de sus posesiones. Se trata del pasaje en que don Quijote y Sancho, de vuelta a casa tras la derrota en Barcelona, se encuentran con Tosilos, el cual les revela que se dirige a Barcelona, como correo del Duque, para llevar unos papeles al virrey (II, 66, 1058). ¿No es lógico pensar que el personaje concebido por Cervantes, que tenía contactos con un cargo político tan importante como el virrey de Cataluña, quizás hacía algo más en la vida que organizar festejos y administrar sus estados? Desde luego el modelo vivo en que se supone estar inspirado, el duque de Villahermosa, también se dedicó a la política, llegando a ser presidente del Consejo de Portugal.

Hasta aquí nos hemos referido a la imagen de la nobleza, muy equilibrada, que nos pinta el autor en la ficción novelística. Pero esta imagen no estaría completa si no tenemos en cuenta la Historia del cautivo, que también forma parte de la trama narrativa de la novela, y en la que el autor hace referencia elogiosa a muchos nobles de la época. Dejando aparte el encomio a reyes, como Carlos I, Felipe II o Felipe III, cúspide de la escala aristocrática y a don Juan de Austria, Cervantes, a través del relato autobiográfico del cautivo, el capitán de los tercios Ruy Pérez de Viedma, enaltece la conducta heroica de una serie de nobles dedicados profesionalmente a la milicia: el duque de Alba, al que califica de «grande», don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, «aquel rayo de la guerra, padre de los soldados, venturoso y jamás vencido capitán». También destaca el heroísmo de quienes no ostentaban tan elevada condición nobiliaria, como los caballeros don Juan Zanoguera y don Pedro Puertocarrero, general de la Goleta.

En resumen, lejos de atacar a la aristocracia en el Quijote, Cervantes no sólo no la ataca sino que nos presenta un retrato más bien positivo de la misma tanto en los personajes de ficción como en los históricos, sin perjuicio de alusiones críticas a nobles como los Duques aragoneses, pero aun en este caso el cuadro que nos ofrece no es excesivamente mordaz, sino más bien compensado. Lo que, en absoluto, cabe encontrar en el libro, como pretenden algunos, es una reprensión severa de los supuestos vicios generales de la nobleza española y menos aún un cuestionamiento de la institución nobiliaria como tal.

 

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