Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 81 • noviembre 2008 • página 9
Un análisis de las concepciones del Quijote como una burla de la caballería, entre las que se incluyen desde la de Rapin, Temple, Byron y Hegel hasta las de Durán, Valera, Menéndez Pelayo y Menéndez Pidal. Se clausura con una crítica de las mismas.
Muchas veces se ha presentado el Quijote como una sátira alegórica de la institución nobiliaria de la caballería como institución histórica. No pocas veces los partidarios de esta interpretación entrelazan la crítica de la caballería con la crítica de la aristocracia y de la monarquía, lo que no tiene nada de sorprendente, pues a la postre la caballería es una institución aristocrática y el monarca, la cúspide de la misma.
Dos modalidades cabe discernir en la lectura del Quijote como una sátira de la caballería: la que adopta ante ésta una actitud destructiva y la que propone una actitud constructiva. Los que analizan la novela como una sátira destructiva no se limitan a pintárnosla como una ridiculización de la caballería, de sus prácticas, ideales y valores, sino que además añaden que esta ridiculización habría tenido efectos negativos sobre la misma. En cambio, los proponentes de una visión constructiva de la sátira cervantina señalan que la novela sólo es una caricatura de la falsa caballería, pero no de la auténtica, por lo que niegan que haya tenido consecuencias nocivas sobre la evolución y disolución de la caballería. Por el contrario, habría contribuido positivamente a mantener y purificar la verdadera caballería, separándola de sus impurezas y excesos.
Históricamente, la exégesis del Quijote como una sátira destructiva de la caballería precede a la concepción del mismo como una sátira constructiva, pues ésta surgió como una reacción frente a la primera para defender a Cervantes de la acusación de haber liquidado o minado las bases de la institución caballeresca.
El Quijote, sátira destructiva de la caballería
La primera modalidad interpretativa fue iniciada, como ya apuntamos en la entrega del mes pasado, por Rapin, al anunciar que Cervantes habría escrito la novela con el fin de caricaturizar al Duque de Lerma y, con él, al conjunto de la nobleza española por consagrarse por entero a la caballería. Respaldada esta tesis también por Moreri, la traducción de la obra de ambos al inglés produjo un gran impacto entre los críticos británicos. Ya a fines del siglo XVII, sir William Temple, relevante político, diplomático y escritor inglés de la época, afirmó que el autor español en su novela había convertido en ridículos los ideales y virtudes caballerescos, como el valor, el honor y el amor, lo que habría generado en los caballeros españoles un sentimiento de vergüenza ante ellos, siendo ello la ruina de la caballería española, que arrastró finalmente en su caída a la monarquía y a la propia España. Vale la pena citar las palabras de Temple, quien finge que le fueron transmitidas por «un ingenioso español en Bruselas«, porque estarían llamadas a ejercer una gran influencia entre los británicos:
«La historia de Don Quijote ha arruinado a la Monarquía española, ya que antes de ese tiempo, el amor y el valor se estimaron entre ellos como lo más romántico; todo caballero que entraba en escena dedicaba el servicio de su vida primero a su honor y luego a su señora. Vivían y morían en esta vena romántica… Pero después de la aparición de Don Quijote, con su inimitable ingenio y humor, transformó todo este honor y amor románticos en algo ridículo, y los españoles… comenzaron a avergonzarse de ambos, y a reírse de combatir y de amar… Esto [ fue ] una importante causa de la ruina de España, de su grandeza y poder.» Miscellanea. The Second Part, 2ª ed., 1690, pág. 73 (citado por A. P. Burton, «Cervantes the man seen throughenglish eyes in theseventeenth and eighteenth centuries, Bulletin of Hispanic Sudies, nº 45, 1968, pág. 3).
La acusación de Temple de que Cervantes sería un enemigo destructor de la caballería española y un antipatriota causante de la decadencia de su nación suscitó la reacción de algunos críticos ingleses, que salieron en defensa de Cervantes alegando que su burla iba dirigida contra los libros de caballerías como género literario y no contra la institución de la caballería, sus ideales y sus usos sociales. Entre los más descollantes defensores de Cervantes, figura el conde de Shafterbury, quien en un pasaje de una obra suya de 1711, Characteristichs, recogido por Burton en el artículo antes citado, argumentaba que el escritor español no cambió las costumbres caballerescas o la sociedad, sino el gusto reinante por la caballería literaria (op. cit., pág. 4).
Pero la interpretación de Temple tuvo buena acogida en otros críticos a lo largo del siglo XVIII. Unos vieron en la diatriba cervantina contra la caballería un arma peligrosa y temieron que, al igual que había perjudicado a España, la novela perjudicase igualmente a la sociedad en Inglaterra; otros, como Peter Motteux, autor de una traducción del Quijote al inglés (1700-1703), Daniel Defoe y Horace Walpole, reiteraron en diversas maneras el mensaje destructivo de Temple sin preocuparse por su efecto en Inglaterra, mensaje que inmortalizaría lord Byron en 1821 en su Don Juan:
«Cervantes, con una sonrisa, desterró de España la caballería; una sola carcajada cortó el brazo derecho de su propia tierra; pocos héroes ha tenido España desde aquel día. Mientras lo caballeresco conservó su encanto, el mundo cedió el paso a su brillante ejército; y tal daño han hecho sus volúmenes, que toda la gloria alcanzada por haberlos compuesto la ha comprado muy cara al precio de la perdición de su patria.» Canto XIII, estrofa 11ª
Más exageradamente aún que Byron, años después John Ruskin radicalizaría el mensaje de su predecesor al advertir que la caricatura cervantina del idealismo caballeresco habría sido mucho más que la ruina de España, habría sido el mayor daño causado a la raza humana.
Tampoco Alemania se vio libre de esta concepción de la novela cervantina como una parodia burlesca de la caballería. La posición de Hegel es una buena muestra de ello. Declara taxativamente el filósofo alemán en sus Lecciones sobre estética que «toda la obra es... una burla sin concesiones de la caballería romántica a través de una legítima ironía» (vol. 5, Siglo veinte, 1985, pág. 128). Según su punto de vista, el Quijote (y también El Orlando furioso de Ariosto, pero más la obra del español) no es otra cosa que la expresión más adecuada e irónica de la disolución de la caballería medieval. Esta disolución de la caballería desde fines de la Edad Media, que se consuma con el surgimiento del Estado moderno del Antiguo Régimen, encuentra su eco en la demencia de don Quijote, la cual viene a ser una denuncia de la extravagancia, del desatino que supone la pervivencia de una institución medieval en el contexto del Estado moderno.
De hecho, según Hegel, la novela cervantina viene a ser una exposición, en clave cómica, del conflicto entre la caballería heroica medieval, de sus prácticas e ideales, con las instituciones del nuevo Estado. En el contexto del Estado fragmentado medieval, la caballería reconocía la autonomía individual y por tanto el caballero podía emprender empresas que entrañaban una autonomía aventurera. Pero con el Estado moderno, con el que se instaura un orden jurídico distinto y dotado de instituciones como el ejército permanente al servicio del rey y de una policía, carece de sentido, según el filósofo alemán, concebir un héroe caballeresco dotado de autonomía aventurera para desempeñar una misión justiciera al margen de las instituciones del Estado. Don Quijote sería la expresión cómica de esta imposibilidad, la de pretender ser un héroe autónomo en el seno del Estado moderno, cuya naturaleza es incompatible con semejante aspiración. En palabras de Hegel:
«Sin embargo, sólo la caballería y las relaciones feudales son en la Edad Media el terreno adecuado para esta clase de autonomía. Pero si el orden jurídico se ha perfeccionado completamente en su figura prosaica y ha sido lo preponderante [se refiere al orden jurídico de la vida moderna], entonces la autonomía aventurera de los individuos caballerescos está fuera de lugar, y cuando se intenta mantenerla como lo único valioso aún para enderezar entuertos y se quiere prestar ayuda a los oprimidos, cae en el ridículo con que Cervantes nos describe a su don Quijote.» Vol. 2, págs. 158-159.
Por su parte, León Gautier, en su monumental obra sobre la vida caballeresca (La chevalerie, 1884), dedicada no sin intención precisamente a Cervantes, se queja amargamente en la dedicatoria de que el gran escritor ridiculizase la antigua caballería hasta dejarla muerta.
Estas ideas, que nos pintan a un Cervantes corrosivo que no habría tenido otra intención que la de liquidar la caballería con sus prácticas obsoletas, suscitaron una reacción entre los cervantistas de los principales países europeos destinada a defenderlo de la acusación de ser el verdugo de tan aristocrática institución, cuyo espíritu idealista y altruista, si no sus prácticas, muchos consideraban salvables. Para refutar la acusación, se recurrió a argumentos biográficos: no puede ser, se decía, que el hombre que había combatido valientemente en Lepanto y había resistido con no menos heroísmo en el cautiverio de Argel fuese un enemigo de la caballería y de sus valores heroicos. Los partidarios de la interpretación simbólica del Quijote no cuestionaron el objetivo mismo de la novela de satirizar supuestamente la caballería, sino que, aceptando este supuesto de que el dardo al que apuntaba la burla era ésta, lo que hicieron es simplemente alterar el sentido de la burla, que ahora adquiría una dimensión positiva o constructiva. Al margen de las razones biográficas, releyeron la obra en busca de una solución inspirada en ella y la feliz solución consistió en alegar que, siendo cierto, concedían a sus adversarios, que el libro atacaba la caballería, el ataque sólo se dirigía contra una caballería degradada, aquella que estaba centrada en desafíos por motivos nimios, duelos, bravuconadas, amores exagerados y artificiosos, &c., pero no contra la auténtica caballería, como la caballería medieval española, y sus elevados ideales y su exaltación de las virtudes caballerescas.
La crítica española se sumó a esta solución, aunque también hubo quienes, como José Carrillo y Juan Maruján, abrazaron la interpretación de Rapin y Temple y, en consecuencia, acusaron a Cervantes, en unos versos de 1750, de antipatriota por ridiculizar el valor y honor de los españoles (Rius, op. cit., págs. 386-7). Pero la posición prevaleciente fue la referida, que se ejecutó empleando dos procedimientos convergentes al mismo objetivo de ofrecernos un Cervantes, ya no enemigo de la caballería –y menos aún de la patria–, sino adalid de la misma, de una caballería sublimada y purificada de cualquier exceso pasado o presente.
Por un lado, se buscó conectar el Quijote con la tradición caballeresca castellana de la Edad Media y con la literatura a que había dado lugar y en la que se celebraban sus hazañas, los cantares de gesta y el romancero. Por otro lado, en un movimiento complementario, se esforzaron en presentar los libros de caballerías como resultado de la influencia extranjera, como algo ajeno tanto al espíritu de la caballería medieval castellana como a la literatura caballeresca autóctona, la épica y los romances caballerescos, de manera que el Quijote, en tanto crítica de los libros de caballerías, vendría a situarse en continuidad con la verdadera esencia de la caballería española y de la literatura que la celebró. De este modo Cervantes quedaba exonerado de la acusación de ser hostil a la caballería española, pues no sólo no era hostil, sino que su ataque a los libros de caballerías se habría hecho en nombre de la más pura esencia del espíritu de la caballería española.
El Quijote, sátira constructiva de la caballería
Los primeros en interpretar la novela cervantina como una defensa de la verdadera caballería y un rechazo de su forma degradada fueron Vicente Salvá y Pérez y Antonio Gil de Zárate. El primero, en su artículo «¿Ha sido juzgado el Quijote según esta obra merece?» (1839), afirma que Cervantes respeta el espíritu de los libros de caballerías, pues este espíritu se puede asociar con las virtudes de la caballería castellana. Esto le conduce a ver la novela no como cargada de hostilidad contra los libros caballerescos sin más, sino sólo contra sus defectos, por lo que Cervantes sería un paladín de una caballería purificada, afín al espíritu de la caballería castellana. En estos términos formula su idea Salvá: «El objeto de Cervantes no fue satirizar la esencia y fondo de los libros caballerescos…, sino purgarlos de los disparates e inverosimilitudes que expresó por boca del canónigo» (Rius, Bibliografía crítica…, vol. III, pág. 54).
De modo similar, Gil de Zárate, en su Manual de literatura (1847), señala que el alcalaíno sólo atacó la degeneración literaria de los libros de caballerías, visible en sus exageraciones caballerescas, y que al hacerlo no le guió otra razón que la voluntad de preservar la esencia pura de la caballería. De don Quijote, tanto a través de sus locuras como de las lecciones que da en sus lúcidos intervalos, podemos aprender a conocer las cualidades que constituyen un verdadero caballero (veáse Rius, op. cit., págs. 57-58).
1. Durán y Magnin
Pero quien mejor personifica la interpretación del Quijote como una censura de la caballería degradada y una apología de su forma auténtica recurriendo al doble procedimiento antes descrito es Agustín Durán. En efecto, en el prólogo a su Romancero general (1849), distingue entre la verdadera caballería, identificada con la caballería española medieval, que tuvo un papel preponderante en la Reconquista, y la falsa o degenerada caballería, la que se retrata en los libros de caballerías, una caballería exagerada e inútil que representaría los gustos de los nobles cortesanos y contra la cual se dirigiría el Quijote. La falsa caballería es una contaminación extranjera que habría penetrado en España a través de los libros de caballerías, que no serían otra cosa que una adaptación española de materiales de origen francés. Durán denuncia la nociva influencia que esta literatura extranjerizante tuvo sobre la nobleza española, a la que habría inducido a admirar el falso heroísmo al estilo de los Amadises en detrimento del antiguo heroísmo castellano, que es el que habría celebrado el romancero, erigiéndose así en la verdadera encarnación literaria del caballerismo español.
Precisamente lo que Cervantes habría hecho, al rescatar el antiguo heroísmo castellano y denigrar el fantástico heroísmo ajeno a la tradición española, es enlazar su Quijote con los romances caballerescos, depositarios del más puro espíritu caballeresco autóctono. Cervantes se nos pinta, pues, como el más genuino representante de los más acendrados valores de la caballería española, quedando así vindicado de la falsa acusación de haber contribuido a debilitar el ancestral espíritu caballeresco de la nobleza española. Lejos de esto, Cervantes habría prestado un gran servicio a España destruyendo los libros de caballerías, pues con esta destrucción lo que hizo fue restaurar o rescatar el antiguo heroísmo caballeresco frente al nuevo heroísmo que estos libros, importadores de un caballerismo forastero, fantástico y exagerado, habrían divulgado por nuestro país corrompiendo a los caballeros españoles del siglo XVI.
Apenas dos años antes, en 1847, el francés Charles Magnin, esbozó en su artículo «De la Chevalerie en Espagne» una interpretación del mismo cariz. Según Magnin, el Quijote es a la vez una censura de la importación de una literatura extranjera, a la que describe como fantástica, extravagante y poco moral e incluso licenciosa a veces, y una exaltación de la caballería española, cuyas gestas se habrían recogido en el Poema de mío Cid y en el Romancero, exponente de una literatura, que, muy contrariamente a la otra, es realista, sensata y altamente moral. Cervantes no sólo no ridiculiza a la caballería española, sino que él mismo es uno de sus más dignos representantes. Y con la censura de los libros caballerescos, que habían alterado las costumbres caballerescas españolas, en nombre del caballerismo genuinamente nacional, no hizo otra cosa que restablecer los auténticos valores de la caballería española y retornar al genuino gusto nacional. (Lo más importante del texto de Magnin se halla extractado en Rius, op. cit., págs. 280-281.)
Las tesis de Durán y Magnin tuvieron un enorme eco en España. Tres cervantistas de primera, Valera, Menéndez Pelayo y Menéndez Pidal, recogieron su legado incorporándolo a su propia concepción del Quijote. Los tres comparten las dos ideas siguientes: que la novela no es un ataque a la caballería española como institución histórica, sino de la prostitución literaria que los libros de caballerías hicieron de la auténtica caballería, y, en segundo lugar, que, en tanto depositario del más genuino espíritu caballeresco, el Quijote enlaza con la tradición literaria del Medievo español, ejemplarmente representada por el Poema del Mío Cid y por el Romancero, particularmente por los romances de índole caballeresca. Los tres contrastan la literatura caballeresca española, los cantares de gesta y el romancero, con la del resto de Europa, sobre todo con sus principales exponentes, como la francesa y la inglesa. Y no dudan en señalar, a la manera de Magnin y Durán, que Camientras la primera es realista y glosa hechos de la historia medieval española, la segunda es fantástica y trata de hechos fabulosos desligados de la historia real. Dentro de este marco común, naturalmente hay diferencias menores entre ellos, como, por ejemplo, en su juicio acerca de los libros de caballerías, que Valera condena sin paliativos, Menéndez Pelayo también los condena, pero es algo condescendiente con el Amadís y Menéndez Pidal rechaza toda la secuela de imitaciones que el Amadís trajo consigo, pero juzga muy favorablemente, sin reticencia alguna, esta obra.
2. Valera
El primero en exponer su posición fue Valera en su conferencia de 1864 «Sobre el Quijote y sobre las diferentes maneras de comentarle y juzgarle» pronunciada ante la Real Academia de la Lengua y que mantendría inalterada a lo largo de su vida, como bien se ve en su inacabado discurso de 1905 «Consideraciones sobre el Quijote». De los tres es el que quizás desarrolla más fielmente la posición de Durán y Magnin. Empieza apuntando que la literatura caballeresca importada, ya desde la Edad Media, del extranjero, sobre todo de Francia, de la cual procede el Amadís (una adaptación española de un material procedente del ciclo bretón) es completamente extraña a los valores genuinamente nacionales y a las inclinaciones literarias de los españoles.
A diferencia de la literatura caballeresca foránea, la española, representada especialmente por el Poema del Cid, es sobria en la presencia de lo fantástico y lo sobrenatural, realista en el tratamiento de los caracteres y particularmente el del héroe, carente de exageración o extravagancia en la presentación de los amores -Valera parece olvidar que la poesía heroica, francesa o española, bien sea el Cantar de Roldán o el Cantar de Mío Cid, desconoce sin más el amor como tema literario, por lo que no tiene sentido su comparación entre los supuestos sobrios amores de la epopeya caballeresca con los amores exacerbados de las novelas de caballerías - y sobre todo, y en esto pone mucho énfasis, la épica castellana destaca por el hecho de que sus héroes realizan sus proezas, no en el vacío o sin una finalidad en relación con la colectividad, como les sucede a los héroes caballerescos tanto del ciclo bretón como del carolingio, sino imbuidos de un propósito superior al servicio de la civilización católica y de la patria. La explicación de esto último reside, según Valera, en que el pueblo español se forjó una fuerte conciencia de identidad nacional en virtud del continuo batallar contra los infieles durante la Reconquista, proceso durante el cual se fue identificando el amor de la religión con el de la patria, la unidad de religión con la unidad nacional. Y de esto sería su manifestación literaria el Poema del Cid, al que considera como el único gran poema profano de interés nacional de Europa.
Pero desgraciadamente esta sana literatura, verista y concorde con nuestra tradición histórica, cedió el campo a la imitación de la literatura caballeresca extranjera, de la que, andando el tiempo, surgiría un género autóctono de libros de caballerías, al que despacha tildándolo de «género de literatura falso y anacrónico hasta lo sumo», lo que no le impide reconocer, a la manera de Cervantes, al fundador del género, el Amadís, ser el mejor de ellos, único en su arte, y el arquetipo de todos. Pero esta falsa literatura, como dice Valera, debía morir y los encargados, en el terreno literario, de acelerar su fin fueron, como ya había sostenido Hegel (cuya influencia sobre Valera también se percibe en su concepción de la épica española), primero Ariosto en su Orlando con su suave e indulgente ironía y luego sobre todo Cervantes, cuya ironía franca, sistemática y más eficaz fue más decisiva en acabar con ella y abrir el camino de la buena novela, que es la epopeya de la civilización moderna. Y al levantarse contra la falsa moda de los libros de caballerías, amén de prestar un gran servicio a la literatura, estaba obedeciendo a tendencias características de la tradición española más castiza, las ya antes apuntadas de la épica castellana.
Finalmente, la tesis de Valera sobre el Quijote como una parodia de los libros de caballerías, pero a la vez animado del espíritu e ideales caballerescos, lo que le induce a enaltecerlo como siendo a la vez la mejor novela moderna y el modelo más acabado y hermoso de los libros de caballerías, nos sugiere que la magna novela es dual, cómica y seria a la vez, paródica del heroísmo, del falso heroísmo de la adulterada literatura caballeresca y exaltadora del verdadero heroísmo, lo que tácitamente supone aceptar que don Quijote es un personaje igualmente dual, a la vez un héroe paródico y un héroe de veras. Al don Quijote cómico, risible y ridículo cabe así asociarlo con la burla de la falsa caballería y al don Quijote serio, generoso y heroico con la defensa de la verdadera caballería, cuyos valores son en el fondo los mismos que los ensalzados por la épica castellana, pero purificados y sublimados atendiendo al contexto histórico de la vida moderna. Cervantes condenó casi siempre lo exótico, dirá en su discurso de 1905, nunca lo castizo.
3. Menéndez Pelayo
Lo que en Valera se halla veladamente incubado, en Menéndez Pelayo lo encontramos formulado de manera tan clara como expresiva. En su «Interpretaciones del Quijote», discurso leído en 1904 ante la Real Academia Española, escribe: «Se le contempla [a don Quijote] a un tiempo con respeto y con risa, como héroe verdadero y como parodia del heroísmo» (Estudios y discursos de crítica histórica y literaria, I, CSIC, 1941, pág. 319). Don Quijote como héroe paródico viene a ser así una censura de ese género de caballería degradada descrito en los libros de caballerías, que a su vez eran imitaciones más o menos degeneradas de la literatura caballeresca del ciclo bretón, originaria de Francia, en la que se enaltecía un género de caballería amanerada y frívola, que reflejaba los gustos de las cortes europeas de la Baja Edad Media, sobre todo de las cortes francesa y anglonormanda.
Según Menéndez Pelayo, el ideal de vida caballeresca, amanerado, galante y un tanto extravagante que en estas cortes se cultivó habría penetrado en España no sólo a través de la traducción de la literatura caballeresca que era un fiel reflejo de unas costumbres caballeresca ajenas a la tradición caballeresca española, sino especialmente a través de la casa de Trastamara: el séquito de proscriptos castellanos que acompañaron a don Enrique el Bastardo, futuro Enrique IV de Castilla, y los aventureros franceses e ingleses que entraron en España siguiendo las banderías de Duguesclin y del Príncipe Negro trajeron consigo las costumbres e ideales caballerescos amanerados y decadentes cultivados por la nobleza cortesana francesa y anglonormanda. De este modo desde fines del siglo XIV y durante el siglo XV las castizas ideas y prácticas caballerescas castellanas se fueron transformando para ceder su puesto a la exóticas ideas, usos, modales y prácticas caballerescas importados del extranjero y que fueron bien acogidos entre los nobles cortesanos, damas y donceles. Esta nueva situación social será la propicia para la gestación, ya a fines del siglo XIV, de un género autóctono de libros de caballerías.
Si don Quijote como parodia del heroísmo es una burla cómica de la falsa caballería degenerada cuyos ideales y costumbres amanerados resultarían ya a comienzos del siglo XVI anacrónicos, don Quijote como héroe verdadero entraña una reivindicación de la auténtica caballería, cuya esencia verdadera no es otra que la de la antigua caballería castellana, aquella cuyas gestas habían celebrado los cantares de gesta y los romances viejos. Menéndez Pelayo entrelaza así al Quijote con la épica castellana:
«Reintegrar el elemento épico que en las novelas caballerescas yacía soterrado bajo la espesa capa de la amplificación bárbara y desaliñada era empresa digna del genio de Cervantes... ¡Con qué amor y respeto habló siempre de los héroes de nuestras gestas nacionales! ¡Con cuánto hechizo se entretejen en su prosa las reminiscencias de los romances viejos; a los cuales dio una nueva especie de inmortalidad, puesto que ningunos son para nosotros tan familiares y presentes como los que él cita! ¡Con qué tacto tan seguro apreció el carácter hondamente histórico de nuestra poesía tradicional, cuando expresaba entre burlas y veras que 'los romances son demasiado viejos para decir mentiras'!» Op. cit., pág. 316.
La diferencia, realmente secundaria, en este punto entre Valera y Menéndez Pelayo es que, mientras el primero, a la hora de enlazar el Quijote con la tradición épica española, toma como referencia habitualmente el Poema del Cid, el segundo toma como referencia al romancero, como bien se ve en este pasaje, aunque en otros pasajes menciona también los cantares de gesta, incluso las crónicas, como depositarios igualmente de los genuinos valores de la caballería heroica y tradicional de España (véase su discurso de 1905 «Cultura literaria de Miguel de Cervantes y elaboración del ‘Quijote’», recogido también en Escritos y discursos, pág. 341).
Esta visión de la magna novela cervantina como una restauración del auténtico caballerismo español y una denuncia del foráneo no significa que el ilustre cervantista desestime sin contemplaciones los libros de caballerías españoles. Desprecia, claro está, toda la descendencia de Amadises, Palmerines, Belianises, Esplandianes, &c. Pero muestra aprecio por el Amadís, para el que no escatima elogios:
«El autor del Amadís, digno de ser cuidadosamente separado de la turba de sus satélites, hizo algo más que un libro de caballerías a imitación de los del ciclo bretón: escribió la primera novela idealista moderna, el doctrinal del perfecto caballero, la epopeya de la fidelidad amorosa, el código del honor y de la cortesía que disciplinó a muchas generaciones. Ningún héroe novelesco se había impuesto a la admiración de las gentes con tanta brillantez y pujanza como el suyo antes de la aparición de don Quijote.» Interpretaciones del Quijote, pág. 320.
Podría pensarse que Menéndez Pelayo, a la manera de Cervantes, se limita a reconocer el mérito literario de una obra perteneciente a un género literario que se condena como falso y anacrónico al igual que la pseudocaballería que en él se retrata. Pero va más allá de esto al presentar el Quijote como una parodia benévola, como una negación del Amadís en cuanto da cabida a un falso heroísmo y a la degeneración del ideal caballeresco y al mismo tiempo como su continuación, como su complemento perfectivo en una síntesis superior en la que se enaltece cuanto hay de noble, verdadero y hermoso en la caballería, en sus ideales y en el heroísmo que alienta. Cervantes no escarnece o ridiculiza el heroísmo caballeresco, sino la manera inadecuada como don Quijote quiere realizar su ideal -poner el brazo armado al servicio del orden moral y de la justicia-, que es bueno en sí. Don Quijote no es, pues, sólo una parodia de Amadís, sino Amadís redivivo, pero un nuevo Amadís purificado de los defectos de la pseudocaballería de los libros de caballerías. Como afirma el ilustre crítico, en don Quijote revive Amadís, pero negando lo que éste tiene de falso y convencional y afirmando lo que contiene de valor genuino y permanente de la caballería (ibid.). Por todo esto el Quijote es, en realidad, un libro de caballerías, el último de ellos, declara, pero el definitivo y perfecto, el que rescató la dignidad de la epopeya a través de su contacto con la antigua épica castellana.
De todo lo anterior se desprende una concepción dialéctica, en el sentido hegeliano, del curso narrativo de la novela, en el cual distingue expresamente dos fases, la negativa o de antítesis de los libros de caballerías y la de síntesis superadora (es el propio Menéndez Pelayo el que invita a interpretarlo así, pues es él el que echa mano de la terminología de la dialéctica hegeliana, el que habla de negación o antítesis, afirmación, síntesis y términos afines), en la que los libros de caballerías devienen afirmados, tras ser purificados previamente, en una plano superior, pues como acabamos de ver, a la postre, el Quijote es un libro de caballerías, pero de un nuevo género que es la sublimación o la consumación perfectiva de los libros de caballerías, que resultan ser a la vez negados y elevados a un rango superior a través de la novela cervantina. El decurso narrativo de la novela se nos presenta así como un proceso dialéctico en que la esencia pura y de valor permanente de la caballería, oculta en los libros de caballerías, se va manifestando progresivamente a medida que el autor se va emancipando de la cáscara cómico-paródica que la envuelve según va tomando conciencia de la verdadera esencia caballeresca que aquellos contienen. Al mismo tiempo que esto ocurre, el sujeto del proceso, don Quijote, se somete a un proceso de depuración o purificación en virtud del cual un héroe básicamente cómico, burlesco o paródico, objeto de risa y de lástima, se transforma en un héroe de veras, en que el factor paródico y cómico, generador de risa, si bien no se anula del todo, adquiere un sentido catártico, en que la risa se vuelve benéfica y purificadora, de modo que don Quijote, en su revelación final, deviene más objeto de respeto y admiración que de risa.
Menéndez Pelayo parece sobreentender un primer momento que estaría representado por la posición o afirmación de los libros de caballerías. Las siguientes dos fases se desarrollan en el Quijote. La manera como en esta obra se despliegan las dos fases nos la desvela en «Cultura literaria...» (págs., 351-2), su discurso de 1905. Aquí el momento negativo del curso narrativo se asocia con la primera parte de la novela y el momento de la síntesis o superación con la segunda parte.
La primera parte, como despliegue del momento negativo, nos presenta la crítica de los libros de caballerías sólo como ocasión o motivo de la creación de la fábula del Quijote, no como su causa formal o eficiente, la cual se identifica con la revelación de la esencia pura de la caballería, que será lo que convertirá al Quijote en la idealización perfectiva de los libros de caballerías, a los que niega al tiempo que se erige en un libro de caballerías perfecto. Esta primera parte comienza siendo una parodia cómica, continua y directa, de los libros de caballerías, particularmente del Amadís, en que el protagonista monomaníaco es objeto constante de burlas que despiertan la risa. Pero progresivamente, todavía en esta parte primera, el héroe va desplegando paulatinamente su riquísimo contenido moral, al tiempo que la novela se va desprendiendo de su comicidad y el héroe perdiendo su carácter paródico.
En la segunda parte, el protagonista, continuando el proceso precedente, alcanza la plenitud de su vida como héroe. La novela que se inició como una parodia benévola del héroe caballeresco, al estilo de Amadís, se alza sobre esta representación que resulta sustituida por otra representación en que lo más puro y noble del ideal caballeresco queda transfigurado en don Quijote, como un Amadís de nuevo cuño. En efecto, en el decurso de la segunda parte, el héroe, que sigue siendo sometido a burlas que suscitan la risa, aunque una risa benéfica y purificadora, se va purificando de las escorias del delirio para dar lugar a una sabiduría que fluye frecuentemente de sus palabras; al mismo tiempo se va puliendo y ennobleciendo, en la medida en que triunfa de sus burladores frívolos y malvados con la grandeza moral de su espíritu. Cuando llegamos al final de esta parte, el héroe ya no causa lástima, sino veneración, ni risa sino respeto y el héroe, más que paródico, deviene ya héroe verdadero. Y con ello el auténtico ideal y heroísmo caballeresco han quedado dignificados y ensalzados.
4. Menéndez Pidal
Menéndez Pidal, cuya más importante aportación al tema que nos ocupa se halla en su discurso de finales de 1920 en el Ateneo de Madrid, «Un aspecto en la elaboración del Quijote» (pero mejorado y aumentado en 1924 y 1940) y en su disertación «Cervantes y el ideal caballeresco», de 1948, se inserta en la línea hermenéutica abierta por Menéndez Pelayo, a quien, sin duda, debe mucho. Continuando la senda desbrozada por el maestro santanderino, va a profundizar en el papel determinante del romancero en la gestación del Quijote, vinculándolo así con la épica española medieval; se sumará asimismo al proceso inaugurado por el gran maestro de rehabilitación del Amadís, hasta convertirlo en otro factor clave en la elaboración del Quijote, en lo que va mucho más lejos que el primero.
Durán, Valera y Menéndez Pelayo habían insistido en la diferencia abismal entre la literatura caballeresca medieval española y la del resto de Europa, originada en el Norte de Francia y de ahí difundida por todo el continente, lo que llevó a negar, más los dos primeros que el tercero, que el ideal caballeresco y aventurero de los libros de caballerías fuese conforme con el espíritu y carácter españoles. Menéndez Pidal rechaza esta tesis del abismo infranqueable entre la épica castellana y los libros de caballerías. Entiéndase bien, no niega el origen extranjero del género español de novela caballeresca y, por tanto, en cuanto a su génesis, rechaza que tenga algo que ver con la epopeya española primitiva, de la que sin duda no deriva, pero, aunque reflejo de modelos literarios foráneos, considera que al menos el prototipo del género, el Amadís (no así sus imitaciones) es una «feliz adaptación al espíritu español de una corriente francesa», de cuyo «íntimo españolismo» no cabe dudar («Un aspecto en la elaboración del Quijote«, en Visiones del Quijote desde la crisis española de fin de siglo, Visor Libros, 2005, pág. 188). El hilo que une a la novela caballeresca con la epopeya española no es otro que el ideal heroico de perfección caballeresca, pues tanto en un caso como en otro se concibe al protagonista imbuido de este ideal que ha de cumplir inserto en un mundo social escindido en dos bandos en eterno antagonismo entre sí, el de los nobles del que forma parte el héroe y el de los malvados, bien es cierto que la lucha del protagonista contra el bando de los malvados es más individualista en la novela caballeresca que en la epopeya.
Sentadas estas premisas, Menéndez Pidal realiza dos operaciones convergentes para explicar a la vez cómo se ha gestado el Quijote y como ese proceso se desenvuelve desde el principio en armonía con la tradición épica española. En una primera fase de su construcción, nos presenta al romancero como clave de la elaboración de aquél. En la segunda fase de su argumentación, nos mostrará cómo el Amadís ha contribuido, en igual o mayor medida, a la gestación de la novela cervantina y a la depuración del tipo quijotesco como un héroe, que, al igual que en Menéndez Pelayo, se nos retrata como un héroe a lo Amadís. Esta segunda vía también conduce a enlazar al Quijote con la epopeya española, supuestamente reflejo del genuino espíritu español, pues como acabamos de ver, el Amadís, si no genéticamente, sí estructuralmente está unido a aquélla, en tanto comparten un ideal de perfección caballeresca muy semejante.
En la primera fase de su argumentación, el ilustre crítico intenta alcanzar su objetivo remitiéndose a los orígenes literarios del Quijote, y de sus principales personajes, singularmente el germen de don Quijote y, en segundo término, el de Sancho. Planteado el asunto en este contexto genético, empieza por señalar que sus antecedentes literarios no se hallan en el tratamiento cómico de la epopeya carolingia en la Francia medieval (como en el cantar del Pèlerinage de Charle Magne), ni en la perspectiva suavemente irónica de la materia carolingia desplegada por los renacentistas italianos, tal como Pulci, Boiardo y Ariosto, sino en la literatura popular, representada por el cuento o relato corto, la anécdota y la farsa teatral, y al buscar aquí la fuente primera de su inspiración Cervantes no hacía sino seguir «instintos de su raza española». En esta literatura popular, aunque de menos valor literario que los poemas de burlón humorismo de los renacentistas italianos, se aborda, en cambio, de forma más franca, directa y hostil, en clave cómica lindante con lo grotesco, el género caballeresco. Incluso en estas obras de carácter llano se lleva mucho más lejos la virulencia de la sátira de las caballerías, al encarnar los ideales caballerescos en un pobre loco, cuyas fantasías se estrellan contra la dura realidad, recurso que Pulci, Boiardo y Ariosto nunca utilizaron y se limitaron a practicar una burla amable, de fina ironía, de Roldán y demás caballeros de Carlomagno, que como mucho suscita en el lector un leve esbozo de sonrisa.
Antes de proseguir, debemos advertir que este punto de vista genético en la indagación de cómo se ha elaborado el Quijote y cuál es la fuente literaria de don Quijote y Sancho no es algo original de Menéndez Pidal, aunque sí algunos de sus hallazgos y la teoría que construye al respecto. Ya Menéndez Pelayo, en su «Cultura literaria de Miguel de Cervantes y elaboración del ‘Quijote’», como bien sugiere la segunda parte del título, había ensayado esta vía. En lo que fueron originales ambos, en comparación con el cervantismo precedente, es en abandonar la vía, muy utilizada hasta alrededor de 1920, de buscar la fuente de la inspiración de Cervantes en modelos vivos, incluso, como vimos más atrás en el ensayo sobre las interpretaciones autobiográficas, hasta en la propia vida del escritor. El santanderino, primero, y el gallego, después, volvieron el centro de atención hacia las fuentes literarias de la novela, obteniendo de ello una fértil cosecha. Tampoco es original el ensayo de Menéndez Pidal en su decisión de buscar los gérmenes de la obra y personajes cervantinos en las formas literarias populares. Nuevamente, Menéndez Pelayo se adelantó en este proyecto. Él fue el primero en llamar la atención sobre una serie de anécdotas que circulaban en la época de Cervantes sobre lectores de libros de caballerías que habían sufrido alucinaciones e incluso formas de locura similares a la sufrida por don Quijote, de las que la más conocida es la del estudiante de Salamanca, que abandonaba sus lecciones por la lectura de estos libros y un día, enajenado por su causa, lo encontraron dando cuchilladas al aire para defender a un caballero novelesco atacado por unos villanos.
Pero prosigamos con la indagación de los precedentes literarios del Quijote, entre los cuales trae a colación, en primer lugar, una novella de la segunda mitad del siglo XIV, del italiano Franco Sachetti, protagonizada por Agnolo di Ser Gerardo, un caballero, que aquejado, como don Quijote, de una monomanía caballeresca, montado en un caballo flaco, se dirige desde Florencia a un pueblo vecino para asistir a unas justas. Vale la pena apuntar que Menéndez Pidal es el primero en incluir este relato breve como antecesor de la novela cervantina. Su importancia reside principalmente en que es el primer texto literario conocido en que el mundo caballeresco se satiriza a través de la presentación de éste como una forma de locura. Es importante asimismo en relación con Cervantes, porque, como prueba Menéndez Pidal, tuvo conocimiento de la novelita de Sachetti. En efecto, en la segunda parte de la novela, el alcalaíno utiliza material del relato del italiano en el episodio de la estancia de don Quijote en Barcelona: al igual que el estrambótico caballero de Sachetti, cuando está a punto de participar en unas justas, le sucede que unos maliciosos meten un cardo bajo el rabo de su caballo, el cual se echa a correr sin parar hasta Florencia, a don Quijote, cuando va también a unas justas por la playa, se le acercan unos muchachos para colocar unas aliagas debajo de la cola de Rocinante, lo que provoca los corcovos del caballo y que el hidalgo manchego vaya a parar a tierra.
En segundo lugar, siguiendo al maestro santanderino, Menéndez Pidal supone que Cervantes debió de conocer algunos de los varios cuentos en circulación acerca de lectores que padecieron cómicas alucinaciones del estilo de la padecida por don Quijote, como la del mentado estudiante de Salamanca. En cambio, esta conjetura, añadimos nosotros, no se ha podido comprobar hasta el momento.
En tercer lugar, y ésta es la fuente más importante, según el ilustre cervantista, está la farsa teatral anónima, titulada Entremés de los romances, escrita hacia 1591 o poco después, según su conjetura. Esta breve pieza, que contiene una sátira del romancero, quizás por la excesiva boga de que gozaba entonces, fue exhumada por Adolfo de Castro en el siglo XIX y creyó erróneamente que el mismo Cervantes la había compuesto, pero la mayoría de los cervantistas decimonónicas pensaron que se trataba de la primera imitación del Quijote. Pues bien, Menéndez Pidal sostiene la tesis inversa a la de éstos: que fue Cervantes el que imitó este opúsculo teatral, de manera que habría concebido los primeros episodios de su novela por el estímulo del Entremés de los romances y para ello se basa en las estrechas analogías existentes entre esta obrita y los capítulos IV (el final de la aventura de los mercaderes en que don Quijote es apaleado por un mozo de mulas con su propia lanza) y V (en que don Quijote, herido y tendido en el suelo, es socorrido por un vecino suyo y sufre desdoblamientos de personalidad, figurándose ser primero Valdovinos y luego el cautivo Abindarráez) de la primera parte. Por cierto, repetidamente, tanto en el primer escrito como en el segundo, se equivoca Menéndez Pidal, al localizar los lances referidos respectivamente en los capítulo V y VII, amén de que siempre cita erróneamente la aventura de los mercaderes como primera aventura de don Quijote, cuando es la segunda; la primera es la del mozo azotado por un labrador.
El ilustre cervantista apunta tres decisivas semejanzas que obligan a pensar en una innegable relación genética directa entre ambos textos.
La primera de ellas es que en ambos casos los ideales caballerescos se encarnan en un pobre loco que pierde el juicio a través de la lectura: el protagonista del Entremés, Bartolo, un labrador, enloquece de tanto leer el romancero, sobre todo los romances de índole caballeresca, como don Quijote de leer libros de caballerías, lo que le impulsa a hacerse soldado y a salir en pos de aventuras siguiendo el ejemplo de los caballeros del romancero, como don Quijote imita el de los caballeros andantes.
En segundo lugar, Bartolo, herido y tendido en el suelo tras ser apaleado por un pastor con su propia lanza, como don Quijote, al igual que éste cree ser el enamorado y herido Valdovinos del romance del marqués de Mantua y ambos se lamentan recordando los mismos versos del romance (¿Dónde estás, señora mía,/ que no te duele mi mal?).
Por último, tras ser socorridos ambos, Bartolo por miembros de su familia y don Quijote por un labrador de su mismo pueblo y ser conducidos del mismo modo a sus pueblos respectivos, durante el camino ambos sufren un nuevo desdoblamiento de personalidad imaginándose ahora ser personajes de un romance morisco: si Bartolo adopta el papel del alcalde de Baza que lamenta las falsedades de Zaida, don Quijote salta al papel del cautivo Abindarráez, que cuenta sus amores al alcaide de Antequera. En ambos textos la historia termina de modo similar, en el Entremés se le da fin con la maldición del romancero por parte de un vecino por haber vuelto loco a Bartolo, y en el Quijote es el ama la que maldice los libros de caballerías por haber trastornado a su señor.
Así que de todo esto se desprende que Cervantes escribió los primeros capítulos guiado por la fuerte impresión que recibió del Entremés. La relevancia de esto reside, según Menéndez Pidal, en que ese impacto ejercido por esta sátira del romancero sobre el gran novelista es que habría determinado por entero su concepción inicial de la figura de don Quijote como un personaje paródico y cómico, casi grotesco, sin nada de auténtico heroísmo. Ahora bien, Cervantes se habría dado cuenta de que había cometido un error al dejarse influir tanto por la comicidad simple, vulgar y hasta grotesca de la farsa teatral y a partir del capítulo VII habría enmendado su error, lo que le habría llevado a someter a un proceso de depuración gradual el tipo quijotesco, abandonando así la concepción inicial deficiente del tipo quijotesco como un personaje dotado de una comicidad más bien simple y ramplona, a causa de la asociación contagiosa con el personaje de Bartolo, por una concepción más depurada, en que don Quijote se transforma en un héroe sublime y la vulgar comicidad en sutil humorismo. Como bien se ve, la tesis de Menéndez Pidal sobre la evolución de la figura quijotesca es muy semejante a la de Menéndez Pelayo. Sólo difieren en los detalles de la explicación, pues en la idea general sobre lo factores que han determinado ese proceso (el papel del romancero y la inspiración del Amadís) ambos coinciden también.
¿Qué hechos o causas indujeron a Cervantes a darse cuenta de que se había equivocado al incluir una burla de los romanes caballerescos en medio de una parodia de los libros de caballerías hasta el punto de arrastrarle a un primer esbozo inmaduro y confuso del tipo de don Quijote, carente de la compleja grandeza que manifestará más adelante? En primer lugar, se dio cuenta de que no era apropiado parodiar el romancero, porque éste es un género poético admirable, a diferencia de los libros de caballerías, un género execrado por muchos. Además, tampoco era adecuado presentar los romances, obra de todo el pueblo español y depositarios de sus ideales heroicos y nacionales, como causantes de la locura de don Quijote. Cervantes veneraba el mundo épico del romancero y, por tanto, hubiera sido sacrílego chancearse del mismo. Una vez liberado del nocivo influjo del Entremés, don Quijote no volverá a creerse un personaje del romancero, cesa de aplicarse a sí mismo versos de romance y se olvidará de éstos, aunque no faltan algunas alusiones aisladas en el resto de la primera parte (don Quijote cita más adelante unos versos del marqués de Mantua y el episodio de Cardenio en Sierra Morena, sostiene Menéndez Pidal, es un remedo de un romance de Juan de la Encina). Omite, no obstante, decir que en la segunda parte, sobre todo en el episodio de la cueva de Montesinos, vuelve a parodiar el romancero, concretamente romances de tema carolingio (Montesinos, Durandarte y su amada Belerma) y artúrico (Merlín).
Ahora bien, si el Entremés ejerce sobre él una impresión nociva induciéndole a mostrar a don Quijote como una burla de los romances caballerescos, será el contacto con el romancero precisamente el que le liberará del fatal influjo de aquél, lo que conducirá a Cervantes a iniciar a partir del capítulo VII, en el que termina la maléfica sugestión del Entremés, un proceso de rectificación y depuración del tipo quijotesco hasta dotarlo de grandeza heroica. Pues ese contacto con el romancero, a través de esa «mezcla equivocada» de éste con los libros de caballerías, fue lo que le permitió descubrir un elemento común a ambos: el ideal de perfección caballeresca, un ideal que merece respeto. Que este idealismo caballeresco sea común a ambos no es de extrañar, pues, como dice Menéndez Pidal, el romancero y los libros de caballerías son «medio hermanos, hijos ambos de la epopeya medieval», bien es cierto que el romancero es el «hijo legítimo», en tanto fiel exponente del mundo heroico medieval al servicio de los gustos de una aristocracia guerrera, y los libros de caballerías son el hijo «bastardo», en cuanto derivación degenerada, desquiciada, de la epopeya medieval, pero muy del gusto de la nueva aristocracia cortesana que poblaba las cortes europeas de la Baja Edad Media. Don Quijote viene a ser así, en tanto asume este idealismo caballeresco que es el nexo de unión entre los dos y lo va cumpliendo, la encarnación del más depurado espíritu heroico y épico de los libros de caballerías y del romancero, y siendo éste una expresión del ideal heroico español, Cervantes habría logrado fundir y reconciliar en don Quijote el ideal caballeresco de origen foráneo con el genuinamente español.
Bajo la benéfica influencia del romancero Cervantes rectifica su inicial idea inmadura del Quijote y especialmente de su figura principal, pero será bajo la influencia del Amadís como ese proceso de depuración alcanzará su perfección, un proceso que se acelera a partir del momento en que don Quijote decide seguir los pasos de Amadís, y concretamente el punto de inflexión será el momento en que toma la determinación de imitar la penitencia de Amadís en la Peña Pobre y no la de Orlando furioso (I, 26).
Y así es como comienza la segunda fase de la construcción de Menéndez Pidal, que empieza por reconocer, como ya indicamos, que el Amadís es una feliz adaptación española de una corriente francesa y en tanto es una feliz adaptación, esto es, conforme con el espíritu caballeresco y heroico español, permitirá impregnar los desvaríos del hidalgo de una superior nobleza y purificar su carácter burlesco hasta elevarlo a la categoría de un héroe sublime.
¿En qué se percibe ese rasgo de feliz adaptación del modelo de novela caballeresca francesa? En dos facetas, en el tratamiento del ideal épico y caballeresco y en la representación del amor; en ambas la novela española entraña una depuración del modelo francés. Por lo que respecta a lo primero, en ella se describe la caballería con notable pureza, pues Amadís aparece retratado como un modelo de caballero por sus virtudes caballerescas, como el valor, el honor, la lealtad al rey Lisuarte y la fidelidad a su amada Oriana. En cuanto a lo segundo, el tratamiento del amor se aleja de la tendencia de los franceses a presentar éste como una pasión fatal y tormentosa que conduce al adulterio (los casos de Lanzarote y Tristán). En el Amadís, en cambio, la inspiración bretona se depura, como bien se ve, según Menéndez Pidal, en la ternura con que se aborda el primer amor desde que nace siendo los dos amantes unos niños, un amor que crecerá, madurará y se consolidará como algo perdurable, triunfando de las adversidades que ambos tendrán que superar, como los celos de Oriana o las seducciones de que será objeto Amadís. Pero aunque no se puede decir que Amadís sea un héroe casto (pues no hace otra cosa, como ya vimos en la primera entrega, publicada en El Catoblepas en diciembre de 2007, que recordar constantemente a su amada la necesidad de satisfacer sus «mortales deseos» y llegan a mantener relaciones eróticas íntimas mucho antes de casarse), lo cierto es que ambos se guardan fidelidad.
Pues bien, don Quijote, desde el instante en que se propone como meta inspirarse en el ideal caballeresco y heroico que Amadís representa, se adueña de un ideal de perfección caballeresca que entronca con el espíritu heroico puro de la antigua epopeya castellana. A partir de aquí, don Quijote se somete a un proceso de purificación que lo irá elevando progresivamente de la condición de una héroe paródico o burlesco, rayano al comienzo en lo grotesco, en un héroe sublime, que, según el ilustre cervantista, «asciende a las más puras fuentes de lo heroico», sostenido por una fe firme en la providencia divina y en su misión; un héroe que, en la medida que va cumpliendo el ideal de perfección caballeresca, se afirma en su esfuerzo inquebrantable ante el peligro, en ayudar a todo necesitado, en la lealtad y el amor a la gloria. Menéndez Pidal nos ofrece así una concepción simbólica y romántica en que don Quijote es ahora, tras este proceso de sublimación ennoblecedora, la encarnación del ideal, de manera que el caballero del ideal, espoleado por la fuerza del mismo, se sobrepone a la realidad defectuosa hasta revelarse como el «héroe de esfuerzo nunca doblegado ante la mala ventura» (op. cit., pág. 206). Como Menéndez Pelayo, Pidal puede decir igualmente que en don Quijote revive Amadís, aunque mientras éste es grande en sus propósitos y también en su ejecución, el hidalgo manchego sólo es grande en sus propósitos. Naturalmente, la culpa es de la realidad cuyos defectos impiden que ella sea como el héroe sublime anhela que sea.
Por lo que concierne al amor, también don Quijote se nos presenta como un émulo de Amadís. Y su influencia en este terreno pondrá, lo mismo que en el del caballerismo, en marcha un proceso de depuración gradual, en que, luego de alguna vacilación e incluso irreverencia (I, 21, 25 y 26), el hidalgo, a partir del capítulo 30, en que desaira a la princesa Micomicona por fidelidad a su señora Dulcinea, se afirma, al igual que Amadís, como un fiel amador, fidelidad que se consolidará en la segunda parte, después de resistir los intentos de seducción de Altisidora.
En este proceso de depuración idealizante de don Quijote no podía faltar la figura de Sancho, quien, al colocarse como escudero al lado de su amo, tras entrar en escena en el mismo capítulo 7, precisamente cuando comienza Cervantes a corregir su errónea visión inicial del tipo quijotesco, brindará un firme apoyo, en la medida en que se convierte en un complemento indispensable del hidalgo, al proceso de transformación del carácter de éste. Como en el caso de la figura de don Quijote, también aquí se propone Menéndez Pidal determinar la fuente de la figura de Sancho en la literatura popular y la encuentra principalmente en un refrán que decía: «Allá va Sancho con su rocino». Y, como ya había puesto de manifiesto Menéndez Pelayo, admite que el escudero Ribaldo, personaje de El caballero Cifar, villano y decidor de refranes, representa el más antiguo antecedente literario de Sancho.
5. Crítica de la interpretación de Menéndez Pidal
Ahora bien, toda esta imponente construcción de Menéndez Pidal descansa sobre unos pilares muy frágiles. Para empezar, la hipótesis de que el Entremés de los romances precedió al Quijote es muy discutida, lo fue ya en su momento, cuando Pidal la sacó a la palestra, y lo sigue siendo en la actualidad. La fecha exacta de su composición es motivo de polémica, pero, en cambio, se sabe que la fecha más probable de su primera publicación fue 1611. Si no está clara, pues, la precedencia del Entremés, la tesis de Pidal de que éste inspiró la primitiva concepción del Quijote resulta no menos dudosa.
Pero, de todos modos, da igual. Aun en el supuesto de la precedencia de la pieza teatral, no hay por qué admitir todo el edificio que Pidal levanta sobre ello. Sostiene la tesis de que la idea inicial de don Quijote como personaje cómico, incluso grotesco, a la manera de Bartolo, del cual apenas se diferencia, según él, en los primeros capítulos, está influida por el Entremés más que por el interés de Cervantes en parodiar los libros de caballerías. No niega que los que enloquecieron a don Quijote fueron éstos, sin embargo, hasta el capítulo VII no son los libros de caballerías los que imprimen su sello a la locura quijotesca, sino la sátira del romancero. He aquí los términos en que expone su tesis:
«Los que enloquecieron realmente a don Quijote fueron esos abultados librotes de caballerías condenados al fuego...; pero, sin embargo, el primer momento de la inmortal locura no parte de ninguno de éstos, sino de un delgado librico de cordel con el Romance del Marqués de Mantua... Sólo por inmediata influencia de éste podemos encontrar los romances en los cimientos del Quijote más que en los libros de caballería.» Op. cit., pág. 196.
Y más adelante, desenvolviendo el mismo hilo, apunta:
«Sólo en el citado capítulo VII, en que termina la sugestión del Entremés, el hidalgo eleva su locura a un pensamiento comprensivo y expresa la necesidad que tenía el mundo de que en él se resucitase la caballería andante; se reviste así de una misión, y en esta frase fugaz apunta el momento genial de la concepción de Cervantes, pues es cuando el autor empieza a mirar las fantasías del loco como un ideal que merece respeto, es cuando se decide a pintarlo grande en sus propósitos, pero fallido en la ejecución de ellos.» Op. cit., págs. 202-203.
Pero toda esta historia que teje Pidal de que «el primer momento de la inmortal locura» tiene su origen en el delirio del grotesco Bartolo y de que es sólo en el capítulo séptimo cuando llega el «momento genial» en que la locura del hidalgo deja de estar influida por la sugestión del Entremés, para pasar a estarlo por la sugestión de los libros de caballerías, en lo que éstos tienen de fondo heroico, no resiste el análisis y el cotejo con los textos. No sólo don Quijote enloquece por la lectura de los libros de caballerías, sino que su demencia está dirigida desde el primer momento hasta la recuperación de la cordura, sin solución de continuidad, por las fantasías caballerescas. No es verdad que hasta el capítulo séptimo el hidalgo no alcance una plena conciencia de su misión caballeresca. Esta conciencia la tiene ya desde el primer capítulo, desde el instante mismo en que pierde el juicio. En efecto, nada más perderlo, proclama la realidad histórica de los libros de caballerías:
«Y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el celebro de manera que vino a perder el juicio. Llenóse la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamientos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo.» I, 1, 29-30.
Y a renglón seguido, no a partir del capítulo séptimo, anuncia su proyecto de resucitar la caballería andante de los libros de caballerías a causa de la necesidad que el mundo, según él, tenía de ella, y de salir en pos de aventuras para realizar el ideal caballeresco de instaurar la justicia en el mundo:
Rematado ya su juicio, vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo, y fue que le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra como para el servicio de la república, hacerse caballero andante y irse por el mundo con sur armas y caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo aquello que él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio y poniéndose en ocasiones y peligros donde, acabándolos, cobrase eterno nombre y fama. I, 1, 30-1
Y todo lo que hace a partir de este momento está determinado por la conciencia de la alta misión caballeresca que asume cumplir como un deber: buscar armas y armadura, caballo, dama, armarse caballero, lanzarse en pos de aventuras y más adelante hacerse con un escudero. Por cierto, Bartolo no se busca una dama como don Quijote, lo que bien muestra el diferente sesgo de la locura de ambos. De manera que los dos elementos fundamentales que vertebran los libros de caballerías, el cumplimiento de un ideal de perfección caballeresca y el hacerlo acicateado por el amor de una dama, están dados desde el principio en el proyecto de don Quijote. Por otra lado, mientras Bartolo, desde el comienzo, sale acompañado por un escudero, Bandurrio, Sancho no entra en escena hasta el capítulo séptimo. Por lo que respecta a su misión caballeresca, don Quijote vuelve a repetirla nada más iniciar su primera salida (I, 2, 34) y al comienzo del capítulo tercero habla de que su servicio como caballero andante, una vez que reciba la orden de caballería, redundará «en pro del género humano» y que piensa ir por todas las partes del mundo en busca de aventuras «en pro de los menesterosos» (I, 3, 41). Y obsérvese que todo esto acontece antes del final del capítulo cuarto, que es donde, tras la aventura de los mercaderes y sus consecuencias en el quinto, Pidal descubre las analogías más significativas entre el Entremés y el Quijote, lo que no le impide extender, a nuestro juicio erróneamente, hasta los tres primeros capítulos el influjo de la farsa teatral. Es más, comete el error de llamar «primera aventura» a la de los mercaderes toledanos, que es la segunda. La primera emprendida por el hidalgo, recién armado caballero, es la de socorrer al pastorcillo Andrés. Al hacer esto, parece sugerir implícitamente que don Quijote emprende su primera aventura a la manera de Bartolo y no a la manera de quien está guiado por la conciencia de estar cumpliendo una alta misión caballeresca. Pero todo lo anterior prueba que no es así.
Lo que es más, don Quijote, antes de acometer su primera aventura, que es la de Andrés y no la de los mercaderes, nada más oír los lamentos del muchacho declara su propósito de cumplir con su profesión de socorrer a lo menesterosos (I, 4, 48) y ante Juan Haldudo, el verdugo de Andrés, al que el hidalgo confunde con un caballero, se presenta como «el valeroso don Quijote de la Mancha, el desfacedor de agravios y sinrazones» (I, 4, 51). Esto es, la primera empresa de don Quijote responde perfectamente al modelo del ideal caballeresco justiciero de enderezar tuertos y deshacer agravios. El propio hidalgo así lo cree, cuando figurándose haber culminado exitosamente su primera proeza, expresa, eufórico, su satisfacción por poder ofrecer tan alta caballería a Dulcinea, ya que se imagina haber deshecho «el mayor tuerto y agravio que formó la sinrazón y cometió la crueldad» (I, 4, 52).
Incluso la segunda aventura quijotesca nada tiene que ver con El Entremés y todo con los libros de caballerías, con su parodia. En efecto, como ya expusimos al analizar la correspondencia entre las aventuras quijotescas y los temas típicos de las novelas caballerescas, a los que remedan burlescamente, el encuentro con los mercaderes toledanos, a los que confunde con caballeros andantes, es una parodia de los pasos de armas, pues don Quijote, apenas terminada la anterior aventura, se coloca en un cruce de cuatro caminos, y a la manera de los caballeros andantes de sus lecturas, intercepta el paso a los mercaderes y les reta a combatir, a no ser que confiesen que la emperatriz de la Mancha, la sin par Dulcinea, es la más hermosa doncella del mundo.
Por tanto, cuando en el capítulo séptimo, luego de recuperarse, tras quince días de reposo, del molimiento propinado por el mozo de mulas de los mercaderes, don Quijote anuncia, para pasmo de sus amigos el cura y el barbero, que «la cosa de que más necesidad tenía el mundo era de caballeros andantes y de que en él se resucitase la caballería andantesca» (I, 7, 72) y se dispone a salir por segunda vez, ahora acompañado por Sancho en calidad de escudero, no está iniciando, pace Pidal, una nueva concepción del tipo quijotesco, sino que está desenvolviendo la que, sin interrupción, quedó pergeñada desde el primer capítulo. Que en el capítulo quinto inserte el autor una parodia de dos romances, a través del desdoblamiento del hidalgo en personajes de éstos, en nada le desvía de su propósito satírico, pues, a la postre, tanto el romance del marqués de Mantua como el romance morisco, tratan de asuntos caballerescos, el primero de la materia carolingia, y la sátira cervantina va dirigida contra toda suerte de literatura caballeresca, aunque preferentemente contra los libros españoles de caballerías. Sólo parece dejar fuera la épica medieval de los cantares de gesta, los romances caballerescos de tema español, que nunca son motivo de chanza en el Quijote y cierta épica culta de su época, como La Araucana, de Ercilla, cuyo mérito literario ensalza el cura.
No hay, pues, en la magna novela una evolución de la idea primitiva de don Quijote, tesis en la que Pidal no hace sino continuar la tradición abierta por Valera y Menéndez Pelayo, como personaje burlesco e incluso grotesco a un tipo auténticamente heroico, cumbre sublime del heroísmo y dotado de un fino humorismo. Don Quijote es siempre un héroe paródico y burlesco, carente de auténtico heroísmo, como ya hemos expuesto en otro lugar. Podemos calificar de sublimes sus metas más elevadas, pero esto no tiene nada de heroico. Mucha gente alberga grandes propósitos, lo que, sin embargo, no les saca del común. El heroísmo no se teje de altos propósitos, sino de grandes obras, cuya ejecución entraña un sacrificio de sí mismo. La mera voluntad de ser héroe, si no va acompañada de obras, no convierte a nadie en héroe, por lo que hablar de don Quijote como héroe de esfuerzo nunca doblegado no va más allá de una expresión retórica, que no tiene en cuenta que lo que impulsa al hidalgo a reemprender la vida aventurera tras cada fracaso es la locura. Sin ella el héroe del esfuerzo inquebrantable se quedaría sin combustible. A nuestro juicio, el lado sublime del hidalgo, ese lado que suscita admiración y respeto es el que exhibe más en sus intervalos de lucidez que en sus aventuras siempre burlescas, esos intervalos en que nos regala con tan valiosos discursos y parlamentos, que destilan sabiduría.
En cuanto a la comicidad, desde que se convierte en don Quijote hasta que deja de serlo es motivo de las más variadas formas de humorismo, desde el humor negro, pasando por el humor grotesco hasta la más fina de las ironías. Cervantes experimenta con todos los registros de la comicidad, sin rehuir su forma más simple o vulgar. No hay, pues, un proceso de depuración de los elementos cómicos entre la primera y la segunda parte, como sostenía Menéndez Pelayo, o entre los siete primeros capítulos y el resto de la novela, como afirma Pidal. En ambas o todas partes de la obra encontramos tanto la forma más exquisita de comicidad como la más simplista e incluso burda. De esto los ejemplos son numerosos. ¿No es humor negro, tirando a cruel, como ya indicara Nabokov, pretender despertar la risa en todos los episodios en que don Quijote termina apaleado, apedreado, derribado, herido y quebrantado? Al lector educado de hoy esto no le hace gracia. Y esto no sólo ocurre en la primera parte. En la segunda, se chacotean de don Quijote echándole unos gatos con cencerro, Sancho es vejado y pisoteado en el asedio a la ínsula y Cervantes llega a ser verdaderamente cruel con ambos cuando acaban pelándose por culpa del desencantamiento de Dulcinea (para Unamuno éste era el momento más penoso de la obra), don Quijote es pisoteado por una manada de toros, en Barcelona unos muchachos colocan unas aliagas bajo la cola de Rocinante, cuyo resultado es que don Quijote sufre una caída e incluso, una vez de vuelta a casa tras la derrota en Barcelona, una piara de cerdos derriba a ambos y los huellan.
Crítica general de las interpretaciones del Quijote como sátira alegórica de la caballería
Finalmente, debemos plantearnos críticamente la cuestión central que hemos abordado en este apartado: ¿es el Quijote, de acuerdo con la tesis de Rapin, Temple, Byron, Hegel y Gautier, una sátira destructiva de la caballería, del heroísmo e ideales que promueve y, por tanto, un libro derrotista en que el idealismo caballeresco es objeto de chanza al fracasar en su duro enfrentamiento con la cruda realidad? ¿O más bien, según Durán, Valera, Menéndez Pelayo y Pidal, es una sátira sólo de una falsa caballería, junto con el adulterado heroísmo e ideales amanerados que alienta, pero a la vez un libro constructivo, regenerador, que hace una apología de una auténtica caballería, que estimule el genuino heroísmo y a realizar unos nobles ideales?
La respuesta a la primera parte de la cuestión no puede ser sino negativa. No es concebible que el que fue héroe de Lepanto y del cautiverio en Argel y luego ensalzó al hombre de armas por encima del hombre de letras, amén de aspirar a seguir la carrera de las armas, como su hermano, en lo que seguramente se interpuso la mano lisiada que le dejó como recuerdo la batalla de Lepanto, se propusiese ridiculizar la caballería, sus prácticas e ideales, como institución histórica.
Pero no hace falta esgrimir argumentos biográficos. En el propio Quijote tenemos la respuesta. Precisamente, su moraleja principal, insistentemente repetida, es que su propósito es extirpar los libros de caballerías ridiculizándolos. Por tanto, la sátira cervantina no va dirigida contra la caballería como realidad histórica, sino contra los libros andantescos, esto es, contra un género literario y, si se quiere, contra la caballería andante literaria que estos libros retrataban, como hemos probado en la primera parte de este ensayo sobre la interpretación del Quijote, al analizar cómo Cervantes pone todo su empeño en manejar los episodios de su novela y toda suerte de recursos literarios y estilísticos para remedar burlescamente las aventuras inverosímiles de los libros de caballerías y sus despropósitos.
Y si esto es así, es absurdo pensar que el Quijote haya repercutido negativamente sobre la caballería arrastrándola a su decadencia, aunque a veces las obras humanas desencadenan efectos no deseados. Pero éste no es el caso aquí. Como mucho contribuyó a arruinar el género literario caballeresco, que es a la que apuntaba la diatriba cervantina. Incluso aun colocándonos en la hipótesis del Quijote como burla de la caballería real histórica, es dudoso que hubiera conseguido una influencia tal como para llevarla a su extinción. Las obras literarias no logran semejante impacto sobre la sociedad y sus instituciones. Si la caballería entró en declive desde fines del siglo XV, desde mucho antes de la publicación del Quijote, ello se debió a causas históricas y no literarias, tal como sobre todo el surgimiento del Estado moderno, que con la institucionalización del ejército permanente y unificado al servicio del rey y la creación de cuerpos policiales, podía mantener la estabilidad política y el orden público, volviendo superflua y aun anacrónica la actividad de la caballería medieval.
En cuanto a la segunda parte de la cuestión, que nos presenta la solución de Durán, Valera, Menéndez Pelayo y Menéndez Pidal, a la primera cuestión, merece ser examinada para determinar su valor. Una posible respuesta consiste en alegar que no es una buena solución porque pretende dar respuesta a lo que, en realidad, es un falso problema. Tal es el punto de vista de Anthony Close, para quien, después de declarar que el objetivo de la sátira cervantina no es la caballería como institución histórica, sino un género literario, no queda ya nada por decir, salvo añadir que, dado que Cervantes no es culpable de haberse burlado de la caballería española o europea, no hay necesidad de librarlo de tal acusación (véase su La concepción romántica del Quijote, Crítica, 2005, pág. 118). Según él, la pregunta que hemos formulado es irrelevante, puesto que el punto de partida de la sátira cervantina es que la causa de la locura de don Quijote es una rama de la ficción novelesca, no la caballería como realidad histórica, en defensa de lo cual saca a relucir este pasaje en que el canónigo le habla así a don Quijote:
«¿Y cómo es posible que haya entendimiento humano que se dé a entender que ha habido en el mundo aquella infinidad de Amadises y aquella turbamulta de tanto famoso caballero, tanto emperador de Trapisonda, tanto Felixmarte de Hircania, tanto palafrén, tanta doncella andante, tantas sierpes, tantos endriagos, tantos gigantes, tantas inauditas aventuras, tanto género de encantamientos, tantas batallas ... y, finalmente, tantos y tan disparatados casos como los libros de caballerías contienen?» I, 49, 503
Que la raíz de la demencia de don Quijote no es la práctica de la caballería, sino una intoxicación literaria y que la mofa cervantina apunta, pues, contra un género literario y no contra la caballería real es innegable. Pero esto no zanja la cuestión, como cree Close. A nuestro juicio hay algo más, en lo que pone énfasis Cervantes, a través del canónigo, sin duda portavoz de sus propias ideas, justo a continuación del texto citado por él, por lo que resulta llamativo que haya escapado a su atención y que pasamos a presentar al lector:
«¡Ea, señor don Quijote, duélase de sí mismo y redúzcase al gremio de la discreción y sepa usar de la mucha que el cielo fue servido de darle, empleando el felicísimo talento de su ingenio en otra lectura que redunde en aprovechamiento d su conciencia y en aumento de su honra! Y si todavía, llevado de su natural inclinación , quisiese leer libros de hazañas y de caballerías, lea en la Sacra Escritura el de los jueces, que allí hallará verdades grandiosas y hechos tan verdaderos como valientes. Un Viriato tuvo Lusitania; un César, Roma; un Aníbal, Cartago; un Alejandro, Grecia; un conde Fernán González, Castilla; un Cid, Valencia; un Gonzalo Fernández, Andalucía; un Diego García de Paredes, Extremadura; un Garci Pérez de Vargas, Jerez; un Garcilaso, Toledo; un don Manuel de León, Sevilla, cuya lección de sus valerosos hechos puede entretener, enseñar, deleitar y admirar a los más altos ingenios que los leyeren. Esta sí será lectura digna del buen entendimiento de vuestra merced, señor don Quijote mío, de la cual saldrá erudito en la historia, enamorado de la virtud, enseñado en la bondad, mejorado en las costumbres, valiente sin temeridad, osado sin cobardía, y todo esto, para honra de Dio, provecho suyo y fama de la Mancha, do, según he sabido, trae vuestra merced su principio y origen.» I, 49, 504
Ese algo más que no tiene en cuenta Close es la distinción que aquí traza el canónigo entre la verdadera caballería, la de los grandes héroes históricos, y la degradada caballería fantástica de los libros de caballerías. Lo que el canónigo pretende de don Quijote, sin éxito, con esta enumeración de personajes de todas las épocas, incluso casi contemporáneos, como el Gran Capitán, Diego García de Paredes, Garcilaso (un antepasado del poeta) y Manuel de León, es que aprenda a distinguir el genuino heroísmo de los verdaderos caballeros de los libros de historia de esa caricatura de heroísmo que representan los caballeros fabulosos de las novelas caballerescas. Y no sólo que no confunda lo uno con lo otro, sino que le sirvan de modelo en su conducta.
La buena literatura ha de tener, según Cervantes, también, según ya vimos en la primera entrega sobre la interpretación del Quijote, una saludable función moral de mejora de las costumbres. Por ello en la parte final del pasaje, al destacar que los libros de historia poniéndonos en contacto con héroes de verdad nos transmiten una lección moral animándonos a amar la virtud y la bondad, a ser valientes y mejorar nuestras costumbres, se está sugiriendo que los libros de caballerías no sólo distan de hacer lo mismo, sino que su efecto sobre las costumbres es más bien nocivo, lo que, como ya vimos en su momento, era una de las acusaciones de los moralistas y del propio Cervantes contra las novelas de caballerías. El Caballero del Verde Gabán, al censurar éstas, comenta que las fabulosas caballerías de los fingidos caballeros andantes son un daño para las buenas costumbres (II, 16, 663). Por eso, en el Quijote, a semejanza en esto de los libros de historia, su autor se propone no sólo entretenernos y deleitarnos, sino también mejorarnos moralmente, lo que entraña no sólo inducirnos a abominar los libros de caballerías, sino también a enseñarnos a distinguir la genuina caballería de la falsa que éstos nos pintan.
Compartimos, pues, con los críticos arriba mencionados la tesis de que Cervantes opera con la distinción entre una caballería de veras y una caballería de fantasía y que centra sus ataques en ésta última. Ahora bien, no podemos estar de acuerdo con Valera, Menéndez Pelayo y Menéndez Pidal, en que el modelo de caballería auténtica que nos ofrece Cervantes sea el encarnado por don Quijote, al que ellos elevan a la categoría de caballero y héroe sublime. En este sentido, podríamos decir con Close que la solución de estos autores no es una buena solución. Don Quijote no es un modelo de la pura caballería, sino su contramodelo. Es, a este respecto, un instrumento en manos de Cervantes para desacreditar, con sus aventuras paródicas de las correspondientes caballerescas, el caballerismo caricaturesco de los libros de caballerías y para mostrarnos cuál es el verdadero caballerismo. Un caballerismo que no encarna don Quijote, sino los héroes de veras que han dejado su huella en la historia. La caballería heroica que Cervantes admira y ensalza incluye por supuesto a la caballería española, como bien se ve en los numerosos ejemplos de caballeros heroicos españoles que saca a relucir; pero, contra los citados estudiosos, la caballería heroica desborda a la de origen español para abarcar a personajes heroicos de entidad histórica de todas las épocas.
Concluimos esta valoración crítica, con las certeras palabras de Martín de Riquer, con cuyo análisis de este punto no podemos estar más de acuerdo:
«No caigamos en el error de creer que Cervantes en el Quijote satiriza la caballería, se burla de ella y la desprecia. Lo que hace es centrarla en su realidad y apartar, con la parodia, la ironía y el sarcasmo, la caballería literaria, en el fondo extranjerizante, que con la desbordante y fabulosa exageración tendía a empequeñecer y minimizar el heroísmo auténtico.» Para leer a Cervantes, pág. 230.