Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 82 • diciembre 2008 • página 9
Un examen crítico de las interpretaciones del Quijote como una reflexión acerca del pensamiento utópico.
Otra tendencia importante, entre las interpretaciones políticas del Quijote, es la que ve en éste la formulación de un proyecto político utópico y la crítica del mismo. La novela no sería, pues, en el fondo una sátira de los libros de caballerías, sino una sátira de una utopía política. La figura más destacada en la adopción de esta orientación hermenéutica ha sido José Antonio Maravall, a quien ha seguido de cerca recientemente el alemán Heinz-Peter Endress.
Maravall: el Quijote como anti-Guevara
Maravall presentó una primera versión de su concepción en El humanismo de las armas (1948), donde aproximaba de tal modo el pensamiento político de don Quijote al del propio Cervantes, que se daba a entender que el escritor compartía la visión utopista de su criatura. Consciente de este error, lo rectifica y en la nueva edición ampliada y enmendada del libro, ahora con el título de Utopía y contrautopía en el Quijote (1976), queda claro que la utopía que el libro nos ofrece es cosa del hidalgo manchego, mientras que la censura de la misma o su descalificación como contrautopía es asunto de Cervantes. El cambio es importante, porque en la primitiva interpretación, al anular la distancia entre el modo de pensar de don Quijote y Cervantes, el Quijote aparecía sólo como la expresión de una utopía. Y así se entendió por parte de Bataillon y Menéndez Pidal, el cual escribiría en el prólogo a El humanismo de las armas que en éste Cervantes es utopista al par del caballero andante de la Mancha. Ahora en la edición enmendada del libro, se acentúa la distancia entre el protagonista de la novela y su creador, de tal modo que el Quijote se convierte en la crítica destructiva del proyecto utópico de don Quijote.
La esencia de la interpretación política de Maravall cabe resumirla así: el Quijote es el resultado de la integración de un doble plano de construcción: un plano de construcción utópica y un plano de construcción contrautópica. A su vez, el primer plano comprende dos partes: la primera es la de la utopía quijotesca restaurativa de la edad dorada, que es la principal, ya que ella contiene los fundamentos del pensamiento utópico quijotesco; y la segunda, la utopía del buen sentido o de la razón natural, encarnada por el gobierno de Sancho en la ínsula Barataria, que es la parte secundaria y subordinada a la primera, pues justo la empresa de restauración de la edad dorada es la que hace posible el paso a la de Sancho. Por último, el plano de contrautopía consiste en el tratamiento irónico, burlesco, de todo este contenido utópico, que Cervantes habría puesto de manifiesto a través de la ridiculización y fracaso de las empresas quijotescas en el resto de la novela.
Por lo que concierne al plano de construcción utópica, bien se notará que todo él se levanta a partir de la lectura de dos textos, el del discurso acerca de la edad dorada y el del episodio del gobierno de Sancho, que se elevan así, como en Benjumea, a la categoría de piezas trascendentales, sobre todo la primera, para determinar el sentido político de la novela. Pero Maravall, más ajustado al terreno, no va ver en el discurso de la edad dorada la prefiguración de ideas políticas modernas, sino, muy contrariamente, la expresión de ideas políticas, amén de utópicas, regresivas, que entrañan un retorno a un pasado mítico que se pretende proyectar como modelo social, político y moral hacia el futuro. Se trata, en suma, de una utopía de evasión, de retorno a un pasado idealizado y falsificado.
En la imagen del caballero don Quijote, situado en un marco campestre y pronunciando el discurso de la edad dorada ante un auditorio de rústicos cabreros, ve Maravall la estampa misma de los tiempos áureos. Esto puede parecer sorprendente, pues, como ya dijimos, en el discurso se representa el origen remoto de la humanidad como el de una sociedad apolítica o sin Estado, sin divisiones estamentales o sociales, de economía comunitaria o colectivista, preagrícola, aunque posiblemente pastoril (se mencionan zagalas que caminan de valle en valle), mientras que la estampa del caballero con los cabreros nos remite a una sociedad política, esto es, organizada estatalmente de tipo monárquico, estamental, de economía de propiedad privada, y agrícola. ¿Cómo se las apaña, pues, para hacer pasar como la encarnación de la originaria sociedad natural de la edad dorada una sociedad de carácter caballeresco y agropastoril?
La respuesta es que, según muchos autores españoles de la época de todo tipo, la sociedad natural áurea se identifica con una de carácter agrario y pastoril, porque la aldea y la vida en el campo se consideran el tipo de vida más simple, espontánea y más próxima, por tanto, a la ideal vida natural de los remotos orígenes áureos, que muchos de ellos se tomaban como si realmente se tratase de una primitiva fase histórica de la humanidad. Tal es lo que sostenían, según los interpreta Maravall, fray Antonio de Guevara, Las Casas, fray Antonio de Torquemada, Alfonso de Valdés, el doctor Miguel Sabuco, etc, por citar a los principales defensores de estas ideas. Añadían además que la simplicidad de la vida campestre y aldeana de labradores y pastores favorecería el cultivo de la virtud y sería por ello lo más afín a la virtud y bondad naturales de la edad dorada. Falta, sin embargo, incluir el elemento caballeresco para obtener el diseño completo de una nueva república. La respuesta la encuentra Maravall en el hecho de que los escritores de tratados y novelas de la época que tenían como tema la caballería clasificaban la tarea del caballero con sus armas como trabajo en el campo, en tanto su vida y empresas se desenvuelven en un marco campestre y aldeano.
Así que la misión de don Quijote es doblemente utópica: primero, porque se propone resucitar la orden de caballería; y segundo, porque se propone hacer renacer la edad de oro. Pero el fin último es restablecer ésta última y para ello la resurrección de la caballería es el medio para lograrlo y a la vez una parte de la sociedad dorada renacida, en tanto ésta, según acabamos de ver, se conforma como una sociedad caballeresca, amén de agropastoril. Don Quijote está disconforme con la detestable edad de hierro del presente histórico, donde cunde todo mal, vicio e injusticia, y esta disconformidad con el estado social y político presente es el punto de partida para, a través de la acción caballeresca, fraguar una nueva república siguiendo el modelo de la vida campestre y pastoril, la más semejante, por su simplicidad, espontaneidad y estímulo de la virtud, a la sociedad natural de los siglos dorados.
Ahora bien, este proyecto de restaurar una sociedad utópica y ucrónica o paracrónica, si se quiere, ya que se pretende trasladar un modelo social y político tradicional, caballeresco y agropastoril de un pasado idealizado al presente, no es cosa sólo de don Quijote, sino que, según Maravall, ello respondería a las aspiraciones de un sector social de la España cervantina, los hidalgos pobres apegados a la tradición, pero también un grupo de escritores que alentaron esa utopía evasiva, como los arriba citados, algunos de los cuales fueron colaboradores de Carlos V, como Antonio de Guevara, Las Casas y Alfonso de Valdés. Por tanto, Cervantes, al mofarse de la utopía quijotesca, estaría a la vez, según lo ve Maravall, rechazando el sueño nostálgico de un sector social y de un grupo de escrito= res del ideal social y político de una sociedad caballeresca y pastoril, que ellos proponían como alternativa frente a la sociedad y el Estado modernos, pero que Cervantes censura burlonamente como impracticable, como un disparate en las condiciones históricas del momento presente. De esta manera, nos presenta el Quijote como un antídoto contra el utopismo adormecedor de este sector social volcado al pasado y, en vistas del importante papel ideológico de Guevara en este asunto, no duda incluso en calificar la novela como un «verdadero anti-Guevara» (Utopía y contraupopía, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2005, pág. 22).
Maravall también ve un elemento utópico en la historia del gobierno de Sancho, incluso, en cierto modo, culmina la utopía cervantina, ya que aquí se pone a prueba el modelo social y político esbozado por don Quijote al encarnar al gobernante ideal en la figura de un aldeano labrador y ocasionalmente pastor. Y ya se sabe, que desde la perspectiva quijotesca en que lo agropastoril tiende a identificarse con lo primitivo o natural, Sancho, hombre primario, sería, pues, como representante genuino del pueblo labrador y pastoril, la perfecta ilustración del comportamiento del hombre natural de los orígenes áureos, que se conduce por la razón natural o buen sentido y cuya sabiduría práctica, condensada en la filosofía vulgar, como la llamaba Juan de Mal-Lara, del saber refranero, es una manifestación del saber popular, considerado como saber antiguo y, por tanto, lo más próximo a lo natural y originario del hombre, del que puede echar mano para gobernar. De ahí que Maravall denomine al gobierno de Sancho como la «utopía de la razón en estado natural» o «la utopía de la justicia según el buen sentido», pues se supone que con la sola razón natural o sentido común, activada con los sabios consejos del caballero don Quijote (tan afín al prístino hombre natural de los siglos dorados como Sancho por ser también aldeano y realizar su trabajo en el campo) y la filosofía vulgar de las sentencias refraneras, tiene bastante para gobernar, sin que le haga falta mayor preparación o el dominio de amplios conocimientos.
Crítica de la interpretación de Maravall
La interpretación de Maravall, que él desarrolla haciendo todo un formidable despliegue de erudición y de conocimientos de la España de los siglos XV, XVI y XVII y de la que aquí no podemos ofrecer más que este apretado resumen, la consideramos inaceptable por varias importantes razones. Para empezar, su estrategia de reducir la utópica sociedad áurea a la categoría de una sociedad caballeresca y agropastoril, a la que aquélla queda degradada, como una especie de sucedáneo de la verdadera sociedad natural de los siglos áureos, es más que dudosa. Por más que lo justifique apelando al artilugio de ver en la vida campestre y aldeana el tipo de sociedad más afín y próximo, por su supuesta simplicidad, a la mítica áurea sociedad natural, ello no es convincente.
Primero, porque ello entra en contradicción con la tesis de que la caballería es un instrumento para revivir los ideales correspondientes a la edad dorada. Y si es así que la resurrección de la orden de caballería es sólo el medio para reinstaurar los ideales políticos, sociales y morales áureos, ¿cómo se puede entender que la utopía de la edad dorada se sustituya por una utopía caballeresca y pastoril, cuyo contenido es en muchos aspectos contrario al de aquélla? La utopía de restauración de los siglos áureos postula una sociedad apolítica, socialmente homogénea, configurada como una comunidad armónica, arreligiosa (donde la religión no aparece y, cuando menos, es muy anterior al cristianismo) y socialista, en el sentido de que se postula la igualdad y libertad de acceso a los bienes naturales, unos bienes que la naturaleza se encarga de ofrecer superabundantemente y que se consiguen sin hacer más esfuerzo que el de estirar el brazo. En cambio, la utópica sociedad, que en su lugar nos pinta Maravall, basándose en un grupo de escritores españoles del siglo XVI, es una sociedad política, organizada como monarquía, socialmente escindida en estamentos, cristiana y dotada de una economía asentada en la propiedad privada y en el duro esfuerzo de labradores y ganaderos que nutren a una sociedad donde los caballeros y la aristocracia hereditaria tienen preeminencia y desempeñan el papel de «bellatores» en el sentido medieval de la palabra.
Además, tal recurso de sustituir el proyecto de una sociedad áurea por el sucedáneo de una sociedad caballeresca, cristiana y agropastoril, basándose en su supuesta afinidad a la primera por su simplicidad, podrá ser una idea de los utopistas españoles del XVI, pero no es una idea de Cervantes, en cuya novela no hay pruebas de que la utopía quijotesca de restauración de la edad dorada haya de rebajarse a la condición de ser sólo una utopía caballeresca y pastoril. El único argumento de apoyo que Maravall esgrime es el de la estampa campestre de don Quijote pronunciando su discurso ante los cabreros.
Pero esta estampa, a nuestro juicio, es un recurso literario, cuyo sentido tiene un alcance meramente irónico, burlesco. Los cabreros de Cervantes, a diferencia de los pastores idealizados y letrados de las novelas pastoriles de Sannazzaro, cuya Arcadia (1501) es la pionera en la literatura pastoril renacentista en asociar lo pastoril con el mito de la edad dorada, y de Tasso, son pastores de verdad, toscos en sus cortesías, sufridos trabajadores que duermen en chozas, comen frugalmente, por no decir ascéticamente (su dieta se compone de bellotas, carne seca y salada y queso tan duro como la argamasa) y son analfabetos, que no entienden, a diferencia de los ilustrados pastores de los italianos, el discurso que don Quijote les dirige, limitándose a escucharlo, «embobados y suspensos», pero incapaces de responderle palabra alguna. Unos cabreros que, ya antes de empezar el discurso, están con la mosca en la oreja al oír hablar a don Quijote y Sancho la jerigonza de caballeros andantes y escuderos, que tampoco entendían.
Pero más adelante estos cabreros, junto con unos pastores que se les unirán para asistir al entierro de Grisóstomo, apenas iniciada la conversación entre Vivaldo y don Quijote sobre los caballeros andantes y oírle decir a éste que él es un caballero andante y que por ello iba armado de la guisa en que lo veían, llegarán a la conclusión de que está rematadamente loco. En fin, el tratamiento en clave cómica de los cabreros en relación con el discurso de don Quijote sobre la edad dorada debe entenderse como una burla de las utópicas pretensiones del hidalgo y no, como sugiere Maravall, como un intento serio de incluir el mundo pastoril como parte de un proyecto utópico. En otras palabras, ciertamente don Quijote está hablando en serio, pero al tiempo que lo hace, el público no cualificado de cabreros analfabetos que nada entienden y cuyo real y tan duro modo de vida tanto contrasta con el país de Jauja que don Quijote pinta, está revocando ipso facto la evocación quijotesca de la mítica edad dorada, que se nos aparece así desde el principio como un chifladura suya más, además de la manía caballeresca.
Además, los escritores que Maravall invoca (Guevara, Torquemada, Sabuco, Mal Lara, &c.) no integraron el elemento caballeresco en su pintura de la edad dorada, pintándola sólo como una edad pastoril o agropastoril. Es Maravall el que infiere del hecho de que el caballero ejerce su profesión en el campo que el mundo caballeresco también tiene que formar parte de la imagen ideal de la sociedad soñada. La vinculación del elemento caballeresco con el mito de la edad dorada es sólo cosa de don Quijote, según acabamos de ver. Pero, a diferencia de la utopía caballeresca y agropastoril que Maravall atribuye a tales escritores, en la de don Quijote la caballería y sus ideales son únicamente un medio para llegar a revivir en el presente los siglos dorados, no un contenido de ésta. Digamos que Maravall busca un punto de encuentro imposible entre el pensamiento de los utopistas españoles del XVI y el pensamiento político quijotesco. Para que ese punto de encuentro sea posible necesita que la utopía agropastoril de Guevara y compañía sea de carácter caballeresco, pero lo cierto es que Guevara en su alabanza de la aldea y su entorno campestre no se acuerda del caballero, al menos Maravall no es capaz de alegar un texto de Guevara donde esto suceda; y don Quijote esboza unos ideales, propios de los tiempos dorados, para cuya consecución la caballería es sólo un medio, no parte interna de la utópica república áurea por restaurar.
Para completar esta primera crítica, es menester advertir que cuando Maravall interpreta la utopía quijotesca como la de una sociedad caballeresca, amén de pastoril, que a su vez se identifica con el proyecto soñado de un sector tradicionalista de la sociedad española en abierta oposición con la sociedad moderna emergente, tal factor caballeresco se corresponde con la caballería como institución histórica. De ahí sus referencias a autores españoles de biografías de caballeros, como la de Gutiérrez de Games, El Victorial o Crónica de Pero Niño, escrita en el siglo XV, o que escribieron acerca de la caballería, como Juan de Lucena, Diego de Valera, etc, a los que suele invocar como autoridad. Pero la caballería de que habla don Quijote, aquella que él piensa resucitar, es meramente literaria, la de los libros de caballerías. Don Quijote no sueña en una utopía caballeresca poblada por caballeros reales como el Pero Niño biografiado por Gutiérrez de Games, sino por caballeros andantes ficticios, como Amadís, Primaleón o él mismo. Por tanto, al ilustrar la utopía caballeresca quijotesca con textos extraídos de autores como los citados, confunde la caballería de ficción de los libros de caballerías con la caballería real, histórica, y, con ello, la utópica sociedad de don Quijote, habitada y regida por caballeros salidos de los libros de caballerías con la utópica sociedad de los Guevara y demás, en que los caballeros reales, como Pere Niño, tienen la preeminencia política y social.
Nuestra segunda crítica va más al fondo: ya no se trata de cuestionar la interpretación de la utopía de la edad dorada como utopía caballeresca y pastoril. Se interprete como se interprete este punto, lo que cuestionamos es la idea misma de que Cervantes esboce los fundamentos del pensamiento utópico de don Quijote en el discurso ante los cabreros, siendo así la piedra angular sobre la que descansa la estructuración del Quijote, y que el resto de la obra no tenga otro sentido que el de someterlo a una permanente burla, sin otro objetivo que abrirnos los ojos para que nos demos cuenta de que, en realidad, no es más que una utopía de evasión, una pseudoutopía o una contrautopía, en que falsificadamente el pasado feudal se nos ofrece como el germen del futuro, sirviendo así a los intereses de hidalgos y pequeños caballeros arruinados y arrinconados, alarmados ante la sociedad y el Estado modernos emergentes, en los que no encuentran un lugar para ellos ni sus caducos ideales caballerescos.
Lo primero que debemos decir contra esto es que Cervantes desactiva la utopía de la edad dorada desde el instante mismo en que se formula, por lo que no puede desempeñar la función estructuradora de la totalidad de la obra que Maravall le asigna. Nuestro principal argumento al respecto es el tratamiento irónico, incluso corrosivo en algunos momentos, del discurso ante los cabreros, no sólo desde el punto de vista del destinatario, como ya hemos visto, sino también desde el punto de vista del narrador, como ya lo comentamos al analizar el uso que Benjumea hace del mismo, sino también por el carácter irónico del propio discurso. Del comentario sarcástico del narrador tan sólo recordemos que lo despacha tachándolo despectivamente de «arenga que se pudiera muy bien excusar», de «inútil razonamiento» y se chacotea del hidalgo echándole la culpa a la bellotas de que le trajeran a la memoria la edad dorada. Ahora bien, si el discurso no es más que un inútil razonamiento, una arenga que se puede excusar, esto es, que se puede omitir sin mayor trastorno, ¿cómo es posible que se tome esta pieza como el fundamento de la interpretación del Quijote, como la clave de bóveda de la articulación de la totalidad de la obra, cuando el autor la despacha sin contemplaciones? Está claro que, para Cervantes, no desempeña más que una función meramente retórica y, a la vez, es una forma de parodiar la locura de don Quijote, que hasta tal grado llega que a la manía caballeresca suma ahora la manía de resucitar la edad dorada.
Sin embargo, aunque parezca asombroso, ni una sola mención de Maravall hay a este asunto, ni a la luz irónica que el autor proyecta sobre los receptores de la «arenga excusable», ni al humor mordaz del narrador, ni, menos aún, a la no menos irónica luz que éste proyecta sobre el discurso mismo, que él se toma totalmente en serio: «Cervantes necesita explanar en toda su amplitud y con toda seriedad esa utopía, para hacer ver cómo arrastra de fracaso en fracaso» (ibid., pág. 244). Como esta cita refleja, Maravall no percibe más luz irónica que la que se proyecta sobre el discurso desde el plano del desarrollo de la acción, en concordancia con su concepción del Quijote como una obra en que Cervantes primero construye una utopía, la de la edad dorada de acuerdo con el modelo caballeresco y pastoril, y luego procede a desmontarla: «Cervantes construye en perfecta articulación las dos caras, caballeresca y pastoril, de la utopía, para darles la vuelta al reflejarlas en el espejo de la ironía» (ibid, pág. 200). Pero si la burla irónica está ya presente, desde el instante mismo en que se pronuncia el discurso «excusable» e «inútil», según estamos viendo, entonces queda desactivado antes de que los ulteriores fracasos de don Quijote comiencen su demolición.
Pero, pace Maravall, ni siquiera la «arenga» quijotesca se libra de la ironía cervantina, en este caso sutil, en su propio desarrollo discursivo interno. Sobre la perspectiva discursiva seria de don Quijote el narrador superpone una capa de fina ironía, que se manifiesta, además de en el carácter solemne, altisonante y retórico del estilo literario, en la exageración y esmero con que nos pinta la mítica edad dorada como un tiempo paradisíaco en que la naturaleza se comporta como una madre ubérrima y benefactora que ofrece al hombre sus frutos sin ni siquiera solicitarlo y sin trabajo alguno, punto por cierto del discurso al que Cervantes dedica más espacio que al resto de los tópicos del mito. Por otro lado, el lector, al leer esto, no puede evitar pensar en el contraste entre esta idílica visión del entorno natural y la dura vida de los cabreros que luchan trabajosamente cada día por lograr su sustento. Tan dura vida que muchas noches tienen que dormir en sus chozas. Por eso Sancho, consciente de lo que significa esta clase de vida (él mismo ha sido pastor en algún momento de su vida) se lleva un disgusto cuando don Quijote, en vez de acercarse a un poblado, donde Sancho espera mayor confort, decide pasar la noche en la majada de los cabreros, lo que el hidalgo afronta con contento, pues ve en ello una buena oportunidad de hacer una prueba de su caballería.
En fin, de todo este comentario sobre la comicidad burlesca que emana del texto mismo del discurso, de sus receptores y del narrador, se desprende que Cervantes, lejos de construir una utopía política, social y moral, primero, para derrocarla después a través de las fracasadas aventuras de don Quijote, lo que hace es demolerlo en el instante mismo en que se esboza, sin esperar a que la marcha ulterior del protagonista de fracaso en fracaso la derroque. Una contraprueba de lo que decimos es que si fuera cierto que el resto de la novela no es sino un programa de demolición de la utopía previamente edificada, lo normal sería esperar que el proyecto de una república áurea por restaurar estuviese presente constantemente en la mente y las obras del hidalgo, para que la sátira de este proyecto surtiese mayor efecto. Pero no es así. Don Quijote no vuelve a acordarse de la mítica edad dorada, salvo un par de veces, que citamos más abajo, pero donde la idea de edad dorada, como puede constatarse, ha cambiado su significado para identificarse con el tiempo pasado en que florecieron los caballeros andantes, con sus virtudes resplandecientes y sus grandes hechos.
En cambio, de lo que no se olvida nunca es de su plan, igualmente utópico, pero que no tiene nada que ver con la mítica edad de oro, de resucitar la caballería andante, la de los libros de caballerías, no la real e histórica caballería medieval en cuya restauración soñaba, según Maravall, un grupo marginal de hidalgos y caballeros nostálgicos de los buenos tiempos del pasado feudal. Y es este plan de restaurar la caballería literaria lo que las aventuras fracasadas de don Quijote censuran, no su supuesto sueño de revivir en el presente la utópica sociedad áurea, ni siquiera en su reconversión por Maravall como sociedad caballeresca y pastoril que dirige su mirada hacia un pretérito medieval idealizado. Y como ése es su proyecto, y no el que Maravall le atribuye, don Quijote no piensa en otra cosa que en su misión caballeresca de resucitar la caballería andante literaria en su persona, cuya ejecución él cifra en seguir el ejemplo de los héroes ficticios de los libros de caballerías, particularmente el de Amadís, y no el de héroes históricos, lo que le obliga a realizar hazañas peligrosas como las de aquéllos, cuyo fracaso debe, pues, entenderse como una parodia de los libros de caballerías y no como la censura de una utópica edad dorada, en la que don Quijote no vuelve a pensar.
De hecho, hay razones para pensar que ni siquiera el propio don Quijote se toma en serio todos los ingredientes del manifiesto, pues, cuando, como con calzador, inserta la justificación de la finalidad de la orden de la caballería andante en el contexto del discurso, vincula la razón de su existencia como institución sólo con el logro de dos ideales contenidos en éste: la seguridad y la libertad, entendida ésta como libertad en el amor y libertad personal de acción. No se mencionan los demás. Después de pintarnos un cuadro idílico del estado de naturaleza en que la seguridad y libertad de los hombres viene garantizado por la bondad natural de éstos unidos en una comunidad armónica, en que los conflictos no pueden surgir porque la virtud de sus miembros y la benevolente naturaleza los impiden, don Quijote, en la parte final de su discurso, sin explicar cómo, a pesar de estos frenos, los conflictos surgen y la edad dorada se desintegra para dar lugar a la de hierro (el hidalgo reduce las famosas cinco edades del mito hesiódico o las cuatro en la versión de Ovidio a sólo dos), parece olvidarse de los demás ideales áureos e introduce a la orden de caballería para garantizar la seguridad y libertad de las personas:
«Las doncellas y la honestidad andaban, como tengo dicho, por dondequiera, sola y señera, sin temor que la ajena desenvoltura y lascivo intento la menoscabasen, y su perdición nacía de su gusto y propia voluntad. Y ahora, en estos nuestros detestables siglos, no está segura ninguna, aunque la oculte y cierre otro nuevo laberinto como el de Creta...Para cuya seguridad, andando más los tiempos y creciendo más la malicia, se instituyó la orden de los caballeros andantes, para defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer a lo huérfanos y a los menesterosos.» I, 11, 98-9
Obsérvese que ni siquiera se menciona la justicia, que es otro ingrediente de la edad dorada, aunque más adelante don Quijote se retratará a sí mismo como brazo armado de Dios para instaurar la justicia en el mundo. Pero, en cualquier caso, la justicia, seguridad y libertad de la edad dorada poco tienen que ver con la justicia, seguridad y libertad de la presente edad de hierro, en la cual su sentido ha cambiado: ya no están salvaguardadas por el estado natural en que la bondad y la virtud resplandecen, sino por las armas en un tiempo histórico en que siempre están amenazadas.
Lo más importante que el pasaje revela es que don Quijote no tiene el proyecto utópico de restaurar la mítica sociedad natural de la edad dorada como sociedad apolítica, socialista y preagrícola, sino tan sólo conducir la sociedad del presente, en la que han crecido alarmantemente la maldad y la inseguridad, poniendo con ello en peligro la libertad y la justicia, a un estado moral de seguridad, libertad y justicia similares al vigente en la edad dorada, pero manteniendo los rasgos históricos del presente, un presente organizado políticamente en reinos e imperios en conflicto, bien de origen interno o externo, socialmente en estamentos y económicamente en torno a la propiedad privada y el mercado, rasgos históricos que don Quijote no persigue abolir.
De lo contrario, en una sociedad en que todo esto quedase abolido a semejanza de la áurea sociedad natural, la existencia misma de la orden de caballería y de la misión caballeresca de don Quijote no tendrían sentido, puesto que éstas presuponen una sociedad política, donde hay gobernantes y gobernados, malvados y víctimas, ofreciendo así un campo de actuación justiciera al caballero andante. ¿Cómo podría el caballero andante defender reinos, liberar doncellas o princesas, amparar viudas o cualquier menesteroso, si no es en un mundo conflictivo organizado en reinos e imperios como el mundo que se nos dibuja en el Amadís? Sólo en un mundo organizado así don Quijote podría recibir la recompensa a sus hazañas, llegar a ser rey o emperador, como los caballeros andantes de sus lecturas. Quizá por todo esto, por el hecho de que don Quijote sólo parece mantener ciertos ideales morales del programa trazado ante los cabreros, pero preservando el orden político, estamental y económico del presente, es por lo que él mismo no vuelve a hablar de la edad dorada en la formulación completa del discurso. Y si vuelve a hablar de ella es para dar a entender que el propio tiempo de los caballeros andantes, en tanto dechados de virtudes, viene a ser una especie de edad dorada:
«Agora triunfa la pereza de la diligencia, la ociosidad del trabajo, el vicio de la virtud, la arrogancia de la valentía, y la teórica de la práctica de las armas, que sólo vivieron y resplandecieron en las edades de oro y en los caballeros andantes.» II, 1
Pero la edad de oro así entendida, esto es, como identificada con la edad= de la caballería andante no tiene que ver con la primitiva edad de oro salvo en el brillo de las virtudes, unas virtudes que entonces manaban de la bondad natural, y en la edad caballeresca del esfuerzo y la disciplina. Esta tendencia de don Quijote a concebir el tiempo de los caballeros andantes retratado en los libros de caballería, que él toma como un tiempo histórico, como una especie de edad dorada, no sólo por las virtudes que en ellos resplandecían, sino por las grandes hazañas que se llevaban a cabo, como contraste con los caballeros cortesanos del presente, se percibe en otro pasaje en que después de recordarnos que nació para revivir la edad dorada, resulta que aquello que desea resucitar con sus obras, no es la utopía de la edad dorada primigenia, sino las proezas del glorioso tiempo pasado de los caballeros ficticios de las novelas caballerescas:
«Sancho amigo, has de saber que yo nací por querer del cielo en esta nuestra edad de hierro para resucitar en ella la de oro, o la dorada, como suelen llamarla. Yo soy aquel para quien están guardados los peligros, las grandes hazañas, los valerosos hechos. Yo soy, digo otra vez, quien ha de resucitar los de la Tabla Redonda, los Doce de Francia y los Nueve de la Fama, y el que ha de poner en olvido los Platires, los Tablantes, Olivantes, y Tirantes, los Febos y Belianises, con toda la caterva de los famosos caballeros andantes del pasado tiempo, haciendo en este en que me hallo tales grandezas, extrañezas y fechos de armas, que escurezcan las más claras que ellos ficieron.» I, 20, 175
Diríase que, para don Quijote, esta edad dorada rebajada viene a consistir en revivir el modo heroico de vivir de los caballeros agrupados en torno a la corte del rey Arturo o los caballeros andantes, como Amadís, que giraban en torno a la corte del rey Lisuarte.
Otra razón en contra de la interpretación de Maravall es que, si fuera cierta, no se entiende cómo el supuesto proyecto de restaurar los siglos dorados no aparece ya en el primer capítulo, donde se nos dice que el principal efecto de la demencia quijotesca, (cuya raíz es, por cierto, la lectura de libros de caballerías y no la de novelas pastoriles o de otro género donde se podía leer el mito de la edad dorada, a pesar de que en su biblioteca había novelas pastoriles donde el hidalgo debió de tener noticia del mito), es su voluntad de resucitar la orden de la caballería andante en su persona, no la de resucitarla para a su vez revivir unos ideales de rango superior, contenidos en la idea de la sociedad de los tiempos áureos.
Además, tampoco cuadra con la visión de Maravall el hecho de que las empresas caballerescas de don Quijote que van de fracaso en fracaso, por decirlo a su manera, no comienzan después del capítulo XI de la primera parte, que es donde viene el discurso sobre la edad dorada, sino a partir del capítulo IV -luego de hacer su primera salida en pos de ellas en el segundo capítulo y de armarse caballero en el tercero- y desde entonces son varias las aventuras y otros lances que le suceden, algunas de ellas de las más emblemáticas de su carrera, como la de los molinos de viento. La pregunta es: ¿acaso Cervantes está despachando el mito utópico de la edad áurea antes de formularlo don Quijote como proyecto suyo? En cambio, todas las piezas encajan, si suponemos, como sostenemos, que el objetivo de Cervantes, desde el primer capítulo hasta el último, no es otro que el de ridiculizar los libros de caballerías con el fin de hacernos reír con las alocadas aventuras del ingenioso hidalgo.
Endress: el Quijote, sátira del utopismo quijotesco, pero apología de un tipo nuevo de utopía caballeresca
Muy influido por Maravall, Heinz-Peter Endress, en su libro Los ideales de don Quijote en el cambio de valores desde la Edad Media hasta el Barroco (2000), sigue el mismo esquema hermenéutico, lo que, de algún modo, ya se nos anuncia en el subtítulo de la obra La utopía restaurativa de la Edad de Oro. Como Maravall, el autor alemán ve en el discurso sobre la edad dorada el conjunto de los ideales políticos, sociales y morales de don Quijote, esto es, el ideario que constituye la base de su proyecto utópico, un proyecto que lleva a postular el modelo de la pretérita edad dorada como un programa para el futuro, un modelo que se ha de restaurar a través de la recuperación del ideal caballeresco que también pertenece al pasado. Como Maravall, atribuye a la utopía restaurativa de los siglos dorados una función estructuradora de la novela, pues, según Endress, don Quijote se mantiene fiel a los ideales supremos recogidos en el discurso en el transcurso de toda la obra, siendo para él la edad dorada la meta última de la caballería andante, la norma de su voluntad y el horizonte final de sus acciones. Al igual que el historiador español, Endress asigna al resto de la novela la función de someter a crítica irónica, a través de las cómicas desventuras del hidalgo, el áureo utopismo quijotesco.
No obstante, el tratamiento del asunto es diferente y con gran despliegue de erudición. Sin oponerse expresamente a la lectura de Maravall de la utopía de la edad dorada como una utopía caballeresca y agropastoril, se desvía de esta línea hermenéutica para centrarse en el análisis sistemático de los principales ideales de don Quijote contenidos en el discurso a los cabreros, que él resume en seis: el estado natural, la igualdad, la paz, la verdad, la justicia y la libertad. Lo característico de su modo de abordar el estudio de los ideales quijotescos es que lo hace desde la perspectiva de la continuidad entre su formulación en el discurso y las posteriores referencias a ellos en el resto de la obra. No se le ocurre pensar que quizás pueda haber diferencias e incluso conflictos entre el ideario utópico de restaurar la mítica edad dorada y el de restaurar la edad caballeresca. Por el contrario, su tesis principal, formulada después de examinar uno por uno los ideales quijotescos, es que don Quijote propone un nuevo ideal caballeresco más amplio que el tradicional que es el resultado de sumar armónicamente los valores de la idea de la edad dorada a los fines tradicionales de la caballería. He aquí cómo la presenta el cervantista alemán:
«Don Quijote considera su caballería, es decir, su ideal caballeresco en sentido estricto, el medio con cuya ayuda quisiera restablecer la Edad de Oro y por ende también los ideales sociales, políticos y morales comprendidos en ella. Ahora bien, todo ello puede verse además de la manera siguiente, a saber, que el propio ideal caballeresco de don Quijote al fijar esta nueva meta para su caballería [cursivas de Endress] experimenta una substancial ampliación. Una ampliación que consiste precisamente en que los valores relacionados con la idea de la Edad de Oro se suman a los fines tradicionales del ideal caballeresco. Así surge un nuevo ideal caballeresco, un ideal caballeresco más amplio.» Op. cit, Eunsa, 2005 (la edición en el original alemán es de 1991), pág. 119.
Y esta tesis armonista sobre la relación entre los ideales caballerescos y los de la edad dorada marca su metodología a la hora de encarar el análisis de éstos últimos. Esto es, va a analizar los demás discursos o declaraciones de don Quijote a lo largo de la obra, incluso de otros personajes, como si viniesen a ratificar los ideales quijotescos inspirados en los siglos áureos. Es cierto que Endrees, a diferencia de Maravall, admite que el discurso ante los cabreros, enmarcado en un ambiente campestre y pastoril, está bañado por una luz irónica proveniente tanto del propio texto, como del destinatario, del narrador y del desarrollo argumental de la obra. Pero asombrosamente todo esto no basta para disuadirle de que el discurso queda derogado con todo este despliegue de ironía y que no tiene más valor que el de una pieza retórica, bella en su género, suscitada por el automatismo reflejo de tomar unas bellotas en presencia de los cabreros, lo que le traería a la memoria al hidalgo sus pasadas lecturas de novelas pastoriles. No se olvide además que la arenga sobre la edad dorada precede, a modo de preámbulo, a la historia pastoril de Marcela y Grisóstomo. Él se aferra al hecho de que, si bien el discurso está bañado de luz irónica y es una pieza retóricamente muy lograda, don Quijote habla profundamente en serio durante todo éste.
Sin contar con que es dudoso, como ya hemos visto, que don Quijote se tome en serio todo el discurso, salvo la parte final sobre la seguridad y la libertad, y = que más adelante incluso tiende a hacer una identificación descendente o reductora de la edad dorada con la edad caballeresca, lo que significa la abolición de la utopía de la primigenia edad áurea, el que don Quijote se tome muy en serio su propio discurso no determina la interpretación del Quijote, que depende de la perspectiva del narrador. Y lo cierto es que la perspectiva del narrador anula desde antes de pronunciarse el discurso, durante su pronunciamiento y después del mismo su contenido. Poco importa lo que diga o que lo diga con seriedad profunda el hidalgo, cuando el narrador lo cancela como una chaladura más de su repertorio nada más terminar lo que éste mismo tilda despectivamente de larga arenga excusable.
Por momentos, Endress está a punto de caer en la cuenta de que el verdadero objetivo del Quijote quizá no sea formular la utopía quijotesca de la edad dorada para luego despacharla en el resto de la novela, pues después del pasaje del discurso todo el texto restante se dedica más a poner en solfa la caballería andante que los ideales políticos, sociales y morales que conforman la utopía restaurativa de los tiempos áureos. Pero no da ese paso.
Desde nuestro punto de vista, hay una explicación bien sencilla de que la restauración de esta utopía desaparezca prácticamente de las declaraciones posteriores de don Quijote y es que el propósito de Cervantes es parodiar los libros de caballerías valiéndose para ello de la ridiculización de la utopía quijotesca de resucitar en el presente y en su persona el mundo caballeresco según se pintaba en estos libros. Siendo así y que el discurso sobre la edad dorada es meramente una pieza retórica que, al tomársela el hidalgo en serio, lo único que hace es revelarnos una faceta más de su demencia, lo normal es que desde el principio hasta el final de la novela el elemento omnipresente y estructurador de la misma sea el remedar burlescamente la literatura caballeresca y no el proyecto de revivir en el presente la mítica edad dorada.
La explicación, en cambio, de Endress de que no sea esto último lo que esté en primer plano de la ironía, sino el proyecto quijotesco de restablecer la orden de la caballería andante en su persona, es que, por un lado, los ideales de la edad dorada tienen una vigencia prácticamente intemporal y, por otro, tales ideales, en tanto ideales renacentistas asumidos por muchos humanistas, resultaban menos anacrónicos que los de la caballería (ibid, pág. 118).
La explicación no pude ser más peregrina. Es sorprendente que se hable de vigencia atemporal a propósito de lo que no es más que un puro mito que falsifica totalmente el pasado. Mayor razón para rechazarlo como un puro cuento, como hace Cervantes, por cierto, y para eso le basta con despacharlo sin miramientos como un antojo de don Quijote excusable e inútil. Con esto bastaba y no hacía falta dedicar todo el libro a despacharlo. En cuanto a lo del anacronismo, es justo al revés: más anacrónico era intentar restaurar la mítica edad dorada, que remite a un remoto pretérito que nunca ha existido, totalmente utópico y ucrónico, que restaurar los ideales de la caballería, pues al menos estos respondían a una fase histórica real, y no de un falso pasado remoto, sino de un pasado reciente, el de la sociedad caballeresca feudal, que los libros de caballerías pintaban de forma idealizada, que, en algunos de sus trazos aún pervivía en el presente, como los propios caballeros -bien es cierto que ahora transformados en cortesanos-, los estamentos o la base económica agropastoril. Por eso no es de extrañar que muchos de los humanistas que se inspiraron en el mito de la edad dorada, como Guevara, Alfonso de Valdés, Las Casas, Sabuco, &c., lo reinterpretaran como un proyecto de restaurar una sociedad caballeresca y agropastoril, que resultaba menos utópica que la versión del mito. Pero otros, como Cervantes o Jean Bodin, no se dejaron embaucar ni por el mito ni por estas reactualizaciones del mismo, recusándolo como una pura falsificación.
Ni el Quijote ni su protagonista proponen un nuevo ideal caballeresco
Como varias de las objeciones que hemos dirigido contra la interpretación de Maravall son igualmente válidas contra la de Endress por lo que tienen de común, nos ahorramos el repetirlas. Objeciones que tomadas conjuntamente, al respaldarse mutuamente, surten, a nuestro parecer, un gran efecto crítico. Centrémonos ahora en la tesis de Endress sobre el nuevo ideal caballeresco ampliado que propone don Quijote, que resulta de la suma armónica del ideal caballeresco tradicional a los ideales relacionados con la edad dorada, de manera que el primero funciona como un medio para lograr unos fines últimos más excelsos.
En primer lugar, esta tesis no tiene en cuenta que la doctrina caballeresca es también una doctrina sobre los fines últimos. ¿Cómo se va a utilizar entonces el ideal caballeresco como un mero medio que no posee más que un valor funcional para lograr instaurar el programa ideal de la edad dorada? Si éste define una misión en función de metas supremas, también el programa de resucitar la caballería define una misión orientada al logro de uno fines igualmente supremos. Por tanto, la subordinación funcional de la misión caballeresca a la misión de restaurar la utopía áurea sólo puede hacerse al precio de mutilar la doctrina caballeresca, eliminando de ella las metas últimas que guían la acción del caballero, para sustituirlos por las de la edad dorada, y reduciendo tal doctrina a una mera doctrina de medios, según la cual las armas son la vía del caballero para alcanzar sus áureos objetivos finales. Esto es lo que en realidad hacen tanto Maravall como Endress, pero sin darse cuenta de esta mutilación que viene a ser una falsificación de las ideas caballerescas, cuando el primero, luego de afirmar que en su discurso sobre la edad dorada don Quijote expone su misión en el mundo, en su segundo gran discurso, el de las armas y las letras, se limita a determinar los medios más adecuados para cumplirla, decidiéndose por la profesión de las armas, y no la de las letras, como el mejor instrumento para conseguir los fines dorados.
Pero todo esto es una tergiversación del discurso de las armas y las letras, que es un discurso no sólo sobre medios, sino también sobre fines supremos, tal como la paz, que don Quijote considera como el mayor de los bienes, superior incluso a la justicia, y la entiende como paz política, en tanto es el fin de la guerra y, por tanto, lo que la justifica. Pero una paz así definida entra en conflicto con la idea de paz del discurso de la edad dorada, donde la paz se refiere a la ausencia de conflictos internos y a la concordia resultante, pero esta paz no está garantizada por las armas (que son innecesarias y de hecho se desconocen), sino por el armonismo automático que producen la bondad natural de lo habitantes de la arcadia feliz y una naturaleza pródiga para satisfacer las necesidades humanas. En la utópica edad dorada se ignora la paz como paz política, pues en ella se define una supuesta etapa primitiva de la humanidad en que ésta se repartía en sociedades apolíticas, sin Estado, pacíficas, entre las cuales no había guerra. En cualquier caso, la paz, para don Quijote, es siempre paz por las armas, tanto cuando se ve amenazada desde dentro de la sociedad, en cuyo caso el caballero andante debe actuar como pacificador, como cuando se ve amenazada por una sociedad política enemiga, en cuyo caso el caballero andante debe actuar como defensor de reinos, reyes o emperadores.
Esta contraposición entra la paz política definida en el discurso sobre las armas y las tetras, asequible por las armas y no por las letras, y la paz apolítica de la sociedad natural, que remite a una forma de vida en que las armas no sólo no existen, sino que incluso, caso de existir, carecerían de utilidad (no podrían competir con la bondad natural de los hombres de oro), nos lleva a una segunda observación crítica: se trata de que los valores e ideales relacionados con la edad dorada son no sólo diferentes, sino incompatibles con los de la caballería, que don Quijote defiende en toda la obra. Éste no es sólo el caso ya visto de la paz, sino también de la justicia, la seguridad y la libertad, que, mientras en el estado de naturaleza, son igualmente un producto de la bondad del hombre natural y de una situación igualitaria en el acceso a la pletórica oferta de bienes de la naturaleza, que viene así a suplir el papel del mercado en las sociedades históricas, en cambio, en el estadio histórico de civilización, el de las sociedades caballerescas con que sueña don Quijote o del presente que él quiere amoldar al orden caballeresco, la justicia, la seguridad y la libertad las tiene que instaurar el caballero andante por medio de las armas, ya que se ve obligado a actuar en un tiempo maleado, calamitoso, en que la injusticia y el mal campean y no hacen sino crecer poniendo en peligro la justicia, la seguridad y la libertad por las que el caballero debe luchar.
Y el ideal de igualdad natural, que va ligado a la ausencia de propiedad privada, al igual acceso a los bienes naturales y a ausencia de jerarquías sociales (sobre el que Maravall pasa como sobre ascuas, pues don Quijote no se erige nunca como paladín de la igualdad ni como enemigo de la propiedad privada, sino como defensor de la desigualitaria sociedad estamental con sus privilegios, y del que Endress reconoce que no forma parte del ideario caballeresco y que el caballero manchego en lo sucesivo no volverá a acordarse del mismo) es absolutamente incompatible no sólo con la utópica sociedad caballeresca que se empeña en restaurar, sino con la sociedad de su presente histórico basada en la desigualdad de todo orden, no sólo económica y social, sino jurídica y política, y en los privilegios estamentales, de todo lo cual él se erige en paladín. La ausencia de la idea de igualdad en los discursos y declaraciones posteriores de don Quijote, junto con su simultánea defensa de la sociedad estamental con sus prerrogativas y jerarquías sociales revela que, contra Maravall y Endress, el ulterior pensamiento social y político de don Quijote, lejos de ser una continuación o desarrollo del formulado en el discurso ante los cabreros, constituye una ruptura con éste. Consciente de esta cesura que se abre entre uno y otro, Endrees intenta, a la desesperada, localizar algún tipo de idea de igualdad en las declaraciones del hidalgo y cree, finalmente, encontrarla en el consejo de buen gobierno que le da a Sancho de que haga valer el mismo derecho para el rico que para el pobre, sin mirar a otra cosa que a la verdad, donde ve nada menos que el concepto de igualdad ante la ley:
«Procura descubrir la verdad por entre las promesas y las dádivas del rico como por entre los sollozos e importunidades del pobre.» II, 42
Pero esto dista mucho de lo que realmente se entiende por igualdad ante la ley, que entraña no sólo que se atienda por igual a todos sin discriminar por razón de riqueza o pobreza, sino el aplicar unas mismas leyes comunes a todos sin discriminación de ningún género, no sólo de riqueza, sino también de rango social, religión, sexo, &c. Y en la sociedad estamental que don Quijote defiende hay leyes diferentes para gentes de distinta extracción social, como las leyes impositivas o las penales, en que un mismo delito se castigaba de modo diferente según la categoría social del justiciable. Por tanto, el consejo de don Quijote, que formaba parte de los libros al efecto dedicados a la orientación de príncipes y gobernantes, es perfectamente compatible con un tipo de sociedad, como la del Antiguo Régimen, donde había leyes diferentes para categorías sociales diferentes. Además, la igualdad ante la ley no tiene nada que ver con la igualdad económica y social de la que se habla en el discurso de la edad dorada.
Asimismo, atribuye a don Quijote la idea de igualdad en la dignidad humana como fundamento de su visión. Pero esto implica llevar la noción de igualdad a un terreno que nada tiene que ver con la igualdad natural del discurso. Otro tanto cabe decir de la invocación de la virtud y del saber como «fuerzas igualadoras». Por lo que respecta a la virtud, es innegable que don Quijote admite que iguala en el sentido de que el ser virtuoso no es prerrogativa de nadie, sino que está al alcance de todos y que a la vez es un principio legítimo de diferenciación y jerarquización morales, pues en el terreno ético y moral, como dice el hidalgo, tanto vales cuanto vale lo que haces. Un Sancho Panza virtuoso no sólo pasa a igualar a un príncipe que no lo es en la misma medida, sino que incluso pasa a ser superior a éste. En cuanto al saber, es también, una vez que está en marcha, una fuerza igualadora, que puede elevar al socialmente inferior y rebajar al socialmente superior colocándolo al nivel del vulgo («Todo aquel que no sabe, afirma don Quijote, aunque sea señor y príncipe, puede y debe entrar en el número de vulgo» [II, 16]) y asimismo un principio legítimo de diferenciación y jerarquización intelectuales; pero queda fuera del horizonte del pensamiento del caballero manchego la defensa del igual derecho de todos, incluido el vulgo, a adquirirlo y a que se le proporcione instrucción, sin lo cual poca fuerza igualadora entre los socialmente desiguales, o por otros motivos, puede el saber ejercer.
La conclusión de Endrees de todo esto de que don Quijote propone un ideal de sociedad más igualitario en la que las diferencias entre sus miembros no deberían estar fundadas en la ascendencia y la riqueza, sino sólo en la virtud y en el saber, no se sostiene. Ciertamente, el hidalgo defiende el valor superior de la virtud sobre el linaje («La virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale») y asimismo el del saber, pero no infiere de estos hechos que las diferencias de linaje no cuenten o deban derogarse. En el modelo de sociedad de don Quijote coexisten las diferencias en cuanto a la virtud y al saber con las basadas en la ascendencia y la riqueza. Además, dado que, como hemos visto, el vulgo queda excluido del acceso al saber, las diferencias fundadas en éste sólo pueden ser un privilegio reservado a un reducido sector social, que pueden diferenciarse entre ellos cuanto deseen. (Para todo este asunto de la igualdad según Endrees, véase Los ideales de don Quijote..., págs. 65-74, especialmente págs. 70-3).
Por último, una referencia al gobierno de Sancho, que tanto Maravall como Endrees consideran como un ensayo práctico de una utopía, que enlaza con la de la edad dorada, incluso la culmina. El gobierno del hombre natural llega a llamarlo el primero y ambos se suelen referir a éste como el gobierno ideal y a Sancho como el gobernante no menos ideal. Todo esto es un dislate, quizás no menor que el de Benjumea. Maravall, a quien le gusta señalar las semejanzas entre la utopía quijotesca de la edad dorada y la de Moro, es el que va más lejos al apuntar aquí el rasgo de insularidad común a la del autor inglés y a la del lugar donde Sancho ejerce la utopía de la razón natural. Pero se olvida de que lo de la ínsula de Barataria es una burla, que realmente donde Sancho gobierna es en un pueblo cercano a Zaragoza y, esto es más importante, que incluso siguiendo adelante con la ficción de la ínsula, se trata de una analogía meramente material con la isla de Utopía de Moro, incluso una mera coincidencia.
El que Cervantes sitúe la presunta utopía del gobierno de Sancho en una ficticia isla no tiene nada que ver con el hecho de que la ínsula sea un medio característico de la literatura utópica, desde Moro (piénsese también en La nueva Atlántida, de Bacon) y Campanella, o con que, con la ubicación geográfica de una isla, se pretenda dar una imagen de la sociedad ideal como sociedad cerrada, estática, para así limitar el contacto con el exterior y con los extranjeros, que podrían poner en peligro la idílica existencia de los habitantes de Utopía. Tiene que ver con que en los libros de caballerías, como el Amadís, que estableció el prototipo, es ubicua la presencia de las islas y con que Amadís, a quien don Quijote imita preferentemente, no lo olvidemos, recompensa a su escudero Gandalín nombrándolo conde de la Ínsula Firme. Por tanto, una vez más, hay que decir que la ubicación del gobierno de Sancho forma parte del proyecto cervantino de parodiar los libros de caballerías y nada que ver con la literatura utopista.
Además, el gobierno de Sancho no es utópico, sino perfectamente verosímil. Cervantes no censura su carácter utópico, sino las ambiciones políticas de un escudero analfabeto, aunque bienintencionado, que se sabe ni el abecé, pero que se cree que con tener el Christus en la memoria - la señal de la cruz estampada en la cartilla del abecedario- le basta para ser un buen gobernador (II, 52, 867). Dos razones importantes nos asisten para rechazar las interpretaciones utopistas del gobierno de Sancho. La primera apela a los consejos políticos que don Quijote da a Sancho, que son practicables, razonables en su marco histórico y que son del mimo tipo que los que podemos encontrar en la literatura de la época dirigida a la educación de los príncipes y gobernantes. La segunda es que las disposiciones que adopta Sancho, al margen de lo que nos puedan parecer hoy, tienen sus paralelos en la legislación de la época y en las propuestas sugeridas por reformistas y arbitristas.
Conclusión
De todo este análisis concluimos que el Quijote no es, en su conjunto, una sátira de la utopía de la edad de oro, aunque sí se puede decir que, hallándose empeñado, en realidad, en un proyecto global de satirizar la literatura de caballerías, aprovecha la ocasión para despacharse a gusto con ese mito, que queda derogado nada más acabar de exponerlo. Tampoco es la propuesta, como sostiene Endress, de una nueva utopía caballeresca más amplia en que los ideales caballerescos quedan integrados como parte funcional de unos ideales de mayor alcance, que serían los relativos a la edad dorada; ni siquiera puede presentarse esto como el ideal de don Quijote, quien, no volviendo a acordarse más del discurso de la edad dorada, salvo dos veces y para presentar los tiempos caballerescos como los auténticos siglo dorados, sólo aspira a ser la imitación y a la vez la superación de Amadís de Gaula y no algo que se parezca al hombre natural del mencionado mito.
Nuestra tesis es que don Quijote tiene ciertamente como proyecto una utopía, pero no una utopía inspirada en los ideales de la edad áurea, sino una utopía caballeresca puramente literaria, inspirada en los libros de caballerías, y ciertamente agrospastoril, pero no porque lo caballeresco y lo agropastoril sean lo más semejante al modelo de sociedad natural de los tiempos dorados, sino sencillamente porque el entorno social de los libros de caballerías que don Quijote quiere restaurar, una idealización del mundo social medieval, es precisamente un mundo conformado por caballeros, labradores y pastores. Pero la idealización del medio social es tan extrema en los libros de caballerías, que la presencia, como personajes, de labradores, pastores y, en general, de miembros del pueblo llano, es casi nula o poco relevante. Uno sabe que la agricultura y la ganadería son las actividades económicas de las que depende la sociedad caballeresca, pero ese modo de vida queda oculto en este género literario, que nos presenta un cuadro social fundamentalmente aristocrático, en que los caballeros andantes y personajes masculinos y femeninos de todos los rangos nobiliarios ocupan el primer plano de la escena social.
Con Menéndez Pidal, que en el prólogo a El humanismo de las armas reprochaba a Maravall el buscar entroncar el pensamiento del Quijote con el de las utopías de los siglos XVI y XVII, concordamos en que donde hay que buscarlo es en las ficciones de los libros de caballerías. Buscar los orígenes de la utopía quijotesca en la literatura utopista de los humanistas del Renacimiento y demás autores de obras de este género es cerrarse el camino para entender el Quijote. Pues es en el utopismo caballeresco puramente literario del Amadís en el que se inspira Cervantes. El héroe de esta novela, después de una carrera de armas consagrada a recorrer el mundo para imponer la justicia deshaciendo agravios y enderezando tuertos y, en fin, enfrentándose exitosamente a toda suerte de desafueros, abandona las armas en la madurez de su vida para convertirse en rey de un gran Estado, el de la Gran Bretaña, en el que desempeña un gobierno virtuoso, justo y patriarcal, que atiende sobre todo a castigar a los soberbios y a amparar a los débiles. Éste, y no otro, es el sueño utópico de don Quijote y lo que Cervantes convierte en objeto de sus burlas.