Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 86 • abril 2009 • página 4
La cuestión mexicana y el problema americano
«[Melchor] Ocampo habría querido –dice el señor licenciado Sierra [Juárez, su obra y su tiempo]– que la nacionalización hubiese producido en México los mismos efectos que en Francia: la creación, o por lo menos la consumación del movimiento que llevó la riqueza rural francesa a una clase numerosa de pequeños propietarios; esta dislocación de la propiedad territorial fue la magna obra social de la Revolución; ella formó una clase burguesa adicta a las ideas nuevas, porque con ella estaban vinculados sus intereses.’
A lo que nosotros agregamos que la revolución en Francia, no sólo desamortizó los bienes del clero, sino también los de la nobleza. Una obra parecida quisiéramos nosotros en la zona de los cereales, y es necesario hacerla y se hará, o por los medios pacíficos que indicamos, o por una revolución que más o menos tarde tendrá que venir; esa obra contribuirá mucho a la salvación de la nacionalidad… (pág. 199)
No hay poder superior a la energía de un pueblo que se levanta. El día en que comprenda Estados Unidos que para el caso de una invasión, seremos capaces de hacer lo que los yaquis hacen con nosotros, pensarán en ella más de lo que se cree, y prácticos como son, optarán mejor por ponerse del lado de las fuerzas vivas nacionales para acabar de matar a las fuerzas que claudican y mueren ya. En último caso, pereceremos todos; pero será indudablemente mejor. En lugar de dejar sin contestación a quien como el señor licenciado Moheno, nos pregunte ¿A dónde vamos?, si no podemos contestarle vamos a la creación, a la consolidación y a la grandeza de la patria, le deberemos contestar A LA MUERTE. (pág. 431).» Andrés Molina Enríquez, Los grandes problemas nacionales, 1909.
I
Publicado por primera vez en México por la Imprenta de A. Carranza e Hijos, en 1909, con formato en cuarto, 363 páginas y un prólogo firmado por el autor en abril de ese año; reimpreso como suplemento por la revista Problemas Agrícolas e Industriales de México en el nº 1 de su primer volumen, correspondiente a enero-marzo de 1953 (pp. 9-197) y con prólogo de Luis Chávez Orozco; vuelto a ser editado por el Instituto Nacional de la Juventud Mexicana en 1964, con prólogo de Humberto Hiriart Urdanivia; y re-editado una vez más en 1978, con sucesivas reimpresiones (la que tenemos a la vista es la quinta, de 1989; la primera es de 1979, la segunda de 1981, la tercera de 1983 y la cuarta de 1985), por Ediciones Era en su colección Problemas de México, con prólogo de don Arnaldo Córdova (El pensamiento social y político de Andrés Molina Enríquez), Los grandes problemas nacionales de Andrés Molina Enríquez (1868-1940) se nos ofrece hoy, a cien años de su primera aparición pública, como uno de los más acabados, potentes y consistentes trabajos de interpretación sociológica, histórica, política y antropológica que de México se hayan producido en las postrimerías del Porfiriato, llamado a convertirse en una de las cartas de navegación –algunos consideran que fue de hecho «La Biblia de la revolución»{1}– de una revolución que estallaría pocos meses después de su publicación y que, precisamente a la luz de sus tesis fundamentales, puede ser apreciada a la distancia como eslabón orgánico necesario de un proceso de configuración ontológico-político cuyas claves dialécticas muy pocos, muy pocos, habían logrado discernir.
Una necesidad orgánica, vale decir material y por tanto dialéctica (no armónica), que sólo podía –y puede– ser apresada desde una perspectiva eminentemente realista –que es la única perspectiva posible para lograr situarse a la escala del Estado en tanto que sistema por excelencia de la historia{2}– como la que Molina Enríquez, soberano, ejercitaba, y que era aquélla desde la que, en la imperturbabilidad imprescindible para entender las necesidades objetivas de una lógica de concatenaciones políticas, don Andrés señalaba, con objetividad histórica implacable y sin éticos «desgarramientos de vestiduras» tan propios de la izquierda indefinida e indocta de hoy en día (que se mantiene, irritada, rebelde y satisfecha, en un estado de furiosa, bienintencionada e ignorante inocencia), los motores políticos objetivos a que obedecía uno y otro régimen o el encumbramiento de una u otra figura política: desde el imperio azteca y el español, que son vistos ambos desde el punto de vista de la necesidad política de mantener, por la vía de la fuerza, un orden y una unidad en la dispersión, y sin dejar de reconocer las ventajas y adelantos objetivos que con el imperio español quedaron implantados en América, como lo fueron, entre muchas otras cosas, la superioridad racional del cristianismo católico* o la implantación del derecho romano y luego español en beneficio de la unidad política (al haber quedado la posesión de los territorios conquistados en la figura exclusiva de la Corona, según los designios de la bula Noverint Universi, fue posible mantener la unidad territorial y política de la vasta América, impidiendo al mismo tiempo y como resultado preciso de ello la aplicación del derecho de ocupación de cualquiera que llegase a aquellos territorios; la concentración de ese patrimonio en la figura del Rey fue lo que hizo posible que siglos después, con la independencia, la propiedad pasase a manos de la Nación soberana); hasta figuras como Santa Anna o Porfirio Díaz, que son vistos también a la luz de las necesidades de ordenación política (de eutaxia, diríamos desde nuestras coordenadas), por la vía de la dictadura, de una nación política en gestación.
Así pues, tanto en Los grandes problemas nacionales como en Juárez y la Reforma (de 1906 y de similar lucidez y potencia analítica), Andrés Molina Enríquez dibujó con fundamentada claridad y sencillez (intercalando en Los grandes problemas, por ejemplo, nutridos y extensos «apuntes científicos» con los que apuntalaba sus tesis tanto en Darwin como en Spencer, tanto en Justo Sierra como en Wistano Luis Orozco, tanto en Haeckel como en Melchor Ocampo o Jovellanos) el paralelogramo objetivo de necesidades políticas fundamentales, presentadas bajo el formato de grandes problemas nacionales, cuyo vector resultante sólo podía ser el de la nación política mexicana en sentido moderno.
* * *
Apunte filosófico clarificador en torno de la superioridad racional del cristianismo católico
Sirviéndonos del mismo recurso de Molina Enríquez –el de los «apuntes científicos» complementarios–, diremos aquí que esa superioridad racional que desde el ateísmo esencial del materialismo filosófico reconocemos al cristianismo en tanto que religión monoteísta, la hacemos descansar en la inversión antropológica en virtud de la cual el Dios de las religiones secundarias se convirtió en un Dios antropomorfo, sin perjuicio de que ese Dios antropomorfo no puede tampoco ser entendido, pero prefigurando al fin una nueva dialéctica ontológica y problemática –vista de hecho como la antesala del ateísmo– que la destacó, desde una perspectiva universal, por encima del resto de las religiones secundarias, politeístas y fetichistas. Las religiones monoteístas son ya religiones filosóficas que abrevan fundamentalmente de Aristóteles.
En la página 402 de la edición de Los grandes problemas que de base para este comentario nos sirve, dice don Andrés Molina:
«los mestizos, son lo que pudiera llamarse, católicos sublimados. El hecho de llamar a los mestizos, a los liberales, a los jacobinos, a los iconoclastas de la Reforma, católicos, causará no poco escándalo a éstos: sin embargo, es verdad que lo son. Bien pudiera decirse de ellos, lo que el tribuno Mateos decía una vez en la Cámara de Diputados, hablando de los españoles: hasta los ateos son católicos. Lo que sucede es que lo son de una manera especial. Son católicos de la forma religiosa más elevada que haya podido alcanzar la humanidad en su larga peregrinación a través de las edades por la superficie de la tierra. Cuando Jesucristo hablaba a la Samaritana en el brocal del pozo de Jacob, le decía con ese lenguaje, que nadie ha tenido, ni tendr&aacu te; jamás como él: Mujer créeme a mí; ya llega el tiempo en que ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al padre; ya llega el tiempo en que los verdaderos adoradores, le adorarán en espíritu y en verdad. Con esas palabras expresó Jesucristo su concepto de la forma más elevada que en el mundo puede alcanzar la religión.»{3}
Don Gustavo Bueno, en una verdaderamente impresionante participación en un programa de televisión sobre la religión (Tribuna Popular TV), transmitido en la novena década del siglo pasado y que ha sido consultada en Internet (http://www.youtube.com/watch?v=JQ-cTzUBSys), afirmaba ante el auditorio y su interlocutor lo siguiente:
«Yo lo que digo es que el Cristianismo, si ha tenido la fuerza que ha tenido, es porque ha dimitido de ese Dios de las alturas, en principio, y ha incorporado un Dios antropomorfo o zoomorfo en el cual se puede pensar… pero ese Dios antropomorfo es el que no se entiende de ninguna manera.»
Véanse en todo caso, del profesor Gustavo Bueno, El animal divino. Ensayo de una filosofía materialista de la religión (Pentalfa, Oviedo 1985 y 1996), La fe del ateo. Las verdaderas razones del enfrentamiento de la Iglesia con el Gobierno socialista (Temas de Hoy, Madrid 2007) y «¡Dios salve la Razón!», o bien en El Catoblepas número 84 (febrero 2009), o bien en la edición del libro Dios salve la Razón (Encuentro, Madrid 2008).
* * *
En todo caso, son Gramsci, Marx, Maquiavelo, Lenin –la soledad de Lenin, la soledad de Maquiavelo–, quienes son evocados con la pluma de Molina Enríquez en los pasajes de su libro donde entra en cuestiones de meollo y sustancia política, como los que conforman ese fantástico capítulo V de la primera parte en donde, bajo el título elocuentísimo de «El secreto de la paz porfiriana», don Andrés pone sobre la mesa y boca arriba sus credenciales de agudo y «florentino» político intelectual –en el sentido de Gramsci–. No tiene desperdicio alguno citar en extenso algunos pasajes del mismo, como el que sigue, en donde en unos cuantos párrafos nuestro autor de Jilotepec Estado de México da fina cátedra de teoría y estrategia políticas:
«Dijimos en otra parte, que terminada la intervención, la obra de Juárez estaba terminada. Entonces debió de haber cesado el periodo que hemos llamado integral; pero el período de transición se prolongó de un modo artificial y precario hasta la batalla de Tecoac.
Esa prolongación fue artificial, porque la hizo la resistencia que todo poder fuerte desarrolla para no desparecer, y fue larga –duró cerca de diez años– precisamente porque el poder de Juárez, robustecido por dos grandes revoluciones, era fuerte, y era fuerte porque había representado en esas dos grandes revoluciones la nacionalidad fundada en el elemento mestizo con el cual él mismo se confundía. Pero Juárez, en el trabajo de hacer vencer al elemento mestizo, tanto para hacer la nacionalidad interior, cuanto para imponerla al exterior, fue real y efectivamente el jefe de ese elemento. Restaurada la República, su obra, colosal como fue, estaba concluida; en lo de adelante el jefe de la nación tenía que ser otro hombre.
El nuevo jefe de la nación, tenía que ser, desde luego, unidad del elemento mestizo: de lo contrario, su personalidad habría sido sospechosa para ese elemento que, como hemos dicho ya, fue el que fundó y era el que representaba la verdadera nacionalidad; pero era preciso que esa unidad no fuera el jefe del expresado elemento constituido como partido político. Juárez, precisamente, había sido y tenía que seguir siendo jefe del elemento partido liberal que era el de los mestizos. El hombre nuevo tenía que estar colocado sobre todos los partidos militantes; de no ser así, no podía dominarlos a todos. Para dominar a todos los partidos, tenía que adquirir sus prestigios fuera de ellos. Aquí encontramos ya la personalidad del señor general Díaz. Éste era unidad del elemento mestizo, del que reconoce como ascendientes, a Juárez, a Ocampo, a Álvarez, a Gómez Farías, a Guerrero, y a Morelos, el más grande de todos; de su naturaleza mestiza dan testimonio sus antecedentes de familia –el señor doctor Salvador Quevedo y Zubieta lo demuestra con el esquema genealógico que formó en una obra reciente (Porfirio Díaz), indirectamente autorizada por el mismo señor general– sus costumbres personales y hasta su lenguaje, en el que es típica la acentuación de algunas palabras como maíz y país. El señor licenciado don Justo Sierra (México y su evolución social) lo considera también como mestizo. Hizo su personalidad militar en el partido de su raza, es decir, en el liberal, pero no fue jamás el jefe de ese partido. De su personalidad militar, derivó su personalidad política, pero no en calidad de partidario que lucha por su partido, sino en calidad de patriota que defiende a su patria: su verdadera personalidad política no data de la Guerra de Tres Años, sino de la guerra contra la intervención y contra el imperio. Al hacer su personalidad militar y política, mostró la honradez, la actividad y la probidad del buen administrador. Por eso al ser restaurada la república, tenía el triple prestigio del guerrero afortunado, del esforzado patriota y del administrador prudente. ¿Era entonces el jefe del partido liberal como Juárez? No, era más que eso. Podía, pues, dominar al partido liberal mismo, y esto era lo más importante.»{4}
Y unas líneas más adelante, en el apartado «La concentración del poder», y siempre desde el punto de vista da las necesidades políticas objetivas, el realista político Molina Enríquez añadía:
«La concentración del poder ofrecía una gran dificultad: la Constitución y las Leyes de Reforma, es decir, el sistema de gobierno adoptado desde la Independencia y corregido por la Guerra de Tres Años. Séanos permitido copiar aquí algunas líneas de un folleto que escribimos en 1897 con el título de Notas sobre la política del señor general Díaz; esas líneas dicen lo siguiente:
"Por fortuna el señor general Díaz, era todo un político. Comprendió demasiado bien que no era posible gobernar bajo el imperio riguroso de esas leyes –las que ya mencionamos- porque él llevaba a la anarquía, pero también comprendió que su carácter sagrado las hacía punto menos que inviolables, y supo apurar la dificultad, como Augusto en idénticas circunstancias. Respetando todas las formas constitucionales, comenzó a concentrar en sus manos todo el poder subdividido, pulverizado en todo el aparato gubernamental […]
En resumen, ha concentrado el poder en manos del gobierno federal, y especialmente en las del Presidente de la República y de sus Secretarios de Estado que forman un Consejo semejante al de los soberanos absolutos".»{5}
II
Andrés Molina Enríquez nació en Jilotepec, Estado de México, el 2 de agosto de 1866, según consigna Arnaldo Córdova en la edición de Era ya mencionada (p. 21 de la 5ª reimpresión, 1989), respaldándose a su vez en los trabajo de Renato Molina Enríquez, ‘Andrés Molina Enríquez. Conciencia de México’ (Boletín Bibliográfico de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, 15 de agosto de 1955) y de Álvaro Molina Enríquez, ‘Prólogo a Antología de Andrés Molina Enríquez (Ed. Oasis, México, p. 12); Gracia Molina Enríquez y Carmen Lugo Hubp, en cambio, consignan en la edición especial por ellas editada de Juárez y la Reforma (Salsipuedes ediciones, México DF, 2006) que el abuelo de la primera nació en el año de 1868 (no dan noticia del día y mes). Murió don Andrés, en todo caso, en la ciudad de México en 1940.
Fue estudiante de preparatoria en el Instituto Científico y Literario de Toluca, Estado de México, y luego de derecho en la Escuela de Jurisprudencia de la Universidad Nacional. Dentro de la tradición del primero, figuraban el fundador del mismo, don Lorenzo de Zavala, y los maestros Ignacio Ramírez e Ignacio Manuel Altamirano; en la segunda, Molina Enríquez habría de compartir cursos con Jesús Urueta, Francisco Olaguíbel y Jorge Vera Estañol. La formación intelectual de Molina Enríquez fue de inequívoco cuño positivista: Spencer, Darwin y los positivistas europeos.
Una enfermedad de su padre lo obligó a regresar a Jilotepec para hacerse cargo de la notaría que hasta entonces había estado a cargo de Anastasio Molina. En el mismo Instituto de Toluca habría pues de titularse como abogado en 1901. Trabajó como Juez de Letras y notario en Sultepec, El Oro, Jilotepec, Tlalnepantla y Texcoco, todo en el Estado de México.
En 1902 aparece La cuestión del día. La agricultura nacional; en 1905, según Molina Enríquez y Lugo Hubp (en su edición de 2006 ya citada), se edita El Evangelio de la Reforma (según Córdova, este opúsculo apareció en 1897 en Sultepec).
En todo caso, es en 1906 cuando su primer gran obra aparece: La Reforma y Juárez. Estudio histórico-sociológico, en respuesta al libro de Bulnes El verdadero Juárez. En esta obra, Molina Enríquez perfilaba ya su teoría del mestizaje, que habría de ser desarrollada como hilo medular de Los grandes problemas, y presentaba también el cuadro de fases históricas fundamentales de las revoluciones del siglo XIX que aparecerán también desarrolladas después: la fase de la Independencia (1810-1821), la de Ayutla (1854-1855) y la de Reforma (1855-1867).
Desde principios de siglo, se instaló en la ciudad de México, ejerciendo la profesión de abogado al lado de su socio Luis Cabrera, con quien desde entonces hubo de quedar trabada una duradera relación amistosa e intelectual. Cabrera, hombre de brillo propio y figura clave también de la revolución mexicana y del carrancismo, sería autor en 1915 de la famosa Ley del 6 de enero, inspirado en la obra de su colega de Jilotepec.
Molina Enríquez participó como editorialista en variedad de periódicos, dentro de los que destacan El Siglo XX, El Partido Liberal, El Tiempo y El Imparcial. En El Tiempo, comenzó Molina a publicar por entregas, durante 1907, una serie de Estudios de sociología mexicana; la serie nunca se terminó, pero hubo de convertirse a la postre en la base fundamental de Los grandes problemas nacionales.
En 1907 se incorporó como investigador al Museo Nacional, dirigido por Genaro García. Toma contacto con los hermanos Vázquez Gómez, fundadores del Partido Antirreeleccionista, y con el propio Francisco I. Madero. Iniciado ya el conflicto, en 1911 publica el Plan de Texcoco, desconociendo al gobierno de De la Barra, y planteando la necesidad de encontrar rápida solución a los problemas sociales y de llevar adelante la reforma agraria. De la Barra lo encarcela. Desde la penitenciaría habría de escribir, en octubre de 1911, lo siguiente:
«En el trabajo de hacer la transformación social y económica del país, para crear la nacionalidad orgánica, grande y fuerte, rica y dichosa, por medio de reformas de muy distinta naturaleza, pero entre las cuales tendrán que ser las más importantes las agrarias, mi obra personal se parece a la de Degollado. En efecto, desde hace veinte años, poco más o menos, en que inicié la obra inmensa de la susodicha transformación, hasta el momento en que estas líneas escribo, he llamado a todos los combates, he luchado en todos los puntos, he usado todas las armas, y he luchado en todos, contra las fuerzas, contras las personas y contra los ideales, de los grupos sociales que he considerado como enemigos, por ser contrarios a la transformación de referencia.
Confieso sin rubor, que en la mayor parte de las batallas que he librado, el derrotado he sido yo, pero así y todo he logrado llamar la atención general, hacia los problemas que la repetida transformación entraña y enfrentar resueltamente al país con esos problemas. Si otros méritos no logro hacer, para merecer de mis conciudadanos el título de patriota, creo que ése cuando menos, me deberá ser reconocido con justicia. Y no aspiro a más porque creo, que yo como Degollado, no recibiré de mis contemporáneos mientras viva otra recompensa que la prisión que ya sufro, y que la indiferencia y el olvido que más adelante sufriré.»{6}
Al recobrar la libertad, se reincorpora al Museo Nacional de Historia. Toma contacto también con los ideólogos del zapatismo y del villismo, convirtiéndose desde entonces en uno de los ideólogos y líderes morales del bloque agrarista de la revolución mexicana.
En 1915 es invitado por Venustiano Carranza a integrar la Comisión Nacional Agraria, en donde habría de promover y redactar el proyecto de lo que iba a ser en poco tiempo el Artículo 27 de la Constitución, jurada por el Congreso Constituyente de Querétaro en 1917. Este artículo era a su juicio el pivote doctrinario tanto del cuerpo constitucional en tanto que constitución formal, como del cuerpo político mismo en tanto que constitución material (como constitutio o systasis).
En un artículo de 1922, publicado en el Boletín de la Secretaría de Gobernación, don Andrés afirmaba lo siguiente:
«De todos los artículos que contiene la Constitución de Querétaro, seguramente el más importante, es el artículo 27. El artículo 27 en efecto, resume y condensa todos los principios jurídicos que deben presidir la realización práctica de las aspiraciones populares que han determinado la serie de revoluciones interiores que comenzaron con el Plan de San Luis. […]
El derecho de propiedad primordial de la nación sobre todo el territorio nacional existía antes en el rey de España: los derechos de dominio en calidad de propiedad privada de los particulares, dentro de los derechos de propiedad de la nación, constan en los títulos primordiales expedidos a los particulares en la época colonial, que son los títulos que amparan todavía los mismos derechos de los particulares: la sumisión de los derechos de dominio de los particulares en calidad de propiedad privada a los derechos sociales, que ahora representa la nación, viene también de la época colonial, puesto que la nación ha sustituido al rey. […]
El principio de que se trata, y que abarca todos los fines que los ilustres constituyentes de Querétaro, se propusieron alcanzar, se asienta firmemente sobre una experiencia de siglos, y se prepara a dirigir una nueva legislación de siglos también.»{7}
De 1920 a 1940, desempeñó don Andrés diversos cargos públicos en el poder judicial, en el gobierno del Estado de México y en la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
En 1932 aparece su libro El agrarismo, base del nacionalismo; en 1933-1937, lo hace su Esbozo de la historia de la revolución agraria en México. En 1936, son llevados a la imprenta los cinco volúmenes de otro de sus trabajos fundamentales: La revolución agraria en México.
El 1 de agosto de 1940, fallece Andrés Molina Enríquez en la ciudad de Toluca.
III
Consideraciones desde el materialismo filosófico
Situado, desde nuestra óptica, en una perspectiva distributiva, que es aquella en la que se dibujan los problemas políticos homologables a cualquier estado de referencia al margen de la plataforma supra-estatal (histórica, cultural, según parámetros objetivos muy concretos) a la que éste pueda pertenecer, Los grandes problemas nacionales de don Andrés Molina Enríquez aborda, desde una singular matriz analítica positivista conformada por la sociología, la etnología y la historia, los problemas fundamentales de México vistos a la luz de una dialéctica de configuración nueva que, a partir de la Revolución francesa, tuvo como canon de racionalidad política –un canon que se vinculó constitutivamente con la racionalidad política de las izquierdas- a la Idea que el profesor Gustavo Bueno ha denominado como holización.
Sobre éste nuestro asunto, dice Lino Camprubí, en su trabajo Noticia historiográfica sobre ciencia y Revolución francesa (El Catoblepas 83, enero, 2009), lo siguiente:
«Según Bueno, la holización es el modo específico de racionalidad de las izquierdas y su origen histórico corre en paralelo a las metodologías de la ciencia moderna y de los científicos vinculados a la Revolución francesa[:]
«La holización [dice Gustavo Bueno en la página 110 de El mito de la izquierda, continúa Camprubí, I.C.], como procedimiento de racionalización, puede considerarse o bien en su fase analítica, o bien en su fase sintética. La fase analítica es la transformación de un todo atributivo en un conjunto de partes formales a título de átomos homeoméricos [es decir, en el contexto del todo de la sociedad política y de la teoría holótica, de todos y partes, del materialismo filosófico, iguales unos a otros según ciertos parámetros pero diferentes al todo de partida; Camprubí]; y la fase sintética es la recomposición del todo del que hemos partido y de sus características globales, pero dadas en función de la composición de las partes formales átomas previamente establecidas, según las relaciones o interacciones que puedan ser definidas entre ellas».»{8}
Nos consideramos en posibilidad de afirmar que esta idea de holización es la que estaba siendo puesta en ejercicio por Molina Enríquez en todos sus análisis, como puede de inmediato advertirse en las citas iniciales que presiden este trabajo: la tarea tenida enfrente era la de la efectiva holización nacional de la sociedad política mexicana siguiendo el canon de trituración analítica y reconstrucción sintética de la Revolución francesa; una holización que, no obstante, no podía irse en su fase destructiva hasta los tiempos prehispánicos, pues la base de partida no era otro que el régimen municipal implantado por el imperio español que tenía a la figura del Ayuntamiento como nódulo básico de articulación de una totalidad atributiva nueva (es decir, una totalidad en cuyas partes está reproduciéndose la totalidad entera); y fueron precisamente luego los Ayuntamientos en donde, tras la invasión napoleónica a España de 1808, la soberanía popular estaba llamada a ser ejercida y representada tanto en España como en América. El todo de partida, bien claro lo tenía Molina Enríquez, era el virreinato de la Nueva España; era ese el Antiguo Régimen cuya trituración efectiva era preciso acometer para terminar de afianzar con el vigor requerido la verdadera nacionalidad, pero siempre siguiendo los contornos novohispanos. La nación política mexicana estaba recortada a la misma escala que el virreinato de la Nueva España.
Y es que era literalmente imposible no hacerlo de ese modo: en el capítulo II de la parte primera, bajo el título «Los datos de nuestra historia lejana» y el subtítulo «Las tribus indígenas precortesianas», don Andrés pone las cosas en claro, en pocas líneas, desde el principio: «Todas las cuestiones sociológicas en que consisten los grandes problemas de nuestro progreso, toman su punto de partida en la época colonial, que fue para nosotros el período de formación.»{9} El punto de partida de la nación política mexicana no era prehispánico, porque no podía serlo, era colonial; sin perjuicio de reconocer, claro está, que todo lo prehispánico estaba llamado a quedar incorporado por vía del mestizaje. Y luego pasa a enumerar, siguiendo a don Manuel Orozco y Berra, las 744 (aproximadamente) tribus indígenas de las que se tenía noticia en ese momento.
Aquí merece la pena volver al trabajo de Camprubí, pues en sus puntualizaciones encontramos claves definitorias de nuestra tesis. Repárese pues en lo que dice Camprubí:
«Nos interesa destacar que las operaciones en que consiste la holización supone que los términos que se quiere construir como términos simples no tienen por qué ser considerados como términos primitivos. Son partes formales constituidas tras el análisis operatorio del todo de partida. La diferencia con el individualismo de revoluciones previas a la francesa es mayúscula, al menos en un plano emic (de los agentes históricos). Y también lo es con respecto a operaciones parecidas a la holización pero basadas en mitos, como pudiera ser la consideración de los individuos humanos como seres dotados de almas espirituales de la Iglesia católica, lo que en el protestantismo se interpretó como justificación del individualismo (y que Hegel utilizó para entender la Revolución francesa según el «principio de los átomos», una versión idealista de la holización no muy distinta de la de Hobbes, Rousseau o Kant). En efecto, no se trata ahora de que los supuestos individuos atómicos previamente dados pacten entre sí con miras a constituir una sociedad estatal o extra-terrena, sino que esos individuos atómicos han de ser derivados de la destrucción operatoria –por parte de ciertos grupos de individuos pertenecientes a la sociedad política- de las partes anatómicas que componen el Antiguo Régimen, por ejemplo, los estamentos sociales. La Revolución francesa postula a los individuos como partes formales por vía revolucionaria y lleva tal postulado hasta donde sus fuerzas se lo permiten; en este sentido, los límites de la Revolución se convierten en los límites de la holización.»{10}
Límites de la holización política de México que hubieron de irse ampliando paulatinamente con arreglo a las tres fases revolucionarias fundamentales que Molina Enríquez señala, tanto en Juárez y la Reforma como en Los grandes problemas: una primera fase de desintegración, de la independencia al Plan de Ayutla contra Santa Anna (1808/1810-1854); una segunda fase de transición, de la revolución de Ayutla al Plan de Tuxtepec de 1876 –donde se levanta Díaz contra Lerdo de Tejada y se impone como presidente de México– (1854-1876); y una tercera fase, llamada integral, que iba del Plan de Tuxtepec a los días de 1909 en que Molina Enríquez escribía. Tres fases que gravitaron en torno de tres movimientos revolucionarios definitorios de la dialéctica de holización política de México: independencia (1808/1810-1821), Ayutla (1854-1855) y Reforma (1855-1867).
Las fases de desintegración y transición (independencia y revolución de Ayutla) le abrieron paso a un proceso de trabazón interna de las estructuras políticas del nuevo régimen mexicano; la Reforma, por las vías, primero, de desamortización (Ley Lerdo, de 1856), y, luego, de nacionalización (de 1859), apuntaladas luego con el triunfo ante el imperialismo francés y la restauración de la República en 1867, crearon una nueva estructura de propiedad con la que hubo de crearse también una nueva estructura de intereses: la de los criollos y los mestizos liberales, masa sociopolítica crítica, sobre todo por cuanto a los mestizos, en donde hizo recaer Molina Enríquez el basamento fundamental y constitutivo de la nacionalidad:
Dice don Andrés, en su espléndido Juárez y la Reforma, de 1906, lo siguiente:
«En la Revolución de Reforma, el clero desarrolló todas sus fuerzas morales y todas las materiales de su partido, para derogar las Leyes de Reforma dadas, y muy especialmente la de desamortización. Los indígenas se unieron al clero también, en defensa de su religión, y sobre todo de las tierras comunales que han guardado su vida desde la conquista española. Los criollos, los moderados, se ocultaban, temerosos de una nueva desamortización en sus bienes, temor que justificaba el manifiesto en que el presidente Álvarez se defendía de las inculpaciones que se le hicieron por los asesinatos de San Vicente. Sólo los mestizos seguían adelante por su camino, resistiendo al clero y al elemento indígena. A pesar de que podían decir, con cierta justicia, que hasta entonces habían sido burlados, sacaron de su energía orgánica suficiente empuje, y de sus pocas tierras recién adquiridas, suficientes recursos para sostener una lucha a todas luces desigual. En esa lucha estuvieron a punto de sucumbir, y habrían sucumbido inevitablemente, si un hombre, completamente identificado con ellos no hubiera corregido las leyes de desamortización, no hubiera dado satisfacción a sus justas aspiraciones, y no los hubiera llevado, desarrollando todas las energías de la raza, hasta el triunfo final y definitivo, en el interior primero, y en el exterior después: ese hombre fue Juárez.»{11}
Tres años después, apuntalaba su tesis en Los grandes problemas nacionales al afirmar que:
«la Reforma en lo que respecta a la propiedad, hizo una obra incompleta y gravemente defectuosa: aun así fue una obra benéfica, porque poniendo en circulación toda la propiedad eclesiástica, una parte de la municipal, y otra parte de la comunal indígena, formó una nueva clase de intereses que fue la de los criollos nuevos o criollos liberales, y ayudó a formar con los mestizos, que ya eran la clase preponderante, una nueva clase de intereses también. El hecho de que los mestizos comenzaran a ser clase de intereses, significó la consolidación de su preponderancia, y esto ha significado el afianzamiento de la nacionalidad, tanto en el interior, cuanto para el extranjero; pero sin duda la obra de la Reforma pudo haberse hecho mejor, porque pudieron haber quedado con ella resueltos los grandes problemas que son el objeto principal de este libro.»{12}
Ese gran problema de México que persistía, como su causa misma, en los albores de la Revolución que estallaría en 1910, ese freno que limitaba una y otra vez la efectiva holización política, era uno y solo uno: la gran propiedad y el latifundismo. Hacia esta trituración revolucionaria contribuyó, como verdadera Biblia, Los grandes problemas nacionales de Andrés Molina Enríquez. Y en una de sus fases decisivas de cristalización política y constitucional, la del Constituyente de Querétaro de 1917, ahí habría de estar don Andrés para redactar el Artículo 27 constitucional, un artículo cuyos principios estaban asentados «firmemente sobre una experiencia de siglos», y preparados «a dirigir una nueva legislación de siglos también», y en donde quedaba estipulado en sus primerísimas líneas que:
«La propiedad de las tierras y aguas comprendidas dentro de los límites del territorio nacional, corresponde originariamente a la Nación, la cual, ha tenido y tiene el derecho de transmitir el dominio de ellas a los particulares, constituyendo la propiedad privada.
Esta no podrá ser apropiada sino por causas de la utilidad pública y mediante indemnización. La Nación tendrá en todo tiempo el derecho de imponer a la propiedad privada las modalidades que dicte el interés público, así como el de regular el aprovechamiento de los elementos naturales susceptibles de apropiación para hacer una distribución equitativa de la riqueza pública y para cuidar su conservación.
Con este objeto se dictarán las medidas necesarias para el fraccionamiento de los latifundios; para el desarrollo de la pequeña propiedad; para la creación de nuevos centros de población agrícola con las tierras y aguas que les sean indispensables; para el fomento de la agricultura y para evitar la destrucción de los elementos naturales y los daños que la propiedad pueda sufrir en perjuicio de la sociedad….» (redacción original de 1917).
* * *
Con estas consideraciones hemos querido rendir homenaje a la figura y obra de Andrés Molina Enríquez, a cien años de la publicación de su obra fundamental; son años desde cuya distancia nos es posible también apreciar en perspectiva la magnitud de horizontes que don Andrés tuvo siempre a la vista. Se trata, sin duda, de uno de los grandes hombres de México.
Hemos de decir, no obstante, que la perspectiva de Andrés Molina Enríquez, habiendo sido un gigante, fue siempre, mantenemos la tesis, una perspectiva distributiva.
Fue otro hombre quien llevaría, también desde la práctica política misma y con fecundísimas y contradictorias implicaciones, el material político, histórico y social de México a sus niveles de configuración filosófica, que son los niveles propios de la perspectiva atributiva. Es la perspectiva en donde se dibuja, a la luz de una filosofía de la historia determinada, el problema de México. Ese hombre fue José Vasconcelos.
Índice de Los grandes problemas nacionales
Notas
{1} Según se afirma en el índice onomástico con el que Gracia Molina Enríquez y Carmen Lugo Hubp rematan la edición especial que editaron en 2006 bajo el sello de Salsipuedes ediciones, en la ciudad de México, de Juárez y la Reforma, de don Andrés Molina Enríquez.
{2} Es sólo desde el Estado como le es dable al hombre mirar, impasible, a la muerte.
{3} Andrés Molina Enríquez, Los grandes problemas nacionales, Ediciones Era, México DF, 1989, pág. 402.
{4} Andrés Molina Enríquez, Los grandes problemas nacionales, Ediciones Era, 5ª reimpresión, 1989, México DF, págs. 132-133, énfasis añadido, I.C.
{5} Ibid., pág. 135, énfasis también añadido, I.C.
{6} Texto titulado ‘Filosofía de mis ideas sobre reformas agrarias’, consignado como Contestación al folleto del señor Licenciado don Wistano Luis Orozco con el subtítulo ‘Las derrotas de Degollado’, firmado este último en la Penitenciaría de México, el 30 de octubre de 1911, y recogido en los Anexos [Otros textos, 1911-1919], de la edición de Los grandes problemas nacionales que para este comentario estamos utilizando (Era, 5ª reimpresión, México DF, 1989), pág. 454.
{7} ‘El artículo 27 de la constitución’, Boletín de la Secretaría de Gobernación, Tomo 1, no. 4, México, septiembre de 1922, compilado en los Anexos de Los grandes problemas, págs. 468 y 469.
{8} Lino Camprubí Bueno, «Noticia historiográfica sobre ciencia y Revolución francesa», El Catoblepas, nº 83, enero 2009.
{9} Los grandes problemas, pág. 83.
{10} Camprubí Bueno, Noticia historiográfica.
{11} Juárez y la Reforma, edición citada, 2006, págs. 98-99.
{12} Los grandes problemas, pág. 131.