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El Catoblepas, número 86, abril 2009
  El Catoblepasnúmero 86 • abril 2009 • página 9
Filosofía del Quijote

Marx, Pierre Vilar y el Quijote

José Antonio López Calle

Las interpretaciones sociales del Quijote (2)

Marx ante el Quijote

Aunque hasta bien entrado el siglo XX no se han propuesto interpretaciones marxistas del Quijote solventes, lo cierto es que los orígenes del interés por la magna novela en el marxismo se remontan a su propio fundador. Sabemos que Cervantes era el novelista predilecto de Marx, junto con Balzac. Sabemos también que sentía una gran admiración por Cervantes y que tenía un profundo y detallado conocimiento del Quijote, así como de los tres grandes del teatro clásico español, Calderón, Lope de Vega y Tirso de Molina, de cuyas obras disponía en su biblioteca privada y que además leía en español. Es una pena que Marx no encontrase nunca tiempo para escribir siquiera unas páginas para exponernos su visión del magno libro cervantino, que, sin duda, teniendo en cuenta su extraordinario talento, su colosal erudición literaria y su buen conocimiento de la historia y cultura españolas, habrían sido, con seguridad, iluminadoras.

Será también por siempre lamentable que Anselmo Lorenzo, el padre del anarquismo español, en su célebre visita y estancia en la casa de Marx en Londres, con ocasión de la celebración de una conferencia de la Primera Internacional Socialista en 1872, se limite a informarnos de la fascinación de Marx por el Quijote y de que dedicó frases de admiración al ingenioso hidalgo manchego, pero sin darnos a conocer las ideas, ni siquiera mencionarlas, que Marx le expuso en el curso de la larga conversación nocturna que mantuvieron en español hablando de Cervantes y de la literatura española del Siglo de Oro (véase El proletariado militante. Memorias de un internacionalista, cap. 24). Nos informa también de que, al día siguiente, le leyó a la hija mayor de Marx, Jenny, para mejorar su español, el discurso de don Quijote a los cabreros sobre la edad de oro. ¿Fue una casualidad esta elección o quizás estaba relacionada con el coloquio nocturno entre Marx y Anselmo Lorenzo? ¿Quizá Marx había hecho una exégesis socialista de este discurso o la había sugerido el sindicalista anarquista español, de modo que ambos veían en las palabras de don Quijote un repudio de la propiedad privada y una apología del socialismo, aunque de un socialismo que ambos calificarían de utópico? Todo esto no es más que interrogantes especulativos, pero lo cierto es que algunos cervantistas marxistas del siglo XX verán en el discurso de la edad dorada una formulación anticipada de la idea del comunismo primitivo y en don Quijote, e incluso en Cervantes, sus paladines.

En la obra escrita de Marx, hay numerosas referencias a la novela cervantina, a su autor o a sus personajes principales, pero desgraciadamente de ellas no cabe inferir cuál era su concepción de la misma. Es en La ideología alemana (1845), una obra de juventud, en la que hace más uso de los personajes principales y de muchos episodios de la novela para satirizar las doctrinas filosóficas de Max Stirner expuestas en su El único y su propiedad (1844). Marx ridiculiza la tesis de Stirner del individuo único que desarrolla su libertad sin atenerse a más norma que la del más crudo egoísmo identificándolo con Sancho, lo que invita a sospechar que el Marx joven veía en el escudero un símbolo del egoísmo. De acuerdo con esto e invirtiendo las relaciones en el Quijote entre don Quijote y Sancho, en su sátira del pensamiento de Stirner, Sancho-Stirner pasa a ser un Quijote del egoísmo más vulgar y don Quijote su escudero, a quien a veces identifica con otro personaje de la época, Szeliga, cercano al círculo de Bruno Bauer; y las aventuras y peripecias de don Quijote se transforman en aventuras y peripecias de Sancho-Stirner. Pero más allá de este uso de material del Quijote como arma para mofarse de las concepciones de Stirner, particularmente de su apología del egoísmo, para lo que el personaje de Sancho le presta un buen servicio, es imposible extraer idea alguna seria sobre su interpretación de la novela.

En realidad, la única idea importante que Marx ha manifestado públicamente sobre el Quijote no se encuentra en su obra escrita, sino entre los recuerdos que su yerno, Paul Lafarque, nos ha dejado o legado sobre el pensamiento de Marx al respecto. Hablando de sus gustos literarios y luego de informarnos de que sus novelistas preferidos eran Cervantes y Balzac, nos transmite este testimonio, desgraciadamente muy escueto, acerca de la visión global que el filósofo alemán, en su madurez, tenía de la magna novela cervantina:

«Veía en Don Quijote la epopeya de la caballería agonizante, cuyas virtudes iban a convertirse, en el naciente mundo burgués, en un objeto de burla y de ridículo.» Marx-Engels, Sobre la literatura y el arte, ed. Calomino, 1946, pág. 213.

Sin embargo, si la exprimimos, de esta sola frase en que se condensa todo lo que sabemos de la idea de Marx sobre el Quijote, cabe extraer varias conclusiones del mayor interés. Lo primero que llama la atención es la profunda huella de Hegel que se advierte en ella. Esencialmente, es la tesis hegeliana que ya estudiamos más atrás (remitimos a El Catoblepas de Noviembre de 2008). Como Hegel, también Marx nos presenta la novela no como una diatriba contra los libros de caballerías, sino como una sátira burlesca de la caballería como institución histórica dotada de una función social y política en el seno de una sociedad feudal. Como en Hegel, el Quijote viene a ser la recreación burlesca del conflicto entre la caballería medieval, de sus prácticas e ideales, con las instituciones y valores de la sociedad moderna, un conflicto que termina en la disolución de la misma como tal.

Percibimos sólo una pequeña diferencia entre ambos autores en este punto: mientras Hegel da una interpretación más política, en el sentido de que la institución caballeresca termina chocando con el Estado moderno, cuyas instituciones, tales como el ejército regular permanente, el aparato judicial y la policía convierten a ésta en algo superfluo y prescindible, en Marx se pone más énfasis en la dimensión social y quizás indirectamente económica de la sociedad moderna, caracterizada ahora como burguesa («el naciente mundo burgués»), cuyos nuevos valores son incompatibles con las virtudes de la antigua caballería feudal. Marx parece ver, pues, en don Quijote un símbolo del orden social feudal y una caricatura de la ideología y valores inherentes al mismo y en Cervantes el intérprete anticipado de la emergente sociedad burguesa.

Después de Marx, en la Rusia soviética los críticos marxistas, que nada relevante han aportado al estudio del Quijote, han tendido, siguiendo la estela abierta por Marx, a comprender éste como una diatriba contra el feudalismo y su ideología y en Cervantes un escritor revolucionario, capaz de presagiar el espíritu burgués de los nuevos tiempos. Pero los ensayos más relevantes de acercamiento al Quijote siguiendo una metodología inspirada en los principios del materialismo histórico marxista no han procedido de la extinta Unión Soviétia o de los países bajo su influencia, en los que el marxismo fue la filosofía oficial, sino de fuera de este ámbito; los más importantes son los emprendidos por el historiador marxista francés Pierre Vilar y el cervantista mejicano Ludovico Osterc, quien ha realizado el más sistemático y detallado estudio de la novela cervantina hecho por un crítico desde la perspectiva del materialismo histórico.

Vilar: el Quijote, conciencia crítica de la grave crisis de la sociedad española como sociedad feudal

En cuanto a Pierre Vilar, que se ha ocupado del tema en un breve, pero denso artículo «El tiempo del ‘Quijote’» (publicado originalmente en Europe, enero de 1956 e incluido en su libro Crecimiento y desarrollo, Crítica, 2001, la primera edición francesa es de 1964) debemos empezar señalando que su tesis hermenéutica fundamental parece directamente calcada de la de Marx, incluso en las palabras empleadas. Compare el lector la citada declaración de Marx sobre el Quijote como la epopeya de la caballería agonizante, al entrar sus valores y virtudes en conflicto con la naciente sociedad burguesa, con la declaración correspondiente del historiador francés de que la novela cervantina es el «adiós irónico» a la sociedad feudal, a su modo de vivir y a sus valores, y en la que late la conciencia de que «el feudalismo entra en agonía», aunque sin que exista en España, a diferencia de la Europa del Norte, una alternativa social a punto para reemplazarlo, como lo fue allí la emergente sociedad capitalista y burguesa (op. cit., págs. 285 y 287). Y tal sería el drama español y don Quijote sería el símbolo de este drama de una sociedad española feudal en descomposición sin un orden social burgués alternativo que sirva de recambio. Sólo en este último punto divergen Marx y Vilar: mientras en el primero la sociedad feudal, que don Quijote representa, agoniza al entrar en contacto con el naciente mundo burgués, según la visión de Vilar asistimos en el Quijote a la quiebra del feudalismo sin necesidad de que se produzca un choque con una emergente sociedad burguesa, que en España no existía, según su interpretación de la historia de ésta en los tiempos de Cervantes.

El Quijote se nos presenta así como una novela social, que refleja a la perfección la grave crisis de la sociedad española como sociedad feudal y a la vez la conciencia española de esa crisis. El autor prefiere hablar de crisis para describir la situación de España entre 1598 y 1620, como una fase intermedia entre la grandeza del poderío español y la decadencia. Pero no es consistente y al periodo de crisis se refiere también como un periodo de declive o, como acabamos de ver, de agonía de un mundo social o de su naufragio. En cualquier caso, de acuerdo con la tesis marxista sobre el arte y la literatura como elementos superestructurales y como formas de conciencia social y reflejo de la vida social, Cervantes se nos retrata como un novelista social que se habría erigido como el mejor intérprete de la crisis aguda de la sociedad española y de su conciencia. Siguiendo estas premisas hermenéuticas, Vilar procede a construir una ingeniosa interpretación social de la novela basada en dos pilares: la metodología del materialismo histórico y el célebre memorial del economista o arbitrista Martín González de Cellorigo, titulado Memorial de la política necesaria y útil restauración a la república de España, publicado en 1600.

El uso de la primera como guía le va a conducir a pintarnos un cuadro de España en crisis en los terrenos económico, social, político e ideológico; el segundo le va a servir a la vez, por un lado, como un testimonio de la decadencia española y como un hilo conductor para revisar la aguda crisis de la sociedad española en todos los órdenes citados y, por otro lado, para establecer un paralelismo entre el Memorial de Cellorigo y el Quijote: Cervantes en su magna novela, al igual que Cellorigo en su excelente Memorial, sería el mejor intérprete del declive de la sociedad española. Es más, Cervantes, a diferencia de algunos arbitristas cortos de miras, que sólo percibieron la crisis a corto plazo (no es el caso de Cellorigo), captó «el naufragio de un mundo y de sus valores» y de esta percepción certera habría surgido, según Vilar, el Quijote como genial tragicomedia (op. cit., pág. 284). Una obra maestra en que Cervantes habría fijado en imágenes el contraste tragicómico entre las superestructuras míticas y la realidad de una sociedad en «declive», gastada por la historia y que ha llevado a la nación al punto más extremo de sus contradicciones económicas, sociales, políticas e ideológicas.

Al servicio de esta concepción general del Quijote y de la construcción de su interpretación pone Vilar su metodología marxista inspirada en el materialismo histórico. De acuerdo con éste, Vilar parte del supuesto de que toda sociedad consta de dos sectores, la infraestructura económica y la supersestructura, y en el seno de ésta última distingue, a su vez, tres pisos o niveles: un primer piso o nivel social; un segundo piso o nivel político; y un tercer nivel, en el que sitúa las ideologías. Siguiendo este esquema escalonado de cuatro estratos, en que la flecha del determinismo causal actúa de abajo arriba, de manera que las presiones económicas del nivel inferior infraestructural actúan sobre el nivel social y las presiones económicas y sociales originadas a partir del estrato infraesctuctural se suman para confluir sobre el nivel político y el ideológico, Vilar nos expone ordenadamente las cuatro vertientes de la crisis aguda o decadencia de la España de 1600 y a la vez su visión del Quijote como reflejo tragicómico de ésta.

En primer lugar, la crisis de España era una crisis económica. Vilar enumera aquí las principales manifestaciones del declive económico de la España de 1600, que es también la España del Quijote: la alta tasa de inflación y sus secuelas, como el aumento de la pobreza y del hambre; el notable descenso demográfico, en gran medida causada por la peste, por la emigración a América y la expulsión de los moriscos; invasión enloquecida de mercancías extranjeras, en detrimento de las manufacturas nacionales; enormes gastos del Estado y generalización de las deudas, incluyendo a los nobles; costumbres suntuarias de los grandes hasta el endeudamiento, &c.

En segundo lugar, la aguda crisis económica va acompañada, a partir de 1609, de una grave crisis social de la nación, que se cifra sobre todo en la expulsión de los moriscos, un hecho del que Cervantes se hace eco en el Quijote y también en el Coloquio de los perros, lo que también nos recuerda Vilar. Dos aspectos hay que destacar de la visión del historiador francés del problema de los moriscos: el primero es que «después de tantas revueltas, represiones, expulsiones y traslados en masa, el peligro de una sublevación era probablemente un mito» (op. cit., pág. 282); el segundo es que la desconfianza hacia el morisco como falso cristiano, por su «mala casta», hicieron de él la «víctima propiciatoria de una época de crisis» (ibid., págs. 282-3).

En tercer lugar, a la crítica situación económica y social corresponde una crisis política igual, sobre todo del aparato del Estado, la cual se manifiesta particularmente, según Vilar, en dos hechos: el bandolerismo catalán, cuya fase más aguda tuvo lugar entre 1605 y 16015 y que también el Quijote registra, como se encarga de recordarnos con la oportuna cita. Lo que al historiador francés le interesa destacar es el fracaso de los representantes del poder central en Cataluña, los virreyes, en resolver el problema. El otro hecho es el de las desavenencias entre Madrid y Barcelona, que Vilar ve como preludio de secesiones futuras. Madrid desconfía de Barcelona y Barcelona critica a Madrid. Los enviados barceloneses a la Corte se quejan del deficiente funcionamiento de ésta, de la lentitud del rey y sus ministros, así como de la entrega de los cortesanos y ministros a fiestas, juegos y a la caza.

Por último, la declinante situación económica, social y política tuvo su repercusión en el terreno ideológico. Muchas conciencias se vieron sacudidas por tan lamentable estado de las cosas y se entregaron a una tarea de análisis y de búsqueda de remedios a los males de España, originando así toda una floración de memoriales, escritos por personas cualificadas o entidades, como técnicos, corporaciones, repúblicos, juristas, clérigos, &c., en los que se quejan del estado de postración económica, social y política de España. Esta floreciente literatura memorialística invita a constatar que la crisis de la nación no era menos intensa en las conciencias que en los hechos. Entre estos españoles clarividentes que se atrevieron a declarar que la decadencia de España estaba ahí descuella la figura de González de Cellorigo. Y por supuesto Cervantes, quien se habría distinguido por dar expresión literaria, en su obra maestra, a las ideas de Cellorigo y otros arbitristas sobre los males de la sociedad española y sus remedios.

A todos los males de España en el orden económico, social y político hay que agregar, según Vilar, el que en cierto modo es su mal principal, que es el carácter feudal de la sociedad española de 1600, un feudalismo que en cierto modo es la raíz de sus demás problemas y de su decadencia. La tesis económicosocial del historiador marxista es que la conquista de América habría tenido un doble efecto, uno benéfico sobre el norte de Europa, y otro perverso sobre España. En cuanto a lo primero, el dinero barato proveniente de América, al instituir un mercado mundial y permitir la acumulación primitiva del capital, habría contribuido a destruir el orden feudal en el norte de Europa y a crear allí una sociedad nueva de tipo burgués, al poner en marcha unas fuerzas productivas y unas relaciones sociales capitalistas. En cuanto a lo segundo, el efecto sobre España del dinero proveniente de América no habría sido el de destruir el feudalismo y crear un nueva sociedad burguesa, sino el de reforzarlo, pues de un lado el dinero procedente de América no sirvió para invertir en actividades productivas, para mejorar las manufacturas nacionales, y ,de otro, se utilizó para financiar las empresas políticas españolas en Europa, como, por ejemplo, en las guerras de Flandes, con lo cual, a la postre, el tesoro americano (como ya hiciera notar Cantillon, a quien oportunamente cita Vilar, y asimismo Cellorigo, a quien también trae a colación y del que asevera que ha penetrado en el corazón del problema mejor que el economista irlandés), no habría servido para enriquecer a España, sino para empobrecerla y sumirla en la miseria. De acuerdo con esto, la riqueza americana no habría sido para los españoles sino lo que Vilar denomina «el espejismo de las Indias» y que Cellorigo formulaba de esta forma paradójica: «Y ansí el no haber dinero, oro ni plata, en España es por haberlo, y el no ser rica es por serlo»

Además, la propia conquista del Nuevo Mundo se realizó, según Vilar, como se hizo la Reconquista, a la manera feudal, esto es, ocupando tierras, reduciendo a los hombres a servidumbre y arramblando los tesoros. Su conclusión es que el imperialismo español se desarrolló como una variedad del feudalismo, no siendo, como él dice parafraseando un conocido título de una obra de Lenin, sino la etapa suprema del feudalismo, el cual sería a la vez la clave de la decadencia española, pues la organización y desarrollo del Imperio católico de Felipe II habría engendrado tal cúmulo de contradicciones económicas, sociales y políticas, como las arriba señaladas, que la habrían conducido a una rápido declive. El resultado final habría sido, según el diagnóstico de Vilar (un diagnóstico inspirado en su lectura de los arbitristas españoles, sobre todo de Cellorigo), a la altura de 1600 (o entre 1598 y 1620) una sociedad económicamente improductiva, socialmente putrefacta y políticamente impotente.

El historiador francés resume su pintura sobre el estado de la sociedad española de 1600 echando mano una vez más de Cellorigo, quien describe aquella España como «una república de hombres encantados que viven fuera del orden natural». Oportuna cita que le permite establecer un paralelismo entre el Memorial de Cellorigo y el Quijote. Pues a estos «hombres encantados que viven fuera del orden natural» Cervantes los va a personificar, según él, en el inmortal personaje de don Quijote, quien se erige así en el símbolo de una sociedad cuyos miembros están encantados, de unos españoles divorciados de la realidad económica y social, que viven de espaldas a ella. Más adelante, dirá Vilar que estos españoles desvinculados de su cruda realidad, y entre ellos incluye tanto a la elite y la Corte como a la masa, «se encantan» con una literatura evasiva o escapista, tal como la serie rosa de la novela pastoril o la serie de los libros de caballerías con su retahíla de aventuras caballerescas, como si no quisiesen saber nada de la aguda crisis de la sociedad española, la cual ha suscitado, sin embargo, un intérprete de talla en la obra maestra cervantina, en la que la historia de don Quijote, en que éste se refugia en un mundo caballeresco que lo aleja de la realidad, expresa en clave simbólica la tendencia de los españoles a huir a un mundo soñado, alimentado por la literatura caballeresca, que lo desvincula de una amarga realidad caracterizada por graves contradicciones económicas, sociales y políticas.

Pero el Quijote ofrece no sólo un cuadro de los males de la sociedad española en los albores del siglo XVII, sino la solución real a los mismos frente a las anacrónicas soluciones de don Quijote. Si para el diagnóstico de los males de España, Vilar se conduce sobre todo por los análisis de Cellorigo, la principal receta de la crisis española la encuentra en otro arbitrista, en Lope de Deza, quien frente al «espejismo de las Indias», la fuente de todos los males para los españoles, según el historiador marxista, propone que éstos se atengan en su búsqueda de oportunidades económicas al recinto peninsular, pues, de acuerdo con Deza, España sólo ha sido verdaderamente floreciente «cuando esta Monarquía se terminaba con sus mares y Pirineos, no teniendo sus naturales a qué aspirar... más que al beneficio de sus tierras y ganados, pescas y demás artificios y granjerías propias suyas».

Pero éste sería precisamente el mensaje del Quijote, conforme a la lectura de Vilar, un mensaje que detecta en el consejo que el ama de don Quijote le espeta a Sancho: «Id a gobernar vuestra casa y a labrar vuestros pegujares, y dejaos de pretender ínsulas ni ínsulos» (II, 2, 561). Un consejo, que, de acuerdo con el autor marxista, Cervantes dirige no sólo a Sancho, sino también a don Quijote, que vive absorbido en la idealización fantasmagórica de las aventuras de sus antepasados, y vía simbólica al conjunto del pueblo español, que espera vanamente ganar algo siguiendo la ambición de sus amos, como lo espera Sancho siguiendo la estela de don Quijote, para que todos, amos y plebeyos, logren el florecimiento económico con la entrega al trabajo, a actividades y empresas productivas que contribuyan a sanear una sociedad española en la que deben triunfar el afán de ahorro y la inversión productiva, y así deje de ser la antítesis de la sociedad burguesa, que es en lo que de momento se ha convertido.

Crítica de la interpretación de Vilar

Hasta aquí ofrecemos un resumen de la interpretación de Vilar, una interpretación más bien programática, pues, al igual que tantos otros, el historiador francés no desciende a medir el rendimiento de la misma probando su fertilidad con el análisis de los episodios de la novela.

1ª. El Quijote no es la conciencia crítica de la aguda crisis de la sociedad española cervantina

Dicho lo anterior, nuestra primera crítica se dirige contra la tesis hermenéutica nuclear de su ensayo, que negamos taxativamente: el Quijote no formula ni de forma simbólica o alegórica ni de forma literal o directa la crisis aguda (o decadencia o declive, o como quiera que se la denomine) de la sociedad española de 1600 o, si se prefiere, entre esta fecha y 1615, fecha de publicación de la segunda parte de la novela. Vilar exagera las dimensiones de la crisis al hablar de una España políticamente impotente; es cierto que aquella España económicamente estaba debilitada, pero políticamente, lejos de ser impotente, era todavía grande y poderosa, pues el Imperio español se mantenía todavía incólume e inspiraba respeto y temor a las potencias enemigas. Pero no queremos entrar en este debate sobre el grado de crisis de la España de comienzos del XVII y sobre las posibilidades reales que había de superarla, pues no hay necesidad de ello para rebatir la tesis de Vilar. No importa cuál fuese la dimensión de la crisis económica, social y política de la sociedad española cervantina, lo cierto es que, como ya hemos argumentado en otros lugares a los que remitimos al lector, el Quijote no se hace eco de semejante crisis, por grave o aguda que fuese, por lo que es puramente gratuita la tesis de Vilar de que la gran novela es una reflexión sobre la crisis española, que no se diferenciaría del ensayo de Cellorigo, salvo en la forma literaria de aproximarse a ésta, ya que el contendido básico sería el mismo, así como el remedio ofrecido a los males de España.

Para empezar, la vertiente económica del declive español carece de reflejo alguno en la obra, en la cual no hay referencia a ninguna de las dificultades o contradicciones de la economía española: no se menciona ni la galopante inflación de aquellos años, ni el adulteramiento de la moneda de vellón, ni las bancarrotas del Estado, ni al aumento de la pobreza y del hambre (en el Quijote no hay pobres absolutos, por debajo del nivel de subsistencia o rozándolo, esto es, pobres miserables o famélicos, sino pobres relativos, como el propio Sancho o el mozo que va a la guerra, a quienes no faltándoles lo menester para vivir, hacen lo posible para mejorar su situación); tampoco, como ya dijimos en su momento, hay referencias al descenso o escasez de población o a enfermedades que influyeron en ella, como la grave peste que asoló Castilla y Andalucía entre 1596 y 1602.

En cuanto a la faceta política de la crisis española, en la novela no existe, como ya comentamos en El Catoblepas del mes de Febrero de 2009, alusión alguna a la supuesta crisis o declive incipiente de España como potencia política. Por el contrario, en la medida en que el Imperio español se refleja en ella, aparece en su momento de apogeo, sin señales de declinación. Ciertamente, Cervantes presta atención al bandolerismo catalán, como no deja de recordarnos Vilar, pero éste queda retratado, no como un fracaso del Estado en su represión, sino como un asunto que ofrece materia para construir una historia romántica sobre un bandolero generoso, como Roque Guinard, y a la vez le permite satirizar a don Quijote como aspirante a héroe caballeresco, al quedar relegado a un segundo plano frente al aventurero real que es Roque Guinard, quien consigue convertir a aquél en espectador pasivo de las acciones del bandolero. Y por supuesto, no se encuentra allí mención alguna, ni indirectamente siquiera, a las supuestas tensiones entre Barcelona y Madrid, como preludio de secesiones futuras.

Por lo que concierne a la dimensión social de la crisis española, es verdad que Cervantes comenta el más importante y grave problema social de aquel tiempo: la expulsión de los moriscos, pero su visión del tema nada tiene que ver con la de Vilar. Es más, son diametralmente opuestas. Mientras el autor francés resta importancia política al problema reduciéndolo a un mero asunto social y presenta a los moriscos como «víctimas propiciatorias de un época de crisis», unos moriscos que no ofrecen riesgo alguno de sublevación (pensar lo contrario sería un mito), Cervantes le concede máxima importancia política y no ve, desde luego, a los moriscos como seres inofensivos, incapaces de rebelarse, ni menos aún como víctimas propiciatorias. Contra lo que han sostenido algunos, como Américo Castro (véase su El pensamiento de Cervantes, págs. 267-76; y Hacia Cervantes, págs. 584 y 632-5), quien haciendo juegos malabares y sometiendo los textos a toda suerte de tergiversaciones, ha llegado a cuestionar que Cervantes defendiese o justificase la expulsión de los moriscos, mantenemos que el ilustre escritor toma partido en pro de la legitimidad de la misma, pues, según su punto de vista, aunque algunos de ellos eran sinceros conversos y leales a España, la mayoría de ellos no lo eran, sino que constituían dentro de la nación una especie de quinta columna peligrosa para su seguridad y subsistencia. Vale la pena reproducir las durísimas palabras que Cervantes pone en boca del morisco Ricote contra sus propios correligionarios o connacionales:

«Me parece que fue de inspiración divina la que movió a su Majestad a poner en efecto tan gallarda resolución , no porque todos fuésemos culpables, que algunos había cristianos firmes y verdaderos, pero eran tan pocos, que no se podían oponer a los que no lo eran, y no era bien criar la sierpe en el seno, teniendo los enemigos dentro de casa. Finalmente, con justa razón fuimos castigados con la pena del destierro.» (II, 54, 963)

Cuestionar la posición firme de Cervantes a favor del destierro invocando una supuesta ironía cervantina al elegir a un morisco como portavoz de su opinión negativa acerca de los de su condición, como hace Américo Castro, o rebajar la posición de Cervantes a un prejuicio contra los falsos cristianos o los de mala casta, que en realidad serían víctimas, como hace Vilar, es algo que no resiste un análisis serio del tema. Tanto uno como otro falsifican la posición de Cervantes y la realidad histórica. No hay ironía alguna en las palabras de Ricote que encubran la tolerancia de Cervantes hacia la minoría morisca. Al poner en boca de un morisco, que se nos presenta como un personaje sensato, la durísima acusación contra la mayoría de los de su nación de que son la «sierpe» en el seno de España y «enemigos» dentro de ella, Cervantes pretende recalcar, para dar mayor fuerza expresiva a su propia posición, que hasta un morisco inteligente y sensato, como Ricote lo es, debería admitir que la resolución de la Corona española de expulsarlos era justa. Todo el discurso de Ricote sobre el tema revela un tono serio y carente de ironía.

¿Por qué Cervantes habría de esconder su posición tras una máscara humorística? Todo el contexto del discurso de Ricote muestra que no hay nada de esto. Este discurso no tiene lugar en el contexto de una aventura quijotesca, sino en el de un casual encuentro entre Sancho, en el camino de regreso de su fracasado gobierno de la ínsula Barataria al castillo ducal, y el morisco Ricote, que resulta ser una paisano suyo, lo que manifiesta el especial interés del narrador en encontrar un hueco en la novela en el que poder explayarse sobre un asunto tan capital. Además, no sólo Ricote reconoce en serio la justicia de la expulsión, sino también Sancho, quien, desde luego, habla sobre ello sin ironía alguna, sino muy en serio. Los moriscos son también, según él, enemigos de España y por eso, cuando Ricote le ofrece una buena recompensa dineraria de doscientos escudos a cambio de su ayuda para sacar un tesoro que tiene enterrado, la rechaza alegando «parecerme traición a mi rey en dar favor a sus enemigos» (II, 54, 965), y esto sin perjuicio de estar dispuesto, no obstante, a no descubrirlo a las autoridades y dejar que prosiga su camino, pues, como antiguo vecino suyo y aun amigo, nada tiene contra él. No hay, pues, razón alguna para dudar de la sinceridad de la opinión de Cervantes.

Está claro que tenía un interés particular en que la opinión pública conociese su posición sobre el tema y para ello no duda en crear una situación que le permita pronunciarse sobre tan grave asunto. Además, no vale la salida fácil del supuesto temor de Cervantes a la represión y de ahí su recurso al encubrimiento irónico. Pues aparte de que no se ve aquí ironía alguna por ningún lado, ni le hacía falta pues la conversación entre Sancho y Ricote nada tiene que ver con la sátira de los libros de caballerías a través de la ridiculización de las aventuras de don Quijote, en la época no pesaba prohibición alguna sobre el tema, sino que había libertad para hablar de ello, como bien se muestra en el debate que hubo sobre la justicia de la expulsión, además de sus posibles consecuencias negativas de orden económico y demográfico (sobre esto el lector puede ver un conciso resumen en Marjorie Grice-Hutchinson, El pensamiento económico en España (1177-1740), Crítica, 1982, pág. 212). En efecto, muchos de los autores de memoriales se pronunciaron sobre ello y, por cierto, salvo unos pocos, la mayoría, como Cervantes, se decantaron a favor de la justicia de la expulsión, sobre bases políticas y religiosas, aun cuando a algunos de ellos no se les ocultaban sus perjudiciales efectos demográficos y económicos, especialmente sobre la agricultura, que, además, en aquel entonces estaba decaída. Así, Sancho de Moncada, a pesar de su temor a la despoblación que algunas regiones españolas podrían sufrir, no duda en calificar, basándose en un argumento del mismo tenor que el de Cervantes, como justa la resolución de expulsar los moriscos por ser enemigos de España (Restauración política de España, Instituto de Estudios Fiscales, 1974, discurso segundo, caps. 1-3 ). Pero hubo otros, que, aunque pocos, consideraron que la expulsión fue un error e incluso adoptaron una posición favorable hacia los moriscos, como fue el caso de Caja de Leruela, quien parece lamentar su pérdida (Restauración de la antigua abundancia de España, Instituto de Estudios Fiscales, 1975, cap. 4, párrafo 2), o el de Fernández Navarrete, quien parece ir más lejos al echar la culpa a la mayoría cristiano-vieja de que los moriscos no abrazasen la religión católica por haberlos despreciado y señalado con el estigma de la infamia de su mala casta o bajo nacimiento, un argumento que viene a repetir Vilar. No obstante, la opinión de Navarrete, lo que no ha sido advertido por Grice-Hutchinson, es vacilante, pues poco antes de afirmar esto, aprueba resueltamente la medida de la expulsión de los moriscos «tan felizmente ejecutada por la gloriosa memoria del santo rey don Felipe II» (Conservación de monarquías y discursos políticos, BAE, vol. 25, discursos 6 y 7)

Por otro lado, la opinión de Cervantes en el Quijote sobre la justicia del destierro concuerda con la visión abiertamente negativa y reprobatoria de los moriscos, que formula en otras obras suyas, como en las Novelas ejemplares, de 1613, o en Persiles y Segismunda, terminado en 1616, aunque publicado póstumamente en 1617. Así, en las primeras, concretamente en El coloquio de los perros, luego de tachar a aquéllos Berganza, entre otras muchas cosas, de «canalla morisca», de falsos cristianos y de gente mezquina, Cipión los acusa de deslealtad a España y pide a las autoridades una solución, que no es difícil adivinar cuál puede ser:

«Buscado se ha remedio para todos los daños que has apuntado...: que bien sé que son más y mayores los que callas que los que cuentas, y hasta ahora no se ha dado con el que conviene; pero celadores prudentísimos tiene nuestra república, que considerando que España cría y tiene en su seno tantas víboras como moriscos, ayudados de Dios hallarán a tanto daño cierta, presta y segura salida.» Novelas ejemplares, II, Cátedra, 1982, pág. 350.

En el Persiles, su testamento literario, se expresa en una línea similar y urge al rey Felipe III, a través de las palabras puestas en boca de un morisco, el jadraque Jarife, cristiano nuevo sincero, a que ponga en ejecución el decreto de expulsión:

«Ven ya, ¡oh venturoso mozo y rey prudente!, y pon en ejecución el gallardo decreto de este destierro, sin que se te oponga el temor que ha de quedar esta tierra desierta y sin gente, y el de que no será bien [desterrar] la que en efeto está en ella bautizada; que, aunque estos sean temores de consideración, el efeto de tan grande obra los hará vanos, mostrando la experiencia, dentro de poco tiempo, que, con los nuevos cristianos viejos que esta tierra se poblare, se volverá a fertilizar y a poner en mucho mejor punto que agora tiene.» Op. cit., libro III, cap. XI, Cátedra, pág. 548.

Más adelante, el jadraque Jarife exhorta al rey y también al duque de Lerma a deshacerse sin miramientos de los de su propia casta:

«¡Ea, mancebo generoso; ea, rey invencible! ¡Atropella, rompe, desbarata todo género de inconvenientes y déjanos a España tersa, limpia y desembarazada desta mi mala casta, que tanto la asombra y la menoscaba! ¡Ea, consejero tan prudente como ilustre, nuevo Atalante del peso de esta monarquía! ¡Ayuda y facilita con tus consejos a esta necesaria trransmigración; llénense estos mares de tus galeras, cargadas del inútil peso de la generación agarena; vayan arrojadas a las contrarias riberas las zarzas, las malezas y las otras yerbas que estorban el crecimiento de la fertilidad y abundancia cristiana! Que si los pocos hebreos que pasaron a Egipto multiplicaron tanto que en su salida se contaron más de seiscientas mil familias, ¿qué se podrá temer de éstos, que son más y viven más holgadamente? No los esquilman las religiones, no los entresacan las Indias, no los quintan las guerras; todos se casan, todos, o los más, engendran, de do se sigue y se infiere que su multiplicación y aumento ha de ser innumerable. ¡Ea, pues, vuelvo a decir, vayan, vayan, señor, y deja la taza de tu reino resplandeciente como el sol y hermosas como el cielo!» Op. cit., págs. 553-554.

Hasta tal punto está convencido Cervantes de lo execrable de la deslealtad y aun enemistad de los moriscos hacia España que no alberga duda alguna de que la mejor salida consiste en liberarse de tan perniciosa casta mediante el destierro, aun al precio de la despoblación, problema, al que, por otra lado, no ve dificultad especial en resolver. De modo parecido a la posición defendida por Sancho de Moncada, el ilustre escritor viene a sostener que las ventajas políticas de la expulsión, al liberarse de un potencial enemigo, superan con creces a cualesquiera desventajas demográficas o económicas.

Cabe preguntarse si la convicción de Cervantes sobre la amenaza que en el orden político y social representaban los moriscos era algo real o probablemente un mito y si, por tanto, la expulsión estaba justificada o no, en cuyo caso, como sostiene Vilar, habría que hablar de ellos como de meras víctimas expiatorias de un tiempo de crisis. La respuesta es que, de acuerdo con los datos historiográficos disponibles, los moriscos representaban un peligro real y que la expulsión, como ha escrito el historiador británico John Elliot, fue, en aquellas circunstancias históricas, «la única solución posible» (La España imperial, Vicens Vives, 1998, pág. 332).

Los moriscos eran una minoría étnica no asimilada, y posiblemente no asimilable, ni en lo religioso ni en lo social ni en lo político, que no había dejado de producir trastornos desde la reconquista de Granada. Vivían en comunidades cerradas y endogámicas («Las moriscas, confiesa Ricote a Sancho, pocas o ninguna vez se mezclaron por amores con cristianos viejos», II, 54, 967), que en algunas regiones, como Valencia, pretendieron organizarse como «la nación de los cristianos nuevos de moros del reino de Valencia». Pero el problema no era sólo de política interior, sino también exterior. Hay dictámenes del Consejo de Estado en los que se advierte de la peligrosidad de la comunidad morisca, que podría actuar como una quinta columna de potencias enemigas, especialmente en Valencia, ante el recrudecimiento de las incursiones de la piratería turca y berberisca o un eventual desembarco turco, y en Aragón, ante la eventualidad de una invasión francesa por los Pirineos aragoneses; sin duda estos dictámenes debieron pesar mucho en la resolución final de la Corona. Está atestiguado que tendieron lazos con los berberiscos del norte de África, con Venecia y con Francia, todos ellos enemigos de España en aquel entonces.

Especialmente grave fue el caso de Francia, por ser en ese momento su principal enemigo, y que desde tiempo atrás había intentado apoyar a los moriscos contra aquélla. Según Sánchez Albornoz, Enrique IV llegó a organizar una sublevación general de los moriscos, plan en el que contó con el asesoramiento de Antonio Pérez, quien reprochaba a los flamencos el no ayudar a Francia en esta operación (Españoles ante la historia, pág. 15; véase también el historiador francés Jean-Frédéric Schaub, «La Monarquía hispana en el sistema europeo de Estados», en España en tiempos del Quijote, edit. por Antonio Feros y Juan Gelabert, Taurus, 2005, pág. 100, donde asimismo se habla del plan de Enrique IV para ayudar a los moriscos aragoneses a sublevarse contra su rey). El descubrimiento de relaciones secretas entre los moriscos aragoneses y el gobernador francés del Bearn no hizo sino aumentar los temores a una sublevación morisca, pues ello ocurría además en una época en que el peligro turco se cernía sobre las costas del Levante español. Recuérdese que en el propio Quijote, en el primer capítulo de la segunda parte, Cervantes se hace eco de este peligro, cuando don Quijote comenta con sus amigos las medidas que la Corona ha tomado en las costas de las posesiones españolas en Italia para hacerle frente.

En suma, el Quijote refleja el problema morisco con más verismo que la propia posición de Vilar. Pero esto no respalda su interpretación, no obstante, de la novela como un fresco sobre la grave crisis española, pues precisamente Cervantes presenta la expulsión como una excelente solución política a lo que podría haberse convertido en un auténtico cáncer social y político de no haber tomado la Corona tan providencial, «gallarda» y «heroica» resolución, al decir del alcalaíno. Contra Vilar, no se refleja aquí un fracaso de España, sino un éxito clamoroso, según la visión de Cervantes, en el orden social y político, que, lejos de mostrarnos una España políticamente impotente y socialmente en crisis, sabe hacer frente y resolver solventemente uno de sus más graves problemas que venía arrastrando desde la reconquista de Granada.

2ª. El Quijote no es una sátira alegórica de una sociedad feudal agonizante

En cuanto a la concepción de Vilar del Quijote como una crítica alegórica de una sociedad feudal agonizante y de don Quijote como un símbolo de ésta, tesis que entronca con la interpretación de Hegel y Marx, tampoco resiste un análisis serio de la obra. Para empezar, el historiador marxista empieza reconociendo que Fernando el Católico, en quien ve la encarnación del príncipe de Maquiavelo, instauró el Estado moderno (op. cit., pág. 285) y luego pasa a retratar la España de 1600 a 1615 como una sociedad feudal en declive (op. cit., pág. 386-7), bien es cierto que admite la existencia de una naciente burguesía en Castilla, inversora en el sentido capitalista entre 1480 y 1550, pero a partir de esta fecha sus «fuerzas productivas» –tierras, hombres e innovaciones técnicas– en el terreno agrícola tropezaron muy pronto con la ley de rendimientos decrecientes en las mesetas de Castilla, lo que trajo consigo una baja producción y grandes altibajos en precios y salarios, y finalmente desarrollo del parasitismo, muerte del espíritu de empresa y miseria. Pero el fracaso en la constitución de una clase burguesa emprendedora no pudo impedir ya el que el Imperio católico de los Austrias se organizase al modo feudal, un feudalismo que en la Castilla de 1600 entra en agonía.

Ahora bien, hablar de España como un Estado moderno y a la vez como un Imperio feudal resulta contradictorio, a no ser que Vilar nos dé una explicación de cómo un Estado moderno con los Reyes Católicos termina siendo un Estado feudal, una explicación que desde luego no nos da. Parece que, como señalamos más arriba, lo que quiere decir es que la conquista del Nuevo Mundo se hizo a la manera feudal, como se hizo la Reconquista hispana. Pero aun admitiendo esto, ello no justifica hablar de un Imperio feudal, pues, aun cuando lo fuera en su génesis, no lo fue en la configuración política y administrativa que se le imprimió.

En cuanto a la sociedad española no era más feudal de lo que lo era la de otros países europeos. Su organización social obedecía básicamente al patrón del esquema tripartito de la sociedad estamental, en la cual el estamento noble constituía, sin duda, su base rectora, pero ¿acaso no sucedía lo mismo en Francia e Inglaterra? Ciertamente, en algunos países europeos, como los citados, había un sector burgués más desarrollado, pero, no por ser burgués, dejaba de pertenecer al estamento llano.

En cualquier caso, en relación con la interpretación del Quijote, da igual que la España de 1600 fuera una sociedad política y socialmente feudal, pues ni don Quijote es un símbolo del feudalismo ni la novela una crítica del mismo. Lo que Cervantes pretende es derruir los libros de caballerías, no hacernos ver la crisis de la sociedad española como sociedad feudal en descomposición. Para que ello fuese así don Quijote tendría que ser un símbolo de la sociedad española de 1600, pero los sueños caballerescos del hidalgo lo que evocan es un mundo feudal verdaderamente medieval muy anterior e intensamente idealizado. ¿Quiero esto decir que en la novela se satiriza el orden feudal medieval del que es portador don Quijote, según se evoca en los libros de caballerías, en vez del orden supuestamente feudal de 1600? Pues tampoco. Tanto lo uno como lo otro es indiferente para los planes literarios de Cervantes. Lo que el ilustre escritor pretende es denunciar, entre otras cosas, la inverosimilitud de las aventuras caballerescas ridiculizándolas, no las contradicciones o dificultades del mundo feudal, que es sólo el trasfondo social y político de las mismas, tanto si ese mundo feudal es el recreado en los libros de caballerías como si es el supuesto mundo feudal español de 1600.

Pongamos un ejemplo para que se vea cómo el objetivo de Cervantes es contrastar cómicamente los proyectos caballerescos de don Quijote con la realidad cotidiana coetánea y no someter a crítica la sociedad española como sociedad feudal. En la primera parte se utiliza varias veces un elemento de la España de aquel entonces como Estado moderno, y no feudal, cual es la institución de la Santa Hermandad, especie de policía rural, para ridiculizar las ínfulas de don Quijote como sedicente caballero andante. Aquí tenemos un buen contraejemplo contra la interpretación de Vilar. Los cuadrilleros de la Santa Hermandad representan la policía del Estado moderno; don Quijote, en cambio, como sedicente caballero andante, pretende ser una especie de policía rural a la manera medieval. Evidentemente, Cervantes no somete a crítica la policía rural creada por los Reyes Católicos, ni tampoco el hecho de que en la Edad Media los caballeros ejerciesen, entre otras funciones, las de policías o guardias rurales, sino el intento de don Quijote de realizar aventuras similares a las fantásticas e inverosímiles leídas por él en los libros de caballerías, y para el caso da igual que las intervenciones policiales se hagan a la manera medieval o a la manera moderna de la guardia rural de los Reyes Católicos. Eso sí, realizar intervenciones policiales a la manera caballeresca medieval de don Quijote en un contexto moderno en que esa función la desempeña una guardia especializada resulta extravagante y risible. Pero ¿quién es el que representa lo feudal en los conflictos entre el sedicente caballero andante manchego y los cuadrilleros? No la España de Felipe III, que, como cabeza de un Estado moderno, no feudal, disponía de una policía rural para mantener la seguridad en las zonas rurales, sino don Quijote, que es el que persiste en querer actuar a la manera feudal de los libros de caballerías. Quien pretende establecer el orden a la manera de un caballero medieval no puede ser el símbolo de una sociedad española en que este problema se resuelve a la manera moderna con un cuerpo de guardia rural especializado.

3ª. Don Quijote no es el símbolo de una sociedad encantada que prefiere soñar en vez de encarar la dura realidad

Hemos visto que Vilar, siguiendo una idea de Cellorigo, interpreta a don Quijote como encarnación alegórica de una sociedad encantada que vive fuera del orden natural, esto es, de una sociedad que vive en un sueño, desvinculada de una realidad sujeta a graves contradicciones económicas, sociales y políticas. Ahora bien, ni tal es el diagnóstico de Cellorigo, ni don Quijote personifica a una sociedad que prefiere soñar en vez de hacer frente a la realidad. En cuanto a lo primero, el historiador francés malentiende la frase del célebre economista arbitrista. Cuando escribe que los reinos de España son como «una república de hombres encantados que viven fuera de orden natural», no quiere decir que los españoles prefieran echarse a soñar a la manera de don Quijote o de otras formas, sino que no afrontan las realidades económicas de acuerdo con los principios sociales y morales de la ley natural, de acuerdo con los cuales ha de conformarse una sociedad bien conformada y su tejido económico. Una de esas leyes naturales referidas al buen orden social es aquella según la cual una sociedad bien compuesta y armoniosa es una en la que la clase media es tan amplia, poderosa y entregada al trabajo que equilibra a los extremos de los ricos y los pobres, y una sociedad así organizada será estable y próspera, ideas, por cierto, de raigambre aristotélica.

Y entre las leyes naturales a la vez éticas, pues de ellas depende la preservación de la vida del individuo como tal, y morales, pues su cumplimiento contribuye al sostén y prosperidad de la sociedad como un todo, el clérigo riojano pone hincapié especialmente en la ley natural que nos impulsa y enseña a trabajar como fuente de subsistencia y de creación de riqueza; en la que nos enseña a no poner la riqueza en el dinero, en el oro o en la plata; y por último, en la que nos enseña que la riqueza proviene de la industria, mediante la cual se adquiere. Una sociedad que no acata estas leyes, como creía Cellorigo que sucedía en la España del cambio de siglo del XVI al XVII, en la que se incrementaban los extremos de ricos y pobres, disminuía el sector de los medianos, y bastantes españoles querían vivir como rentistas ociosos en vez de invertir sus rentas en actividades productivas, como la industria y la agricultura, está condenada a la declinación, debido a que en ella se ha pervertido el orden natural. Por ello el principal mal y daño de los estados de España, escribe el jurista riojano:

«Es muy cierto que procede de menospreciar las leyes naturales, que nos enseñan a trabajar, y que de poner la riqueza en el oro y la plata, y dejar de seguir la verdadera y cierta, que proviene y se adquiere por la natural y artificial industria, ha venido nuestra República a decaer tanto de su florido estado.» Memorial..., Instituto de Estudios Fiscales, 1991, pág. 12.

Obvio es que él estaba convencido de que los males económicos de España no eran invencibles, de que la declinación podía detenerse y de que si se aplicaba el remedio oportuno, el resurgimiento de la nación estaba al alcance e incluso restaurarla en su perdido estado de florecimiento. El remedio no era otro que el de volver a acatar el orden natural, lo que entraña el aprecio del trabajo, la inversión en actividades productivas, esto es, el fomento de la industrialización y de la agricultura, y el desarrollo de una amplia clase media laboriosa y emprendedora.

Es evidente que todo esto nada tiene que ver con el Quijote, ni con el protagonista ni con los demás personajes o con el mundo social que allí se nos pinta. El encantamiento de don Quijote es bien distinto del que el jurista riojano atribuye a muchos españoles de su tiempo: el encantamiento del ingenioso hidalgo no tiene su raíz en vivir de espaldas a la leyes naturales sobre las que se cimenta el correcto funcionamiento económico y social, sino en un extravío psíquico causado por un intoxicación literaria. Su divorcio del entorno social y aun abandono de sus habituales actividades en su hacienda para entregarse a sus ensoñaciones caballerescas arrancan de la locura que se ha apoderado de él. Por otro lado, si echamos un vistazo al mundo social que recrea Cervantes con las gentes que lo pueblan, se observará que tampoco el narrador ha querido presentarnos un cuadro social de hombres encantados por despreciar el trabajo o huir de él para vivir de rentistas ociosos o como vagabundos. La inmensa mayoría de los tipos humanos con que nos cruzamos en las diversas rutas de la pareja inmortal son tipos volcados en su trabajo y alejados de la inactividad y que nos ofrecen un friso de todos los sectores económicos y demás actividades de la España de comienzos del XVII, de la agricultura, de la ganadería, de la industria, del comercio, de los servicios, &c.

En efecto, ante la pareja inmortal desfilan barberos, venteros, arrieros y mozos de mulas, carreteros, labradores, cabreros, pastores que conducen sus rebaños por los caminos de la Mancha, clérigos, criados y sirvientes de toda especie (mayordomos, maestresalas, escuderos, mozos, pajes, lacayos, doncellas, dueñas); mercaderes toledanos que viajan para comprar seda en Murcia, que era la principal región productora de seda de aquella época en España y tampoco se olvide que Toledo contaba con una de las más importantes industrias textiles del país y que también era un importante foco comercial, faceta de la ciudad imperial a la que asimismo se refiere Cervantes con la alusión al mercado habido en la Alcaná de Toledo, donde concurrían comerciantes de toda laya, muchos de ellos moros o judíos conversos y donde justamente encuentra a la venta el fingido manuscrito del Quijote, escrito por el historiador arábigo Cide Hamete Benegeli, a cuya compra por poco no se le anticipa un sedero, lo que nos evoca de nuevo a Toledo como sede de una importante industria y comercio de la seda; gentes que se dirigen a Sevilla para embarcarse para las Indias, como la dama vizcaína o el oidor, lo que nos evoca una ciudad que se había erigido como la sede desde la que se dirigía el tráfico con América con sus extraordinarias repercusiones económicas; trabajadores industriales, como fabricantes segovianos de paños («cuatro perailes de Segovia»), lo que nos remite a una ciudad que era otro de los más importantes centros de la industria textil lanera, además de Cuenca, la calidad de cuyos paños Cervantes ensalza por encima de los de Segovia (II, 33); fabricantes de agujas («tres agujerosos del Potro de Córdoba»), representantes, como los anteriores, del incipiente proletariado urbano de aquel entonces; vecinos de uno de los barrios sevillanos más activos que atraía una gran concurrencia a su feria o mercado («dos vecinos de la Heria de Sevilla), lo que nuevamente nos traslada a una urbe, que se había transformado, gracias al comercio con América, en la principal ciudad mercantil española; personajes que han huido de sus lugares de origen a otras regiones en pos de mejores medios de vida, como Maritones, asturiana, que ha encontrado trabajo en la posada manchega de Juan Palomeque, o doña Rodríguez, también asturiana, que sirve a los Duques aragoneses, o el cautivo, leonés de la montaña, que ha hecho carrera militar habiendo alcanzado el grado de capitán; soldados, estudiantes, bachilleres, licenciados, titiriteros, cómicos; molineros, como los de la azeña del río Ebro, y pescadores de este río; ganaderos que guían sus ganados a la feria, como los de la aventura «cerdosa» de don Quijote, o para celebrar festejos en algún pueblo, como el de toros bravos que pisotean al hidalgo; los empleados de la imprenta de Barcelona que visita don Quijote; incluso extranjeros que se han buscado la vida en España, como el lacayo Tosilos, de origen gascón.

Sobre este cuadro socioeconómico debemos hacer tres observaciones. La primera es que en el Quijote no hay vagabundos, pero sí referencias a pícaros, como el ventero que burlescamente arma caballero a don Quijote, un hombre con un pasado de ladrón y maleante que había concurrido a los lugares de reunión de pícaros y fugitivos de la justicia, como la playa de Sanlúcar. La segunda es que nos traza una imagen de una sociedad activa, donde cada uno está en su trabajo, pendiente de su medio de sustento, o intentando cambiarlo por otro mejor, como el mozo que, descontento como sirviente, piensa enrolarse como soldado, o en la busca de mejores oportunidades, como el hermano mediano del cautivo, que se marcha a hacer las Américas como comerciante. En tercer lugar, es importante resaltar que, aun cuando hay personajes pertenecientes a casi todos los sectores productivos de la economía española, no se discuten ni se dejan traslucir los problemas por los que atravesaba, en mayor o en menor medida, cada uno de aquéllos. Cervantes guarda silencio sobre los diversos síntomas de la aguda crisis de la economía española, quizás porque no lo ha estimado relevante en función de sus objetivos literarios.

Ahora bien, si don Quijote no puede ser la personificación de una sociedad encantada que prefiere soñar, entre otras cosas, en aventuras andantescas, tampoco esta imagen de una sociedad activa y laboriosa que acabamos de esbozar puede ser un símbolo de esa sociedad encantada, soñadora, que nos pinta Vilar como el retrato de la España cervantina. Los personajes del Quijote tienen un tiempo para el trabajo y otro para el sueño; así, según el ventero Juan Palomeque, los segadores se entretienen escuchando lecturas de libros de caballerías en sus horas de descanso; y en su venta muchos huéspedes hacen lo mismo, antes de seguir su camino. Y así sucede en la vida real donde, salvo para Vilar, no hay contradicción alguna entre la preocupación por los problemas, incluidos los graves por los que atravesaba la España cervantina, y el soñar a través de la lectura de libros de caballerías o cualquier otra forma de entretenimiento. Los libros de caballerías pueden ser ocasión para el escapismo o, por el contrario, un estímulo para volver con más bríos, luego de un buen deleite, al trabajo diario y a la inquietud por los problemas de la nación. Pensar, por tanto, como hace Vilar, que el interés por los libros de caballerías es un síntoma del encantamiento de la sociedad española, que prefería evadirse con sueños andantescos, como don Quijote, en vez de reflexionar sobre los males de España no es sino un prejuicio suyo.

Si la lectura de libros de caballerías, como literatura escapista, apunta a una sociedad, cuya Corte, elite y masa preferían soñar y darle la espalda a una realidad inquietante, ¿cómo se explica que este género llegase a su apogeo literario y mayor éxito entre el público en el reinado de los Reyes Católicos y a lo largo de la primera mitad del siglo XVI, justo en la fase de mayor expansión imperial? ¿También entonces los españoles estaban encantados? Las cumbres del género, el Amadís, tal como lo conocemos hoy según la refundición de Montalvo, y el Tirante se editaron en los años de gloria de los Reyes Católicos, en la última década del siglo XV; y la tercera cumbre del género caballeresco, el Palmerín de Inglaterra, en pleno reinado de Carlos I, en el que continuó la expansión del Imperio. Por cierto, el Amadís obtuvo un gran éxito editorial en el extranjero, siendo traducido al francés, al inglés, al italiano, al alemán, al holandés e incluso al hebreo; parecido fue el éxito del Palmerín, que se tradujo a toda las lenguas citadas, a excepción del hebreo.

¿También el público extranjero estaba encantado y prefería soñar? Pero, si la tesis de Vilar fuera cierta, los más encantados de todos, junto a los españoles, debieron de ser los franceses, pues en Francia se reeditó muchas veces a lo largo del siglo XVI. No poco encantados debieron de estar los italianos, donde el éxito de la literatura caballeresca española fue tal, que una de las novelas de la saga de los Palmerines, el quinto libro de título Flortir, pudo escribirse originalmente en italiano, pues de esta obra sólo conocemos versiones en esta lengua y ninguna en español. Otro tanto cabría decir del encantamiento de los portugueses, pues allí tuvo tal impacto el género caballeresco español que en lengua portuguesa se escribió precisamente el Palmerín de Inglaterra por Francisco de Moraes en 1545 y publicado en español en 1547-8, y en esta misma lengua se redactaron continuaciones que ampliaron el ciclo de los Palmerines.

Pero aún hay más: si, como sugiere Vilar, este tipo de lecturas evasivas corresponde a una época de crisis, ¿por qué precisamente a partir de fines del siglo XVI desciende notablemente el interés por el género caballeresco, cuando justamente la crisis de la sociedad española, según Vilar, se estaba agudizando? Pero, de acuerdo con su tesis, justamente entonces, cuando la crisis era mayor es cuando el éxito de los libros de caballerías debería de haber alcanzado su pico más alto, para poder proveer alivio a un público soñador cada vez mayor y más hambriento de un producto que alimentase sus ansias de evasión hacia un mundo imaginario lo más alejado posible de los desvelos que les generaba la desazonante situación de la nación.

Ahora bien, no se trata sólo de que se pueda hacer concordar el interés por la literatura caballeresca y la preocupación por la difícil situación del país, ni de que esta clase de lecturas no tiene por qué ser un síntoma de evasión ante un estado de crisis, sino que tampoco es cierto que, como Vilar afirma, la Corte, la elite y la masa viviesen «encantados» en un mundo de ensoñación caballeresca al margen de la realidad. El rey y sus ministros, sin que se lo estorbase el engancharse con la serie de aventuras caballerescas en su tiempo de ocio, estaban perfectamente informados de lo que sucedía a través de sus órganos consultivos, como el Consejo de Estado, el Consejo Real o de Castilla o el de Hacienda, y eran plenamente conscientes de la gravedad del estado de la nación; otra cosa es el acierto o desacierto de las medidas tomadas para encarar la crisis. Es más, si lo estimaban conveniente, no dudaban los reyes encargar estudios a personas cualificadas o a comisiones o juntas sobre asuntos vitales sobre los que urgía un buen conocimiento para adoptar medida acertadas. Precisamente el propio Memorial económico de 1600 de Cellorigo tiene su origen, según nos confiesa él mismo, en un encargo personal de Felipe II, luego de quedar impresionado por el memorial sobre los moriscos que había publicado en 1597, pero, como entretanto murió el rey, el trabajo se lo acabó dedicando a su hijo Felipe III.

El Memorial sobre las fábricas de Toledo de 1620 de Damián de Olivares tiene un origen parecido, un encargo de la Junta nombrada por Felipe III para averiguar las causas de la decadencia de la industria española. Además, la existencia de una copiosa literatura memorialística, que el propio Vilar reconoce al hablar de una «floración de memoriales» e incluso de «la manía de los memoriales o ‘arbitrismo’», una literatura que tenía su público, dedicada a estudiar los problemas de toda índole de la España de 1600 y a ofrecer sus remedios, revela que había una elite intelectual, consciente de la situación de crisis, apegada a la realidad, muy lejos, pues, de estar «encantada». Hasta el propio Cervantes se hace eco de la existencia de esta literatura arbitrista, en el Coloquio de los perros y en el Quijote, bien es cierto que para satirizarla. En cuanto a la masa de la nación tampoco estaba «encantada», al menos una parte importante de ella, la representada en las Cortes de Castilla por los procuradores de las ciudades; las actas de estas Cortes, tanto las correspondientes al final del reinado de Felipe II como al de su sucesor, manifiestan las protestas y malestar de los procuradores, que representaban los intereses de importantes sectores sociales, sobre la mala marcha de la economía y sobre los costosos gastos de las guerras en el exterior. Es más, como el propio Vilar admite, esta «manía» de memoriales fue tan poderosa que por las calles circulaban papeles en pliego o «tubos», como los llamaban entonces, que se vendían en las esquinas a un real y, aunque sin duda estos papeles distribuidos entre todo tipo de gentes no sean comparables con las quejas, pensamientos y recetas de personas o corporaciones cualificadas, sirven, al menos, para medir la enorme difusión en amplios sectores sociales de las ideas sobre los graves problemas de toda índole por los que atravesaba la sociedad española. No deja de ser, pues, contradictoria la posición de Vilar al hablar, por un lado, de la manía de memoriales, hasta en forma de «tubo», y la floración de una literatura de queja y protesta de honda proyección social y, al mismo tiempo, describirnos la sociedad española como una sociedad encantada por culpa de la literatura de evasión (novela de caballerías, pastoril, &c.).

4ª. No hubo un espejismo de las Indias, según Cervantes, que fuera la causa de los grandes males de la España de 1600

Hemos visto que la raíz final de los grandes males de aquella España, según el historiador marxista, provino de las expectativas ilusorias que los españoles depositaron en los beneficios que el Nuevo Mundo les podría reportar: «Ciertamente, todo tiene su origen en el espejismo de las Indias», afirma (ibid., pág. 290), tesis nada original, que ya circulaba en aquel entonces entre algunos de los arbitristas, como Sancho de Moncada, quien en su célebre memorial Restauración política de España publicado en 1619 escribió que «las Indias trajeron a España la raíz de todos sus daños» (op. cit., pág. 143) y el propio Cellorigo, aunque no llega a hacer una afirmación tan categórica, no deja de insinuar que el desvarío que afectaba a sus compatriotas al depositar la riqueza en los metales preciosos cabe imputarlo al tesoro americano que incesantemente llegaba a Sevilla.

Sea lo que sea de este asunto desde el punto de vista histórico-económico, lo cierto es que Cervantes, y esto es lo que aquí nos importa ahora, no lo veía así en el Quijote. Por el contrario, para el alcalaíno las Indias, según el pensamiento que deja traslucir en la novela, no constituyen espejismo alguno. Como vimos en El Catoblepas de Febrero de 2009, amén de elogiar su conquista, nos trasmite una imagen de América como tierra de promisión y de riqueza no sólo por los metales preciosos extraídos de sus minas, como las de Potosí, sino por ofrecer a los españoles necesitados, o con afán de mejorar, oportunidades de empleo y de lograr un buen porvenir en cualesquiera otros sectores económicos, sea ocupando algún cargo en la administración del Imperio, como el marido de la dama vizcaína o el hermano pequeño del Cautivo, o dedicándose al comercio, como el hermano mediano, o trabajando en alguna actividad, no se nos dice cuál, que permite labrarse una fortuna, como le sucede a un pariente del cura Pero Pérez. La importancia de América para los españoles se trasluce en una frase que Cervantes pone en boca de Ricote, en la que se afirma que los santuarios españoles son para los católicos alemanes como las Indias (II, 54).

5ª. El Quijote no propone una moraleja de regeneración económica

Y como las Indias no son un espejismo, según su percepción, tampoco se preocupa por proponer a sus compatriotas de entonces una receta para erradicar el maleficio de semejante espejismo, tal como le imputa Vilar. Una receta que consistiría en que los españoles, a la manera del derrotado don Quijote y su escudero que regresan a su hogar para ocuparse de sus haciendas, vuelvan a casa y se centren en el proyecto de hacer florecer la economía española dentro de los límites del recinto peninsular e islas adyacentes, cabe suponer, según el consejo de Lope de Deza, que sería el mismo que el ama le da a Sancho y con él a don Quijote y a todo el pueblo español, de que se dedique a su heredad y a la labranza y se olvide de pretender ínsulas o ínsulos, que es el mal que, al parecer, aquejaba a sus compatriotas.

Pero este mensaje de cariz básicamente económico que Vilar nos propone como el mensaje final regeneracionista del Quijote para aquella España es una pura ocurrencia suya, basada en una burda tergiversación del texto cervantino. Pretende dar un sentido simbólico a una frase cuyo sentido directo es harto diferente. El contexto en que se inscribe el consejo que el ama le da a Sancho no da pie alguno para ver en él un sentido alegórico. Sencillamente, el ama y la sobrina están preocupadas por los derroteros de la locura de don Quijote y por su cura. En esta situación la llegada de Sancho para ver a su amo, a ellas les resulta perturbador, pues están convencidas de que puede avivar su demencia e inducirle a volver a las andadas. De hecho el ama cree erróneamente que es Sancho el que aparta a don Quijote del buen camino y el responsable de haberlo hecho salir la vez anterior. Por eso nada más verlo ante la puerta, ella, junto con la sobrina, al tiempo que le impiden entrar, le reprochan su mala influencia sobre su amo, pues «destrae y sonsoca a mi señor y le lleva por esos andurriales», le termina espetando el ama (II, 2, 561) y le pide que se vuelva a su casa y deje en paz a don Quijote. Sancho, sintiéndose ofendido, se defiende alegando que no es él sino su amo quien lo ha sacado de su casa y lo ha llevado por esos mundos con engañifas, como la promesa de una ínsula para gobernar. Naturalmente, al ama no hay quien le quite de la cabeza el influjo maléfico que el criado ejerce sobre su señor, por lo que se mantiene en sus trece bloqueándole la entrada en la casa, ni tampoco sabe muy bien lo que es una ínsula, pero sí intuye que lo de las ínsulas entraña que la pareja vuelva a salir por esos andurriales, razón por la cual, pensando en la salud de su señor, concluye recomendándole a Sancho que se vaya a gobernar su casa y a labrar sus fincas y se olvide de las ínsulas o ínsulos.

El cura y el barbero, que desde dentro, están oyendo el coloquio de los tres, se divierten por lo que la escena tiene de cómica, pero don Quijote, que también lo está oyendo, les ordena al ama y a la sobrina que le dejen entrar, y lo primero que hará es recriminar a Sancho que le acuse a él de haberlo sacado de su casa, pues, de acuerdo con su visión (y esto es ya un síntoma más del desvarío del hidalgo), ambos son igualmente responsables de la segunda salida: «Juntos salimos, juntos fuimos y juntos peregrinamos» (II, 2, 562). En fin, como bien se ve, todo esto no tiene más que un sentido puramente paródico de las andanzas de los héroes caballerescos a través de la ridiculización de dos personajes que se figuran ser lo que no son, caballero andante el uno y escudero el otro, a quienes anima el pensamiento disparatado, como sospechan el cura y el barbero tras su entrevista con don Quijote, de salir otra vez a buscar aventuras. Por eso cuando ven entrar a Sancho y se despiden del amigo desquiciado, nos informa el narrador que el cura y el barbero desesperaron de su salud «viendo cuán presto estaba en sus desvariados pensamientos y cuán embebido en la simplicidad de sus malandantes caballerías» (ibid.). El comentario que al barbero le sugieren tanto el coloquio de Sancho con el ama y la sobrina como la visita de éste a don Quijote difícilmente puede ser más indicativa del propósito paródico que anima al narrador: «No me maravillo tanto de la locura del caballero como de la simplicidad del escudero, que tan creído tiene aquello de la ínsula, que creo que no se lo sacarán del casco cuantos desengaños pueden imaginarse» (ibid.), a lo que el cura asiente añadiendo: «Veremos en lo que para esta máquina de disparates de tal caballero y de tal escudero, que parece que los forjaron a los dos en una misma turquesa y que las locuras del señor sin las necedades del criado no valían un ardite» (ibid.).

Por último, es menester poner de relieve que la moraleja económica que Vilar saca como mensaje final de la novela no cuadra con su concepción de ésta como una fijación en imágenes de la crisis española de 1600 en todos los órdenes. Si esto fuera así, ¿por qué Cervantes ha omitido completar la moraleja refiriéndose a la dimensión social y política de la crisis y se ha centrado sólo en su dimensión económica, cuando sorprendentemente, sin embargo, no trata ni menciona siquiera ninguno de los problemas económicos de la época, mientras que sí aborda algunos de los principales conflictos sociales? Queriendo o no queriendo, Vilar nos retrata a un Cervantes que parece una especie de marxista avant la lettre que, al igual que el historiador francés, debió de pensar que la clave está en la economía y, que saneada ésta, su efecto benéfico se transmitiría a la estructura social y política y finalmente a la superestructura ideológica. Si es así, ¿para qué iba a molestarse el alcalaíno en ofrecer un mensaje final con una componente adicional de índole social y política? Con la receta económica a los males de la sociedad española ya es bastante.

Conclusión

En resumen, la historia de don Quijote no es una historia eminentemente simbólica cuyo mensaje oculto se cifre en una crítica de la declinante sociedad española como encarnación de un feudalismo en descomposición, de una sociedad que ante la crisis profunda que está experimentando en todos los órdenes prefiere soñar refugiándose en un mundo encantado o de ensueño en vez de plantarle cara. Hemos visto que no es así. Ahora bien, esto no quiere decir que el Quijote no contenga una dimensión social y política. La tiene, pero los aspectos sociales y políticos se reflejan en la novela de forma directa o literal, no alegórica, y selectivamente, esto es, a la manera de Cervantes, según sus intereses literarios, y no según a Vilar le gustaría que lo hiciese. El espejo de Cervantes funciona como si portase filtros y no como un registro fotográfico.

Hemos visto que cuando Cervantes quiere pronunciarse sobre grandes problemas sociales o políticos o recrearlos, integrándolos en el tejido literario de la obra, no duda en hacerlo sin necesidad de esconderse detrás de simbolismos. Se pronuncia abierta y directamente sobre el decreto de expulsión de los moriscos expresando su aprobación y presentándolo como un éxito político del gobierno de Felipe III, pero el tratamiento de este asunto se inserta en el contexto literario de la ridiculización de las ínfulas escuderiles de Sancho, quien en el momento de encontrarse con Ricote va de regreso al castillo ducal, después de la burla de su gobierno en Barataria, para someterlo a una nueva burla, la de la caída en una sima, de donde lo rescatará don Quijote. Igualmente recrea a su manera el grave problema del bandorerismo catalán, pero al tiempo que opera así lo utiliza para satirizar las ínfulas caballerescas de don Quijote, al ofrecernos el contraste entre un sedicente caballero andante que se dedica a imitar modelos literarios y un personaje real, Roque Guinard, que logra dejar al hidalgo manchego en segundo plano y que, a diferencia de don Quijote, sí que reúne cualidades para ser un auténtico paladín de los desvalidos, si en vez de vivir como bandolero le diese por defender a los débiles.

 

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