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El Catoblepas, número 87, mayo 2009
  El Catoblepasnúmero 87 • mayo 2009 • página 4
Los días terrenales

La inocencia de la ignorancia

Ismael Carvallo Robledo

Se analizan algunas expresiones políticas
de Pensamiento Alicia en México

«Es imposible entenderse sobre todo con quienes pretenden mantener ideas racionales y progresistas. La ministra de Igualdad, por ejemplo, dice que su postura no es religiosa y que el debate [sobre el aborto] se debe plantear en términos civiles y racionales. Pues no sabe lo que dice. Tiene la inocencia de la ignorancia.» Gustavo Bueno

«Spinoza nos dice que la ignorancia no es argumento. Si cada uno quisiese eliminar en los antiguos los pasajes que no comprende ¡Qué pronto se llegaría a la tabula rasa!» Karl Marx, Tesis doctoral: diferencia entre la filosofía de la naturaleza de Demócrito y Epicuro.

I

Una de las más irritantes características de los sistemas de democracias homologadas del presente que, según un muy particular consenso dado entre politólogos, analistas, ideólogos y periodistas, han venido a situarse a lo largo de los últimos 20 años –fundamentalmente a partir de la caída de la Unión Soviética– como el canon universal hacia el que tendría que estarse dirigiendo la humanidad entera y cuya consumación práctica ha de ser, y de hecho es considerada, según este consenso, como la prueba suprema y sublime para que una sociedad política pueda ser tenida como una sociedad moderna, ilustrada, avanzada, libre y civilizada (“Piensa Alicia: La transformación de las sociedades despóticas en sociedades democráticas ha permitido a los hombres alcanzar la libertad y la igualdad como personas, sujetos de derechos civiles y políticos.”{1}), consiste en el hecho de que el momento en el que supuestamente, según este consenso y esta ideología, ese sistema democrático encuentra su momento de verdad, su momento cumbre, su verificación fáctica, su prueba de fuego (pues es el momento de la falsabilidad del sistema, para decirlo desde las coordenadas falsacionistas popperianas tan del gusto de los demócratas liberales formales), a saber, el momento de las elecciones políticas; un momento en el que, en el más pleno y glorioso ejercicio de la libertad individual –según esta ideología–, le es dado a la ciudadanía de referencia participar en las rondas electorales a través de las cuales los poderes del Estado supuestamente son renovados y la voluntad popular cobra así, en el esplendor de una historia que ha llegado a su fin, su consistencia política, es también el momento en el que la estupidez, la ramplonería, el infantilismo y la ignorancia alcanzan sus más altas cotas de expresión por parte de esa sociedad en su conjunto.

En caso de convencer al electorado: campañas electorales diseñadas por analfabetos históricos e ideológicos “expertos en marketing político” y en encuestología (“las encuestas dicen que mierda es lo que quiere la gente: pues mierda hemos de darle”; “las encuestas dicen que haciendo el imbécil es como la gente te recuerda: pues en imbécil he de convertirme”); oportunismo y ligereza en cuanto a las ocurrencias; publicidad falaz e infantil, sobre todo infantil; sonrisas permanentes de candidatos; políticos mediocres e indoctos apareciendo como peores y aún más vergonzosos actores; paz, armonismo, optimismo, alegría.

O, en caso de tratarse de atacar al adversario: estiércol pestilente disparado entre sicofantes; escándalos vulgares de corrupción, de promiscuidad, de criminalidad; cinismo miserable; chantajes estúpidos y permanentes entre periodistas, medios masivos de comunicación y los candidatos en cuestión; estulticia, ramplonería y vulgaridad en unos y otros. Vulgaridad, sobre todo vulgaridad. Basura fabricada y basura desvelada, en definitiva: se trata de un momento de verificación de la democracia que, lejos de estar a la altura en la que quieren situarla los ideólogos del fundamentalismo democrático que en cada ronda electoral se abocan, escandalizados, a analizar y diagnosticar los “déficits democráticos” que habrán de ser ajustados en la próxima reforma electoral (“hay que evitar la ‘espotización’ de la política, pero cuidándonos siempre de no malograr nuestra joven e incipiente democracia”), es el momento en que se manifiesta lo más bajo y abyecto de la clase política y de la sociedad de la que es expresión –pues el pueblo tiene siempre el gobierno, la televisión y la clase política que merece–; es el momento en el que a unos y otros, a candidatos y votantes, a la sociedad en su conjunto en suma, por más que se esté cumpliendo con los trámites más democráticos posibles, le es dado corroborar, si es que acaso tiene interés en hacerlo, que el reflejo ofrecido por ese teatro de la política en cada ronda de campañas electorales es el de una sociedad que muy poco tiene que ver con la modernidad o la ilustración, en caso de que tenga esto algún sentido, por mínimo que sea, y sí mucho que ver, en cambio, con la inmundicia, la intriga miserable y la vulgaridad. Y es que la forma ideal democrática no es algo que se añada a una materia a la que moldea, según sus contornos y perfiles de diseño formal, en un nuevo y más civilizado estrato histórico, acaso el estrato final –el del fin de la Historia–, sino que la forma democrática es la que brota de una materia dada históricamente; y esta materia es la que, por más diseños democráticos que se le impriman, no esté acaso en posibilidad de ser otra cosa que una materia política y social de la más supina necedad e irresponsabilidad:

«Miré y dudé un instante sobre si lo que veían mis ojos entraba en el dominio de la realidad o en el de la ficción. Mezcla de salina y arenal, una triste llanura dilatábase hasta el horizonte, árida y monótona, resquebrajada por la sequía, brillante de salitre. Hombres y mujeres, en número infinito, corrían y se amontonaban en aquella planicie, acá y allá, sin orden alguno, como torbellinos de hojas otoñales al soplo de contrarios vientos: la multitud se detenía súbitamente, y sus millares de cabezas giraban en redondo, semejantes a otras tantas veletas indecisas; luego mujeres y hombres tornaban a correr, a entrechocarse, a detenerse y a levantar sus cabezas giratorias. De pronto se descolgó sobre la llanura un diluvio de papeles mugrientos, hojas de periódicos, revistas ilustradas, carteles llamativos; y la multitud, arrojándose al punto sobre aquel roñoso maná, lo recogió a puñados, lo masticó y devoró con avidez. En seguida, ellos bajándose los pantalones y ellas levantándose las faldas, se pusieron en cuclillas y defecaron solemnemente, mientras, con voces de cotorras, declamaban ampulosos editoriales, gacetillas de cinematógrafo, debates políticos, noticiarios de fútbol y crónicas policiales.
—¡Gran Dios! –murmuré, volviéndome hacia el astrólogo–. ¿Qué pueblo es ese que tanto se agita en la llanura? Todas esas caras me son familiares, como si las hubiera visto mil veces en la calle Florida, en el Luna Park o en el estadio de Boca Juniors.
—Es el pobre Demos –respondió Schultze–: la mayoría nuestra que, inclinada igualmente al bien y al mal, sigue la dirección de cualquier viento. Sus actos y voces anuncian a las claras que hoy la solicitan vientos despreciables. Pero con ese mismo barro un Neogogo hará maravillas.
—¿Y por qué los ha zampado en ese infierno?
—Esto no es aún la Cacodelphia tenebrosa –volvió a corregirme Schultze–. Es el suburbio de los irresponsables.»{2}

II

Pero consignando lo anterior a cuenta de todo lo que de irritación por las campañas electorales es producido, es preciso no obstante detenerse a analizar los sistemas de ideas o de ideologías (de nebulosas ideológicas) que, al margen de la estupidez, la ramplonería y las ocurrencias de muchos políticos en campaña (aclaramos que no se trata de todos), están dibujadas en la escena política contemporánea como directrices maestras de la ideología dominante. Líneas directrices que, desplegándose por encima de posiciones de “izquierda”, de “derecha” o de “centro”, e influyendo sobre ellas por igual, trabajan como hojas de ruta ideológicas de candidatos, de políticos en activo (gobernantes, legisladores, jueces, funcionarios) y de periodistas y analistas (analistas electorales, analistas políticos, de encuesteros y entrevisteros).

Unas directrices que acaso no sean la excepción para el caso de México, sino que se nos ofrecen más bien como constitutivas, precisamente –esto es lo que queremos señalar–, de esto que estamos denominando como sistemas de democracias homologadas de mercado pletórico. Y es que, de hecho, es común que muchas de las más repugnantes campañas electorales mexicanas, al margen de su efectividad o eficacia en términos cuantitativos, sean diseñadas con el auxilio de asesores, o de Estados Unidos (cuna de la ideología de la democracia de mercado pletórico), o de algún país europeo (es de España, por ejemplo, de donde proviene uno de los principales asesores del Partido Acción Nacional, experto en campañas de una clase que seguramente aparece en la carpeta ejecutiva con la que este tipo de sujetos recorren el mundo electoral, ofreciendo sus servicios, bajo la categoría de “Campaña de estiércol entre sicofantes”).

Y no se trata de tomar nota de estas características irritantes de las sociedades con sistema democrático de mercado pletórico, como si lo que tuviésemos a la vista fuera una seria de déficits o fallas merced a las cuales estemos siempre a uno o dos, acaso tres peldaños antes de alcanzar a esa Democracia plena y pura que, no obstante las distancias de por medio, sea en todo caso algo posible de alcanzar, siempre y cuando esos déficits y fallas sean resueltas con el antídoto maestro: más y mejor y siempre más profunda democracia. Don Luis Villoro, por ejemplo, según se consigna en un articulito suyo de hace algunos meses y comentado a su vez en el periódico El Revolucionario{3}, haciendo gala de una ligereza teórica y crítica indigna del prestigio intelectual que para muchos supuestamente posee, tuvo la ocurrencia simplista de plantear que la verdadera profundización de la democracia mexicana podrá ser alcanzada cuando se tome como modelo la “democracia participativa o comunitaria” de los zapatistas de Chiapas. He aquí un ejemplo luminoso de ese fundamentalismo democrático que cree que, en efecto, en algún lugar y tiempo puede darse esa Democracia pura, porque “otro mundo y otra Democracia son posibles”. Don Luis Villoro, hemos de decirlo, está envuelto también por una modulación particular de lo que según más adelante veremos se denomina Pensamiento Alicia.

Pero no, no se trata pues de que estemos mirando las cosas desde el desencanto de quien cree que la verdadera Democracia es posible. Se trata más bien de una tendencia que de manera generalizada atraviesa, vertebrándolas, a las sociedades que con la democracia han adquirido una morfología idéntica a la del mercado pletórico, signada por la homologación a la baja del simplismo, el relativismo y el infantilismo, en colindancia ya con un modelo de sociedad conformada por débiles mentales e individuos flotantes (que son aquellos cuyo curso operatorio individual se desconecta por completo del curso general del grupo al que pertenece), de toda la clase política y gobernante en su conjunto.

En efecto, todos cuantos participan de esta ideología, sobre todo los candidatos en campaña electoral (y sean de la corriente ideológica que sea) se presentan siempre con soluciones fáciles, pregnantes como el humo y a dos pasos nomás, sin poner mayor atención a conceptos o contradicciones objetivas o ideológicas, “pues lo mismo les da ocho que ochenta”, o a las dificultades que la consecución de una u otra propuesta comportan (nos dirán que lo importante es llegar al poder, sea como sea, ya luego se verá qué hacer), y con una sonrisa permanente como seña de distinción: se trata de lo que ha sido bautizado y caracterizado por el profesor Gustavo Bueno como Pensamiento Alicia (véase, del profesor Bueno, Zapatero y el pensamiento Alicia. Un presidente en el país de las maravillas, Temas de Hoy, Madrid 2006) y al que nosotros hemos añadido, para titular este artículo, la nota característica infantil de la inocencia de la ignorancia.{4}

Dice el profesor Gustavo Bueno, sobre este tipo de Pensamiento (tengamos a la vista, al leer las líneas que siguen, a algún candidato en plena campaña electoral, por ejemplo en un spot publicitario en el que se envía el mensaje “Así sí gana la gente”, o “Más calidad de vida”, o “Mexicanos al grito de Paz”, o “primero México, primero tú”), lo siguiente:

«Alicia tiene, sin duda, una racionalidad simplista, una coherencia formal, que se atiene a unas líneas muy simples de concatenación, sin tener en cuenta otras líneas involucradas y entrecruzadas con ellas; una racionalidad abierta, precisamente porque no posee el control de las líneas de variables que intervienen en su discurso. Una racionalidad abstracta (simplista y abierta) y, por tanto, ciega y rígida…. Lo que no excluye que no pueda ser muy efectiva, brillante y triunfadora ante la plebe frumentaria [...]
El pensamiento Alicia, en efecto, sólo tira de un hilo de la madeja, sin querer saber nada de los otros hilos en los que está enredado, y por eso este pensamiento es simplista. Tira y tira de un hilo solitario (“¡Paz, Paz, Paz, no a la Guerra!”) hasta que el hilo se desliza del ovillo que va cayendo, entrechocando con otros ovillos, siguiendo su propio impulso. El pensamiento Alicia procede, por ejemplo, de este modo: constatando una semejanza particular entre dos realidades o sistemas diferentes, extiende la semejanza a toda esa realidad o sistema, sin tener en cuenta que la composición de esos contenidos semejantes con las otras partes del sistema da lugar también a resultados diferentes: es el mismo procedimiento del niño con sed que bebe el líquido contenido en una botella llena de una disolución alcohólica transparente, apoyándose en la semejanza que esa disolución tiene con el agua clara de las botellas de su despensa.»{5}

¿No es acaso esta confusión y simplismo los que guían, por ejemplo, a todos los que piden la enseñanza del Náhuatl de manera obligatoria en las escuelas de la ciudad de México, sin pararse a analizar la complejidad implicada en la eventual circunstancia futura de extender este tipo de programas a nivel nacional? ¿No se está tirando tan sólo de uno de los hilos de una madeja complejísima y enredada, como si se tratara de algo cuyas obvias evidencias fueron ignoradas, por lo menos en dos siglos de vida independiente, por puras razones de mala fe y de los prejuicios “de la derecha reaccionaria, conservadora e intolerante”? ¿Qué hacer en estados de la república en donde no hay una sino varias lenguas prehispánicas que siguen con vida? ¿Se obligará acaso a todos los estudiantes de escuelas públicas, pongamos por caso que en Oaxaca, a estudiar todas y cada una de las lenguas indígenas que ahí sigan con vida, sin perjuicio de que lo hagan en sectores de hablantes muy reducidos? Y si se tratase eventualmente de un programa a escala nacional, ¿se obligaría a los estudiantes de Sonora a aprender lenguas indígenas de Chiapas o Oaxaca, o acaso se estudiaría solamente el Náhuatl? ¿No se estaría en todo caso incurriendo en una discriminación en favor del Náhuatl? ¿No se dan cuenta de que todo esto es un problema dado a escala de la nación política en la que, desde un punto de vista dialéctico, las naciones étnicas tienen que quedar incorporadas, por lo menos desde la perspectiva abierta por los jacobinos de la revolución francesa, que es la perspectiva de la racionalización por holización?

Y no se trata con estos argumentos de impugnar los intentos de elevar el estatus social, cultural, económico o político en el que se encuentran tantos y tantos sectores de origen étnico indígena de la nación política que es México, sino de impugnar el simplismo, el brochazo gordo (lo mismo da ocho que ochenta; ¡NO a la Guerra!, ¡NO a la Guerra!, ¡NOOOO a la Guerra!) con el que se intentan llevar acabo estos tan bienintencionados cometidos. Y esto es precisamente lo que tenemos a la vista cuando nos referimos a esa inocencia de la ignorancia, porque hemos de preguntarnos si se han parado a analizar los defensores de estos programas el capítulo dos de la primera parte de Los grandes problemas nacionales de Andrés Molina Enríquez en el que, en siete páginas, de la 83 a la 90 (según la cuarta edición de Ediciones Era, de 1983, que tenemos a la vista), don Andrés enlista, basándose en el cómputo de don Manuel Orozco y Berra, las cerca de 744 tribus indígenas que en esos momentos existían a lo largo y ancho del territorio de México, y que formaban parte, en efecto, he aquí las cuestión, de los grandes problemas nacionales. Es decir, que a veces advertimos que muchos de quienes proponen planes y programas “radicales” como estos actúan como si alguien como Andrés Molina Enríquez no hubiera ya dedicado años y años de trabajo y estudio arduo para tratar de encontrar salida a un problema de semejantes proporciones.

Y otro tanto podemos decir respecto del formalismo idealista y simple, de la inocencia de la ignorancia con la que los defensores e ideólogos del Estado laico propugnan con severidad el principio de no intervención de la Iglesia, sobre todo la católica, en las cuestiones de la vida del Estado mexicano: “El Estado laico –dicen con su tan pretenciosa aunque simplista y corta autoridad académica–, es uno de los más preciados baluartes de la Democracia. El renovado protagonismo de la Iglesia es un retorno a la oscuridad del pasado. La religión tiene que ser algo reservado para la vida privada de cada individuo.”

Dice el Partido Socialdemócrata en su plataforma sobre el Estado laico, según puede verse en su página electrónica www.psd.org.mx, mostrando al mismo tiempo que es de siete mil el número de asociaciones religiosas registradas en México:

«Defensa del Estado Laico. Reivindicar a la laicidad como un principio del Estado moderno que crea las condiciones para que cada persona construya su propia visión del mundo, alcance la igualdad ante la ley y viva con libertades.
El Estado laico garantiza el respeto a la pluralidad y a la diversidad y hace prevalecer el empleo de la razón, el conocimiento y la universalidad de la ciencia. En la esfera privada la laicidad legitima las libertades personales a partir de la libertad de conciencia para garantizar la soberanía individual, el derecho a decidir sobre nuestro cuerpo y la libertad religiosa.»

Estas fórmulas fáciles y genéricas, vacías y válidas para todo, nos manifiestan una ignorancia apreciable en el momento en que estos ideólogos (casi todos ellos abogados, sociólogos, politólogos o economistas, casi nunca historiadores, nunca filósofos), haciendo un brochazo grosero, patinan sobre la superficie de la compleja y densa dialéctica histórica y filosófica, que obviamente desconocen por completo, en base a cuyos mecanismos de concatenación hubo de quedar trabada e intercalada en los distintos estratos de configuración ontológica (cultural, social, religiosa evidentemente, intelectual, artística, política, ideológica) de las sociedades occidentales (dentro de cuya órbita está inscrito México) la institución de la religión y de la iglesia católicas; de modo tal que, por más ateos esenciales que nos declaremos desde un punto de vista filosófico materialista, y por muy poco que sea aquello que, en estrictos términos personales, pueda acaso vincularnos con la iglesia católica o con la democracia cristiana –tal es nuestra perspectiva–, es prácticamente imposible dejar de añadir de inmediato, para poder tener una consistencia mínima (no indocta), que ese ateísmo no puede ser otra cosa que un ateísmo católico, pues católica es la plataforma cultural e histórica, material en definitiva, sobre la que están construidas todas nuestras formas institucionales y políticas; y sea dicho esto completamente al margen de que se sea anticlerical, de que se defienda el aborto, de que se mande a los hijos a una escuela no confesional o de que nunca se acuda a la misa de los domingos (los ligeros ideólogos del laicismo piensan, desde su simplismo Alicia, que con estas conductas están resolviendo el asunto de la religión, además de pensar, sobre todo cuando citan algún lugar común de Voltaire, que se está actuando desde los más sutiles, profundos y filosóficos principios de racionalidad ilustrada).

Y esta es la perspectiva desde la que aparece como un absurdo querer solucionar la cuestión de las iglesias, respaldando los argumentos desde el más vulgar psicologismo –tan propio y característico del individualismo formal liberal– y a mil leguas de cualquier punto de vista racional materialista, ciñendo dentro del recinto de la privacidad subjetiva todo cuanto concierne a los asuntos de orden religioso, equiparando y anegando en el océano psicológico y sentimental de la espiritualidad, de la manera más indocta y superficial, al budismo, al islam, al yoga, al catolicismo, al protestantismo, al pentecostalismo, al voodoo, a las sectas demónicas y fetichistas, a las “sabidurías” prehispánicas y a todas las cofradías y metodologías posmodernas de salvación y autoayuda que proliferan escandalosamente por doquier (y la irritación es peor cuando toda esta basura metafísica e irracional es defendida como algo alternativo y “de izquierdas” o de “izquierda moderna”, toda vez que la “derecha reaccionaria” intolerante es la que se identifica, según ven las cosas desde esta inocencia de la ignorancia, con la iglesia católica).

Y es que se trata en efecto de una trabazón objetiva y pública, nunca privada, en la que el cristianismo católico hubo de constituirse en basamento estructural de todo el mundo occidental, fundamentalmente a partir, y a través, del Imperio romano, manifestándose, para barruntar un primer cuadro general, en la patrística y el mundo bizantino, por cuanto al período Antiguo; en la escolástica y el mundo gótico, por cuanto a la Edad Media; y en la humanística y el barroco, por cuanto al período Moderno. Hegel apreció con toda la potencia de su lucidez el alcance ontológico de esta trabazón cuando señalaba en el tomo I de sus Lecciones sobre la historia de la filosofía (pág. 97 de nuestra edición del FCE, de 1996) que la filosofía germánica es la filosofía dentro del cristianismo, y que el germanismo habría penetrado en el resto de Europa así como el helenismo hubo de hacerlo en el mundo romano. Y ya habría de decir también Unamuno que el cristianismo católico, la cristiandad, es una síntesis histórica de derecho romano y de filosofía griega.

Y fue este ortograma con el que, a través del imperio español, penetró el cristianismo católico en América, habiendo quedado incorporada, constituyéndose y vertebrándose orgánicamente, al mundo occidental. En América no puede encontrarse una catedral gótica, pero sí cientos de catedrales barrocas, acaso de las mejores, según Lezama Lima, para quien el Barroco es la plataforma desde la que la América española, desde el Renacimiento, encara a la historia universal:

«Nuestra apreciación del barroco americano estará destinada a precisar: primero, hay una tensión en el barroco; segundo, un plutonismo, fuego originario que rompe los fragmentos y los unifica; tercero, no es un estilo degenerescente, sino plenario, que en España y en la América española representa adquisiciones de lenguaje, tal vez las únicas en el mundo, muebles para la vivienda, formas de vida y de curiosidad, misticismo que se ciñe a nuevos módulos para la plegaria, maneras del saboreo y del tratamiento de los manjares, que exhalan un vivir completo, refinado y misterioso, teocrático y ensimismado, errante en la forma y arraigadísimo en sus esencias.
Repitiendo la frase de Weisbach, adaptándola a lo americano, podemos decir que entre nosotros el barroco fue un arte de contraconquista. Representa un triunfo de la ciudad y un americano allí instalado con fruición y estilo normal de vida y muerte. Monje, en caritativas sutilezas teológicas, indio pobre o rico, maestro en lujosos latines, capitán de ocios métricos, estanciero con quejumbre rítmica, soledad de pecho inaplicada, comienzan a tejer en torno, a voltejear con amistosa sombra por arrabales, un tipo, una catadura de americano en su plomada, en su gravedad y destino. El primer americano que va surgiendo dominador de sus caudales es nuestro señor barroco [….]
Cuando se afirma por los historiadores de la cultura, la carencia en España de las manifestaciones renacentistas, bastaría para refutarlos la contemplación del Renacimiento español hecho en América. Una cultura como la española no podía manifestarse por juegos cortesanos ni por la influencia viajera de los humanistas, tenían que ser hechos históricos de gran relevancia, como el Descubrimiento y la Reforma, los que afirmaron y expresaron su voluntad de creación artística […] Después del Renacimiento la historia de España pasó a América, y el barroco americano se alza con la primacía por encima de los trabajos arquitectónicos de José de Churriguera o Narciso Tomé. Para ello la primera integración de la obra de arte, la materia, la natura signata de los escolásticos, regala la primera gran riqueza que marcaba la primera gran diversidad. La platabanda mexicana, la madera boliviana, la piedra cuzqueña, los cedrales, las láminas metálicas, alzaban la riqueza de la naturaleza por encima de la riqueza monetaria.» (José Lezama Lima, La expresión americana, Tomo 2 de las Obras Completas de Lezama, Aguilar, México DF 1977, págs. 303, 318 y 319.)

¿Qué tiene que ver todo esto; qué tienen que ver todos estos siglos de filosofía, política e historia universal, con los deseos de un matrimonio mexicano moderno y furibundamente laico que decide, en la negación tajante de una escuela confesional y por tanto “de derecha” (de jesuitas, por ejemplo), mandar a sus hijos a una escuela laica, activa y mixta, para que así puedan tener contacto con ambos sexos y no tengan un desarrollo castrado y acomplejado, y puedan también así convivir y entender con más naturalidad las cuestiones de la sexualidad, cuando tengan acaso que elegir sobre su vida sexual o “de pareja” (porque “Otro sexo y Otra sexualidad, habrán aprendido al final de su educación activa y liberal, son posibles”)? Nada desde una perspectiva como la que estamos manejando.

Pero nada tiene que ver tampoco desde una perspectiva recortada a la escala ideológica de quienes tienen a la vida proyectada desde la cortedad de criterios como los del disfrute del “aquí y el ahora”, el del bienestar, la plenitud y goce de la sexualidad y el de la calidad de vida (muchos consideran que, para tener mejor calidad de vida, es mejor aún no ya mandar a sus hijos a una escuela laica o activa, sino mandarlos sin más a estudiar a Estados Unidos o, en el límite del autodesprecio y del complejo de inferioridad, irse a los Estados Unidos para que esos hijos en cuestión nazcan allá mismo, siendo en automático, al hacerlo, norteamericanos: porque vaya miseria conformarse con ser un pobre mexicano). Y esto es así porque quienes de esta manera respaldan su conducta participan de ese estado permanente que hemos querido denominar como el de la inocencia de la ignorancia; una ignorancia a la luz de la cual las cosas de este mundo son vistas con esquemas de líneas de concatenación rudimentarios y simplistas, que prescinden de otras líneas involucradas y entrecruzadas por cuyo través el cuadro de la realidad presente quedaría inscrito en un derrotero dialéctico de conexiones y desconexiones (porque no todo está relacionado con todo, aunque tampoco desconectado de todo) de mucha mayor amplitud y peso específico históricos.

Una inocencia Alicia, en definitiva, que encuentra el cierre de su sentido bajo la directriz del criterio supremo, aunque estúpido y canalla, de la felicidad:

«Sólo podemos decir que nos ocupamos de la felicidad humana cuando nos enfrentamos con la metafísica o con la ontología de la felicidad, es decir, por tanto, con la cuestión del destino del Hombre y de su puesto en la jerarquía del Universo. Y esto ya sea con la intención de recuperar estas Ideas, ya sea con la intención de demolerlas. Lo que es intolerable es escuchar de la boca del pobre diablo que acaba de comprar una sesión de inmersión en cámara de agua salada que “él ya ha resuelto el problema de la felicidad” (o de la calidad de vida, I.C.). Este pobre diablo (que sin embargo ha dispuesto de dólares o de euros suficientes para pagar las sesiones) es el que nos recuerda la sentencia de Goethe: ‘La felicidad es de plebeyos’.» Gustavo Bueno, El mito de la felicidad, Ediciones B, Barcelona 2005, pág. 35.

III

Pero los anteriores no han sido casos de campañas electorales, aunque no dejan de ser susceptibles de quedar envueltos por la ideología del Pensamiento Alicia, además de que muy seguramente sean la cristalización fáctica de propuestas que, en su momento, fueron parte de una campaña electoral Alicia: en esto estriba el verdadero dramatismo de la cuestión, porque una cosa es que a unos indoctos se les ocurra infinidad de ligerezas que puedan acaso tener algún efecto ante “la plebe frumentaria”, y otra cosa es que la gente oriente su voto por tales ocurrencias, y que, además, creyéndoselas, se tenga la temeridad, por parte de quienes las esgrimen y por cuyo conducto llegaron a una u otra posición de carácter ejecutivo, de llevarlas a la práctica.

Y es precisamente este dramatismo –el dramatismo implicado en el hecho de que una campaña electoral diseñada con base en ocurrencias mercadológicas para un público al que se considera conformado por niños e imbéciles, pueda convertirse en una plataforma de gobierno o legislativa de una Estado nacional soberano como puede serlo México–; es este dramatismo, decimos, el que nos induce a comentar la manifestación de esta ideología como campaña electoral.

Mexicanos al grito de Paz, PSD

El Partido Social Demócrata es uno de los partidos políticos más recientes en México, resultado de varias transformaciones formales: México Posible, Alternativa Socialdemócrata y, ahora, Partido Socialdemócrata. Son conocidas por los mexicanos las apariciones públicas y en campaña electoral de Patricia Mercado, fundadora de México Posible y de Alternativa Socialdemócrata y que, en su última fase como PSD, fue desplazada de la dirigencia, lo que condujo a su renuncia irrevocable. Al margen de su calidad como persona (a la que obviamente no cuestionamos en absoluto; nosotros, en todo caso, no la conocemos personalmente), Mercado es, en tanto que figura política, una de las exponentes más fieles de lo que podemos denominar Pensamiento Alicia, o, con otras palabras, de la insoportable levedad de la socialdemocracia: optimismo, levedad intelectual, alegría, propuestas fáciles, soluciones inmediatas, armonismo, tolerancia, alteridad, sonrisa permanente y una ideología de “izquierda moderna” débil, simplista e indocta. Una ideología y una plataforma política, una inocencia de la ignorancia que pondría a temblar a cualquiera que tuviera un mínimo de sentido común de ver llegar a estos alegres y leves socialdemócratas a posiciones de poder real y de decisión.

transparente Wilfrido Salazar

Pero Mercado no es ya parte de este partido, que ha quedado en cambio en manos de una dirigencia en la que destacan los señores Alberto Begné, Luciano Pascoe y José Carlos Díaz Cuervo, exponentes ejemplares también de esa insoportable levedad socialdemócrata.

En la página electrónica de nuestros amigos socialdemócratas, aparece una lista genérica con las líneas fuerza que organizan su plataforma política: despenalización del aborto, escuelas de tiempo completo, legalización de las drogas, Internet y derechos para los cibernautas, seguridad social, equidad de género, diversidad sexual, Estado laico, Estado de derecho y seguridad pública, economía y empleo.

Habrá de darse por supuesto, entendemos, que todas estas líneas conforman un paralelogramo ideológico de lo que ha de ser consignado como la “izquierda moderna” (“la izquierda que México necesita”, reza uno de sus lemas de campaña; “Somos un partido de izquierda moderna al estilo de Ricardo Lagos o Felipe González”, fueron más o menos las palabras con las que el señor Begné hubo de presentar con ramplonería –lo único que se les ocurre decir es que quieren ser como Felipe González– a su partido bajo los auspicios de las horas oficiales otorgadas por el Estado). Los vectores centrales que habrían de estar fungiendo como pilares y señas de distinción “de izquierda moderna”, que es aquí ecualizada con la socialdemocracia, son, entendemos, los de la despenalización del aborto, la legalización de las drogas, la equidad de género, la diversidad sexual y el Estado laico. El resto son líneas que perfectamente pueden aparecer en las plataformas político ideológicas de los ocho partidos que conforman al día de hoy el mapamundi de partidos con registro oficial.

Pero de entre la amplia cantidad de lemas y ocurrencias utilizadas por el PSD, es la de “Mexicanos al grito de paz” sobre la que queremos dirigir la atención de nuestro comentario. Se trata de un lema en cuyo diseño está reflejada la lógica de lo que se conoce como “ecolalia en espejo” de los niños: aquella manifestación en el desarrollo inicial del lenguaje en la que el niño repite lo que escucha pero cambiando las palabras. “Qué guapo eres”, le dice el padre a su niño, y el niño le responde: “qué feo eres tú”; “Conflicto de civilizaciones”, dice y teoriza Samuel Huntington, y responde José Luis Rodríguez Zapatero, “Alianza de civilizaciones”; “Mexicanos al grito de guerra”, dice la estrofa inicial y coro del himno nacional mexicano, “Mexicanos al grito de paz”, dice el Partido Socialdemócrata.

Se nos dirá de inmediato que al hacer una crítica rigurosa (o intentar hacerlo) estaríamos incurriendo en un pedantería y exquisitez gratuita, toda vez que lemas y campañas electorales no están pensadas, se nos dirá, para intelectuales o para académicos y estudiosos de la historia y la teoría política; se trata de campañas, se nos seguirá diciendo, pensadas para el público en general, para la gente de a pie, que no sabe ni tiene por qué saber quién es Maquiavelo, Luis Cabrera o Carlos Marx. “Mexicanos al grito de paz” es simplemente, seguirán argumentando, una forma de llamar la atención del electorado, en atención acaso a la preocupación que, según las encuestas, tiene la ciudadanía ante la violencia generalizada que atraviesa a la república entera. Ya habrá momento, rematarán en su defensa, de tratar las cuestiones desde un punto de vista “académico” y teórico, para lo cual se organizarán foros especiales y en condiciones.

Pero el problema es que en tan sólo tres años, una nueva ronda electoral habrá de ponerse en marcha, y esto sin considerar las elecciones intermedias que en algunos estados puedan darse entre medias; es decir, que prácticamente no pasa de un año, o acaso dos, sin que tenga lugar, en algún sitio de la república, y a muy diversas escalas, algún proceso electoral. Y luego vendrá, por supuesto, el proceso de renovación interna de la dirigencia del partido, a mayor gloria de la democracia.

De modo tal que la máquina electoral no se detiene nunca, y los partidos políticos terminan inmersos en una dinámica prácticamente permanente de elecciones y de campañas electorales. Ese momento de reflexión, de construcción ideológica, de crítica dialéctica, de formación, no llega nunca; a lo mucho, se encomienda a algún intelectual orgánico (o bien con ínfulas de serlo, o bien venido a menos) que organice un foro al que nadie presta atención, además de que se le pide que lo organice con la prudencia necesaria para no ser demasiado incómodo, de cara a las próximas elecciones de aquí o de allá. Politólogos y transitólogos, por su parte, se abocarán a estudiar con severidad intelectual la crisis de los partidos políticos y de la representación política, y a la organización de foros o programas de televisión sobre “los retos de la Democracia”; la clave está, será una de sus conclusiones gloriosas, en el incremento y en el fomento de la participación de la ciudadanía y de la sociedad civil.

La clave del problema es entonces la siguiente: al final de cuentas, son los términos indoctos y ocurrentes diseñados en campañas electorales los que definen a la postre una malla de relaciones y operaciones políticas e ideológicas en función de las cuales tiene lugar la dialéctica política real y efectiva a escala estructural (hay quienes impugnan hoy a Felipe Calderón en función de uno de sus lemas de campaña a la luz del cual habría él de convertirse en “el presidente del empleo”; al margen de que haya generado más o menos empleo Calderón, ¿quién puede realmente haberse tomado en serio ese lema ocurrente, diseñado según la consigna de decirle al pueblo lo que quiere escuchar según las encuestas, y en medio de una campaña de sicofantes como la que en efecto llevó adelante Felipe Calderón?). Y si en todo caso ocurriera que los planes y programas hayan sido en efecto definidos con cierto rigor conceptual (conferencias, debates, libros, &c.), es muy poco probable que el individuo elector medio haya podido participar más que como un punto en las estadísticas y en las encuestas. El resultado final termina siendo el mismo: ese elector individual sigue estando limitado objetivamente a discernir y elegir con base a la campaña electoral de referencia; pero una campaña basura cuyos contenidos están desconectados (ya se debatirán las cosas en su momento) de todo punto de cualquier supuestamente existente línea ideológica supuestamente fundamentada de la supuestamente trabajada plataforma filosófica y conceptual del partido. Esta cadena de supuestos establecida como lienzo sobre el que se dibuja el punto estadístico del voto individual, “libre y soberano”, en cada elección, es lo que llamamos, con Gustavo Bueno, la ilusión democrática:

«El cauce específico a través el cual el ciudadano ejerce su poder es el cauce del voto, para elegir a los representantes que en su momento harán las leyes. Ahora bien, el voto individual tiene, en unas elecciones parlamentarias, un peso estadístico minúsculo; tanto es así que su voto individual, en el caso de que se retirarse del conjunto, sólo afectaría al resultado final en una parte alícuota millonésima. Supongamos que el voto individual tiene un alto grado de libertad negativa, o libertad-de; y es mucho suponer, puesto que la mayor parte de los votantes ni siquiera pueden conocer, porque no pueden enterarse a fondo, los planes y programas propuestos por el partido al que votan, ni tampoco conocen a los candidatos que van a representarlos, ni menos aún la pureza de sus representantes en el ejercicio de sus funciones (que no están exentos de la corrupción o de la negligencia). Es decir, la libertad-de de los electores está determinada por motivos muy precisos, por presiones sociales, fobias o filias incontroladas, y principalmente por la lealtad, si la hay, a su propio partido…. Y esto sin contar con la masa de los cientos de miles, hasta de millones, de indecisos que inclinan su voto a uno u otro partido por motivos aleatorios.
Sin embargo, el hecho de emitir el voto libremente, con libertad negativa, y de comprobar cómo en el escrutinio resultan elegidos unos candidatos, da lugar, sobre todo a quienes los eligieron, a la ilusión democrática, que no es otra cosa sino la transformación de la libertad negativa del elector en la apariencia de una libertad-para o libertad positiva, como si la mayoría fuera una entidad con capacidad de elegir cuando sólo es la resultante aleatoria de una composición sintética de votos teóricamente independientes unos de otros.»{6}

Se trata del riesgo que señalábamos: si las campañas electorales basura se convierten en plataforma de gobierno (“el presidente del empleo”, “primero tu familia”, “por una mejor calidad de vida”, “mexicanos al grito de paz”), y son el único referente posible para evaluar efectivamente a esos gobiernos, ¿en manos de quién queda todo? ¿De los mercadólogos? ¿Dónde y cuándo, entonces, y según qué coordenadas, se definen las directrices ideológicas? ¿En las empresas de marketing político? ¿Qué es lo que está trabajando entonces como fundamento de un lema como el de “Mexicanos al grito de paz”?

Lo que está trabajando, nos parece, es, precisamente, esto: el Pensamiento Alicia, una ideología armonista, pánfila, simplista y esquemática que, por su naturaleza genérica, por su espectro tan amplio y optimista, a todo se ajusta, y que está diseñada para tranquilizar, engañándolo, al pueblo; un pueblo al que se quiere dirigir y moldear según la morfología del mercado pletórico: ¡Yes, we can!, repitió millones de veces Obama, otro exponente del Pensamiento Alicia en su versión demócrata americana. Un pensamiento que, anegando todo de infantilismo, de armonía y humanismo y que hace de un partido político o de un candidato algo desechable, como cualquier producto, es la ideología política correspondiente con el mercado pletórico; porque la democracia, sin el mercado, es sencillamente inconcebible:

«El pensamiento simplista que caracteriza el pensamiento Alicia concuerda más bien con una actitud optimista, angelical (sincera o fingida), que propende a confiar en que todo sucederá para bien o para mejor, o acaso en no desconfiar (al menos en público) en que algo pueda suceder para mal o para peor. El pensamiento Alicia aborrece el catastrofismo, el “sentimiento trágico de la vida”, cualquier tipo de visión apocalíptica. El pensamiento Alicia mantiene una sonrisa permanente, que no llega a ser postiza del todo (lo que la haría más interesante), sino que, y esto es lo peor, tiene mucho de sincera, y no tanto porque se ajusta a un pensamiento interior sonriente cuanto porque este “pensamiento interior” se ha ajustado a la sonrisa.
La simplificación de las cosas conduce en realidad a Alicia a una situación tal que le impide entender los mecanismos más elementales, en el momento en que Alicia comienza a entrar en estos mecanismos, pero, por motivos que no son del caso, sigue defendiendo sus ideales simplistas, pierde la inocencia, y ésta empieza a ser sustituida por una falsa conciencia, lindante con el cinismo y con la mala fe.»{7}

Da igual que lo que digas en campaña electoral no se cumpla después, lo importante es decirle al pueblo, en la persecución de su voto, lo que quiere escuchar. No lo compliques ni te compliques con honduras ideológicas o históricas, de lo contrario no te comprarán. Dile sólo lo que, como un niño, es placentero para sus oídos. ¿Te preocupa la guerra? Tengamos paz. ¿Te preocupa el trabajo? Tengamos empleo. ¿Te preocupa la seguridad? Tengamos más seguridad. ¿No quieres ya el conflicto entre partidos? Dialoguemos todos con sonrisas en la cara. Sonríe, sonríe, no dejes nunca de sonreír. Que a la gente lo único que en realidad le interesa es la felicidad. No les interesa ya ni la tríada fe, esperanza y caridad medieval, ni la tríada libertad, igualdad y fraternidad contemporánea. La gente quiere hoy solamente ser feliz y calidad de vida; no quiere guerras ni peleas. ¡Paz, paz, paz; No a la Guerra! “Mexicanos al grito de paz”.

Considera a la sociedad, al dirigirte a ella, como si se tratase de un auditorio conformado por niños. Incluso, si es posible, procura que un niño o una niña aparezcan destacadamente en tu campaña. Haz de los niños y las niñas el centro de tu estrategia.

Procura de hecho, si te atreves, de hacer de un niño o niña el vocero de tu partido y de tu campaña; no importa que el infantilismo más deleznable y estúpido termine por confundirse contigo y con tu partido, ni que a la sociedad de la que tú y tu partido son expresión le sea dable corroborar el grado de imbecilidad al que con la democracia de mercado pletórico puede ella misma llegar: porque el pueblo tiene siempre el gobierno y la clase política que merece.

Olvidémonos de izquierdas y de derechas; olvidémonos de nacionalismos y de la dialéctica. Olvidémonos del conflicto, de la guerra y la revolución. Olvidemos la historia. Paz, paz, la gente quiere paz y calidad de vida, mucha, más y mejor calidad de vida, sin dejar de atender, claro está, a los derechos humanos y la perspectiva de género. Olvidémonos de hablar de socialismo. Todos somos demócratas. Y tú, escucha esto muy bien y no lo olvides nunca: tú solamente no dejes de sonreír.

PRD

Notas

{1} Gustavo Bueno, Zapatero y el Pensamiento Alicia. Un presidente en el país de las maravillas, Temas de Hoy, Madrid 2006, pág. 269.

{2} Leopoldo Marechal, Adán Buenosayres, Libro séptimo: Viaje a la oscura ciudad de Cacodelphia, Editorial Castalia, Madrid 1994, págs. 686 y 687. Obra original de 1948.

{3} http://www.elrevolucionario.org/rev.php?articulo753

{4} Véase nuestro artículo «Crítica a Carlos Ramírez: sobre AMLO y el Pensamiento Alicia», El Catoblepas, nº 67, septiembre 2007, pág. 4.
http://nodulo.org/ec/2007/n067p04.htm

{5} Gustavo Bueno, Zapatero y el Pensamiento Alicia, págs. 12 y 13.

{6} Zapatero y el pensamiento Alicia, págs. 296-297.

{7} Ibid., págs. 15 y 16.

 

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