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El Catoblepas, número 89, julio 2009
  El Catoblepasnúmero 89 • julio 2009 • página 9
Filosofía del Quijote

El materialismo histórico
al servicio del alegorismo esotérico

José Antonio López Calle

Las interpretaciones sociales del Quijote (5)
Última parte de la interpretación marxista de Osterc

A la búsqueda de simbolismos esotéricos

Sólo nos resta ya abordar la contribución del cervantista marxista al esclarecimiento de ciertos episodios, que es donde se revela realmente la capacidad hermenéutica de cualquier ensayo de interpretación del Quijote. A diferencia de Vilar y de la mayoría de los críticos, Osterc no se contenta con proponer una interpretación meramente programática, sino que entra en el análisis de algunos episodios, bien es cierto que tampoco emprende una exégesis sistemática de todos ellos, sino que selecciona aquellos que pueden favorecer mejor su concepción marxista de la magna novela.

Su exégesis incurre no pocas veces en el esoterismo desorbitado de Benjumea, cuya obra admira, y de sus seguidores, como Villegas y Polinous. Y aunque les reprocha ver en el Quijote una cifra o logogrifo en muchas ocasiones que hay que descifrar, lo cierto que es que él, como verá el lector, comete no pocas veces el mismo pecado. Así, por ejemplo, los gigantes, como en Benjumea, personifican el mal, pero no el mal metafísico, sino el mal social y político, del que son sus agentes; los «gigantes del mal» son, en realidad, los opresores poderosos y explotadores (op. cit., pág. 323); el mismo simbolismo malévolo atribuye a los monstruos. Cervantes recurre a estos artilugios literarios para encubrir sus vituperios a las opresoras clases dominantes.

Los encantamientos, los fantasmas y los encantadores son asimismo un signo o expresión del mal, cuyo referente simbólico son los opresores y explotadores, y, como tal, son un recurso literario bajo el que velar sus ataques a lo integrantes de las «corrompidas y opresoras clases dirigentes», como en los episodios en los que intervienen los encantadores y fantasmas para justificar las acometidas de don Quijote contra las personas y corporaciones de esas depravadas clases, o como en aquellos en que tales seres figuran como disfraz de los miembros de las mismas clases opresoras, pero en los que éstos aparecen como enemigos de don Quijote, que le maltratan, le persiguen y le humillan como luchador por un mundo mejor, pero con el fin, no obstante, de ponerlos en evidencia y de censurarlos (op. cit., pág. 75).

De acuerdo con esto, Osterc distingue dos tipos de episodios con presencia de encantadores o hechiceros malvados: aquellos en que Cervantes se vale de ellos para disculpar a su héroe de sus acometidas contra los representantes e instituciones de las clases privilegiadas, como el de los monjes benitos (I, 8) y el del cuerpo muerto (I, 19), en los que se ataca a los sacerdotes, y aquellos otros en que los encantadores figuran como integrantes de las «degeneradas» clases directoras, como el de don Quijote encantado y enjaulado por orden del cura (I, 46-8), el del azotamiento de la dueña doña Rodríguez y el del pellizco de don Quijote (II, 48-50). Se olvida Osterc de que también hay encantadores benévolos, como el que, según el caballero manchego, le protege a él.

Otro ejemplo de los abusos del simbolismo esotérico por parte del crítico marxista, que recuerda mucho el método de Benjumea y sus discípulos, es el de su exégesis del episodio de la cueva de Montesinos, donde, sin rebozo alguno, halla nada menos que una alegoría política sobre el «encantamiento» de Felipe III, de la familia regia y de los consejeros de su padre Felipe II, por parte de su privado el duque de Lerma, una alegoría en que el rey está representado por el «desdichado Durandarte, flor y espejo de los caballeros», yacente en su sepulcro sin poder moverse; la emperatriz Margarita figura como la encantada doña Belerma, lo que simbolizaría la reclusión de la emperatriz en el convento de las Descalzas Reales de Madrid, ordenada por Lerma; uno de los ex consejeros (sea el príncipe de Doria o Cristóbal de Moura), relegados y alejados del rey por el valido, estaría representado por el viejo Montesinos; y el anciano Merlín personifica al mismísimo duque de Lerma (op. cit., pág. 230).

No menos esotérica es su interpretación de la aventura de los galeotes, en la que, en la línea de Américo Castro, pero más extremada aún, detecta no ya una ataque embozado al rey y a su justicia, sino a su tiranía, encarnada en los comisarios y guardianes de los galeotes; y la cadena en que éstos iban ensartados simboliza la opresión ejercida sobre el pueblo y contra él, en nombre del rey y con la bendición de la Iglesia católica (a la que, sin embargo, no se menciona en todo el episodio). Se trata de una escena de inspiración revolucionaria, que revela el carácter asimismo revolucionario de las ideas políticas del autor, ya que niega a los órganos de la administración de la justicia, a los tribunales y a los comisarios y guardas, el derecho de ejercer la justicia, confiriéndolo a don Quijote en nombre de una justicia ideal superior y de una utópica sociedad justa, de la que se erige en heraldo (op. cit., págs 245-9).

Poco importa que don Quijote esté loco y que así lo manifiesten el narrador y otros personajes repetidamente, pues, ya se sabe, la demencia del hidalgo es, según Osterc, un mero artilugio usado por Cervantes para velar sus críticas sociales y políticas, y, en este caso particular, su censura a la Corona y a la administración de la justicia. Para él, el hecho mismo de la liberación por parte de don Quijote de los galeotes constituye un acto simbólico de la rebeldía del hidalgo contra la tiranía del rey. No se molesta en examinar el conjunto del episodio y su resolución para determinar su sentido. Si lo hubiera hecho, lo que se lo impiden sus anteojeras ideológicas, habría descubierto que hasta el más perspicaz de los delincuentes, Ginés de Pasamonte, reconoce que el sedicente caballero manchego ha cometido un gran disparate al querer darles libertad, lo que le lleva a pensar que no está muy cuerdo; que el episodio tiene un desenlace cómico, en que los poco agradecidos galeotes terminan apedreando a su liberador, lo que difícilmente se puede relacionar con un ataque al despotismo de la monarquía; y que, mucho más adelante, cuando un cuadrillero se presenta ante don Quijote con un mandato de prendimiento por haber liberado a los galeotes, se salva de ser apresado gracias a la intervención del cura, quien conversa con los cuadrilleros para convencerles de que el hidalgo tiene el juicio trastornado y no es responsable de sus actos, y consigue convencerlos, pues «tanto les supo el cura decir y tantas locuras supo don Quijote hacer, que más locos fueran que no él los cuadrilleros si no conocieran la falta de don Quijote» (I, 46, 474) .

Atropellos en el manejo del materialismo histórico

Y cuando no se entrega a la búsqueda de simbolismos esotéricos a la manera de Benjumea o de Castro, Osterc hace ostentación de una aplicación muy grosera de los principios del materialismo histórico al análisis literario. Un buen ejemplo de ello es su interpretación del episodio de la aventura del pastorcillo Andrés y del de la disputa del baciyelmo. El crítico mejicano hace una lectura del primero en consonancia con la idea marxista de la lucha de clases, de manera que la defensa a mano armada que el protagonista hace del explotado pastorcillo amenazando al rico labrador -un patrón explotador, que amén de no pagarle su salario, lo fustiga sin piedad- con traspasarle con su lanza de parte a parte, si no le paga lo que le debe, revela la posición inequívoca que Cervantes toma en la lucha de clases moderna entre los explotadores y los explotados. Osterc suscribe plenamente la afirmación del crítico hispanoamericano Antonio Rodríguez, según la cual la actitud aguerrida de don Quijote a favor del explotado y en contra del patrón explotador, un representante de las clases opresoras, es «un episodio de las grandes luchas sociales que comenzaban a desarrollarse en el seno de la sociedad capitalista» (op. cit., pág. 161). Todo esto es un dislate. Para empezar, ¿qué tiene que ver el caso de Andrés, aun suponiendo que sea explotado por su amo, con el capitalismo? ¿Acaso un caso así no puede darse en cualquier régimen económico? Una historia como la aquí relatada podría haberse dado, desde luego, en cualquier país de la Europa medieval, pero también en cualquier sociedad antigua desde China y la India a Oriente Próximo o Grecia y Roma.

Además no cabe hablar, en realidad, de explotación y menos aún de lucha de clases a partir de un caso único, como si esa fuese la situación habitual en la relaciones entre labradores y jornaleros. La raíz del conflicto entre el joven pastor y el labrador no reside en que éste quiera apropiarse del salario de su criado sin más, sino en que quiere compensarse con ello de las pérdidas de ovejas que ha tenido debido a que el zagal no vigila bien el hato. De hecho, mientras don Quijote se acerca para ejercer de justiciero, asistimos a una conversación entre amo y criado, al tiempo que lo azota, en que el primero reprende a su pastor por hablar más de la cuenta y vigilar poco («La lengua queda y los ojos listos»), a lo que éste responde expresando su compromiso de enmendarse y de cuidar mejor del rebaño («No lo haré otra vez... Yo prometo de tener de aquí adelante más cuidado con el hato»). Más adelante, el labrador cifra las pérdidas en una oveja diaria a causa del descuido del zagal y de ahí su reticencia a pagarle su soldada, mientras no mejore su trabajo. Lo que no está justificado, en modo alguno, son los azotes, pues si el labrador está descontento con el trabajo del pastor tiene la alternativa de despedirlo en vez de vejarlo con la correa.

Por cierto, la intervención justiciera de don Quijote resulta chapucera, no sólo por el hecho de que fracase y de que a la larga cause, sin quererlo, más mal del que resuelve, sino por el hecho de que, puesto a hacer justicia, no la ejerce de forma imparcial. Enterado de que el labrador le ha pagado a Andrés tres pares de zapatos y dos sangrías, lo que reclama que se descuente de la paga que le debe, el hidalgo resuelve que no hay que descontarlo, porque los azotes recibidos valen tanto como los zapatos y las sangrías, pero le intima a devolver el salario completo, sin tener en cuenta la pérdida negligente de ovejas por parte del criado, cuyo importe habría de deducirse del monto total de la deuda con Andrés. El labrador, quizás por estar asustado ante la amenaza de don Quijote de matarlo si no desembolsa el dinero de inmediato («Díjole al labrador que al momento los desembolsase [sesenta y tres reales], si no quería morir por ello»), no le reclama esto y, viéndose apurado con la punta de la lanza sobre su rostro, cambia de táctica mostrándose dispuesto a pagar lo que sea, pero hábilmente le pide al caballero justiciero que le permita ir a su casa a por el dinero, lo que don Quijote, fiado de su palabra, le permitirá y ello será su salvación, pero la perdición del criado, al que su amo, humillado y vejado por los insultos y amenazas de muerte del hidalgo manchego, volverá a vapulear. En realidad, como le reprochará Andrés a don Quijote en un posterior encuentro con él (I, 31), si el héroe justiciero hubiera seguido su camino y no se hubiera entrometido en asuntos ajenos, su amo se hubiera contentado con darle una docena o dos de azotes y luego le hubiera soltado y pagado cuanto debía, lo que invita a suponer que la situación descrita en el episodio que comentamos se había dado en otras ocasiones y que su amo había terminado pagándole a pesar de su descuido como pastor y del extravío consiguiente de ovejas. Todo lo cual nos manifiesta que el labrador propenso a echar mano de la correa no es un explotador, sino, en todo caso, un maltratador.

Una última consideración acerca del comentario de Ostec de la aventura de Andrés. Don Quijote no interviene en el asunto como campeón de los explotados, sino sencillamente como lo haría un caballero andante a la vista de una persona en apuros, esto es, por la razón formal de cruzarse con un desvalido o menesteroso, y para el caso da igual que lo sea por causas económicas o de cualquier otra índole. Lo que le impulsa a entrometerse es ver a alguien desvalido que no puede defenderse frente a la fuerza que ejerce sobre él el labrador, a quien toma por un caballero. Es luego de estar metido en el asunto cuando se entera del cariz económico del pleito entre ambos. Pero el caballero manchego no actúa, en origen, por la razón formal de que el labrador no pague su salario al criado, sino porque lo vapulea teniéndolo atado a una encina, sin que pueda hacer nada por su parte para impedirlo. Si se hubiera tratado de un mero litigio entre ambos sin uso de la fuerza por parte del amo para imponer su posición, don Quijote habría pasado de largo, sin interesarse por lo que sucede ante él, pues en tal caso el asunto carecería de atractivo para alimentar sus ansias de aventuras caballerescas. En cualquier caso, el caballero andante ha de buscar aventuras allí donde vea una oportunidad de deshacer un agravio o enderezar un tuerto, tanto si el agravio o el tuerto arranca de un conflicto de intereses económicos, como en la aventura de Andrés, como si tiene otras raíces, como sucede en la mayoría de sus aventuras.

En cuanto a la disputa sobre la bacía/yelmo y la albarda/jaez habida en el patio de la venta de Juan Palomeque, el comentario del cervantista mejicano, desde una perspectiva marxista, difícilmente puede ser más estrambótico. Lo que no es más que una divertida burla a costa de la enfermedad caballeresca del caballero manchego que le alienta a ver en una bacía de barbero el yelmo de Mambrino se convierte, de acuerdo con el rígido esquema marxista que le aplica Osterec, en nada menos que un ejemplo ilustrativo de la imposición de la ideología de las clases dominantes del feudalismo a toda la sociedad (véase op. cit., págs. 128-9). Poco importa que el narrador nos diga que maese Nicolás, sabiendo de qué pie cojea su amigo el hidalgo, quiso poner a prueba su desatino llevando adelante la burla, para que todos riesen, que apenas cuatro párrafos abajo repita que todos ayudan a la burla, excepto el oidor, por estar pensativo en los amores de su hija con don Luis, o que dos páginas más adelante hable de la risa provocada en el auditorio de la venta por los disparates de don Quijote al persistir una y otra vez en que la bacía es el yelmo de Mambrino. Osterc nos hace el favor de desvelarnos su supuesto oculto significado, que hasta ahora nadie había sospechado ni remotamente, a saber:

«El sentido filosófico-social de este debate, a pesar de su aparente futilidad consiste justamente en el propósito del autor de mostrar la dependencia que hay entre la ideología de cierta época y sus clases rectoras, dicho en otras palabras, mostrar el interés que estas clases opresoras tienen en engañar a los demás, o bien a las clases inferiores y oprimidas. Y para corroborar esta tesis nuestra, analizaremos la escena, basándonos en el texto respectivo. Primero, los que apoyan la afirmación errónea de don Quijote de que la bacía es el yelmo de Mambrino, son precisamente los representantes de las clases superiores, aquí especialmente mencionados: don Fernando, hijo del duque Ricardo, Cardenio, hidalgo rico –los dos pertenecientes a la nobleza–, y el cura formando parte del clero...Segundo, la gran mayoría de los que sostenían la verdad eran de la clase inferior». Op. cit., pág. 128

Ni aunque fuesen ciertos los dos hechos aducidos en pro de su tesis, avanzaría un ápice Osterc en el apuntalamiento de la misma. Pero es que ni siquiera los hechos son ésos. No es verdad que los representantes de las clases superiores suscriban la errónea afirmación de don Quijote. Primero, porque se trata de una broma, no asienten en serio al disparate del hidalgo. (Remitimos al lector a nuestro examen, en la cuarta entrega a El Catoblepas, la del mes de Marzo de 2008, de la construcción de la burla). En segundo lugar, porque hay personajes de las clases superiores, nobles como don Luis, o quien ha ascendido en la escala social, como el oidor, además hijo de familia hidalga, que no siguen la broma; y el cura, un párroco de aldea, en cuanto miembro del clero bajo, ni cabe considerarlo como un representante de las clases superiores, sino alguien vinculado al estamento llano, entre cuyos amigos lo mismo está don Quijote, de la baja nobleza, que un villano, como el barbero maese Nicolás, ni asiente a la errónea percepción del hidalgo, sino que se suma a la burla; el mismo maese Nicolás, no siendo un representante de las clases superiores, inicia la burla fingiendo que apoya el desatino de su amigo. Además, hay representantes de las clases inferiores que respaldan la opinión de don Quijote, como el ventero, su mujer, su hija, y Maritornes, quienes se suman a la burla como diversión.

Es verdad que no la gran mayoría, como dice Osterc, sino una mayoría justa de los que sostenían la afirmación correcta de que el objeto de la disputa burlesca es una bacía de barbero pertenecen a la clase inferior. Ésta la respaldan el barbero robado, inicialmente Sancho, bien es cierto que luego, no por convicción, sino por temor al lanzón de su amo, sugiere una opinión alternativa a las dos en litigio: la de que es un baciyelmo; los cuatro criados de don Luis y los tres cuadrilleros, uno de los cuales, al no estar en el secreto de la broma, llega a pensar que los que siguen la opinión de don Quijote contra la correcta del barbero deben de estar totalmente borrachos; pero la respaldan simplemente porque no están al corriente de la burla, pues tanto los criados como los cuadrilleros llegan a la venta cuando la simulada disputa ya está en marcha; a buen seguro que, en caso de haber presenciado desde su inicio la fingida disputa, se habrían sumado con gusto a la burla, fingiendo, como los demás, con independencia de su extracción social, que asienten a la opinión de don Quijote. Y desde luego es una exigua mayoría la que no se pone de parte de don Quijote: si descontamos a Sancho, son ocho los miembros de las clases inferiores que se oponen a la errónea afirmación del hidalgo manchego contra seis – o siete, si tenemos en cuenta Dorotea, que es plebeya, aunque hija de labradores ricos- de estas mismas clases que fingen aceptarla (el barbero maese Nicolás, el cura, el ventero, su mujer, su hija y Maritornes). Pero el papel de este grupo de ocho no es el de participar en la contienda ideológica entre las clases rectoras y las inferiores, sino contribuir a reforzar la comicidad del episodio. Éste en su conjunto resulta más cómico si algunos personajes contradicen a don Quijote que si todos le siguen la corriente, como bien se ve en el gran partido que el narrador le saca al grupo de personajes que le llevan la contraria.

Por otro lado, es ridículo relacionar la materia de la disputa con la ideología de las clases rectoras de la época –es absurdo pretender que la afirmación quijotesca de que la bacía de barbero es el yelmo de Mambrino puede formar parte o tener algo que ver con la ideología de la clase dominante feudal– o con el interés de las clases opresoras en engañar a las inferiores y oprimidas. ¿Por qué habrían de intentar engañar estas clases opresoras a las otras en un asunto tan insignificante y peregrino? ¿Qué beneficio van a sacar con ello, cuando se trata de algo alejado de sus intereses sociales y políticos? ¿No podría incluso volverse contra ellos intentar engañarles en algo tan palmariamente falso, corriendo el riesgo de perder su crédito y autoridad ante unas clases inferiores que perciben que sus superiores han perdido el juicio o, como sostiene el cuadrillero, que están completamente ebrios?

A Osterc le cabe todavía el escape de interpretar el objeto de la disputa en clave simbólica, como la expresión cifrada del tipo de mensajes sociales o morales con que las clases superiores persiguen atraer a los inferiores a aceptar su propia ideología; pero, aparte de que este escape sería una mera especulación gratuita, sin base en la que apoyarse, en tal caso habría que preguntarse por qué los de las clases superiores, por seguir el argumento de Osterc, se empeñan en convertir en objeto de burla lo que, en el fondo, más allá de la superficie aparente, es un importante mensaje ideológico destinado a hacer partícipes a los socialmente inferiores del pensamiento dominante de las clases rectoras y que por tanto merecería tratarse en serio; y asimismo habría que preguntarse cuál es ese mensaje ideológico, su contendido exacto, pues el contenido del pensamiento aparente dirigido supuestamente a los oprimidos está claro, que la bacía es el yelmo de Mambrino; no habría manera de que Osterc= nos diga cuál es el pensamiento equivalente en el orden ideológico feudal. Y todo esto sin contar con que, en el supuesto de que la disputa sobre la bacía/yelmo girase sobre un asunto esotérico indeterminado, el conjunto del episodio se transformaría en algo oscuro e incomprensible y se desdibujaría su construcción como burla cómica.

Pero esto no es todo. La exégesis del crítico marxista del pleito de la bacía/yelmo de Mambrino, sin que él se dé cuenta, vuelve absurda e incoherente la conducta de don Quijote en relación con la interpretación que del protagonista de la novela nos brinda Osterc. ¿No quedamos en que el caballero manchego es un revolucionario progresista que anuncia una sociedad nueva, aunque utópica? ¿Cómo es que, muy contrariamente, en este episodio se nos presenta como un agente al servicio de las clases superiores y opresoras, y haciendo apología de la ideología del feudalismo? Si, como tantas veces repite el cervantista mejicano, don Quijote no está conforme con el sistema del feudalismo, sino que contrariamente en sus discursos, disquisiciones, pláticas y arengas, como en sus acciones, manifiesta su profunda disconformidad con este sistema social opresor, un orden asentado sobre la opresión y la injusticia, contra lo que se rebela, no se entiende cómo ahora es el caballero manchego, junto con los que le apoyan, el que quiera imponer a los demás, a los miembros de las clases inferiores y oprimidas, usando la fuerza coactiva si es preciso (al cuadrillero que osa llevarle la contraria intenta asestarle un golpe con el lanzón, aunque infructuosamente), la errónea afirmación de que la bacía es el yelmo de Mambrino y la albarda de jumento, jaez de caballo. Don Quijote no puede ser a la vez, según convenga, un revolucionario y un instrumento al servicio de las clases dominantes.

La exégesis antiliberal y anticapitalista de Ramón Chao

Terminemos con una observación final. Después de Osterc, no ha aparecido ningún ensayo de interpretación marxista del Quijote de la relevancia del emprendido por el crítico mejicano. Eso no quita para que ocasionalmente se publique algún trabajo en una línea similar. Tal es el caso de la reciente publicación de un artículo, titulado «¿Don Quijote neoliberal?», por el escritor y periodista Ramón Chao en la revista mensual Le monde diplomatique en español (nº 157, Noviembre de 2008), en el que, como en Osterc, al que Chao desconoce, se produce una alianza entre el materialismo histórico marxista y un alegorismo abiertamente esotérico. El intérprete mejicano escribía todavía en un tiempo en que el marxismo gozaba de un gran prestigio académico e intelectual; el periodista español en un tiempo en que se ha producido el derrumbe del marxismo en todos los órdenes y ha quedado hundido en el desprestigio. Quizás por ello Chao no hace gala del materialismo histórico de perfil nítido que maneja Osterc, sino de un materialismo histórico diluido o difuso, que no se atreve siquiera a mentar por su nombre, pero que sin duda opera en su visión del Quijote y que aplica de la misma forma grosera que el exegeta mejicano. Y los resultados son similares a los de éste.

Entre otras lindezas, nos pinta a un Cervantes fustigador del capitalismo emergente de su época y que comprendió el concepto de plusvalía siglos antes que Marx. Como prueba de la hostilidad de don Quijote al capitalismo, nos ofrece toda un perla de alegorismo descabelladamente esotérico en que los gigantes contra los que en la aventura de los molinos combate el valeroso caballero son en realidad los Fugger o, como se le llamaba en España, los Fúgaros, los célebres banqueros alemanes, máximos representantes del capitalismo del siglo XVI, a los que, según Chao, el rumor público atribuía la propiedad de los molinos. Los negocios de los Fúgaros, nos informa, se extendían a los cereales y a los molinos, pero las especulaciones con las cosechas a expensas de los campesinos y sus abusos en la incautación de bienes y casas en caso de impagos fomentaron en el pueblo un odio masivo contra la «multinacional» de los Fúgaros. Pues bien, don Quijote, como paladín de los pobres y oprimidos, no hace otra cosa que expresar el furor vengativo y justiciero del pueblo a través de su batalla contra los gigantes, que no son sino figura de los odiados Fúgaros.

Como remate de su faena, el autor nos regala dos perlas más de esoterismo delirante. Primeramente, nos revela que el subcomandante Marcos cuando denuncia la construcción en Oaxaca de 2.100 molinos de viento que cubrirán 110.000 hectáreas viene a ser la reencarnación del don Quijote combatiente de molinos. Por último, en el terremoto financiero que sacudió el pasado otoño a Bolsas y bancos derrumbando a los «desaforados gigantes» que acosan a las gentes de nuestra época ve nada menos que la venganza de don Quijote.

La interpretación de Ramón Chao se presenta como una reacción contra las interpretaciones liberales o, como le gusta a él decir, neoliberales del Quijote, al estilo de la ofrecida por Mario Vargas Llosa en el artículo «Una novela para el siglo XXI» –publicado como prólogo de la edición del IV centenario del Quijote (Alfaguara, 2005)–, donde Chao ve un intento de presentar la novela de Cervantes como una prefiguración del neoliberalismo iniciado en 1980 por Margaret Thatcher y Ronald Reagan. Pero en su reacción ante el escándalo que le producen las concepciones de la magna novela del tenor de la de Vargas Llosa incurre en errores similares, aunque de signo diferente, a los que pretende combatir. Como bien sabe el lector que hasta aquí nos ha seguido, después de haber examinado tanto las interpretaciones políticas como sociales del Quijote, está meridianamente claro que éste no respalda, desde luego, la hermenéutica liberal o neoliberal de la gran novela, pero tampoco la hermenéutica marxista, socialista o anticapitalista o simplemente crítica del capitalismo, hacia la que se orienta Chao. Tanto una como otra son sencillamente descabelladas y no contribuyen en nada a entender mejor la obra, sino sólo a tergiversar el verdadero sentido de ésta.

Conclusión

Como balance final del estudio de las interpretaciones sociales del Quijote, concluimos afirmando que la novela no es una alegoría social, cuyo referente simbólico sea la sociedad española o su organización social feudal o estamental o de clases o de castas; que sus figuras principales, o secundarias, no son símbolos sociales, que personifiquen estamentos, castas, clases o sectores sociales y que, como tales, haya que entender su significado y función literaria; y que, por consiguiente, la magna obra no es una novela esencialmente social, cuya moraleja oculta sea una idea de este tenor, todo ello sin perjuicio de que contenga, como bien se ha podido comprobar, un importante arsenal de materiales de carácter social. Este arsenal nos permite reconstruir el marco social sobre o en el que se desenvuelven los personajes investidos de su correspondiente papel en el seno de la sociedad, pero no se debe olvidar que, si bien sin la consideración de su contenido social no se entiende cabalmente el Quijote, tal contenido, cuya importancia hemos analizado y sopesado, no constituye el núcleo de la novela como obra de arte.

No por ello deja de reflejar a la vez, pero siempre en subordinación a superiores designios artísticos, el estado social de la época, bien que selectivamente. Y a la vez que registro selectivo de una época, no deja de dirigir su mirada crítica sobre muchos aspectos de aquella sociedad: censura las penalidades y estrecheces de los estudiantes y de los soldados; alude al abandono de los esclavos negros por agotamiento de sus fuerzas o por vejez; reprocha, a través de Sancho, a los nobles y gobernantes que dedican demasiado tiempo a la caza en detrimento del cumplimiento de sus obligaciones; satiriza a los médicos chapuceros (II, 71 y 47) y a los cirujanos, a los que con desdén se les tacha de «sacapotras»; zahiere a los eclesiásticos mezquinos que gobiernan como consejeros las casas de los nobles; vitupera las corruptelas en la adjudicación de premios en los concursos literarios y en la concesión de licencias universitarias (II, 18), &c.

 

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