Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 94 • diciembre 2009 • página 9
Primera parte de la interpretación de Carreras del Quijote de acuerdo con los patrones de la psicología de los pueblos, en que el autor pretende reconstruir la mentalidad y psicología colectiva de los españoles a través de las ideas de Derecho público reflejadas en la magna novela.
Tomás Carreras Artau ha realizado el proyecto más ambicioso de interpretación sistemática del Quijote desde la perspectiva de la psicología de los pueblos, disciplina que él invoca desde el primer momento. Su gran contribución al respecto, La filosofía del derecho en el «Quijote» (1904, aunque el libro estaba acabado en 1903) lleva como subtítulo Ensayos de psicología colectiva. Desde el principio su libro está planteado de forma consciente como un ensayo sistemático sobre la mentalidad y alma de los españoles según se reflejan en el pensamiento jurídico allí contenido, planteamiento que resume así en el prólogo:
«En el libro de Cervantes se halla estuchada el alma de todo un pueblo. Revelar a través de la gran epopeya el estado integral de la conciencia ético-jurídica de la España del siglo XVl, poniendo a continuación los procedimientos de la novísima Psicología de los pueblos; he ahí el leit motiv de mis investigaciones».
Pero no se trata sólo, como esta cita podría sugerir, de explorar la «conciencia ético-jurídica de la España del siglo XVI» según se revela en la novela cervantina, sino que esto no es más que el instrumento para llegar a conocer la mentalidad general de los españoles y del alma que en ésta se manifiesta.
Por supuesto, el autor, para acometer este proyecto, asume los postulados hermenéuticos del romanticismo de los que la psicología de los pueblos se apropió, postulados que no sólo emplea, sino que los expone como introducción a su estudio. Supone la realidad existencial de una mentalidad, conciencia o espíritu colectivos (a lo largo del libro usa muchos otros nombres), que no es la suma de las opiniones o conciencias individuales, sino su producto, y que esta mentalidad o espíritu general se encarna particularmente en las obras maestras de la literatura, particularmente en las de género épico. Y como, acabamos de ver, Carreras no tiene duda alguna de que el Quijote es una epopeya, la gran epopeya nacional, lo que repetidamente nos recuerda en su ensayo, y al que, a la manera de Unamuno, también considera como la «Biblia española». Ahora bien, habida cuenta de que las epopeyas nacionales, y el Quijote lo es, vienen a ser el resumen de una civilización en una época y con ella de sus costumbres y derecho, habrán de contener abundancia de materiales jurídicos, a través de los cuales podremos averiguar el pensamiento jurídico de un pueblo y finalmente el espíritu de este pueblo. Tal es la idea que guía a Carreras en su aproximación a la novela cervantina, una obra épica cuyo autor es un poeta nacional que, al igual que Homero o el autor del Cantar de mío Cid en su momento, es «el mejor intérprete de la vida del Derecho», «el oráculo de la sabiduría jurídica popular» (ibid., pág. 10).
La influencia de Costa es harto evidente, cuya obra Carreras elogia y de la que se erige en continuador. Lo que hizo el aragonés con los romances y cantares de gesta es lo que pretende hacer el catalán con el Quijote. Si aquél investigó la filosofía popular del Derecho contenido en éstos, para desentrañar los ideales políticos del pueblo y, finalmente, el alma colectiva española, lo mismo se propone Carreras, también jurista de formación, con la que considera la gran epopeya española del siglo XVI. La única diferencia relevante entre el proyecto de ambos, que viene dada por la diferencia del material literario con que trabajan, es que Carreras ha de ocuparse no sólo del pensamiento jurídico emanado del pueblo, sino del pensamiento jurídico reflexivo, doctrinal o de escuela, porque en el Quijote no sólo se refleja la filosofía del derecho popular, sino la filosofía académica o reflexiva. Supuesto esto, ¿qué hilo o estrategia conviene seguir para investigar las huellas en la gran novela épica de la total filosofía jurídica española de la época, que incluye tanto la de carácter científico como la popular? ¿Cómo clasificar un material como parte de la filosofía jurídica popular o de la filosofía reflexiva?
La respuesta la encuentra Carreras en el simbolismo alegórico de los principales personajes. Don Quijote se nos presenta como símbolo del pueblo español en su manifestación aristocrática o, para decirlo con una palabra de su gusto, aristárquica; y Sancho, como símbolo del pueblo español en su manifestación plebeya. Esto es, por boca de don Quijote, culto e ilustrado, Cervantes habría hecho hablar a los filósofos, teólogos y escritores políticos en general, mientras que por boca de Sancho habla el pueblo llano al que encarna. Esto no quiere decir, según Carreras, que Cervantes se plantease deliberadamente convertir a los dos grandes personajes en personificaciones a priori; su tesis es que impensada, inconscientemente, don Quijote resulta ser a la postre, si no de entrada, una buena encarnación del pueblo español en su vertiente aristárquica, y lo mismo sucede con Sancho, quien, sin un propósito consciente por parte de su creador, resulta ser una personificación impremeditada a posteriori del pueblo español, al igual que el cual piensa y obra.
En cualquier caso, bien se trate de un alegorismo consciente o inconsciente, a través de don Quijote, supuesto que constituye la personificación reflexiva del sector aristárquico de la sociedad, se podrá reconstruir la filosofía del derecho doctrinal; y a través de la tosca figura de Sancho, quien piensa, habla, siente y obra igual que el pueblo español, la filosofía del derecho espontánea y popular; y con ello habremos reconstruido el total pensamiento jurídico español de la época, tanto el aristárquico como el popular. De acuerdo con esta idea, el método de estudio del Quijote va a consistir en interpretar el texto situándolo en la época en relación con el modo de pensar de la misma, ya sea el aristocrático, representado por filósofos, teólogos y escritores políticos en general, ya el popular, recogido en refranes, adagios y proverbios, a los que Carreras considera como fórmulas en las que cristalizan estados de la opinión general. Así, pues, los textos de interés jurídico en los que habla don Quijote se analizarán en el contexto del pensamiento jurídico doctrinal español del Siglo de Oro; y los pasajes en que habla Sancho, pero también cualquier personaje de extracción plebeya, se iluminarán con refranes y adagios de aquel entonces y se considerarán como representativos del común sentir jurídico del pueblo llano. Ahora bien, la meta final de Carreras no es meramente ofrecer un cuadro sobre la filosofía del derecho, reflexiva y popular, de la España del Siglo de Oro, sino en un proceso de ascensión generalizadora que abarca dos fases, revelar la psicología colectiva del pueblo español, que anida en sus producciones jurídicas. En una primera fase, una vez reconstruida la concepción del derecho del pueblo español y definidos los rasgos fundamentales del espíritu jurídico que imprime a ésta su carácter, Carreras se propondrá definir las características de la mentalidad española y en la fase final definir los rasgos del alma colectiva que en ésta se expresa.
Así que la primera operación pasa por reconstruir los contenidos fundamentales de la filosofía del derecho según se revela en el Quijote. Naturalmente, esto no quiere decir que Cervantes se propusiese exponer una concepción sistemática del derecho. Pero esto no obsta para recolectar los materiales e ideas dispersos por el libro y bosquejar los elementos y rasgos esenciales de la filosofía española del derecho, tanto doctrinal como popular, del tiempo de Cervantes, del que la novela es, nos dice Carreras, «una representación cinematográfica». Para ordenar, clasificar y sistematizar el material jurídico, a través del cual podemos descubrir las ideas fundamentales de los españoles de la época sobre aspectos centrales del pensamiento moral, social y político, el autor sigue un plan basado en la distinción jurídica entre Derecho público, en el que incluye el Derecho internacional, Derecho político-administrativo, Derecho penal y Derecho procesal, y el Derecho privado, donde aborda el Derecho de la persona, de la familia y de la propiedad. Luego, en cada rama del Derecho examinada el autor va siguiendo dos hilos, el de las concepciones científicas del derecho de los filósofos, juristas y escritores políticos, y el de las concepciones populares adscribibles al pueblo, para señalar las convergencias y divergencias entre ambas hebras de pensamiento.
En esta labor ordenadora y sistematizadora el autor se entrega a un escrutinio riguroso, detallado y escrupuloso de los textos que le permiten sacar a la luz tal cantidad de materiales de trascendencia jurídica, muchos de ellos insospechados, que dejan asombrado al lector al comprobar que la gran novela atesore tal riqueza de pensamiento relativo al derecho. No menos meritoria es la tarea que despliega al cotejar el pensamiento jurídico del Quijote con la ideas de los grandes figuras de la época, ya sea Luis Vives o los filósofos y teólogos escolásticos, como Vitoria, Soto, Molina, Suárez, Mariana, etc., o escritores políticos diversos, como Las Casas, Saavedra Fajardo, Rivadeneyra, Quevedo, o la tradición jurista medieval, como san Agustín, santo Tomás o Graciano, en todo lo cual el autor da cumplida muestra de un excelente conocimiento de primera mano del pensamiento español de los siglos XVI y XVII, así como del pensamiento medieval.
En el resumen que ofrecemos a continuación seguimos el mismo plan y orden de Carreras, un resumen comprimido de una exposición extensísima que comprende gran parte de su libro, y de la que extractamos los resultados principales a los que llega el autor en vista de la meta de descifrar la psicología colectiva del pueblo español.
Ideas sobre la guerra y la paz
Las ideas de Derecho internacional en el Quijote giran alrededor del tema de la guerra. Se admite sin reservas el derecho de hacer la guerra justa de conformidad con la doctrina establecida por el pensamiento español de la época. Y se definen expresamente las justas causas de la guerra en un pasaje de la aventura del rebuzno, así como el fin de la guerra, que es alcanzar la paz, en el discurso sobre las armas y las letras. Las cinco causas alegadas como base de una guerra justa se reducen, en el fondo, a una sola: la legítima defensa. En la novela no sólo se abordan las cuestiones precedentes, relativas a lo que los escolásticos llamaban el ius ad bellum, el derecho a la guerra, sino también se menciona el ius in bello, el derecho en la guerra, es decir, que la guerra, aun siendo un hecho de fuerza, está sometida a unas leyes, como recuerda don Quijote en su discurso: «Porque la guerra tiene sus leyes y está sujeta a ellas» (I, 38).
Naturalmente, el tratamiento de estas materias por Cervantes, para probar su conformidad con la filosofía reflexiva de la guerra y la paz de la época, lo acompaña Carreras con las citas pertinentes de las grandes figuras de entonces (Luis Vives, Vitoria, Soto, Suárez, etc.); una filosofía de la que Carreras destaca sus raíces cristianas, derivada de la tradición filosófica cristiana medieval, que arranca de san Agustín («No se busca la paz para hacer la guerra, sino que se hace la guerra para conseguir la paz», Epístola a Bonifacio, 189), y continúan santo Tomás y, entre los juristas, Graciano. Sorprende que tan buen conocedor de la filosofía escolástica no mencione a Aristóteles como fuente remota de las doctrinas escolásticas sobre la guerra y la paz.
Carreras se congratula del rechazo de la guerra de conquista como uno de los grandes logros de la filosofía académica española del siglo XVI, respaldada por escritores políticos y poetas, como el propio Cervantes, aunque no omite citar a las voces discrepantes, como Sepúlveda, al que acusa de haber defendido descaradamente la conducta de los españoles en América; ni tampoco a los que admitían la conquista, pero sólo como consecuencia punitiva de la guerra, como Saavedra Fajardo y sobre todo Mariana, al que moteja de furibundo militarista. Pero estas excepciones no empañan el hecho de que casi todos los hombres cultos de la época prestasen su apoyo a los principios humanitarios del derecho de la guerra, en cuya defensa los Vitoria, Soto y Suárez no estuvieron solos, sino acompañados por muy diversos autores que escribieron de asuntos políticos, como Las Casas, Fernán Pérez de Oliva, Guevara, Rivadeneyra, Márquez, Saavedra Fajardo y hasta los escritores poetas, como Cervantes o Quevedo.
Pone énfasis Carreras en el atraso de las concepciones populares con respecto a las concepciones científicas. Ni en los refranes del Quijote ni en los de la época ni el pensamiento de Sancho y demás personajes de origen plebeyo detecta indicios de ideas similares a las de la filosofía escolástica sobre la guerra y la paz. Pero de acuerdo con sus propios principios exegéticos, sorprende que en el elogio que tributa Sancho a don Quijote, después de escuchar su discurso acerca de las causas de una guerra justa, al que no duda en ensalzar definiéndolo como teólogo («tólogo», en su lenguaje prevaricador), no vislumbre un indicio de aprobación por parte del escudero de la filosofía expuesta por su amo teólogo y por tanto, a través del criado, del pueblo llano, su referente simbólico. Cabe incluso preguntarse si al poner en boca de Sancho esa palabra Cervantes no nos está invitando, consciente o inconscientemente, a que asociemos a don Quijote con los teólogos que en aquel tiempo enseñaban las mismas doctrinas en las aulas y los púlpitos.
Por último, Carreras reclama la atención sobre un rasgo que considera característico de aquel periodo de la historia de España: se trata del contraste abrupto, incluso contradicción española, entre el plano de la brutalidad de los hechos, en que España se entrega a guerras de conquista en América, y el plano doctrinal de la alta cultura española, integrada por filósofos y teólogos con Vitoria a la cabeza, y por escritores y poetas, que, según su interpretación, defienden una filosofía de la guerra y la paz incompatible con la guerra de conquista. De ahí los sentimientos ambivalentes del autor ante la obra española en América, en la que ve una mezcla de ingente labor civilizadora con barbarie y rapacidad de los conquistadores:
«Y es que de los dos extremos de la contradicción, con ser irreductibles, el uno ha generado al otro, y ambos a dos son grandes cada uno desde su punto de vista. Admiro sin rubor aquella inaudita barbarie de los españoles, que abrió un continente a la civilización. Blandió el hierro insano del conquistador, cierto; pero jamás había descrito órbitas de una más caprichosa poesía. Toda la gestión española en el nuevo mundo obra como enérgico reactivo, cuyo precipitado fue un mundo todavía más nuevo de ideas, singularmente en el Derecho internacional. La voz disonante de un Sepúlveda es ahogada en el coro al unísono de los precursores eficientes de una Ciencia, y por la campaña implacable del OBISPO DE CHIAPA [es el autor el que destaca en mayúsculas a Las Casas]. Contra la rapacidad de aquel enjambre de conquistadores, es de admirar la más reposada y la más nutrida de las discusiones científicas. Todo el ruido mundano de aquella serie inacabable de proezas bélicas, no es parte a nublar la serenidad de los doctores españoles... Entonces, precisamente entonces, ‘el Sócrates de la Teología española’ funda sobre bases inconmovibles la Ciencia del derecho de la guerra, en tanto que allana el camino de Grocio en la total esfera del Derecho internacional. Con el coloso español al frente, las naciones europeas todavía en pleno estado natural... pugnaban por desgarrarse; pero es un VIVES, es un SUÁREZ, quienes al propio tiempo pregonan en los términos más contundentes la fraternidad entre todos los pueblos. ¿Qué más? Hasta la misma Literatura que se nutre de lo maravilloso, no se emborracha con las conquistas militares: mantiénese en un honesto deleite, y la palabra «paz» brota con unción evangélica de la boca egregia de los primeros poetas. Conviene insistir de nuevo, porque se trata del certificado de buena conducta de una generación pretérita. Op. cit. págs». 100-4
Esta contradicción viva entre las gestas brutales y las ideas sublimes sobre la guerra y la paz es uno de los hechos que alega Carreras para hablar, como Unamuno, cuya obra desconoce, del pueblo español como pueblo de los extremos. Y justo en el extremo de lo sublime ubica a Cervantes, al que enaltece por no hallarse en el Quijote, la gran epopeya española, atisbo alguno de apología de la guerra de conquista, ni apoteosis de episodios bélicos, que en otros tiempos hicieron los poetas nacionales, no digamos Homero y Virgilio, y por haberse colocado al nivel de los científicos. Con exageración termina elogiándolo como el Tolstoy español del siglo XVI. Sobre esto último sólo diremos dos cosas: que Cervantes no fue un pacifista a la manera de Tolstoy, ni su defensa de los principios de la guerra justa entraña que viese la conquista de América con los ojos de Carreras. Cervantes no experimentó contradicción alguna entre lo uno y lo otro; de hecho, como establecimos en la quinta parte del estudio sobre las interpretaciones políticas del Quijote, ensalzó, por boca de don Quijote –sorprende que este hecho haya pasado inadvertido a Carreras– las hazañas de Cortés y los suyos en la conquista de México.
Ideas sobre la monarquía, el Estado y el gobierno
En la esfera del Derecho político-administrativo, Carreras explora las ideas sobre la realeza, el Estado y el gobierno que en el Quijote parecen esbozarse. Por lo que concierne a la primera, en la novela se dibuja la concepción paternal, patrimonial y absoluta de la monarquía como principios capitales de la filosofía política tanto reflexiva como popular y por tanto como rasgos generales de la conciencia colectiva de la época. El autor no deja de reseñar, no obstante, la existencia de unas pocas voces discrepantes que cuestionaron el carácter patrimonial y absoluto de la monarquía y abogaron por la restauración de una monarquía tradicional y limitada, restringida legalmente por las Cortes, entre las cuales descollaron Fox Morcillo, Rivadeneyra y sobre todo Mariana. Pero la conciencia popular reflejada en el Quijote (y asimismo en el teatro clásico) se inclinaba en pro de la monarquía patrimonial y absoluta e igualmente un sector importante de escritores políticos, como Quevedo o Fernández de Navarrete.
El autor consigna, en un tono de lamento, que en el gran libro cervantino no se halla la más leve alusión que recuerde a las antiguas Cortes, lo que le lleva a pensar que Cervantes, como la España que refleja, se muestra propicio a la evolución de la monarquía en un sentido absolutista. Pero se congratula por el hecho de que esa deriva hacia el absolutismo y al despotismo, se halla contrapesada por la restricción del poder omnímodo del rey mediante el principio, reconocido por Cervantes, de que no sólo los gobernantes en general, sino el primer gobernante, el príncipe o rey, está sujeto al cumplimiento de las leyes. En efecto, en el pasaje en que el comisario se niega en nombre de la misma justicia a obedecer la orden de don Quijote de soltar a los galeotes, se sugiere que el rey carece de autoridad para saltarse las leyes («los forzados del rey, dice, quiere que le dejemos, como si tuviéramos autoridad para soltarlos, o el ( rey) la tuviera para mandársnoslo» [cursivas del autor], I, 22)
Las ideas precedentes sobre el rey como padre y cabeza de la nación y propietario del reino sobre el que ejerce un poder soberano e indivisible habían de conducir a un Estado fuertemente intervensionista en todos los ámbitos de la vida social, al que Carreras califica de Estado-providencia, y en el que no hay distinción de poderes. A este Estado-providencia, que se manifiesta en todas las áreas de gobierno y que trata de organizarlo todo desde arriba, se le encomienda, según se observa en la novela, una misión moral y estética (la censura previa literaria o, como se propone Sancho en su gobierno, premiar a los virtuosos); una misión religiosa, como se refleja en los pasajes sobre la expulsión de los moriscos o en el gobierno de Sancho en que se impone como tarea respetar la religión, honrar a los religiosos, lo que incluye privilegios, honores y preeminencias para éstos, y establecer un control de la autenticidad de los milagros; y una política económica intervensionista, benefactora y de tutela, destinada a promover la riqueza y la prosperidad, y para cuyo efecto el gobernante, como bien se ve en el gobierno de Sancho, está facultado para reglamentar el mercado y el trabajo imponiendo tasas en la venta de los artículos de consumo y en los salarios, atajar la mendacidad, controlar los abastos, etc.
En todo esto, Cervantes o, si se prefiere, su criatura Sancho el gobernador, no es un innovador político, sino que se limita a interpretar la conciencia general de la época, tanto el común pensar del sector aristárquico de la sociedad como el de la gran masa del pueblo español. Sobre esto habría que hacer, por nuestra parte, una matización: mientras la función moral y religiosa del poder político era unánimemente aceptada, no sucede lo mismo con la política económica reglamentista de precios y salarios, asunto en el que hubo una controversia entre los defensores del intervencionismo estatal, como Domingo de Soto y Melchor de Soria, quien hizo una firme defensa de la tasa de trigo, aunque años después cambió de opinión, y los partidarios del mercado libre, como Martín de Azpilcueta, el doctor Navarro, o Luis de Molina, quien fue la gran autoridad de la época en la oposición a que el gobierno fije el precio del trigo (sobre el debate acerca de la libertad de precios, que giró alrededor de la tasa del trigo, véase el excelente libro de Francisco Gómez Camacho, Economía y filosofía moral. La formación del pensamiento económico europeo en la Escolástica española, Síntesis, 1998, págs. 187-205).
En cuanto a la doctrina de la división de poderes o de la unidad del poder político, Carreras encuentra en el gobierno político de Sancho su perfecta encarnación. El poder de Sancho es un poder delegado y dependiente de su señor jerárquico, el Duque, pero el poder recibido es total y uno, no desmembrado. Reúne en su persona la potestad legislativa, que se materializa en «las constituciones del gran gobernador Sancho Panza», la ejecutiva en plenitud, con sus correspondientes atribuciones militares, policiales y administrativas, y la judicial, ya que es juez de derecho, que interroga, inquiere, sentencia y ejecuta contra los culpables. Después de un minucioso escrutinio de la labor judicial de Sancho, el jurista catalán llega a una conclusión crítica acerca de los que lo enaltecen como juez o ensalzan al propio Cervantes como jurisperito, como había hecho Antonio Camero en su opúsculo Jurispericia de Cervantes (1870):
«Constituyen los casos expuestos [los juzgados por Sancho] un archivo de candor, de ingenio, de travesura poética, pero no arguyen ningún conflicto serio de Derecho. Destejidos por los toscos personajes del Quijote, y rematados espontáneamente por el juez Panza serán siempre bellos: aquellos mismos casos atribuidos reflexivamente a Cervantes, empingorotado hasta la categoría de hombre de leyes, y encargado de interpretarlas, no pasarían de una solemne inocentada. Ni en broma es lícito hablar de la ‘Jurispericia de Cervantes’. Nótese que es tan pobre de recursos el Manco en su improvisada función jurispericial, que se limita a glosar por lo común unos cuentos populares». Op. cit., pág. 407
Examinadas las ideas políticas reveladas en la novela, el autor arremete, sin remilgos, contra la leyenda de un Cervantes demócrata, propalada por Benjumea y sus partidarios, tachando de absurda la mera suposición de un pensamiento político democrático en el Quijote. El resumen expuesto, sin entrar en más detalles, sobre el gobierno paternal –considerado por Kant como el más despótico, porque en él los ciudadanos son tratados como niños–, en el que una misma persona, como Sancho, concentra todos los poderes, establece las leyes, las ejecuta y juzga su aplicación, basta para despachar tan disparatada atribución.
Carreras termina este punto exaltando la alta dimensión ética del pensamiento jurídico y político español de los tiempos cervantinos como uno de sus grandes logros, aspecto que asimismo se espeja en el Quijote, particularmente en los consejos político-morales con que don Quijote instruye a Sancho. Esa impregnación ético-moral de la política condujo a la España del Quijote a repudiar la irrupción de las concepciones de Maquiavelo, tarea en la que brilló especialmente el padre Rivadeneyra, al que Carreras encomia efusivamente:
«La voz de Rivadeneyra fue en la esfera de la política, lo que la voz de Vitoria había sido en la esfera del Derecho internacional: fue el santo y seña, por virtud del cual una generación compacta de escritores unánimes –filósofos y poetas, o si se quiere, la cultura de todo un pueblo– formuló la protesta más formidable y más sentida contra las repugnantes doctrinas del tristemente célebre autor de El príncipe. Ob. cit., págs. 199-200
Ideas sobre el delito y la pena
En el Quijote se hallan reflejadas las líneas maestras del Derecho penal de la época. Por lo que concierne a la sanción de los delitos, en la conciencia general estaba arraigada, amén del derecho y deber de la sociedad de castigar, un deber de penar que se situaba por encima del propio monarca, y del carácter personal de la pena, el principio de que la justicia penal es una función pública y social del Estado o del monarca, que vemos reconocido hasta por Sancho: «La justicia es el mesmo rey» (I, 22). No obstante, en la novela se evidencia aún la existencia de reminiscencias de una justicia penal privada realizada por particulares, como se percibe en las múltiples apelaciones de don Quijote a la venganza penal privada, pues una y otra vez habla de «vengar injurias» o de tomar «desaforada venganza» (II, 59), como si hubiera una venganza según fuero y por tanto legal.
A nuestro juicio, sin perjuicio de que en aquel tiempo había costumbres en las que se hacía patente una justicia privada, como la vigencia del duelo o la usanza de matar a sus mujeres los maridos celosos o engañados, las declaraciones del hidalgo manchego no sirven para testimoniar la pervivencia de la venganza como justicia penal privada, sino sólo su remembranza, pues él no habla ahí como portavoz de su tiempo, sino de los libros de caballerías, que reflejaban costumbres del pretérito feudal. Lo que en el Quijote eran sólo remembranzas se corresponden con realidades del presente en las concepciones de los científicos del Derecho. Vives tiene dudas sobre la licitud de la guerra privada; Mariana y Soto justifican el recurso a la venganza privada en ciertos casos excepcionales. En particular Soto, luego de proclamar que sólo a la República, al príncipe y al magistrado público es lícito matar a los malvados, aprueba que el monarca conceda a particulares la facultad de matar a ladrones públicos y enemigos declarados de la República, pero mediante previa sentencia condenatoria.
Si con respecto a la aceptación del principio de la justicia penal ejercida por el Estado o el monarca la conciencia colectiva se manifiesta unánime, en cambio, con respecto a la finalidad de la pena encuentra Carreras un marcado contraste entre las concepciones populares y la filosofía penal de los científicos (filósofos, teólogos y jurisconsultos). Éstos últimos, entre los que descuella Soto, sostienen que la pena tiene un fin social, la protección de la sociedad y del Estado, al que se subordina el fin secundario de la corrección del delincuente, idea que se extrema en el citado Soto al declarar irrelevante la enmienda del culpable: «Pues la pena impuesta por el poder público no se endereza a procurar la enmienda ni el bien del culpable, sino el bien público, atemorizando a lo demás»; bien es cierto que algunos, como Mariana, Rivadeneyra y Saavedra Fajardo, ponderan tanto la piedad, misericordia y clemencia del príncipe, que a veces parecen abrazar la idea de la enmienda o, al menos, parecen atemperar con ésta la inflexible función social de la pena.
Por el contrario, la masa del pueblo, según se revela su pensar en refranes («Quien yerra y se enmienda, a Dios se encomienda», II, 28; «Dios lo oiga, y el pecado será sordo», II, 58) y proverbios bíblicos («Dios hace salir su sol sobre los buenos y los malos», I, 18), se inclina por la corrección penal del delincuente como fin primario de la justicia penal, concepción a la que tienden escritores políticos, como Antonio de Guevara, Bernardino de Sandoval, Tomás Cerdán de Tallada y Quevedo. En otras palabras, mientras entre los científicos del Derecho penal, el criterio penal predominante es un criterio objetivo, cifrado en el principio de la defensa de la sociedad, de manera que la corrección del culpable queda relegada a segundo término, incluso a veces, según vimos en Soto, anulada ante el principio de la defensa de la sociedad o el Estado, en el pueblo, en cambio, aquel criterio se transforma en eminentemente subjetivo o individual, en la medida en que la medida de la pena la da la rehabilitación o corrección moral del delincuente que se persigue. Incluso en el caso de la venganza, que la masa popular respalda según se espeja en el Quijote y que se mantenía todavía con fuerza en el pueblo español del tiempo de Cervantes, se mantiene el criterio subjetivo, ya que en esta situación la medida de la pena la proporciona el deseo del ofendido o vengador. Carreras sitúa la posición de Cervantes (según se desprende de los consejos que don Quijote da a Sancho sobre la necesidad de que el juez sepa conjugar la severidad de la justicia con la clemencia y la misericordia, y de la plática de don Quijote con Roque Guinard en la que le exhorta a abandonar su vida de delincuente y a regenerarse) en la línea del sentimentalismo penal que tanto caracteriza a la masa del pueblo.
El intento de utilizar el simbolismo de los dos personajes principales para desentrañar la conciencia general jurídica de la época chirría en ocasiones. Si, de acuerdo con la tesis de Carreras las posiciones de don Quijote reflejan el pensamiento jurídico de la elite intelectual o ilustrada de la sociedad, tenemos un problema, porque en el seno de ésta hay división de opiniones. Por tanto, en el supuesto de que sea correcta su interpretación de don Quijote como abogado del correccionalismo, sólo cabe afirmar que su posición coincide con la de una parte reducida de esta elite y que, en consecuencia, no es representativa del conjunto del sector aristárquico de la sociedad.
Más graves son las consecuencias de la segunda observación que queremos hacer. Se refiere a la posición de don Quijote y de Sancho ante la venganza. Como hemos visto, el hidalgo no pocas veces invoca la venganza, pero esto está en contradicción con la filosofía reflexiva de la época, que supuestamente representa, de acuerdo con la exégesis simbolista de Carreras. Pues ya vimos que los especialistas en Derecho de la época sólo excepcionalmente admiten lo que cabría considerar como venganza privada o justicia penal privada. Pero don Quijote convierte la venganza y la justicia privada en una práctica común, a la manera de los caballeros andantes. Curiosamente, la posición del pacífico Sancho es más afín a la del estamento intelectual de su tiempo que la de su amo. Pues mientras éste invoca muchas veces la venganza, incluso por motivos nimios, el escudero la condena. Cuando su señor le anima a que tome venganza de los comediantes de la carreta de la Muerte, uno de los cuales se apodera de su rucio, pero luego lo deja, el criado le replica con una condena de la venganza como algo anticristiano: «No hay para qué, señor, tomar venganza de nadie, pues no es de buenos cristianos tomarla de los agravios» (II, 12, 630).
Paradójicamente, en este punto, las ideas de don Quijote, supuestamente representante del pensamiento de los doctos o letrados, son las que están en consonancia con las de la masa popular, que, según nos lo pinta Carreras, era más proclive, según lo refleja el Quijote en la aventura del rebuzno (en que las gentes de dos pueblos están dispuestas a enfrentarse con armas simplemente porque los lugareños de uno de los pueblos se han burlado con un rebuzno de los del otro pueblo) o en los refranes («A cada puerco le llega su San Martín», II, 62), mientras que las de Sancho impugnan la de aquellos a los que debería representar y concuerdan con las de aquellos con quienes en este punto tendría que discrepar. Es cierto que don Quijote en un momento de lucidez, en el discurso sobre las justas causas del uso de las armas, también reprueba la venganza: «El tomar venganza injusta, que justa no puede haber alguna que lo sea, va derechamente contra la santa ley que profesamos» (II, 27, 764), pero su prédica se dirige a los demás, a los lugareños de los pueblos rebuznadores, no se la aplica a sí mismo, cuya práctica la invalida.
Por último, merece destacarse la importancia que, desde el punto de vista criminológico, concede Carreras a las descripciones de la vida criminal (de los galeotes y de Roque Guinard y sus secuaces); incluso ve en el retrato de Ginés de Pasamonte un prototipo del «hombre delincuente» descrito por Lombroso, cuyas ideas estaban en boga cuando Carerras escribió su libro.
Ideas sobre el juez y el juicio
El Derecho procesal de la época, visto a través del Quijote, descansaba sobre dos ideas madre: el arbitrio judicial y el predominio del sistema inquisitivo, consecuencia lógica del régimen político vigente basado en la autoridad y no en la libertad, como sucede en la actualidad. En cuanto al arbitrio, se abre paso el principio jurídico del previo proceso del reo o de la necesidad de la defensa del reo en juicio siguiendo las formas ordinarias de éste y de sentenciar conforme a ley y derecho, principio que es resueltamente afirmado por Soto, Simancas, Mariana, Saavedra y otros. Pero no plenamente por algunos escritores políticos, como Rivadeneyra y Márquez, que se complacen en reproducir el manoseado hecho protagonizado por Alfonso VI de Castilla, quien, informado de la injuria inferida por un infanzón gallego a un villano, acudió presurosamente para ejecutar por su propia mano el más ejemplar de los castigos; o por fray Diego de Chaves, confesor de Felipe II, quien abogaba por la doctrina de que el rey o el príncipe puede quitar la vida a un súbdito y vasallo sin juicio, bastándole con tener testigos, doctrina combatida por Soto y Simancas.
En cuanto al Quijote, no cabe inferir del mismo, según Carreras, la afirmación resuelta del principio del previo proceso del reo con todas sus cautelas; en los juicios fallados por Sancho se constatan los siguientes caracteres: un exceso de juez, que se patentiza en la iniciativa extraordinaria que se le otorga no ya para el ejercicio y apreciación de las pruebas, sino incluso para la aplicación de la pena, procedimientos judiciales sumarísimos, forma oral, instancia única y ejecución inmediata, todo lo cual redunda en falta de garantías. El análisis de la psicología comparada de Sancho gobernador con la figura pareja de Pedro Crespo, el alcalde de Zalamea, de la obra homónima de Calderón, le induce a concluir que la masa popular no llega fácilmente a concebir el principio del previo proceso del reo con las debidas garantías procesales.
En lo que atañe al sistema inquisitivo, esto es, al uso de procedimientos basados en la tortura como instrumento de obtención de pruebas, la sabiduría popular contenida en el libro cuestiona la eficacia e infalibilidad del tormento, como bien se ve en la conversación sobre este tema que, en el capítulo de los galeotes, mantienen uno de los guardas y don Quijote, quien alega que al acusado puede faltarle ánimo para defenderse en el tormento; no obstante, ni el guarda, representante de la sabiduría popular, ni don Quijote, representante de la opinión de los doctos, llegan a dar el paso de cuestionar la legitimidad del tormento como medio de prueba. Ese paso sólo lo dio en aquel tiempo, en España y fuera de ella, Luis Vives («El dolor obliga a mentir aun a los inocentes»).
El autor termina el repaso del Derecho procesal de la época con el tratamiento de la institución del duelo, lo que a nuestro juicio habría sido más oportuno abordarlo en el ámbito del Derecho penal, pues, amén de que, como Carreras reconoce, esta institución se sustrae a la jurisdicción del poder judicial como poder público, instaurándose así una justicia penal privada, lo que el jurista catalán se plantea es si el duelo se condena en el Quijote.
No hay ningún pasaje, reconoce, en que se condene de forma expresa el duelo, pero su tesis es que de forma irreflexiva o tácita se arremete contra la institución. ¿Cómo? A través de la ridiculización cómica a que somete Cervantes los desafíos en varias episodios, como aquellos en que se enfrenta el sedicente caballero manchego con Sansón Carrasco, disfrazado de Caballero de los Espejos o de la Blanca Luna, o con el lacayo Tosilos. De este modo, la moraleja antiduelista del Quijote constituye una disonancia en relación con el espíritu duelario de la época, con las costumbres de la aristocracia, aunque no con la filosofía reflexiva de entonces, en cuyo seno se habían levantado voces condenatorias, como las de Soto, doña Oliva (en realidad, Miguel Sabuco; pero cuando Carreras escribió su ensayo no se sabía aún que aquél era el autor del libro Nueva filosofía de la naturaleza, dividido en cuatro ensayos encabezados con el título de Coloquio..., falsamente atribuido a su hija, a la que homenajea en el subtítulo mencionándola como si fuese su autora; justo en 1903, el año en que Carreras termina de escribir su estudio, se puso en conocimiento público este asunto) y Quevedo.
Ahora bien, contra esta interpretación cabe alegar dos objeciones. La primera es que el propósito de Cervantes, como ya hemos comentado muchas veces, no es el de ridiculizar las prácticas caballerescas, sino los libros de caballerías; no se satiriza la costumbre del duelo como tal, sino el carácter fantástico y exagerado de las aventuras andantescas.
De todos modos, aunque Carreras tuviera razón en interpretar la novela cervantina como una ataque a las costumbres duelarias de la época, hay algo que no encaja con su interpretación. Y es que es Cervantes el que se burla del duelo, pero no don Quijote, que se toma muy en serio tanto su práctica como toda la ideología que lo envuelve, como cuando diserta sobre los conceptos de agravio y afrenta según las doctrinas corrientes del duelo o trae a colación las leyes del duelo. Pero si las ideas duelarias de don Quijote no cuadran con las explícitas condenaciones de los autores citados, entonces Carreras debería indicarnos si había otras voces en el seno de la filosofía doctrinal que abogasen por la institución del duelo, a las que el hidalgo podría representar. Pero nada dice sobre esto.
Por otro lado, la divergencia entre don Quijote y Cervantes acerca del duelo, según lo que se desprende del propio análisis del jurista catalán, contradice su tesis, al menos en este caso, de que don Quijote personifica las ideas ilustradas del propio Cervantes, del Cervantes-filósofo, cuya «alma grande e ilustrada» encarna en el caballero manchego infundiéndole una ideas emparentadas intelectualmente con las doctrinas de los filósofos, teólogos y tratadistas políticos en general, y que Cervantes expresaría, a diferencia de éstos, poéticamente y no con la seca abstracción de éstos. En todo caso, don Quijote no puede representar la posición de los que, según Carreras, con su rechazo del duelo constituyeron las voces más avanzadas de su tiempo y, por ello, la honra de una época y una nación.