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El Catoblepas, número 96, febrero 2010
  El Catoblepasnúmero 96 • febrero 2010 • página 6
Filosofía del Quijote

Carreras Artau y el Quijote como retrato de la psicología colectiva de los españoles (III)

José Antonio López Calle

Las interpretaciones psicológicas del Quijote (7)

Tomás Carreras Artau 1879-1954Tomás Carreras Artau 1879-1954

Última parte de la interpretación de Carreras Artau del Quijote, en la que se nos ofrece un compendio de los rasgos fundamentales de la mentalidad y alma de los españoles.

La mentalidad española

Hasta aquí hemos vistos los resultados a que llega Carreras sobre el pensamiento jurídico de los españoles en el siglo XVI según se espeja en el Quijote. Ahora bien, como ya indicamos, todo esto, si bien interesante en sí mismo –de hecho, con ello Carreras esperaba hacer una contribución al mejor conocimiento de la historia de la filosofía del derecho en España– es sólo una medio para escudriñar el modo de pensar en general, no exclusivamente acerca de cuestiones jurídicas, y de ser del pueblo español. Y para alcanzar esta meta final, hay que dar un paso intermedio que consiste en definir los rasgos esenciales de la concepción general del derecho en la España del siglo XVI. Diríase que el jurista catalán supone tácitamente que el espíritu jurídico que late en la filosofía española del derecho es una especie de pars totalis en la cual se manifiesta la mentalidad general española y el alma que en ella se expresa. Y ello no es de extrañar, habida cuenta de la confluencia en el derecho de cuestiones que abarcan todos los ámbitos de la acción humana, como la política, la economía, la sociedad, religión, la ética y la moral. Dicho esto, pasamos a sintetizar los rasgos esenciales de la concepción general del derecho en la época de Cervantes.

En primer lugar, se concibe el derecho en un sentido eticista, lo que se manifiesta, por un lado, en la rectitud moral que impregna los consejos de gobierno de don Quijote a su escudero y su carta a Sancho gobernador y, por otro lado, en la propia rectitud con que Sancho se desenvuelve en el ejercicio de la política insulana. Sancho pretende ser un ejemplo de gobernador cristiano y nada más ajeno al príncipe de Maquiavelo que el gobernador cristiano. Este eticismo (más bien moralismo, diríamos nosotros) en la forma de entender el ejercicio del poder político enlaza perfectamente con el similar espíritu eticista de los filósofos y tratadistas políticos españoles, encabezados por Rivadeneyra en este punto, que combatieron tenazmente las doctrinas de Maquiavelo oponiéndole como alternativa un modelo de príncipe cristiano.

En segundo lugar, la concepción general del derecho se rige por el principio teológico-cristiano, lo cual resulta obvio después de lo que acabamos de indicar sobre la pretensión de Sancho de ser un modelo de gobierno cristiano. Pero además, y es llamativo que Carreras no lo recuerde, a ello se debe añadir que el principio teológico-cristiano asoma ya en el primer consejo con que el caballero instruye a su escudero, futuro gobernador, un consejo en el que se afirma el principio bíblico del temor de Dios como principio fundamental de la sabiduría; y que en otro de los consejos el caballero le advierte sobre la responsabilidad religiosa de ultratumba ante el juicio de Dios del gobernante, ante el que ha de rendir cuentas de su ejecutoria política, responsabilidad que el propio Sancho admite más adelante. Esta orientación teológica del pensamiento jurídico-político del Quijote coincide con la similar orientación de los filósofos y tratadistas políticos de entonces, en los cuales, sostiene Carreras, no hay germen alguno de emancipación del elemento sobrenatural a la manera de Hugo Grocio.

En tercer lugar, se atribuye al derecho una función positiva, en virtud de la cual el gobernante está obligado a hacer el bien. El político, de acuerdo con la manera de entender el derecho y la justicia en la época, no tiene solamente la misión de mantener la seguridad de las personas y de aplicar la justicia en su aspecto meramente negativo de justicia penal o represiva, sino la función positiva de promover la prosperidad de la república. El derecho en su aspecto positivo conduce, como ya vimos, a la idea de un Estado-providencia, encarnado en el Quijote por el gobierno providente de Sancho, quien, en su condición de gobernador, establece toda una serie de medidas intervensionistas y de ahí que en sus manifestaciones hable frecuentemente de «fomentar», «premiar», «honrar», mejorar», &c. Todo esto se corresponde a la perfección con el pensamiento de los tratadistas políticos y juristas de aquel entonces, que después de ocuparse en sus obras de la justicia en su sentido negativo de justicia penal, reservaban un espacio al tratamiento de la justicia en sentido positivo, en que lucubraban sobre la distribución de honras, mercedes, privilegios, cargos, servicios y tributos, amén de exhortar a que el príncipe o monarca vele por la riqueza y bienestar de la república.

En cuarto lugar, la noción del derecho se comprende como indisolublemente unido a la fuerza, no en el sentido de que ésta produzca el derecho, sino en el sentido de que la fuerza es un firme sostén del derecho. Así don Quijote se proclama el brazo armado de la justicia divina en la tierra y contra cualquiera que quebrante este orden está dispuesto a esgrimir sus armas; para don Quijote la razón y la fuerza, la justicia y las armas siempre van juntas. De este maridaje entre individualismo jurídico casi anarquista de don Quijote y la atención preferente a la fuerza como soporte del derecho deriva Carreras, como ya vimos, la propensión secular del español a hacer valer lo que considera su derecho con la fuerza o las armas y con ello a la insurrección individual y a la indisciplina social, encerrando así la noción total del derecho en una concepción incompleta que atiende preferentemente a su soporte físico. Ahora bien, si tenemos en cuenta la referencia precedente al Estado-providencia, que revela la confianza casi absoluta en el Estado, que Carreras no duda en llamar «estatolatría», nos encontramos con que el español, cuya mente no deslinda los conceptos de individuo y Estado y menos aún aprecia su posible combinación armónica, se mueve entre el individualismo anárquico, a la manera de don Quijote, cuya ley, según él mismo predica, es su espada, sus fueros, sus bríos, y sus pragmáticas, su voluntad (I, 45, 473), y el autoritarismo. Éste es otro más de los aspectos en que el pueblo español se nos revela como el pueblo de los extremos.

Estas derivaciones y conclusiones de Carreras sólo son posibles desde una lectura simbólica de los personajes del Quijote. Está claro que una lectura no simbólica no autoriza a inferir de la actitud de don Quijote ante la ley, la justicia y la fuerza conclusión alguna sobre la forma de ser de los españoles. Pues desde una concepción de la novela como parodia cómica de los libros de caballerías su deformada idea de la justicia, cuando suelta, por ejemplo, a los galeotes, sus disparatadas peroratas sobre la identidad entre la ley y la espada o su autoconcepción como ministro armado de la justicia divina en el mundo, sólo son una muestra idiosincrásica de su personalidad desquiciada, que sólo le retratan a él. Su individualismo anárquico, como lo denomina Carreras, es sólo un resultado de su locura, que sólo puede tomarse cómicamente como caricatura de los caballeros andantes literarios y no como un rasgo representativo del modo de ser de los españoles.

Por último, todos los campos del derecho se conciben como organizados en torno al principio de la tutela o de la jerarquía de las tutelas, en el sentido de que la sociedad española estaba jerárquicamente tutelada en todas sus ámbitos: en el familiar, en cuyo seno la figura del padre, marido y señor ejerce la tutela familiar; en el social o de la ordenación social, en el que las clases superiores tutelan socialmente a las inferiores (el noble respecto del vasallo, el rico para con el pobre); y en el ámbito político-administrativo, la red de la burocracia tutela oficios, industrias y comercio; finalmente, el monarca, como padre de la nación, ejerce la tutela real sobre todos los súbditos del reino y él mismo no escapa, a su vez, conforme a la visión de la época, de la tutela divina del que, como Padre supremo y común, desempeña una tutela universal.

Esta concepción de la sociedad como una realidad jerárquicamente tutelada nos remite a una visión de la sociedad paternalista y autoritaria, en la que el derecho se comprende como una relación unilateral, asimétrica, entre dos sujetos desiguales y no como una relación de alteridad o de reciprocidad entre dos sujetos iguales. En una sociedad así, como escribe Carreras, el derecho

«Lo define un sujeto superior que asume entero el poder o la facultad y es el encargado de promover absoluta e indefinidamente el bien de otro sujeto considerado inferior, y por lo mismo, subordinado, tutelado. Por eso los problemas jurídicos se plantean y resuelven ahora desde arriba, originándose un régimen en el que predomina la autoridad sobre la libertad, el status sobre el contratus, el Derecho público sobre el Derecho privadoOb. cit., pág. 364.

Todo lo visto hasta el presente le induce a Carreras a concluir que de acuerdo con el Quijote, la mentalidad española en su totalidad, y no ya sólo la concepción jurídica general, se caracteriza por la unidad de pensamiento, de la que participan lo mismo filósofos, teólogos, juristas y poetas que el pueblo; una unidad que se reviste de la forma de unidad religiosa y católica, en la que, amén de la tendencia cristiana, hay un ingrediente clásico (recordemos la censura de las artes platónica que Cervantes asigna al Estado) y un ingrediente semítico.

Sorprende la mención de la tendencia semítica del total pensamiento español en la España del Quijote. Primero, porque lo que Carreras atribuye a influencia arábiga y aun judía no tiene nada que ver con el pensamiento jurídico, en el cual se supone que se manifiesta la total mentalidad española de la época estudiada. En efecto, ¿qué tiene que ver la supuesta influencia arábiga y aun judía en las aficiones supersticiosas y adivinatorias del pueblo español del tiempo del Quijote con el tema objeto de estudio? Además, no hace falta buscar fuentes exógenas para un hecho que era común a todos lo países europeos.

Finalmente, sea de origen semítico o no su penetración en España, la invocación de la inclinación de muchos españoles a las creencias y prácticas supersticiosas, astrológicas y adivinatorias, a que en la novela cervantina se hace referencia, cuadra sólo en parte con el método alegórico cultivado por Carreras, en la medida en que don Quijote y Cervantes, representantes del pensamiento reflexivo de su tiempo, censuran la creencia en agüeros, la hechicería y la astrología, a la que don Quijote opone «la verdad maravillosa de la ciencia», al tiempo que frente a todo ello exaltan el libre albedrío; pero en cambio Sancho, el representante del pensamiento popular, no comparte las supersticiones de muchos de sus compatriotas, como la creencia en los agüeros, que él, sin duda influido por las enseñanzas de la Iglesia, repudia: «He oído decir al cura de nuestro pueblo que no es de personas cristianas ni discretas mirar en estas niñerías» (II, 73). Aunque el propio Sancho es capaz de advertir su arbitrariedad e irracionalidad: «He aquí, señor, rompidos y desbaratados estos agüeros, que no tienen que ver más con nuestros sucesos, según que yo imagino, aunque tonto, que con las nubes de antaño» (ibid.).

No menos sorprendente es el que dentro del carácter cristiano de la mentalidad española distinga aparte de una evidente tendencia teológica, una tendencia mística. Diríase que, dada la importancia del misticismo en el pensamiento español del siglo XVI, Carreras se siente apremiado a buscar algún punto de conexión con el Quijote, como si el misticismo fuese un rasgo general del pueblo español: «No hay español que no ostente sus puntitos de misticismo» (op. cit., 369), llega a decir el autor catalán. Ahora bien si por misticismo se entiende, según lo caracteriza Carreras, el repliegue del individuo en sí mismo para adoptar una actitud contemplativa ante el mundo, se puede decir que nada más ajeno al espíritu de don Quijote y Sancho que el misticismo, pues frente al repliegue y la contemplación como forma de vida ellos, embarcados en un proyecto caballeresco, promueven un estilo de vida centrado en la extroversión y en el activismo permanente, sin lo cual no se puede ser caballero andante. Esto no quiere decir que la mística y la acción en el mundo sean incompatibles, pues santa Teresa fue capaz de alternar una vida de frenética actividad con la práctica de la mística; pero don Quijote ni en sus descansos como sedicente caballero andante adopta una actitud mística.

La psicología colectiva del pueblo español

Caracterizada así la mentalidad española, resulta muy natural y previsible que la primera conclusión de Carreras sea la de que, según el Quijote, el alma española es obviamente religiosa. La religión es para los españoles del tiempo de Cervantes lo más esencial para la organización de sus vidas, tan sustancial que merece ser defendida militantemente, como así enseña don Quijote al declarar que no hay causa más justa para tomar las armas y desenvainar las espadas, arriesgando vidas y haciendas, que la defensa de la fe católica. En la propia novela se nos ofrece un ejemplo de la defensa militante del catolicismo en el episodio sobre la expulsión de los moriscos, lo que revela, según Carreras, que todo español del siglo XVI, teólogo, político, noble o plebeyo, era intolerante de corazón en materia de religión. Por otro lado, la religiosidad española, según se refleja en la novela, tenía un componente de credulidad, manifiesta, entre otras cosas, en la propensión popular a la milagrería, lo que lleva a Sancho, oficiando de inquisidor en Barataria, a combatirla exigiendo un certificado de autenticidad a los ciegos que cantan milagros.

El alma española del Quijote es asimismo supersticiosa. Se asegura en el libro que no hay mujercilla, paje ni zapatero que no presuma de practicar la astrología. Además vemos a maese Pedro, en realidad Ginés de Pasamonte, auxiliado por un mono, ganándose la vida con la adivinación. El caballero barcelonés don Antonio celebra fiestas en su casa donde mediante el artilugio de una cabeza parlante, que don Quijote y Sancho toman por realmente encantada, se entretiene a costa de la credulidad de los ignorantes en las habilidades adivinatorias de ésta. El propio don Quijote, aunque reprueba apelar a los agüeros, de forma incoherente sucumbe a veces a ellos: unos relinchos de Rocinante le determinan a emprender una nueva salida; una liebre perseguida por unos galgos a la entrada en su aldea lo interpreta como una mala señal. Se nos ofrece así la imagen de un pueblo pendiente del influjo de los astros y de la adivinación del porvenir mediante los agüeros. De todo esto Carreras extrae la conclusión de que la generación española de Cervantes era fatalista.

El tipo español de la época es ultraidealista, como don Quijote. Caballeresco, audaz, leal, pundonoroso, abnegado y sacrificado, el español está dispuesto a realizar los mayores esfuerzos para lograr sus altas metas. Si don Quijote sueña con el reinado de la justicia sobre la tierra, con grandes conquistas, condados, ínsulas, gloria, honores y riquezas, no otra cosa soñó el pueblo español del siglo XVI, que cual quijotes salieron de sus casas y se desparramaron por el orbe conocido para realizar los sueños de don Quijote. Como tantos otros, Carreras termina comparando el idealismo aventurero y andantesco de don Quijote y su consiguiente derrota y desencanto con el similar espíritu del pueblo español y su desilusión y aun pesimismo cuando las derrotas empiezan a arreciar y cae agotado por el cansancio sobrevenido tras tanto batallar. Obsérvese que esta reflexión sobre el idealismo como rasgo de la psicología colectiva del español, que don Quijote representa, nada tiene que ver con el pensamiento jurídico, del que supuestamente cabría inferir la completa psicología del pueblo español, al menos en sus rasgos esenciales. Carreras abandona en este punto su método para presentar a don Quijote como representante del ultraidealismo de los españoles, pero lo extrae no de sus ideas jurídicas, sino de su estilo de vida aventurero y conquistador.

Por último, Carreras, al igual que muchos otros autores, resalta que el pueblo español del siglo XVI es, según se desprende del Quijote, extremista, en el sentido de que oscila siempre entre dos extremos o si no oscila, se extrema en la posición que adopta ante las cosas. Incluso está dispuesto a considerar este rasgo como el fundamental, en el que se compendia la psicología del pueblo español. Esa misma España de gentes dotadas de un dinamismo expansivo que las arrastra a la conquista del mundo con un despliegue formidable de una energía inagotable tiene su contrapunto, cuando llega la decadencia, en la caída en la inactividad, en el quietismo como contraste de su precedente vida andantesca y aventurera, a la manera como al don Quijote andantesco y ávido de aventuras hazañosas le sucede el don Quijote que se repliega en su casa solariega; incluso, como señala Carreras, durante la época de esplendor, la intensa actividad en todos los órdenes desplegada por muchos españoles encuentra su contraste en la existencia de una cantidad notable de gente vaga e indolente, extremo este último que tiene su expresión en la gran novela en la medida adoptada por Sancho gobernador de establecer un certificado de autenticidad de mendigos.

Uno de los aspectos en que más se percibe la inclinación del español a los extremos es en el absolutismo con que, según el jurista catalán, se sitúa en todos los órdenes de la vida colectiva. En primer lugar, es un «ferviente absolutista», pues se entrega a un monarquismo exaltado en su forma de entender la realeza y su relación con el rey, concebido, según ya vimos, como «un rey-padre-señor», al que se considera que le debe una lealtad a toda prueba, como la de Sancho, que rechaza el oro de Ricote por no ser traidor a su rey teniendo tratos con moriscos, y que en no pocos españoles alcanzaba cotas de heroísmo o de ciega sumisión, según los casos. Era asimismo absolutista en la manera de concebir el gobierno en general, ya que su ideal consiste en un gobierno paternalista y providente a la manera del ideal que encarna Sancho como gobernador intervensionista de Barataria. Finalmente, también lo es en la esfera de la sociedad familiar, una especie de reino en miniatura donde, como se vio, el pater familias rige sobre la mujer, los hijos y los siervos con una mezcla de paternalismo y despotismo.

 

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