Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 97 • marzo 2010 • página 8
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Cuando los admiradores de la antigüedad clásica eligen las cuatro maravillas del mundo, no tienen más remedio que separar la filosofía griega de la ciencia moderna, como dos fenómenos que no mantienen ninguna continuidad. Esto quiere decir en primer lugar que los principios sobre los que se monta la sabiduría antigua son radicalmente distintos, y hasta cierto punto opuestos, a los que sirven de punto de partida a los desarrollos de los astrónomos y físicos del los siglos XVI y XVII. Una breve mirada a las primeras escuelas filosóficas descubre cuáles son sus fundamentos, y descubre también que las consecuencias que se derivan de ellos son incapaces a la larga de abrir camino a un conocimiento seguro y definitivo.
Las matemáticas –y en esto se parecen los griegos a los científicos de todas las épocas– son el lenguaje de acuerdo con el que se construyen todas las ciencias, sólo que ellos sólo conocen una matemática, la geometría, que dominan con un virtuosismo pasmoso. A partir de la geometría seguirán un doble camino: o bien la toman como el modelo a priori del mundo físico, o como la forma de explicar la experiencia pura y dura. Los dos representantes de esta doble vía son Pitágoras, al que Platón se encarga de dar publicidad, y Aristóteles, cuya doctrina se prolongará durante muchos más de mil años: sus principios conducen irremediablemente a un mundo demasiado sencillo o demasiado complicado.
La historia de la astronomía antigua nos proporciona una corta nómina de pensadores que sirven de contraprueba a esta exigencia de un principio de la ciencia. Sus hallazgos son tanto más llamativos cuanto que son una excepción en su época, y sirven de adorno y de propaganda a las primeras teorías modernas sobre el mundo físico. Pero los genios que las descubren se olvidan de construirlos sobre firmes cimientos, y por consiguiente quedan flotando en el aire y pronto caen en el olvido más absoluto ante la indiferencia de todos sus contemporáneos.
Esta consideración de la filosofía griega nos obligará a preguntar de dónde extraen los científicos modernos unos principios que les han permitido un desarrollo tan prolongado y feliz. No se trata de descubrimientos sensacionales, sino al revés, de algo tan integrado en la ciencia, que quienes la profesan ni siquiera son conscientes de ello ni se lo hacen expreso. Estos inicios, al parecer tan humildes y prosaicos se remontan con toda seguridad al siglo XIV y a una colección de pensadores, que al establecer el nuevo método abren un camino que ya entonces merece el profético nombre de «via modernorum».
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Es muy difícil, en vista de la oscuridad de los testimonios, saber cual ha sido la experiencia a partir de la que la escuela helena de los filósofos pitagóricos establecen su principio. Puede ser la armonía musical del monocordio, que sólo se produce cuando las longitudes de su cuerda se corresponden con la relación numérica entre los cuatro primeros números enteros. (4:3; 3:2; 2:1). La figura sagrada sobre la que los miembros más antiguos de la escuela juran expresa visualmente esta relación.
En todo caso, sí es segura la formulación de ese principio. Que las cosas son números quiere decir que todo el universo, cuanto podemos oír y ver, está construido de acuerdo con un patrón geométrico. Esa doctrina muy propia del genio heleno, preocupado por encontrar la medida exacta en el mundo natural y humano, es tan sugestiva que los científicos más exigentes han respet= ado durante muchos siglos sus consecuencias, adelantándose a toda experiencia.
Platón, en su segunda época pitagórica explica ampliamente y con claridad esta doctrina, desde su principio supremo, la idea de bien, entendido como perfección, regularidad y ajuste geométrico, a sus desarrollos. La enciclopedia de las ciencias, que los aspirantes a guardianes de la ciudad deben dominar, comprende las disciplinas que durante muchos siglos constituirán el plan de estudios de una especie de bachillerato de ciencias: el cálculo, la geometría, la astronomía y la música.
Las sucesivas generaciones de pitagóricos han ido elaborando un mapa astral que respeta las exigencias más puntillosas de la geometría. La forma de los cuerpos celestes es necesariamente esférica, pues cualquier otra figura no es enteramente regular. Por lo mismo tienen que trasladarse en círculo alrededor de un fuego central, interpretando, como un instrumento gigantesco, una música, que no podemos distinguir porque siempre la hemos escuchado. Lo curioso de esta construcción poética es que gracias a ella aparecen los primeros atisbos de una teoría de la traslación y la rotación.
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Para unos filósofos que deducen la forma del universo a partir de la doctrina de la regularidad y la perfección, es un escándalo geométrico que la luna, el sol y los planetas se muevan en el cielo de oeste a este en sus períodos y que al mismo tiempo giren en sentido opuesto cada veinticuatro horas. Para salvar esa contradicción suponen que la tierra, igual que los demás cuerpos, se mueve también alrededor del fuego central de oeste a este porque así su giro diario explica la aparente rotación inversa de los cielos.
Los pitagóricos perfeccionan su teoría afirmando que todos los cuerpos se trasladan en la única dirección, aumentando sus tiempos de revolución en razón directa a su nobleza. La tierra se mueve una vez al día, la luna cada mes, el sol cada año, los planetas son todavía más lentos, y finalmente el universo superior de las estrellas es estacionario. Los intervalos de los cuerpos celestes se corresponden con las razones numéricas de la escala musical, y por consiguiente la distancia de la tierra a las estrellas fijas es finita.
El nuevo sistema respeta la sagrada geometría, pero a la larga presenta nuevos inconvenientes. Como nuestra distancia al último cielo es finita y de acuerdo con la medidas musicales relativamente cercana, es inevitable que la tierra, en su traslación alrededor del fuego, cambie su posición hacia las estrellas y que en correspondencia se produzca una variación en el mapa celeste. Hay que explicar entonces por qué no podemos observar un desplazamiento aparente de las estrellas.
Dos astrónomos de Siracusa, Hicetas y Ecfanto, construyen entonces un nuevo sistema, permaneciendo fieles a los principios y al método de la escuela. Según ellos, en el interior de la esfera terrestre, cuyos dos hemisferios giran en torno al centro a la misma velocidad, sin desplazarse en el espacio ni variar su posición con relación a los demás cuerpos, arde el fuego dando calor y vida a todos los seres vivos. Es posible, si hacemos caso a los escasos y breves fragmentos del Poema que Parménides siga esta misma doctrina.
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Aristóteles, en su exposición de la doctrina de los pitagóricos, va a someter a crítica el principio de que parte, anulando de esta forma todo su sistema. A pesar de la encendida defensa de su maestro Platón, no puede admitir una construcción mental incompatible con su propia visión de la ciencia. La teoría –dice en el De coelo– no es cierta, a pesar de la gracia y la originalidad con que ha sido expuesta. Los pitagóricos y esa es su grave equivocación no investigan las causas que expliquen los hechos, sino que hacen al revés, pues intentan poner los hechos de acuerdo con teorías y opiniones propias, buscando confirmación en razonamientos y no en observaciones. La crítica de Aristóteles anuncia indirectamente la aparición de un nuevo principio, radicalmente opuesto al de la escuela de Pitágoras: el recurso a la experiencia, cualesquieran que sean sus consecuencias.
Las ideas claves de Aristóteles en su filosofía primera, la entidad natural como principio de su propia actividad, la causa formal y final, la potencia activa y su movimiento, son el esquema con que el filósofo construye la biología, que eleva por primera vez a la categoría de ciencia. Sin embargo, el saber que le ha precedido, el que después de él se desarrolla en el Museum de Alejandría, el que recibe la Edad Media, primero con entusiasmo y después con una crítica radical, y el que abrirá en tiempos modernos camino a las demás ciencias es la astronomía. Tenemos que conocer cómo funciona su nuevo principio el recurso a la experiencia en el desarrollo de su sistema astral.
El cielo es un cuerpo divino, dotado de un movimiento circular el único interminable y eterno y compuesto de una serie de esferas concéntricas. La envoltura exterior, sometida pasivamente a una rotación uniforme diaria arrastra a las estrellas fijas adosadas a ella. Pero el último cielo no tiene en sí mismo el principio de su propio movimiento, y su traslación sólo se explica por la existencia de un agente exterior, que es actividad pura. Hasta aquí Aristóteles sigue fiel a su condición de biólogo.
Pero el filósofo quiere seguir fiel a los hechos, y tiene que complicar su sistema para dar razón del movimiento de los demás cuerpos celestes. Un astrónomo, Eudoxo, ha conseguido, gracias a una verdadera hazaña geométrica, descomponer el movimiento del sol y la luna en la rotación de tres esferas concéntricas con polos diferentes: situando los dos cuerpos en el ecuador de la esfera más pequeña y dando determinada velocidad y dirección a las tres rotaciones, se obtiene un movimiento compuesto que coincide con el que podemos experimentar. Pero Calipo, un amigo del filósofo, realiza observaciones más exactas y expone una teoría más general: según sus mediciones son necesarias cinco esferas para explicar la marcha del sol, la luna, Mercurio, Venus y Marte.
En este gigantesco sistema de relojería, Aristóteles admite la existencia de veinticinco esferas, más otras tantas que neutralizan la acción de arrastre de la esfera exterior por un movimiento de reacción, equivalente en velocidad y dirección. Contando además el cielo de las estrellas fijas y los de Júpiter y Saturno resulta el número de cincuenta y cinco. Pero como además estas esferas no tienen un movimiento propio hay que hacer corresponder a todas ellas un agente vivo e inteligente, que reproduce en pequeño la acción del primer motor. Estas son las consecuencias del nuevo principio, que por cierto nos hace añorar las ocurrencias de los pitagóricos.
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En vista de las complicaciones del sistema de Aristóteles, Heráclides Póntico, un contemporáneo de Aristóteles, que asiste a las lecciones de la Academia y del Liceo, propone una explicación más sencilla de las apariencias. En su sistema la tierra sigue en el centro del universo y el sol gira anualmente en torno a ella, pero los dos planetas internos, Mercurio y Venus, circulan directamente alrededor del sol, y por consiguiente su movimiento aparente es para nosotros la resultante de dos ciclos regulares. En cuanto al cielo de las estrellas fijas, el astrónomo afirma que es fácilmente explicable por la rotación diaria de la tierra sobre su centro.
El mismo año (310) en que muere Heráclides toma su relevo otro gran astrónomo, Aristarco de Samos, que recibe la doble influencia del Liceo y del Museum, y que conjuga al mismo tiempo la teoría más atrevida y la experiencia más rigurosa. Según ella la tierra gira alrededor del sol sin variar su posición aparente con relación al mapa de los cielos, pues el círculo de las estrellas fijas es tan grande que la órbita de la tierra está con relación a ella en la misma proporción que el centro de una circunferencia con su superficie. Heráclides y Aristarco cuyas ideas por otra parte pronto caen en el olvido no crean un nuevo sistema científico y se limitan a corregir puntualmente los excesos de un empirismo rudimentario.
Entre estos dos grandes sistemas científicos de los griegos, los filósofos árabes y cristianos de los siglos XII y XIII pretenden fundamentar científicamente sus teologías y apoyarlas en una autoridad indiscutible y en este sentido desarrollan las ideas de Aristóteles, que había convertido la astronomía en una «theologikê episteme». El universo es un conjunto de esferas homocéntricas, según la opinión más común de los astrónomos hasta cuarenta y cinco pues la divinidad, que es actividad pura y vida eterna, y las inteligencias separadas, agitan desde siempre a las estrellas fijas y los planetas, que se mueven correspondientemente en un círculo interminable. Mientras tanto los textos de los pitagóricos y su potencia revolucionaria llevan una vida oculta, y se conservan durante más de mil años en unos pocos manuscritos.
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El método que van a seguir los filósofos modernos, y a la cabeza de ellos Guillermo de Occam, se distingue de todos los anteriores por algo desconcertante. Los principios que por primera vez aparecen en el siglo XIV y que heredan los pensadores europeos dos siglos después, en vez de facilitar el conocimiento convierten la ciencia en una auténtica carrera de obstáculos. Esta pasión por lo difícil va a ser paradójicamente el origen de un saber con resultados sorprendentes y con un futuro al parecer inagotable. Desde luego, nada tiene que ver con un modelo racional al que debe atenerse la experiencia, ni a la inversa con una experiencia que se llena con un esquema racional más o menos complicado.
El primer principio de Occam establece que un método seguro ha de partir de una intuición sensible. Probar es hacer evidente una realidad y esa evidencia sólo se consigue a través de un conocimiento directo, sin que haya entre el sujeto que conoce y el objeto conocido ningún intermediario real ni mental. Un conocimiento abstracto sólo sirve para relacionar ideas semejantes pero ni una sola proposición de ese conocimiento puede tener la pretensión de ser verdadera. Sólo abandonando el mundo abstracto y poniéndose en presencia de las cosas mismas se comprueba que es lo que es y que no es lo que no es.
La intuición es por consiguiente un conocimiento directo, e inmediato, absolutamente primero y punto de partida de todos los demás. Por otra parte para que la ciencia sea verdadera ha de caer sobre un objeto singular y numeralmente uno. No puede ser de otra forma, porque toda realidad positiva colocada fuera de la mente es según expresión de Occam singular. Todo esto se puede formular negativamente como corresponde al método de eliminación de los modernos: para ellos un conocimiento no es posible si no empieza y termina en una intuición directa e individual.
Como según el filósofo los conceptos universales no tienen ninguna existencia, ni como realidades ni como objetos mentales, sólo queda un recurso para salvar las ciencias, si efectivamente han de ser ciencias reales. Consiste en afirmar simultáneamente que su objeto es real y singular y que los conceptos universales son intenciones del sujeto que conoce. La existencia puramente intencional de las ideas es una condición mínima pero suficiente para desarrollar un conocimiento científico, bien entendido que el sujeto será desde ahora el origen y el fundamento de toda la marcha de la ciencia.
Los conceptos generales son por consiguiente una intención individual de la mente del hombre, que no tiene nada que ver con sus objetos, como no sea que los puede sustituir y hacer sus veces. Esta sustitución se puede referir a una colección de individuos numéricamente distintos y relacionalmente semejantes, pero tanto su distinción como su igualdad afectan a su carácter de individuos y a ninguna otra cosa.
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Platón en su interpretación de la filosofía pitagórica atribuye la construcción del mundo a un demiurgo, un arquitecto, que actúa de acuerdo con un plano geométrico. En esta doctrina la inteligencia es un atributo inseparable del primer principio y la condición necesaria de su modelo. Los teólogos cristianos, tocados por el helenismo, mantienen esta idea de una pura inteligencia que es la causa ejemplar de la creación y lo que da razón de su configuración. La voluntad omnipotente de Dios es un atributo en cierta forma derivado, pues al producir las cosa debe atenerse a ese previo diseño racional.
Por su parte la filosofía de Aristóteles establece, además de los axiomas intocables de la lógica una serie de principios de las ciencias, y en especial su teoría del movimiento, de la potencia activa y pasiva y de la causalidad. Averroes en sus comentarios al filósofo y los averroístas, insisten es esta doctrina intelectual, y la otorgan el máximo relieve cuando afirman que el primer motor y las inteligencias separadas sólo conocen procesos generales y en cambio no tienen una noticia, forzosamente imperfecta de las entidades particulares.
La filosofía de Occam es el negativo de todas los conocimientos anteriores. El atributo fundamental de su particular teología es la omnipotencia que no está limitada por ningún modelo ideal: lo único que existe son realidades individuales, por una parte la voluntad de Dios y por otro las entidades numeralmente unas. Como además la causalidad pierde su carácter de axioma general y necesario que explica la aparición del mundo, el conocimiento del primer principio queda fuera de la filosofía y la ciencia y se convierte en una verdad que sólo tenemos por la fe.
De acuerdo con el método de Occam sólo queda en pié un principio, pero una vez más es un principio negativo, que le obliga a eliminar cuanto se opone a él, y es por consiguiente el segundo filtro por el que debe pasar el conocimiento. Es la contradicción referida indirectamente a los enunciados científicos, que quedan divididos en posibles e imposibles: en consecuencia hay que anular el conocimiento que no sea una intuición de cosas individuales y que en su explicación no sea consistente.
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El tercer principio del método de Occam es el que tiene resultados más sorprendentes ya entre los primeros físicos modernos, el que siguen después todos los científicos en busca de fórmulas tan generales en su extensión como sencillas por su contenido y el que con justicia se ha atribuido y se sigue atribuyendo al filósofo. En su primera formulación ordena descartar, además de las proposiciones imposibles, todo cuanto en ellas está de más: «los entes no deben multiplicarse sin necesidad». No es que ello sea imposible, es que no tiene cabida en un discurso, y en resumen es un sinsentido.
Occam, no sólo descubre su famosa navaja, sino que extrae de ella sus primeras consecuencias, adelantándose a sus propios seguidores. Pero además de su función eliminatoria su doctrina tendrá la virtud de dar origen a nuevas formulaciones cada vez más refinadas y productivas. «No hay que introducir mucho cuando lo poco es suficiente», escribe el mismo filósofo, y tanto él como los científicos que vienen después, hablan del principio de economía o de sencillez No se trata de sustituir, como han querido hacer Heráclides y Aristarco una explicación complicada por otra infinitamente más sencilla por vía afirmativa, sino al revés, de simplificar poco a poco una expresión negando las hipótesis y las entidades que sobran en ella.
Uno de los más recientes teóricos de la ciencia, Popper, ha expresado esta dimensión negativa del principio de sencillez Cuanto más simple sea un enunciado tanto más se podrá someter a una refutación. Un fenómeno elimina todas las hipótesis menos una, una trayectoria recta es falsable con sólo tres experiencias, una circular con cuatro, una elipse con cinco. De hecho la teoría de Newton, precisamente por su máxima sencillez y generalidad, ha sido rechazada por la fuerza de un solo experimento, el giro de Mercurio alrededor del sol, sólo visible en circunstancias excepcionales.
Al resumir los tres principios del método de Occam y de los primeros físicos nominalistas aparece claramente su novedad y su carácter al propio tiempo destructor y creativo. Hay que negar cualquier proposición que no se refiera a una intención del sujeto presente a una realidad numeralmente una en una intuición directa e inmediata. Y entre varios enunciados es preciso anular cuantos sean contradictorios y elegir entre los supervivientes el más económico y el que por encima de todos los demás más dificultades tiene para superar una prueba.
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Guillermo de Occam además de resumir su método cuando escribe en la corte de Luis de Baviera un breve texto, el «Tractatus de principiis», es el primero que lo aplica en la nueva enciclopedia de las ciencias. Su hazaña más brillante y más atrevida, que deja perplejos a sus propios discípulos nominalistas, es la explicación del mecanismo del movimiento artificial. El filósofo rechaza de plano todas las teorías clásicas.: la causa motora no puede estar en la máquina que impulsa a los cuerpos, porque aunque esa máquina se destruya el proyectil sigue moviéndose, ni en una fuerza que se comunique al cuerpo movido, porque el mero contacto externo no puede producir un impulso interno, ni mucho menos en el medio donde se producen movimientos opuestos.
Sólo queda una solución, precisamente la más sencilla. Cuando un cuerpo se mueve, se mueve simplemente porque ya está en movimiento. No hay necesidad de un motor,, ni de una fuerza interna ni de un medio de propagación. De un solo golpe quedan anulados todas las explicaciones de la física antigua, la naturaleza entendida como principio interno del propio movimiento, y los motores artificiales distintos del móvil pero inseparables de él..
La aplicación de la inercia tanto al reposo como al movimiento tiene otras consecuencias para el mundo físico y en primer lugar para la astronomía. Aristóteles y todos sus seguidores sostienen que el sol, la luna, los planetas y las estrellas tiene, cada uno en su propia esfera una serie de inteligencias astrales que los mueven. Efectivamente necesitan una fuerza exterior e inseparable que los impulse y esa fuerza ha de ser inteligente porque su trayectoria no es azarosa sino que está organizada de acuerdo con la figura geométrica más perfecta, el círculo.
Ahora bien, si el estado de movimiento se mantiene sin la necesidad de un constante empuje y si se aplica el principio de economía, es no sólo posible sino obligado prescindir de todas las esferas y todas las inteligencias para explicar la marcha de los astros y su sentido. El cielo, desprovisto de todas estas entidades inmateriales y de sus decenas de esferas, tiene además la misma naturaleza que la tierra, y este mundo físico, limpio de cualquier añadido extraño a su carácter físico queda abierto a los pensadores que siguen el camino de los modernos, tanto más cuanto que la inercia de un sistema en movimiento asegura que dentro de él no se produce ningún cambio.
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Nicolás d´Autrecourt un contemporáneo de Occam, desarrolla su doctrina en la universidad de París entre 1320 y 1327, donde es maestro en artes y en teología y debe huir también a la corte de Luis de Baviera, donde muere a mitad de siglo. El filósofo se dedica a criticar la sabiduría antigua, sustituyéndola por el nuevo método, que parte da la intuición directa y de la consistencia, y que lleva hasta sus últimas consecuencias con una lógica implacable. Por lo demás indirectamente su crítica tiene el efecto de establecer unos pocos conocimientos, reduciéndolos además al carácter de ciencia.
La filosofía de Aristóteles y la de sus discípulos se basa en el razonamiento deductivo o apodíctico, pero de acuerdo con la nueva teoría del conocimiento este silogismo tiene que apoyarse en el principio de no contradicción, porque es el único que proporciona certeza absoluta. Autrecourt concluye que cuanto se dice en el consecuente ha de ser idéntico a de ha dicho en el antecedente, pues de otra forma los dos enunciados serían incompatibles. Resulta entonces que esa supuesta sabiduría está compuesta de razonamientos tautológicos, donde la conclusión repite a las premisas: los libros de Aristóteles no tienen ni una sola proposición demostrada.
Nicolás d´Autrecourt piensa, igual que Occam, que la nueva vía del conocimiento sólo puede ser la experiencia inmediata y directa de las cosas. Gracias a ella conoce con seguridad dos fenómenos, pero como son distintos entre sí no puede establecer entre ellos una conexión lógicamente necesaria: la consistencia asegura que una cosa es idéntica consigo misma, pero no es aplicable a dos realidades distintas que están simplemente yuxtapuestas. Cuando la mente humana intuye su sucesión regular y constante cree cada vez con mayor probabilidad que se han de repetir en el mismo orden de prioridad, pero no puede conocer una relación necesaria.
Mucho más grave es lo que sucede con la sustancia, que según Aristóteles es principio causa de sus propias actividades, porque en este caso no hay experiencia del antecedente, y a falta de una intuición inicial Autrecourt decide que no cabe establecer desde el punto de vista científico, una probabilidad, si quiera sea mínima de dicha sustancia. Y lo mismo sucede con el alma espiritual y su destino y con la realidad de Dios, y todo el contenido de la teología, que queda fuera de cualquier conocimiento teórico, y que es simplemente un objeto de fe.
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Nicolás Copérnico, por los años en que vive entre 1473 y 1543 y por su compleja figura espiritual, es el puente entre los científicos nominalistas medievales y los primeros físicos que usan el experimento y el lenguaje mate-mático. Aunque utiliza hábilmente las teorías de los más excepcionales y provocativos sabios de la antigüedad para dar publicidad a su novedosa doctrina, prolonga y termina al mismo tiempo la larga aventura iniciada por Occam y sus discípulos. Su obra «Sobre las revoluciones de los orbes celestes» es la culminación de un edificio construido a través de muchos años en las universidades europeas de los siglos XIV y XV y la maqueta del nuevo mundo que está al nacer.
Aunque Copérnico y Galileo aparecen juntos por una serie de avatares de la historia, los principios, el método y las escuelas que influyen en los dos son radicalmente distintos. Es verdad que Copérnico consigue presentar una imagen del mundo y del cielo que será el marco de las grandes hazañas científicas de los dos siglos siguientes, pero lo hace desde los propios supuestos de la última ciencia medieval El astrónomo polaco estudia primero en la universidad de Cracovia, que desde el año 1397 sigue la «via modernorum», y los posteriores estudios en Bolonia, donde conoce los documentos de los pitagóricos y de Aristarco, no son decisivos para su doctrina, pues sólo sirven para dar autoridad al principio de economía y ampliar el ámbito de su aplicación.
Cuando después de muchos años de investigación pone por escrito sus hallazgos, presenta un sistema astronómico que simplifica al máximo los movimientos del sol, la luna y los planetas. Sus hipótesis son tan sencillas como ricas en consecuencias, y su defensa ante las objeciones, aparentemente invencibles, de sus posibles oponentes igualmente sencillas, pero no hay en su obra ni uno solo de los rasgos que definen la ciencia del siglo XVII. Para empezar por lo más importante, Copérnico no utiliza el experimento, es decir, una observación controlable, repetible y artificial. Solamente contempla una vez las posiciones de los cuerpos celestes, y a continuación compara esta única experiencia, practicada desde el paralelo de Cracovia, con otra observación, también única, que mil trescientos años antes ha hecho Tolomeo desde el paralelo de Alejandría.
Su falta de consideración a las matemáticas es también escandalosa. En un arranque de optimismo llega a decir que en el caso e que sus observaciones tengan un error menor de diez minutos de grado se consideraría tan famoso como Pitágoras al descubrir su teorema. Esto no quiere decir que sea un observador pésimo ni un matemático cínico. Quiere decir que el tipo de ciencia que está construyendo fundamentalmente la ciencia de los modernos medievales es totalmente distinta de la que harán después Ticho Brahe, Galileo o Descartes.
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Copérnico parte de la evidencia inmediata de los fenómenos astronómicos, tales como se ofrecen a la intuición y procura después englobarlos en un sistema consistente. Finalmente elige entre todos los enunciados no contradictorios el que sea capaz de explicar un número más amplio de realidades con un número mínimo de hipótesis: son una vez más los tres principios de los físicos modernos. A partir de ellos afirma, igual que los pitagóricos de Sicilia en la antigüedad y Nicolás de Oresmes mucho más recientemente la rotación de la tierra alrededor de su eje, porque explica gracias a una sola causa el aparente movimiento diario de las estrellas.
La física nominalista ha dejado un problema pendiente: es preciso dar razón de los movimientos irregulares de los planetas, que hasta ahora han resistido a todo cálculo, complicando increíblemente la astronomía. Copérnico empieza estudiando los dos procesos circulares del sol en torno a la tierra, el que señala los días y las noches y el anual, y concluye que si uno de ellos es aparente precisamente el más difícil de explicar no hay razón para que el otro no lo sea. Es perfectamente posible que la ti= erra tenga una rotación diaria y que se traslade cada año alrededor del sol, pues la composición de los dos giros produce los mismos efectos a la intuición, que el proceso inverso en el caso de que la tierra estuviese quieta.
En este punto surge la tentación irresistible de suponer que el resto de los planetas despliega sus trayectorias alrededor del sol. Resulta entonces que la conjunción de sus períodos con el período anual de la tierra produce un movimiento aparente que se corresponde al que Tolomeo ha calculado como la resultante de los deferentes y epiciclos en su imaginaria construcción matemática. En resumen, a partir de una hipótesis única, la posición del sol en el centro del sistema y la consiguiente traslación de todos los planetas, incluida la tierra en torno a él, se explica de golpe cuanto la física anterior ha intentado entender inútilmente.
La increíble complicación de cincuenta y cinco esferas concéntricas, cada una con una inteligencia motora, queda sustituida por el simple giro circular de seis cuerpos en velocidades y tiempos distintos pero constantes. El principio de economía ha logrado su éxito más espectacular. No hay que olvidar los orígenes de la teoría de Copérnico, aunque ya más tarde, por efecto de la popularidad de Galileo, aparezca durante mucho tiempo sólo como su precedente.
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Ya en el libro primero de las Revoluciones, Copérnico hace frente a las críticas que los antiguos, y el primero de ellos el mismo Tolomeo han hecho al movimiento de la tierra, y en primer lugar a la rotación diaria en torno a su eje. Una primera objeción supone que si la tierra se moviese, causaría por su velocidad un viento artificial que desviaría todos los cuerpos que caen de su vertical, arrastrándolos en torbellino. Copérnico contesta que la tierra lleva en su movimiento a la atmósfera y que todos los cuerpos contenidos en ella están sometidos aun movimiento inercial, en todo semejante al que tendrían si estuviesen inmóviles. La réplica de Copérnico tiene sentido dentro de la física de los modernos y recuerda al mismo Occam cuando dice que la inercia afecta al mismo movimiento uniforme.
La segunda dificultad provoca una contestación que otra vez parece derivarse de Oresmes y sus «bellos y varios argumentos para demostrar que la tierra y no los astros es movida en círculo diario». Los partidarios del geocentrismo insisten en que el movimiento en terrestre en rueda tendría tal velocidad que forzosamente ha de romper y reducir a polvo todos los cuerpos. En esta caso Copérnico retuerce los argumentos y su réplica es contundente. La velocidad es proporcional al espacio recorrido, y como la circunferencia que de las estrellas es infinitamente mayor que el círculo trazado por la rotación, entonces la velocidad de los cielos ha de ser también mayor, y por consiguiente la violencia de su movimiento circular y sus efectos catastróficos será también mayor y más visible. Todas estas cuestiones y su solución aparecerán más tarde sin ningún cambio en el primer libro de los Diálogos de Galileo.
También desde la antigüedad se han opuesto una serie de razones a la hipotética traslación alrededor del sol o de un fuego central. Según estas críticas el cambio de posición de la tierra en el espacio altera el ángulo desde el que se ven las estrellas, y lógicamente debe producir una trasformación en el mapa de los cielos. Esta vez la contestación de Copérnico coincide con la de Aristarco, tal como la ha trasmitido Arquímedes: la distancia de la tierra a las estrellas fijas es tan inmensa que comparada con ella la órbita terrestre es una magnitud infinitesimal, como el punto central de una circunferencia.
La réplica perfecta a todos los ataques de los astrónomos anteriores cierra así el sistema de Copérnico y traza el marco que se encargará de rellenar mediante la observación cotidiana de todos los fenómenos celestes. Su astronomía es simultáneamente la culminación de toda la ciencia de los modernos y la preparación de la física experimental que vendrá cien años después.