Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 98 • abril 2010 • página 6
Aunque Ortega mostró sus reticencias, desde muy temprano, a la psicología de los pueblos, lo cierto es que, a la postre, su interpretación del sentido del Quijote o, más bien, el bosquejo que de la misma nos ha legado se inscribe en esta línea hermenéutica o en una línea psicocultural o psicohistórica, si se prefiere. En un artículo de prensa juvenil «Observaciones» (1911) se declara «enemigo de esas presuntas psicologías de los pueblos» (Obras completas, vol. 1, pág. 165). Pero incoherente, en ese mismo escrito considera como característico de «nuestra raza» o, por lo menos, de los pensadores españoles más castizos la falta de altruismo intelectual, esto es, el ser incapaces de comprender las ideas u opiniones de los demás. Al final de este mismo escrito, no tiene empacho en afirmar rotundamente en referencia al carácter de Joaquín Costa que los aragoneses conservan más acusadamente que el resto de los españoles «ciertos rasgos irreductibles de la raza», entre los cuales nos adelanta uno de ellos, el instintivismo, lo que quizá explique que el aragonés se dejase seducir por los dogmas del romanticismo, hasta el punto de consagrar su vida a ir a la caza de los rasgos diferenciales del pueblo español con respecto a otros pueblos europeos. En «Preludio a un Goya», vuelve de nuevo sobre las peculiaridades de carácter de los aragoneses, de los que Goya es un prototipo: «Tiene el carácter bronco, impulsivo, ‘elemental’ de sus paisanos cuando les falta el montaje de frenos e inhibiciones en que consiste la ‘buena educación’» (op. cit, vol. 7, pág. 521).
Y por supuesto Ortega tampoco, a pesar de sus protestas contra la psicología de los pueblos, tiene dificultad alguna en hablar de los rasgos peculiares, no ya de los grupos regionales, sino de los propios españoles. En las Meditaciones del Quijote (1914), se ampara en la Antropología de Kant, que al caracterizar a España como tierra de los antepasados quería señalar que el vicio nacional por antonomasia es el dejarse someter a la influencia opresora del pasado, para sacar la conclusión de que el espíritu español es constitutivamente reaccionario en general, y no sólo en el terreno político, reaccionarismo que no consiste, según Ortega, en un desamor a la modernidad, sino en la incapacidad nativa de mantener vivo el pasado, que el español trata no como un modo de la vida, sino como algo muerto que pesa sobre él como una losa o lastre.
En su célebre conferencia «Vieja y nueva política» (1914), considera que el pueblo español se ha caracterizado, a juzgar por sus obras históricas y sus logros culturales, por el esfuerzo y la escasa inteligencia o intelecto, el cual nos ha faltado sobre todo en el buen gobierno, la economía y la técnica (raro es que no añada a la lista las ciencias naturales y la filosofía, pero lo hace en otros lugares):
«Pero ha sido la característica de nuestro pueblo haber brillado más como esforzado que como inteligente.
Vida española, digámoslo lealmente, vida española, hasta ahora, ha sido posible sólo como dinamismo.
Cuando nuestra nación deja de ser dinámica, cae de golpe en un hondísimo letargo y no ejerce más función vital que la de soñar que vive.»
La poca inteligencia y su corolario, la ausencia de ideas importantes, va a ser un leif-motiv machaconamente repetido en la obra de Ortega. En su trabajo «El ocaso de las revoluciones» dictamina terminantemente que las revoluciones tienen un origen o causa última intelectual, que su radicalismo, duración y fuerza dependen proporcionalmente de la inteligencia de cada raza y que las razas poco inteligentes, como la española, son poco revolucionarias. He aquí cómo Ortega se despacha a gusto con la carencia de inteligencia de los españoles:
«El caso de España es bien claro; se han dado y se dan extremadamente en nuestro país todos los otros factores que se suelen considerar decisivos para que la revolución explote. Sin embargo, no ha habido propiamente espíritu revolucionario. Nuestra inteligencia étnica ha sido siempre una función atrofiada que no ha tenido un normal desarrollo. Lo poco que ha habido de temperamento subversivo se redujo, se reduce, a reflejo, del de otros países. Exactamente lo mismo que acontece con nuestra inteligencia: la poca que hay es reflejo de otras culturas.» Op. cit., vol. 3, pág. 225
Voluntad de esfuerzo, escasa inteligencia: tales son los rasgos dominantes del carácter nacional del español, que se han manifestado a lo largo de su historia y plasmado en los productos de su cultura. Atienda el lector a esto, porque en estas cualidades va a hacer descansar Ortega su visión final y definitiva del Quijote.
La interpretación orteguiana de la magna novela cervantina debe buscarse desde luego en sus Meditaciones del Quijote, un libro que ofrece, sin embargo, a pesar de su título, más un bosquejo de su sistema filosófico que una exposición precisa de una interpretación que vaya más allá de unas pocas ideas generales. Esta es la primera decepción que produce el libro: el lector espera una meditación sistemática sobre el Quijote y realmente con lo que se encuentra es con unas pocas reflexiones, que el propio autor califica, seguramente no en serio, de «vagas indicaciones» (op. cit, sección 15, pág. 93), y que nosotros tomamos seriamente por tales. Si se quiere, como vamos a ver, lo que Ortega nos ofrece en este libro se puede considerar más como un bosquejo o proyecto incompleto de interpretación que como una interpretación efectiva. Ortega nos presenta este escrito como un primer volumen de ensayos a los que seguirían otros, donde sin duda emprendería un análisis sistemático del texto cervantino, pero este anuncio nunca se cumplió, por lo que debemos contentarnos con los esbozos contenidos en estas meditaciones. ¿Y qué es lo que en ellas hay sobre el Quijote?
El que habría de ser sólo primer volumen y se ha convertido en primero y último consta de dos meditaciones, la «meditación preliminar» y la «meditación primera», precedidas de un prólogo, el cual en sus cuatro últimas páginas contiene unas consideraciones sobre la manera como se debe enfocar el estudio del Quijote. Pero de las dos meditaciones es en la primera donde más material relevante, bien es cierto que no mucho, se encuentra para entender la concepción orteguiana de la gran novela. La primera meditación, como su propio subtítulo apunta «Breve tratado sobre la novela», presta más atención a las ideas estéticas o literarias sobre la novela y otros géneros literarios que al estudio del Quijote (la épica, el mito, la tragedia, la comedia, la tragicomedia, el heroísmo, &c.), aunque a éste se le cita en relación con algunos de los problemas tratados. Pero no contiene más que dos secciones expresamente referidas al texto cervantino: «El retablo de maese Pedro» y «Los molinos de viento.» No se espere, no obstante, hallar ahí la puesta a prueba de una orientación hermenéutica o un comentario de estos episodios desde las coordenadas del autor. El primer episodio pasa a ser un símbolo de un tipo de experiencia psicológica que le puede sobrevenir a cualquiera en la lectura de aventuras y es que el lector, al igual que don Quijote que toma por real la patraña representada en el retablo, sufre una especie de alucinación momentánea en que toma aquéllas como reales; y el segundo episodio en que don Quijote interpreta los molinos como gigantes se convierte en símbolo de la necesidad humana de dotar de un sentido la materialidad desnuda de las cosas.
Las Meditaciones del Quijote, un proyecto inacabado, no son, sin embargo, el único escrito de Ortega en que ensayó un bosquejo de interpretación de este libro. Hay otro trabajo suyo, prácticamente ignorado, al que hasta ahora no se le ha prestado atención en estos asuntos, «La meditación del Escorial» (1915), que, a nuestro juicio, a pesar de su brevedad, nos ofrece un material de primer orden para delinear los trazos fundamentales programáticos de la interpretación orteguiana del Quijote. Ambos escritos están hermanados no sólo por su común preocupación por desentrañar el sentido de éste, sino por los motivos o estímulos externos desencadenantes de las reflexiones orteguianas acerca de la magna obra cervantina: si en las Meditaciones del Quijote es el boscaje de La Herrería que ciñe el Monasterio del Escorial el que suscita los pensamientos ahí recogidos, en la Meditación del Escorial es el propio monasterio el motivo inspirador del conciso ensayo sobre el Quijote que ella alberga. Y no deja de asombrar el que este cambio de motivos inspiradores, en que el bosque se abandona por el monasterio, adquiera la dimensión de un símbolo de la propia evolución de Ortega en la forma de aproximarse al gran libro cervantino en el corto periodo de un año que va entre ambos escritos: si en el primero de ellos se mantiene a cierta distancia del Quijote, prefiriendo situarse en su entorno, al igual que la atención prestada al bosque deja fuera al Monasterio, en el segundo abandona esa distancia y penetra dentro del Quijote para intentar desvelarnos su secreto, libro del que ya no es un símbolo el bosque, que remite a algo enigmático, sino la gran mole del Monasterio, cuyo sentido perfilado, a juicio del autor, nos permite iluminar el del Quijote, que no en vano, al entender suyo, guarda un estrecho parentesco con aquél .
Ortega, tan reticente en otros aspectos al romanticismo, se adhiere, no obstante, a sus postulados esenciales sobre el arte y la literatura. Como los románticos alemanes, considera que en la literatura, particularmente en las grandes obras maestras, se revela la personalidad de la nación a que sus autores pertenecen y, con ello, su visión de la vida y actitud ante el mundo, con la que el artista está comprometido. Cada raza o cada pueblo consiste en un «estilo de vida», esto es, una posición ante la vida y una concepción del mundo definida y diferente respecto a las de otras razas o pueblos. En correspondencia con ellos el gran artista se caracteriza por un estilo de vida, que viene a ser un eco del de su nación y por tanto a través de él, podemos llegar a conocer el estilo de vida de su pueblo. Así Ortega confiaba en poder definir el modo de ser y el estilo de vida españoles a través del magno libro cervantino. Para ello es menester saber en qué consiste el estilo de Cervantes, el cual no se reduce, según la concepción de Ortega, a su mera dimensión literaria o poética, sino que «lleva consigo una filosofía y una moral, una ciencia y una política» (Meditaciones del Quijote, Revista de Occidente, 9ª edición, 1975, pág. 93). El conocimiento del estilo de Cervantes nos proporciona, pues, la llave que nos abre la puerta para entender y definir el estilo de vida español, incluso lo que es España y su misión histórica. Lo curioso del caso es que Ortega no se considera llamado para desvelar el secreto del estilo de Cervantes, sino que se coloca aparte, como una especie de precursor del auténtico mesías que nos habrá de conducir a la tierra de promisión que significa desentrañar el misterio del estilo del Quijote:
«Si algún día viniera alguien y nos descubriera el perfil del estilo de Cervantes, bastaría con que prolongásemos sus líneas sobre los demás problemas colectivos para que despertáramos a nueva vida. Entonces, si hay entre nosotros coraje y genio, cabría hacer con toda pureza el nuevo ensayo español.» Ibid., pág. 93
En la misma línea afirma Ortega en otro lugar que Cervantes aguarda a que le nazca un nieto capaz de entenderle y, desde luego, el no se tiene por ese nieto esperado, lo que le lleva a ofrecer sus meditaciones, según anunciamos más arriba, como vagas divagaciones, eso sí fervorosas, pero no tan exactas, y en las cuales el filósofo madrileño pretende situarse a una cierta distancia de Cervantes. Pero se coloca tan lejos de su objetivo, que se ve impedido de penetrar en los entresijos del Quijote, y ello le obliga a renunciar, según propia confesión al final del prólogo a las Meditaciones, «a invadir los sectores últimos» del libro magno. El pensamiento de Ortega se conforma con trazar anchos círculos concéntricos en torno al libro inmortal, pero sin entrar en su interior. Queda reservada para alguien capaz de descubrir el estilo de Cervantes, para ese esperado nieto preparado para entenderlo, la aventura de desvelar los secretos últimos del libro inmortal.
Pero mientras llega ese intérprete cualificado, algo hay que hacer. Y lo que se puede hacer, sin acercarse demasiado al Quijote, sino manteniendo una distancia respetuosa, es practicar el método antes apuntado del asedio meditante rodeos concéntricos, a la manera como los antiguos israelitas tomaron Jericó: «Una obra del rango del Quijote tiene que ser tomada como Jericó. En amplios giros, nuestros pensamientos y nuestras emociones han de irla estrechando lentamente» (op. cit., pág. 38). Ahora bien, Ortega no sólo no entrará en Jericó, sino que el último de lo círculos que trazará a su alrededor, lo dejará todavía muy lejos de la enigmática fortaleza. El lector tendrá que aguardar hasta que examinemos la Meditación del Escorial, para poder asistir, por fin, a la entrada triunfal de Ortega en Jericó.
Supuestos hermenéuticos
En el manejo de este método concéntrico de aproximación al libro inmortal Ortega se halla guiado por varios supuestos hermenéuticos. El primero de ellos persigue poner freno a los estudios del Quijote centrados casi exclusivamente en su protagonista. Se trata de una desviación que Ortega etiqueta como «quijotismo del personaje.» Se trata sin duda de una andanada contra Unamuno. Ciertamente, cualquier estudio sobre el Quijote está obligado, dada la principalidad de su figura central, a concederle una significación trascendental. Pero esto no debe conducir a considerar aisladamente a don Quijote, sino en su inserción en el conjunto del libro inmortal y como expresión del estilo global de Cervantes:
«No podemos entender el individuo sino al través de su especie… Las cosas artísticas –como el personaje Don Quijote– son de una sustancia llamada estilo. Cada objeto estético es individuación de un protoplasma-estilo. Así, el individuo Don Quijote es un individuo de la especie Cervantes.» Op. cit., pág. 37
Frente al quijotismo del personaje, como si Cervantes no hubiera existido, error grotesco que reprocha a Unamuno, cuyos excesos en su Vida de Don Quijote y Sancho caricaturiza Ortega con una pincelada –«Otros, según la moda más reciente, nos invitan a una existencia absurda, llena de ademanes congestionados»–, nos propone, de acuerdo con lo antedicho, investigar el «quijotismo del libro.» Se mantiene fiel a esta propuesta en Meditaciones del Quijote, pero es dudoso que en Meditación del Escorial no incurra en el mismo error grotesco del que culpa a Unamuno, pues, como veremos, la clave de su interpretación del sentido global de libro inmortal recae allí sobre las espaldas de don Quijote, que llega a alcanzar una proyección absolutamente trascendental, bien es cierto que Ortega no perpetra las prevaricaciones unamunianas consistentes en desprenderse de episodios enteros del libro o de personajes que no le gustan, amén de convertir su comentario sobre la vida de don Quijote, como le acusaría Azaña, en una especie de autobiografía espiritual del propio Unamuno, objeción que tácitamente subyace también en la pincelada mordaz de Ortega antes citada.
El segundo de los supuestos se refiere a la reprobación de las exégesis del Quijote en clave biográfica. El secreto de la genial obra cervantina no ha de buscarse en la vida de Cervantes, sino en su libro. El verdadero quijotismo, el que gravita sobre el libro, y no sobre don Quijote ni sobre Cervantes, debe, pues, eludir el enfoque biográfico, que Ortega tilda de desviación.
Ahora bien, su condena de las interpretaciones biográficas, tan de moda en su tiempo, no entraña una condena similar de las aproximaciones históricas. Por el contrario, en su tercer supuesto hermenéutico no sólo las aprueba, sino que él mismo alienta un tipo de interpretación que cabe calificar tanto de histórica como política. Histórica, porque en el Quijote se halla el secreto de lo que España ha sido; y política, porque, al entender de Ortega, también contiene el secreto de su presente y de su misión histórica. Es más, él mismo confiesa la preocupación patriótica que guía su aproximación al Quijote, un libro, que en tanto expresión de la esencia histórica de la nación y de su destino, une a los españoles que comparten la preocupación nacional, al tiempo que tiene sobre ellos un efecto nacionalizador:
«Cuando se reúnen unos cuantos españoles sensibilizados por la miseria ideal de su pasado, la sordidez de su presente y la acre hostilidad de su porvenir, desciende entre ellos Don Quijote, y el calor fundente de su fisonomía disparatada compagina aquellos corazones dispersos, los ensarta como un hilo espiritual, los nacionaliza, poniendo tras sus amarguras personales un comunal dolor étnico.» Op. cit., pág. 37.
La perspectiva histórico-política desde la que se acerca Ortega al libro cervantino está teñida, como bien se percibe, de un fuerte pesimismo histórico, que raya en lo patológico. Como Unamuno, también Ortega reniega del pasado histórico de España, y nos exhorta a liberarnos de la «superstición del pasado» y con ella de la España «caduca»; es más, de forma irresponsable nos anima a quemar la España del pasado, a hacer tabla rasa con ella para llegar a afirmar una nueva España y a realizar «experimentos de nueva España»: «En un grande, doloroso incendio habríamos de quemar la inerte apariencia tradicional, la España que ha sido, y luego, entre las cenizas cribadas, hallaremos como una gema iridiscente la España que pudo ser» (op. cit., pág. 92).
Su pesimismo histórico incluye a los propios españoles a los que describe como «nuestra raza sin ventura», «la pobre víscera cordial de nuestra raza», «raza esencialmente impura», «raza caos», &c. Resulta sarcástico que quien hace gala de semejante negativismo sobre la historia y cultura españolas, se cubra bajo el manto de la preocupación patriótica. Asombroso patriotismo el de quien nos invita a reducir a cenizas el pasado de nuestra nación. ¿Qué nos habría recomendado si no fuera un patriota, que, como escribirá más tarde al final del Prólogo para alemanes (1934), «padece la obsesión de España como problema» y con tal angustia la padece que para él «es España el problema primero, plenario y perentorio» (Obras completas, vol. 8, págs. 57 y 58).
En las Meditaciones Ortega esboza este programa hermenéutico, desde la perspectiva de la renegación del pasado histórico español, pero dado que, de acuerdo con su método de acercamiento en giros concéntricos se detiene ante el umbral de Jericó, sin entrar en el estudio del contenido interno del Quijote, nos quedamos con las ganas de saber sobre qué bases textuales fundamenta su negativismo histórico. En cambio, en la Meditación del Escorial nos saca de dudas y recorrerá el camino que le permitirá leer el Quijote como una confirmación de su derrotismo histórico: allí el libro inmortal se nos pintará como la historia del fracaso de España.
Esto último podría dar a entender que la orientación final de la interpretación de Ortega es ostensiblemente histórico-política. Pero no es así. Su sentido último, al que se subordina su dimensión histórica y política, tiene su fuente en la psicología de los pueblos, pues, a la postre, el secreto de España como realidad histórica y política reside en rasgos del carácter nacional o de la personalidad cultural española. Tal es el cuarto supuesto hermenéutico, supuesto definitivo, que constituye, como veremos, la clave de bóveda de la interpretación orteguiana del Quijote.
Primer giro en torno al Quijote
De acuerdo con su método de aproximación en giros concéntricos a la magna novela, empieza dando un rodeo que le mantiene a una gran distancia de la fortaleza. Este rodeo consiste en una serie de reflexiones filosóficas de carácter fenomenológico sobre el bosque como parábola acerca del conocimiento de la realidad, la superficie, la profundidad y el escorzo, el mundo patente y el trasmundo, de las que extrae unas nociones que le servirán para intentar entender la novela. Esta especie de preámbulo epistemológico, que abarca las cuatro primeras secciones de la «meditación preliminar, desemboca en una declaración solemne, pero bastante decepcionante, al inicio de la quinta sección: «En mi mano está un libro: Don Quijote, una selva ideal. He aquí otro caso de profundidad: la de un libro, la de este libro máximo. Don Quijote es el libro- escorzo por excelencia.» Magro resultado.
Las meditaciones sobre el bosque y demás asuntos enumerados sólo han servido para comparar la intelección del Quijote con la aprehensión de una realidad tan esquiva como la de un bosque y para decirnos que se trata de un libro profundo, un libro-escorzo, una metáfora brillante, pero que no añade nada a la previa calificación de libro profundo. No es más que una forma pictórica de presentar la profundidad del Quijote, la cual, como el escorzo en pintura, se presenta en una superficie que, sin dejar de serlo, se dilata en un sentido profundo. Pero no nos explica Ortega qué tipo de profundidad atribuye a la novela. Está claro que no se trata de una profundidad esotérica; todo apunta a una profundidad alegórica o simbólica, que se hace patente en la superficie de la novela, pero nada nos aclara al respecto. Después de recorrer los giros de Ortega en torno a ésta, sabremos algo más sobre la naturaleza de la profundidad del libro de Cervantes, pero no mucho más.
Lejos de clarificar su declaración, aprovecha la ocasión de la proclamación solemne de la profundidad del Quijote para arremeter contra la crítica literaria de la Restauración por no haber querido reconocerla. El reproche es tan injusto como falso, pues durante este periodo, como hemos mostrado, se multiplicaron las interpretaciones alegóricas del libro, no pocas veces rayanas en el esoterismo (el caso de Benjumea y sus
Partidarios), pero que, en cualquier caso, le atribuían un sentido profundo. Ortega censura sobre todo a Valera y Menéndez Pelayo por no haber sabido captar la dimensión profunda del Quijote, censura que sólo es válida en el supuesto no probado, en realidad gratuito, de que se acepte, como sin duda lo hace Ortega, de que su profundidad depende de su carácter alegórico o simbólico, de manera que si no es una obra dotada de simbolismo, entonces no puede ser profunda. Pues está claro que el reproche a Valera y Menéndez Pelayo tiene que ver con la oposición de ambos implacable a toda suerte de interpretaciones alegóricas, particularmente las de tendencia esotérica.
Sin embargo, Ortega se equivoca con ambos cervantistas eminentes incluso desde su propia perspectiva. Pues aunque hicieron frente con una crítica demoledora a los excesos del alegorismo, que fácilmente se despeña por la pendiente del esoterismo, ambos quedaron presos del simbolismo. Como el lector ha podido comprobar en el estudio sobre el Quijote como sátira alegórica de la caballería (véase El Catoblepas de Noviembre de 2008), tanto Valera como Menéndez Pelayo sucumben al simbolismo, al someter a don Quijote a un proceso de idealización, en el que se eliminan los elementos risibles y paródicos en favor de los serios y heroicos, y al convertirlo en símbolo de un nuevo tipo de caballería y correspondientemente de un espíritu caballeresco depurado, sublimado, lo que conducirá a ambos a considerar el Quijote, a la postre, más que como una parodia de los libros de caballerías, como un libro él mismo de caballerías, pero de un orden distinto y superior al tradicional.
Pero Ortega, convencido de que Valera y Menéndez Pelayo no han rebasado la superficie del Quijote, propone como alternativa frente a ellos un nuevo enfoque crítico, capaz de detectar el sentido profundo del Quijote, cuya profundidad, como toda profundidad, dista de ser palmaria y sólo es accesible para lo que él denomina un «leer pensativo», que es un leer lo de dentro. Situado en esta perspectiva, Ortega emprende un nuevo giro ante el libro cervantino, el cual ya nos proporciona una aproximación, si bien muy genérica, en la línea hermenéutica de la psicología de los pueblos o de las naciones.
Segundo giro en torno al Quijote
En efecto, desde la perspectiva de este segundo círculo alrededor de la selva ideal o libro-escorzo que es la magna novela cervantina, ésta se nos ofrece como una manifestación del genio cultural español en tanto variedad de la cultura mediterránea. Esta tesis nos obliga a abordar brevemente la concepción orteguiana de la relación entre cultura y raza como preámbulo al tratamiento del Quijote como una expresión del genio cultural español, pues la mención de una cultura específica nos remite inmediatamente al sujeto o raza que la ha producido.
Por lo que respecta a la raza, Ortega distingue entre las razas como «constituciones orgánicas» y las razas como «maneras de ser históricas», que se definen como un conjunto de «tendencias intelectuales, emotivas, artísticas, jurídicas, etc«. Ahora bien, esta distinción no anula la relación entre ambas. De hecho, no niega la relación causal entre ambas, sino que sostiene que las razas históricas nos llevan a las razas biológicas de las que proceden: «No hay duda de que la diversidad de genios culturales arguye a la postre una diferencia fisiológica de que aquélla [una cultura] en una y otra forma proviene» (op. cit., pág. 63). Como bien se ve, la tesis de Ortega sobre la base biológica de las razas históricas es muy similar a la de Taine; tan sólo difieren quizás en el papel fundamental que asigna éste al medio en la constitución de las razas como productos históricos.
Supuesto que las razas como producto histórico son un efecto de las razas como constituciones orgánicas, para él tiene perfecto sentido determinar, primero, «tipos específicos de productos históricos», tales como tipos de ciencias, artes, costumbres, &c., y buscar, una vez hecho esto, para cada uno de ellos, el «esquema anatómico» o, en general, «biológico» que le corresponde. Si no se entrega a estas tareas, es porque hoy por hoy no disponemos de los medios que nos permitan fijar las relaciones causales existentes entre las razas en sentido biológico y en sentido histórico. Por ello Ortega se ha de conformar con la mera clasificación de los hechos o productos históricos o culturales atendiendo al estilo o nota general que en ellos se manifiesta, pero sin entrar en su base racial-biológica última que se admite, pero que no se está en condiciones de investigar.
Partiendo de estas premisas sobre la relación entre cultura y raza, en que ésta última como sujeto biológico constituye la base de los tipos culturales, Ortega se acerca al estudio de la cultura mediterránea como la perspectiva desde la que clarificar el sentido del Quijote. De acuerdo con lo establecido, se desentiende de los aspectos raciales o étnicos de carácter biológico de los hombres que vivieron y viven en torno al Mediterráneo, para centrarse en el análisis de los caracteres diferenciales de sus obras de espíritu respecto a las griegas y germánicas. Pero a pesar de su intención confesada de dejar entre paréntesis el problema del parentesco racial de los hombres mediterráneos, Ortega no resiste la tentación de referirse al carácter impuro de las razas a las que pertenecen italianos, franceses y españoles: «Italia, Francia, España, están anegadas de sangre germánica. Somos razas esencialmente impuras; por nuestras venas fluye una trágica contradicción fisiológica. Houston Chamberlain ha podido hablar de las razas caos« (op. cit., pág. 64).
Ahora bien, aunque, a diferencia de la cultura griega, a la que califica de pura, la cultura latina, denominación que recusa, o mediterránea, como él prefiere llamarla, es impura, incluso caótica, Ortega concede que la cultura de las naciones latinas, dejando aparte el «vago problema étnico», desde la Edada Media hasta hoy, a pesar del injerto de germanismo, es «relativamente mediterránea», esto es, básicamente tal y secundaria, irrelevantemente germánica, lo que para él es un motivo de profundo pesar, pues no duda en afirmar la superioridad de la cultura germánica sobre la latina en el ámbito de la filosofía, del pensamiento en general y de las ciencias: «La cultura mediterránea no puede oponer a la ciencia germánica –filosofía, mecánica, biología- productos propios» (op. cit., pág. 64), y de ahí su reivindicación de la herencia germánica de los españoles, sin la cual estamos condenados a «un destino equívoco«.
La superioridad cultural de la Europa germánica, encabezada por Alemania, sobre la Europa latina reside fundamentalmente en que la primera representa la profundidad y la segunda la superficialidad: «Existe, efectivamente, una diferencia esencial entre la cultura germánica y la latina; aquélla es la cultura de las realidades profundas, y ésta la cultura de las superficies» (op. cit., pág. 58). No son las naciones latinas, sino Alemania la genuina heredera de Grecia, arquetipo de cultura profunda, la que ha inventado los temas sustanciales de la cultura europea y por ello ocupa una posición excepcional, sin parangón en la historia del mundo; las naciones latinas, lejos de ser herederas del espíritu helénico, lo son de Roma, la cual, por su incapacidad inventiva, no llegó ni a inventar temas clásicos ni a comprender a Grecia y de este pecado original romano estarían contagiadas la moderna cultura latina de Francia, Italia y España. Ni siquiera le reconoce a Roma el derecho, que lo habría aprendido de Grecia y, claro está, la superficial Roma no lo habría comprendido bien.
Italia, Francia y España, aunque algo germanizadas, pero básicamente mediterráneas, no estaban preparadas para heredar el legado griego. Esa misión le iba a corresponder a Alemania, dotada de una cultura puramente germánica y no contagiada de herencia latina, que la habría convertido entonces también en una cultura impura y caótica:
«Los pensamientos nacidos en Grecia toman la vuelta de Germania. Después deun largo sueño, las ideas platónicas despiertan bajo los cráneos de Galileo, Descartes, Leibniz y Kant, germanos. El dios de Esquilo, más ético que metafísico, repercute toscamente, fuertemente en Lutero; la pura democracia ática en Rousseau y las musas del Partenón, intactas durante siglos, se entregan un buen día a Donatello y Miguel Ángel, mozos florentinos de germánica prosapia.» op. cit., pág. 62
Obsérvese el rigor de Ortega examinado el asunto desde sus propias coordenadas: ahora resulta que Galileo, Descartes, Rousseau, Donatello y Miguel Ángel son germanos y que Germania abarca todo lo que de descollante se ha producido en Europa. Así que Italia, Francia y la Suiza de habla francesa pertenecen a la cultura latina, pero sus figuras más prominentes son productos germánicos. ¿Quizás el injerto germánico ha prevalecido en ellos sobre la capa más espesamente latina? Pero como la coherencia no parece cosa que el preocupe, al mismo Descartes, que ahora clasifica como germano, apenas unas páginas más delante lo coloca en la cima de la producción ideológica mediterránea (op. cit., pág. 65).
Obsérvese también de paso cómo Ortega, que no tiene dificultad en encontrar germanos herederos de los griegos entre los franceses, los italianos o los suizos, no encuentra ninguno entre los españoles. Quizá pudiera ser un buen candidato Cervantes, pero Ortega insiste en presentarlo como un producto de la cultura mediterránea. Y esto le genera una nueva contradicción: si el Quijote, como tantas veces insiste Ortega, es un libro verdaderamente profundo, un libro-escorzo, ¿no debería ser, de acuerdo con su pensamiento, una expresión de germanismo y no de latinismo? Pues no, se aferra en analizarlo como una muestra de la cultura mediterránea, aunque, al final de la meditación parece admitir que se trata de un híbrido de germanismo, en lo que tiene de profundo, y de latinismo, en lo que adolece de confusión, lo que le inducirá a describirlo como una obra profunda, pero equívoca. Pero por el momento, pasando por alto esta inconsistencia, sigue adelante con su proyecto de reflexionar sobre el Quijote como una creación latina.
Tercer giro en torno al Quijote
Después de ensayar la definición de la cultura española, en tanto versión de la cultura mediterránea, como una realidad superficial, lo que, como acabamos de ver, convierte a la novela cervantina en una excepción que Ortega está obligado a clarificar, nos propone un nuevo rasgo diferencial entre la cultura germánica y la mediterránea basada en la antítesis claridad-confusión: la primera es clara y la segunda, confusa. Con esta tesis pretende salir al paso a la afirmación reiterada de Menéndez Pelayo en sus libros en que contrapone la «claridad latina» frente a las «nieblas germánicas», a la que le da la vuelta. Ortega está convencido de que la antitesis superficie-profundidad es más relevante, pero si la discusión se centra en la distinción entre claridad y confusión, no le importa entrar al trapo y, contra Menéndez Pelayo, usarla justo para llegar a la conclusión opuesta. Siempre gana la cultura germánica.
De nuevo Ortega, para no faltar a la costumbre, empieza contradiciéndose: primero declara que no existe entre ambas una diferencia de claridad (op. cit., pág. 59) y luego, apenas unas páginas más adelante, reprocha a las dos cimas ideológicas del pensamiento mediterráneo, el pensamiento renacentista italiano y Descartes, el que adolecen de falta de claridad: «Leibniz o Kant o Hegel son difíciles, pero son claros como una mañana de primavera; Giordano Bruno y Descartes tal vez no sean del mismo modo difíciles pero, en cambio, son confusos» (op. cit., pág. 65). Posiblemente al lector le cause algún sobresalto ver a Hegel clasificado como claro y a Descartes como confuso y, por tanto, oscuro. Pero Ortega, con tal de que se reconozca la superioridad cultural de Alemania, no se arredra ante los obstáculos y si para ello es menester calificar a Hegel de claro y a Descartes de oscuro, pues se hace sin la menor turbación y a los que se atrevan a hablar, como Menéndez Pelayo, de «nieblas germánicas», se les acusa de inexactos y, sin detenerse en barras, de estar «envenenando«, con inexactitudes como ésta, a «nuestra raza sin ventura» (op. cit., pág. 58).
Ortega enumera los defectos de los pensadores latinos que resaltan el carácter confuso de su pensamiento: grotescas combinaciones de conceptos, una radical imprecisión, ausencia de elegancia mental debida a que el pensador latino se mueve en un elemento que no es el suyo. En Vico, figura muy representativa del intelecto mediterráneo, ve condensados Ortega todos estos defectos; aunque no le niega genio ideológico, tilda su obra de caótica.
Ortega remata su crítica del pensamiento latino como confuso recordando una anécdota de Goethe, prototipo, se supone, de la claridad germánica, ocurrida durante su viaje a Italia, en que un capitán italiano al contemplar al escritor alemán absorto en sus pensamientos, le recrimina entonando unas palabras de desprecio del pensamiento y de encomio de la confusión: «¿Qué piensa? No debe pensar el hombre, pensando se envejece. No debe encerrarse el hombre en un sola cosa porque entonces enloquece: bisogna aver mille cose, una confusione nella testa [= hace falta tener mil cosas, una confusión en la cabeza].» Op. cit., pág. 66.
Naturalmente, la acusación de falta de claridad la extiende a la propia cultura española, a la que tiene igualmente por confusa. Advirtamos que Ortega contrapone informalmente la confusión a la claridad de los conceptos, siendo así que ésta, en realidad, se opone a la oscuridad y la confusión a la distinción conceptual. Advirtamos asimismo que admite la existencia de una claridad de las impresiones y de una claridad de los conceptos. Pues bien, cuando tacha a la cultura española de falta de claridad se refiere a la falta de claridad aportada por los conceptos, cuya esencia consiste, según él, en ser un instrumento para el apresamiento o posesión de las cosas derramando luz sobre ellas. Y esta claridad de los conceptos, que no de las impresiones, ha faltado en el arte, la ciencia – término que Ortega emplea de una manera genérica que incluye tanto la ciencia propiamente dicha como la filosofía al igual que, como hemos visto más arriba, al hablar de la ciencia germánica se refiere a la vez a la filosofía y la ciencia-, la política y demás formas culturales españolas, con lo cual se ha infringido el imperativo sagrado a que está sometida toda labor de cultura, no importa de qué especie o género se trate, que se cifra en una misión de claridad para conquistar la vida y dominar o poseer una porción del mundo.
Por lo que respecta a la filosofía resulta llamativo no sólo que no cite la gran escolástica española de los siglos XVI y XVII como «cima ideológica» del pensamiento latino, tanto por causa de sus importantes contribuciones a las diversas disciplinas de la filosofía, como también al derecho y a la economía, sino que además acuse a la filosofía española indiscriminadamente de falta de claridad. Ambos hechos son un reflejo del menosprecio de Ortega, en lo que no difiere nada de Unamuno, del pensamiento escolástico español
¿Y qué pinta en todo esto el Quijote? Pues mucho, ya que, según Ortega, la claridad, que es un imperativo de la cultura y, por tanto, de la obra de arte como parte de ella, ha solido faltar en las producciones castizas españolas y el Quijote no es una excepción. Basándose en esta tesis de que la obra de arte tiene una misión de esclarecimiento, infiere que ésta debe contener, en consonancia con esta misión, la clave de interpretación de sí misma; y si una obra o estilo artístico carecen de esta clave de interpretación, entonces sólo producirá valores equívocos, esto es, será una obra ambigua y, por tanto, confusa, oscura.
Ahora bien, el Quijote precisamente no contiene la clave ni indicios siquiera de su propia interpretación, por lo que se debe concluir que se trata de un libro equívoco, oscuro, en el que Cervantes no ha cumplido con el imperativo de esclarecimiento de la vida y las cosas que todo artista tiene y aun todo hombre:« El hombre, afirma Ortega solemnemente, tiene una misión de claridad sobre la tierra.» Por tanto, el gran libro cervantino, al que Ortega exageradamente está dispuesto a considerar como el único libro español verdaderamente profundo («Es, por lo menos, dudoso que haya otros libros españoles verdaderamente profundos»), no sólo no es una excepción a la habitual falta de claridad de las producciones culturales españolas, sino que es, según él, un caso verdaderamente representativo de lo que es una obra confusa, equívoca, aunque profunda. He aquí el diagnóstico del propio autor, que vale la pena citar en extenso:
«El caso del Quijote es, en este como en todo orden, verdaderamente representativo. ¿Habrá un libro más profundo que esta humilde novela de aire burlesco? Y, sin embargo, ¿qué es el Quijote? ¿Sabemos bien lo que de la vida aspira a sugerirnos? Las breves iluminaciones que sobre él han caído proceden de almas extranjeras: Schelling, Heine, Turguenef… Claridades momentáneas e insuficientes. Para esos hombres era el Quijote una divina curiosidad: no era, como para nosotros, el problema de su destino.
Seamos sinceros: el Quijote es un equívoco. Todos los ditirambos de la elocuencia nacional no han servido de nada. Todas las rebuscas eruditas en torno a la vida de Cervantes no han aclarado ni un rincón del colosal equívoco. ¿Se burla Cervantes? ¿Y de qué se burla? Lejos, sola en la abierta llanada manchega la larga figura de Don Quijote se encorva como un signo de interrogación; y es como un guardián del secreto español, del equívoco de la cultura española. ¿De qué se burlaba aquel pobre alcabalero desde el fondo de una cárcel? ¿Y qué cosa es burlarse? ¿Es burla forzosamente una negación?
No existe libro alguno cuyo poder de alusiones simbólicas al sentido universal de la vida sea tan grande, y, sin embargo, no existe libro alguno en que hallemos menos anticipaciones, menos indicios para su propia interpretación.» Op, cit., pág. 87
Así que el Quijote es una obra profunda pero ilimitadamente equívoca. Y hasta tal grado lo es, que todos los intentos de interpretación hasta ahora ensayados, desde las más diversas perspectivas, han fracasado, no habiendo conseguido otra cosa que ofrecernos, como mucho, «claridades momentáneas e insuficientes.» Los seguidores de Ortega en este punto, como Américo Castro, María Zambrano, Manuel Durán, entran en éxtasis al glosar la ambigüedad constitutiva de la magna novela, como si se tratase de un extraordinario acierto artístico por parte de Cervantes. Olvidan o no han entendido, o no han querido entender, que, desde la perspectiva orteguiana, se trata de un gran defecto, imputable a ser un producto de la cultura latina, cuyo destino está regido por la deriva hacia la oscuridad, la confusión y la equivocidad. Es un gran defecto porque, como hemos visto, toda labor de cultura es una interpretación de la vida, pero esta interpretación, debido al imperativo de claridad que todo hombre o artista tiene –un imperativo que no emana de una fuente exógena, divina o cósmica, sino del interior del propio hombre, en cuya constitución está enraizada–, ha de consistir en un esclarecimiento o explicación de la vida, y el Quijote no consiste en esto, sin perjuicio de su enorme poder de suscitar tantas y variadas alusiones simbólicas al sentido universal de la vida. Pero estas alusiones simbólicas resultan tan indeterminadas, que no sabemos bien lo que aspira a sugerirnos de la vida, a pesar de las contribuciones iluminadoras de comentaristas extranjeros tan cualificados, como Schelling, Heine, Turguenef, &c., o de españoles, cuyas pesquisas se han acabado estrellando contra el «colosal equívoco» en que consiste el enigmático libro cervantino.
El propio Ortega se declara impotente, como ya adelantamos más atrás, para descifrar su escurridizo sentido. Se atreve a sospechar que en él se encuentra la clave de lo que es España, su historia, su cultura y su destino, pero se ve forzado a admitir que no posee la clave que permita desvelar el «secreto español», «el equívoco de la cultura española.» Cervantes nos ha legado un gran tesoro encerrado en un cofre, que contiene el secreto de la solución del problema de España y de su cultura, pero no la llave que nos permita abrirlo. A lo más que cabe llegar es a afirmar que el carácter equívoco del libro cuyo sentido real se nos escapa es un reflejo de la personalidad histórica y cultural española, que es igualmente equívoca.
Cuarto giro en torno al Quijote
Ortega ensaya una nueva vía de penetración en la naturaleza del Quijote por vía de antítesis. A las antítesis anteriores superficie/profundidad, claridad/oscuridad o confusión, sucede ahora el contraste entre sensualismo/conceptualismo como vía de acercamiento a la gran obra y el resultado va a ser análogo, dejarnos a las puertas de la fortaleza, pero sin la llave que nos permita entrar en el recinto misterioso.
El sensualismo o, como también le gusta llamarlo, el impresionismo es un rasgo diferencial de la cultura y el arte latinos frente al conceptualismo de la cultura y el arte germánicos. En aquellos predominan los sentidos respecto el intelecto; en éstos los conceptos respecto a los sentidos. Los mediterráneos pertenecen a la casta de los sensuales, para los que el mundo es una reverberante superficie, esto es, viven en la dimensión de superficie, siendo los sentidos los órganos adecuados de aprehensión de ésta; los germánicos, en cambio, viven en la dimensión de profundidad y el concepto es el órgano normal de acceso a ella.
Pues bien, tanto el arte latino como el germánico llevan la marca de las respectivas psicologías de los pueblos que los han creado. El arte mediterráneo es heredero no del arte griego, que buscaba lo esencial y típico bajo las apariencias de las cosas, sino del arte romano, que se afanaba por buscar lo sensible como tal. Los artistas griegos arribados a Roma no pudieron mantener su visión del arte como expresión del ideal latente que anida en las cosas ante la presión moral ambiental y abandonaron su estilo helénico y en vez de atenerse a plasmar lo ideal en la materia van a fijar sobre ella lo meramente aparente o individual, dando lugar así a un tipo de arte impresionista o sensual, en el que triunfa la voluntad de atenerse a lo sensible como tal: «El Mediterráneo es una ardiente y perpetua justificación de la sensualidad, de la apariencia, de las superficies, de las impresiones fugaces que dejan las cosas sobre nuestros nervios conmovidos» (ob. cit., pág. 67).
Ortega se resiste a calificar esta forma de arte como realista, como suele repetirse, pues para el artista mediterráneo, heredero del legado romano, lo más importante no es la búsqueda de la esencia de las cosas, sino su desnuda presencia, la mera sensación viva de las mismas:
«Lo que en el ver pertenece a la pura impresión es incomparablemente más enérgico en el mediterráneo. Por eso suele contentarse con ello: el placer de la visión, de recorrer, de palpar con la pupila la piel de las cosas, es el carácter diferencial de nuestro arte. No se le llame realismo porque no consiste en la acentuación de la res, de las cosas, sino de la apariencia de las cosas. Mejor fuera denominarlo aprentismo [así lo escribe Ortega, pero se trata de una errata y sospechamos que quiso poner aparentismo, pues «aprentismo», amén de vocablo inexistente, no se puede derivar de «aparente»], ilusionismo, impresionismo.» Op. cit., pág. 69
En cambio, apenas unos años antes en «Arte de este mundo y del otro» (1911), donde dedica una páginas a la reflexión sobre la cultura y el arte mediterráneos, en las que llega a considerar al español como el representante más puro del hombre mediterráneo, no tuvo inconveniente en describir no sólo el arte sino también el pensamiento españoles como realistas, entendiendo por realismo lo que ahora prefiere denominar sensualismo o impresionismo, esto es, el interesarse por las cosas tal como se presentan en su pureza natural, en su rudeza concreta, en su áspera individualidad, sin poner nada sobre ellas, pues el hombre español, en tanto representante del tipo cultural mediterráneo, es un hombre sin imaginación que quiere ante todo ver y tocar las cosas y no le place imaginárselas.
Allí llegaba incluso a calificar este tipo de realismo español como una forma de materialismo extremo alérgico hacia todo lo trascendente, ya que se atiene a la representación de las cosas en su rudeza material, en su individualidad, incluso en su miseria y sordidez, no como expresiones o símbolos de ideas. Este realismo materialista, con su antipatía hacia todo lo suprasensible, termina desembocando en lo que Ortega denomina «vulgarismo» o «trivialismo», esto es, en el amor a lo vulgar, a lo trivial, manifiesto en la delectación con que se afirman las cosas pequeñas, míseras, insignificantes o groseras, un rasgo nacional del arte español del que ni Cervantes se libra. No sólo no se libra, sino que lo considera como un genuino representante de este realismo materialista castizo que se desliza hacia el trivialismo:
«Y aunque Cervantes es más que español, hay en su libro un atmósfera de trivialismo empedernido que nos hace pensar si el poeta se sirve de Don Quijote, del bueno y amoroso Don Quijote, que es un ardor y una llamarada infinita, como de un fondo refulgente sobre le cual se salve el grosero Sancho, el necio cura, el fanfarrón barbero, la puerca Maritornes y hasta el Caballero del Verde Gabán, que ni siquiera es grosero, ni sucio, ni pobre; que vive inmortalmente por haber poseído lo menos que cabe poseer: un gabán verde.» Obras completas, vol. 1, pág. 200
Pero ahora prefiere hablar de impresionismo o sensualismo. Ortega condensa en la frase de Cicerón, Nos oculos eruditos habemus, la propensión impresionista de los pueblos mediterráneos, frase que él interpreta en el sentido de que lo que importa no es pensar con los ojos, como hacían los griegos y sus herederos modernos, los germanos, sino meramente ver recreándose en la pura impresión de la superficie de las cosas. Para resaltar hasta qué punto el artista mediterráneo es impresionista o sensualista a Ortega le gusta citar la historia de un artista de origen griego del siglo I a. n. e. arribado a Roma, Pasiteles, que, no sólo sucumbe a la manera de ser romana, sino que además se convierte en un mártir del sensualismo, ya que por causa de su afán de ser impresionista, fue devorado por la pantera que le servía de modelo.
En suma, la tesis fundamental de Ortega viene a ser que el arte es una forma cultural en el que se manifiestan las diferentes cualidades psicológicas e intelectuales de los pueblos que lo han producido. Así el arte mediterráneo y el germánico son un producto de la psicología diferente de los pueblos que lo han creado o patrocinado, como sucede en el caso en que artistas extranjeros se amoldan al gusto artístico de sus patrocinadores, como los artistas griegos al servicio de los romanos. Así los germánicos se distinguen por pensar claro y ver oscuro, lo que da lugar a un tipo de arte conceptualmente claro, pero sensorialmente oscuro; en cambio, los mediterráneos que, según Ortega, vemos claro, pero no pensamos claro, creamos un arte dotado de claridad de impresiones, pero conceptualmente oscuro. En particular, los españoles nos caracterizamos por el extremo predominio de la impresión en el arte, por una enérgica afirmación del impresionismo y en tal grado que el concepto no ha sido nunca nuestro elemento. El arte de Cervantes tal como se muestra en el Quijote es un ejemplo eximio de esto. Para ilustrarlo Ortega coteja a Cervantes con Goethe y Shakespeare, los máximos representantes del estilo germánico.
Empieza admitiendo el talento imaginativo de Dante, capaz de crear unas imágenes tan poderosas que valen más, a juicio suyo, que «el complicado andamiaje conceptual, de alegoría filosófica y teológica» de la Divina Comedia. Pero la dimensión impresionista, característica del genio cultural mediterráneo, culmina en el arte de Cervantes, cuya potencia de visualidad estima «literalmente incomparable», pues, como ya vislumbró Flaubert, llega a tal punto esta potencia que nos sugiere las cualidades sensoriales (sus colores, su sonido) de una cosa, incluso su íntegra corporeidad, sin necesidad de describirla. En cambio, Goethe carecía de este talento: en su mundo literario las cosas y personas carecen de la rica y viva sensorialidad, aun carnalidad, característica de Cervantes, de manera que aquéllas parecen más bien las descarnadas figuras flotantes del recuerdo lejano o del ensueño. Mientras el maestro español se limita a recorrer con sus sentidos la piel de las cosas acentuando su apariencia sin interferencias del pensamiento, el maestro alemán tiende a intelectualizar lo que percibe, a pensar con los ojos y de ahí su propensión a eliminar u oscurecer lo sensorial de las cosas.
Si el punto fuerte de Cervantes es su enérgico impresionismo, su estricta contención dentro del ámbito de las puras impresiones, su punto débil, como en general el de los españoles, reside en el concepto, que no parece ser su elemento. Y este es el terreno en que Ortega confronta al genio español con el genio inglés. Comparado con Cervantes, Shakespeare parece un ideólogo, tal es la fórmula en que Ortega resume la diferencia principal entre ambos artistas, en tanto representantes de espíritus culturales antagónicos. Lo que quiere decir Ortega es que en Shakespeare siempre hay un fondo ideológico o línea de conceptos en el último plano que ofrecen al lector una pauta para orientarse en la «selva» de su obra. En otros términos, a diferencia de Carvantes, el dramaturgo inglés sí nos proporciona una clave para interpretar sus obras. Shakespeare, concluye Ortega, se explica siempre a sí mismo, lo que no sucede en el Quijote, libro igualmente selvático, en el que su autor se mantiene dentro de las puras impresiones, pero donde no hay un fondo de ideas al que agarrarse para orientarse en él. Ambos son profundos, pero Shakespeare, a diferencia de Cervantes, no es equívoco.
Esta confrontación entre los dos grandes maestros de la literatura universal moderna resulta clarificadora sobre la visión orteguiana del gran libro cervantino, porque nos revela que, según él, la raíz de la equivocidad o indeterminación de éste reside en la falta de un fondo de ideas que nos aporten una pauta para su interpretación y saber así de qué se burla Cervantes. No vamos a argumentar ahora contra la tesis de la equivocidad del Quijote. Ya lo hemos hecho en numerosas ocasiones, especialmente en la primera entrega de la serie sobre la interpretación de éste y en las que constituyen la primera parte de la misma, y a ellas remitimos. Limitémonos a recordar que no existe ninguna duda razonable acerca del objetivo de la burla cervantina.
Pero ahora, sin entrar en el simplismo del comentario de Ortega basado en una supuesta psicología del pueblo español caracterizada por el predomino de los sentidos y la alergia a los conceptos, de la que sería una expresión la magna creación cervantina, deseamos concentrarnos brevemente en la explicación orteguiana de la causa de la supuesta ambigüedad constitutiva de la novela. Simplemente no se sostiene la declaración de que en ésta no hay un fondo de ideas y que se trata de una creación puramente impresionista. Lejos de ser así, afirmamos, por nuestro lado, que, amén de estar claro el sentido de la sátira cervantina, en el Quijote hay un riquísimo fondo ideológico de todo orden, histórico, social, económico, político, religioso, filosófico, literario, ético y moral, &c., como hasta aquí hemos venido estableciendo y a ello remitimos.
Dicho esto, hagamos balance de los resultados a los que nos conducen las meditaciones orteguianas, que, en el fondo, vienen a considerar el Quijote como un retrato del modo de ser de los españoles, un modo de ser definido en términos culturales y psicológicos. Esto es, en la magna novela se expresa la esencia de su personalidad cultural y psicológica, que es una mezcla de rasgos básicamente mediterráneos o latinos. Ello explica el que se trate de una obra impresionista o sensualista, en la que predominan los sentidos y no el cultivo de la meditación, y equívoca. En cambio, su carácter profundo parece sugerir Ortega que se debe, como ya apuntamos, al componente germánico de la cultura española, desgraciadamente relegado, según él.
El Quijote es, pues, un símbolo de la cultura española como cultura híbrida entre el elemento latino, predominante, y el germánico, secundario en la definición del carácter histórico, cultural y psicológico de los españoles. El factor germánico es suficiente para explicar la profundidad de la novela, pero su debilidad no ha podido impedir su equivocidad, impuesta por la herencia latina del genio cultural español. Ortega se queja por ello de que el español se haya olvidado de la herencia germánica, un olvido que tendría como efecto precisamente el «destino equívoco» de nuestra cultura, de cuyo equívoco el Quijote es precisamente su expresión y a la vez producto. En este sentido este libro es iluminador sobre el destino de España y su cultura. Y aunque Ortega apenas entre en este asunto deja a entender que la clave del destino equivoco de España reside en el predominio histórico del factor latino sobre el germánico, en cuya conjunción integradora descansaría la España esencial, pero España en su trayectoria histórica se ha desviado de este ideal integrador, que habría sido la solución del problema de España y de su cultura. El Quijote sería la manifestación del fracaso en lograr ese ideal integrador que nos ha convertido en una raza caos. El fracaso de la magna novela en unir su enérgica afirmación de impresionismo con el cultivo del concepto claro es un símbolo de nuestro fracaso como pueblo que se ha visto lanzado a un descarriado vagar durante siglos por no haber sabido integrar los rasgos culturales y psicológicos latinos con los germánicos. Pero aún no es tarde para acometer esta tarea de integración cultural, lo que le lleva a hacer un llamamiento para emprenderla, sin renunciar a ese impresionismo característico de nuestro pasado, ya que entonces seríamos infieles a nuestro destino histórico como pueblo.
No deja de sorprender que el Ortega que aquí hace un llamamiento de reivindicación de la herencia germánica de los españoles, herencia que nos legó «el blondo germano, meditativo y sentimental» y que todavía alienta en la zona más profunda de nuestras almas, apenas unos años después cambia radicalmente de opinión en su España invertebrada (1922), donde los visigodos pasan a ser una raza degenerada, alcoholizada de romanismo, culpable de la decadencia de España por no haber sido capaces de crear un sistema feudal fuerte en España, similar al creado por los francos, falta de feudalismo que habría sido una gran desgracia para España.
Pero volviendo a las Meditaciones del Quijote, señalemos que Ortega no va más allá de estas consideraciones genéricas sobre el destino de España y de su cultura, cuyo secreto o equívoco se hallan guardados en el Quijote. Después de los cuatro círculos que hemos visto trazar a Ortega en torno a la fortaleza de Jericó nos deja a sus puertas sin lograr entrar por carecer de las llaves que le permitirían abrirlas. Toda la estrategia de asedio circular se estrella ante la equivocidad constitutiva del libro inmortal. Como hemos visto, ante la pregunta crucial: ¿de qué se burla Cervantes? Ortega no tiene respuesta, que en caso de obtenerla, nos desvelaría la concepción de la vida de Cervantes y de la misión de España más allá de las consideraciones generales precedentes, que el propio Ortega califica, como ya anunciamos, de «vagas indicaciones.» Sin embargo, como veremos en la próxima entrega, en la Meditación del Escorial sale de dudas, nos da respuesta a la pregunta y don Quijote deja de ser «un guardián del secreto español, del equívoco de la cultura española», para convertirse tanto en la clave iluminadora del destino de España y de su cultura, como en símbolo nítido del carácter nacional de los españoles y de su actuación en la historia.