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El Catoblepas, número 100, junio 2010
  El Catoblepasnúmero 100 • junio 2010 • página 6
Filosofía del Quijote

Crítica general
de las interpretaciones psicológicas del Quijote

José Antonio López Calle

Las interpretaciones psicológicas del Quijote (11)

Doré, Quijote, fragmento

Hasta aquí nos hemos ocupado de examinar una selección de las interpretaciones psicológicas más representativas del Quijote y nos hemos concentrado sobre todo en las que se pergeñaron entre fines del siglo XIX y 1915 o, si se quiere, en el periodo que va desde el primer Unamuno hasta la Meditación del Escorial de Ortega. Pues en este periodo, quizás en correspondencia con el prestigio de la psicología de los pueblos o de las naciones en esos años, se produjo la mayor floración de las concepciones de esta laya.

Naturalmente, después de este periodo no han escaseado las aproximaciones al libro cervantino en la línea de la psicología de los pueblos. Buena muestra de ello es, entre los autores extranjeros, la contribución de Ludwig Pfandl, quien en su Cultura y costumbres del pueblo español de los siglos XVI y XVII (1929), sobre todo en el capítulo XI, nos ofrece una visión del Quijote como la mejor y más profunda expresión de la dualidad o polaridad del carácter nacional, del alma española, cuyas dos caras, su anverso y reverso, son el idealismo y el realismo, simbolizados obviamente por don Quijote y Sancho respectivamente, rasgos polares o extremos que, a la manera de Unamuno, sostiene que no son armonizables, pues entre ambos no existe un lazo de unión o un punto intermedio de contacto.

Y entre los españoles, merecen mencionarse Maeztu, Sánchez Albornoz y, por supuesto, Castro, quien no sólo en sus escritos sobre el Quijote de su segunda época sino también en su misma obra historiográfica, como España en su historia (1948), nos presenta la novela como la encarnación del estilo de vida hispano y del rasgo dominante del carácter nacional, que es la conciencia de inseguridad del español ante su vivir colectivo y la angustia consiguiente de existir (véanse op. cit., págs. 484-5 y 623). Los tres tienen en común haber abordado el carácter nacional, según se recrea en el libro magno cervantino, desde una perspectiva histórica, de lo que ya nos hemos ocupado en otro lugar y a ello nos remitimos.

Después de estos autores, las interpretaciones del Quijote como retrato del alma española han decaído entre los estudiosos, lo que no obsta para que se perpetúen, sin embargo, como una especie de tópico manido, repetido en multitud de manuales de literatura para bachilleres y universitarios, en los que es habitual presentar el libro como una proyección del espíritu nacional y a sus dos grandes personajes como un símbolo de las dos orientaciones, el idealismo y el realismo respectivamente, que se supone definen el espíritu nacional.

No cabe duda de que la concepción de la gran novela como un retrato de los rasgos fundamentales de la psicología de los españoles ha sido una de las más influyentes. En el comentario de algunas de sus más brillantes y cualificadas exposiciones, como las de Unamuno, Carreras Artau y Ortega, hemos dejado deslizar algunos apuntes críticos sobre ciertos aspectos, pero sin entrar a fondo en los fundamentos generales de las interpretaciones psicológicas. Ahora, es el momento de someter a examen crítico las tesis principales que constituyen la base sobre la que éstas se han construido. Éstas se pueden reducir a dos:

1ª. Se postula la existencia de un carácter, espíritu, alma o personalidad nacional y que la sociedad española, como cualquier otra, se caracteriza por una determinada estructura de este carácter o personalidad, definidos por un rasgo o un conjunto de rasgos dominantes, susceptibles de encontrarse en todos o casi todos los miembros individuales de esta sociedad. En suma, la personalidad nacional define el singular modo de pensar, sentir y obrar de una sociedad frente a otras sociedades y es compartido por todos o casi todos sus miembros.

2ª. El Quijote es básicamente un retrato del espíritu nacional español y en particular sus dos grandes personajes, incluso, en algunos comentaristas, también otros personajes de la obra, constituyen un símbolo de este espíritu español, esto es, don Quijote y Sancho, en su formulación más típica, personifican las cualidades dominantes características de la personalidad nacional. En suma, la psicología de don Quijote y Sancho es la psicología de los españoles.

La primera tesis es muy controvertida, tanto que es prácticamente insostenible. Los otrora tan de moda estudios sobre el alma de los pueblos o de las naciones, sobre España o cualquier otro pueblo o nación, han decaído totalmente y yacen hoy sumidos por completo en el olvido. Y con razón, pues en toda sociedad, no digamos en las sociedades complejas constituidas por millones de individuos, hay tan grande variedad de personalidades entre sus miembros que resulta ridículo intentar reducirlas a un patrón único de personalidad nacional compartido por todos o casi todos. Y si la tesis es insostenible en el supuesto de que la tesis del carácter nacional se entienda en un sentido estadístico distributivo, en virtud del cual decir que un pueblo o nación posee un carácter específico equivale a decir que todos o casi todos sus miembros lo poseen, lo es aún mucho más si la tesis se entiende en el sentido holista de que el pueblo o nación como un todo es una especie de sujeto que tiene su propia personalidad característica como cada uno de sus miembros individuales. A esta concepción holista de carácter metafísico de la doctrina del carácter nacional propende, por ejemplo, Unamuno de forma expresa: «La sociedad lleva en sí los caracteres mismos de los miembros que la constituyen. Como a los individuos de que se forma, distingue a nuestra sociedad un enorme tiempo de reacción psíquica, es tarda en recibir una impresión» (En torno al casticismo, pág. 158.). Y en otro lugar, en un estilo que no tiene nada que envidiar al de las especulaciones metafísicas de los románticos alemanes, alude al espíritu colectivo de un pueblo como una especie de supraindividuo:

«Cuando se afirma que en el espíritu colectivo de un pueblo, en el Volkgeist, hay algo más que la suma de los caracteres comunes a los espíritus individuales que lo integran, lo que se afirma es que viven en él de un modo o de otro los caracteres todos de todos sus componentes; se afirma la existencia de un nimbo colectivo, de una hondura del alma común…que hay una verdadera subconciencia popular. El espíritu colectivo, si es vivo, lo es por inclusión de todo el contenido anímico de relación de cada uno de sus miembros.» Op. cit., pág. 167

La doctrina del carácter nacional, se entienda como se entienda, no ha conducido hasta ahora a nada sólido. A veces, lejos de las efusiones especulativas de Unamuno o de la concepción más positiva del carácter nacional como el carácter común a todos o casi todos los miembros de una sociedad dada, se concibe el carácter nacional no como el de todos o de casi todos, sino más positivamente aún, pero muy rebajadamente, como el más frecuente entre los miembros de una sociedad, esto es, lo que en estadística se conoce como la moda.

Ahora bien, si se admite esto, si los criterios del carácter nacional se rebajan hasta este punto, cabe plantearse hasta qué punto podemos seguir hablando del carácter nacional, cuando éste se reduce a ser el tipo de carácter más frecuente, el carácter, llamémosle, modal, que ni siquiera necesita ser el de la mayoría de las personas, lo que invita a reconocer la extraordinaria diversidad de tipos de personalidades individuales que se desvían de la más frecuente. La personalidad modal o más frecuente puede ser la compartida, pongamos por caso, por el 30 o el 20 o el 15% de la población. Ni siquiera en estudios realizados en pueblos primitivos se ha podido determinar la existencia de una personalidad básica que sea la de la mayoría de los miembros, menos aún la de casi todos. Anthony Wallace en una investigación sobre la personalidad básica de los iroqueses, que identificaba con la personalidad modal, halló, utilizando el test de Rorschach, que sólo el 37% de la muestra total compartía el tipo modal (véase M. Harris, Introducción a la antropología general, Alianza Editorial, 1981, págs. 500 y 589). A la vista de esto, no es inverosímil pensar que en una sociedad más compleja en todos los órdenes, como la España de los siglos XVI y comienzos del XVII retratada por el Quijote, la diversidad de tipos de personalidad debió de ser mucho mayor así como la amplitud de las desviaciones de las personalidades individuales respecto de la personalidad modal.

Ahora bien, si impugnamos la existencia de un carácter nacional, la segunda tesis se derrumba, ya que para defender ésta hay que mantener la primera. Pero, de todos modos, pongámonos en la hipótesis de que realmente hay un carácter nacional, un carácter que unas veces se nos define, como hemos visto, en términos estrictamente psicológicos, otras en términos más bien morales, otras históricos, otras culturales e incluso en ocasiones, de forma ecléctica, como una mezcla de rasgos pertenecientes a todas estas categorías. Pues bien, da igual, no importa qué enfoque se le dé a la definición de la personalidad española, el Quijote ni es fundamentalmente una meditación sobre ésta ni sus dos figuras principales son la encarnación de la misma.

Por lo que respecta a las definiciones psicológicas de la personalidad de los españoles, pensemos en la ridiculez, simplemente de entrada, de estas definiciones, tal como la de Unamuno o la de Ortega. Es simplemente gratuito decir, como hace Unamuno, que los españoles se caracterizan por la disociación entre los sentidos y la inteligencia, de modo que o bien son sensitivos o intelelectualistas, pues en todo ser humano normalmente constituido, no importa su origen nacional, los sentidos y la inteligencia funcionan coordinadamente, asociadamente. No se puede tomar, pues, a don Quijote, cuya mente está desquiciada, como encarnación de un rasgo que en la realidad psíquica de los españoles no existe. Y en el caso de Sancho, ¿quién se atrevería a decir que su mente se caracteriza por la disociación entre sus sentidos y su inteligencia? No menos extravagante es la tesis de Ortega de que los españoles se caracterizan por ser poco inteligentes y por el predomino de los sentidos, una ocurrencia que no tiene más fundamento que la apelación a las corazonadas. Pero aun cuando fuera cierto, don Quijote y Sancho no podrían ser la encarnación de semejantes cualidades. Don Quijote podrá estar loco, pero no se le puede negar inteligencia, por más que Ortega se empeñe vanamente en lo contrario. No en vano una cualidad fundamental de su personalidad es el ingenio, del que da sobradas muestras a lo largo de la obra. Y en cuanto a Sancho, podrá ser analfabeto, pero no le falta ni inteligencia ni agudeza.

En un plano psicológico o, si se quiere, piscohistórico es frecuente caracterizar, como hemos visto, a los españoles como movidos por una voluntad poderosa. Unamuno, Azorín, Carreras Artau, Ortega, Sánchez Albornoz, Maeztu, &c., hacen hincapié en ello; es cierto que algunos de ellos, como Unamuno y Ortega, se las apañan para convertir este rasgo más en un defecto que en una virtud. Desde luego, en este caso, es difícil no admitir que las generaciones de españoles entre el reinado de los Reyes Católicos y mediados del siglo XVII, hasta el comienzo de la decadencia, demostraron con sus hechos tener una voluntad de hierro y un coraje heroico. Pero en este caso negamos que don Quijote se pueda erigir en símbolo de la colosal energía desplegada por los españoles en el periodo señalado. Erigir en este caso a don Quijote en símbolo de la formidable voluntad de los españoles equivale a menospreciar el mérito de éstos. En efecto, el combustible de la voluntad del hidalgo es la locura; sin esa locura, no habría salido de su aldea; además, aun alimentando aquélla a base de demencia, su enloquecida voluntad no fructifica en éxitos, sino en fracasos. Los españoles, sin estar locos, realizaron grandes obras e incluso cuando empezaron a perder en el campo de batalla no fue por falta de arrojo y coraje, sino porque los otros pudieron más que ellos y les faltaron recursos económicos y hombres para mantenerse en la cumbre de su poderío. Nada que ver, pues, con don Quijote.

En cuanto a las definiciones de la personalidad de los españoles en una línea histórico-política, lo que impugnamos, independientemente de su acierto o desacierto, es que don Quijote sea una encarnación de éstas. Unamuno insiste mucho en el unitarismo conquistador e imperativo como una cualidad del modo de ser del español y que otros, como Castro, sin duda influido por Unamuno cuando hablaba de la dimensión imperativa de la personalidad española, también han destacado. Admitamos que fue un rasgo definitorio de la acción de los españoles en el escenario histórico, un rasgo que se tradujo en un afán psicopolítico de dominar y mandar, que aquél veía reflejado en el carácter de don Quijote. Pues bien, el hecho es que don Quijote, si bien se lo examina, no puede ser la encarnación simbólica de semejante modo de ser. ¿Cómo puede ser símbolo del unitarismo conquistador e imperativo quien ni conquista ni impera sobre nada? Podrían serlo Amadís o Tirante, pero no don Quijote. Si nos colocamos en la perspectiva de la realidad relatada por el narrador, hay que reconocer que el hidalgo manchego no realiza hecho alguno que merezca catalogarse bajo la etiqueta de unitarismo conquistador e imperativo de Castilla o España. Y si se examina el asunto desde la perspectiva de las pretensiones de don Quijote, debemos conceder que él aspira a la conquista y el imperio, pero su aspiración no tiene más consistencia que la fantasía de un loco, ya que sus acciones desmienten constantemente sus delirantes pretensiones.

Es más, aun en el supuesto de que don Quijote fuese un conquistador, tampoco podría ser un símbolo del unitarismo conquistador e imperativo castellano o español, pues él no actúa en nombre de Castilla o España; el hidalgo manchego no lucha, a la manera de Hernán Cortés o de Pizarro, al servicio del Imperio español para ampliar sus dominios. Más bien se comporta a la manera de un caballero andante de los libros de caballerías, como Amadís o Tirante el Blanco, que terminan reinando sobre un territorio con independencia de su patria de origen. Amadís es del reino de Gaula (en realidad, Gales), pero acaba siendo rey de la Gran Bretaña; Tirante es bretón, pero, caso de no morir inesperadamente, habría coronado su carrera como emperador de Grecia. Asimismo, don Quijote aspira a ser rey o emperador, pero esta aspiración nada tiene que ver con el destino de España ni su condición de español. Sueña, ya desde el primer capítulo, con ser por lo menos coronado emperador de Trapisonda, un sueño en el que se atropella el orden político de su tiempo, ya que pretende nada menos que ser emperador en un territorio incrustado en el interior de la Turquía asiática y sometido al poder de los otomanos.

Don Quijote se comporta, pues, como lo haría un caballero andante, que si tiene éxito podrá llegar a ser rey o emperador, pero sin que ello le vincule con su patria. Allí donde ve un rey o emperador en apuros sale en su ayuda y si de ahí resulta recompensado con el gobierno de un reino, tanto mejor, pero ello es así no por ampliar los dominios de su país nativo, sino para fundar su propio gobierno benevolente y justo. Así el hidalgo manchego, en la imaginaria batalla de los carneros, se pone de lado del rey o emperador de los garamantas, no por causa del imperialismo español, sino de una misión caballeresca propia que le obliga a socorrer a cualquier rey en apuros, y para el caso da igual que sea el rey de España, como cuando urde un plan para defender Nápoles y Sicilia de los turcos, o reyes extranjeros, como en la batalla de los carneros o en la aventura de la princesa Micomicona.

Otro tanto cabe decir de la caracterización unamuniana de la personalidad española, en una línea político-religiosa e incluso culturalista, como conformada por el afán de catolización del mundo, al que le echa la culpa de haber fomentado entre los españoles un tipo de carácter intolerante, inquisitorial y fanático, como si en los demás países europeos de la época no hubiese sido lo normal la intolerancia religiosa y no hubiese habido manifestaciones de fanatismo. No se puede negar el papel preponderante del elemento religioso en la sociedad de los tiempos cervanti= nos y el papel determinante que ejerció en la política de la Monarquía española. Otra cosa es que se pueda decir que don Quijote es un símbolo de todo ello. No hay nada en su conducta que denuncie ese afán de catolización según lo interpreta Unamuno. No vemos al personaje enzarzado en aventuras de conquista de territorios de infieles, a los que convertir, velis nolis, ni haciendo frente a los herejes protestantes. Más podría ser un símbolo de la lucha por la catolización del mundo Tirante el Blanco, quien, amén de conquistar todo el Norte de África, consigue que los moros abandonen el islamismo y se conviertan masivamente al cristianismo. Aunque esto tampoco convertiría a Tirante en símbolo de la lucha de los españoles por la catolización del mundo, pues el valeroso caballero forjado por la imaginación de Martorell es francés, bretón.

El único pasaje en que se relaciona a don Quijote con la defensa del catolicismo, que no con su imposición a base de mandobles, es en el discurso sobre las razones legítimas para el recurso a la fuerza de las armas, un pasaje que, sin embargo, Unamuno pasa por alto. Ahora bien, no debe ignorarse que, si bien es cierto que la defensa del catolicismo fue una de las metas de la Monarquía española, todo caballero andante está comprometido con la defensa de la fe cristiana, no importa su origen nacional, y que el deber de defender la fe católica, arriesgando la vida y la hacienda si es menester, es un deber, según el hidalgo, de «los varones prudentes» y de «las repúblicas bien concertadas» en general, independientemente de su impronta nacional.

Finalizamos refiriéndonos, siquiera escuetamente, a varias de las definiciones culturalistas del modo de ser español. Para los románticos, el Quijote es ante todo la expresión del alma romántica de los españoles, lo que para ellos equivale a decir que es la manifestación de una cultura cristiana, monárquica y caballeresca. Es indiscutible el carácter cristiano y monárquico de la sociedad española del tiempo del Quijote. Pero estos ingredientes pertenecen al fondo ideológico de la novela, sin que se pueda decir que don Quijote sea su personificación simbólica, pues la función del personaje se reduce a ser una parodia constante de las aventuras fantásticas de los libros de caballerías, cuyos héroes eran todos obviamente cristianos y monárquicos.

En cuanto al espíritu caballeresco, es posible que aún gozase de cierta vigencia, pero esa vigencia se circunscribía al estamento nobiliario; el pueblo llano se mantenía ajeno al ideario y valores caballerescos. No se puede presentar, pues, este rasgo como algo común al conjunto de la sociedad española. La novela refleja perfectamente este hecho: mientras don Quijote actúa según el modelo caballeresco, los personajes plebeyos no actúan así. Sancho no tiene el sentido del honor puntilloso de su señor, de manera que no se siente ofendido por las mismas cosas que su amo ni obligado a defenderse como éste cree que se debe hacer de acuerdo con el código de los caballeros. Advertido todo esto, podemos decir que don Quijote incorpora sin duda el espíritu caballeresco, pero el papel paródico del personaje y su fracaso en la ejecución de los valores caballerescos se levantan como obstáculos insalvables para que pueda erigirse como un símbolo del espíritu caballeresco español, aun circunscrito éste a la nobleza.

 

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