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El Catoblepas, número 101, julio 2010
  El Catoblepasnúmero 101 • julio 2010 • página 18
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José María Eguren

Augusto Munaro

Por los senderos polimórficos del ensueño

José María EgurenJosé María Eguren

Al considerar a poetas que han erigido desde sus versos, una revaloración del ensueño como materia prima a su propuesta estética, podríamos sugerir la siguiente nómina: William Blake (por sus visiones de fuerte connotación profética –léase Original Stories from Real Life, o bien, Visions of the Daughters of Albion–), el poeta italiano «maldito» Dino Campana, con su Canti orfici y Samuel Taylor Coleridge, por su afamado «Kubla Khan», donde despliega su exótico mundo onírico –producto de una dosis de opio–. También se podría incluir (aunque se traten de textos en prosa), el Livro do desassossego, de Bernardo Soares, uno de los muchos heterónimos de Fernando Pessoa y desde luego, Alice´s Adventures in Wonderland, de Lewis Carroll. ¿Pero existió alguna vez un poeta que haya avocado su vida a la pura y meticulosa contemplación del ensueño como fuente inagotable de creación?

Me aventuro a creer en la solitaria excepción llevada a cabo por José María Eguren (1874-1942), acaso el poeta latinoamericano con mayor vigor imaginativo del siglo XX. Tan subyugante resulta su extraña propuesta, que en su comparación convierte al mecenas del modernismo hispánico, Rubén Darío, en mero artífice verbal. Pero a diferencia de sus contemporáneos, Eguren continúa libre al paso del tiempo, ya que en sus versos, no se vislumbran atisbos de vana artificialidad.

Desde su iniciación, con los dos primeros poemas que escribió y publicó en 1899 en la revista Lima Ilustrada, hasta su muerte, acaecida en 1942, transcurrió casi medio siglo. Y en este dilatado lapso de tiempo, su obra poética apenas supera las doscientas cincuenta páginas. Tres poemarios: Simbólicas (1911), La Canción de las Figuras (1916) y Poesías (1929, además de los dos libros mencionados incluía Sombra y Rondinelas), le bastaron para ser el primer poeta posmodernista peruano, como instruyen todos los manuales y diccionarios biográficos habidos y por haber. ¿Pero, cómo llega a serlo? La clave, tal vez resida en su inclinación innata por la contemplación de sus propios ensueños. Su inasible e inagotable capacidad de convertir la sensación en símbolo. Esa sutil aptitud que fue afinándose con la publicación de cada poemario, le permitió llevar sus construcciones visuales, a un campo de imágenes musicales ambiguas, convirtiéndolo en un caso inimitable, carente de epígonos. ¿Parnasiano, modernista, simbolista?, su escritura es una inusual amalgama de las tres sensibilidades. Pero antes de etiquetar o acudir a torpes reduccionismos; es lícito considerar a Eguren como la inabarcable imaginación del ensueño.

Hasta donde los biógrafos nos informan, su frágil salud lo condicionó en su infancia, a permanecer en sitios cerrados; debiendo, con frecuencia aislarse durante largos períodos de tiempo. No obstante, este confinamiento lo compensó con una ávida rutina de lectura. En otras palabras, los libros fueron su ventana al mundo. Es sabido que algunos de los más grandes autores como Jorge Luis Borges y Marcel Schwob surgieron de las bibliotecas. Pero a diferencia de ellos, en Eguren no hay erudición deliberada, sino un paciente y riguroso diseño de imágenes soñadas, que indirectamente aluden a personajes medievales, aves marinas, castillos, brumas y entidades mitológicas. Todo ello reforzado con cierta teatralización onírica; una evanescente aura sensorial, similar a los efectos acuosos trazados por el paisajista británico Turner, sobre sus mejores lienzos.

Como ha de suponerse, descifrar el universo egureniano es una tarea ardua mas no imposible. Sus atmósferas de encantamiento y enigma, que alcanzan su apoteosis en su última etapa, con pulidos poemas herméticos como «Favila», demuestran la inquietud por explorar y ampliar simultáneamente varios niveles de percepción, con el fin de incorporar una nueva visión de la realidad. Hay en Eguren, como en Goethe, una sostenida obsesión por la luz, que lo acompañó toda su vida. No en vano además de poeta, fue pintor y fotógrafo, aunque se lo reconoció como tal, póstumamente; pues dedicó gran parte de sus días a la experimentación sensorial de ella. Motivos, su único libro en prosa, revela sus ejercicios estéticos y filosóficos sobre el tema: «Paisaje mínimo» y «La impresión lejana» son algunos de estos textos.

Expertos han sostenido que resabios de los poetas simbolistas franceses –Stéphane Mallarmé como mayor exponente del movimiento– y esteticistas británicos de la talla de John Ruskin, y Walter Pater, se revelan en la respiración de su escritura, en su respectiva puntuación y en el manejo maestro de la elipsis. Si bien esto es correcto –en el cuidado musical del fraseo equilibrado y armonioso–, la pulsión de Eguren parece ser impresionista, en el sentido, que el color alcanza una densidad casi tangible en cada verso de sus poemas. La sugestiva adjetivación cromática con que une las sinuosidades de ambientes irreales y fantásticos, poco se relacionan con el sensualismo prerrafaelista; allí donde el detallismo lumínico pasa a segundo plano.

De este modo, «Syhna la blanca», «Las torres» y «Los reyes rojos», son muestras claras de una apuesta arriesgada y multicorde. Pues al leer a Eguren, se identifican planos simultáneos de significación, que se refuerzan y desenvuelven sincrónicamente con un gran conocimiento de los recursos técnicos (distribución de acentos, aliteraciones, conteo de sílabas, rimas, versos blancos), situándolo en amplia ventaja en relación a sus coetáneos. Habría que esperar hasta César Vallejo y Martín Adán; quienes lograron más tarde con sus obras maestras: Los heraldos negros y La casa de cartón, lo que en parte Eguren había sugerido antes. Es decir, cavilar sobre el hondo valor plural y subversivo de toda palabra escrita, asimilando su versátil potencialidad plástica.

No obstante, su época, hizo oídos sordos a su canto solitario. Al no compartir los preceptos estéticos delineados (y alineados) por José Santos Chocano, el poeta laureado del momento –hoy recordado por su retórica ampulosa y efectista–, la crítica se demoró en reconocer que aquel lírico de vida retraída que resultaba Eguren, consagrado a sus mundos interiores, el mismo que vivía en silencio como un recoleto en Barranco, era en verdad quien había alcanzado con éxito los planos superiores de la belleza incorruptible.

Así es como al estar libre de ataduras temporales a causa de avatares sociales, políticos e ideológicos, (que hasta el mismo Vallejo por momentos adolece), el autor de Simbólicas, se presta a una lectura más limpia de tradiciones ripiosas y por ende, resulta más accesible. De este modo, su registro lírico perdura entre el misterio, el ensueño y la magia; con sus colores difusos centelleando en la lejanía, cobrando el mismo encantamiento de un sueño distante. Su voz vaporosa ilumina los caminos de la poesía del futuro.

 

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