Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 101 • julio 2010 • página 19
Catedrático de Biología y Geología, José Alsina Calvés no ha cesado de mostrar un denodado interés por los temas de raigambre filosófica y política. En este nuevo libro nos ofrece una semblanza global de Pedro Laín Entralgo, como político, pensador y científico. El objetivo de la obra es «desmantelar tópicos y contribuir con ello al esclarecimiento de la historia próxima de España, a la historia del franquismo y de la «transición democrática», y del papel fundamental de Laín en la cultura española».
En primer lugar, Alsina nos ofrece un aporte biográfico del personaje. Nacido en un pequeño pueblo de Teruel a comienzos de 1908, Laín era hijo de un médico rural de ideas liberales, mientras que su madre era católica devota. A la altura de 1923, inicia sus estudios universitarios en la Facultad de Ciencias de la Universidad de Zaragoza; y luego en el Colegio Mayor del Beato Juan de Ribera de Burjasot, donde estudió hasta 1930. En Burjasot, Laín experimentó su «reconversión al cristianismo». Posteriormente, se trasladó a Madrid, para cursar el doble doctorado en Ciencias Químicas y Medicina. Al mismo tiempo se familiariza con las ideas filosóficas de Ortega y Gasset, d´Ors y Zubiri. En la universidad madrileña, asiste al Instituto Marañón, a las lecciones de cátedra de Jiménez Díaz y a las de Juan Medinaveitia. En el terreno de la psiquiatría, se interesa por los planteamientos de Sánchez Banús, Rodríguez Labora y Villaverde. Por aquellos años, conoce a Milagros Martínez, la que luego será su esposa. En enero de 1932, Laín fue pensionado por la Junta de Ampliación de Estudios para estudiar psiquiatría en Viena en la clínica del doctor Otto Pötzl. Allí entabló amistad con Rof Carballo, Escardo, Fanjul, Fiol, &c. En Viena, se siente muy influido por Oswald Schwarz. Vuelto a España, consigue una plaza de médico en la Mancomunidad Hidrográfica del Guadalquivir. En 1934, gana las oposiciones a médico del manicomio de Valencia, donde trabajó con Marco Merenciano y Juan José López Ibor. Al estallar la guerra civil, opta por el bando nacional; su hermano José, socialista y luego comunista, lo hizo por el frentepopulista. Laín milita en Falange, en el grupo capitaneado por Dionisio Ridruejo, al lado de Tovar, Vivanco, Torrente Ballester, Rosales, etc; el llamado «Grupo de Burgos». Finalizada la contienda, obtiene en 1942 la cátedra de Historia de la Medicina en la Universidad Complutense de Madrid. Colabora en la fundación de la revista Escorial. Fracasado el proyecto falangista, abandona la actividad política; pero retorna a ella, en 1951, cuando fue designado por Joaquín Ruíz Jiménez rector de la Universidad Complutense de Madrid. Tras los sucesos de 1956, cesa en su cargo, abandona la actividad política y se consagra íntegramente a su cátedra y a la vida intelectual. Pese a sus reticencias y críticas respecto al régimen de Franco, nunca llegó a identificarse de forma notable con la oposición. Falleció en Madrid el 5 de junio de 2001.
En su semblanza del Laín político, Alsina define su posición ideológica como «falangismo radical», una de las tres grandes familias en que se encontró dividida la Falange durante el régimen de Franco: radicales, legitimistas y oportunistas. En el grupo radical habría que situar, según el autor, a Laín, Ridruejo, Rosales, Tovar y los demás miembros del llamado «Grupo de Burgos». Los legitimistas serían Miguel y Pilar Primo de Rivera y José Antonio Girón. Entre los oportunistas, destaca Raimundo Fernández Cuesta. El falangismo radical tendría su oportunidad en los años cuarenta, bajo el protectorado de Ramón Serrano Suñer, cuando se intentó «la ocupación total del Estado para la realización total y sin concesiones de la revolución nacional-sindicalista». Un proyecto que fracasó con la caída de Serrano y la derrota de las potencias del Eje en 1945. Aún hubo, según Alsina, una segunda oportunidad bajo el patrocinio de Ruiz Jiménez, en los años cincuenta, con «objetivos más modestos o más a largo plazo: una infiltración paulatina en las universidades y los centros de poder cultural, una estrategia «gramsciana» que les permite el control de una serie de plataformas fundamentales para propagar su ideología, que siguió siendo el falangismo radical». A ese respecto, Alsina rechaza el mito del «aperturismo liberal»; se trataba más bien de lograr el poder para «un neofalangismo que evita la parafernalia fascista, pero que quiere penetrar en la sociedad española como contrapeso al poder y a la influencia de los nacional-católicos del Opus Dei». En esta etapa, el autor destaca la importancia de la obra de Laín, Los valores morales del nacional-sindicalismo, en cuyas páginas destaca un «indudable historicismo», heredero de Dilthey y Ortega. Un historicismo «matizado por su creencias religiosas», que le impiden caer en un relativismo absoluto; en el fondo, se trataba de un «hegelianismo cristiano». En esa obra, Laín propone la construcción de una moral nacional y del trabajo, que desemboca en la revolución «nacional-proletaria». Desde esta perspectiva, el autor rechazaba los regímenes conservadores autoritarios como el de Pilsudsky, Antonescu, Horthy, &c. El nacional-sindicalismo se identificaba con el nacional-socialismo alemán y con el fascismo italiano. Y, desde el punto de vista religioso, era «gibelino», es decir, un «Estado de inspiración católica, pero de separación de la Iglesia y el Estado». De la misma forma, Laín rechazaba la fórmula tradicionalista monárquica, defendida, entre otros, por los herederos de Acción Española, sus grandes enemigos. A su entender, la Monarquía había perdido «vigencia social». Al mismo tiempo, propugnaba una política exterior activa sobre las posesiones francesas en Africa. Y reivindicaba la educación política de los españoles y el control estatal de la enseñanza impartida en los centros religiosos. El proyecto falangista «radical» tenía, señala Alsina, matices «integradores», porque todo lo español cabía en él, por supuesto autores como Unamuno, Machado, Ortega y Zubiri, que eran considerados heterodoxos por los sectores tradicionalistas. No obstante, Alsina estima que, en el fondo, Laín fue un hombre de escasa vocación política, que nunca se enfrentó directamente a Franco, ni conoció la cárcel o el destierro; ni renunció a su cátedra universitaria. Fue más que nada «un intelectual y un universitario»; pero que, al menos en los años cuarenta, su compromiso con el proyecto falangista «radical» fue «total y absoluto»; en realidad, para Alsina, resultó ser su «intelectual orgánico». La revista Escorial fue el principal órgano de esta tendencia, «la alternativa moderna al chato nacional-catolicismo de buena parte de la cultura oficial de la época; ello implicaba ofrecerse a la colaboración de autores de prestigio que procedían de la tradición liberal, pero también abrir sus páginas a las tendencias literarias y culturales que venían de fuera». Y concluye el autor; «…todo ello no respondía a un proyecto ‘liberal’ tal como se ha dicho, ni tampoco a un simple proyecto culturalista, ideológicamente neutro. El proyecto político-cultural de Escorial es un proyecto de tipo fascista, que aspira a una integración totalizadora de la cultura española, incluso de autores que no comparten muchos de sus presupuestos. Esta integración pasa por desprender de estos autores de los elementos liberales». En concreto, la reivindicación de Antonio Machado está en función de que con «su estética y sus ideas sobre Castilla y España se identifican los falangistas radicales de Escorial». Y lo mismo ocurre con Unamuno, Baroja, Zubiri y Ortega.
En su etapa de rector de la Universidad Complutense de Madrid, Laín, según Alsina, pretendió «impulsar una reorientación del régimen en un sentido menos tradicional e integrista, dotándolo de nuevas bases de legitimidad más allá de la victoria armada, y una ampliación de sus apoyos sociales». La Ley de Ordenación de la Enseñanza Media de 1953 pretendió aumentar «el control del Estado sobre la enseñanza privada, mayoritariamente religiosa, aunque sin poner en peligro los privilegios de la Iglesia, obtenidos en la etapa de Sainz Rodríguez». Igualmente significativa fue la promoción de la Bienal Hispano-Americana de Arte, donde se expusieron «obras decididamente modernas y avanzadas conceptual y estilísticamente»; lo mismo puede decirse del apoyo a la pintura de Salvador Dalí. Asimismo se potenció la actividad asistencial del SEU y aparecieron nuevas revistas como Alcalá, La Hora o Laye, en las que colaboraron autores como Alfonso Sastre, José María Castellet, Carlos París, Manuel Sacristán, etc; la mayoría de los cuales terminaron en el PCE.
En su opúsculo Reflexiones sobre la situación espiritual de la juventud universitaria, Laín analizó el fenómeno de la progresiva disidencia de los nuevos intelectuales y universitarios respecto al régimen político nacido de la guerra civil, denunciando la estrechez de horizonte profesional de los jóvenes, su alejamiento psicológico del discurso oficial, la escasa ejemplaridad de muchos sectores de la vida española; el paternalismo meramente prohibitivo y condenatorio del Estado, su falta de confianza en las nuevas generaciones, y la censura. Frente a esta situación, Laín proponía un examen de conciencia profundo en los estamentos rectores de la vida nacional, el enlace entre disciplina y magisterio, y una apertura a todo lo importante que en el mundo intelectual, literario y artístico tuviese lugar dentro y fuera de nuestras fronteras.
Los sucesos de febrero de 1956 dieron al traste con el proyecto, a partir de la caída de Ruíz Jiménez y la dimisión de Laín como rector. La última intervención pública del pensador aragonés fue en 1984 como presidente del Congreso de Intelectuales montado en Salamanca por el PSOE, en el que también participaron Tovar y Torrente Ballester. Y es que su «actitud crítica» con el régimen de Franco le había aproximado a ese partido.
A continuación, Alsina se ocupa de la obra del aragonés dedicada al problema de España. Tanto Los valores morales del nacional-sindicalismo como Menéndez Pelayo, España como problema o La Generación del 98 parten de la propuesta falangista de la síntesis o integración de valores. Y es que la generación de Laín Entralgo pretendía ser heredera tanto del espíritu noventayochista como de Ortega y Gasset. Se trata de un intento de síntesis entre una izquierda liberal y una derecha católica de corte integrista. En ese sentido, Laín interpretaba la figura de Menéndez Pelayo como un «precursor de las ideas falangistas»: «Nacionalista español, católico que reivindica la Contrarreforma y el ideal del Imperio como una «modernidad» alternativa, y que defiende una Cultura Nacional capaz de integrar la modernidad a la española, aunque en ocasiones critique algunos aspectos de su nacionalismo casticista, a veces próximo al racismo». En la Generación del 98, Laín veía una «crítica despiadada» de la España de la Restauración. Los noventayochistas se plantearon intervenir en política, pero finalmente optaron por construir «una realidad alternativa en su obra literaria». Pero donde el proyecto lainiano se hace más explícito es en España como problema, obra en la que propugna armonizar la creencia religiosa católica con la voluntad de integración nacional y la interpretación de la tradición española, no como una mera copia, sino como una técnica de adivinización. En todo ello subyacía una propuesta de tipo metapolítico, es decir, «la superación de la herida civil». Y es que el pensador aragonés veía «parte de razón en las dos Españas». Por ello, resultaba necesario «complementar» las posiciones de Menéndez Pelayo con las del historicismo de Ortega y Dilthey. Frente a la tesis de Laín, Rafael Calvo Serer, hombre del Opus Dei y heredero intelectual de Acción Española, pensaba, por el contrario, en una síntesis de la técnica europea con el catolicismo español, «en el crisol de la ortodoxia». Para Alsina, este proyecto se realizó en la «tecnocracia franquista», mientras que el proyecto de Laín no se pudo llevar a la práctica.
Por último, el autor aborda la producción filosófica y científica del pensador aragonés. Sus ideas antropológicas son herederas de los planteamientos de Zubiri, Husserl, Ortega y Gasset y Heidegger. En ese sentido, Laín propone una antropología que supere a la vez el esquema dualista cuerpo-alma y el reduccionismo materialista. Siguiendo a Zubiri, cree que alma y cuerpo no son realidades distintas, sino dos aspectos de la misma realidad. Las capacidades propiamente humanas no vienen de fuera, sino que son producto de la propia estructura del hombre. La psique humana emergió de las propiedades estructurales y sintéticas del psiquismo animal. No obstante, Laín cree superado, por la física moderna, el materialismo clásico, que juzga filosóficamente insostenible. A diferencia del animal, el hombre se define, siguiendo a Zubiri, como una «esencia abierta» y un «animal de realidades». No menos importante es la labor de Laín como historiador de la medicina. En sus obras dedicadas al tema, el pensador aragonés desarrolla una sociología de la ciencia médica, distinguiendo tres grupos de médicos: el técnico profesional, el científico puro y el médico «curador», que es el verdadero médico. La historia de la medicina, tal y como la concibe Laín, se contrapone tanto al positivismo como al historicismo absoluto. A su entender, la medicina se fundamenta en la «sustancia amorosa médico-enfermo», en la «procura» heideggeriana de un hombre, el médico, hacia el que sufre, el enfermo; lo que es anterior a cualquier conocimiento científico y mantiene al médico auténtico al margen o a salvo del relativismo. Y es que la medicina es, a la vez, ciencia natural, como pretenden los positivistas, y del espíritu, como pretenden los historicistas; pero antes que ciencia es «arte», «técnica» y «misión». El conocimiento médico está sometido al relativismo histórico, por su doble condición de ciencia natural y ciencia humana; pero la actividad del auténtico médico salta por encima de este relativismo y propicia, según Laín, la «curación del historicismo».
* * *
A diferencia de, por ejemplo, Dionisio Ridruejo, Pedro Laín Entralgo no dispone todavía de una biografía digna de tal nombre. El pensador aragonés tiene apologetas e incluso hagiógrafos; pero no estudiosos de su trayectoria vital. Existen razones, en mi opinión, para que esto sea así. Entre otras cosas, porque la figura del poeta soriano resulta mucho más fascinante por su radicalismo político y su capacidad de sacrificio. Poeta mediano y pensador mediocre, Ridruejo tenía el encanto de la disidencia y de la heterodoxia. No es el caso del acomodaticio Laín Entralgo. Por otra parte, mientras la correspondencia del soriano resulta hoy plenamente accesible, el archivo del aragonés, cuyos fondos se encuentran en la Academia de la Historia, sólo puede ser consultado con permiso de la familia. Existe, además, un hecho que, por lo menos a mi modo de ver, contribuye a que Laín Entralgo aparezca, sobre todo desde una perspectiva ético-política, como un personaje profundamente desagradable. Su esbozo autobiográfico, significativamente titulado Descargo de conciencia, no fue publicado hasta la muerte del general Franco; ni un minuto antes ni un minuto después. Lo cual fue interpretado por no pocos como una obra oportunista. Llegó a estar tenebrosamente claro que Laín Entralgo con aquel libro pretendió reinterpretarse –podríamos decir incluso que inventarse– desde el punto de vista personal y, sobre todo, político. Especialmente escandalosas y desafortunadas fueron sus expresiones de «paria oficial» y de «ghetto al revés» con las que pretendió describir su posición y las de sus amigos a lo largo del período franquista. Ahora que está tan de moda la denominada «memoria histórica», debemos recordar que Laín Entralgo no fue sólo catedrático en la Universidad Complutense de Madrid y rector de la misma, sino director de la Editora Nacional y miembro de una institución de tan escaso carácter falangista como el Consejo del Reino.
Una de las principales virtudes de Alsina Calvés, al elaborar esta obra, es su habilidad a la hora de unir su simpatía hacia el personaje con el necesario rigor crítico. No se ha dejado seducir por los cantos de sirena de Laín Entralgo hasta el punto de negar sus evidentes debilidades como hombre público. En algunos casos, y con gran lucidez, califica sus palinodias como poco creíbles e incluso como «fanfarronadas». Discrepo, en cambio, de la descripción de su alternativa política y la de sus compañeros como «falangismo radical». Poco de radical hay, a mi modo de ver, en su proyecto político, sobre todo si lo comparamos con sus homólogos europeos. José Luis López Aranguren, amigo y compañero de Laín Entralgo, lo describió como «un hombre moderado y aún conservador». Creo que, por esta vez, tiene razón. Sólo en un contexto como el español, con una clara hegemonía de los sectores clericales, podía Laín Entralgo y hombres como Luis Rosales o Torrente Ballester aparecer como «radicales». Por poner un ejemplo, Rosales ganó un premio de la Diputación de la Grandeza de España por su libro La convivencia de las clases sociales en la obra de Cervantes; y políticamente terminó en el Consejo Privado del Conde de Barcelona. En la obra de Laín Entralgo, destaca, sobre todo, la ausencia prácticamente total de temas económicos o sociológicos. La revista Escorial, con todas sus virtualidades de orden estético, literario o filosófico, careció de proyecto social. Estos falangistas supuestamente «radicales» no sólo carecieron, dada su formación católica, de ese pathos nihilista y activista perceptible en la obra de Céline o de Drieu La Rochelle, sino de la dimensión revolucionaria filobolchevique de un Ugo Spirito. Resulta significativo que en Escorial o en otras revistas afines al falangismo apenas de hiciera mención a su proyecto de «corporación propietaria» que prefiguraba una de las modalidades de la socialización de empresas. En las corporaciones propietarias los trabajadores se beneficiarían, según Spirito, de una representación igual a la de los empresarios. Por otra parte, eran los miembros del partido único como representantes de la revolución fascistas quienes podían hacer caer la balanza a favor de los primeros. Bastaba con dejar funcionar las instituciones y orientarlas para tal fin. Gracias a éstas los trabajadores podían participar en la dirección de la economía del país y en la determinación de las relaciones jurídicas y económicas entre capital y trabajo. Las propuestas de Spirito fueron rechazadas por el partido y calificadas de «bolcheviques»; durante la República de Saló, sirvieron de inspiración para la política de socialización de empresas propugnada por Mussolini. En el caso de Laín ni tan siquiera en su obra más afín a los postulados fascistas como Los valores morales del nacional-sindicalismo aparece un proyecto coherente de estructuración sindicalista de la economía nacional. El aragonés se cura en salud con abstractos llamamientos a la «justicia social» y a la «revolución nacional-proletaria», pero sin contenidos concretos. Ni Laín, ni Tovar, ni Ridruejo tuvieron nada que decir, ya en los años cincuenta, sobre los problemas del modelo autárquico del capitalismo español, ni sobre los nuevos modelos de capitalismo emergentes tras la Segunda Guerra Mundial. ¿De haber ganado la batalla al Opus Dei hubiera tenido lugar en España el Plan de Estabilización de 1959? Lo dudo mucho. Además, ¿en qué grupo político podía apoyarse el proyecto lainiano? Como señala el propio Alsina, la Falange estaba dividida en varios grupos. Y no parece que fuese posible que Laín y Ridruejo recibiesen el apoyo de la Falange «oficial» comandada por José Luis de Arrese.
Acierta en toda línea Alsina cuando resalta el contenido fascista del proyecto cultural de Laín Entralgo y sus seguidores, rechazando su supuesto liberalismo. En realidad, este proyecto siguió línea a línea los contenidos de la política cultural seguida en la Italia fascista, primero por Giovanni Gentile y luego por Giuseppe Bottai. Curiosamente, también Italia se habló del «fascismo liberal». Como señaló en su día Norberto Bobbio, Gentile integró en sus proyectos culturales, sobre todo en la Enciclopedia Italiana, a antifascistas notorios como Gaetano de Sanctus, Rodolfo Mondolfo, Federico Chabod, etc, &c. No obstante, el mito liberal subsiste en algunos historiadores como el hispanista alemán Walter L. Benecker, quien hace poco volvió a sostener el carácter liberal y crítico de Escorial y de Laín con respecto al franquismo. Disiento, sin embargo, de Alsina cuando sostiene que el proyecto cultural lainiano nunca pudo llevarse a la práctica. Creo que esto resulta cuando menos discutible. Sin duda, su salida del rectorado de la Universidad Complutense de Madrid significó una clara derrota política para su grupo político-intelectual, cuyos miembros pasaron, en mayor o menor medida, a la oposición al régimen de Franco. No obstante, su voluntad de recuperación del legado orteguiano, noventayochista e institucionista triunfó por completo. En primer lugar, fue el seguido por la mayoría de los jóvenes intelectuales formados en la Universidad. Y en segundo lugar, se vio favorecido por la evolución del catolicismo, tras el Concilio Vaticano II, que deslegitimó en gran medida al integrismo. La debilidad del proyecto se encontraba, como ya hemos señalado, en la ausencia de programa económico-social y de apoyo político efectivo. Las nuevas generaciones católicas y el propio Calvo Serer olvidaron, tras algunas resistencias, el proyecto inserto en España sin problema. Obras como Ortega y el 98, de Gonzalo Fernández de la Mora, La Institución Libre de Enseñanza, de Vicente Cacho Viu, y Los reformadores de la España contemporánea, de María Dolores Gómez Molleda, se encuentran, sin duda, más cercanos, pese a su distinta militancia política, al espíritu integrador de Laín que al de Calvo Serer.
En mi opinión, lo más negativo de este grupo político-intelectual fue, no su evolución hacia posiciones liberales o socialdemócratas, sino su incapacidad para asumir su pasado; a lo que hay que unir sus críticas y descalificaciones indiscriminadas hacia el bando en el que militaron durante la guerra civil y luego al régimen de Franco. En Descargo de conciencia, lo peor, con ser malo y mucho, no son sus palinodias, a menudo grotescas, sino la ridiculización y la censura hacia un sistema político, al que el autor contribuyó decisivamente a dar lustre intelectual. Ciertamente, no fue el único. Escrito en España, de Dionisio Ridruejo, cayó en el mismo error. Puede valorarse positivamente su voluntad de reconciliación nacional; pero no la asunción como propios de todos los tópicos de la izquierda liberal y del marxismo. En concreto, el fascismo, para el poeta soriano, no fue otra cosa que «una réplica imitativa y reaccionaria» de la revolución bolchevique. Posteriormente, se atrevió a decir: «Al cabo de tantos años los que fuimos vencedores nos consideramos vencidos; queremos serlo». Sin embargo, dados los antecedentes políticos de Ridruejo, la solución no era tan fácil. Como le dijo su amigo Eugenio Montes: «Cuando como tú se ha llevado a centenares de compatriotas a la muerte y, luego, se llega a la conclusión de que aquella lucha fue un error, no cabe dedicarse a fundar un partido político; si se es creyente hay que hacerse cartujo; y si se es agnóstico hay que pegarse un tiro». Lo mismo se podía decir a Laín Entralgo. Un caso análogo es el de José Antonio Maravall, el historiador del Barroco. Tras la guerra civil, Maravall fue un falangista incondicional. Sus artículos en el diario Arriba no tienen, vistos desde la óptica actual, desperdicio. Para el historiador valenciano, el totalitarismo se había convertido en «la razón de Europa», ya que era capaz de unir el ímpetu revolucionario de las masas con el respeto a las jerarquías. Y es que el régimen totalitario era la fórmula política característica de la Europa posterior a la Gran Guerra y que debía servir de modelo «a los pueblos de los restantes continentes». Maravall se mostraba entonces como un franquista incondicional: Franco era el «Caudillo de la Libertad, el nombre efectivo que toma hoy la libertad posible de todos y cada uno de los españoles». Obras maravallianas como Teoría del Estado en la España del siglo XVII, El concepto de España en la Edad Media o Los fundamentos del Derecho y del Estado son de clara inspiración schmittiana y su leif motiv no es otro que buscar fundamentos histórico-políticos al régimen nacido de la guerra civil. La derrota de las potencias del Eje no le hizo cambiar de perspectiva hasta muy entrados los años cincuenta. En sus artículos de la Revista de Estudios Políticos, Maravall propugnaba una «libertad dirigida» «para el más exacto servicio del individuo, de la Patria y de Dios en ese quehacer común de la vida política de los pueblos». Como Laín, Maravall se alejó del régim= en a raíz de los sucesos de 1956; pero tampoco renunció a su cátedra de Historia del Pensamiento Político en la Universidad Complutense de Madrid. Poco a poco, fue adaptándose a las nuevas circunstancias. Defendió la interpretación liberal de las Comunidades de Castilla; criticó la tecnocracia en el poder; su descripción de la España del Barroco fue, en el fondo, una denuncia retrospectiva del régimen de Franco; y elaboró un esquema interpretativo de la historia de España muy distinto al que defendió tanto en sus años mozos como en los de madurez. El prólogo a su obra La oposición política bajo los Austrias resulta asaz significativo. Sostenía allí Maravall, sin dar nombres que avalaran su opinión, que la izquierda –así sin más- «ha estudiado e investigado sobre nuestra historia mucho más y con más rigor que la derecha, y a pesar de ello, aquélla se ha dejado llevar, a veces apasionadamente, por los estereotipos que la segunda ha puesto en circulación». Denunciaba «el peso asfixiante de los montajes tradicionalistas y antihistóricos». Contrapuso la figura de Las Casas a la de Juan de Austria; y propugnaba la «desmitificación» para despertar a los españoles del «sueño dogmático». Colaboró, como buen falangista pasado a la izquierda, en Cuadernos para el Diálogo y en la nueva edición de la Revista de Occidente. A la altura de los años ochenta, Maravall negó, en una entrevista concedida a Historia 16, su condición de antiguo falangista. Según él, a lo largo del período franquista llevó a «rajatabla» su «determinación de no aceptar ningún destino político y todos mis puestos fueron estrictamente de la escala técnica administrativa». Hasta su muerte, apoyó al PSOE. Su hijo José María, como ministro de Educación, fue uno de los más conspicuos destructores de la enseñanza en España.
En algunos casos, y especialmente en Laín, la evolución adquirió matices patéticos, sobre todo por su ansia de reconocimiento de sus anteriores adversarios; lo que fue aprovechado por las izquierdas emergentes para zaherirle y ridiculizarle. En Protagonistas de la España democrática, un libro que debería reeditarse, Sergio Vilar, tras censurar su anterior militancia falangista, le describía condescendientemente como un «hombre de temperamento cordial, blando incluso»; para luego descalificar el conjunto de su obra, a la que calificaba de «pseudofilosófica, parametafisica y neohistórica». Posteriormente, el psiquiatra Carlos Castilla del Pino dio, en sus memorias, en cuyas páginas no de perdona a nadie, un retrato profundamente negativo tanto de Ridruejo como de Laín. El primero no le sedujo «en ningún aspecto», porque era, a su entender, un hombre incapaz de asumir su pasado: «Si hubiera vivido más tiempo, quizá habría escrito sus terceras memorias, que, como las dos anteriores habrían sido de nuevo fallidas: no podía decir todo lo que sabía, empezando por su propia historia». En el caso del segundo, destacaba su «versatilidad» y su «ambigüedad moral». Descargo de conciencia le parecía «uno de los libros más mendaces, retóricos y cursis que se han escrito en nuestro país». Su juicio sobre el conjunto de la obra del aragonés resultaba completamente negativo, sin matizaciones ni distingos: «no he conocido a nadie que se haya leído un libro suyo de pasta a pasta». A ese respecto, debe quedar muy claro que la mención a ese juicio del psiquiatra cordobés no tiene como objetivo otorgarle un plus de legitimidad moral y mucho menos política. Todo lo contrario; tan sólo es un testimonio más de la actitud de la izquierda real, sobre todo la marxista, con respecto a los conversos venidos de la derecha. Una actitud de superioridad y, al mismo tiempo, de profundo desprecio. Según se deduce del contenido de sus memorias, Castilla del Pino debió ser un hombre profundamente resentido, rencoroso y radical; alguien de una catadura moral muy poco recomendable. Y es que un personaje que considera mucho más importante la obtención de una cátedra universitaria que la salud y la propia vida de sus hijos –los testimonios sobre su vida familiar resultan patéticos– no merece sino el más absoluto de los desprecios. Para colmo, Castilla del Pino cayó en el mismo error que reprochaba a los dos falangistas: no fue capaz de asumir su pasado comunista. En esas memorias, señala que él, en el fondo, nunca fue comunista, sino demócrata y antifranquista. Decididamente, en la España de hoy es la democracia, no el patriotismo, el último recurso de los canallas.
Volviendo a Laín, está claro que, con todo, consiguió los objetivos que perseguía con sus ridículas palinodias, es decir, seguir ocupando un espacio de relieve en la vida cultural y política española. Colaboró en El País, el intelectual orgánico por excelencia del actual régimen de partidos español, y siguió ocupando cargos en las academias. En 1982, apoyó, como otros viejos falangistas de su línea, al PSOE. Todo un colofón a toda una errática trayectoria político-cultural.
¿Quiere decir esto que descalifico in toto la figura de Laín Entralgo? En modo alguno. En ese sentido, como muy bien hace Alsina Calvés, es preciso deslindar, en la medida de lo posible, el veleidoso y aún patético Laín-hombre público, del Laín humanista, científico y filósofo. Los capítulos dedicados por el autor al análisis de estas facetas del pensador aragonés destacan por su lucidez y capacidad didáctica, sobre todo en la exposición de los temas científicos y antropológicos. No queda claro, sin emabrgo, la evolución de los planteamientos religiosos del aragonés. Echamos de menos, no obstante, alguna mención a otras facetas de la producción lainiana como las de moralista, ensayista y autor dramático. En particular, sus críticas al existencialismo de Jean Paul Sastre en su obra teatral Entre nosotros; o Cuando se espera, donde se atisba la influencia de Albert Camus. De vuelta de sus ideales políticos de juventud y madurez, Laín Entralgo subordina, en esas piezas dramáticas, la política al valor absoluto de la vida humana.
Pedro Laín Entralgo. El político, el pensador, el científico, inteligentemente prologada por el historiador Ferran Gallego, uno de los máximos expertos españoles en fascismo, es una obra lúcida y documentada. El análisis de los textos es minucioso. Alsina Calvés de ha esforzado, sin ocultar su admiración por el personaje, en conseguir la objetividad. Y creo que ha conseguido una obra desapasionada, aunque no aséptica. No comete el error de ser beligerante con los datos, pero no rehúye la función judicativa de algunas conductas y doctrinas. Esta monografía es una excelente introducción a la figura y la obra de uno de los humanistas más significativos de la España contemporánea. El asunto, como señala el propio autor, no es puramente académico, porque, y hoy más que nunca, las sociedades saltan al futuro desde una idea de su próximo pasado.