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El Catoblepas, número 103, septiembre 2010
  El Catoblepasnúmero 103 • septiembre 2010 • página 1
Artículos

Hermes católico (y 3)

Pedro Insua Rodríguez

1 · 2 · 3
Ante los bicentenarios de la emancipación
de las naciones hispanoamericanas

Banderas de la Hispanidad

5. El Canon tomista-vitoriano

Decíamos que lo primero que establece Vitoria, para resolver esta cuestión, es determinar, en la Segunda Parte de sus Relecciones, aquellos títulos que, por las vías del poder eclesiástico y del civil, respectiva y escrupulosamente distinguidas, a la manera tomista, se revelan como injustos; una injusticia que se pone de manifiesto al argüir tales títulos sin distinguir ambas vías, involucrando, confundiéndolas, una con otra. Estas razones ilegítimas coinciden fundamentalmente con el planteamiento hecho desde el agustinismo político que, a partir de su disolución lógica por parte de Vitoria, va a ser definitivamente relegado, por lo menos en España, a posiciones bien marginales. Vitoria convertirá pues, en la segunda parte de su obra, al teocratismo pontificio en un cadáver («el Papa no es dueño del orbe»), pero distanciándose igualmente del cesaropapismo («tampoco el emperador es dueño del orbe»). Precisamente lo que se hace desde el teocratismo, ya sea papal o cesáreo, es sobreestimar los derechos derivados del Papa o del Emperador{1} sin tener en cuenta los derechos de los indios, eclipsados estos derechos por el error agustinista que dicta que sin gracia no hay justicia y sin fe no hay virtud.

Pues bien, una vez retirado este error («creo para gobernar», «la fe ilumina a la razón»), reaparece por fin reconocida, a través del tomismo (independencia entre la razón y la fe), la potestad civil de los reinos de Indias y sus derechos («derecho de gentes»). El Papa no puede legítimamente, de ningún modo, por no poseer jurisdicción civil sobre ellos, otorgar, ceder, investir, regalar o como se quiera decir, a los españoles los reinos de Indias. De este manera, partiendo de esta negación, tiene que ser replanteada la cuestión y, con ello, reinterpretado el valor de la Bulas alejandrinas como justificación de la acción española en Indias, siendo sus fórmulas completamente revisadas.

Porque, según el tomismo, el poder civil, por el que los indios viven en comunidades más o menos organizadas y estables, tiene un origen natural, y su acción se desarrolla siempre por la vía natural, no quedando la potestad civil de los reinos de Indias (cuya fuente última a la postre es Dios{2}) en absoluto anulada por su condición de infiel («la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona»). No se requiere por tanto de la fe cristiana para desenvolverse políticamente en este orden natural, siendo en efecto suficiente la razón para conducirse en él. Y es que de la misma manera que no es necesaria la fe cristiana para demostrar un teorema (véase si no al pagano Euclides y sus Elementos), para curar una enfermedad (Hipócrates, Galeno, ambos paganos) o para contratar y negociar, igualmente no es necesaria la fe para hacer leyes, para impartir justicia penal, para administrar y redistribuir los tributos..., o para resistir una invasión con las armas{3}. Los paganos pues, estén en pecado «invencible» (caso de los indios) o vencible (caso de los sarracenos y judíos), no pierden su potestad civil si no pierden la razón, origen de todo derecho natural.

La cuestión por tanto ahora es si en este orden, y por la vía del derecho natural, existen títulos legítimos por los que los españoles han pasado a dominar los reinos de Indias, como lo han hecho, o no existen tales títulos y los indios tienen que ser restituidos en sus reinos (como quiere el lascasismo).

Por otro lado, vinculado al poder civil («temporal» o «secular»), aunque de origen bien distinto (remitiendo, en todo caso, también a Dios como fuente suya originaria), está el poder eclesiástico (o «espiritual»), cuya potestad tiene un origen sobrenatural y cuya acción se desarrolla siempre por la vía sobrenatural. El fin al que está orientado este poder, cuyo titular es Cristo y el Papa su vicario (título redemptionis), no se resuelve pues en el orden natural, sino que su horizonte es Dios mismo en cuanto fin último sobrenatural al que están ordenadas todas las criaturas. El poder eclesiástico administra, pues, los bienes espirituales que conducen a Dios (las virtudes) previniendo, a su vez, acerca de los obstáculos que desvían a la criatura de ese fin último (los vicios). Unos bienes cuya administración es decisiva de cara a la salvación, porque mientras que los bienes naturales, y el poder civil que los ordena, son temporales, los bienes sobrenaturales son eternos, gozando estos pues, por decisivos, de mucha mayor dignidad que aquellos. Precisamente, en este sentido, uno de los temas más controvertidos, y aún dentro del tomismo, es el de si el Papa conserva o no algún tipo de poder sobre las cosas temporales. Y es que si las cosas temporales permanecen subordinadas a las espirituales («se enderezan a las espirituales») en virtud de la mayor dignidad que les confiere su fin (salvación eterna), de la misma manera se podría suponer que el Papado conserva, aunque sea indirectamente, algún tipo de potestad sobre el poder civil, guiándolo hacia tal fin más excelso. Muchos han defendido este poder indirecto del Papa (desde Juan de Torquemada hasta Roberto Belarmino), aún incluso dentro del tomismo, arguyendo, entre otras cosas, que el propio Tomás de Aquino así lo hacía.

Sea como fuera, y en todo caso, la cuestión está en determinar igualmente por esta otra vía, por la vía de los derechos de la fe, si existe algún título lícito de dominación sobre los reinos de Indias por parte de los españoles.

Pues bien, el planteamiento desde el que Vitoria aborda la cuestión, sin embargo, va a mantener con nitidez la independencia mutua de ambos poderes, civil y eclesiástico (nada de poder indirecto), para, una vez disueltos por ilegítimos los títulos que se basaban en la confusión de ambos, comenzar a reconocer las distintas jurisdicciones generadas por la vía civil y por la vía eclesiástica respectivamente, así como los límites, en sus derechos, de cada una de las potestades que participan de la controversia (esto es, del Papado, de los españoles y de los indios). Este análisis corresponde precisamente a la Tercera Parte de las Relecciones, que no es si no el reverso positivo de la Segunda.

Así, dos son las fuentes, independiente la una de la otra, insistimos, que están a la base de los siete títulos legítimos que forman el canon vitoriano, más un título octavo que Vitoria estima tan solo como probable. A la fuente de carácter natural, que camina por la vía del poder natural, corresponden los cuatro títulos legítimos –cinco si añadimos el octavo– que se fundan en la sociabilidad universal de todos los hombres, pueblos y naciones; a la fuente de carácter sobrenatural corresponden los tres títulos legítimos restantes, que se fundan en los derechos de la fe, de la Iglesia y del Papado como Vicario de Cristo.

En realidad los ocho títulos, sin distinción de la diversidad de fuentes que los alimentan, son una derivación del primero de ellos, el célebre ius communicationis, por el que se afirma que cualquier «nación» tiene derecho a entrar en comunicación (comercial, doctrinal, o de cualquier tipo, incluyendo la confesional) con cualquiera otra sin que ello le pueda ser lícitamente impedido (Vitoria sustituye, en este contexto internacionalista, el concepto de «homine» como sujeto de derechos por el de «natione», república o a veces «patria»{4}).

Así, desde estos presupuestos, la primera conclusión que ofrece Vitoria derivada de la formulación del primer título en relación al caso americano es la siguiente, bien sencilla: «los españoles tienen derecho a recorrer aquellas provincias y permanecer allí, sin que puedan prohibírselo los bárbaros, pero sin daño de ellos»{5}. Ello es así, enseguida aclara Vitoria, «con tal que se haga sin engaño ni fraude y no se busquen fingidas causas de guerra».

Por tanto si los indios obstaculizan la comunicación con los españoles, rehusando el trato con ellos, sea porque les rehuyen sea porque les agreden, esto es causa justa de guerra. Y es que si, en efecto, la diversidad de religión no restaba derechos desde el punto de vista del derecho natural (los indios, como hemos dicho, no pueden ser despojados en virtud de su infidelidad), ello tampoco puede generar privilegios, de tal modo que los indios no pueden, lícitamente, impedir la entrada de los españoles si estos no les dañan u ofenden. La diversidad de religión no justifica la guerra en contra de los indios, pero tampoco en contra de los españoles{6}.

Entre otras cosas los españoles, además de como hombres, también como cristianos tienen derecho a predicar la fe evangélica sin que ello les sea impedido, y ello se corresponde con el segundo título, pues comunicar la propia fe, en principio, no supone ningún daño u ofensa: «los cristianos tienen derecho de predicar y de anunciar el Evangelio en las provincias de los bárbaros»{7}. En efecto, sería ilegítimo, como afirma Vitoria en la segunda parte (cuarto título ilegítimo), compeler u obligar por la fuerza a recibir la fe cristiana (el bautismo es un acto voluntario, quedando desvirtuado si se obliga), pero tampoco se puede impedir su predicación, siendo así que si los indios lo impiden se les puede hacer justamente la guerra.

La fuente de este segundo título tiene su origen, no en el poder civil, sino en el eclesiástico, y es aquí, y solo aquí, en donde habría que resituar, desde el punto de vista del canon vitoriano, las bulas alejandrinas como documentos de derecho (Real Patronato). El Papa, en cuanto Papa (no en cuanto príncipe temporal que lo es solo de los Estados pontificios), no puede «investir»a los reyes españoles como soberanos de los reinos de Indias, porque el Papa no tiene poder temporal ni sobre el mundo entero, ni sobre nación alguna (ni siquiera sobre las naciones cristianas). Ahora bien, lo que puede, como cabeza del poder espiritual, es nombrar vicarios suyos a los reyes, y así lo hizo con los españoles para encomendarles la predicación de la fe en Indias (Real patronato o Regio vicariato): a esto se restringen, en definitiva, las bulas alejandrinas como documentos lícitos de derecho, según Vitoria.

A continuación, tras el desarrollo de los dos primeros títulos, en cuya exposición ya está encauzada plenamente la doctrina, el resto de títulos serán expuestos por Vitoria con más brevedad, siendo en realidad, salvo el controvertido título octavo, corolarios (por la vía natural y sobrenatural, respectivamente) de estos dos primeros títulos fundamentales.

Así, el título tercero es una continuación del segundo, y en él se afirma el derecho a la defensa de los convertidos si estos son forzados a abandonar la fe cristiana. Un derecho a la defensa que puede llegar a suponer incluso, y este es el título cuarto, que el Papa nombre un príncipe cristiano, una suerte de poder temporal indirecto del Papa, si los cristianos son amenazados o aterrorizados en razón de su fe (un título pues que vendría a justificar la creación de una especie de protectorado cristiano).

Como vemos, estos tres títulos (segundo, tercero y cuarto) beben de una fuente, la sobrenatural, por la que transitan los derechos de la fe, en los que se funda a su vez el poder eclesiástico. El resto de títulos, hasta el octavo, caminan ya por la vía del derecho natural, en el que, como vimos, se fundaba el poder civil.

Así, por el título quinto se afirma la defensa de los inocentes cuando estos son tiranizados por un gobierno degenerado o por unas leyes corruptas, digamos que Vitoria habla del derecho a la intervención en solidaridad con los inocentes en contra de gobiernos o leyes despóticas responsables de crímenes horrendos (como son, por ejemplo, dice Vitoria, las matanzas de hombres inocentes para comer sus carnes). Así, sentencia claramente,«afirmo que, aun sin necesidad de la autorización del Pontífice, pueden los españoles prohibir a los bárbaros todas estas nefandas costumbres y ritos, pues les está permitido defender a los inocentes de una muerte injusta»{8}. Un derecho a su prohibición que no procede por la vía de la fe, sino por la vía de la razón: no es el pecado lo que justifica la licitud de la acción punitiva de los españoles sobre los indios, sino las costumbres «nefandas e inhumanas» derivadas de esa fe.

El sexto título, aunque elemental también necesita de análisis, es el derecho de «libre elección» que tiene cualquiera a hacerse súbdito de cualquier príncipe si es su voluntad, siendo así que, para el caso, es legítimo que los indios reciban como príncipe al rey de España si así lo quieren (de hecho algunos lo hicieron), como igualmente legítimo sería para los súbditos de un estado elegir a otro rey (Vitoria pone aquí el ejemplo del cambio de dinastía merovingia a carolingia en Francia).

El séptimo título, y último seguro para Vitoria, es el que proviene del derecho a socorrer o auxiliar al amigo o aliado, siendo así, y hay numerosos ejemplos, que pone Vitoria, en la conquista de Nueva España, durante la que esto se produce en no pocas ocasiones. Los españoles, de este modo, pudieron adquirir lícitamente títulos de soberanía en Indias a través del socorro a sus aliados (por ejemplo, los tlascaltecas), tras la victoria en una guerra justa.

Por fin, Vitoria habla de un probable último título justo, el discutido título octavo, por el que los españoles terminaron por adquirir lícitamente los derechos soberanos sobre las Indias occidentales. Un título que supone el derecho a la tutela por parte de los españoles sobre los indios, aún conservando estos la soberanía, en razón de su incapacidad para gobernarse de un modo recto. Un título que supondría la subordinación provisional de los indios bajo el gobierno español, pero condicionado a que este gobierno tutelar cese (no hay pues cesión de la soberanía) cuando el tutelado adquiera ya la competencia suficiente para gobernarse rectamente. Es precisamente aquí, como veremos, en este controvertido Título VIII o también llamado «título de civilización», en donde aparecen los problemas del gobierno mixto (entre heril y civil que se planteaban en las Juntas) y que, con todo, al margen de lo controvertido de su afirmación, determinará, esta es nuestra tesis, la característica de la norma española y el curso de su ortograma en América hasta su emancipación decimonónica.

6. El canon vitoriano y su enfoque general ante la conquista

Sea como fuera, existen , en definitiva, según este canon vitoriano, dos vías de poder en cuya versión lícita (justa, no torcida{9}), se da vida respectivamente al título de evangelización y al título de civilización como títulos legítimos por los que los españoles entran en América:

vía del poder eclesiástico, títulos de evangelización
vía del poder civil, títulos de civilización

Dos vías de penetración en el campo de los infieles para su conversión, que, lo hemos visto, pueden ser ilícitas o lícitas en función de las razones que justifiquen esa misma penetración. Y es que, si bien la fe no interfiere en la constitución del campo político, según el planteamiento vitoriano, sí, sin embargo, marca la distinción, fundamental, entre el ámbito del paganismo (in partibus infidelibus) y el ámbito cristiano («república cristiana»), no siendo el ámbito de los infieles homogéneo ni en relación a la fe, existiendo distintos tipos de infieles{10}, ni en su disposición civil (social y política){11}, pudiéndose justificar, regresando a este canon vitoriano, la acción de la intervención española en Indias por una vía (evangélica) u otra (civilizatoria) a través de los distintos títulos de soberanía aplicados en cada caso.

Este es pues, en resolución, el canon vitoriano que se va a consolidar, no sin problemas, y con la cuestión del título octavo en el aire, a partir del momento de su formulación, propagándose como doctrina teológico-jurídica, si no oficial sí por lo menos oficiosa, por los ámbitos institucionales que se ven involucrados en la acción de gobierno en Indias, incluyendo naturalmente las juntas consultivas y los Consejos.

Un canon, que, de cualquier modo, no va a hacer que las discusiones y controversias cesen, ni mucho menos, toda vez que este sistema proposicional jurídico-teológico, elaborado por Vitoria, no es axiomático y funciona a expensas de las circunstancias concretas que van apareciendo, en toda su complejidad casuística (actitud de los indígenas, condición, luchas intestinas entre ellos, alianzas con españoles....), al paso del desarrollo de la conquista. Así, desde tal canon puede salir un diagnóstico de aprobación sobre la acción conquistadora en tal circunstancia particular o, naturalmente, uno condenatorio{12}.

En este sentido, algunos autores han interpretado que, en realidad, Vitoria contemplaba, no ya solo el octavo, sino los siete restantes como títulos probables, no absolutos{13}, sugiriendo que para Vitoria, en el fondo, las condiciones de licitud no se cumplen en ningún caso en relación a la conquista española de América, pero que si no lo afirmaba terminantemente era por prudencia{14}. Tesis esta que, sin duda, acercaría a Vitoria al lascasismo que muchos han querido y quieren ver en él.

Pero, al margen de lo que pensase Vitoria sotovoce y en algunas ocasiones (en su correspondencia, &c...), lo que a nosotros nos interesa es determinar la influencia objetiva de su doctrina, la expuesta en sus Relecciones, en la formación de la norma efectiva con la que se desarrolló el ortograma español en Indias y, creemos, que ello aparta, sin duda, a Vitoria del lascasismo para, más bien, acercarlo a Sepúlveda.

Así, juzgadas las diversas posiciones en bloque, podríamos reagruparlas caracterizándolas de la siguiente manera: Vitoria y Sepúlveda a favor de la continuidad de la conquista y de la defensa de los derechos «temporales» de los españoles en ella (lo que no significa, ni mucho menos estar en contra de los derechos de los indios); Las Casas en contra de los derechos de soberanía, por no ser tales, y partidario de la suspensión del dominio temporal español (gobernadores, encomiendas,...) , restituyendo a los indios en sus propiedades, y justificando la presencia de los españoles tan solo por la vía espiritual, concibiendo al Imperio como mera delegación papal (en línea con la posición dominica de Córdoba y Montesinos).

Y es que la cuestión fundamental para nosotros, una vez expuesto el canon tomista-vitoriano, es determinar si la propia Legislación de Indias, tanto en la letra como en el espíritu, se mueve bajo el canon lascasiano y las líneas de actuación por él auspiciadas, como quiere cierta tradición historiográfica, o más bien, como ha defendido cierta otra historiografía –revisionista dicen algunos para denigrarla–, las Leyes de Indias y la acción imperial se sitúan en esta otra línea Vitoria-Sepúlveda. Veamos.

7. Las Casas y Sepúlveda ante el canon vitoriano.{15}

Es muy frecuente en la historiografía, sobre todo en la generada por los compañeros de orden de Las Casas y de Vitoria, la orden dominicana, establecer un acercamiento entre ambos en la doctrina (incluso llegando a inventarse para reforzarlo una amistad que nunca existió), con la intención, seguramente, de prestigiar el lascasismo ante los ataques recibidos, ya de antiguo, desde distintos frentes (desde el propio Sepúlveda o fray Toribio de Benavente hasta Menéndez Pidal, pasando por Quintana o Menéndez Pelayo). Nosotros, por nuestra parte contravenimos, en efecto, esta línea de interpretación, la defendida por Venancio Carro y la historiografía dominica en general{16}, que hace de la doctrina lascasiana, absorbiendo además en ella al canon vitoriano, la determinante de la norma imperialista española en Indias: así, dice Carro, «las ideas de las Casas son , en el fondo, aunque no tan perfiladas, las mismas de Vitoria, Soto y demás teólogos-juristas citados del siglo XVI y XVII, que son la floración natural de los principios de Santo Tomás, el Doctor Universal de la Iglesia. [...]. Desde ahora le retamos a él [se refiere a un autor que silencia] y a quien sea que nos pruebe lo contrario» (la cursiva es suya){17}. Un reto con el que buscaba la confrontación, en términos bastante ásperos por cierto{18}, con la revisión interpretativa que desarrollaron en su momento Teodoro Andrés Marcos y Ángel Losada sobre la figura de Sepúlveda{19} (y en la que nosotros fundamentalmente nos movemos), una figura que había quedado –y en buena medida aún lo está– sepultada y malparada, y su doctrina falseada, por el lascasismo triunfante durante el auge del relativismo cultural. Y es que según Carro, en Sepúlveda están presentes{20}, por falta de rigor teológico, componentes teocráticos, medievalizantes, de «una mentalidad en retraso». Así de tajante se muestra sobre la cuestión: «Las ideas de Sepúlveda no honran al autor ni a España, y de triunfar no existiría lo mejor de la Leyes de Indias, que tanto nos enorgullecen, como ya dijimos en otras ocasiones. En cambio, las ideas de las Casas, que también juzgará el lector, son hermanas gemelas de esas mismas leyes, y Las Casas es, sin disputa, uno de los más activos artífices [...]. Si las Leyes de Indias constituyen un florón de España, no enterremos entre vituperios al más constante defensor» (de nuevo la cursiva es suya){21}.

Pues bien, por nuestra parte, asumimos este reto, lanzado por Carro en su día, y vamos a tratar de justificar justo lo contrario, afirmando que la norma por la que se conduce el ortograma imperialista español, y con ella las Leyes de Indias, está en la línea Vitoria-Sepúlveda, insistimos, quedando el lascasismo, por su extravagancia –de un celo teológico impracticable políticamente–, marginado realmente, aún a pesar de su triunfo ideológico (de hecho, como veremos, su intento de integración en el ordenamiento jurídico indiano, las Leyes Nuevas, terminan siendo revocadas poco después en contra del lascasismo).

Porque no negamos, según afirma Venancio Carro una y otra vez con razón, que Las Casas, en efecto, al enfocar el problema, se mantenga adecuadamente, igual que Vitoria o Soto, bajo los principios teológicos de corte tomista que le inspiran (cosa que, sin embargo, es verdad, termina en parte por no hacer Sepúlveda); tanto lo afirmamos que creemos que es precisamente ahí en donde radican, a nuestro juicio, su ceguera y cerrazón, quedando eclipsada su sindéresis, digamos, «etnológica» por la propia luminosidad de los fundamentos teológicos que, sin duda, como afirma Carro, le mantienen escrupulosamente dentro del tomismo.

a) Las Casas frente a Vitoria

Y es que la postura de Las Casas parte del hecho, un hecho de corte etnológico, no teológico, de que los «reinos indígenas» están constituidos con la suficiente rectitud, incluso con una mayor rectitud (buen salvaje{22}) que la sociedad conquistadora, como para que entre ellos sea posible, sin necesidad de tutelaje alguno, la predicación «pacífica» del Evangelio sin más («el único modo de atraer a todos los pueblos a la verdadera religión»). Las Casas restringe pues, con este planteamiento, la justificación de la presencia de los españoles en Indias a la vía espiritual, siendo así que no existe justificación temporal en modo alguno por la que los españoles puedan mantener su soberanía en América. La que podría sobrevenir del título primero de sociabilidad queda anulada por Las Casas cuando este afirma que, invariablemente, son los indios los que han sido agredidos por los españoles, no habiendo pues ocasión que pueda propiciar la aplicación del primer título.

Por otro lado, la sobrestimación de las costumbres de los Indios por parte de Las Casas (encareciendo incluso las prácticas antropofágicas como muestras del gran amor que el indio profesa por la divinidad), elimina cualquier duda sobre una posible aplicación del título octavo, en el caso de que se afirmase con seguridad, pues no existe ni mucho menos tal «atraso» de los indígenas respecto a los españoles. Pero además, de existir ese supuesto «atraso», ello tampoco conferiría poder ni al Papa ni a los Príncipes cristianos para «enseñorearse» de los Reinos de Indias, según Las Casas, pues el que existan razones para que el indio pierda sus dominios, ello no significa que los ganen los españoles. La pérdida indígena no produce, eo ipso, ganancia española. Es más, ni siquiera es lícito castigar sus supuestos vicios (Las Casas niega así también el título quinto) al no tener ni el Papa, ni el Emperador, ni los príncipes cristianos jurisdicción sobre ellos{23}: los crímenes de los indios, caso de que fueran verdaderos, no convertiría a los españoles en sus dueños al no ser el blanco de los agravios u ofensas. En esta misma línea se moverá, nada menos, que Domingo de Soto{24}.

Además, al considerar Las Casas que la vida de las sociedades prehispánicas en América es poco menos que la de una Arcadia feliz, las propias relaciones conflictivas entre los indios no son consideradas por el obispo de Chiapas como relevantes{25}, neutralizando así una posible aplicación, en socorro de un aliado, del título séptimo. Ni siquiera admitirá Las Casas el título sexto, por el se admite la licitud de la subordinación voluntaria de los indios al Emperador, pues siempre entenderá que esta sumisión está forzada por las armas.

La único que justifica la presencia de los españoles en América, pues, procede de los derechos eclesiásticos otorgados a los reyes de Castilla y León por el Papa (Bulas alejandrinas), derechos que, caminando siempre por la vía espiritual y en buena teología, no otorgan legitimidad alguna para el ejercicio de la soberanía temporal. El dominio del emperador sobre las Indias viene dado por la vía espiritual como mera delegación papal, y se restringe a un cometido evangelizador{26}.

Todo dominio temporal español en América es pues y definitivamente ilegítimo, y su continuidad supone tanto la destruición de las Indias como la condena eterna de los españoles, en la medida en que el español, además de estar ejerciendo el robo sobre los indios, está forzando su conversión (pecado contrario al apostolado cristiano, como ya hemos dicho, y «gravísimo», según Las Casas) y no cumpliendo pues, todo lo contrario (la fe cristiana se hace odiosa), con el cometido encomendado por el bulario papal.

España, en definitiva, y esta es la razón de la mejor constitución de los «reinos indígenas», al ejercer un dominio ilegítimo sobre las Indias, se está condenando. La predicación del evangelio, única razón de ser de la presencia española, no es pretexto para hacer la guerra y despojar al indio, acciones más propias del yihadismo coránico que del apostolado evangélico. Toda guerra al indio, en fin, está siendo injusta y todo el que en algún grado la promueva también se está condenando{27}.

El único modo pues de cumplir, llegados a este punto, con la donación papal según Las Casas es el siguiente: 1) restituir a los Indios en sus dominios, en tanto que verdaderos propietarios de sus reinos, y 2) anunciar «pacíficamente» el Evangelio entre ellos.

En esto consiste sin más el proyecto de Las Casas sobre América.

Pues bien, esta restitución que pide el lascasismo, ¿es lo que se deducía del canon vitoriano?; es más, y hablamos ahora históricamente, ¿se produjo una tal «restitución» en algún sentido? o, por lo menos, ¿fue contemplada esta «restitución»desde los planes o programas generados en el seno del cuerpo político imperial, para empezar desde el cuerpo legal indiano? En definitiva, ¿tiene alguna relación esta solución lascasiana con la trayectoria efectiva seguida por el imperio español hasta la emancipación de las naciones americanas en el siglo XIX?; ¿la tiene, sin embargo, el canon vitoriano?

Como hemos visto Vitoria sostiene, para empezar, aquellos siete títulos legítimos que sí justificarían, si se dan las condiciones, la soberanía temporal, y no solo la presencia «espiritual», de España en las Indias, además de contemplar, aunque sea tan solo como probable, el discutido Título octavo. ¿Acaso niega Vitoria que se den esas condiciones, acercándose así a Las Casas, de aplicación de tal título?

Pues bien, Vitoria, y en esto ya está en radical oposición a las Casas, lo que hace es reafirmar, aún albergando sospechas sobre la actuación irregular de los españoles, la legitimidad de la soberanía española en Indias: «Yo no dudo que no haya habido necesidad de acudir a la fuerza y a las armas [como sí hacen, sin embargo, parece decir Vitoria, otros dominicos que sí dudan, es más, que niegan el que hubiera necesidad de ello: Las Casas] para poder permanecer allí los españoles; pero temo que la cosa haya ido más allá de lo que el derecho permitía»{28}. Ahora bien, esta sospecha no hace ni mucho menos, como sin embargo algunos le adjudican{29}, que la postura de Vitoria se pliegue a la postura lascasista que, como hemos visto, procuraba el abandono de la soberanía temporal de las Indias por los españoles al condenarla en general y sin paliativos (cosa que en ningún momento hace Vitoria).

La postura de Vitoria tiende, más bien, a que la presencia española tenga una línea de actuación semejante a la de los portugueses, esto es, que los españoles, sin «enseñorearse» de los reinos de Indias, saquen provecho con el comercio y el intercambio de bienes a través del ius communicationis (1º de los títulos justos). Ahora bien, también sostiene Vitoria que, si el dominio temporal español se produce, es decir dada ya la soberanía sobre las Indias (conseguida por la fuerza o sin ella, de nuevo «tanto monta, monta tanto»), y conseguida a través de alguno de los títulos legítimos canónicos, no sería «ni conveniente ni lícito», dice literalmente, que los españoles la abandonasen{30}. Si esos abusos se cometieron, cosa que por cierto tampoco negará Sepúlveda{31}, hay que enmendarlos, pero esa enmienda no pasa para Vitoria, como quiere Las Casas, por el abandono. Al contrario, lo que Vitoria afirma es que el príncipe que ha obtenido el dominio temporal sobre los infieles está obligado, y aquí es donde hay que situar el «espíritu» de las Leyes de Indias, a dar leyes convenientes a su república, procurando la igualdad entre todos los súbditos, no pudiendo ser estos despojados ni explotados al modo colonialista (depredador){32}.

Además, y esto nos parece esencial tenerlo en cuenta, Vitoria abre las puertas a la legitimidad de un título, el octavo, que llegará a representar el núcleo de la tesis de Sepúlveda y por el que se contempla la posibilidad de que la consideración de los indios como verdaderos señores de sus tierras puede ser puesta en cuestión, nunca en razón de su paganismo infiel, pero sí en razón de que, en algunos casos, su racionalidad, la racionalidad de los indios, fundamento de la soberanía para el tomismo, es tan imperfecta (amencia, infantilismo, violación de la «ley natural» a través del canibalismo, la sodomía, &c.), que necesitan ser regidos, «enseñoreados«, por otro, «porque de poco les sirve [por lo visto] la razón para gobernarse a sí mismos»{33}.

De hecho al final Vitoria, y esto no puede ser casual o gratuito en su exposición acercándolo decisivamente a Sepúlveda, se decanta por situar este título, el «título de civilización» que justifica la tutela de los españoles sobre los indios, en la parte de su obra (3ª parte) en la que expone los títulos legítimos, aún manteniendo su característica de ser «probable»: lo acepta, aunque, insiste, «sin sentar una afirmación absoluta, y con la condición de que lo que se haga se realice para el bien y utilidad de los bárbaros y no solamente por el provecho de los españoles.»{34}

En todo caso la legitimidad de este título, base como enseguida veremos de la posición de Sepúlveda al afirmarlo categórica, y no hipotéticamente, tampoco implica la expropiación del Indio, ni mucho menos su esclavización (como muchas veces, sin haberlo leído{35}, se le ha atribuido a Sepúlveda al defender la legitimidad de tal título), y menos en razón de su infidelidad, sino que los indios quedarían bajo la tutela provisional del conquistador hasta alcanzar la racionalidad suficiente como para desarrollar, con su emancipación, gobiernos rectos (y no torcidos o degenerados).

b) Sepúlveda y el canon vitoriano

Y es que la postura de Sepúlveda implica, como punto de partida, el reconocimiento, también etnológico y no teológico, de una asimetría (la que precisamente niega Las Casas{36}) entre el conquistador español y el conquistado indígena, según la cual el conquistador está dotado de una organización política tal que tiene derecho, estando incluso obligado por «caridad», a ejercer sobre el conquistado un tutelaje, una suerte de dominio temporal híbrido que Sepúlveda, retomando las posiciones definidas en Burgos, definirá según hemos dicho como mezcla entre heril y civil{37}, y cuyo fin es que el tutorando alcance esa misma organización política mediante la que se impone el tutor.

Y es que dada la situación pre-política (bárbara o salvaje) en la que encuentran las sociedades indígenas, estas terminarían por no conservarse si se dejan como están, sin tutela, toda vez que el «derecho de gentes» (derecho natural), sostén de cualquier sociedad antropológica, está siendo constantemente violado en ellas, encontrándose el «Género Humano» allí representado en una situación «de-generada»{38}.

Desde esta perspectiva «regeneradora», cuatro son las razones que ofrece Sepúlveda, en el Demócrates Segundo, por las que entiende que pueden fundarse las guerras que los españoles hacen a los indios, guerras cuyo resultado sería esa benefactora «sujeción» híbrida (heril-civil) de los indios por los españoles{39}:

A) «La primera es que siendo por naturaleza siervos, bárbaros, incultos e inhumanos, rechazan el imperio de los más prudentes, poderosos y perfectos, el cual deben admitir para gran beneficio suyo», se corresponde esta razón con el título octavo del canon vitoriano.

B) «La segunda causa es el desterrar el crimen portentoso de devorar carne humana, con el que de modo especial se ofende a la naturaleza [...] sobre todo con ese rito monstruoso de inmolar víctimas humanas», corolario de la anterior aunque mezclándolo con el título quinto.

C) «el salvar de graves peligros a numerosos mortales inocentes a quienes estos bárbaros inmolaban todos los años»{40}. Se corresponde este con el título quinto del canon vitoriano pudiendo, así lo hace Sepúlveda, quedar reabsorbido en esta tercera razón también el título séptimo de Vitoria (ayuda a un aliado en guerra justa).

D) «que la Religión Cristiana se propagase por dondequiera que se presentase ocasión en gran extensión y por motivos convenientes», que se correspondería, en una suerte de síntesis de los mismos, con el segundo, tercero y cuarto título del canon vitoriano.

Digamos que Sepúlveda afirma la incompatibilidad esencial, sin más, entre la sociabilidad natural del hombre político, es el primer título de Vitoria, con el campo etnológico en general, en la medida en que buena parte de las ceremonias y ritos indígenas, que pautan y determinan la vida en esas sociedades, son contrarios, no solo al derecho divino, fundamento de la cuarta razón, sino al derecho natural, fundamento del resto de razones barajadas por Sepúlveda.

Una incompatibilidad, además, que no es para Sepúlveda circunstancial, delictiva-individual (en este sentido, las acciones criminales de los súbditos nunca justificarían, para su corrección, una intervención imperial{41}), sino que la violación del derecho natural y de gentes en esas sociedades es sistemática, público-institucional: así la ley indígena misma supone, en algunos casos, una violación pública en toda regla del derecho natural al directamente promover, desde las propias magistraturas e instituciones indígenas, la acción de crímenes nefandos, como son los sacrificios humanos, la antropofagia, &c., sin duda contrarios al derecho natural, y cuya corrección es, en efecto para Sepúlveda, como para Vitoria, causa justa para su dominación, y de guerra si se resisten{42}.

Así pues, por esta vía natural de la insociabilidad, nunca en razón de su infidelidad, los Indios pierden el dominio temporal de sus reinos, para ganarlo provisionalmente los españoles, conservando los indios en todo caso la titularidad de sus dominios, y es que tal es la degeneración «inhumana», por irracional, de las costumbres indígenas, según observa Sepúlveda, que es obligado a los españoles intervenir y «enseñorearse» de los reinos de Indias para reconducirlos hacia la vida política (civilizada), liberándolos así, por fin, de esas «nefandas» costumbres y ritos degenerados.

Precisamente esta degeneración nunca implicará, en la consideración de Sepúlveda hacia el indígena, cambio de género alguno (metábasis), como se le ha atribuido falsamente{43}, sino que, al contrario, Sepúlveda reconoce en las sociedades indígenas un minimum antropológico común a partir del cual, con la implantación en ellas de las virtudes políticas, puedan llegar a reconstituirse, «regenerarse», como sociedades políticas. Es justamente ese mínimo de humanidad presente en esas sociedades (y por supuesto también aquí Sepúlveda admite grados{44}) el que invita, incluso obliga por caridad, decíamos, a la intervención y el dominio por parte de los españoles sobre ellas, y es que sería faltar a esta –la caridad es la virtud cristiana por excelencia- permitir (tolerar) el que se sigan cometiendo «crímenes y torpezas inhumanas» pudiéndolo evitar{45}.

Pues bien, esta es exactamente la idea que expresa Vitoria en sus Relecciones, aunque planteado, insistimos, tan solo como título hipotético: «Esto explica que algunos afirmen que para utilidad de ellos [de los indios] pueden los príncipes de España asumir la administración de aquellos bárbaros, y designar prefectos y gobernadores para sus ciudades, y aún darles nuevos señores si constara que esto era conveniente para ellos. […] Y en verdad que esto encontraría su fundamento en el precepto de la caridad, ya que ellos son nuestros prójimos y estamos obligados a procurarles el bien. Pero esto sea dicho, como antes advertí, sin sentar una afirmación absoluta, y con la condición de que lo que se haga se realice para el bien y utilidad de los bárbaros y no solamente por el provecho de los españoles. Que en esto está el peligro de las almas y de la salvación»{46}.

Ahora bien, Vitoria mantendrá muchas cautelas respecto a lo adecuado del título, no solo en relación a su legitimidad general, sino también en cuanto a su aplicación en América. Primero, respecto a su justificación en general, Vitoria no se atreve decididamente a afirmarlo porque no está claro que la pérdida de la soberanía por parte de las sociedades indígenas, en razón de su barbarie, suponga su ganancia por los españoles; es decir la insuficiente racionalidad del indígena para organizarse políticamente, no justifica su sujeción por parte de los españoles. Digamos que se puede admitir la pérdida de la soberanía indígena (con la pérdida de la razón), pero ello no es suficiente para justificar la ganancia española, o por lo menos no está claro que lo sea por esta vía de la rudeza del indio (Sepúlveda, recordemos, resolverá esta dificultad con el planteamiento de un dominio híbrido heril/civil).

En cuanto a su aplicación (y aquí de nuevo el debate es etnológico y no teológico),Vitoria entiende que, salvo casos excepcionales (de salvajismo profundo), hay la suficiente simetría entre españoles e indígenas como para que circule el derecho natural entre ellos, y por eso tiene dudas sobre su aplicación general en América. Ahora bien, si la rudeza del indio, sea profunda o no, conlleva el sacrificio de inocentes, entonces Vitoria entiende que se debe intervenir sin duda, pero no porque el título octavo sea seguro, sino porque sí lo es el quinto, que reaparecería aquí justificando la intervención (sin embargo, para las Casas, recordemos, este tampoco era título válido, estando con él en esto como vimos el propio Domingo de Soto){47}.

Y es que es verdad, como dice Carro{48}, que, en general, la tendencia de los juristas-teólogos españoles, con Vitoria a la cabeza, es la de igualar, al modo «humanitarista», a todos los hombres, sin contemplar distinción alguna en su grado de desarrollo (tecnológico, social,...). Precisamente ello es consecuencia de los propios principios teológicos, unos principios que terminan por ensombrecer o eclipsar el análisis etnológico de la materia al borrar las diferencias, alineando a todos los hombres en el mismo género etnológico (todos los hombres son «criaturas» de Dios). La ceguera etnológica de la teología, en algunos es total{49}.

Ahora bien, ello no asimila, por mucho que haya acuerdo en los principios, las posturas de Las Casas y Vitoria, como insiste en afirmar Carro, pues en sus conclusiones la divergencia es total (abandono lascasiano, frente a mantenimiento vitoriano), acercándose sin embargo aquí Vitoria a Sepúlveda.

Sepúlveda, por su parte, reconoce, como hecho etnológico del que parte, tal degeneración en las costumbres indígenas (y que Vitoria no cree tan generalizada, de ahí sus dudas) que estos se ven privados, por su irracionalidad «inhumana», de sus derechos ante los españoles, ganándolos estos por las ofensas «insociables» que reciben. Ahora bien, si los españoles ganan esos derechos no es para que los indios sean castigados por sus faltas, sufriendo privaciones en vidas y hacienda{50}, ni siquiera por el bien de los españoles (se supone resarcidos por la ofensa recibida), sino por el propio derecho que tienen los indios a no sufrir (sea padeciéndolos o cometiéndolos) los crímenes indignos, «contra natura» (antropofagia, sacrificios humanos), practicados públicamente por estas sociedades (desde sus instituciones y magistraturas), y así prepararse (preparatio evangelica) «con mejores costumbres y con el trato de los hombres piadosos para recibir la religión y el culto al verdadero Dios»{51}.

Se reconoce pues, por parte de Sepúlveda la soberanía, el dominio, de los indios sobre las Indias, pero de tal modo que, en tanto que formas «torcidas» de organización social, este dominio indígena debe ser transformado –y si las circunstancias lo requieren incluso destruido–, bajo el tutelaje español en una mezcla de dominio heril (despótico) y civil (político) sobre los mismos, y así dejar paso por fin, generadas por este tutelaje, a formas de organización políticas civilizadas preparatorias para la extensión de la ley evangélica entre ellas. Una extensión de la fe, además, y esto es fundamental, que no solamente se procura por razón de los derechos de la fe cristiana, sino también por los derechos del infiel que, como hombre, tiene derecho a que la fe se le anuncie para poder optar, si la acepta, a la salvación eterna.

Así pues el tipo de dominio mixto que debe ser desarrollado, como tutela, por los españoles sobre los indios, no solamente es un derecho de los españoles (que más bien es en ellos un deber de caridad), sino que es sobre todo un derecho de los indios a vivir más dignamente con arreglo a la racionalidad (técnica, social, lingüística, ...) de la que están privados, pero también con arreglo a la «fe verdadera», que desconocen. De esta manera, partiendo del hecho etnológico de tal desigualdad, es necesario practicar un dominio también desigual (heril/civil) entre los distintos súbditos, indios y españoles, «pues nada hay más contrario a la justicia distributiva que dar iguales derechos a cosas desiguales».

En una palabra, y en definitiva, la vida miserable que padecen los indios obliga a los españoles a intervenir, dominándolos si es necesario, incluso con la fuerza de las armas, para sacarles de ella y evitar así su confinamiento etnológico y su brutalidad tribal.

Por tanto, el «título de civilización», como justo título de dominio temporal, según sus definiciones políticas estrictas{52}, y al margen de sus estrechas vinculaciones con otros títulos alegados, implica el derecho que tiene el conquistador a propagar sus instituciones en defensa de la «humanidad» del conquistado, con el objeto de resimetrizar (restituir en su «dignidad») lo que en principio es asimétrico de tal modo que, con la implantación de las virtudes políticas en las sociedades conquistadas, estas se conserven. No se trata pues de esclavizar, y menos aún de eliminar, a los indígenas sino todo lo contrario: se trata de destruir sus instituciones prepolíticas, para salvar a los indígenas de su mutua destrucción (la conquista es pues, en realidad, una «pacificación», como aparecerá más tarde en la Legislación de Indias).

Así, el dominio y la conquista se justifican, en definitiva, a la luz de este título octavo tal como lo defiende Sepúlveda, por la necesidad benefactora que tiene el tutor de introducir más «humanidad» (léase racionalidad) sobre el tutorando, propagando herméticamente sobre él las virtudes políticas que le salven de su degeneración y corrupción («destruición»). El conquistador, en resolución, tiene derecho a actuar así para evitar, «poniéndose a su servicio», la destrucción del conquistado.

Ahora bien, Sepúlveda comete un error teológico de bulto, desde el punto de vista tomista, y es que si bien reconoce «teóricamente» que los indios son legítimos dueños de sus dominios, no perdiéndolos en razón de su infidelidad pagana, termina no reconociéndolo de facto, al suponer que pierden sus derechos naturales por su idolatría, ofensiva con la fe cristiana. Así, dice, en el Demócrates Segundo, «no pueden los paganos, por el solo hecho de su infidelidad, ser castigados ni obligados a recibir la fe de Cristo contra su voluntad, porque el creer, como dice San Agustín, depende de la voluntad, que no puede ser forzada; sin embargo, lo que sí se puede es apartarle de los crímenes»{53}. E incluye Sepúlveda en el concepto de crimen, no solo el que se produce vía violación del derecho civil (sacrificios de inocentes, &c.), sino también aquel que, «contra la fe», cometen herejes y paganos, «pues unos y otros son nuestros prójimos y por todos tenemos obligación de velar, por ley divina y natural, para que se aparten de sus crímenes, sobre todo por aquellos que más pecan y prevarican contra la naturaleza y el autor de ella que es Dios, siendo entre todos los mayores pecadores los idólatras»{54}. Por la vía del pecado pues, en el que se encuentran los indios, estos pierden según Sepúlveda el derecho temporal sobre sus dominios, ganándolo además este dominio los españoles en defensa de la fe (llega a hablar aquí Sepúlveda de «guerra sagrada»). Es la «ofensa contra Dios», ya no contra las criaturas, producida por la idolatría indígena, lo que tiene que ser resarcido por los españoles con su dominación, y guerra si hace falta, contra los indígenas{55}. Regresaría así, en efecto, a posiciones teocráticas –«mahométicas», llegará a decir las Casas–, pasando por encima de la doctrina teológica elaborada en Salamanca o Alcalá (de ahí la negación de los permisos de la publicación de su libro y el rechazo de su doctrina suscitado por muchos otros teólogos, además de Las Casas) y resultando por ello, además de antipática, inconsistente para muchos{56}.

En realidad, y la cosa no es para tanto, lo que hace Sepúlveda es concebir las creencias idolátricas mezcladas con sus prácticas, con las ceremonias y ritos idolátricos practicados por los indios, y lo hace, por la sencilla razón de que son sus creencias idolátricas las que inspiran tales ritos: mal se van a extirpar esas ceremonias «inhumanas» de los indios, si perduran entre ellos las creencias «idolátricas» que los inspiran.

De cualquier modo sigue suponiendo Sepúlveda que los indios conservan sus derechos temporales sobre sus dominios, por más que ofendan a Dios con su idolatría, manteniéndose por tanto firme dentro de los principios tomistas. Y es que, razona Sepúlveda, si buscar el bienestar «temporal» del indio es obligación para los españoles, quedando así justificada su intervención (que nunca, insistimos, podrá suponer la esclavización, expropiación o exterminio del indio), con mayor razón se justificará la acción imperial si lo que se busca con ella es la salvación, no solamente temporal, sino eterna del indio. Si los indios, con su idolatría, ofenden a Dios, ¿van a dejar los españoles que los indios se condenen eternamente si pueden evitarlo?

La posición lascasiana es que las ofensas contra Dios, solo Dios las puede resarcir, no siendo los españoles quién para hacerlo, de ahí su condena por procurarlo.

En buena teología Las Casas tiene razón, razón teológica, claro, otra cosa es que se puedan asumir en la práctica las consecuencias de la «buena teología».

En todo caso, es este punto, el relativo a las relaciones entre el título de civilización y el de evangelización, lo que se va a discutir en la célebre controversia de Valladolid, convocada en 1550 por Carlos I.

8. La Controversia de Valladolid y el título de civilización como determinante del imperialismo español

Y es que el título de civilización, aunque disociado formalmente (en la línea tomista ortodoxa), aparece en Sepúlveda estrechamente ligado al «título de evangelización» puesto que la «civilización«, esto es, la implantación incluso forzosa de organizaciones políticas (ciudades) en las Indias, es el modo efectivo para que la fe cristiana (adquirida a través del bautismo) pueda ser recibida en las Indias. Esta necesidad de «más humanidad», que Sepúlveda entiende que tiene que ser implantada, aún con la guerra, en las Indias por los españoles, a fin de que la evangelización tenga lugar, es lo que Las Casas niega, toda vez que, según él, como hemos dicho, los reinos ya están preparados, ya tienen suficiente «humanidad» (incluso más) para recibir la fe.

La principal objeción de Las Casas a Sepúlveda es que es necesaria la libertad para recibir la fe, si son enseñoreados admitirán la fe forzosa pero no libremente, haciendo de la fe cristiana algo «odioso». La principal objeción de Sepúlveda a Las Casas es que para recibir la fe es necesario escucharla, y si no se les domina y civiliza, mal la van a escuchar al ser difícil, por no decir imposible, predicarla. Y es que el «único modo» de Las Casas ya había supuesto el sacrificio de unos cuantos frailes en manos de los indios: lo que quería Sepúlveda es que el Imperio garantizase previamente que el indio no acabase con la vida de los predicadores evangélicos, como de hecho estaba sucediendo al ser promocionado el método evangelizador lascasiano del «único modo»{57}.

Pero en el fondo, como subraya Soto, lo que se debate, o lo que supone este debate, es, «examinar qué forma puede haber cómo quedasen aquellas gentes subjetas a la Majestad del Emperador nuestro señor, sin lesión de su real conciencia»{58}. Es decir, de qué modo el imperio se puede desenvolver sobre las Indias con justicia, sin que los derechos de los indios, pero tampoco el de los españoles, se vean violados.

La solución de Las Casas, frente a Sepúlveda –ya la vimos– es, desde el punto de vista del derecho civil, el abandono y restitución; desde el punto de vista del derecho divino, predicar la fe pacíficamente en zonas en donde los frailes no corran peligro y, si hay peligro, «hacer algunas fortalezas en sus confines, para que desde allí comenzasen a tratar con ellos [con los indios] y poco a poco se fuese multiplicando nuestra religión»{59}.

La solución de Sepúlveda, genuinamente dialéctica, es el tutelaje de los indios por los españoles, según venimos definiéndolo, en una mezcla de soberanía o dominio entre heril y civil sobre ellos. Haciéndolos, pues, obligatoriamente súbditos del Emperador se les libera de la explotación caciquil de la que venían siendo objeto, y de sus costumbres idolátricas (barbarie), siendo de este modo posible anunciarles también el evangelio{60}.

Una solución la de Sepúlveda que no era sino, a la postre, más que la justificación de lo que, de hecho, ya se estaba haciendo: creación de ciudades, encomiendas, generación en América de un marco institucional siguiendo un modelo castellano, ...

Poco tiene que ver pues, en definitiva, la solución lascasiana con la norma ortogramática del imperialismo español y su trayectoria posterior, teniendo, sin embargo, la norma imperial mucho que ver con la solución de Sepúlveda.

Y es que, en efecto, la legitimación teórica por parte de Sepúlveda de lo que ya era una realidad práctica en América, es lo que permite hablar de imperio generador, en referencia al español, en la medida en que la norma que lo rige busca la acción benefactora sobre las sociedades que domina. Una acción ortogramática que contempla, ya desde el principio, y en virtud de esa «regeneración» que busca realizar sobre las sociedades indígenas, los procesos de emancipación que van a tener lugar en el siglo XIX (generación de las naciones iberoamericanas), no representanto estos procesos, según hemos venido diciendo desde el principio, un fracaso del imperio español, sino su consumación.

Aquí vemos con claridad, en este fragmento del Demócrates Segundo, cómo se cuenta, ya desde el principio, con los procesos de emancipación como fin de la acción imperialista española: «el imperio regio, como enseñan los filósofos, es muy semejante a la administración doméstica, porque, según ellos, ésta viene a ser como el reino de una casa, y a su vez el reino es una administración doméstica de una ciudad y de una nación o de muchas. Del mismo modo, pues, que en una casa grande hay hijos y siervos y esclavos, y mezclados con unos y otros hay criados de condición libre, y sobre todos ellos impera el padre de familias, con justicia y afabilidad, pero no del mismo modo, sino según la clase y condición de cada cual, digo yo que un rey óptimo y justo que quiera imitar a tal padre de familias, como es su obligación, debe gobernar a los españoles con imperio paternal y a esos bárbaros como a criados, pero de condición libre, con cierto imperio templado, mezcla de heril y paternal, y tratarlos según su condición y las exigencias de las circunstancias. Así con el correr del tiempo, cuando se hayan civilizado más y con nuestro imperio se haya reafirmado en ellos la probidad de costumbres y la Religión Cristiana, se les ha de dar un trato de más libertad y liberalidad.»{61}

Solo la ceguera teológica-humanitarista de Las Casas (y con él otros teólogos, menos dados a la polémica, como Soto, &c.) que allana toda distinción etnológica para hablar desde el punto de vista de la «Humanidad», sin atender a la diversidad de condiciones en las que habita esta, condenará la acción de España y los españoles, llegando a afirmar, tal es su fanatismo, que por esta acción «las gentes naturales de todas las partes y cualquiera dellas donde habemos entrado en las Indias tienen derecho adquirido de hacernos guerra justísima y raernos de la haz de la tierra, y este derecho les durará hasta el día del juicio»{62}. No es pues que los españoles tengan algún derecho «temporal» sobre los indios, es más bien, y estas son las conclusiones finales de Las Casas, que los indios, en razón de la intervención abusiva de los españoles allí han adquirido el derecho a borrar a España de la faz de la Tierra (desde luego ni siquiera Soto, el más cercano a Las Casas en sus conclusiones, ni otros teólogos llegarán a tales extremos).

Las tesis de Las Casas, en puridad, jamás fueron puestas en práctica (nunca hubo restitución, ni único modo); y es que, en el fondo, su humanitarismo resulta completamente extravagante política y jurídicamente hablando. Sepúlveda es mal teólogo, en efecto, según afirma Venancio Carro, pero, sin duda, es mejor etnólogo que Las Casas, por esto, en la práctica, se imponen sus tesis y no las de Las Casas.

López de Gómara (capellán de Hernán Cortés), al final de su obra, en el capítulo titulado precisamente «Loor de españoles», nos remite bien a las claras a Sepúlveda como aquel que con más precisión ha justificado la acción de conquista española en Indias:

«Tanta tierra como dicho tengo han descubierto, andado y convertido nuestros españoles en sesenta años de conquista. Nunca jamás rey ni gente anduvo y sujetó tanto en tan breve tiempo como la nuestra, ni ha hecho ni merecido lo que ella, así en armas y navegación como en la predicación del santo Evangelio y conversión de idólatras; por lo cual son españoles dignísimos de alabanza en todas las partes del mundo. ¡Bendito Dios, que les dio tal gracia y poder! Buena loa y gloria es de nuestros reyes y hombres de España que hayan hecho a los indios tomar y tener un Dios, una fe y un bautismo, y quitándoles la idolatría, los sacrificios de hombres, y el comer carne humana, la sodomía y otros grandes y malos pecados, que nuestro buen Dios mucho aborrece y castiga. Hanles también quitado la muchedumbre de mujeres, envejecida costumbre y deleite entre todos aquellos hombres carnales; hanles mostrado letras, que sin ellas son los hombres como animales, y el uso del hierro, que tan necesario es a hombre; asimismo les han mostrado muchas buenas costumbres, artes y policía para mejor pasar la vida; lo cual todo, y aun cada cosa por sí, vale, sin duda ninguna, mucho más que la pluma ni las perlas ni la plata ni el oro que les han tomado, mayormente que no se servían de estos metales en moneda, que es su propio uso y provecho, sino contentarse con lo que sacaban de las minas y ríos y sepulturas. No tiene cuenta el oro y plata, ca pasan de sesenta millones, ni las perlas y esmeraldas que han sacado de bajo la tierra y agua; en comparación de lo cual es muy poco el oro y plata que los indios tenían. El mal que hay en ello es haber hecho trabajar demasiadamente a los indios en las minas, en la pesquería de perlas y en las cargas. Oso decir sobre esto que todos cuantos han hecho morir indios así, que han sido muchos, casi todos han acabado mal. En lo cual, paréceme que Dios ha castigado sus gravísimos pecados por aquella vía. Yo escribo sola y brevemente la conquista de Indias. Quien quisiere ver la justificación de ella, lea al doctor Sepúlveda, cronista del emperador, que la escribió en latín doctísimamente; y así quedará satisfecho del todo{63}

9. Después de la Controversia de Valladolid

Con todo, es verdad que las tesis de Las Casas y de Bernardino de Minaya triunfan durante cierto tiempo en la «conciencia» de Carlos I y del Papa Paulo III (bulas Sublimis Deus y Veritas ipsa de 1537), siendo apoyado, en perjuicio de Sepúlveda, por algunos teólogos (Melchor Cano, Antonio Ramírez de Haro, ambos discípulos de Vitoria), principalmente dominicos de la Universidad de Salamanca y Alcalá, consiguiendo incluso que con las Leyes Nuevas de 1542 se paralice durante un tiempo el régimen de la encomienda. Pero tanto la parte de las Leyes Nuevas que afectan a la encomienda, como las bulas serán derogadas y anuladas un tiempo después: en 1538 con el breve Non indecens videtur el Papa se desdice y reprueba lo dicho en las bulas de 1537, anulándolas. Por su parte, Carlos I revoca sus Leyes Nuevas en lo concerniente a la supresión de la encomienda, en cédulas dadas en Malinas el 20 de octubre de 1545 y en Ratisbona el 6 de abril de 1546, dando la espalda igualmente al único modo lascasiano.

Así, tras la gran influencia, ideológica que no real, de Las Casas en ese período, la tendencia cambia decisivamente de signo después de 1550, después precisamente de la controversia de Valladolid, a partir de la cual la posición de Las Casas ni siquiera va a triunfar ya en la «conciencia» de Carlos I ni en la de sus consejeros, ni tampoco en los discípulos de Vitoria presentes en la controversia como jueces y que, en principio, le eran favorables (Cano, Soto){64}.

Como es sabido, no se conservan las resoluciones de los teólogos al respecto, e incluso se sabe que, por distintas razones, muchos demoraron su respuesta hasta terminar por no darla. Además también son conocidas las dificultades, promovidas por Las Casas, por las que atravesó Sepúlveda, tanto antes, como después de la Controversia. Incluso se llegan a prohibir, tanto por iniciativa real como eclesial, la publicación de libros que sean partidarios de Sepúlveda, incluyendo el de López de Gómara{65}.Todo ello hace que siga siendo polémico determinar la corriente que va a influir en el desarrollo imperial, tras esta etapa revisionista que culmina en la Controversia de Valladolid.

Ahora bien, si atendemos a la realidad de lo que de hecho se estaba haciendo, y no a su representación ideológica, por ejemplo en Filipinas (y lejos de lo que se suele decir{66}), el «único método» lascasiano desaparece completamente de los programas de acción imperialista, siendo inviable, sencillamente, por utópico: «en consecuencia, la Corona reconoció la bondad del sistema apostólico y los inconvenientes de la penetración armada; pero nunca dejó de reconocer la realidad indiana»{67}.

Epílogo

Los bicentenarios en la perspectiva del Canon Sepúlveda-Vitoria

Volvemos pues al principio, para terminar, reafirmando la posibilidad de explorar esta vía internalista como explicación de los procesos emancipatorios de las naciones hispanoamericanas, en conmemoración de los bicentenarios, frente a aquellas interpretaciones externalistas, indigenista y progresista, que presentábamos al principio. Y es que tanto en el indigenismo, como en el progresismo, existe la tendencia al cultivo del relato negrolegendario sobre la conquista, haciendo del período imperial una especie de caverna oscura, de paréntesis oscurantista, que se cierra definitivamente con la independencia, dibujando esta, bien por la vía indigenista, bien por la vía progresista, como una ruptura total con el período «colonial». La perspectiva internalista (digamos hispanista{68}), que deriva la emancipación del propio desarrollo interno (por metábasis) del imperio español, queda obturada por la leyenda negra, siendo una perspectiva prácticamente inexplorada, por lo menos in recto, en la historiografía. Sin embargo, creemos, es la que mejor encauza los fenómenos históricos (documentos y monumentos) vinculados a la emancipación, pues las sociedades políticas surgidas hace ahora doscientos años no pueden salir de esa supuesta «nada imperial» (el «continente vacío» del que habla Subirats{69}), sino que el cuerpo político de esas sociedades, con sus capas y ramas de poder, solo puede tener como fuente la propia morfología imperial previa de la que son –somos con España– herederas{70}:

1) Así, en primer lugar, desde el punto de vista conjuntivo, la transformación se produce, justificada con el uti possidetis iure, a través de los embriones «nacionales»que representan las divisiones administrativas imperiales (virreinatos, audiencias, capitanías). Así lo dirá el propio Bolivar: «la base del derecho público que tenemos reconocido en América [...] es que los gobiernos se fundan entre los límites de los antiguos virreinatos, capitanías generales, o presidencias»{71}.

2) Por lo que respecta a la capa basal, la América hispana, precisamente por no existir una relación colonialista con la España penínsular, había alcanzado un desarrollo notable en grandes infraestructuras de obras públicas, caminos, astilleros, irrigación (para empezar el lago de México), siendo así que la explotación minera (Potosí, Zacatecas,...), así como la ganadera (introducida por los españoles) o la agrícola no se desarrollaba volcada hacia el beneficio de la «metrópoli», sino que la recaudación de fondos públicos revertía en un porcentaje muy elevado como gasto en la propia América{72}. Un detalle que habla en este sentido es que la construcción de la primera línea de ferrocarril en España no tuvo lugar en la España peninsular, sino en Cuba en 1937.

3) En cuanto a la capa cortical, precisamente de nuevo en razón de este carácter no dependiente de la «metrópoli», la América hispana fue autosuficiente en su defensa (hasta el final) ante las sucesivas oleadas de imperios rivales (Inglaterra, Francia, Holanda) que buscaron su anexión. Por tomar el ejemplo de Buenos Aires, esta ciudad fue a principios del XIX varias veces asaltada por los británicos (en 1806 y en 1807), pues tantas veces fue repelido el ataque por un ejército formado por población nativa, sin ninguna dependencia de la «metrópoli» peninsular.

Digamos en definitiva, y ya para finalizar, que la idea imperial de España se agota por la consumación del propio proyecto, y no porque fracase. La formación de las naciones hispanoamericanas no es obra de un «desastre» imperial, sino más bien, y con todas las precauciones que haya que poner, de su «triunfo». Pero esto requeriría, sin duda, de una mayor profundización sobre las líneas que hemos apuntado.

Por nuestra parte lo que queríamos probar es que la norma imperial española fue desde el principio concebida para terminar como, en efecto, terminó hace 200 años.

Q. E. D.

Apéndice final

Formulaciones del «título de Civilización»

Vitoria lo plantea, según hemos visto, de un modo hipotético:

«Otro título podría, no ciertamente afirmarse, pero sí discutirse, considerando lo que pueda tener de legítimo. Yo no me atrevo a sostenerlo, ni tampoco a condenarlo de lleno. Es el siguiente: esos bárbaros, aunque como antes dijimos, no sean del todo amentes, distan, sin embargo, muy poco de los amentes, lo que demuestra que no son aptos para formar o administrar una república legítima en las formas humanas y civiles. Por lo cual, ni tienen una legislación adecuada, ni magistrados, y ni siquiera son lo suficientemente capaces para gobernar sus familias. Carecen también de conocimientos de letras y artes, no solo liberales, sino también mecánicas, de nociones de agricultura, de trabajadores y de otras muchas cosas provechosas y hasta necesarias para los usos de la vida humana» (Vitoria, Relecciones sobre los indios, Tercera parte, págs. 103-104, de la edición de Austral.)

«Esto explica que algunos afirmen que para utilidad de ellos [de los indios] pueden los príncipes de España asumir la administración de aquellos bárbaros, y designar prefectos y gobernadores para sus ciudades, y aún darles nuevos señores si constara que esto era conveniente para ellos. […] Y en verdad que esto encontraría su fundamento en el precepto de la caridad, ya que ellos son nuestros prójimos y estamos obligados a procurarles el bien. Pero esto sea dicho, como antes advertí, sin sentar una afirmación absoluta, y con la condición de que lo que se haga se realice para el bien y utilidad de los bárbaros y no solamente por el provecho de los españoles. Que en esto está el peligro de las almas y de la salvación» (Vitoria, Relecciones sobre los indios y el derecho de guerra, III Parte, De los títulos legítimos, págs. 104-105, ed. Austral.)

Sepúlveda, basado en la concepción aristotélica de la «servidumbre natural», situación que atribuye al indio americano, defiende tal título a través de la licitud de la guerra si hay resistencia a su propagación:

«Hay además otras causas que justifican las guerras, no de tanta aplicación ni tan frecuentes; no obstante, son tenidas por muy justas y se fundan en el Derecho natural y divino. Una de ellas, la más aplicable a esos bárbaros llamados vulgarmente Indios, de cuya defensa pareces haberte encargado, es la siguiente: que aquellos cuya condición natural es tal que deben obedecer a otros, si rehúsan su imperio y no quedan otros recurso, sean dominados por las armas; pues tal guerra es justa según opinión de los más eminentes filósofos» (Sepúlveda, Demócrates segundo, Libro I, 9v, pág. 19, Segunda edición de A. Losada, CSIC.)

El propio Fray Luis de León, poco después de esta tercera etapa «revisionista», también lo defiende como título de soberanía:

«¿Se puede obligar a los infieles a que cumplan por lo menos la ley natural?[...] Cuarta conclusión: Si hay unos infieles tan bárbaros que vivan como los animales y tengan como única ley el instinto, se les puede forzar con las armas a que abandonen su estado salvaje y vivan como los hombres. Prueba esta conclusión el hecho de que este modo y sistema de vida, completamente salvaje y bárbaro, conlleva necesariamente muchos agravios y grave perjuicio para muchos inocentes, a los que cualquiera puede y debe prestar ayuda» (Escritos sobre América, ed. Tecnos.)

Suárez, unos años más tarde, en una etapa en la que ya está estabilizado el Derecho indiano y que la Corona española ya no pone en duda su soberanía sobre América, también lo defiende, solo que entiende que su aplicación es poco frecuente, dado que no hay indios que se encuentren en condiciones tan degeneradas:

«Se alega un cuarto título. Los infieles son bárbaros e incapaces para gobernarse dignamente; y exige el orden natural que otros más prudentes gobiernen esta clase de hombres, como lo enseñó Aristóteles cuando dijo: «La guerra es naturalmente justa cuando se hace contra los hombres que han nacido para obedecer y no quieren obedecer». Aprueban este título Juan Mayr y lo expuso ampliamente Juan Ginés de Sepúlveda. Ante todo este título no puede tener una aplicación general, porque es evidente que hay muchos infieles mejor dotados que ciertos cristianos y más dispuestos para la vida política. Además, para que este título sea válido no basta creer que un pueblo determinado es menos inteligente. Es necesario que esté tan atrasado que regularmente vivan más como fieras que como hombres, como dicen que viven aquellos pueblos que no tienen ninguna organización política, que van enteramente desnudos y se alimentan de carne humana. Si existe esta clase de hombres se les puede sujetar por la guerra, no para destruirlos, sino para organizarlos de modo humano y para que sean gobernados con justicia. Mas este título rara vez o nunca debe ser admitido, excepto cuando medien muertes de inocentes y otros crímenes parecidos. Así que este título pertenece más bien a la defensa que a la guerra agresiva. Finalmente, Aristóteles dice en el pasaje citado que solamente entonces está permitida la guerra, cuando los hombres dichos, que para ser gobernados deben ser conquistados, aparecen tan distintos de otros hombres como lo es el alma del cuerpo. En conclusión: este título, si es que existe, no es exclusivo de los cristianos, sino que es válido para todo rey que quiera defender la ley natural, que es, en fin de cuentas, la que da origen a este título.» (Suárez, El derecho de guerra, Capítulo cuarto, págs. 88-89, de la edición de Austral.)

Aquí Suárez alinea la posición de Sepúlveda con la de J. Mayr, pero sin embargo, ambas son diferentes en cuanto a la interpretación de ese concepto de «servidumbre natural» atribuido a la condición en la que se encuentran los indígenas: para Mayr, esa condición es natural e irreversible (es una concepción, digamos, racista del indio), para Sepúlveda esa condición de «servidumbre natural» en la que se encuentra el indio es coyuntural, y el indio tiene posibilidades de salir de tal situación y adquirir, con el tutelaje español, virtudes políticas simétricas a los españoles.

En todo caso es a este título al que se le niega legitimidad, tanto desde la concepción lascasiana del «buen salvaje», como desde la concepción depredadora del «imperialismo de gobierno indirecto», en que el «titulo de Civilización» se contempla como una mera coartada para, precisamente, ejercer la depredación sobre el indígena. Así dirá Grocio:

«Querer reducir a las gentes bárbaras a costumbres más cultas, es un pretexto por el cual se oculta la codicia del extranjero» (Hugo Grocio, Del derecho de la guerra y de la paz.)

«Y aún ahora, aquel pretexto de someter por fuerza a las naciones para habituarlas a costumbres más humanas, pretexto que en otro tiempo utilizaron los griegos y Alejandro, es rechazado como ímprobo e impío por todos los teólogos y principalmente por los españoles» (Hugo Grocio, De la libertad en los mares, págs. 72-73 de la edición del Instituto de Estudios Políticos, Madrid 1956.)

Cuando Grocio habla de «todos» los teólogos españoles, se refiere sobre todo a su admirado Vázquez de Menchaca, pero omite que su también admirado Vitoria no se atreve a negarle legitimidad a tal título.

Notas

{1} Para conocer las relaciones entre Vitoria y el Emperador Carlos ver Teodoro de Andrés Marcos, Vitoria y Carlos V en la soberanía hispanoamericana, Salamanca, 1946 y también Ramón Hernández Martín, Francisco de Vitoria, B.A.C., págs. 127-139.

{2} Dios es el origen de todo, incluso de los reinos dominados por los infieles.

{3} El tomismo no viene si no a reconocer algo obvio y que solo desde la extravagancia agustinista teocrática quedaba eclipsado: si, entre otras, la racionalidad bélica, estratégica, del indio le da para resistir a la intervención o invasión española, es que su razón (derecho) es suficientemente poderosa para no perder su potestad. Dicho al modo espinosista, «el derecho es el poder», no otra cosa reconoce el tomismo. En este sentido, poco importa si la potestad civil de los «reinos» de Indias es teológico-jurídicamente «reconocida» o no: prueba de su existencia es que resistía ante los españoles, aunque no con la suficiente potencia (es decir, poder, esto es, derecho) como para mantenerse.

{4} Fernando de los Ríos, en su magnífico libro Religión y Estado en la España del siglo XVI, F.C.E., 1957, en la parte que dedica a la exposición de la doctrina vitoriana, hace la siguiente aguda observación al respecto: «¿cuál puede ser el legítimo título de los españoles para quedarse en América? Para dar respuesta a esta pregunta es para lo que abrió Vitoria un nuevo capítulo en la historia del ius gentium. Quod naturalis ratio Inter. Omnes gentes constituit, vocatur ius gentium –dice– y la sustitución de la palabra usada por Gaius en el Institute homines por la de «gentes» significa para Vitoria que los sujetos del ius gentium no son exclusivamente los individuos, sino las personalidades colectivas, esto es, las naciones» (págs. 122-123)

{5} Relecciones sobre los Indios, pág. 88, ed. Austral

{6} Precisamente la pretensión de que la diversidad de religión es razón suficiente para la guerra es la doctrina coránica yihadista, incompatible con el apostolado evangélico. Ver una justificación islamista de la «guerra santa» en Averroes, El libro del yihad, Pentalfa, Oviedo 2009. Allí, en el artículo segundo sobre a quién se debe combatir dice Averroes lo siguiente: «Respecto a quiénes han de ser combatidos, se conviene en que lo han de ser todos los politeístas [recordemos que para un musulmán los cristianos son politeistas]» (pág. 46); en el artículo séptimo, que trata de los fines de la guerra santa dice lo siguiente: lo que se busca al combatir es «o el ingreso en el Islam o el pago de parias» (pág. 55).

{7} Relecciones sobre los Indios, pág. 96, ed. Austral

{8} Relecciones sobre los Indios, pág. 101, ed. Austral

{9} Cfr. el libro de Carlos Alberto Montaner, Las raíces torcidas de América Latina, Plaza y Janés, 2001.

{10} La exposición más detallada sobre la infidelidad, y la más influyente en la posteridad, se encuentra en la Summa Theologica de Santo Tomás de Aquino. En la Quaestio 10 de la Secunda Secundae plantea la cuestión de si la infidelitas es pecado. y desarrolla, para determinarlo, una triple clasificación del concepto. En primer lugar están los pagani o gentiles. Son hombres que no creen en Cristo Salvador y que nunca han oído su buena nueva. Este primer tipo de infiel no puede deberse a la voluntad libre del hombre y, por ello, no se puede culpar de ello a tos pagani, pues nadie puede cometer, por ignorancia, el pecado mortal de rechazar la doctrina de Cristo. Otra cosa distinta ocurre con el segundo tipo de infiel, que Santo Tomás denomina ludoei (judíos). Bajo este concepto sitúa a todos aquellos hombres que han oído ciertamente el Evangelio, pero que lo han rechazado. En este caso, la voluntad libre del hombre ha cometido un pecado al realizar el acto de rechazarlo. Como tercer tipo menciona Santo Tomás los herejes (haeretici). Hereje es quien ha oído y recibido el Evangelio, ha sido incluso bautizado en el nombre de Cristo, pero su fe individual no está en armonía con la doctrina de la Iglesia. También aquí el motivo de la herejía hay que remitirlo a la libre voluntad del hombre, pero, a diferencia de los paganos y de los judíos, los herejes están bajo el poder espiritual de la respublica ecclesiastica. Por esta razón pueden ser traídos de nuevo al recto camino de la fe, y en ciertas ocasiones incluso utilizando la violencia. Sobre esta exposición de Tomás de Aquino, Cayetano elaborará una nueva clasificación, de gran trascendencia, que estará formulada más desde el punto de vista del poder civil de los príncipes cristianos, que desde el poder eclesiástico pontificio (en la que se basa la de Tomás): así, dice Cayetano, hay tres clases de infieles, 1) la de los que son de «iure et de facto» súbditos de los cristianos, como los judíos herejes y moros que viven en tierras de cristianos; 2) la de aquellos que son «de iure», pero no «de facto» súbditos de los cristianos, como los que ocupan tierras usurpadas a los cristianos; y, por fin, 3) los infieles o paganos que «nec de iure nec de facto subsunt secumdum temporalem iurisditionem Principibus Christianis» (Comentario a la cuestión 66, art. 8, de la Secunda secundae de la Suma Teológica de Tomás de Aquino).

Cruzando ambas clasificaciones la situación de los indios americanos sería la de paganos, que nunca han oído la buena nueva, y que, y aquí está la discusión, bien están de iure et de facto bajo la jurisdicción temporal de los cristianos (al ser súbditos de los Reyes de Castilla), o bien no están bajo tal jurisdicción.

{11} Oviedo, Las Casas, Acosta, fray Toribio de Benavente, &c... harán clasificaciones de tipo etnológico acerca del estado en el que se encuentran los indios por su grado de desarrollo en relación a las artes y virtudes políticas, pero también a las artes lingüísticas, técnicas, artesanales, artísticas....

{12} Recordemos que en la célebre carta dirigida al padre Miguel de Arcos, en 1534, Vitoria condena, bien que irónicamente (una ironía que resulta algo ambigua en relación al enjuiciamiento general sobre la conquista de Indias), la acción de los «peruleros», de Pizarro y su hueste, en razón de que su acción de conquista no tuvo lugar a través de una vía lícita pues, dice, «nunca Tabalipa [Atahualpa] ni los suyos habían hecho agravio a los cristianos, ni cosa por donde le debiesen hacer la guerra»; es más, sigue diciendo, «creo que más ruines han sido las otras conquistas después acá» (Relecciones sobre los Indios, pag. 20, ed. Austral). En fin, Vitoria llega a decir, siempre con una prudente ironía, que no afirmaría la inocencia de los peruleros en su acción de conquista ni por la mitra del arzobispado de Toledo (vacante en ese momento). Por estas mismas fechas, Domingo de Soto, por su parte, en la relección Sobre el dominio (pronunciada en 1535, por lo tanto antes que las célebres de Vitoria) se hace netamente la pregunta, y le da sin más una respuesta rápida aunque bien elocuente: «¿con qué derecho retenemos el imperio ultramarino poco ha descubierto? En verdad yo no lo sé». (Domingo de Soto, Relecciones y Opúsculos. I… De Dominio… Edición y Traducción de Jaime Brufau Prats, 1995, pág. 177).

{13} Así lo sostiene Günther Kraus, La duda vitoriana ante la conquista de América, en Arbor, 21 (enero-febrero 1952).

{14} Recordemos la célebre Carta del Emperador Carlos, del 10 de noviembre de 1539, dirigida al prior del convento de San Esteban, por la que Carlos I, «sin expresa licencia nuestra», manda callar a los «maestros religiosos de esa casa» que han discutido sobre «el derecho que nos tenemos a las Indias, islas y tierra firme del mar océano», de lo contrario, «yo me terné por muy deservido y lo mandaré proveer como la calidad del negocio lo requiere» (ver la Carta íntegra en Luis G. Alonso-Getino, El maestro Francisco de Vitoria, Madrid 1930). Seguramente eran las doctrinas de Las Casas, propagadas por las comunidades de la orden dominica en el Nuevo Mundo, las que hacían saltar las alarmas del rey y desencadenar sus amenazas. El hecho es que Las Casas nunca fue silenciado y los teólogos de Salamanca continuaron (con permiso real y sin él) con sus «pláticas» acerca de la cuestión. El propio emperador no quiso eludir ni mucho menos la cuestión, sino más bien reconducirla, convocando entre otras, como veremos la célebre Junta extraordinaria a Valladolid de 1550.

{15} v. Pedro Insua, «Quiasmo sobe Salamanca y el Nuevo Mundo», El Catoblepas, 15:12, http://nodulo.org/ec/2003/n015p12.htm, en donde se insiste en este acercamiento entre Vitoria y Sepúlveda, en contraste con Las Casas.

{16} Venancio Carro, Guillermo Fraile, Ramón Hernández Martín, &c.

{17} Ver Venancio Carro, La teología y los teólogos-juristas..., pág. 567.

{18} Ver Venancio Carro, La teología y los teólogos-juristas..., pág. 576, nota 8, las observaciones tan duras, además de impertinentes, que realiza sobre Losada y sus investigaciones acerca de Sepúlveda.

{19} Ver, sobre todo, Teodoro de Andrés Marcos, Los imperialismos de Juan Ginés de Sepúlveda en su «Demócrates Alter», Instituto de Estudios Políticos, 1947 y Angel Losada, Juan Ginés de Sepúlveda a través de su «Epistolario» y nuevos documentos, CSIC, Madrid, 1973.

{20} Ver Venancio Carro, La teología y los teólogos-juristas..., su exposición sobre Juan Ginés de Sepúlveda en contraste con Las Casas, págs. 561 y ss.

{21} Ver Venancio Carro, La teología y los teólogos-juristas..., pág. 572.

{22} «Aseveramos, dice Las Casas, no solamente que es muy razonable admitir que nuestras naciones indígenas tengan diversos grados de inteligencia natural, como es el caso con los demás pueblos, sino que todas ellas están dotadas de verdadero ingenio; y más todavía, que en ellas hay individuos, y en mayor número que en los demás pueblos de la Tierra [ahí queda eso], de entendimiento más avisado para la economía de la vida humana» (Del único modo..., pág. 64, ed. F.C.E.). Ver también Las Casas, Apología..., Editora Nacional, 1975, ed. De Losada, págs. 134-135 y págs. 142-143. Estas ideas están ya presentes en Vives (Juan Luis Vives al Obispo de Lincoln, confesor de Enrique VIII, 1524, Obras políticas y pacifistas, BAE, págs. 115-116). Una postura que aparecerá también en Montaigne (v. Ensayos I, Cap. XXXI, De los Caníbales) y después, naturalmente, en Rousseau (las ciencias y las artes como consolidación de las cadenas de la tiranía).

{23} «Respecto a los infieles que habitan reinos no sometidos a príncipes cristianos sino sometidos a príncipes infieles, ya sean mahometanos, turcos, persas..., o Indios de América, por muy horrendos que sean los crímenes que cometan entre sí o dentro de su territorio contra Dios o en materia religiosa, o contra la Ley natural, ni la Iglesia ni los príncipes cristianos tienen poder para castigarlos» (Las Casas, pág. 20 [Losada], pág. 226 de Apología de Juan Ginés de Sepúlveda contra Fray Bartolomé de Las Casas, Editora Nacional, 1975)

{24} Ver Domingo de Soto, Relecciones y Opúsculos. I… De Dominio… Edición y Traducción de Jaime Brufau Prats, 1995, pág. 253. Ver también, Ramón Hernández Martín, Humanismo de Domingo de Soto ante las cuestiones de América (http://usuarios.multimania.es/angarmegia/humanismosoto.htm). Con todo en su obra magna Tratado de la Justicia y del Derecho, Soto en parte, rectifica estas posiciones, alejándose así algo del lascasismo (ver Soto, Tratado de la Justicia..., Ed. Reus, tomo 1, pág. 105).

{25} «que estaban en sus tierras seguras e pacíficos», dice en la Proposición XXVI de sus célebres Proposiciones muy verídicas de 1559 (Tomo 10 de las Obras Completas de Bartolomé de Las Casas, Ed. Alianza, pág. 211).

{26} «Los reyes de Castilla y León son verdaderos príncipes, soberanos e universales señores y emperadores sobre muchos reyes, e a quien pertenece de derecho todo aquel imperio alto, e universal jurisdicción sobre todas las Indias, por la auctoridad, concesión e donación de la dicha Sancta Sede Apostólica, y así por la auctoridad divina. Y éste es, y no otro, el fundamento jurídico y substancial donde está fundado y asentado su título» (Proposición XVII, Tomo 10 de las Obras Completas de Bartolomé de Las Casas, Ed. Alianza, pág. 208, la negrita es nuestra y es que este «no otro» se dirige directamente, además de contra Sepúlveda –como sin duda quiere Las Casas– también contra el canon vitoriano, aunque no lo quiera)

{27} «Todos los que hacen la mencionada guerra y todos los que con cualquier género de cooperación, mandato, consejo, auxilio o favor, son causa de que se les declare la misma guerra a estos infieles, cometen pecado mortal, y gravísimo por cierto» (Las Casas, Del único modo..., pág. 434, FCE).

{28} Relecciones sobre los indios, pág. 99, ed. Austral

{29} Así lo hacen, según hemos dicho, Hernández Marín, Francisco de Vitoria, BAC, igualmente Venancio Carro y también Vicente Beltrán en Francisco de Vitoria, Ed. Labor.

{30} v. Vitoria, Relecciones sobre los indios, pág. 105. Ed. Austral.

{31} v. Ginés de Sepúlveda, Historia del Nuevo Mundo, Lib. I, par. 26, pág. 74, v. también p.77, pág. 80, y pág. 84, ed. Alianza. Ver pág. 84 cómo se prohibieron determinadas costumbres inhumanas, según Sepúlveda.

{32} «El príncipe cristiano que obtiene el principado sobre estos infieles está obligado a dar leyes convenientes a su República, incluso en las cosas temporales, de tal modo que se conserven y aumenten, y no se les despoje de su dinero y de su oro» (Vitoria, Relec. De temperantia, apud Venancio Carro, pág. 489).

{33} Relecciones sobre los indios, pág. 51, ed. Austral, en el contexto en que Vitoria niega, pero con dudas, el que esto sirva suficientemente para negar la soberanía del indio

{34} Relecciones sobre los indios, pág. 105, ed. Austral.

{35} «En consecuencia, claramente se comprende que no sólo es injusto, sino también inútil y peligroso para la continuidad del dominio [español sobre las Indias], tratar a esos bárbaros como esclavos, excepto a aquellos que por su crimen, perfidia, crueldad y pertinacia en la ejecución de la guerra se hubiesen hecho dignos de tal pena y desgracia» (Demócrates Segundo, pág. 122, ed. Losada).

{36} O incluso que la afirma, pero a favor de los indios: «este nombre de bárbaros cuadra a ciertos españoles que afligieron a los indios, gente en verdad inocente y la más mansa de todas, con tan horrendas crueldades, tan terribles mortandades y males más que infernales; tales españoles son, pues, bárbaros y peores que los bárbaros» (Las Casas, Apología..., Editora Nacional, 1975, ed. De Losada, pág. 142). Ver en general en ese mismo lugar,págs. 125 y ss., la clasificación de los bárbaros que hace Las Casas contra Sepúlveda .

{37} Esta distinción heril (despotikés)/ civil (politikés), también aparecerá ampliamente expuesta en la última obra de Sepúlveda, Del Reino y los deberes del Rey aparecida en 1571 y dedicada a Felipe II.

{38} Ver Sepúlveda, Demócrates Segundo, pág. 35, ed. Losada-CSIC.

{39} Ver Demócrates Segundo, la recapitulación que hace Leopoldo, al final de la primera parte del libro, de los argumentos dados por Demócrates, pág. 83 y ss de la edición de Losada. Una exposición more scholastica de las cuatro razones aparecen en la Apología, publicada en Roma, escrita por Sepúlveda en defensa de su propio libro el Demócrates segundo (cuyo permiso para su publicación había sido denegado tras los expedientes negativos dados por la Universidad de Salamanca y Alcalá), v. Obras Completas de Sepúlveda, Tomo III, Ayuntamiento de Pozoblanco, 1997, págs. 197-203. Otra re-exposición de las cuatro razones debida al propio autor es la que aparece en el debate de Valladolid contra Las Casas, ver Ángel Losada, Apología de Juan Ginés de Sepúlveda contra Fray Bartolomé de Las Casas, Editora Nacional, Madrid 1975, págs. 61 y ss. Ver también Teodoro de Andrés Marcos, Los imperialismos de Juan Ginés de Sepúlveda en su «Demócrates Alter», Instituto de Estudios Políticos, Madrid 1947, págs. 123-247, las precisiones que hace Andrés Marcos sobre las razones de Sepúlveda en respuesta directa a Venancio Carro.

{40} «cada año, en una sola región, llamada Nueva España, solían inmolar más de 20.000 hombres, sin merecerlo», Sepúlveda, Demócrates Segundo, pág. 61, ed. Losada-CSIC.

{41} Como no justificaría una guerra contra Francia el que sus súbditos cometan «crímenes nefandos».

{42} Ver Sepúlveda, Demócrates Segundo, pp 56.-57, ed. Losada-CSIC.

{43} En ningún momento Sepúlveda considera los indios como animales (atribución fantástica, característica de la literatura negrolegendaria), pero, a efectos políticos y evangelizadores, para Sepúlveda ni siquiera son una raza aparte (se mantiene plenamente en la línea monogenismo adánico).Dirá Sepúlveda frente a la postura luterana, tolerante por racista, representada en el Demócrates por el alemán Leopoldo: «No es verdad, como dices, que no haya nada de común entre nosotros y los paganos [los indios], sino que hay mucho, pues son y se llaman compañeros y prójimos nuestros y ovejas del mismo señor aunque no del mismo redil», Demócrates Segundo, pág. 76, ed. Losada-CSIC.

{44} Ver Sepúlveda, Demócrates Segundo, págs. 36-37, ed. Losada-CSIC.

{45} Ver Sepúlveda, Demócrates Segundo, pág. 58, ed. Losada-CSIC.

{46} Relecciones sobre los indios, III Parte De los títulos legítimos, págs. 104-105, ed. Austral.

{47} «Aquí, repetimos, radica la divergencia esencial entre Las Casas y Francisco de Vitoria y Sepúlveda. Para estos dos, de ninguna manera son excusables los ritos paganos como la antropofagia que son causa de justa guerra por traer consigo la muerte de personas inocentes; Vitoria y Sepúlveda al hacer tal condena actuaban como juristas internacionales y moralistas. Las Casas, en cambio, planteaba el problema en la perspectiva moderna de posición de cristianismo ante las religiones no cristianas, y veía en estas todo cuanto tenían de positivo, llegando a excusar hasta sus más groseros ritos, como la antropofagia e inmolación de víctimas humanas. Las Casas se situaba, pues, no en el plano jurídico o moral, sino en el metafísico, y veía en dichos ritos un acto de profunda religión exigido por la propia naturaleza, exigencia que no podía destruirse sino por medio de la revelación divina» (Ángel Losada, Apología de Juan Ginés de Sepúlveda contra Fray Bartolomé de Las Casas, Editora Nacional, Madrid 1975, pág. 34.)

{48} Ver Venancio Carro, La teología y los teólogos-juristas..., pág. 482.

{49} Es interesante, en este sentido, la observación que hace nada menos que Morgan, el célebre antropólogo norteamericano autor de La sociedad primitiva, en relación a la perspectiva seguida por los españoles en general, no solo de los teólogos, en sus descripciones acerca de las sociedades americanas con las que se topan. Dice Morgan «los conquistadores españoles que se apoderaron del pueblo de Mejico sostuvieron acerca del gobierno azteca, la teoría errónea de que era una monarquía análoga, en puntos esenciales, a las existentes en Europa. Esta opinión fue acogida en general por los escritores españoles de los primeros tiempos sin investigar minuciosamente la estructura y principios del sistema social azteca» (Lewis H. Morgan, La sociedad primitiva, Ed. Endymon, 1987 [1ª edición 1877]. Es esa perspectiva teológica, creemos, lo que elude, por innecesario, el análisis etnológico.

{50} «pues está prohibido por la ley de los Reyes españoles privarles de su libertad y posesiones», dice Sepúlveda (Apología... v. Obras Completas de Sepúlveda, Tomo III., Ayuntamiento de Pozoblanco, 1997, pág. 202).

{51} Ibidem.

{52} Ver en Apéndice final, las formulaciones del «título de civilización» expuestas por diversos autores.

{53} Ver Sepúlveda, Demócrates Segundo, pág. 59, ed. Losada-CSIC.

{54} Ibidem

{55} Ver Sepúlveda, Demócrates Segundo, págs. 62-63, ed. Losada-CSIC.

{56} Para José de Acosta la doctrina de Sepúlveda sobre la guerra contra los indios no es más que el desarrollo de una opinión popular errónea, completamente inconsistente desde el punto de vista filosófico, y que ya está desterrada de la literatura jurídico-teológica sobre el tema: ver De procuranda indorum salute, Obras del padre José de Acosta, BAE, pág. 437 y ss (son alusiones veladas que hace Acosta sobre al libro de Sepúlveda, autor que no nombra en ningún momento).

{57} La más sonada de todas es la expedición promovida en 1549 por el dominico Luis Cáncer a La Florida, siguiendo, con el apoyo de las autoridades virreinales y la Corona, los principios lascasistas puros del «único modo», es decir, sin ningún tipo de escolta militar que amparase la acción de los misioneros (entre los que se encontraba Gregorio de Beteta): fue un fracaso absoluto, muertos muchos de estos misioneros a manos del «buen salvaje«. Sin embargo, aunque con más prudencia, sirvió como acicate para promover, entre 1558 y 1561, ya bajo el virreinado de Luis de Velasco, un nuevo intento de predicación evangélica en La Florida, con la participación esta vez de Domingo de Salazar, que terminará convirtiéndose, años más tarde, en el primer obispo de Filipinas. La experiencia termina igualmente fracasando.

{58} Prólogo del maestro Soto, trasladado en uno de los Tratados de 1552 de Las Casas que se titula «Aquí se contiene una disputa o controversia entre el obispo don fray Bartolomé de Las Casas o Casaus [...], y el doctor Ginés de Sepúlveda, cronista del Emperador [...]», y que aparece publicado en el Tomo 10 de las Obras Completas de Bartolomé de Las Casas, Ed. Alianza, págs. 105-106.

{59} Ibidem, pág. 131

{60} Sepúlveda resumirá muy bien sus tesis en Historia del Nuevo Mundo (ed. Alianza, pág. 64), en donde realiza, a vuela pluma, un resumen de su Apología publicada en Roma: «Es de derecho humano y divino someter a los indios del Nuevo Mundo al poder del Rey de España, no para obligarles a ser cristianos por medio de la fuerza o la intimidación, pues, si así fuera, sería nulo según el derecho natural y las leyes cristianas, sino para llevarles a observar las leyes de la naturaleza, que obligan a todos los pueblos y que los indios violaban de muchas formas y vergonzosamente, quedando sin embargo a salvo su libertad natural y sus bienes».

{61} Demócrates segundo, pág. 121, ed. Losada

{62} Así se expresa dirigiéndose, no a un compañero de orden, si no al rey Felipe II, en memorial que escribe ya tras la Junta de Valladolid, apud. Zavala, La encomienda Indiana, págs. 189-190.

{63} Francisco López de Gómara, Historia General de las Indias, Cap. CCXXIV.

{64} El propio Vasco de Quiroga, de fuerte tendencia lascasiana en un principio, cambia de posición a favor de Sepúlveda a raíz que la Controversia de Valladolid que siguió atentamente (v. Vasco de Quiroga, La Utopía en América, Introducción, págs. 30-31, ed. Dastin).

{65} v. Paulino Castañeda, Los Memoriales del padre Silva, CSIC, Madrid 1983, págs. 70 y ss.

{66} Ver Pedro Insua, «China y la fundación de Manila», http://nodulo.org/ec/2008/n082p01.htm

{67} v. Paulino Castañeda, Los Memoriales del padre Silva, CSIC, Madrid 1983, págs. 80 y ss.

{68} Ver Gustavo Bueno, «España y América», Catauro, La Habana 2001 (http://www.filosofia.org/aut/gbm/2001eya.htm)

{69} Eduardo Subirats, El continente vacío, Ed. Anaya & Mario Muchnik, 1994.

{70} Ver el estupendo artículo de José Manuel Rodríguez Pardo, «Latinoamérica como mito», http://nodulo.org/ec/2006/n057p01.htm

{71} Bolívar a Sucre, 21 de febrero de 1825, en Cartas, IV, pág. 263.

{72} Ver Lynch, Las revoluciones hispanoamericanas, 1808-1826, Ed. Ariel, pág. 11 y ss.

 

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