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El Catoblepas, número 103, septiembre 2010
  El Catoblepasnúmero 103 • septiembre 2010 • página 6
Filosofía del Quijote

El Quijote, un libro católico

José Antonio López Calle

Segunda parte del estudio sobre la interpretación de Benjumea del Quijote como una sátira antirreligiosa. Las interpretaciones religiosas del Quijote (3)

El Quijote, un libro católico

Lo primero que hay que decir es que, aun en el supuesto de que la interpretación antirreligiosa o anticatólica del Quijote que Benjumea nos propone fuera cierta, éste peca de exageración al hablar del anticatolicismo de don Quijote. A la hora de la verdad, según su propia exégesis, resulta que el héroe no cuestiona ningún dogma cristiano, ni siquiera el del culto a la Virgen, sino sólo los excesos mariolátricos, la milagrería y las apariciones. El retrato, pues, de don Quijote como un racionalista naturalista y librepensador, abanderado de la luz de la razón, no se sostiene, ni siquiera desde el propio punto de vista de Benjumea, pues sencillamente quien sólo censura la milagrería y la creencia en las apariciones, no es un racionalista naturalista. No hay nada de lo que rechaza el don Quijote racionalista de Benjumea, en el plano de las creencias, que no pueda rechazar igualmente un católico. Ciertamente, al racionalista Cervantes le atribuye la puesta en solfa de los milagros de resurrección en la aventura de la fingida resurrección de Altisidrora, pero, ni por asomo, se le ocurre al crítico liberal sugerir que esa puesta en solfa incluya la resurrección de Cristo.

Sentado esto, justo es reconocer que el propio Benjumea, cosa inhabitual en él, admite alguna dificultad para su exégesis. Así ve un aprieto en el último episodio de la vida de don Quijote, que no parece encajar en la imagen anticatólica de don Quijote. Se trata de que, recuperada la cordura, muere de acuerdo con los preceptos de la Iglesia, esto es, resulta que el héroe racionalista anticatólico muere muy cristianamente en el seno de la Iglesia católica. Su solución a este apuro es la que cabe esperar de él: por temor a la represión de la implacable Inquisición, Cervantes se guarda las espaldas enmascarando sus verdaderos sentimientos anticatólicos haciendo morir a don Quijote dentro de la Iglesia.

Mucho nos tememos que el recurso in extremis a la Inquisición no le sirve para resolver las inconsistencias de su interpretación que ya apuntamos en la primera parte de este estudio: el racionalista don Quijote cree en los encantadores y sus encantamientos, como el de Dulcinea, y también cree en el milagro de la resurrección de Altisidora, de forma que la sátira cervantina de las supersticiones y la milagrería recaería también sobre quien supuestamente representa el racionalismo naturalista; y Dulcinea lo mismo simboliza la libertad de la razón que la mariolatría.

Pero no es en este tipo de objeciones en el que deseamos centrarnos, orientadas a destacar las incoherencias de la exégesis de Benjumea o el abuso del recurso al fácil y manido expediente del temor a la Inquisición o, como ya hicimos en la primera parte, a resaltar los dislates del alegorismo esotérico. Nos basta con las expuestas. Ahora queremos someter a crítica los dos argumentos principales en los que se fundamenta la exégesis de Benjumea: el del anticatolicismo del Quijote y el de su anticlericalismo y antieclesialismo. Y lo vamos a hacer sacando a la luz todo el material de la novela que refleja el espíritu católico que la impregna y que el crítico liberal ha pasado por alto.

El Quijote no es anticatólico, sino muy católico

Contra Benjumea, un aspecto fundamental del Quijote es que nos ofrece un cuadro muy fidedigno de las creencias dogmáticas del catolicismo y del pensamiento religioso de Cervantes y de su héroe, el cual se nos manifiesta siempre como un cristiano católico. Los principales dogmas del catolicismo salen a relucir a lo largo de la novela. En primer lugar, el teísmo cristiano goza de presencia casi permanente desde el principio hasta el final de la obra, tanto en la letra como en el espíritu. Dios aparece como creador a través de don Quijote, al que hace un juramento precisamente como «criador de todas las cosas» (I, 10, 93). Es muy frecuente, como dijimos en la introducción a la primera entrega de la serie sobre las interpretaciones religiosas del Quijote, la invocación a Dios o al cielo o su mención ante todo como providencia que cuida del funcionamiento del mundo: «No se mueve la hoja en el árbol sin la voluntad de Dios, dice don Quijote a Sancho» (II, 3), una referencia muy posible a Mateo, 10, 20-30; que vela por el curso de los asuntos humanos: «Dios, que es proveedor de todas las cosas, no nos ha de faltar», le dice don Quijote a Sancho en I, 18, referencia a Mateo, 6, 26-27, o aparece como potencia sancionadora y recompensadora: «Dios hay en el cielo que no se descuida de castigar al malo, ni premiar al bueno» (I, 22). Otro atributo divino que Cervantes destaca especialmente, esta vez a través del Caballero del Verde Gabán, es el de la misericordia tanto a través de don Quijote (II, 55, 971) como del Caballero del Verde Gabán, quien se manifiesta así: «Confío siempre en la misericordia infinita de Dios Nuestro Señor» (II, 16, 664).

Pero Dios no se nos presenta sólo como un creador providente al que don Quijote invoca o se encomienda, sino como un principio que conforma su vida y su conducta. Como ya sabemos, él mismo se considera, en cuanto caballero andante, como un ministro de Dios, encargado de instaurar un reino de justicia y de paz en el mundo y no hay mayor honra para un caballero andante que la de ser un servidor de Dios y es esta convicción la que le lleva a aconsejar al mozo que va a la guerra que se convierta en soldado, pues la grandeza de esta profesión, como la de la caballería andante, reside ante todo en que el soldado se coloca al servicio de Dios antes que al del rey. Es más, en el pensamiento católico de don Quijote la idea de Dios, además de una dimensión religiosa y moral, desempeña una función política. El poder político se recibe de Dios, como Sancho el cargo de gobernador, se ejercita en el marco teológico del temor de Dios, como así instruye don Quijote a Sancho se sus consejos de buen gobierno, y ante él hay que rendir cuentas el día del Juicio Final, según le advierte en uno de esos consejos.

En segundo lugar, el dogma cristiano de la Trinidad también es mentado, esta vez a través de Sancho, quien en dos ocasiones invoca a la Trinidad de Gaeta, puerto cercano a Nápoles donde había un monasterio consagrado a la Trinidad; en una para pedirle que guíe a don Quijote cuando éste se dispone a emprender la aventura de la cueva de Montesinos (II, 22, 721); en la segunda se encomienda y pide ayuda a la Santísima Trinidad de Gaeta para afrontar la aventura de Clavileño (II, 41, 856). Tanto en un caso como en el otro sorprendentemente Sancho se encomienda a la vez a Dios y a la Trinidad, como si fueran dos seres distintos, lo que no deja de imprimir a ambos pasajes un tono humorístico.

En tercer lugar, tampoco falta la referencia al dogma central del cristianismo de la doble naturaleza de Cristo y de la encarnación divina, al que alude don Quijote: «Jesucristo, Dios y hombre verdadero» (II, 27, 764).

En cuarto lugar, en el Quijote se alude al dogma de las sanciones, castigos y recompensas de ultratumba. Antes lo hemos mencionado en cuanto se halla conectado doctrinalmente con Dios como responsable último de las sanciones. Pero asimismo el autor habla de aquél en cuanto se vincula con la ética, en tanto el mecanismo recompensador y sancionador ultramundano es una fuente promotora de la virtud y un refreno del vicio, porque, como escribe Cervantes citando el Evangelio, «el camino del vicio, ancho y espacioso…acaba en muerte, y el de la virtud, angosto y trabajoso, acaba en vida, y no en vida que se acaba, sino en la que no tendrá fin» (II, 6, referencia a Mt, 7, 13-14).

Pero Cervantes, conocedor de la doctrina escolástica de la religión natural, aborda la doctrina de las sanciones ultramundanas también desde la perspectiva de esta doctrina y no sólo desde la perspectiva de la religión cristiana como religión positiva, como hemos visto hasta aquí. Así admite que la luz natural de la razón llevó a los gentiles a las verdades fundamentales del cristianismo, como la de la vida eterna, sin la ayuda de la fe cristiana:

«Sola la vida humana corre a su fin, ligera más que el viento, sin esperar renovarse si no es en la otra, que no tiene término que la limiten. Esto dice Cide Hamete, filósofo mahometano; porque esto de entender la ligereza e inestabilidad de la vida presente y la duración de la eterna que se espera, muchos sin lumbre de la fe, sino con la luz natural, lo han entendido». II, 53, 953

Sin embargo, no ha faltado quien, como Américo Castro, decidido a interpretar a Cervantes como un humanista racionalista de espíritu renacentista, vio en esta cita una muestra del humanismo erasmista de Cervantes (El pensamiento de Cervantes, Trotta, 2002, págs. 257 y 263). Pero no hace falta ser un humanista erasmista del Renacimiento para sostener la tesis de que la sola luz natural sin la iluminación de la fe basta para reconocer la existencia de una vida ultramundana; basta con ser un racionalista escolástico o sencillamente estar al tanto del pensamiento escolástico al respecto, que, a su vez, fue receptor de una idea muy antigua en la tradición de pensamiento cristiano, originada en los primeros tiempos de la patrística. Algunos de los primeros padres de la Iglesia, como san Justino mártir, Atenágoras y Téofilo de Antioquia, hablaron de que los filósofos paganos afines al cristianismo habían tenido una revelación o iluminación parcial o incompleta del Logos divino o de la verdad cristiana, a través de la razón, doctrina que les permitía explicar las concordancias que tanto les asombraban entre algunas ideas del paganismo y del cristianismo. Era una forma de reconocer que los gentiles también pensaron bien al margen de la fe cristiana. La escolástica sancionó y formalizó esta doctrina, sobre todo gracias a la idea de santo Tomás de los preámbulos de la fe como base de la religión natural. El pensamiento renacentista, incluido Erasmo, no hizo más que continuar, pues, esta línea de reflexión con su hincapié en los numerosos puntos de coincidencia entre el paganismo y el cristianismo, y lo hicieron humanistas italianos mucho antes de que Erasmo se ocupase de ello, como Marsilio Ficino o Pico de la Mirandola en el siglo XV. Incluso mucho antes, ya en el siglo XIV, Petrarca veía en el Cicerón de De natura deorum la voz de un apóstol y no la de un filósofo pagano. Y en España, recién empezado el siglo XVI, Alonso de Cartagena, en la introducción a su traducción al español del De senectute de Cicerón (1501), hablaba de los elocuentes oradores antiguos, como Cicerón, que, «aunque no alcanzaron lumbre de la fe, hobieron centella de la razón natural», la cual les habría guiado al conocimiento de verdades similares a las cristianas y esto le lleva a recomendar su lectura como preparación para asimilar mejor «la lección principal de la Sacra Escritura (sobre esto último véase Marcel Bataillon, Erasmo y España, FCE, 1966, págs. 50-1 y n.31).

Cervantes, en cuya obra hay muchos elementos de filosofía escolástica, sin duda no ignoraba la doctrina tomista sobre los preámbulos como base de la religión natural, según la cual el hombre, llevado de la luz de la razón, puede acceder a una serie de verdades fundamentales comunes con la fe (preambula fidei), verdades que al ser accesibles a la razón, no constituyen, pues, un monopolio exclusivo del cristianismo, como la existencia de Dios como ser supremo creador y la inmortalidad del alma, que abre las puertas a la vida eterna. Posiblemente, el desdén de Castro por la escolástica, compartido por muchos de sus coetáneos, especialmente por Unamuno y Ortega, que ejercieron gran influencia sobre él, y quizás la ignorancia de la misma, le impidieron ver esto último.

Por otra parte, esta referencia de Cervantes a la inmortalidad del alma vista como verdad religiosa o de fe, de un lado, y como verdad natural o racional, de otro, junto con la doctrina de las sanciones ultraterrenas, nos permite rechazar igualmente la tesis muy repetida por Américo Castro de que Cervantes es una especie de racionalista estoico que propone «una moral sin sanciones inmanentes, que para nada tiene en cuenta la vida futura̶= 1; (op. cit., págs. 236-7). Asombra que, a la vista del pasaje que estamos comentando así como de las referencias precedentes de Cervantes a las sanciones de ultratumba basadas en citas de los Evangelios, Castro tenga la osadía de negar que Cervantes defienda una moral de sanciones trascendentes. Pues la defiende, tanto por razones filosóficas, como por razones religiosas. En la exposición que sigue sobre la imagen del más allá en el Quijote se hallan razones adicionales contra la disparatada tesis de Castro.

La creencia en el infierno es recreada humorísticamente en el episodio de la resurrección de Altisidora, donde aquél aparece como un instrumento para satirizar los malos libros, como el Quijote de Avellaneda. Cuando Sancho le pregunta a Altisidora qué hay en el infierno, le contesta que no estuvo en él, pero que en la puerta de entrada los diablos no hacían otra cosa que divertirse jugando a destruir aquéllos. Pero los diablos o demonios no se limitan a destripar malos libros, sino que, según la visión de don Quijote, mediante sus encantamientos se dedican a desbaratar sus empresas llevándolas al fracaso. Al igual que hay encantadores demoníacos encargados de desbaratar los planes del caballero, también hay, no obstante, encantadores angélicos encargados de protegerle; los ángeles aparecen también como númenes a los que cabe encomendarse para implorar ayuda, como hace Sancho cuando los invoca para que les protejan en la aventura de Clavileño, en el mismo pasaje antes citado en que invocaba la protección de la Trinidad de Gaeta.

El cuadro del más allá se completa con la mención del purgatorio, lugar a donde don Quijote cree que ha ido a parar el alma de Sancho tras su caída en una sima cuando regresaba al palacio de los Duques, luego de haber renunciado al cargo de gobernador; y está dispuesto a solicitar los sufragios de «nuestra santa madre Iglesia Católica Romana» para sacarle de las penas del purgatorio (II, 55, 971). Este hecho le lleva a declarar a don Quijote que su jurisdicción como caballero andante alcanza hasta los muertos, que él profesa «socorrer y ayudar en sus necesidades a los vivos y a los muertos» (ibid.). En la novela hay una referencia humorística al purgatorio por boca de doña Rodríguez, que, cuando se presenta inesperadamente y de noche ante don Quijote, le tranquiliza diciéndole que no es «fantasma ni alma de purgatorio» (II, 48).

Para completar el panorama, el Quijote nos ofrece el testimonio sobre dos rasgos muy pronunciados del catolicismo español: el culto a la Virgen y a los santos. En cuanto a lo primero, cabe recordar la procesión de los disciplinantes llevando sobre la peana la imagen de la Virgen, las letanías que le cantan y las rogativas que le hacen con el fin de que interceda ante Dios para que cese la sequía que asuela la comarca y por fin llueva. Pero sobre todo hay que recordar que tanto el Caballero del Verde Gabán como don Quijote son devotos de la Virgen. El sedicente caballero andante no sólo es un fiel creyente en ella, a la que se dirige como madre de Dios («Aún espero en Dios y en su bendita Madre…», I, 49, 503), sino un devoto que siempre porta consigo un rosario («Asió un gran rosario, que consigo continuo tría», II, 46, 895), y su rezo, ya se sabe, es la máxima expresión de la devoción mariana. Es cierto que nunca vemos a don Quijote rezar el rosario (ni, en realidad, otras oraciones), pero esto es simplemente porque el autor tiene interés en que veamos a su héroe en otros menesteres. Pero si lleva el rosario consigo es porque Cervantes quiere reflejar con ello la devoción mariana del personaje. También Sancho es un devoto de la Virgen, cuya imagen califica respetuosamente de «benditísima» en la procesión de los disciplinantes; más interesante aún es que por boca de Sancho Cervantes alude a un rasgo muy peculiar del culto popular español a la Virgen, que es la referencia a su inmaculada concepción, siglos antes de que el Papa Pío IX proclamase este dogma en el siglo XIX; a ello es a lo que se refiere Sancho al habar de «la Virgen sin mancilla» (I, 52, 524). Esta devoción a la Virgen y al rosario de don Quijote no encaja con la imagen de Benjumea del personaje como contrario a ella, ni le permite oponer, pues, en este punto al personaje cervantino al don Quijote de Avellaneda, asimismo devoto de la Virgen y del rosario.

En cuanto al culto y devoción populares a los santos, se hallan bien retratados en el episodio del encuentro de la pareja inmortal con unos hombres que portan las imágenes de cuatro santos (san Jorge, san Martín, Santiago el Mayor y san Pablo) para montar un retablo en su aldea, cuyas hazañas glosa don Quijote sucintamente. No deja de llamar la atención el que Cervantes haya querido que entre estos santos esté presente el apóstol Santiago, tan vinculado a la historia de España, como el propio don Quijote explica a Sancho: «Este gran caballero de la cruz bermeja háselo dado Dios a España por patrón y amparo suyo, especialmente en los rigurosos trances que con los moros los españoles han tenido» (II, 58, 988). Ello permite que don Quijote se explaye y lo ensalce como «Patrón de las Españas», como «San Diego Matamoros» y «uno de los más valientes santos y caballeros que tuvo el mundo y tiene ahora el cielo» (II, 58, 986). Y lo que es más, en contradicción con la gratuita exégesis esotéricamente alegórica de Benjumea de la aventura de los rebaños, que, como vimos en la entrega anterior, interpreta como una crítica de los relatos sobre las intervenciones milagrosas de Santiago en la guerra contra los moros, don Quijote –y seguramente con él Cervantes, pues aquí el caballero habla en uno de sus intervalos de lucidez– cree firmemente en Santiago y en sus milagrosas apariciones: «Y muchas veces le han visto visiblemente en ellas derribando, atropellando, destruyendo y matando los agarenos escuadrones; y de esta verdad te pudiera traer muchos ejemplos que en las verdaderas historias españolas se cuentan» (II, 58, 988).

A Benjumea no se le ocurre nada que decir sobre todo esto, salvo sobre un detalle menor de la glosa de don Quijote acerca de san Martín, a saber, cree atisbar una cómica indirecta sobre la caridad de este santo, que, según él, no cuadra con un espíritu verdaderamente católico. Pero si esto fuera así, ¿por qué el comportamiento de don Quijote con respecto a los otros santos sí cuadra con un espíritu verdaderamente católico? Aunque fuera cierta la apreciación de Benjumea, poco alcance tiene. Pero, en realidad, no hay tal cómica indirecta sobre la caridad de san Martín, que, muy al contrario, don Quijote encomia vivamente. Ya hemos dicho que en el curso de sus comentarios sobre los cuatro santos caballeros don Quijote no se halla afectado por su locura caballeresca, sino que atraviesa una fase de lucidez, por lo que lo que dice sobre los cuatro santos debe tomarse seriamente, incluso como la propia opinión de Cervantes.

Si de los dogmas religiosos pasamos a la moral, que toda religión cobija en su seno, el pensamiento de don Quijote no es menos católico. Resumimos esto concisamente, pues ya hablamos de ello en El Catoblepas, nº 75, de Mayo de 2008. El caballero manchego se refiere a la ética cristiana como «la santa ley que profesamos» y predica que el caballero andante debe practicar las virtudes teologales y cardinales, combatir los siete pecados capitales con el cultivo de las virtudes correspondientes capaces de neutralizar y erradicar estos vicios, hacer el bien, incluso a nuestros enemigos, practicar el amor a nuestros semejantes, aun a los que nos aborrecen, y condenar la venganza, condena que también hace suya Sancho en la aventura de la carreta de los comediantes y a la que, por cierto, como ya hemos apuntado en otros lugares, no es muy fiel su señor: recuérdese cómo en la aventura del cuerpo muerto quiere vengarlo de quien supuestamente lo ha herido o matado. Es este discurso de don Quijote sobre la ética cristiana del amor y contra la venganza el que incita a Sancho a proclamar que su amo es un teólogo (II, 27, 764-5). En su discurso don Quijote no se olvida de la base teológica de estos mandatos, que son presentados como leyes divinas, establecidas por Jesucristo, Dios y hombre verdadero, «legislador nuestro».

A lo que entonces decíamos agregamos ahora que se trata de una ética de resultados, en que las obras son más importantes que las buenas intenciones, de forma que el valor de un hombre se juzga por el valor de sus acciones. Por ello se nos dice que cada uno es hijo de sus obras o artífice de su ventura o que, así le hace saber don Quijote a Sancho, no es un hombre más que otro, si no hace más que otro (I, 18, 163). El cristianismo de don Quijote es un cristianismo activo en el que la fe ha de fructificar en buenas obras, pues, como él mismo recuerda, citando un pasaje de la segunda Epístola de Santiago, «es muerta la fe sin obras» (I, 50, 512)

Por si no estuviera clara la catolicidad de la novela y de su héroe, el propio don Quijote no tiene reparo alguno en proclamar su profesión de fe católica: «Soy cristiano católico y amigo de hacer el bien a todo el mundo» (II, 48, 910). Su compromiso con el catolicismo no se reduce, no obstante, a proclamar públicamente su fe y a conformar su vida de acuerdo con ella, sino que se extiende en dos planos, el teológico y el político- militar. En el teológico, don Quijote incluye entre los deberes de un caballero andante cristiano el de dominar la ciencia de la teología para saber dar razón de la doctrina cristiana que profesa; y en el militar, el de defenderla militantemente con las armas, si es menester, como declara en su discurso sobre las causas del uso legítimo de las armas, donde la defensa de la fe católica es la primera cosa por la que se han de tomar las armas, arriesgando la vida y la hacienda. Benjumea omite el comentario de estos pasajes prefiriendo guardar silencio. El propio Cervantes, a través de Sansón Carrasco, admite el carácter absolutamente católico del Quijote, el cual no contiene «ni un pensamiento menos que católico» (II, 3, 572).

A la vista de todo esto, es ridículo pretender que don Quijote es un racionalista anticatólico, precursor del librepensamiento. Para respaldar su tesis hermenéutica, al crítico liberal le gusta referirse a la frase pronunciada por don Quijote en el capítulo 68 de la segunda parte, donde dice hablando con Sancho: «Yo post tenebras spero lucem», en la que encuentra a la vez una declaración de profesión de fe librepensadora, la clave de la significación del simbolismo de Dulcinea y de la misión de ilustración del héroe, pues es el lema que recoge perfectamente el espíritu de su empresa, un lema que merecería ser inscrito en el escudo de don Quijote y, si no lo fue, alega una vez más, fue por temor a la Inquisición. Ninguna otra frase sentenciosa podría expresar mejor el ideal encarnado por Dulcinea de la lucha de la luz contra las tinieblas del error, de la espera o esperanza en la luz del ideal cuyo cumplimiento habrá de venir después que acaben las tinieblas de la ignorancia, de modo que bajos las aventuras y batallas y amor del caballero a su dama Dulcinea se pinta alegóricamente la batalla humana por el ideal, por el bien, por la luz y libertad de la razón, que terminará disipando las oscuridades del error y de la ignorancia.

Si Benjumea hubiera prestado atención a todo el material religioso hasta aquí expuesto, se hubiera ahorrado una interpretación simbólica de la sentencia latina tan fuera de lugar. Para sacar adelante su desquiciada exégesis, no tiene más remedio que poner en marcha una lectura que descontextualiza la frase, cuyo sentido interpreta con independencia del pasaje completo del que forma parte y del que lo abstrae. En realidad, la frase de marras, lejos de contener el mensaje trascendental que le atribuye, simplemente expresa la confianza de don Quijote en poder dar cumplimiento a las esperanzas de Sancho, tras su fracaso como gobernador, en ser recompensado con el título de conde o cualquier otro: «Por mí te has visto gobernador y por mí te ves con esperanzas propincuas de ser conde o tener otro título equivalente, y no tardará el cumplimiento de ellas más de cuanto tarde en pasar este año, que yo ‘post tenebras spero lucem’» (II, 68, 1065).

La elección de esa sentencia en latín como lema del racionalismo antirreligioso de don Quijote no puede ser más desafortunada, y no sólo por lo que acabamos de decir situándola en su contexto, sino porque lo que Benjumea considera como el símbolo de la misión de ilustración antirreligiosa de don Quijote en el mundo es, en realidad, una frase bíblica espigada de un versículo del libro de Job (Jb, 17, 12), adoptada por el impresor Juan de la Cuesta como emblema de su imprenta, de la que salió la primera edición del Quijote. Lo que Cervantes nos ofrece no es otra cosa que una copia literal de la Vulgata de san Jerónimo y su sentido bíblico, de acuerdo con esta versión latina de la Biblia, es precisamente el opuesto al sentido irreligioso que Benjumea le quiere imprimir: la luz que don Quijote espera, como Job, que disipe o ahuyente las tinieblas no es la de la razón sino la luz divina.

Para terminar, concluimos con unas palabras acertadísimas de Heine, quien, lejos de hallar algún toque anticatólico en el Quijote, reconocía con ellas el inequívoco catolicismo de Cervantes, lo que tanto desazonaba a Benjumea: «Cervantes era un hijo fiel de la Iglesia Romana…un escritor católico…; nadie podría ponerlo en duda» (Introducción a la traducción alemana del Quijote de 1837, págs. LI y LVIII).

 

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