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El Catoblepas, número 105, noviembre 2010
  El Catoblepasnúmero 105 • noviembre 2010 • página 13
Artículos

Vidal y Barraquer,
el cardenal que creyó en la paz

José María García de Tuñón Aza

Francisco de Asís Vidal y Barraquer (1868-1943)

Francisco de Asís Vidal y Barraquer

Leía en cierta ocasión que sobre este cardenal existeix una abundosa bibliografía; sí, es cierto, pero casi toda ella en catalán, lo que hace muy difícil, para los que no dominamos ese idioma, penetrar en esa abundosa bibliografía. Podíamos citar algunas obras principales sobre su figura, que fueron editadas sólo en catalán: Francesc Vidal i Barraquer, de Joseph Reventós; Les llágrimes del cardenal Vidal i Barraquer, de Francesc. A Picas; Vidal i Barraquer. De la República al Franquismo, de José Mª Tarragona. También es cierto que el trabajo apasionado y entusiasta titulado Vidal i Barraquer, el cardenal de la pau, escrito en catalán por el sacerdote Ramón Muntanyola, editado en 1971, y que el autor dedicó al obispo Manuel Borrás, auxiliar de Vidal y Barraquer, y a los 150 sacerdotes de la Archidiócesis de Tarragona inmolados en 1936-1939, fue traducido al español más tarde, en 1974, por Víctor Manuel Arbeola, el cual nos ha servido de guía para conocer más y mejor a este prelado, todo él impregnado de espíritu catalán, que murió en el exilio y que un día creyó que la paz entre los españoles era posible.

Francisco Vidal y Barraquer, hijo de Francisco Vidal Gambernat y Angelina Barraquer Roviralta, nació el 3 de octubre de 1868 en la localidad marinera de Cambrils, muy cerca de Tarragona, donde su padre ejercía de notario. Fue educado en un ambiente culto y religioso, enviándolo sus padres, primero, a la escuela del pueblo y cuando ya contaba doce años de edad al colego de San Ignacio en Manresa, regido por los jesuitas. En sus cartas a la familia se muestra desde el primer momento como un chico sumamente piadoso al que le gustan las prácticas de la capilla, los ejercicios espirituales y la lectura de libros de tema religioso.

Un año más tarde, en plenas vacaciones de verano, fallece su madre el 31 de agosto de 1881, pero esta desgracia no le impide que una vez que dan comienzo las clases retorne de nuevo al mismo colegio, aunque el último curso lo hace en el seminario conciliar de Barcelona donde había un centro de segunda enseñanza abierto a todos. Un día, a punto de finalizar los estudios de bachillerato, declara a su padre su intención de ingresar en la Orden de San Ignacio. Su progenitor le responde que no pondría ningún tipo de obstáculo, pero antes debía estudiar alguna carrera, algo que hace después al matricularse en Derecho en la Universidad de Barcelona. Sin embargo su padre nunca llegó a verlo con la carrera terminada porque falleció el 28 de diciembre de 1886.

Con las mejores calificaciones terminó sus estudios de Derecho iniciando su profesión como pasante en el despacho de Joaquín i Roig. El ejercicio de la abogacía lo siguió practicando cuando ya tenía decidido ingresar en el seminario algo que hace a los 28 años de edad. El 21 de septiembre de 1899 celebró su primera misa en la capilla del Sagrado Corazón de Sarriá, que pertenecía a un colegio de religiosas donde vivía como profesa su hermana Paula. Al año siguiente fue nombrado Fiscal sustituto del Tribunal Eclesiástico Metropolitano de Tarragona, donde desempeñó también, con carácter de sustituto, el cargo de Provisor y de Vicario General hasta que en 1905 fue nombrado, con carácter efectivo, Fiscal Eclesiástico y Metropolitano. En 1909 alcanzó el cargo de de Provisor y Vicario General. Dos años más tarde, después de pasar por duras oposiciones, obtuvo una canonjía en Tarragona, y en 1910 tomó posesión de la dignidad de Canónigo Arcipreste en la misma catedral.

Al quedar vacante la sede tarraconense en 1911 por el fallecimiento del arzobispo Costa y Fornaguera, Vidal y Barraquer fue elegido Vicario Capitular por los miembros del cabildo archidiocesano, y el 18 de julio de 1913 era preconizado arzobispo de Tarragona el obispo de Jaca, Antolín López Peláez. Pocos meses después, el 10 de noviembre del mismo año, Francisco de Asís Vidal y Barraquer fue preconizado obispo titular de Pentacomia y administrador apostólico de Solsona. El elegido escribió al nuncio diciendo que «no se sentía con fuerzas para ser obispo»{1}, pero la contestación que recibió fue: «nolentes quaerimus (buscamos a los que no quieren)» (pág. 38). Tenía entonces 45 años, y allí permaneció hasta el año 1919 en que fue preconizado arzobispo de la sede tarraconense, de la que tomó posesión el día 4 de diciembre del mismo año. «Una vez en Tarragona, Vidal i Barraquer emerge como cabeza indiscutida de la Iglesia catalana. Solícito y atento hacia las cuestiones inmediatas de Tarragona, cohesiona y dirige, hasta donde las personas, los tiempos y las leyes lo permiten, el conjunto de las diócesis catalanas, y llega incluso a preparar un concilio de nuestra provincia eclesiástica. También vislumbró una Universidad única para toda la Iglesia de Cataluña»{2}.

Hacia el mes de febrero de 1921 corrió la voz por toda la ciudad de Tarragona de que su arzobispo, que por aquel entonces se encontraba en Madrid, iba a ser creado cardenal. La alegría mostrada por todos los feligreses fue inmensa a la vez que con una cierta preocupación de que no se llegara a confirmar la buena nueva; sin embargo, lo que en un principio había sido sólo un rumor, pudo ser confirmado cuando en el Consistorio de 7 de marzo el Papa Benedicto XV lo promovió al cardenalato. El día 13, en la catedral de Tarragona, el legado pontificio, conde de Salimei, tras un breve discurso en italiano, entregó al nuevo cardenal el documento pontificio. El Papa le impuso el capelo cardenalicio el 16 de junio del mismo año.

Cuando en septiembre de 1923, el capitán general de Cataluña, Miguel Primo de Rivera, dio el golpe de Estado, fue recibido con simpatía por la burguesía catalana y por otra mucha gente, como por ejemplo Ortega y Gasset que dos meses más tarde declaraba en un periódico madrileño: «Si el movimiento militar ha querido identificarse con la opinión pública y ser plenamente popular, justo es decir que lo ha conseguido por entero»{3}. También la jerarquía eclesiástica, por boca del cardenal de Tarragona, dirigía estas palabras a sus fieles:

«No podemos dudar del noble esfuerzo con que a ello se dedican el pundonoroso general Primo de Rivera, Presidente del Directorio Militar, y demás generales que lo constituyen, y es evidente su amor a España y la devoción que dedican a su renovación y engrandecimiento. Nos consta además su deseo de que se eleven preces para obtener del cielo luz y acierto en los graves negocios que han de resolverse y que todo redunde en el mayor bien de España a la que han consagrado sus vidas.»{4}

Sin embargo, lo que parecía iba a ser un idilio duradero entre el cardenal y el dictador muy pronto se desvaneció cuando Primo de Rivera restringió el uso de la lengua catalana en la predicación y en la enseñanza del catecismo. En ese momento, «al periódico monárquico Abc le faltó tiempo para dispararse contra el obispo de Tarragona, Vidal y Barraquer, que pretendía “profanar la Palabra Divina por el gusto de hablarla en lengua de guerra y de odio”»{5}. La misma postura adoptada por el dictador ya había sido, en el año 1902, tomada por Romanones que limitó la enseñanza del catecismo en esa lengua. Por otro lado, hay quienes dicen que el cardenal no tenía nada de separatista ya que aunque había publicado una pastoral en la lengua del pueblo, también recomendaba el uso del castellano. De todas las maneras, a Primo de Rivera le bastó esa pastoral para que lo tachara de separatista y se empeñara de alejarlo de su diócesis hablándose, incluso, de trasladarlo a Zaragoza cuya sede estaba vacante por el asesinato, en manos de anarquistas, del cardenal Juan Soldevilla. No lo consiguió, pero sí obtuvo que el Vaticano dictara «algunos decretos restringiendo el uso pastoral del catalán y ordenando que se expulsara de los seminarios a los profesores y alumnos sospechosos de separatismo»{6}. Por todas estas causas, las relaciones que mantuvieron ambos personajes estuvieron siempre deterioradas a lo largo del tiempo en que Primo de Rivera ostentó el Poder.

El 14 de abril de 1931 llegó pacíficamente la República. Las horas que sucedieron a su proclamación, los incidentes que se produjeron fueron mínimos. En algunos lugares el populacho había cometido algún atropello, pero en líneas generales imperó el buen sentido. La prensa, según el color, se puede resumir que la recibió bastante bien, es decir, no lo hizo en ningún momento de manera trágica, aunque sí que con cierta melancolía en el caso del diario monárquico Abc. Los obispos catalanes, por boca del cardenal Vidal, dirigieron una carta de saluda y felicitación al ministro de Justicia, Fernando de los Ríos: «Nuestra misión no es política, sino moral, religiosa y social, y siempre puede el gobierno de la República contar con nuestra colaboración y la del clero, aun a costa de sacrificios, para la labor de armonía y pacificación de los espíritus en bien de la Religión y de la Patria»{7}.

Por otra parte, aprovechando la aparente tranquilidad que reinaba en España, en Barcelona Maciá constituyó el Gobierno de la República catalana. Hasta allí se desplazaron varios miembros del Gobierno Central y después de largas horas de discusiones, se decidió que el término Estado Catalán fuera sustituido, por el de Generalidad de Cataluña. Pero no terminaron aquí los problemas a los que el nuevo ejecutivo tuvo que hacer frente porque el 11 de mayo, grupos levantiscos derribaron una de las puertas del convento de los padres jesuitas en la calle de la Flor, de Madrid y comenzaron a prenderle fuego. A éste seguirían otros incidentes y no sólo en la capital de España sino también en otras ciudades españolas. Cuando la tropa salió a la calle, con algún retraso, para declarar el estado de guerra, por orden del Gobierno, se pudo evitar que prosiguiera la tea incendiaria su ola destructiva, impidiendo que pudieran cumplirse aquellas irracionales palabras de Azaña: «Todos los conventos de Madrid no valen la vida de un republicano».

El cardenal Vidal y Barraquer se encontraba en Madrid cuando comenzó la quema de conventos por lo que de manera inmediata se trasladó a Barcelona para entrevistarse con Maciá, a quien ya conocía, y con Joan Morales y Jaume Carner, ambos políticos catalanes, habiendo sido el primero compañero suyo en la Universidad. De estas reuniones el propio cardenal dejó escrito estas palabras:

«…al objeto de inculcarles la necesidad de evitar que en Cataluña se cometiesen atentados y violaciones de la índole indicada, ya que nos deshonrarían ante el mundo civilizado, cabiéndoles notar cuánto ganaría Cataluña ante los países extranjeros y ante la misma Sociedad de Naciones, si se lograba conservar en ella el orden público y daba la sensación de un pueblo culto, educado y tolerante, lo cual podía facilitar la solución favorable del pleito autonómico, que tanto interesa a esta región. Los tres contestaron satisfactoriamente, diciendo harían de su parte cuanto pudieran, y el señor Maciá mandó llamar a los jefes extremistas y a algunos estudiantes exaltados, dándoles los consejos pertinentes para el logro de nuestros deseos. Sabía yo de sobra que, si en Barcelona cundía el mal ejemplo, sería seguido desgraciadamente por la mayor parte de los ciudades de Cataluña.»{8}

También envió un escrito al presidente del Gobierno provisional, Niceto Alcalá-Zamora manifestándole su honda tristeza por los acontecimientos de la quema de iglesias y conventos.

Cuando tuvo lugar la expulsión de España del cardenal Segura{9}, 15 de junio de 1931{10}, Mons. Vidal y Barraquer tomó de hecho sobre sus espaldas la labor de conducir la Iglesia española en aquellos difíciles momentos y para ello tuvo una entrevista con Alcalá-Zamora que «aunque no nos dio noticia puntual de lo tratado –dice Azaña–, el Presidente estaba muy satisfecho del espíritu transigente del arzobispo de Tarragona»{11}. La agudeza política de este cardenal quedó perfectamente reflejada en un informe que el día 27 de junio le remitió al cardenal Pacelli en el que entre otras cosas le hace ver que si el Gobierno de la República es capaz de mantener el orden social, quizás el nuevo régimen se consolide, pero si no ocurre así los Gobiernos se irán sucediendo devorados por la revolución que asolará a todo el país, y se tratará de imponer un régimen soviético o comunista, aunque «es muy probable que venga luego la reacción apoyada por las potencias extranjeras, a quienes no conviene tener tan cerca, y en la parte occidental de Europa, un foco comunista»{12}. Al mismo tiempo le daba cuenta de cómo desde el primer momento había procurado mantener buenas relaciones tanto con las autoridades catalanas como con las de la nación como lo demuestra la carta que escribió a Alcalá-Zamora solicitando intercediera a favor de una política desprendida y de tolerancia para la Iglesia ya que no estaba conforme con el proyecto de Constitución que en esos momentos se estaba debatiendo y, sobre todo, en lo que después quedaría plasmado en los artículos 26 y 27{13}. Esto, pues, le decía en la carta que le dirigió el 3 de agosto de 1931:

«Respetable señor presidente y querido amigo: La ocasión de haber merecido de V.E. la confianza y el apoyo de las Cortes Constituyentes, me brinda a dirigirle mi cordial felicitación, y al propio tiempo a hacerle, con la sinceridad y el afecto acostumbrados, alguna observación sobre el momento actual, pues ya que Dios, por las cualidades que en V.E. concurren, le ha dado un gran ascendiente sobre dichas Cortes, espero que con la habilidad y prudencia que le son propia sabrá emplearlo en bien del país y de todos los gobernantes…Tres problemas graves, entre otros, se prestan a la deliberación y resolución del poder público, que deben encauzarse en la futura Constitución: a) el económico y el financiero; b) el social y el orden público; y c) el religioso. De los dos primeros no quiero hablarle pues no son de mi incumbencia, aunque me interesan en gran manera como ciudadano, y por la íntima relación que guardan con el tercero; pero de éste sí que he de decirle dos palabras. Lo he colocado en último lugar porque tiene mucho de artificial, provocado en gran parte por campañas periodísticas, mitinescas, &c. &c., a fin de preparar el terreno para una Constitución atea y absolutamente laica; no entiendo el laicismo en el sentido de que se excluya a los eclesiásticos de cargos propios del poder civil, o funciones de autoridad puramente política, sino en el sentido de que constituye una ofensa a la Iglesia y a los sentimientos religiosos, de que la sociedad prescinda en absoluto de Dios, y aun se borre su sacrosanto nombre de toda institución pública.
El proyecto de Constitución es una apostasía del Estado español, ofensa pública y gravísima a nuestro buen Dios, Señor de los que gobiernan. No podemos olvidar que los Estados, lo mismo que los particulares, vienen moralmente obligados a profesar la religión verdadera y mayormente allí donde la sociedad es aún profundamente religiosa. No quiere esto decir que se obligue a todos los que ejerzan cargos públicos a profesar la Religión de nuestro padres, pero sí a respetarla… Nobleza obliga, señor presidente, y yo me permito apelar a la que anida en su generoso corazón, rogándole encarecidamente que interponga toda su influencia, que es mucha, para que la Constitución futura sea una verdadera obra de pacificación, que pueda ser acatada, aun en el fuero interno, por todos los católicos, y que se inicien cuanto antes las gestiones convenientes para arreglar armónicamente con la Santa Sede todas las cuestiones pendientes, que han constituido el objeto de otras cartas que he tenido el honor de dirigirle. No se ocultará a su perspicacia que las leyes revisten mayor eficacia si pueden lograr el asentimiento de la conciencia, y en los actuales momentos en que las naciones todas sufren un fuerte ataque del bolcheviquismo y la economía mundial se halla hondamente perturbada, necesitamos los esfuerzos y la unión de todos para salvar la sociedad y ayudarla a dominar la crisis presente… En espera de que acogerá con la benignidad de costumbre las anteriores insinuaciones, hijas del amor que profeso a España y del deseo de prestar mi leal cooperación al poder constituido para todo lo que al bien público se refiere, quedo de V. att.º s.s.a. y capellán que con todo afecto le bendice. † F. Card. Vidal i Barraquer{14}

Al día siguiente dirige una corta carta a Francisco Maciá, en catalán, en la que le expresaba su gozo a la vez que le daba la enhorabuena por el éxito del plebiscito a favor de l’Estatut de Catalunya siendo éste, en su opinión, más placentero por la parte activa que han prestado los elementos católicos. También, días después, tuvo una entrevista con él donde el presidente le prometió que haría todo lo posible para que los diputados de la Esquerra Catalana suavizaran su actitud hostil en materia religiosa.

El 6 de agosto recibe la contestación de Alcalá-Zamora que consideraba al cardenal como un hombre de «excepcionales dotes, conciliador e inteligentísimo».{15}

«Mi distinguido y buen amigo: He recibido y leído su carta, con agrado y atención constante. Celebraré muy de veras que podamos hablar, y con mayor extensión y plena confianza desenvolveré indicaciones que ayer hice a algunos diputados sacerdotes. Ha habido un fundamental error de dirección táctica, en virtud del cual la Cámara, siendo la mejor elegida que ha tenido España, puede propender a algún problema al ser más radical que el país. Si así, sucede, ni de ella ni del Gobierno será la culpa y, si no pasa lo que le indico, o se contiene, será una muestra más del tino gubernamental que hasta ahora viene demostrando. Hoy por hoy, parece probable que en todo predominen soluciones transaccionales, que aún pudieron haber sido, como le repito, de mayor y más grata concordia. El tacto de todos, puede contribuir a ello, y de mi buena voluntad no tiene duda.
Le saluda y agradece su bendición su atento amigo q.b.s. anillo pastoral. Niceto Alcalá-Zamora{16}

Días antes de ser sancionada la Constitución, la Conferencia de metropolitanos se reunió en Madrid bajo su presidencia. La temática de esta reunión abarcaba toda una serie de cuestiones que podían resumirse, en primer lugar, en la situación en que iba a quedar la Iglesia en España a consecuencia de la nueva Constitución cuya aprobación era inminente. En este sentido, los obispos hablaron de los problemas económicos, así como del proyecto de una pastoral colectiva que pudiera servir de orientación a la conciencia de los católicos ante la nueva situación política ya que la República estaba dispuesta a poner fin a la compensación económica por la desamortización de sus bienes que la Iglesia venía percibiendo; en segundo lugar, otro de los temas que más les preocupó fue la defensa de la Compañía de Jesús, cuya disolución ya nadie ponía en duda.

Aprobada la Constitución el 9 de diciembre, el cardenal Vidal y Barraquer, de acuerdo con los obispos de España, dio los últimos retoques a la pastoral colectiva acordada días antes. Esta pastoral vino a ser la carta magna del episcopado español durante la II República. Datada el 20 de diciembre de 1931, se hizo pública el primer día del año siguiente. Antes de darla a luz, el cardenal de Tarragona, de acuerdo con el nuncio Tedeschini, envió una copia al Secretario de Estado, cardenal Pacelli. Días más tarde el nuncio escribió a Vidal y Barraquer diciéndole que aún el Papa no había contestado y que convenía esperar su augusta aprobación. Por fin, el día 24 de diciembre, Tedeschini podía comunicar al cardenal que el documento preparado por los metropolitanos había sido aprobado, aunque con algunas correcciones que deberían ser tenidas en cuenta:

«…donde se hace mención del Concordato, conviene encontrar frases que estén en armonía con las declaraciones hechas por la santa memoria de Benedicto XV, acerca de los Concordatos, en la primera parte de la Alocución Consistorial de 21 de noviembre de 1921. En aquella Alocución el Papa Benedicto XV estableció que los Concordatos deben considerarse caducados cuando un Estado, a consecuencia de mutaciones radicales de sus Instituciones, haya cambiado en tal forma, que ya no refleje aquel otro Estado con el cual la Santa Sede había tratado y convenido; lo cual se verifica en el caso actual de la República Española.»{17}

Una vez hechas la oportunas correcciones, los obispos dan a conocer la pastoral y minuciosamente son señalados los derechos lesionados y las restricciones abusivas. Para defender estos derechos decían cosas como éstas:

«Ante los excesos e injusticias que en materia religiosa se contienen en la Constitución, de diversos lados, y según los respectivos puntos de vista particulares, se han formulado críticas severísimas y justificadas. Aun personalidades ecuánimes de significación acatólica la han reputado agresiva y la tienen como una solución de venganza; quien es hoy el más alto magistrado de la nación, en su noble afán de volverla justa y conciliadora, proclamó ante el Parlamento que no era la fórmula de la democracia, ni el criterio de libertad, ni el dictado de la justicia. ¿Podían callar los obispos, sobre quienes recae la responsabilidad de la misma Iglesia, que habrá de sufrir los efectos de tales agravios, excesos e injusticias?
Queda, pues, manifestado el juicio que nos merece la nueva situación legal creada a la Iglesia en España, y a la cual no podemos prestar nuestra conformidad, por lesiva de los derechos de la Religión, que son los derechos de Dios y de las almas, atentatoria a los principios fundamentales del derecho público, contradictoria con las propias normas y garantías establecidas en la misma Constitución para todo ciudadano libre y toda institución honesta, inmerecida e injusta en daño de la eficacia social y de la independencia espiritual de una sociedad religiosa perfecta y soberana en su orden, que, así como no aspira a entrometerse en la soberanía propia del Estado, tiene derecho a ser la primera e incomparable institución moral y civilizadora de España.»{18}

Consumada la disolución en España, que no la expulsión, de todos los miembros de la Orden de San Ignacio, los obispos españoles hacían una defensa apasionadamente justa de la Compañía de Jesús, cuya disolución en España era calificada como una violación de derecho, una ofensa a la Iglesia, y un daño considerable para la paz civil de la misma República. Pero desgraciadamente había otros que eran partidarios de la total extirpación de la Compañía.

En el Consejo de Ministros del 22 de diciembre se examina si conviene o no nombrar embajador en el Vaticano o se aplaza hasta saber cómo se pone la situación de los jesuitas. Pero lo cierto es que hasta el 12 de enero de 1932, el Consejo no lee el proyecto del decreto disolviendo la Compañía de Jesús. El nuncio Tedeschini quería que se tratase con Roma antes de hacer nada, pero nadie le hizo caso y Azaña lleva el decreto a Alcalá-Zamora, presidente de la República, para que lo firme y que salga publicado en la Gaceta. Azaña recibe la visita del Nuncio y éste le pide que los jesuitas no se marchen todos ni se cierren sus colegios que habían comenzado a funcionar en octubre con el correspondiente permiso ministerial. Azaña también se refiere al catalanismo de los catalanes que, según su opinión, llega a extremos muy chistosos, porque al referirse al cardenal de Tarragona, dice: «Vidal i Barraquer no ve con malos ojos la disolución de los jesuitas; pero estima que ha podido hacerse una excepción con los jesuitas de Cataluña, "que son de otra manera, y, por supuesto, mejores"»{19}.

Vacante la Sede Arzobispal de Toledo por renuncia del cardenal Segura es nombrado, en abril de 1933, Arzobispo de Toledo y Primado de la Iglesia española, Mons. Isidro Gomá y sin que al mismo tiempo fuera elevado al cardenalato que no llegaría a serlo hasta más de dos años después. Cuando Vidal y Barraquer se entera de este nombramiento le escribe una carta en la que, entre otras cosas, le dice:

«Venerado Hermano y muy querido amigo: Por fin ha salido a la luz lo que hace tiempo se tramitaba a la sombra. Siento por ello viva y sincera satisfacción: por España, por Cataluña, por nuestra querida Tarragona y sobre todo por la Iglesia; pues yendo de acuerdo los Cardenales españoles y el Sr. Nuncio, que siempre está bien dispuesto, se podrán solucionar y activar muchas cuestiones que en los presentes tiempos conviene no dejar dormidas.
Ardua es la labor, pesada es la cruz, pero Dios Nuestro Señor le fortalecerá con su gracia, y nosotros los Cardenales –puedo responder del Hermano de Sevilla{20}– le ofrecemos nuestra decidida y generosa cooperación.»{21}

Como se puede observar, el cardenal de Tarragona en su carta procura dejar muy claro cuál era el modo que entendía más conveniente para la dirección de la Iglesia en España que no era otra que la conexión entre los cardenales y el nuncio ya que en la defensa solapada que Mons. Vidal realizaba al título de Primada para su sede de Tarragona se incluía la defensa de unas tradiciones; pero posiblemente pesaba mucho más la conveniencia, cara a una Cataluña regida ya por la Generalitat, de disponer de una personalidad religiosa que aglutinara y dirigiera a sus prelados catalanes pensando en la eliminación del centralismo eclesiástico. Así pues, la cuestión de la primacía de la sede toledana era totalmente marginada; pero a ella sí aludió Mons. Gomá en su carta de contestación:

«Quedo muy agradecido por los sentimientos que en la suya expresa. A mí esto me ha venido a rebours, que dicen los franceses; pero a buenas y malas hay que estar a lo que manden los superiores y la Providencia disponga. Estaba aquí [en Tarazona] demasiado bien en todos los órdenes, para que no me afectara la salida; y por parte ad quem [Toledo] veo todo muy oscuro. Signifiqué oportunamente cuantos reparos se me ofrecieron, pero no me queda más remedio que inclinar la cabeza.» (pág. 195)

Pero tres meses después del nombramiento de Mons. Gomá, el cardenal Vidal escribe al nuncio Tedeschini diciéndole que no quería que fuesen nombrados obispos integristas:

«Le repito que, atendida la situación actual, no convienen en Cataluña ni en parte alguna Prelados de carácter y proceder integristas; pues, teniendo muy buen deseo, no acostumbran a poseer dotes de prudencia hermanas con la fortaleza y suavidad, tan necesaria para el gobierno de la Diócesis en los tiempos que corremos.»{22}

En estas líneas no aparece referencia alguna directa al cardenal Gomá, «pero sabemos que los dos nunca se llevaron bien, pues la rivalidad entre ambos tenía raíces muy antiguas»{23}. Tedeschini los comparó con Herodes y Pilatos y con los dos tuvo serios problemas durantes los años de su nunciatura.

En el otoño de 1933, con la participación del voto femenino por primera vez, se celebraron elecciones legislativas en España, las primeras después de la nueva Constitución. La izquierda fue la gran derrotada. El cardenal Vidal y Barraquer había previsto este suceso, aunque no de manera tan clara. Él, como el resto de los obispos españoles, había propugnado la unión de todos los católicos sin que con eso quisiera decir que defendía la unión de las derechas políticas. Siempre tuvo buen cuidado en que no le encasillasen en grupo alguno. «El cardenal, tan superficialmente tildado de separatista, cerraba a cal y canto las puertas de su audiencia a cualquier personaje de izquierdas o de derechas, para que todos vieran que su pastor no era de Apolo ni de Cefas, sino tan sólo del Señor Jesús»{24}. El que fue cronista oficial de Barcelona, José Tarín Iglesias, quiso dejar muy clara la neutralidad política del cardenal: «La figura de Vidal y Barraquer era atrayente, desde muchos puntos de vista. Quizá la faceta principal era su independencia y su fidelidad inconmovible a la Santa Sede. Podríamos decir que ante todo fue un gran eclesiástico, el cual, a veces con verdadero sacrificio, mantuvo una línea de conducta de la que nunca quiso apartarse. La historia, en su día nos aclarará si estuvo o no acertado».{25}

En diciembre de 1933 enfermó de gravedad, Francisco Maciá. El cardenal, después de hablar con la esposa del presidente de la Generalidad pudo visitarlo y consiguió que se confesara: «Murió muy bien, recibió del referido capellán señor Berenguer dos veces la absolución, le fueron administrados los santos óleos dándose perfecta cuenta de ello» , dejó escrito el cardenal.{26}

Dentro del programa conciliador que el cardenal se había propuesto desde el comienzo de la República, estaba el acuerdo amistoso entre ésta y la Santa Sede. Prefería, al menos en esta ocasión, un modus vivendi. A primeros de 1934 se trasladó a Roma donde llevaba el propósito de preparar los caminos para el acuerdo. Consiguió que el cardenal Pacelli le pidiera un estudio reservado que pudiera servir de base a una negociación futura. A este respecto le envió una carta que el propio Mons. Vidal comentó con estas palabras: «Precisa no perder de vista que ni el Gobierno ni las cortes admitirán nada que directamente se oponga a la Constitución vigente, cuyos preceptos habrá que soslayar viendo de evitar indirectamente el daño que podría causar a la Iglesia, de aplicarse con todo rigor» (pág. 260) . Las negociaciones comenzaron en el mes de junio y a pesar del interés de todos por acelerarlas, se desarrollaban muy lentamente. Había varios obstáculos, entre otros el de la concesión de efectos civiles al matrimonio canónico. El éxito de un posible acuerdo estaba cada vez más lejos. El embajador español ante la Santa Sede, Pita Romero en un viaje que hizo a Madrid sostiene una entrevista con el cardenal Vidal y le hace ver sus preocupaciones para llegar a una resolución ya que no encuentra ambiente alguno, por parte y parte, para la negociación. El cardenal no pierde las esperanzas y se vuelca con el Vaticano y con el Gobierno de España, pero no dan resultado alguno sus gestiones. El 25 de marzo de 1935, el cardenal Pacelli escribe al cardenal de Tarragona diciéndole que Pío XI ha considerado que mantenerse dentro de los límites de una Constitución inicua y condenatoria de la Iglesia no sería aconsejable, considerando además que la misma no puede ser actualmente modificada y que no veía con claridad que el modus vivendi pueda ser realmente una verdadera y positiva preparación para la reforma de la Constitución. Por todo ello, el Papa no consideraba «oportuno acceder a la propuesta de llegar ahora a concluir el mencionado acuerdo provisional» (pág. 265). Asimismo, le aconsejó, en otro momento, «que no se extralimitara en sus actividades y que no interviniera para nada en asuntos que no fueran de su exclusiva jurisdicción diocesana».{27}

Algunos historiadores piensan que hubo otras razones además de las oficiales que constan en la carta de Pacelli. Creen que la enorme influencia de algunos sectores de Iglesia fueron los que consiguieron que el Papa tomara la decisión que tomó. Para ello se basan en una carta que el asturiano dominico Manuel Suárez, que llegó a ser Maestro General de la Orden y en aquel momento profesor del Ateneum Angelicum de Roma y persona vinculada a la Sagrada Congregación de Religiosos, escribió a Lluìs Carreras –asesor del cardenal– el 9 de diciembre de 1934 cuando ya se temía el fracaso definitivo de las gestiones, apuntando esta posibilidad:

«Yo había previsto un fracaso, y no me equivoqué […] No se dio importancia a lo que advertí con insistencia desde el principio: que se tuviese muy en cuenta la obra de los que se oponían y procuraban enturbiar las cosas; tuvieron el campo libre, con grave perjuicio, e incluso pudieron tener acceso gentes completamente indeseables desde el punto de vista que se trataba. Faltó perspicacia para darse cuenta de que, por la otra parte, lejos de haber prisa, se daban largas al asunto. Y finalmente los alarmistas consiguieron impresionar con los últimos sucesos revolucionarios, queriendo confirmar con ello su tesis de que estaba todo en el aire.»{28}

Al parecer, con el único propósito de presionar al Vaticano para que no avalara ninguna fórmula de colaboración con la República, un grupo de personas para quienes los conceptos de «Patria» y «Religión» eran inseparables, hicieron circular un Informe, considerado catastrofista, cuando comenzaron los primeros contactos de Pita Romero con el Vaticano:

«1) La República sólo cuenta con el apoyo de los que quieren transformar o destruir «como son los socialistas por la izquierda, determinadas masas moderadas por la derecha, y los separatistas de todos los matices».
2) Se ha creado el mito de que existe una voluntad popular «republicana y pacífica», cuando en realidad «lo que hemos tenido y seguimos teniendo es una voluntad revolucionaria y una voluntad antirrevolucionaria, una voluntad anticatólica y una voluntad católica, una voluntad unitaria y una voluntad disgregadora».
3) Considera que «incurren en una terrible paradoja» los católicos que «acatan esta República y esta Constitución, y hacen a la vez sus campañas electorales para combatir el laicismo, el marxismo y el separatismo».
4) Denuncia que con anterioridad a 1931 «muchos elementos llamados de orden caían en el extraño convencimiento de que todo se remediaría con la ausencia del rey, y que el nuevo Estado, con la paz de los espíritus, traería un razonable florecimiento de las ideas de orden, propiedad, patria, religión y familia […]. La credulidad increíble […] empezó a penetrar en sectores católicos y a captar una parte del clero. En el engaño cayó, como veremos, la misma nunciatura apostólica».
5) Desautoriza la línea de información que recibe la Secretaría de España a través del nuncio, de Ángel Herrera de Acción Católica y del rotativo El Debate.
6) Afirma que existe una «simpatía popular unánime por su eminencia el cardenal Segura y por la Compañía de Jesús» y lamenta que la propaganda de Acción Popular –el partido de Gil Robles– no se haga eco de este sentimiento.
7) Denuncia que el general Sanjurjo no se pudiera presentar a las elecciones de noviembre de 1933, a pesar de ser una persona «de un prestigio moral ganado en la exaltación de la Patria, especialmente en su unidad».
8) Califica a Vidal y Barraquer de «dignísimo prelado, pero desgraciadamente tildado de separatista y de excesivamente político en toda España», mientras que considera a Gomá un «prelado sabio virtuoso, sin una sola nota de precedentes políticos de ninguna clase», llamado «a ser un elemento de unión religiosa de todos los católicos españoles».
9) Cree que existe el peligro de que considerables masas de derechas sean llevadas por la exasperación a una política antivaticana.» (págs. 194-195)

A Vidal y Barraquer le dolió mucho la decisión tomada por el Papa, pero la acató, a la vez que se sentía libre de toda responsabilidad. Por otro lado, también tuvo que resignarse a las críticas del diario Abc de Madrid que día 6 de abril, le hacía la siguiente reflexión: «Hay en Cataluña quien pretende resucitar un pleito viejo y fenecido, el de la primacía de la sede arzobispal de Tarragona, aprovechando la ocasión del Concordato que se propone negociar la República, o si la negociación se frustra, solicitando de la Santa Sede la providencia necesaria para crear la jurisdicción primada de la silla tarraconense con toda efectividad de fuero y atribuciones»{29}. A todo esto, el cardenal contesta a Roma enviando un informe con toda la documentación de la titularidad de Tarragona como sede primada de las Españas; pero sin que esto quisiera decir que Vidal y Barraquer aspirase a ese reconocimiento por parte de la Santa Sede. Ya se encargó su biógrafo apasionado Ramón Muntanyola de dejar muy claro que el cardenal de Tarragona «fue el primero en rechazar la presidencia de la conferencia episcopal que tanto el Vaticano como muchos obispos le ofrecían, prefiriendo el sistema de un comité ejecutivo» (pág. 268). Sin embargo, para nadie era un secreto el viejo pleito entre Toledo y Tarragona, cuyo titular no disimulaba sus intentos de robustecer el influjo de esta capital catalana sobre toda Cataluña. Asimismo, Muntanyola, para demostrarnos las nulas apetencias del cardenal, nos dice que éste rechazó la Gran Cruz de Isabel la Católica que le ofreció Alcalá-Zamora, algo que aceptaron el nuncio Tedeschini y el arzobispo Gomá.

El triunfo en las urnas del Frente Popular el 16 de febrero de 1936, la destitución posterior de Alcalá-Zamora como presidente de la República, y las represalias de los vencedores, llevaron al país a tal estado de violencia, que meses antes de estallar la Guerra Civil ya se vivía en plena atmósfera bélica. El 15 de marzo el cardenal se queixa de la manca de protecció que l’Esglesia ha rebut quan ha estat atacada{30}, enviando un enérgico escrito al presidente Manuel Azaña –que pronto sucedió al jefe de Estado– , protestando por los incendios de iglesias y conventos, nuevamente repetidos, y denunciando también la negligencia y la pasividad de las autoridades ante tales atropellos:

«Son tan graves las noticias que me llegan, no ya por la prensa, sino por informaciones autorizadas, relativa a incendios de iglesias y atropellos contra personas y cosas sagradas, que, como cardenal español más antiguo, no puedo silenciar ya ante V.E. la más enérgica y amarga protesta de la Iglesia, que vuelve a ser víctima inocente de de bárbaras violencias y desenfrenadas acometidas, tanto más graves e injustas cuanto que a ellas no son ajenas las iniciativas públicas de las propagandas disolventes, y por tanto más de sentir, cuando aparece visible la pasividad y negligencia en prevenirlas y reprimirlas, por parte de quienes tienen el deber de garantizar el orden público y salvaguardar la seguridad, la libertad y el honor de los ciudadanos e instituciones españolas. Nada ha contenido el furor de tales vandalismos, ni el sagrado de los templos, ni el respeto a la libertad de creencias y a la dignidad de las personas, ni aun la veneranda atención a los tesoros monumentales del país, cuya pérdida afrenta con el peor de los estigmas a todo pueblo y poder que la consiente…»{31}

Nadie le hizo caso y Tarragona, una ciudad pacífica, se convirtió muy pronto en una capital llena de alborotos y de infortunios llenándose sus calles de hombres con armas y banderas de la FAI y de la CNT en julio de 1936. El cardenal Vidal estaba en Sarriá cuando estalla la Guerra Civil, aunque regresaría muy pronto para ocupar su puesto al frente de la Iglesia tarraconense. De parte de las autoridades catalanas se le pidió que fuera desalojada su residencia en evitación de males mayores. En un principio se negó a abandonarla, pero después de que comenzara la quema de conventos en Tarragona, siendo el primero de ellos el de las monjas clarisas, y de acceder a que el palacio episcopal y el seminario fueran cedidos para hospitales, abandonó Tarragona a donde ya no volvería nunca. Acompañado por su obispo auxiliar, Manuel Borrás, y otras personas de su entorno, el automóvil que a su disposición había puesto la Generalitat, partió con la orden de llevarlos al monasterio de Poblet, que, en principio, parecía era un refugio más seguro. Llegaron a su destino a las tres de la madrugada y los policías que los habían trasladado pidieron a sus protegidos les firmasen un documento que acreditaba su misión cumplida. A la mañana siguiente dos de sus colaboradores que le habían acompañado, de acuerdo con el obispo Borrás y, supuestamente, con el consentimiento del cardenal, cogieron el tren y volvieron a Tarragona, donde un mes más tarde fueron asesinados. Se trataba de los sacerdotes, Albaigés y Monrabá.

No pasaron muchos días cuando un grupo armado hasta los dientes se presentó en el monasterio de Poblet exigiendo la entrega del cardenal. El propósito de los revolucionarios era conducirle hasta la localidad de Hospitalet donde tenían intención de que fuera juzgado por el comité. En una de las paradas que tuvo que hacer la expedición al mando de miembros de la FAI, fueron sorprendidos por un grupo de guardias de asalto que les habían levantado sospechas. Después de ser desarmados, los de la FAI insistieron en sus derechos sobre el cardenal, pero lo cierto fue que desde ese momento el cardenal quedó bajo la protección de los guardias de asalto. En calidad de detenido es llevado a la cárcel de Montblanc donde poco después ingresó el obispo auxiliar, Manuel Borrás que sería asesinado el 12 de agosto de 1936 y su cuerpo incinerado sobre un haz de sarmientos. En la cárcel no llegaron a verse ya que sus guardianes se lo impidieron, pero sí supieron el uno del otro.

Las gestiones de la Generalidad para salvar la vida del cardenal no tuvieron éxito hasta la llegada del diputado del parlamento catalán el médico Juan Soler i Pla cuando acompañado de unos mozos de escuadra se presentó en el Ayuntamiento de Montblanc reclamando, en nombre de la Generalidad, al prisionero cardenal Vidal y Barraquer. La gestión para su entrega fue larga y laboriosa hasta que no se recibió la orden por escrito del presidente de la Generalidad, Luis Companys, para que le fuera entregado el prisionero a Soler i Pla. A media noche partió la expedición hacia Barcelona donde después de buscarle un refugio seguro fue aconsejado que lo mejor para él era el exilio, ya que no podían responder, en aquellas circunstancias, de su vida. Aunque él había preferido permanecer en Cataluña, no tuvo más remedio que aceptar el exilio y el 29 de julio de 1936 un crucero de la marina italiana lo recibió a bordo partiendo rumbo a Italia al día siguiente. En este viaje hacia el exilio también estuvo acompañado por su secretario el sacerdote Juan Viladrich, que corrió las mismas vicisitudes que él, y por el obispo de Tortosa. A su llegada a Italia, al puerto de La Spezia, un automóvil esperaba a los tres eclesiásticos y los trasladó a la cartuja del Espíritu Santo fundada en el año 1345 y que se encuentra a medio camino de la colina de Farneta, en la provincia de Lucca. En esta cartuja iba a residir siete años, aunque en más de una ocasión mostró su interés por trasladarse a Francia para gestionar con más facilidad la salvación de personas, pero Pío XI estimó más oportuno que continuara en la misma residencia, hasta tal punto que cuando el Papa recibió el 14 de septiembre de 1936 a unos quinientos españoles, entre sacerdotes, religiosos y seglares, presididos por los obispos de Cartagena (Miguel de los Santos); Tortosa (Félix Bilbao); Vich (Juan Perelló) y Urgel (Justino Guitar), Vidal y Barraquer, que tenía intención de hacer la presentación del grupo, recibió un escrito del cardenal Pacelli aconsejándole, de parte de Pío XI, la no asistencia a Castelgandolfo, lugar donde iba a tener el encuentro del Sumo Pontífice con los españoles. El cardenal tarraconense, a vuelta de correo, lamentó verse privado «de la grandísima satisfacción de unirme corporalmente a mis queridos hermanos perseguidos».{32}

A finales de 1936 el cardenal Gomá, que ya parecía tener en la mente la idea de escribir lo que sería, en 1937, la Carta colectiva, se dirigió al cardenal de Sevilla, Eustaquio Ilundain, preguntándole si creía oportuno «que el Episcopado español deba dirigirse al mundo en Documento autorizado, le agradeceré me lo diga»{33}. Así, pues, la idea de publicar la Carta no partió del mismo Franco como repetidamente se ha dicho, sino del cardenal Goma como lo dejó muy claro en esa carta. Pidió también el parecer de los obispos españoles, como también a la Santa Sede. Pero sobre la reacción del cardenal Vidal tenía serias dudas y por eso le escribió el 22 de febrero de 1937, diciéndole:

«Algunos venerables hermanos me han insinuado la conveniencia de que se publique un Documento colectivo del episcopado acomodado a los actuales momentos, y cuyo contenido y orientación serían los que resultasen de esta consulta concreta que se hace a los venerables hermanos. He dado cuenta a la Santa Sede, ofreciéndole, si lo juzga conveniente, el voto del episcopado español, al tiempo que ruego a Su Santidad, si decide por la afirmativa, que nos dé las normas a que debería ajustarse el fondo del Documento. Sírvase decirme sobre la conveniencia y el contenido del mismo, en caso de que se publique.»{34}

Con bastante retraso recibió el cardenal Gomá la respuesta negativa del cardenal Vidal.

«No considero oportuna en estos momentos la publicación de un Documento colectivo del Episcopado: las circunstancias ahora de las diócesis y sus respectivos prelados no son iguales; no hay que dar el menor pretexto, que se busca con afán, para nuevas represalias y violencias y para colorear las tantas ya cometidas; con los documentos emanados del Romano Pontífice y de los prelados españoles, los católicos tienen ya la orientación conveniente en los momentos actuales; en las regiones sometidas a los rojos no podría favorecer la causa de los buenos, a quienes difícilmente llegaría la noticia completa del Documento, corriéndose el riesgo de aumentar sus peligros y angustias.»{35}

No contento con este escrito, el cardenal envió, el 26 de abril, copia de ambas cartas al cardenal Pacelli, con el objeto de paralizar la Carta colectiva. Entre otras cosas, decía:

«En los actuales momentos de zozobra, apasionamiento, expectación e incertidumbre sería muy difícil darle [al documento] el tono elevado, prudente y oportuno que le sustrajera a posibles interpretaciones de carácter político y tendencioso (…) No ignoro que es muy difícil sustraerse al ambiente reinante en las diócesis de la España blanca y aun al celo más o menos discreto de personas de buena voluntad o al deseo de algunos políticos de aprovechar las coyunturas para atraer la fuerza moral de la Iglesia; pero todos deben hacerse cargo del sufrimiento de los pobres prelados que tiene aún en peligro…»{36}

Entre ambos prelados, los cardenales Gomá y Vidal, siguió el cruce de cartas durante un tiempo, sin que las postura que cada uno de ellos había adoptado desde un principio cambiara nada. Cuando ya por último el cardenal Vidal recibe las galeradas de la Carta por conducto de Carmelo Blay, administrador del Pontificio Colegio Español de Roma, escribe al cardenal primado una carta. La misma estaba fuera de tiempo pues tenía fecha 7 de julio y la Carta colectiva se fechó el 1 de julio de 1937:

«Venerable hermano y querido amigo: He leído atentamente el documento enviado por conducto de don Carmelo Blay. La encuentro admirable de fondo y de forma como todos los de V. y muy propio para propaganda, pero lo estimo poco adecuado a la condición y carácter de quienes han de suscribirlo. Temo que se le dará u= na interpretación política por su contenido y por algunos datos o hechos en él consignados.
Creo, como le decía en mis anteriores, que no deben publicarse documentos de este género hasta que todas las Diócesis y su personal se encuentren en igualdad de condiciones, no exista peligro de represalias ni riesgo de complicar la situación internacional, que hoy podría permitir alguna gestión a favor de los pobres sacerdotes presos o necesitados de socorro.
Es para mí una seria contrariedad el verme obligado en conciencia a ratificar la opinión de no suscribirlo, que ya me permití anticiparle, pues ello importa el violentar mis sentimientos, de V. bien conocidos, y los vivos deseos que tendría de complacerle, pero no puedo apartar mi pensamiento de aquellas almas confiadas a mi solicitud paternal que se hallan todavía en situación incierta y angustiosa…»{37}

La Carta tuvo un extraordinario eco internacional. Lo reconoce hasta el mismo nacionalista catalán, según sus propias manifestaciones, el monje de Montserrat, Hilari Raguer: «Cuando en alguna parte del mundo hay un conflicto y los obispos de la zona toman públicamente posición sobre él, los obispos de todo el mundo suelen hacer suyo aquel parecer. Es lo que ocurrió con la carta colectiva, tanto más que la descripción que en ella se hacía de las matanzas e incendios era impresionante»{38}. Extraordinario eco a pesar de los malos augurios que había pronosticado el cardenal Vidal, no coincidentes con lo que años más tarde el cardenal Tarancón manifestó al sacerdote Martín Descalzo: «Curiosamente suelen atribuirse los muertos a la famosa Carta colectiva del Episcopado: los rojos habrían tomado represalias contra la postura de la Iglesia. Pero es al contrario: la carta de hecho prácticamente contuvo la sangría. Cuando se publicó en agosto del 37 había muerto ya el 90 por ciento de los curas que caerían en la guerra. La carta fue, en realidad, consecuencia de las muertes, no al revés»{39}. Más adelante cuando le pregunta si él habría firmado esa Carta, contestó: «Sí, entonces, sí. Tal vez habría añadido algunos matices. Pero, en su conjunto sí» (pág. 70).

Hay quien añade que el cardenal Vidal y Barraquer se negó «a firmar la Carta colectiva del episcopado español (1 de julio de 1937) que definió el conflicto bélico como una cruzada»{40}. Esto no es cierto, y quien eso ha escrito nunca leyó la Carta porque la única vez «que incluye la palabra cruzada es para negar ese carácter a la contienda»{41}. El que sí usó el término Cruzada en sentido estrictamente religioso (en la prensa se hablaba de Cruzada patriótica), fue el obispo de Salamanca, Pla y Deniel, en su Pastoral Las dos ciudades, publicada el 30 de septiembre de 1936: «Nosotros al entrar ya en la senectud, esperamos confiadamente que la generación de los jóvenes ex combatientes de esta Cruzada…»{42}.

El cardenal Vidal no cesaba de darle vueltas a la Carta, por esta razón seguía informando a la Secretaría de Estado al mismo tiempo que les remitía copia de la correspondencia que sostenía con el cardenal Gomá, a la vez que ratificaba su posición personal. El día 10 de septiembre de 1937, dice al cardenal Pacelli:

«Yo no he sabido convencerme de la conveniencia de su publicación y menos la de suscribirlo. Considero en la actualidad sumamente delicado y muy expuesto a interpretaciones tendenciosas y peligrosas el exponer al público ciertas cuestiones relacionadas con la sublevación o con el derecho a la rebeldía.
Está muy puesto en orden que los prelados de la zona blanca acaten o reconozcan el poder allí constituido, pero no le resulta tanto, sin ponerse en contradicción con los documentos colectivos anteriormente publicados, que los obispos cuyas diócesis radican en zona roja no sepan abstenerse de exteriorizar oficialmente sus simpatías y se declaren abiertamente contra el poder allí constituido, aunque desgraciadamente haya cometido grandes yerros y tolerado abusos inexplicables.
No parece que sea misión de los obispos quitar o poner gobiernos, proclamar legítima y apoyar una subversión (salvando siempre las intenciones) con todas las consecuencias que para el pasado y el porvenir se deducirán, particularmente en las diócesis donde, de hecho, funciona otro gobierno. No ha de producir buenos efectos exponer dicha doctrina en la forma en que se hace…»{43}

En otras ocasiones ante la reserva de la curia romana, el cardenal se expresaba en un tono todavía más decidido. En una carta que escribe al cardenal Pacelli, el 31 de marzo de 1938, le decía:

«Siempre he sido respetuoso y obediente con el poder constituido, pero, a la vez, acérrimo defensor, prescindiendo de toda política partidista, de los derechos de las almas, que son los de Dios. Ésta ha sido mi norma de conducta, pero si la Santa Sede en su elevado criterio estima oportuno, y se me ordena que cambie, lo haré con dignidad, no sin haber expuesto los inconvenientes y dificultades que me sugiere la gracia de estado que nunca falta a los obispos llevados de rectitud de intención…»{44}

Durante todo este tiempo, el cardenal no dejó de dirigirse a personalidades de la política y de la Iglesia, con el único propósito de conseguir que la guerra terminara. «¿No sería posible planear unas gestiones encaminadas a poner fin a la guerra?», dice en unas de sus cartas al cardenal Pacelli. «Escribió al presidente Negrín, del último gobierno de la República, al final de la contienda, lo mismo que a Franco. Pero la guerra siguió. Después, en vista del poco efecto de sus cartas, se decidió a escribir en el mismo sentido a los jefes de los gobiernos francés, Daladier; inglés, Chamberlain; e italiano, Mussolini. Y tampoco consiguió nada»{45}. También recibe alguna carta como la que le remitió el 11 de febrero de 1938 el ministro de Justicia de la zona republicana, Manuel de Irujo, invitándolo a visitar «su arzobispado», pero el cardenal rechaza la invitación en estos términos:

«…¿cómo puedo yo dignamente aceptar tal invitación, cuando en las cárceles continúan sacerdotes y religiosos muy celosos y también seglares, detenidos y condenados, como me informan, por haber practicado actos de su ministerio o de caridad y beneficencia sin haberse entrometido en lo más mínimo en partidos políticos, de conformidad a las normas que se les habían dado? ¿Con qué prestigio podría presentarme ante sacerdotes y seglares que sufren de nuevo en estos últimos tiempos, persecuciones pro nómine Christi?»{46}

Sin embargo, la última palabra sobre esta cuestión dependía de lo que le dijera la Santa Sede una vez que se dirigió al cardenal Pacelli dándole cuenta del ofrecimiento que le hacía Irujo. Al poco tiempo recibe noticias de Roma, pero diplomáticamente el Secretario de Estado no hace la más mínima referencia al asunto.

A primeros de febrero de 1939, el sacerdote Carmelo Blay, administrador del colegio español de Roma, se presentó al cardenal Vidal como enviado de la Secretaría de Estado. El sacerdote sin más preámbulos le hizo ver la conveniencia de renunciar a su archidiócesis porque el Gobierno de Salamanca acababa de comunicar que se oponía al retorno a su sede de Tarragona. Le faltó tiempo al cardenal para trasladarse a Roma y tener una audiencia con el Secretario de Estado. Éste se ofrece a prepararle una entrevista con el embajador de España cerca del Vaticano, José Yanguas Messía. Quedó concertada para aquel mismo día, pero el embajador lo pensó mejor y la suspendió ya que antes quiso consultar con su Gobierno. La muerte de Pío XI el 10 de febrero hizo que el esperado encuentro volviera a retrasarse. Al final la entrevista tuvo lugar el 16 de febrero en la Procuraduría de los cartujos donde el cardenal residía durante su estancia en Roma.

Después del encuentro, el embajador expuso a su ministro de Asuntos Exteriores, conde de Jordana, la conversación que había mantenido con el cardenal a quien Yanguas le advirtió que la entrevista tenía lugar con la autorización de su Gobierno. A continuación sigue diciéndole al ministro:

«Con el respeto debido a su alta jerarquía en la Santa Iglesia Romana y sin menoscabo de ella, atendiendo exclusivamente a su condición de español, el Gobierno se veía obligado a prohibirle la entrada en nuestro territorio, por haberse colocado el mismo fuera de nuestra España, con su actuación remota, pasada y presente en materia tan esencial para el Movimiento Nacional y sobre la que no cabe ninguna especie de transacción, como es la unidad de la Patria.
Le añadí, en nombre del Gobierno, que el mejor servicio que podía prestar era aceptar las consecuencias de su conducta y facilitar su eliminación, evitando situaciones enojosas que a nada práctico conducirían, como no fuera agravar la situación, pues la resolución del Gobierno era definitiva e irrevocable.
El cardenal escuchó con atención hasta el final, sin interrumpirme, y luego, poniendo la mano sobre su pecho, dijo: “Por razón de dignidad eclesiástica y de conciencia, yo no puedo dar esas facilidades ni prestarme a tal eliminación.”»{47}

El 18 de junio, Vidal y Barraquer fue recibido por Pío XII con quien ya le unía una vieja amistad de cuando el nuevo Papa había ocupado la Secretaría de Estado. En esta audiencia le propuso presentarse en Barcelona, provisto sencillamente de un pasaporte del Vaticano, pero el Papa creyó más oportuno que mejor era arreglarlo por vía diplomática. El estallido de la guerra mundial frustró las buenas intenciones.

Cansado y abatido de tanto remar y encontrarse siempre en la misma orilla, dejó que el tiempo pasara no sin seguir intentando volver a su sede tarraconense a la que nunca renunció, y que siguió ocupando desde el exilio hasta el día en que le sorprendió la muerte en Foyer Ste. Elizabeth, en Friburgo, un modesto convento regido por monjas blancas dominicanas. Hacía pocos días que se había alojado en aquel lugar suizo cuando se sintió enfermo. Todavía su debilitado cuerpo resistió unos meses hasta que el día 13 de septiembre de 1943 falleció de un ataque al corazón mientras dormía. Su cadáver fue trasladado a la cartuja de La Valsainte (Suiza), donde solía pasar los veranos. Los funerales tuvieron lugar el día 21 de septiembre. Sus restos descansan hoy en la catedral de Tarragona desde mayo de 1978, cumpliéndose así los deseos del cardenal que en su testamente otorgado y firmado el día 2 de marzo de 1939 en el Vaticano, dejó escrito:

«Si moro a l’exili, desitjo que les meves despulles siguin traslladades a Tarragona i soterrades a la capella de Sant Fructuós o a la del Santíssim Sagrament de la Catedral, juntament amb les que s’hagin put trobar del meu mai no oblidat bisbe auxiliar, el benemat doctor Borras, al cel sia.»{48}

Notas

{1} Ramón Muntanyola, Vidal i Barraquer, el cardenal de la paz. Editorial Laia. 2ª edición, Barcelona 1974, pág. 37.

{2} Joseph Fauli, Vida, pasión y muerte del “Cardenal de la pau”. Revista Destino, de Barcelona, n º 2118, 11.III.1978

{3} Diario El Sol, Madrid 28 de noviembre de 1923.

{4} Boletín Oficial del Arzobispado de Tarragona, 29 de septiembre de 1923.

{5} Javier Figuero, Si los curas y frailes supieran…Espasa Calpe. Madrid 2001, págs. 356 y 357

{6} Hilari Raguer, La pólvora y el incienso. Ediciones Península. Barcelona 2001, pág. 128.

{7} Victor Manuel Arbeloa, La semana trágica de la Iglesia en España (1931). Galba. Barcelona 1976, pág. 12

{8} Cif., Ramón Muntanyola, op. cit., pág. 192.

{9} En esas fechas, Vidal y Barraquer escribió a Alcalá-Zamora protestando por la expulsión del prelado: «Se trata de un Hermano en el Episcopado, cuya relación de fraternidad y cariño, a fuer de bien nacidos, no podemos desconocer todos los Obispos españoles».

{10} Expulsión de la que ya nos hemos ocupado en un artículo anterior dedicado a este cardenal.

{11} Manuel Azaña, Memorias políticas (1931-1933). Grijalbo. Barcelona 1996, pág. 202.

{12} Gabriel García Voltá, España en la encrucijada. PPU. Barcelona 1987, pág. 297.

{13} El artículo 26 establecía que las órdenes religiosas y la Iglesia en general carecerían en el futuro de todo beneficio del Estado: tendrán el estatuto de asociaciones y estarán reguladas por una ley especial conforme a los siguientes criterios: inscripción en un registro especial, incapacidad de adquirir y conservar más bienes que los necesarios para su existencia, prohibición de ejercer la industria, el comercio y la enseñanza, y obligación de presentar cuentas anuales sobre las inversiones realizadas. Además se disolvía a los jesuitas, sin citarlos, y se establecía la posibilidad de nacionalizar los bienes de las órdenes religiosas.
El artículo 27 desarrollaba la consecuencia de la separación Iglesia-Estado: libertad de conciencia y de práctica de cualquier religión, jurisdicción exclusivamente civil sobre los cementerios, prohibición de la exigencia de religión para cualquier cargo, &c.
Estos artículos fueron aprobados por 178 votos contra 59

{14} José Luis Fernández-Rua 1931. La segunda República. Tebas. Madrid 1977, pág. 500 y 501

{15} Niceto Alcalá-Zamora, Memorias. Editorial Planeta. Barcelona 1977, pág. 191.

{16} José Luis Fernández-Rua, Op. cit., pág. 502.

{17} Cf., por Gonzalo Redondo, Historia de la Iglesia en España. 1931-1939. Tomo I. Rialp. Madrid 1993, pág.173.

{18} Cf., M. Batlori & V. M. Arbeloa, Arxiu Vidal i Barraquer. Esglesia i Estat durant la segona República espanyola 1931/1936. II. Monestir de Monserrat. Barcelona 1975, pág. 680.

{19} Manuel Azaña, Op. cit., pág. 235.

{20} Se refiere al cardenal Eustaquio Ilundain, nacido en Pamplona el 20-IX-1862 y fallecido en Sevilla el 10-VIII-1937

{21} Cf., Gonzalo Redondo, op. cit., págs. 194 y 195.

{22} Cif., Vicente Cárcel Ortí, Pío XI, entre la República y Franco. BAC. Madrid 2008, pág. 153.

{23} Ibid., Ibid.

{24} Miquel Melendres, El purpurado del amor. Diario La Vanguardia Española, Barcelona, 3-X-1968.

{25} José Tarín Iglesias, El cardenal Vidal y Barraquer, o el espíritu de independencia. Ayuntamiento de Cambrils. Centenario nacimiento del Cardenal Vidal y Barraquer 1868-1969.

{26} Cf., Ramón Muntanyola, op. cit., pág. 256.

{27} Cf., por Vicente Cárcel Ortí, Pío XI…, op. cit., pág. XXXVII.

{28} Miquel Batllori & Víctor M. Arbeloa, La Iglesia. Historia General de España y América. Rialp, Barcelona 1990, tomo XVII, 2ª ed., pág. 199. Cif.,por J. ALBERTI: La Iglesia en llamas. Destino. Barcelona 2008, pág. 194

{29} Cf., por Ramón Muntanyola, op. cit., pág. 267

{30} Margarita Mauri Alvarez, El pensament del Cardenal Vidal i Barraquer. Ajuntament de Cambrils. Tarragona 2005, pág. 97.

{31} Cf., por Vicente Cárcel Ortí, Pío XI… op. cit., pág. 148.

{32} Cf., Ramón Muntanyola, Op. cit., pág. 309.

{33} José Andrés-Gallego & Antón M. Pazos, Archivo Gomá. CSIC. Madrid 2001, pág. 487.

{34} Cf. Ramón Muntanyola, Op. cit., págs. 314-315.

{35} Cf., María Luisa Rodríguez Aisa, El cardenal Gomá y la guerra de España. C.S.I.C. Madrid 1981, pág. 238.

{36} Cf., Ramón Muntanyola, Op. cit., pág. 316.

{37} Cf., Anastasio Granados, El cardenal Gomá, primado de España. Espasa-Calpe. Madrid 1969, pág. 176

{38} Hilari Raguer, op. cit., pág. 172.

{39} Cf., J. L. Martín Descalzo, Tarancón el cardenal del cambio. Planeta. Barcelona 1982, pág. 68

{40} Oriol Domingo, Del exiliado Vidal i Barraquer. En el diario La Vanguardia, de Barcelona, 31.III.03, pág. 35

{41} Vicente Cárcel Ortí, Pío XI, op. cit., pág. XLI.

{42} Enrique Pla Y Deniel, Escritos Pastorales. Tomo II. Ediciones Acción Católica Española. Madrid 1949, pág. 128.

{43} Cf., Ramón Muntanyola, Op. cit., pág. 334.

{44} Ibid., pág. 335.

{45} Enrique Miret Magdalena, Luces y sombras de una larga vida. Planeta. Barcelona 2000, pág. 241

{46} Cf., Ramón Muntanyola, Op. cit., pág. 345

{47} Cf., Gonzalo Redondo, La historia de la Iglesia en Espa&ntil= de;a 1931-1939. Tomo II. Rialp. Madrid 1993, pág. 589

{48} Joseph Salceda Castelles, Un binomi glorios: Vidal i Barraquer – Borrás i Ferre. Revista Cambrils, nº 84, abril 1978, pág. 18.

 

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