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El Catoblepas, número 109, marzo 2011
  El Catoblepasnúmero 109 • marzo 2011 • página 6
Filosofía del Quijote

Don Quijote como santo

José Antonio López Calle

Quinta parte del estudio sobre la interpretación de Unamuno del Quijote como evangelio del Cristo español. Las interpretaciones religiosas del Quijote (9)

Don Quijote como santo

Hasta aquí nos hemos ocupado de la exégesis unamuniana del Quijote como si fuese un evangelio y de don Quijote como figura de Cristo. Pero, como ya advertimos más atrás, además de esta perspectiva cristomórfica, el comentario de Unamuno es el resultado de una segunda línea hermenéutica, que se caracteriza por la adopción de una perspectiva hagiográfica, esto es, por el tratamiento de la vida de de don Quijote como la biografía de un santo, cuya vida, sin él buscarlo, además se asemeja llamativamente a la de Cristo. Fue una preocupación constante del escritor vascongado la aproximación a don Quijote como santo. Incluso, medio en serio medio en broma, aboga por la canonización de don Quijote, al que se dirige como «Mi San Quijote», por causa no sólo de su bondad, sino de sus locuras, que para él son heroicas: «Sí, los cuerdos canonizamos tus locuras» (Vida de Don Quijote y Sancho, pág. 397). En un escueto escrito posterior, «San Quijote de la Mancha» (1923)» nos anuncia su propósito de «emprender una campaña para que se canonice a don Quijote, haciéndole San Quijote de la Mancha» (Obras completas, VII, pág. 1244). Hasta amenaza a la Iglesia Romana, que ha canonizado a unos cuantos sujetos poéticos de menor realidad histórica que don Quijote, con un cisma, en caso de que se opusiera a ello, y con constituir la Iglesia Católica Española, Quijotesca.

Al menos en el terreno de la hermenéutica del Quijote Unamuno se ha tomado en serio su proyecto de canonización de don Quijote. Haga lo que haga la Iglesia, el exegeta vascongado ya ha emprendido su propia campaña de canonización de don Quijote, al presentarnos la obra magna cervantina como la hagiografía del Caballero de la Fe español, una hagiografía que constantemente se coteja con la de san Ignacio de Loyola y en algunas ocasiones con la de santa Teresa de Jesús. Se nos retrata así a don Quijote como un santo de una especie similar a la de san Ignacio. A Unamuno le gusta señalar, inventándose el dato, como ya hicimos notar, que en la biblioteca del hidalgo manchego figuraba la biografía de san Ignacio del padre Rivadeneira, publicada en 1583, como si con ello persiguiese sugerir que don Quijote fue un gran lector de ésta y quizá ello explique la afinidad espiritual, pero no sólo espiritual, entre ambos santos personajes. El caso es que Unamuno está convencido de que son muchas y grandes las semejanzas entre don Quijote e Iñigo de Loyola y ahí su empeño en explorarlas, para resaltar sus afinidades en cuanto a su carácter y costumbres, en múltiples episodios y lances de sus vidas, y en cuanto a sus virtudes.

Unamuno comienza poniendo énfasis en el temperamento colérico común a ambos, si bien san Ignacio, según su biógrafo Rivadeneira, acabó venciendo su cólera. Los dos fueron lectores ávidos de libros de caballerías y, lo que es más importante, ambos sufrieron una transformación vital por obra de la lectura, si bien en el caso de Iñigo de Loyola tal transformación la causó la lectura de la Vida de Cristo, de Ludolfo de Sajonia, y un florilegio de vidas de santos, un Flos Sanctorum, que pusieron en sus manos, a falta de libros de caballerías, durante su convalecencia tras caer herido en la defensa de Pamplona contra los franceses en 1521, y no de libros de caballerías. Y al igual que don Quijote quiso imitar la vida de los caballeros andantes, Iñigo quiso imitar y obrar lo que leía, esto es, seguir el ejemplo de vida de Cristo y los santos. Porque si don Quijote se esfuerza en ser un caballero andante a lo humano, Iñigo se esforzaba por ser un caballero andante a lo divino. Imbuidos de sus respectivos proyectos caballerescos, a lo humano o a lo divino, deciden lanzarse al mundo en busca de aventuras, no sin la oposición de miembros de sus familias. La sobrina de don Quijote trata de evitar que su tío vaya por el mundo a buscar pan de trastiego y el hermano mayor de Íñigo de Loyola, Martín García, trata de disuadir a su hermano de que salga a buscar aventuras en Cristo. No obstante, a pesar de esta oposición, ambos se salen con la suya. Lo primero que hace don Quijote, recién salido al mundo, es armarse caballero y su vela de armas le recuerda a Unamuno la del caballero andante de Cristo, Iñigo de Loyola, quien la víspera de Navidad de 1522 veló sus armas ante el altar de Nuestra Señora de Monserrate.

El primer trabajo o entuerto enderezado por don Quijote, según Unamuno, es el del adoncellamiento de las mozas de partido, humilladas de continuo, pero elevadas por el caballero andante a lo humano a la dignidad de doñas, aunque este primer entuerto enderezado por el caballero, como todos los demás que enderezó, torcido queda. En la vida de san Ignacio hay un hecho similar, en el que vemos al santo vascongado honrar a una mujer prostituta. Del mismo modo que don Quijote honró a la mujer en lo que es tenido por lo más bajo y más vil de ella, la mujer prostituta, haciéndose armar caballero ciñéndole la espada y calzándole la espuela dos mozas de partido, Iñigo de Loyola la honró acompañando él mismo en persona, en Roma, a las mujeres públicas perdidas para ir a colocarlas en el monasterio de Santa María o en casa de alguna señora honesta, donde fuesen instruidas en la virtud.

La aventura de los mercaderes, de trascendental importancia en el comentario unamuniano, tiene su equivalente en la vida de san Ignacio en aquella en que el santo tiene una disputa con un moro o morisco, que se negaba a aceptar la virginidad y pureza de la Virgen María. Como don Quijote, Íñigo se lo tomó tan en serio y a pecho, que llegó a plantearse si la fe que profesaba le obligaba a seguir al moro y matarlo a puñaladas por atreverse a mancillar a la bienaventurada Virgen sin mancilla o proseguir su camino. Pero resolvió la disputa de un modo diferente al de don Quijote y con más fortuna, ya que, al llegar a una encrucijada, dejó a su caballo que decidiera por él según el camino que tomara, pero afortunadamente para él el caballo no se fue por el camino del moro.

Luego de esta aventura, hay tres episodios de la primera parte de la historia de don Quijote que tienen sus paralelos en la vida de san Ignacio como caballero andante a lo divino. Los golpes recibidos por el arriero al que complace Maritornes y que él atribuye a algún descomunal gigante son análogos, según el comentarista vascongado, al apretón de garganta de san Ignacio durmiendo una noche de 1541 y que él atribuyó al demonio, que le quería ahogar. La penitencia del caballero andante a lo humano en Sierra Morena tiene su análoga en la vida del caballero andante a lo divino en la penitencia de éste en la cueva de Manresa. Por último, la batalla de los cueros de vino tinto de don Quijote, que éste interpreta como batalla contra un gigante, le recuerda a Unamuno la batalla nocturna de san Ignacio en un hospital de Alcalá de Henares con los que él tomó por unos demonios.

Ya en la segunda parte de la historia de don Quijote, Unamuno sigue descubriendo grandes semejanzas entre la vida del caballero andante a lo humano y la del caballero a lo divino. Las visiones de don Quijote en la cueva de Montesinos le recuerdan las visiones de san Ignacio, en las que se le representó la manera como Dios creó el mundo, vio la humanidad de Cristo, alguna vez a la Virgen y tuvo muchas visiones del demonio. La aventura del barco encantado, en la que don Quijote se encuentra en el Ebro una pequeña embarcación que parecía estar allá aguardándole, es similar a la disposición de san Ignacio a embarcarse en la primera barca que hallase en el puerto de Ostia para cumplir un mandato del Papa. La agria reprimenda del grave eclesiástico de los Duques a don Quijote no deja de tener parentesco con la reprimenda que el vicario del convento dominico de san Esteban, de Salamanca, enderezó a Iñigo de Loyola. El lamento de don Quijote, al borde de la muerte, por no disponer ya de tiempo para leer libros de devoción que sean luz del alma le recuerda a Unamuno a san Ignacio, quien, estando herido en la cama, en Pamplona, pidió libros de caballerías para matar el tiempo, pero le entregaron los Evangelios y el Flos Sanctorum, los que le empujaron a ser caballero andante a lo divino. Finalmente, la muerte de don Quijote se asemeja también a la de san Ignacio de Loyola, en tanto en ambos casos se trata de una muerte sencilla, sin comedia y sin hacer espectáculo de la muerte, que es como, según Unamuno, se mueren los verdaderos santos y héroes, un modo de morir muy parecido al de los animales, que simplemente se acuestan a morir.

Pero no sólo en cuanto a temperamento, hábito de lectura y lances vitales se asemejan san Quijote y san Ignacio, sino también en cuanto a su espíritu y virtudes heroicas, que hacen de don Quijote un santo de estirpe ignaciana. Unamuno loa la grandeza de la fe de ambos. No en vano ya vimos que don Quijote es, para su comentarista, el Caballero de la Fe, un caballero en el que se juntan la fe en Dios y la fe en sí mismo, y es que no hay fe en sí mismo, según él, como la del servidor de Dios y al que tiene fe en sí, se le da todo por añadidura. Pues bien, esta fe de don Quijote en Dios acompañada de fe en sí mismo le recuerda a Unamuno la fe del mismo tenor de san Ignacio. Y con la fe va la obediencia, de la que ambos son también un dechado. La obediencia de don Quijote a la providencia de Dios, a sus designios, es afín a la de san Ignacio y de ella encuentra un excelente ejemplo en la actitud de don Quijote de dejarse guiar por su caballo, de acometer las aventuras que el azar de los senderos de la vida le depare, pues lo que así le sobrevenga será el designio de Dios, al que don Quijote, como fiel discípulo de Cristo, se somete en un acto de la más profunda humildad y obediencia a los designios divinos. Don Quijote es, pues, un perfecto obediente, ya que jamás discute si la aventura que se le presenta le concierne o no, si se acomoda a él o no. Similarmente, san Ignacio se dejaba guiar de la inspiración de su cabalgadura.

Pero amén de la inspiración de su caballo y del azar de los caminos que le deparaba lances que no escogía, hay dos aventuras en las que Unamuno percibe a don Quijote como un acabado obediente y a la vez como una muestra de su fe perfecta, a saber: la aventura del león y la del barco encantado. En la primera es un obediente cabal y un hombre de fe porque se topó al azar de los caminos con el león que, según Unamuno, Dios le enviaba y con sólo verlos entendió la voluntad divina y obedeció según la más perfecta manera de obedecer que hay, según san Ignacio, que es «cuando hago esto o aquello sintiendo alguna señal del Superior, auque no me lo mande ni lo ordene». Y así don Quijote en una aventura en la que Dios quiso probar su fe y su obediencia sale airoso de ella, ya que, en cuanto vio el león, sintió la señal de Dios, obedeció y actuó conforme a ello, de un modo tan ejemplar que Unamuno no duda en comparar con Abraham cuando Dios le mandó subir al Monte Moria a sacrificar a su hijo. No obstante, el caballero se nos revela como un dechado de obediencia, más aún que en la aventura del león, en la del barco encantado, en cuya aventura análoga de san Ignacio éste muestra la misma ejemplar obediencia a los designios de la providencia divina.

Unamuno también ensalza la pobreza de don Quijote y la compara con la de san Ignacio. Nos dice que en su primera salida hizo algo así como voto de pobreza, pues salió de su casa sin blanca, pero le acusa de quebrantar el voto de pobreza cuando por consejo del ventero que le armó caballero llevó dinero. Aquí se muestra el comentarista demasiado severo, pues, aparte de que el dinero que llevó consigo era el justo para subsistir, también los frailes y monjes llevan dinero o provisiones para atender a los menesteres que surjan durante los viajes. No obstante, la precedente reprensión no le impide ponderar como una señal de la santidad de don Quijote su desprecio de las riquezas del mundo: «Pocas cosas elevan más a Don Quijote que su desprecio de las riquezas del mundo» (Vida de Don Quijote y Sancho, pág. 201). A diferencia de Sancho, que apenas se encuentra en una aventura acude al punto al botín, don Quijote nunca acude al botín o a desvalijar. Esto es cierto, pero tampoco los héroes caballerescos, como Amadís o Palmerín de Inglaterra, lo hacían, pero porque aspiraban a un botín mayor, como es la conquista o herencia de un reino o imperio. Tal es el caso de don Quijote, que no se conforma con ser menos que rey o emperador, con las riquezas que al ejercicio de esta dignidad son inherentes. Teniendo en cuenta, por tanto, este objetivo de don Quijote no se puede decir que desprecie las riquezas; las desprecia tanto como podían despreciarlas Amadís o Palmerín.

En el programa de Unamuno de establecer una analogía sistemática entre la vida de don Quijote y la de san Ignacio de Loyola se topa con una grave dificultad: mientras el resorte de don Quijote es la ambición de gloria mundana, san Ignacio desdeña la ambición y el apego al mundo como vanidad mundana que los miembros de la Compañía de Jesús deben erradicar de sus corazones.

Pero Unamuno no se arredra ante esta importante desemejanza entre la biografía de don Quijote y la del santo vascongado, y no duda en retorcer las cosas tanto como haga falta para salirse con la suya y trocar la falta de analogía en analogía con una triquiñuela, a saber: la tesis de que, en el fondo, la práctica de la humildad, manifiesta en la huida de las dignidades y prelacías de la Iglesia por los hijos espirituales de san Ignacio, de acuerdo con la exhortación del fundador, envuelve una refinada soberbia. Y en apoyo de su tesis Unamuno invoca la autoridad de un padre jesuita precisamente, el padre Alonso Rodríguez, quien en su libro Ejercicio de Perfección y Virtudes Cristianas, declaró que era una gran soberbia pretender ser tenido por humilde y un engaño buscar por medio de la humildad ser honrado y estimado de los hombres. Unamuno incurre, sin embargo, en el sofisma de no distinguir entre ser humilde sin más y ser humilde para adquirir la fama de tal. Es esto último lo que, como sostiene el padre Alonso Rodríguez, envuelve soberbia y no lo primero. Lo que san Ignacio y los miembros de su Compañía predicaban y buscaban es el ser humildes en sentido estricto, no el alcanzar fama de serlo; otra cosa es hasta qué punto muchos jesuitas lograron esa meta.

Pero Unamuno se propone por todos los medios restablecer la paridad entre don Quijote y san Ignacio convirtiendo al primero en un modelo de humildad y para ello recurre a una nueva artimaña consistente en redefinir la soberbia y la humildad del siguiente modo: la soberbia es abstenerse de obrar por no exponerse a la crítica y la humildad es lanzarse a obrar aceptando la crítica. De acuerdo con esto, la creación del mundo por Dios es el acto más grande de humildad, según Unamuno, pues crea un mundo, que no añade nada a su gloria, y a los hombres, que someten a crítica su obra. De modo similar don Quijote es uno de los más puros dechados de humildad, aunque otra cosa nos finjan las engañosas apariencias, ya que, al igual que Dios mismo, se lanzó a obrar y se expuso a que los hombres se burlasen de su obra. Así que, a la postre, el comentarista creer restablecer así la analogía entre don Quijote y san Ignacio: tan humilde es el uno como el otro.

Ahora bien, esa forma de argumentar no resuelve nada y deja las cosas como estaban, y no porque no sea verdad que el humilde está dispuesto a aceptar que sus actos sean objeto de crítica, incluso de burla, sino porque don Quijote no se somete a crítica o a burla alguna, ya que de hecho él es incapaz de percibir crítica o burla alguna en las obras y dichos que los demás le dedican, que él toma como cosa seria. Algunos personajes, como los Duques o Antonio Moreno, incluso se esmeran en que las burlas no parezcan tales. No cabe hablar, pues, de humildad de don Quijote en estos casos, porque él no capta la burla y por tanto reacciona como si todo lo que sucede a su alrededor va en serio. No es difícil imaginar la escasa humildad que don Quijote mostraría si sospechase que se están burlando de él y la cólera violenta con la que reaccionaría. De hecho, hay un caso interesante, en la aventura de los batanes, en que asistimos a un arrebato de violenta cólera del protagonista ante la sospecha de que Sancho se está burlando de los alardes de heroicidad de su amo ante la eventualidad de una gran empresa cuando lo que tienen delante es simplemente el ruido de unos batanes. La sospecha de burla le cuesta a Sancho un duro golpe del lanzón en la espalda.

En puridad, toda esta argumentación constituye una ignoratio elenchi. Todas estas redefiniciones de la humildad dejan como estaba la objeción inicial: mientras san Ignacio desdeña la gloria mundana, don Quijote sueña con ella, lo que le mueve, como sedicente caballero andante, es la búsqueda de la fama y el renombre, el reconocimiento público de la grandeza de sus hazañas. Las redefiniciones anteriores no cuestionan el que la búsqueda a todo trance de la gloria mundana por don Quijote es una forma de ambición y vanidad contraria a la verdadera humildad y la virtud, que invitan a practicarse al margen del reconocimiento de los demás, y también contrario a la actitud propia de un santo, pendiente sólo de la gloria celeste. Además, no sólo la ambición de gloria distingue a don Quijote de san Ignacio, pues el caballero manchego alberga otros objetivos mundanos, no menos desdeñables para el santo vascongado. Aparte de la fama, don Quijote tiene en el más alto aprecio las dignidades y cargos políticos, cosa que Unamuno, siempre propenso a dar una visión extremamente eticista del personaje, suele ocultar, de forma que él mismo tiene como máxima aspiración mundana, como ya dijimos más atrás, conquistar o heredar un reino o imperio que gobernar, a ser posible después de casarse con su amada Dulcinea, a la manera como hizo Amadís, su héroe caballeresco más admirado.

Unamuno no ignora la diferencia entre los héroes caballerescos y los santos, pero tiende a restarle importancia y a la postre a igualarlos. Admite que los caballeros andantes, como don Quijote, buscan perpetuarse en la memoria de los hombres y, en cambio, los santos perpetuarse en el seno de Dios. Pero para Unamuno, una y otra cosa viene a ser lo mismo, pues, como él mismo dice, unos y otros, héroes y santos, buscaban lo mismo: sobrevivir. Como si ante este objetivo genérico de sobrevivir despareciesen las diferencias entre las diversas formas o especies de supervivencia. Ahora bien, en el caso en que estamos, no es lícito, salvo que se quiera sembrar la confusión, colocar en el mismo plano la supervivencia en la fama, a la que sólo metafóricamente cabe calificar de tal, y la supervivencia del alma inmortal en otra forma de vida.

Por último, dos observaciones. La primera se refiere a las virtudes santas de don Quijote. Llama poderosamente la atención el que, de acuerdo con la visión de Unamuno, la historia de don Quijote es ante todo la de un Caballero de la Fe y el que no se presta atención alguna a la caridad o generosidad del caballero, manifiesta en su vocación de ayuda a los necesitados, quizá porque se trata de una buena voluntad improductiva. De hecho, el propio Unamuno, a propósito del que considera el primer entuerto enderezado por don Quijote, el adoncellamiento de las mozas de partido, comenta con ironía que como todos los demás entuertos que enderezó, torcido queda, lo que invita a pensar que, según él, el Caballero de la Fe no hizo ninguna obra buena y que su bondad, que ensalza, sería meramente intencional. El que la fe de don Quijote sea improductiva, el que su caridad o bondad sea meramente intencional no le impiden a Unamuno convertirlo en un santo.

Asistimos así a una luteranizacion de la figura de don Quijote, quien se define ante todo por la fe y a quien la buena intención le basta para alcanzar la santidad. De hecho, Unamuno se escandaliza porque don Quijote pregona muy católicamente que cada hombre es hijo de sus obras y de acuerdo con esto el propio don Quijote, no teniendo aún obras al iniciar su misión, se creía hijo de las que pensaba acometer y por las que cobraría eterno renombre y fama. Pero el comentarista vascongado considera «poco cristiano a primera vista lo de tener a un hijo de Dios por hijo de sus obras» (Vida de Don Quijote y Sancho, pág. 181) y que, en el fondo, el cristianismo de don Quijote no es el que aparenta ser, un cristianismo de las obras, sino un cristianismo interior que describe en muy mal estilo metafísico y poco inteligible: «Mas es que el cristianismo de Don Quijote estaba más adentro, mucho más adentro, por debajo de gracia de fe y de mérito de obras, en la raíz común a la naturaleza y a la gracia» (ibid.). Esta insistencia en el cristianismo interior del Caballero de la Fe preludia la interpretación erasmista de Américo Castro, que hará de esto uno de los temas centrales de su visión del Quijote.

Por otro lado, este énfasis en el cristianismo interior concuerda a la perfección con la apología unamuniana de la ética de la buena intención frente a la ética de las obras, que le permite ensalzar la bondad santa del Caballero de la Fe, aunque ésta no vaya acompañada de buenas obras o incluso le salgan torcidas, ya que lo que importa es la bondad de la intención y por tanto «sólo en la intención está el mal» (op. cit., pág. 441) y de ahí su exhortación: «Santifiquemos nuestra intención y quedará santificado el mundo» (ibid.).

Este don Quijote luterano es cosa de Unamuno que nada tiene que ver obviamente con el don Quijote cervantino, que defiende la primacía de las obras y no sólo como católico, que le hace recordar, como ya dijimos en la crítica a Benjumea, el principio evangélico de que la fe sola sin obras es una fe muerta, sino como caballero andante, en cuya vida la realización de grandes obras es esencial, sin las cuales no puede aspirar a renombre y la fama.

La segunda observación se refiere a la imposibilidad de la santidad de don Quijote, incluso desde la propia perspectiva hermenéutica de Unamuno. Aceptemos por hipótesis que don Quijote es un héroe de la fe y que su buena voluntad le convierte en un dechado de bondad. Pues bien, aun así no puede ser un santo, porque en el lecho de muerte no sólo pierde la fe, sino que abomina de ella, si es que la fe caballeresca, conforme a la exégesis unamuniana, es una alegoría de la fe religiosa. Y un renegado no puede ser obviamente un santo cristiano, ni católico ni luterano.

 

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