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El Catoblepas, número 110, abril 2011
  El Catoblepasnúmero 110 • abril 2011 • página 6
Filosofía del Quijote

La vida de Sancho
como discípulo del Cristo español

José Antonio López Calle

Final del estudio sobre la interpretación de Unamuno del Quijote como el evangelio del Cristo español. Las interpretaciones religiosas del Quijote (10)

Don Quijote y Sancho Panza (Antonio Saura)

Como ya dijimos, uno de los principales propósitos de Unamuno en su comentario de la vida de don Quijote y Sancho, es rehabilitar las figuras mal comprendidas de ambos por su propio creador. Ya hemos visto en qué ha consistido la rehabilitación y adecuada comprensión de la figura de don Quijote. Unamuno cumple también con su propósito con respecto a Sancho, cuyo carácter y espíritu resultan, al final, ser muy afines a los de su amo.

Si don Quijote es ante todo un caballero de la fe, de Sancho cabría decir paralelamente que es un escudero de la fe, un hombre de fe, que llega a poseer en grado heroico. Y es que en el fondo Sancho llega a ser la viva imagen de su amo y maestro, una especie de Quijote, cuya figura se va agrandando a medida que avanza su historia hasta llegar a la cumbre de su fe en el trance de la muerte de don Quijote. La vida de Sancho es, no obstante, en cierto modo la inversa de don Quijote, cuyo punto de partida es el de de una fe poderosa y entusiasta y de una plena conciencia de su misión religiosa, perfectamente manifiesta en su declaración de que sabe quién es, y cuyo término final es la pérdida de la fe antes de morir, víctima de la cordura, pues la vida de Sancho parte de una fe escasa y, en ocasiones dubitativa, que progresivamente se va agrandando hasta llegar a su grado máximo justo cuando su amo pierde la suya. Si don Quijote termina desquijotizándose, Sancho se va quijotizando («Hay dentro de Sancho mucho Don Quijote», Vida de Don Quijote y Sancho, pág. 330), hasta el punto de convertirse, por la fuerza de su fe, en el heredero y continuador de la misión de su señor de instaurar y hacer triunfar el quijotismo en España, en Europa y en el mundo.

La vida de Sancho es tan agónica y a la postre, tan heroica como la de don Quijote. Unamuno nos pinta a un Sancho dotado de una fe verdadera, viva, fecunda y salvadora en don Quijote, pero una fe que se alimenta de la duda y del conflicto entre el corazón y la cabeza. El núcleo de la carrera de Sancho, como escudero y discípulo de su amo, es la lucha interior entre dos polos, entre el polo de su tosco sentido común, azuzado por la codicia, y el polo de su noble aspiración al ideal, hacia el que le atraen Dulcinea, una vez que llega a creer en ella, y su amo. Y de esta lucha finalmente sale triunfando su noble aspiración al ideal, pues del combate en que consiste su carrera escuderil emerge con una fe purificada y acrisolada, que va subiendo hasta alcanzar el grado de fe sublime, sencilla y viva que llegará a mostrar cuando su amo está a punto de morir. En la agónica y heroica vida de Sancho cabe distinguir varios hitos importantes.

Al comienzo de su historia, Sancho se nos presenta como un personaje al que, como a su amo don Quijote, el resorte último que le saca de su casa para echarse al mundo es la ambición de gloria. Unamuno admite que inicialmente a Sancho le sacó de su casa la codicia, pero contra los que sostienen que el móvil principal y sempiterno del escudero fue la codicia, alega en defensa de Sancho que también desde el principio no dejó de espolearle un fondo de ambición de gloria, ambición que terminó transformando moralmente al personaje, ya que a medida que crecía su ambición de gloria lo hacía a costa de su codicia, de forma que su sed de oro se acabó trocando en sed de fama y ya sabemos que, de acuerdo con el alegorismo de Unamuno, la sed de fama y de renombre es manifestativa de una más profunda ansia de inmortalidad. En suma, Sancho resulta estar, desde el principio, casi tan preocupado por el afán de no morir, de vivir eternamente como su propio señor. Tan sólo le reprocha Unumuno el que Sancho anda algo confuso con respecto a la verdadera gloria, lo que se revela en que no comprende todavía que la verdadera recompensa no es la ínsula, el poder temporal, sino la gloria de su señor, el querer eterno.

El segundo hito decisivo en la historia de Sancho como héroe de la fe se sitúa en el momento de la plática entre Vivaldo y el Caballero de la Fe, pues mientras todos los que la oían, incluidos pastores y cabreros, se percataron de la falta de juicio de don Quijote, sólo Sancho pensó que era verdad cuanto su amo decía. Unamuno ensalza esta fe quijotesca de Sancho, la fe del que cree sin haber visto, ya que, a diferencia de los mercaderes toledanos que pedían a don Quijote señales como los judíos a Jesús, señales para creer, un retrato de Dulcinea, Sancho el heroico no pide señales, sino que piensa que es verdad cuanto su amo dice. De este modo la simpleza de Sancho se convierte en el justo equivalente de la locura de su amo y es, según Unamuno, tan loca y heroica como la locura de su señor, pues creyó en ésta.

No obstante, la fe de Sancho no es todavía perfecta y aún debe madurar, ya que piensa que es verdad cuanto su amo dice, pero cuando empieza a hablar de Dulcinea le asaltan las dudas, no cree todavía en Dulcinea, aunque, según madure su fe, llegará a creen en ella en la segunda parte de su historia y con ella o a través de ella en la vida perdurable: «Y ella te cogerá de la mano y te llevará por los campos perdurables» (op. cit., pág. 231).

Un tercer momento clave en la historia de Sancho lo representa su declaración en la aventura del yelmo de Mambrino de que sus hazañas de escudero, si es que se usa en la caballería escribir hazañas de escudero, no han de quedar entre renglones, que nos revela su afán creciente de gloria y de ahí que Unamuno la interprete como una señal inequívoca de la quijotización de Sancho y con ello de estar en camino de la inmortalidad. Sancho no ha tenido una Aldonza Lorenzo que le encienda el amor a la inmortalidad, pero no importa, pues anda con don Quijote, por el que ha dejado mujer e hijos, y a través de su compañía ha quedado tocado de la locura de su amo, que le quijotiza encendiéndole el ansia de inmortalidad.

Con el gobierno de Sancho o, más bien, con el fin de su gobierno en la Ínsula Barataria el escudero llega a su madurez, se convierte en un héroe, su fe llega a ser tan grande como la de su señor y, en fin, alcanza la plena autoconciencia de su misión. Este episodio es tan importante en la carrera del escudero como en la del caballero el lance que le lleva a proclamar que sabe quién es. Al dejar el gobierno de la Ínsula, por el que tanto había suspirado, por fin Sancho acabó de conocerse y lo que llega a saber de sí mismo es que no nació para mandar o guiar a otros, sino para seguir a don Quijote, pues en seguirle, servirle y vivir con él está su Ínsula. Una vez descubierto esto, como dice Unamuno, Sancho llega al meollo de sí mismo y puede hombrearse con él y decir como él y con él: «¡Yo sé quién soy!» (op. cit., pág. 428). Sancho ya es un héroe y tan héroe como don Quijote.

Pero el momento definitivo en que Sancho asciende a la cumbre de su fe es aquel en que visita a su amo encamado y en trance de morir, y trata de infundirle ánimos urgiéndole a salir al campo vestidos de pastores y quizá tras de alguna mata hallen a Dulcinea desencantada. La respuesta de don Quijote a Sancho y a quienes, como Sansón Carrasco quieren animarle de esta forma, es inequívoca e inapelable: «Yo fui loco y ya soy cuerdo; fui don Quijote de la Mancha y soy ahora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno. Pueda con vuestras mercedes mi arrepentimiento y mi verdad volverme a la estimación que de mí se tenía» (II, 74, 1103).

A pesar de que Sancho tan sólo anima al que fue don Quijote y ya no lo es sólo a ir al campo de pastores y no a salir en busca de aventuras caballerescas y de que don Quijote reniega y se arrepiente de su pasado caballeresco, Unamuno se inventa la fantasía de la resurrección de don Quijote en Sancho, pues supuestamente Sancho mantiene viva su fe en don Quijote como caballero andante, como si fuera menester que don Quijote muriese, para que Sancho cobre su fe, viva y en él resucite su señor para volver a salir en pos de aventuras caballerescas por los caminos y tratar, como encargado de Dios, de asentar definitivamente el quijotismo sobre la tierra. Puede ser, no obstante, que Sancho mantenga su fe caballeresca, a pesar de la recuperada cordura de don Quijote y de su insistente abominación de los libros de caballerías, cordura y abominación que podrían haber minado la fe caballeresca del escudero; pero aunque no fuera minada, lo cierto es que Sancho no apela a ésta a la hora de infundir ánimos a su señor, pues no la invoca para incitarle a salir en busca de aventuras caballerescas, sino que lo que invoca es una fe de otro orden, la fe pastoril, para ir al campo vestidos de pastores. Además, aun desde el propio punto de vista hermenéutico de Unamuno, no tiene mucho sentido pretender resucitar como don Quijote a quien ha renegado de esta falsa identidad y vindica su verdadera identidad de ser Alonso Quijano.

Para terminar, hagamos una reflexión crítica sobre la reconstrucción unamuniana de la vida de Sancho como la historia de un hombre de fe, en la que éste crece a costa de la codicia, hasta el punto de transformarse Sancho tan profundamente que deviene «uno de los hombres más desinteresados que haya conocido el mundo» («Sobre la lectura e interpretación del ‘Quijote’», pág. 152). Poco falta para que el comentarista vindicador del carácter, espíritu y heroicidad de Sancho emprenda una campaña para canonizarlo también. El primer paso ya está dado con su comentario con el que, según él mismo confiesa, espera redimir a Sancho restableciendo la presunta verdad sobre la fe heroica y el inusitado desinterés del personaje.

Pero esta vindicación es una pura fantasía, una falsificación de la verdadera historia de Sancho relatada por Cervantes, tanto por lo que concierne a la fe como a su desinterés. En cuanto a lo primero, es innegable que el escudero mantiene su fe, pero esa fe es la fe en la historicidad de los libros de caballería y en que su señor es realmente un caballero andante, que nada tiene que ver con la fe religiosa, que, por otro lado, Sancho también posee y hasta varias veces hace alarde de su catolicismo, pero su fe religiosa, que es la misma desde el principio hasta el final de la novela, no es el tema principal de su historia, simplemente permanece en el trasfondo ideológico de la obra.

En cuanto al desinterés y supuesta disminución y superación final de su codicia, nada puede ser más falso. Sancho no evoluciona desde un estado inicial de máxima codicia a un estado final en que ésta ha quedado superada, dejándonos a un personaje singularmente desinteresado, sino que desde el principio hasta el final es un personaje codicioso e interesado. Así lo retrata el narrador, así lo retratan algunos personajes, así se retrata él mismo y así lo acreditan sus propias obras. En efecto, es el propio narrador el que lo tacha de codicioso no sin cierta ironía: «Maquer que tonto, era un poco codicioso el mancebo» (I, 27, 259). Y otros personajes, como la Duquesa, que lo tiene bien calado, así lo pinta también; pero en un interesante pasaje es el propio Sancho quien confiesa su codicia: «Como la codicia rompe el saco, a mi me ha rasgado mis esperanzas» (I, 20, 176); y hacia el final de la novela de nuevo Sancho vuelve a reconocer su carácter interesado, aunque lo justifica en nombre de su familia: «El amor de mis hijos y de mi mujer me hace que me muestre interesado», una confesión con la que Sancho justifica ante su señor el cobro de los azotes para el desencanto de Dulcinea.

Y sobre todo son sus propias obras las que certifican que el resorte último de su actuación es la búsqueda de su provecho, por más que este provecho tenga como mira final a su familia. Y no sólo porque durante la primera parte de su historia lo vemos entregarse al pillaje y a la busca del botín, lo que de ningún modo puede justificarse por el amor a la familia, pues hay cosas que ni por ésta deben hacerse (Sancho no es un pobre miserable que pudiera verse abocado a la rapiña), sino porque desde que entra en escena hasta el final de la novela sueña constantemente con la recompensa de una Ínsula, sufre cuando percibe que sus esperanzas al respecto parecen frustrarse hasta el punto de que varias veces está a punto de abandonar a su amo y volver a su casa y, tras el fracaso de su gobierno insulano, sigue esperando una recompensa similar sustitutiva (ahora se pirra por un condado), y sufriendo cuando nuevamente ve amenazadas sus esperanzas.

Así lejos de enseñarle, como sostiene Unamuno, su fracaso como gobernante que no nació para mandar, sino para seguir a su señor como su verdadera Ínsula, Sancho, durante su estancia en Barcelona, manifiesta que no ha renunciado a su apetito de mando: «Sancho, aunque aborrecía el ser gobernador, como queda dicho, todavía deseaba volver a mandar y a ser obedecido, que esta mala ventura trae consigo el mando, aunque sea de burlas» (II, 63, 1034). La derrota de su amo en Barcelona desalienta a Sancho que imagina «las esperanzas de sus nuevas promesas deshechas» por causa del oscurecimiento de la luz de la gloria de las hazañas de su señor tras esta derrota y el compromiso de no tomar armas en un año (II, 64, 1048).

Más adelante, mientras don Quijote convalece en Barcelona de su derrota durante seis días en el lecho, nos confiesa Sancho que ahora lo que realmente desea es ser conde: «Yo, que dejé con el gobierno los deseos de ser más gobernador, no dejé la gana de ser conde», pero le consume el temor de que sus esperanzas se vuelvan en humo si su señor, al dejar el ejercicio de la caballería, ya no llega a ser rey (II, 65, 050). En el viaje de regreso a su aldea, don Quijote tranquiliza a Sancho saliendo garante de sus esperanzas de ser conde o cosa parecida: «Por mí te has vuelto gobernador y por mí te ves con esperanzas propincuas de ser conde o tener otro título equivalente, y no tardará el cumplimiento de ellas más de cuanto tarde en pasar este año, que yo ‘post tenebras spero lucem’» (II, 68, 1065).

El broche final lo pone Sancho, cuando a su llegada al lugar, le rinde cuentas a su esposa y le dice que va a oír maravillas, pero esas maravillas, a la postre, no son las pasmosas y admirables peripecias que ha vivido junto a su señor, sino los buenos dineros que trae a casa, y lo demás es calderilla: «Dineros traigo, que es lo que importa, ganados por mi industria y sin daños de nadie» (II, 73, 1096).

 

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