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El Catoblepas, número 112, junio 2011
  El Catoblepasnúmero 112 • junio 2011 • página 6
Filosofía del Quijote

Américo Castro
y la exégesis erasmista del Quijote

José Antonio López Calle

Primera parte del estudio sobre la interpretación erasmista del Quijote de Américo Castro. Las interpretaciones religiosas del Quijote (12)

Américo Castro, El pensamiento de Cervantes (1925)

Américo Castro nos presenta una visión del Quijote que ya no es la de una obra anticatólica, a la manera de Benjumea, con quien comparte, sin embargo, la insistencia en el elemento crítico, racionalista y naturalista de Cervantes impreso en aquél, bien es cierto que dando a este elemento un sentido más ligero, o la del Evangelio del Cristo español o de Cristo sin más, a la manera de Unamuno o de Cortacero, sino la de una obra religiosa o teológicamente erasmista. El cristianismo que rezuma la magna novela no es ya uno ortodoxamente católico, sino un cristianismo esencialmente erasmista, aunque sorprendentemente esta proclamación no le impide afirmar a la vez que Cervantes era, no obstante, católico, apostólico, romano… Según él, el pensamiento de Cervantes es un reflejo del espíritu de fines del siglo XVI, que define como una «mezcla extraña de adhesión a la Iglesia y de criticismo racionalista» (El pensamiento de Cervantes, Trotta, 2002, pág. 223). Y ese criticismo racionalista está encarnado en Cervantes por el humanismo renacentista de tipo erasmista, del que es un producto el Quijote.

En realidad, no fue Castro el primero en hablar del erasmismo de Cervantes, sino, como el propio Castro admite, Menéndez Pelayo, quien había hablado del «erasmismo latente» en la crítica cervantina del Quijote, pero dejaba sin precisar el contenido real de este erasmismo que quizás se refiera, como el propio Castro conjetura, a las críticas acerbas contra los monjes y la vida eclesiástica y a otros detalles satíricos. Pero ha sido sin duda Castro quien más lejos ha llevado la tesis del Quijote erasmiano, pues ahora el erasmismo de Cervantes y su gran novela ya no se reduce a unas críticas mordaces contra los monjes y frailes, sino que es mucho más que eso, esto es, «representa una nueva concepción religiosa, una ideología de acuerdo con las ideas humanísticas» (op. cit., pág. 244). Hasta tal punto exagera la influencia erasmista en Cervantes que termina su estudio al respecto en El pensamiento de Cervantes con la declaración rotunda de que «sin Erasmo, Cervantes no habría sido como fue» (op. cit., pág. 289).

Ahora bien, según Castro, Cervantes ha ocultado deliberadamente la tendencia erasmista de su pensamiento religioso, al que acusa por ello de «hábil hipócrita». Por un lado, nos ha dejado numerosos indicios de erasmismo dispersos por toda la novela; pero por otro lado, Cervantes la ha sembrado de no menos protestas de ortodoxia. De éstas se deshace con la acusación de ser un «hábil hipócrita». En cuanto a los indicios, va a rastrear todo el material religioso, o con implicaciones de este género, teológico y moral del Quijote, en gran parte coincidente con el que Benjumea había sometido a escrutinio, a la búsqueda del sentido oculto erasmiano del cristianismo cervantino.

Castro ha sido sin duda el principal artífice de la interpretación erasmista del Quijote, pero no le han faltado adeptos y discípulos. Entre los principales autores en los que las tesis de Castro han encontrado eco, cabe mencionar a Bataillon, bien es cierto que el autor francés matizó mucho su visón erasmista del gran libro cervantino y puso bastantes pegas a los análisis de Castro, al que además acusó de empujar demasiado a Cervantes hacia el racionalismo, pero, a la postre, no deja de sostener que el humanismo cervantino derramado en el Quijote se hace más inteligible si admitimos su filiación con el humanismo erasmista, que arraigó profundamente en España, tanto en el terreno religioso como en el político, y que Cervantes es «el último heredero del espíritu erasmiano en la literatura española» (véanse su Erasmo y España, págs. 777-801, especialmente págs. 795 y n. 90, 798 y 801; y «El erasmismo de Cervantes en el pensamiento de Américo Castro», en Erasmo y el erasmisno, págs. 347-359) . Entre los que han seguido ciegamente a Castro, sin reserva alguna, destaca José Luis Abellán, quien en su tratamiento del tema, verdaderamente acrítico, recoge todos los argumentos de Castro, no sin sumar a éstos la aportación de Bataillon (véase «La herencia del erasmismo en la cultura: el ‘Quijote’», en Historia crítica del pensamiento español, vol. 2, págs. 97-107).

Por nuestra parte, afirmamos que en Cervantes no hay huella alguna de erasmismo, ni patente ni latente, en el cuadro que del cristianismo nos pinta en el Quijote y que, por tanto, no hay razón alguna seria para considerar que su visión del cristianismo sea de carácter erasmista, sino, muy al contrario, contamos con razones poderosas para descartarlo. En lo que sigue nos proponemos examinar críticamente y refutar las razones aducidas en pro del erasmismo del gran libro, apuntalar el carácter católico ortodoxo del cristianismo cervantino, así como resaltar los viarios aspectos en que el pensamiento de Cervantes es diametralmente opuesto al de Erasmo, aspectos que los exegetas del Quijote en clave erasmista suelen omitir en sus escritos.

El examen crítico que emprendemos de la exégesis de Castro del Quijote en clave erasmista sigue el orden de la evolución del pensamiento de Castro al respecto, en la cual distinguimos dos grandes etapas. La primera etapa se abre con El pensamiento de Cervantes (1925) y a su vez la dividimos en dos fases: la primera, que a su vez, comprende dos partes; en la primera de éstas, nos atenemos sólo a las contribuciones de Castro en el libro citado; en la segunda parte exploramos también su artículo «Cervantes y la Inquisición» (1930), que desarrolla un argumento que simplemente se había esbozado en el libro de 1925; en la segunda fase de la primera etapa, analizamos los nuevos argumentos propuestos por Castro en «Erasmo en tiempo de Cervantes» (1931), que no suponen un cambio de orientación hermenéutica, sino un refuerzo de la línea inaugurada en El pensamiento de Cervantes. La segunda etapa comienza a finales de los años cuarenta del pasado siglo, hacia 1947, con unos artículos, luego recogidos en Hacia Cervantes (1957) que inician un cambio decisivo, que no ruptura, en la orientación de la hermenéutica erasmista del Quijote y que llega a su madurez con Cervantes y los casticismos españoles (1966). En cuanto a Bataillon, también nos ocupamos de su contribución, pero lo esencial de la misma, que se compendia en dos argumentos, no los tratamos separadamente, sino insertos y al compás del escrutinio de la aportación de Castro y como complementaria de ésta.

El erasmismo del Quijote en El pensamiento de Cervantes, I

Su primera exposición y defensa de la tesis del erasmismo del Quijote la dio a conocer en El pensamiento de Cervantes (1925), donde dedica el largo capítulo sexto, el más extenso de todos, a analizar las ideas religiosas de Cervantes. Ya nunca abandonaría esa tesis, aunque la reforzaría con nuevos argumentos y la insertaría en nuevos contextos (como el de ser Cervantes supuestamente descendiente de conversos judíos en vez de insistir en el Renacimiento o la Contrarreforma como marco del pensamiento cervantino). Empezamos discutiendo los argumentos alegados por Castro en el libro mentado del autor como prueba del carácter erasmista del Quijote.

La argumentación de Castro en pro de su tesis se articula en torno a tres aspectos de la vida religiosa: el clero y la vida monástica, las ceremonias y las creencias, y ciertas declaraciones en el texto de la novela de sabor erasmiano. De acuerdo con esto descomponemos la argumentación de Castro en cuatro argumentos fundamentales: el de las punzadas al clero, el de la ironía sobre las ceremonias, el de la crítica de ciertas creencias y el basado en declaraciones del Quijote con valor de sentencias. Con respecto a las creencias hay que hacer una aclaración. Cuando Castro señala que, de acuerdo con un espíritu erasmista, en el Quijote se critican ciertas creencias, no quiere decir con ello que Cervantes ataque allí creencias fundamentales cristianas, cosa que, por cierto, Erasmo tampoco hizo, pues admite que en toda la obra de Cervantes, y no sólo en su gran novela, no hay ataques a creencias fundamentales, sino a ciertas formas desviadas o supersticiosas de trato con los santos y a la creencia en los milagros debidos a la superstición. Por tanto, no se atribuye a Cervantes un ataque a la creencia y culto a los santos en sí, sino sólo a las prácticas inadecuadas; igualmente, no se cuestionan los milagros en sí, sino sólo los falsos milagros o los milagros que no tienen más base que la superstición.

El estado clerical y la vida monástica

En cuanto al clero, lo tratamos ahora muy concisamente, pues ya lo hemos discutido extensamente en la exposición y crítica de la interpretación de Benjumea del Quijote como un libro anticlerical y antieclesial, y a ello nos remitimos para evitar repeticiones innecesarias. Después de un detenido análisis del tratamiento del clero y de la Iglesia en la magna novela llegamos a la conclusión de que en ésta no cabe encontrar indicios de anticlericalismo en sentido fuerte, si se entiende por tal el cuestionamiento del papel o influencia del clero o de la Iglesia en la sociedad, ni tampoco muestra más simpatía por el clero regular que por el secular, una presunta coincidencia con Erasmo, lo que tampoco es cierto, no sólo por lo que toca a Cervantes, sino también por lo que concierne a Erasmo, ya que el humanista holandés ataca con igual dureza a «la masa de los sacerdotes» que a los monjes y frailes, como bien se puede comprobar leyendo el capítulo LX del Elogio de la estupidez, ataque del que no se libran ni los cartujos, de cuya devoción comenta irónicamente que la tienen tan escondida que no se puede ver, bien es cierto que en el coloquio El soldado y el cartujo (1523), traza una imagen más positiva de la vida de los cartujos, no exenta de alguna nota crítica. Y en el coloquio Los franciscanos (1524) se muestra favorable a los religiosos de esta orden hasta el punto de encarnar en los dos que intervienen en esta pieza su ideal de cristianismo evangélico, y hostil a los curas rurales retratados como groseros e ignorantes en la figura del cura de este coloquio. Pero descontados estos casos, Erasmo es muy ácido en sus diatribas contra los clérigos de toda especie.

Lejos de esto, la actitud de Cervantes, como la de don Quijote y Sancho, es de respeto a los sacerdotes, sean curas, monjes o frailes, y a las cosas de la Iglesia y a ésta misma en cuanto tal, un respeto que no equivale a ceguera ante sus defectos. De ahí las pullas contra el eclesiástico de los Duques y los de su estirpe (equilibradas, no obstante, con su gesto de nobleza de declinar la invitación de éstos a participar en la serie de burlas que les piensan organizar y en atreverse a afearles esta conducta), contra la hipocresía de los ermitaños de su tiempo, o contra algunos frailes, como el fraile lego en el cuento de la viuda contado por don Quijote o contra los clérigos que pocas veces se dejan mal pasar. Castro trae a colación todos estos casos y los interpreta en clave erasmista, pero Bataillon, más acertado, considera todo esto una muestra de anticlericalismo de fabliaux, pero no de anticlericalismo erasmista.

Ahora bien, es igualmente erróneo interpretar estas observaciones satíricas sobre frailes, ermitaños y clérigos como señales de influencia erasmista, pues ni Cervantes va tan lejos en sus críticas como Erasmo ni aquéllas dejan de explicarse en conformidad con la tradición española de crítica anticlerical realizada desde dentro de la propia Iglesia que, como indicamos en otro lugar, hunde sus raíces en la Edad Media. En efecto, es muy frecuente en España poner en solfa los fallos de la Iglesia y de los clérigos desde la perspectiva del más estricto catolicismo. Recuérdense las contundentes y amargas denuncias de santa Teresa de la relajación y corrupción de costumbres en algunos monasterios, tanto de frailes como de monjas, a las que ya nos referimos más atrás. Américo Castro reconoce este hecho y él mismo trae a colación el tremendo pasaje del Libro de la vida de santa Teresa en que arremete contra la viciosa vida monástica en ciertos centros monásticos (op. cit., pág. 262 n.109). Pero asombrosamente ello no le induce a invalidar su argumento en lo que concierne al retrato del clero en el Quijote.

En cambio, con muy buen criterio admite que no hay ataques a la Inquisición en la novela, a menos que se fuercen los textos y expresamente rechaza la interpretación de Puichblanch que veía allí una sátira de los autos de fe, sátira que Castro confiesa paladinamente no ver por ninguna parte.

En cuanto a la vida monástica como ideal de vida cristiana, los partidarios del erasmismo cervantino, singularmente Bataillon, han querido ver en el Quijote huellas de la tesis específicamente erasmiana de que el monaquismo no es piedad (monachatus non es pietas), esto es, que el monaquismo no es en sí más santo, como forma de vida, que la vida seglar. Pero de las ironías sobre los frailes, que, aparte de que no tienen el alcance que las sátiras feroces de Erasmo contra ellos, se pueden explicar sin necesidad de suponer una influencia erasmista, no se puede inferir legítimamente que Cervantes negase la superioridad del estado religioso. De hecho, cualquier especulación a este respecto se halla desmentida expresamente en el Quijote en el diálogo entre Vivaldo y don Quijote, donde, a la sugerencia de Vivaldo de que la vida de los caballeros andantes es tan sacrificada como la de los frailes cartujos, don Quijote reconoce que así es, en efecto, pero advierte enseguida que ello no equivale a admitir la superioridad, en términos religiosos, ni tampoco la igualdad de la profesión de caballero andante: «No quiero yo decir, ni me pasa por el pensamiento, que es tan buen estado el de caballero andante como el del encerrado religioso: sólo quiero inferir, por lo que yo padezco, que sin duda es más trabajoso y más aporreado» (I, 13, 113). Don Quijote se nos manifiesta aquí como un ortodoxo católico y contrario a la doctrina de Erasmo.

Y lo mismo vuelve a ocurrir en la segunda parte en el curso de su conversación con Sancho camino de El Toboso sobre la preeminencia de la fama cristiana encarnada por el ideal de santidad o perfección del estado religioso regular sobre la fama profana encarnada en el ideal de vida de la orden de caballería, conversación, en la que mientras Castro no halla retorcidamente más que una carga irónica contra la fama o gloria divina, Bataillon ve o entreve un eco del cuestionamiento erasmiano de la institución del monacato y de la clase de vida religiosa que representa (cf. respectivamente El pensamiento de Cervantes, págs. 260-1 y Erasmo y España, págs. 789-90). Cuando el escudero, inspirado por el hecho reciente de la canonización o beatificación de dos frailes descalzos, propone que se den a ser santos siguiendo el modelo de vida de un humilde fraile de cualquier orden religiosa, que considera mejor que el de un caballero andante («Más vale ser humilde frailecito, de cualquier orden que sea, que valiente y andante caballero»), su señor reconoce que es así, pero añade, de acuerdo con la doctrina católica, que «no todos podemos ser frailes, y muchos son los caminos por donde lleva Dios a los suyos al cielo» (II, 6, 608). Esta declaración de que en todos los estados el hombre puede alcanzar la perfección cristiana y salvarse es complementaria de lo afirmado por don Quijote en la plática con Vivaldo: si allí admitía el hidalgo que el estado religioso es objetivamente superior al del seglar, puesto que el religioso se compromete a cumplir unos votos y un género de vida más exigente, ahora también se reconoce y se añade a ello que en todos los estados se puede uno salvar, incluso los seglares pueden ser más perfectos que los religiosos. Aceptar que el estado religioso es más perfecto que el seglar no quiere decir, no obstante, que cada monje o fraile sea por ello más perfecto que un seglar, pues naturalmente entre ellos hay pecadores y entre los seglares santos; sólo se desea decir que como forma de vida es más perfecta la del estado monacal, por el compromiso con los votos y por las mayores exigencias que entraña, pero el camino de perfección y de salvación está abierto por igual a cualquier cristiano en cualquier estado.

Finalmente, el análisis de estos pasajes nos autoriza a desmentir la tesis de Bataillon de que Cervantes no ha encarnado nunca su ideal de virtud o de santidad en un fraile (op. cit., pág. 791), lo que es cierto en el sentido de que en la novela no se nos presenta un personaje del clero regular que encarne el ideal de virtud o de perfección cristiana del autor, pero en los pasajes que acabamos de comentar el autor, por boca de sus personajes principales o secundarios, como Vivaldo, enaltece el ideal de santidad que los frailes aspiran a lograr a través de la referencia a personales realmente existentes, frailes de carne y hueso, que la han alcanzado y que son ofrecidos como ejemplos de vida cristiana. Que no aparezca un personaje literario, fraile o monje, que lo personifique es irrelevante para el caso. ¿Por qué habría de aparecer un personaje así en una obra que no tiene más objetivo que satirizar los libros de caballerías? No hay necesidad de ello y basta con remitir al ejemplo de frailes que han alcanzado la perfección cristiana.

Las ceremonias

Del clero y la Iglesia pasamos al tratamiento cervantino de las ceremonias, donde Castro también percibe huellas de erasmismo. En primer lugar, aparecen reflejadas las procesiones, dos tipos de ellas: una de entierro con su cortejo fúnebre en la aventura del cuerpo muerto; y la otra es una procesión de la Virgen para suplicar que llueva. Nada hay de extraño que en la España de la época don Quijote y Sancho se topen con procesiones, que, como ya señalamos en la crítica de la interpretación de Benjumea, Cervantes utiliza como marco para satirizar los libros de caballerías. Pretender, por tanto, como hace Castro, ver en estos episodios una crítica velada de las procesiones en la línea de Erasmo es ir demasiado lejos. Nada hay en ellos que sugiera tal cosa: don Quijote no arremete contra las procesiones en cuanto tales, sino contra los que se figura ser demonios o fantasmas en el primer caso y en el otro contra malandrines que llevan secuestrada a una señora principal, que resulta ser la imagen de la Virgen (op. cit., págs. 246-7)

Además de a las procesiones, en el Quijote se hace referencia a otras ceremonias religiosas, como el rezo y la bendición, en las que asimismo vislumbra Castro un rastro de erasmismo. En el episodio del bálsamo de Fierabrás don Quijote reza todo el repertorio de las oraciones más representativas del cristianismo: padrenuestros, avemarías, salves y credos, acompañando estas oraciones con constantes bendiciones, a modo de conjuro, para que el supuesto bálsamo, hecho a base de aceite, romero, vino y sal surta efecto sanador. La mención de estos rezos y bendiciones se encuentra en un contexto más amplio en que lo que se busca primariamente es parodiar el bálsamo milagroso del gigantes Fierabrás, aventura relatada en una novela de origen francés Historia del emperador Carlomagno y de los doce pares de Francia…, pero no cabe descartar que el autor se proponga de paso satirizar el uso de ritos religiosos con fines supersticiosos. Pero aun si es así, lo que es ridículo es ver en ello un rasgo o indicio de erasmismo, pues, aparte de que el que así procede es alguien como don Quijote que no está en su sano juicio, la Iglesia prohibía el uso de oraciones y otras ceremonias con una finalidad pseudorreligiosa o supersticiosa como si se tratase de fórmulas mágicas.

En el episodio de la penitencia en Sierra Morena se hace referencia a la ceremonia del rezo del rosario (I, 26, 250). Don Quijote quiere imitar la penitencia de Amadís en la Peña Pobre y, como éste, allí retirado rezaba y se encomendaba a Dios, el hidalgo quiere hacer lo mismo. Pero como no tiene rosario, se confecciona uno improvisadamente con una tira de paño de la camisa y durante el tiempo que permaneció en Sierra Morena rezó, nos dice el autor, un millón de avemarías.

Américo Castro vio en la confección del rosario con el paño de la camisa algo irreverente, incluso profanatorio (El pensamiento de Cervantes, pág. 245) y en el rezo reiterado del rosario un ejemplo de crítica de la devoción popular al rosario («Erasmo en tiempo de Cervantes», 1931, revisado en 1957 y recogido en El pensamiento de Cervantes y otros escritos cervantinos, pág. 519 nota 50, y 520), y en uno y otro caso percibió la huella de Erasmo. Pero, dejando aparte que este pasaje se inserta en el contexto de una parodia de la penitencia de Amadís, cabe alegar que quien reza de esta forma mecánica y repetitiva no está en sus cabales y que, en todo caso, nada hay de irreverente o profanatorio en servirse de la tela de una camisa para fabricar un rosario, pues don Quijote no tenía a su alcance otro material del que echar mano. Recuérdese que el hidalgo va a hacia Sierra Morena huyendo de la Santa Hermandad y una vez allí es cuando improvisadamente se le ocurre que es un buen lugar para hacer penitencia al modo de Amadís, por lo que lógicamente no dispone de todo lo necesario, como, por ejemplo, un rosario, para entregarse a ella. Además, lo que importa no es el material vulgar de que está hecho el rosario, sino la actitud del personaje durante la oración. Tampoco ironiza el autor sobre la devoción popular al rosario; sobre lo que ironiza, en todo caso, es sobre la repetición mecánica del rezo, pero en esto tampoco cabe ver señal de erasmismo, pues en este asunto la postura de la Iglesia no difería de la de Erasmo, quien no rechazaba el rezo del rosario, sino su rezo automático. Además, si Cervantes pretendiese censurar la devoción popular al rosario, ¿por qué en la segunda parte de la obra nos presenta a un don Quijote devoto del rosario, que siempre lleva uno consigo?

Otra ceremonia a la que se alude en el Quijote es al culto a las reliquias de los santos. En la conversación sobre la superioridad de la forma de vida de los santos cristianos sobre la de los caballeros andantes, Sancho le comenta a don Quijote a propósito del culto a las reliquias:

«Delante de sus sepulturas arden lámparas, y éstas llenan sus capillas de gentes devotas que de rodillas adoran las reliquias…Esta fama, estas gracias, estas prerrogativas…, tienen los cuerpos y las reliquias de los santos, que, con aprobación y licencia de nuestra santa madre Iglesia, tienen lámparas, velas, mortajas, muletas, pinturas, cabelleras, ojos, piernas, con que aumentan la devoción y engrandecen su cristiana fama». II, 8

No hay aquí atisbo, como pretende Castro, de ataque a la piedad supersticiosa en la línea de Erasmo, sino por el tono serio con que habla Sancho y por lo que dice, a lo que asiente don Quijote, más bien se trasluce una actitud de respeto al culto a las reliquias. No tiene sentido interpretarlo de otro modo, puesto que Sancho lo que se propone es demostrar a su amo que la fama de los santos no tiene parangón con la de los caballeros andantes y un efecto de esta fama es el trato respetuoso con las reliquias que todo el mundo aspira a poseer, incluso los reyes; esto es, la fuerza del argumento de Sancho que convence a don Quijote depende de la seriedad de la alusión al culto a las reliquias; si la alusión fuera burlesca o irónica, entonces el argumento de Sancho no tendría mucho sentido, pues en tal caso uno de los efectos más importantes de la manifestación de la fama de los santos quedaría invalidado.

Es llamativo que Castro, en su búsqueda rastreadora de huellas de erasmismo, pase por alto la referencia explícita en el Quijote a la ceremonia de la abstinencia de comer carne los viernes, que también había sido objeto de la crítica erasmiana. Pero es fácil entenderlo: el acercamiento del narrador a este asunto tiene lugar desde una perspectiva tan ortodoxamente católica, sin asomo alguno de ironía que se cierna sobre la mentada práctica, que no hay ningún resto de erasmismo que pescar en ese caladero y no se puede estar sospechando todo el rato del apego a la ortodoxia católica por parte de Cervantes, que es lo único que le cabe alegar a Castro. Es en la venta donde don Quijote va a ser armado caballero burlescamente (I, 2, 40), donde el autor alude a la vigilia del viernes. Don Quijote desea comer y se le informa que, como es viernes, sólo hay pescado, pero no quedan más que unas raciones de abandejo o truchuela. Todo esto sucede de la forma más natural, se da por sentado que hay que respetar la prohibición de comer carne ese día y don Quijote, en vista de que no hay otro pescado que pueda elegir, se hace la ilusión de que las truchuelas sean como la ternera. Nada hay más alejado de esto que las punzadas de Erasmo contra la abstinencia de los viernes en Acerca de la comida de carnes (1522) o que su intento de socavar esta regla en su coloquio la Inquisición de la fe (1524), donde recuerda, luego de referirse desdeñosamente a la comida de pescado («malos peces»), que la prescripción del consumo de este alimento los viernes no forma parte del Símbolo de la fe.

La devoción a los santos

En relación con el culto a los santos, en el Quijote tiene también su reflejo la práctica de la invocación a los santos para solicitarles algún favor. Así Sansón Carrasco le pide al ama de don Quijote que rece una oración a santa Apolonia para que no le duelan a él las muelas (II, 7, 594-5), aunque ella no lo entiende bien y cree que se refiere a don Quijote, quien, dice ella, no tiene dolor de muelas, sino de los cascos. Inmediatamente se apresta Castro a hallar en esto una pulla contra el rezo supersticioso a los santos al estilo de Erasmo sin motivo para ello. En puridad, Cervantes se limita a reflejar un rasgo de la piedad popular, sin ningún signo de crítica ni de ironía. Pero aun el supuesto de que presentase la piedad del bachiller o del ama como un caso de culto supersticioso a los santos, no es menester ver en ello un signo de erasmismo, ya que una crítica de actitudes como la del bachiller o la del ama está de acuerdo con la más estricta ortodoxia católica. De acuerdo con ésta, no es lícita la oración en que se piden bienes temporales a los santos o a Dios como si el logro de éstos fuera el fin principal de su oración en vez del secundario, pero en el caso que estamos examinando no disponemos de elementos de juicio para pensar que Sansón Carrasco o el ama, obren incorrectamente. El bachiller se limita a pedir que recen por él a santa Apolonia, pero el ama no atiende esa petición y no reza, al menos en el espacio literario, porque su petición le parece absurda, ya que, como hemos dicho, cree que el rezo se pide por don Quijote, aunque indudablemente el ama comparte con el bachiller el supuesto de que es lícito pedir bienes temporales a los santos, sin el cual no tiene sentido el diálogo entre ellos. Pero que antepongan el fin secundario al principal de la oración, en cuyo caso incurrirían en una práctica indebida, es algo que no se puede decir con los datos disponibles.

Otro punto donde Castro cree descubrir un indicio claro de erasmismo es en la actitud de Cervantes de reserva respecto a los milagros, particularmente los asociados a los santos, a los santos milagreros. Y pone como principal ejemplo de esto la ironía de Cervantes, en el episodio de las imágenes de los santos caballeros, ante «las maravillas de Santiago Apóstol», ante sus apariciones milagrosas para auxiliar a los cristianos españoles en la guerra contra los moros, que, según nos sugiere, Cervantes pone en duda (cf. El pensamiento de Cervantes, pág. 241). Pero nada más alejado de la verdad. Quien comenta «las maravillas de Santiago Apóstol» es don Quijote y habla de ellas como un hombre cuerdo, en una de esas fases de lucidez que alternan con su locura, y eso es algo que sucede cuando trata de cosa ajenas a los libros de caballerías, como en este caso, y lo hace totalmente de veras, sin ironía alguna, que revela una actitud de admiración y veneración de Santiago como patrón de España y una creencia firme en sus milagrosas apariciones en las batallas de los españoles contra los moros, que él tiene por acreditada en lo que cuentan «las verdaderas historias españolas»:

«Este gran caballero de la cruz bermeja [solía representarse a Santiago con la cruz roja en el pecho] háselo dado Dios a España por patrón y amparo suyo, especialmente en los rigurosos trances que con los moros los españoles han tenido y, así, le invocan y llaman como a defensor suyo en todas las batallas que acometen, y muchas veces le han visto visiblemente en ellas derribando, atropellando, destruyendo y matando los agarenos escuadrones; y de esta verdad te pudiera traer muchos ejemplos que en las verdaderas historias españolas se cuentan». II, 58, 988-9

¿Dónde está la reserva de Cervantes y la ironía ante «las maravillas de Santiago Apóstol»? Y adviértase, para mayor seguridad de que don Quijote habla aquí como portavoz serio de las ideas de Cervantes, que poco antes los portadores de las imágenes han quedado admirados de las razones de don Quijote ante sus comentarios y que Sancho quedó admirado de nuevo de lo que sabía su amo como si jamás lo hubiera conocido.

Pero no obstante esto, el episodio de las imágenes de los santos caballeros (II, 58) sigue siendo al que concede Castro mayor beligerancia erasmista en lo que concierne al tratamiento cervantino de los santos y por una cuestión distinta de los milagros de Santiago. Recordemos que allí se nos exponen las opiniones de don Quijote acerca de cuatro santos, que, recordémoslo, son, además del ya aludido Santiago el Mayor, san Jorge, san Martín y san Pablo, a los que sucesivamente pasa revista, glosa sus hazañas y los retrata con una escueta caracterización. Lo esencial de l argumento de Castro es que Cervantes manifiesta en todo ello una actitud seria y reverente hacia san Pablo, el santo y teólogo preferido de Erasmo, a quien cita con frecuencia y cuya lectura recomienda encarecidamente («Hazte amigo sobre todo de san Pablo. Llévalo siempre contigo, ‘meditándolo día y noche’, y apréndelo de memoria palabra por palabra», aconseja Erasmo al final de su Enchiridion, B.A.C, 2001, pág. 268), y, en cambio, no ocurre lo mismo con los otros tres santos: «Pero al llegar a san Pablo cambia el tono; Cervantes se torna grave y elocuente, y no hay sombra de ironía en sus palabras» (El pensamiento de Cervantes, pág. 282). Castro ve ironía en las glosas de don Quijote dedicadas a los tres primeros santos y sobre todo a Santiago, a quien, después de presentarlo el narrador como «Patrón de las Españas», don Quijote lo retrata así: «Éste sí que es caballero, y de las escuadras de Cristo: éste se llama don san Diego Matamoros, uno de los más valientes santos y caballeros que tuvo el mundo y tiene ahora el cielo (II, 58, 986). Pese a Castro, salvo en su imaginación aquí no hay ironía alguna como no la había en el pasaje arriba citado; es don Quijote el que habla y habla muy en serio, como antes lo ha hecho igualmente sobre san Jorge y san Martín, pero prescindimos del tratamiento de éstos, porque Castro está empeñado en establecer una especie de contienda entre Santiago y san Pablo, de la que el primero sale malparado por Cervantes y el segundo especialmente ensalzado.

En efecto, el tratamiento que da a san Pablo es, según él, totalmente grave, sin concesión alguna a la ironía:

«Éste –dijo don Quijote– fue el mayor enemigo que tuvo la Iglesia de Dios Nuestro Señor en su tiempo y el mayor defensor suyo que tendrá jamás: caballero andante por la vida y santo a pie quedo por la muerte, trabajador incansable en la viña del Señor, doctor de las gentes, a quien sirvieron de escuelas los cielos y de catedrático y maestro que le enseñan el mismo Jesucristo» (II, 58, 987).

De acuerdo con Castro (y sus seguidores, como José Luis Abellán), don Quijote, en virtud de sus encendidos elogios a san Pablo, muestra preferencia por él frente a Santiago. Y todo esto lo interpreta como una señal inequívoca del supuesto erasmismo cervantino, por la coincidencia con la tendencia paulinista de Erasmo.

Ahora bien, esta interpretación es gratuita y no resiste el análisis. En primer lugar, los comentarios de don Quijote sobre los santos van en serio, no rezuman ni pizca de ironía, como ya hemos argumentado antes a propósito de las observaciones de don Quijote sobre los milagros de Santiago. En ellos los mayores elogios se los llevan Santiago y san Pablo, y entre ellos dos, más el segundo que el primero, pero ello, aun si fuera indicativo de una preferencia especial por el apóstol de los gentiles, no es, en modo alguno, prueba de que Cervantes fuera paulinista teológicamente a la manera de Erasmo. Quevedo era paulinista y, sin embargo, no sólo no era erasmista, sino más bien hostil a Erasmo. Obsérvese que en el pasaje citado no se mienta ningún contenido de la teología paulina. Además, que la glosa de la figura de san Pablo contenga mayores encomios, o de más calidad, comparativamente es normal, pues, a la postre, cualquier historiador u observador imparcial no tiene más remedio que reconocer, tanto si es paulinista como si no, que la contribución paulina al cristianismo es de mucho mayor peso en la historia del cristianismo y de la Iglesia, con la cual no se puede comparar desde luego la de Santiago, aunque, desde el punto de vista de Cervantes, la de éste sea muy importante para España.

En segundo lugar, un dato más interesante que los defensores del paulinismo cervantino en la línea de Erasmo, como Castro y sus seguidores, suelen omitir es que don Quijote lo que más celebra de los cuatro santos en conjunto, incluido san Pablo, no es la teología paulina, que, como acabamos de recordar, no se menciona, sino el ejercicio de las armas, oficio, como bien se sabe, muy poco erasmiano. En efecto, nuestro héroe, luego de haber examinado las imágenes de los santos, considera un buen agüero el haberlas visto «porque estos santos y caballeros profesaron lo que yo profeso, que es el ejercicio de las armas» (ibid.); esto es, lo que el hidalgo destaca de ellos, incluso de san Pablo (quizás porque antes de su conversión «fue el mayor enemigo que tuvo la Iglesia de Dios Nuestro Señor en su tiempo») es el ejercicio de las armas y esto es lo que ensalza y no las doctrinas y enseñanzas de san Pablo.

Además, aun cuando mostrase devoción singular por san Pablo, ello no es indicio inequívoco de erasmismo. San Pablo es autor clásico del cristianismo y por tanto muy citado tanto por las propias autoridades de la Iglesia y los catecismos elaborados en su nombre como por los teólogos cristianos más diversos, desde los padres de la Iglesia pasando por la teología medieval hasta la época de Erasmo, antes y después de él, por no erasmistas y erasmistas. Para rematar este punto, digamos que la obra paulina no es la más citada por Cervantes en el Quijote del corpus de las escrituras bíblicas, en el cual, como ya dijimos en El Catoblepas, nº 101 de Julio de 2010, hay más citas de los Evangelios y, lo que es más interesante en este asunto, hay muchas del Antiguo Testamento, bastantes más que de san Pablo, y esto, como bien se sabe, va a contracorriente de los gustos de Erasmo, quien sentía escasa simpatía por los escritos veterotestamentarios, incluso un notorio desprecio ante algunos de ellos, como el Pentateuco («Aquella vieja inclemente y sanguinaria ley de Moisés», escribe en la Querella de la paz de 1517) y los libros históricos, que, en cambio, Cervantes no tiene inconveniente en citar, aunque Erasmo se muestra mejor dispuesto hacia los libros proféticos y los sapienciales, aunque, eso sí, convenientemente expurgados de todo lo que no sea afín a la philosophia Christi.

Hay un último aspecto sobre la presunta posición de Cervantes ante el culto a los santos, que Castro considera manifestativo de erasmismo: se trata de la semejanza de éste con el culto pagano a los dioses, un aspecto en que, según la idea que le atribuye a Cervantes, la religión cristiana es un «mero trasunto de la pagana» (cf. El pensamiento de Cervantes, pág. 256) .Y como prueba de ello alega este pasaje del Quijote extraído de un parlamento de don Quijote intercalado en su extensa conversación con Sancho camino de El Toboso: «Aquel famoso templo de la Rotunda [el Panteón de Roma, cristianizado como Santa María della Rotonda], que en la antigüedad se llamó el templo de todos los dioses, y ahora, con mejor vocación, se llama de todos los santos» (II, 8, 604). Pero en este punto Castro malinterpreta a la vez a Cervantes y a Erasmo. Al primero, porque Cervantes, a través de don Quijote, se limita meramente a constatar que donde antes se daba culto a los dioses, ahora, al transformarse en templo cristiano, se rinde el culto de todos los santos, esto es, que se ha sustituido el uno por el otro, incluso coloca una nota de diferencia o de desaprobación del politeísmo pagano al apuntar de pasada que ahora con «mejor vocación», es decir, con mejor dedicación o destino se tributa culto a todos los santos. En todo caso, no establece ninguna relación de semejanza entre ambos y menos aún, cabe atribuirle, sobre la base de este pasaje, la tesis más fuerte de que el culto a los santos sea un mero trasunto del pagano. Es que esto no lo afirma ni el propio Erasmo, que no equipara el culto a los santos en sí con el de los dioses del paganismo, sino la degradación en que había caído el primero en su época en una práctica supersticiosa orientada a la satisfacción de intereses egoístas, según lo veía él, con el segundo, como bien se puede apreciar en el siguiente pasaje:

«Este tipo de devoción [se refiere a los ejemplos de prácticas supersticiosas de culto a los santos de los que acaba de ofrece una larga lista], si no va dirigida a Cristo –y si no se ve libre de toda consideración de intereses e inconvenientes materiales–, no es realmente cristiana. Ni está muy lejos de la superstición de los que en otro tiempo prometían a Hércules la décima parte de sus bienes esperando poder hacerse ricos, u ofrecían un gallo a Esculapio para poder librarse de una enfermedad, o sacrificando un toro a Neptuno para poder hacer un feliz viaje. Los nombres han cambiado, ciertamente, pero el fin sigue siendo el mismo en ambos casos». Enchiridion, pág. 139

Cuando el fin en la invocación a los santos es simplemente obtener bienes temporales como fin principal y no su veneración como intercesores ante Dios por los hombres y modelos de vida cristiana y de virtudes, tal acto se transforma en una superstición muy parecida a las prácticas supersticiosas del pagano culto a los dioses. Nada de esto afirma Cervantes, pero si lo hiciera tampoco hay por qué suponer en ello influencia de Erasmo, ya que en este asunto no hay diferencia entre sus ideas y la doctrina católica. Como indicamos más arriba, también el catolicismo condena la invocación a los santos como una práctica supersticiosa cuando lo que se busca como fin principal no es su veneración como intercesores ante Dios de los hombres y como ejemplos de vida cristiana dignos de imitación, sino la obtención de bienes mundanos por sí mismos, cuya petición sólo es lícita como ayudas instrumentales para la práctica de la virtud y avanzar en el camino de la salvación. Teniendo esto en cuenta, Cervantes bien podría haber adoptado sin problema alguno una actitud, en caso de estar al corriente de las ideas de Erasmo, semejante a la de Martín de Azpilcueta, a quien su condición de teólogo tomista y ortodoxo católico no le impidió apreciar -en el curso de su defensa del culto a los santos contra las críticas de Erasmo desplegada en su Libro de la oración, horas canónicas y oficios divinos- las consideraciones históricas del humanista holandés sobre la semejanza entre las costumbres del politeísmo pagano y el culto a los santos, siempre y cuando se perciba lo que éste contiene de positivo y se reconozca que sólo tiene plena significación dentro de la tradición puramente cristiana, al margen del paganismo.

Para reforzar su argumento, Castro alega un pasaje del Persiles donde se revela que Cervantes también sabía que la Monda de Talavera fue una fiesta precristiana consagrada a la diosa Venus cuya celebración se transfirió a la Virgen, una idea que igualmente sería una muestra de la crítica humanista renacentista que refleja la influencia en Cervantes del humanismo racionalista de Erasmo, quien ya había anticipado la comparación del culto a la Virgen con el de Venus:

«Se preparaba para celebrar la gran fiesta de la Monda, que trae su origen de muchos años antes que Cristo naciese, reducida por los cristianos a tan buen punto y término, que si entonces se celebraba en honra de la diosa Venus por la gentilidad, ahora se celebra en honra y alabanza de la Virgen de la vírgenes». Persiles, III, VI, págs. 483-4

Pero este dato no ayuda a su causa de que la religión cristiana es un mero trasunto de la pagana más que el anterior sobre la sustitución del politeísmo pagano por el culto a los santos; las críticas de antes se aplican también ahora. Un católico como Cervantes no tiene ningún problema porque la Virgen le recuerde a Venus, o los santos a los dioses, con tal de que quede clara la diferencia entre los cultos del cristianismo y los del paganismo, sin perjuicio de que cuando los primeros se deterioran se ponen al nivel de los del segundo, se paganizan. Y Cervantes tiene claras las diferencias entre los unos y los otros. Castro se empeña en atribuir a Cervantes un afán humanista por buscar «un común denominador» que una el mundo precristiano y el poscristiano. Pero Cervantes, al tiempo que relaciona una fiesta con la otra, aprovecha la ocasión, lo que Castro pasa por alto, para realzar el superior rango religioso del culto a la Virgen respecto al de Venus, como se advierte en el hecho de que sin motivo, pues está dando una información al lector, exalte a la primera como «Virgen de las vírgenes», en vez de decir simplemente la Virgen María, o en el hecho de que se destaque que la cristianización de la fiesta de la Monda ha borrado de ella lo que tenía de pagana superstición y la ha elevado a la perfección religiosa («reducida por los cristianos a tan buen punto y término»).

 

El Catoblepas
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