Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 112 • junio 2011 • página 9
En el número de mayo de El Catoblepas publica Iñigo Ongay lo que él denomina un diagnóstico de mi artículo «Ateísmo lógico», aparecido en esta misma revista el mes de abril.
Si yo no lo he entendido mal, Ongay se muestra básicamente de acuerdo con lo que constituye el núcleo esencial de mi argumentación, a saber: que Dios no existe porque la Idea Dios es lógicamente contradictoria y denota la esencia de un ser imposible. Pero me recuerda (por si yo los había olvidado) los distintos tipos de ateísmo que distingue Gustavo Bueno, y me hace saber (por si yo no lo sabía) que el que yo defiendo se encuadra en lo que Bueno denomina «ateísmo esencial total».
A continuación repite, con la extrema pulcritud a la que nos tiene acostumbrados, doctrinas de Gustavo Bueno, buscando la manera de aplicarlas a mi escrito, no ya con pretensiones meramente clasificatorio-críticas, sino críticas, sin más, en el sentido de deficiencias que cabe detectar en mi argumentación y objeciones, por tanto, de las que, a su juicio, ésta se hace merecedora.
Dado que lo esencial de mi postura le parece admisible, sólo cabe conjeturar dos cosas: o bien que los reparos de Ongay resultan intrascendentes o bien que supone que he venido a dar a esa posición que el considera acertada por un camino plagado de errores, vale decir, por casualidad.
Por supuesto, no todas las objeciones de Iñigo Ongay tienen el mismo peso, y de hecho algunas hay (y comenzaré por ellas) que, a mi entender, no tienen ninguno. Me refiero, en concreto, a aquéllas que apuntan a cuestiones de carácter meramente psicológico-subjetivo. Así, no se entiende –sostiene él– como, si Dios no existe, puedo afirmar que me gustaría que existiera. Se trata de algo tan absurdo como si declarara que me gustaría que existiera el decaedro regular.
Bien. Creo, en primer lugar, que es preciso situar esas palabras mías en su preciso contexto, que no es otro que el de la confrontación con Tierno Galván, quien, sobre defender un agnosticismo absolutamente insustancial e inconsistente –si alguno hay que no lo sea–, establece la diferencia entre ateo y agnóstico –y de alguna manera también la fundamentación de su propio agnosticismo– en términos psicológicos del siguiente tenor: que el ateo quiere que Dios no exista, en tanto que el agnóstico se limita a no echar de menos a Dios, conformándose con vivir en la finitud. Mis palabras no tenían otro objeto que desbaratar, ad hominem, la posición de Tierno: tampoco yo, siendo ateo, echo de menos a Dios y también yo me conformo con vivir en la finitud: lo primero, porque no tendría ningún sentido echar de menos a alguien, no ya que no conoces, sino que ni siquiera existe; y lo segundo, porque no tengo más remedio: si no me conformara con vivir en la finitud, daría exactamente lo mismo. Y, al tiempo, yo, siendo ateo, puedo querer perfectamente que Dios exista. Y advierta Iñigo Ongay que ese yo que ahí habla no tengo por qué ser necesariamente yo, es decir, Alfonso Fernández Tresguerres, sino un yo impersonal, al modo de Fichte, acaso el lector, todo lector. En cualquier caso, la argumentación puramente psicológica de Tierno queda desactivada puesto que en el terreno del mero querer psicológico-subjetivo el ateo puede satisfacer las condiciones del buen agnóstico establecidas por Tierno, e incumplir la, también según él, esencial al ateo.
Ahora bien, ¿qué quiere decir Ongay, que es absurdo querer que exista lo que no existe? Naturalmente. ¿Acaso digo yo otra cosa distinta? Dado que Dios no existe, lo que yo quiera o deje de querer no tiene la menor relevancia y no pasa de ser una declaración meramente psicológico-subjetiva que a nadie importa. ¿Tal vez continúa sin advertir Ongay que el objeto de todas esos observaciones era derrumbar la argumentación de Tierno, poniendo de relieve que los quereres en estas cuestiones son absolutamente irrelevantes y que la diferencia entre agnóstico y ateo es que el primero es escéptico y el segundo no; uno duda y el otro afirma que Dios no existe. Así de simple. ¿O no es así de simple, al menos en tanto que una primera y elemental diferenciación básica entre una y otra postura?
Mas aun en el supuesto de que quien hablara fuese Tresguerres y dijera que le gustaría que Dios existiera porque esto de vivir le parece cada vez más divertido y maldita la gracia que le hace pensar que un día todo ha de acabarse para siempre, ¿qué pasaría? Desde luego que ése sería mi problema, y que la puesta en escena de mi emotividad íntima, a Ongay y a cualquiera puede traerle perfectamente al pairo; y, en último término, si Dios no existe, querer que exista es empresa tan absurda como pretender que llueva lanzando piedras a las nubes. Pero, más allá de eso, en nombre de qué supuesta coherencia lógica con no se sabe qué supuestos principios filosóficos podría nadie (ni siquiera Iñigo Ongay) negarme el derecho a querer o dejar de querer lo que me venga en gana: por ejemplo, que todos los ateos estemos equivocados y que, después de todo, tal vez tenga razón Tomás de Aquino y lo que sucede es, sencillamente, que no podemos entender. La apuesta pascaliana me parece empresa tan baldía y estéril como pretender dar coces a la luna, pero no seré yo (que no experimento especial simpatía por Pascal) quien ponga el grito en el cielo acusándole de incoherente porque piensa lo que ni siquiera puede ser pensado (algo así como el necio de san Anselmo, pero al revés). Y, por supuesto, la mención de don Miguel de Unamuno en este contexto es meramente literaria y en modo alguno busca dotar de fuerza a mis palabras amparándose en su autoridad, porque, entre otras cosas, que Unamuno diga que quiere o no quiere morirse es tan irrelevante como que lo diga la cartera o el carnicero de la esquina.
No menos insustancial, ni de carácter menos psicológico, son las observaciones que hace Iñigo Ongay a mi declaración de respeto a las creencias del teísta. Se equivoca mi facultativo al diagnosticarme: no hay ninguna ironía en tal declaración. Obviamente, yo, a diferencia de Stalin, no dispongo de ninguna división acorazada con la que tomar el Vaticano, si eso es lo que quiere decir al afirmar que cómo podría dejar de tolerar la fe del creyente (es sorprendente que hasta en las ironías y los ejemplos tengamos que recurrir a otro). Pero si podría mostrarme, de mil formas distintas, intolerante y poco respetuoso con la de mis vecinos o mis alumnos, pongamos por caso. Y lo que digo es que a mí me da exactamente igual lo que crea cada cual, por mucho que yo pueda estar de acuerdo en que tal creencia no puede ser sino una creencia en apariencias, como lo son, seguramente, muchas creencias, puesto que en aquello que es y cuyo ser se halla constatado, sencillamente no se puede creer, sino exclusivamente constatar o conocer: es absurdo que yo diga que creo que el rey de España se llama Juan Carlos. Pero, en fin, dado que, al parecer, no cabe respetar a quien cree en apariencias, ¿qué me sugiere Iñigo Ongay? ¿Qué irrumpa en la catedral en misa de doce intentando sacar de la caverna a aquellos pobres prisioneros, que reparta pasquines a la salida, o acaso que prenda fuego a la catedral con todos dentro?
Ahora bien, aun hallándose básicamente de acuerdo con lo que constituye el núcleo esencial de mi argumentación, afirma Ongay dos cosas: por un lado, que se trata de un ateísmo indefinido; algo que no acabo de entender, dado que tan fácil le ha resultado calificarlo como perteneciente al grupo del ateísmo esencial (a no ser que sea indefinido, precisamente, por no comenzar recordando la clasificación de los ateísmos hecha por Gustavo Bueno). Y, por otro, que denominarlo «ateísmo lógico» es no decir nada, puesto que todos lo son. Depende, me atrevería a sugerir por mi parte. Si el término «lógico» se utiliza para indicar que un argumento o razonamiento se halla constituido de tal forma que sus proposiciones se concatenan respetando las normas de la lógica elemental –en lugar de conformar un puro sinsentido–, y ello con independencia de que pudiera encerrar en todo o en parte alguna contradicción, como sucede con la Idea de Dios manejada por el teísta, entonces es evidente que no sólo todos los ateísmos, sino también todos los agnosticismos y teísmos, lo son. Pero esto es una observación de una trivialidad sorprendente e intrascendente. Y, de hecho, ninguno de los lectores de mi escrito ha entendido (que yo sepa) que con el título del mismo pretendo ponerle sobre aviso de que lo que va a leer es un conjunto de proposiciones hilvanadas lógicamente; un escrito que, con independencia de la verdad o falsedad de su contenido, presenta una coherencia interna, en lugar de tratarse de una logorrea carente por completo del menor significado. Mas si «lógico» se entiende referido al carácter mismo de la propia argumentación, en la que se concluye que Dios no existe porque la Idea de Dios es lógicamente contradictoria y denota, por tanto, la esencia de un ser imposible, entonces sencillamente no es cierto que todos los ateísmos –ni agnosticismos ni teísmos– puedan ser denominados «lógicos» en el sentido preciso al que acabo de referirme, aunque sin duda que algunos autores, con independencia de la posición que finalmente acaben defendiendo, podrían reclamar para su propia argumentación la pertenencia a tal familia de argumentaciones: ése podría ser el caso –se me ocurre sobre la marcha– de Hanson o san Anselmo.
Mas si Iñigo Ongay en lugar de «ateísmo lógico» prefiere hablar de «ateísmo esencial» o de «ateísmo esencial total», me parece muy bien. Supongo que, en este caso, nos hallamos ante una mera discrepancia terminológica sin mayor alcance. En cualquier caso, de lo que se trata es que Dios no existe porque la Idea de Dios es lógicamente contradictoria y apunta, por tanto, a una esencia imposible.
En cambio, no entiendo muy bien qué quiere decirse cuando se afirma –como hace repetidamente Ongay– que la Idea de Dios es imposible, por lo que ni existe ni puede existir y, en consecuencia, no cabe predicar de ella ni la existencia ni la no existencia. ¿Cómo es que si la Idea de Dios no existe no se puede decir que no existe? Si de ella no se puede predicar ni la existencia ni la inexistencia, ¿cómo es que Ongay pueda predicar de ella su inexistencia? Es más: ¿cómo puede comenzar por decir que no existe para acto seguido afirmar que no se puede decir ni que existe ni que no existe? Esto ya empieza a parecer que tiene mucho que ver con la lógica, pero en el primero de los sentidos que distinguía antes.
Pero es que, además, y yendo un poco más allá, ¿será forzoso concluir que si la Idea no existe y, por tanto, no podemos decir nada de su existencia o inexistencia, entonces tampoco podemos pronunciarnos acerca de la existencia o inexistencia de la esencia designada por tal Idea, es decir, acerca la existencia o no existencia de Dios? Supongo que no es a esa especie de retorcido agnosticismo a donde quiere llegar Ongay, puesto que se declara ateo. Mas si la idea de Dios no existe, ¿cómo puede decir él «Dios no existe»? Pero lo dice, y –como afirmaría san Anselmo– hasta los insensatos entendemos lo que quiere decir, a saber, que no existe el ser al que se refiere tal Idea. Si la Idea de Dios no existiera, ni él ni yo –ni nadie– podríamos escribir una sola palabra al respecto, del mismo modo que ni él ni yo –ni nadie– discutimos acerca de la existencia o inexistencia del turuluflu. Así de simple.
La Idea de Dios existe y no es imposible, puesto que existe. Lo que no existe es la esencia denotada por tal Idea, esto es, la del ser que reúne todas las perfecciones –en el supuesto, como apuntaría Tomás de Aquino, de que nosotros, pobres mortales imperfectos, podamos entender siquiera lo que es la perfección–. Si la Idea de Dios no existiera, y, al mismo tiempo, el conjunto de Ideas a ella asociadas, ¿cómo podría hablar Iñigo Ongay del Ens Neccessarium, Perfectissimum et Realissimun? Lo que no existe y es imposible no es la Idea, sino, precisamente, el Ens.
La Idea de Dios es la del ser Perfectísimo, como la Idea de decaedro regular es la del poliedro con diez caras iguales (si no existiera la Idea, ¿cómo podríamos decir que no existe el decaedro regular? Si no existiera la Idea, ¿cómo podríamos decir que no existe Dios?). Ahora bien, el decaedro regular es imposible (porque es imposible un poliedro con diez caras igual) y, en consecuencia, no existe. Paralelamente, Dios es imposible (porque es imposible el Ser Perfectísimo) y, en consecuencia, no existe.
Cuando no se podría predicar la existencia o inexistencia de ninguno de esos dos seres es, precisamente, cuando ni siquiera existieran como Idea. Y esto no significa, ni muchísimo menos, como parece pensar Iñigo Ongay –no sé muy bien si interpretando a Hanson, a mí o a los dos– que se comienza reconociendo la existencia de Dios como posible. En absoluto –por lo menos en lo que a mí se refiere–. Se comienza reconociendo la existencia de Dios como imposible, mas no porque sea imposible o inexistente la Idea de Dios, sino, justamente, porque lo que es imposible e inexistente es el contenido encerrado en tal Idea. De manera que en modo alguno comienzo por reconocer que Dios es imposible como Idea (absolutamente al contrario: Dios sólo es posible como Idea) para acabar reconociendo que su esencia es pensable sin contradicción (absolutamente al contrario: justamente porque su esencia –la esencia designada por tal Idea– no es pensable sin contradicción es por lo que se concluye que Dios no existe). Y tiene razón, en efecto, Gustavo Bueno: quien niega la esencia de Dios, niega también su existencia. Pero negar la esencia, por declararla imposible, no es lo mismo que declarar imposible o inexistente la Idea: si la Idea no existiera, ¿cómo podríamos negar siquiera la esencia a la que se refiere?
Respecto a mi querencia a la argumentación a lo Hanson, como dice Ongay, para finalizar diagnosticando que me enroco innecesariamente con la posición del filósofo inglés, hasta acabar defendiendo, en último término, un ateísmo mixto (debe tratarse de una ironía), mitad existencial y mitad esencial (entiendo yo), o acaso las dos cosas a un tiempo, debo decir lo siguiente: ni hay tal enroque ni existe tal ateísmo bicéfalo en mi postura.
Es cierto que he dicho en más de una ocasión que el ateo no tiene por qué renunciar, sin más, a la argumentación de Hanson. Trataré de explicar los motivos, y también los de mi desacuerdo con el filósofo inglés que no quedaron, al parecer, suficientemente claros en mi escrito anterior.
Argucia de abogado o no, yo entiendo que la obligación de probar recae, primariamente, en quien afirma, y del hecho de que no pueda demostrar lo que sostiene cabe llegar, según los casos, a conclusiones variables. El que alguien no pueda probar la conjetura de Riemann no es razón suficiente para concluir que es falsa, máxime cuando la distribución de los ceros no triviales de la función zeta se ha verificado ya en ni se sabe cuántos miles de millones de ceros. Lo que no es, desde luego, una demostración. Mas el que alguien no pueda demostrar que existan duendes o sirenas es una buena razón para pensar que no existen. Y la afirmación «Existe Dios» tiene más que ver con lo segundo que con una conjetura matemática, cuyos casos a favor hacen más que proba= ble que sea correcta, aunque todavía no haya sido demostrada.
Veámoslo desde otro ángulo.
Hanson, si yo lo he entendido bien, comienza dando por supuesto (erróneamente, a mi juicio) que el ateo jamás podrá demostrar que Dios no existe. Así las cosas, obviamente tendrá que proporcionar alguna prueba quien dice saber que Dios existe. Pero ocurre que ninguna de tales pruebas demuestra nada, ni existe tampoco el menor indicio empírico ni lógico que apunte hacia la posibilidad de tal existencia. ¿Qué concluir? Es cierto, como supone Hanson, que la ausencia de una prueba en contra (de la existencia de Dios) no es nunca una prueba a favor (de tal existencia). De ahí que insista (a mi modo de ver de forma plenamente justificada) en que pruebe quien afirma. Pero no es menos cierto (y en esto no parece reparar Hanson) que la ausencia de una prueba a favor no es nunca, al menos concluyentemente, una prueba en contra. Pero, insisto, si ésa fuera la situación en la que inevitablemente nos encontramos, ¿qué concluir? ¿Acaso que Dios existe o más bien que no hay razonablemente ningún motivo para pensar que exista?
Hablemos de duendes, si se quiere, y se verá lo mismo, aunque de modo más rotundo y también ridículo. Imaginemos que nadie pudiera demostrar de modo definitivo y concluyente que no existen. Sin embargo, yo afirmo que en mi casa habita una familia de ellos, que son invisibles por lo que, en consecuencia, nadie más que yo puede verlos porque tengo mucha fe en ellos. En el supuesto de que no se me ingrese automáticamente en el manicomio, se me pedirán pruebas, antes de hacerlo. Pues bien, no puedo proporcionar ninguna, no dispongo del menor indicio ni lógico ni empírico ni de ningún otro tipo, no ya para demostrar que existen, sino ni siquiera para sembrar en mis interlocutores alguna duda al respecto. Pregunto: ¿admitiran, pese a todo, que acaso existen los duendes, o no sucederá más bien que todo aquél que esté en su sano juicio concluirá que el mío se halla trastornado?
El ateísmo a la contra de Hanson no demuestra de modo terminante que Dios no existe, pero sí que es muy razonable pensar que no existe. Mas el teísta, que no ha probado absolutamente nada, replica: «¿Y usted puede probar lo contrario. Demuéstreme que Dios no existe» («¿Y usted puede probar lo contrario? Demuéstreme que no existen duendes invisibles»). Se trata de una de las argucias y defensas más estúpidas, tramposas e inconsistentes del teísta. Y, a mi modo de ver, es mérito de Hanson el denunciarla, desafiarla y destruirla.
Si no fuera posible demostrar la inexistencia de Dios, el ateísmo de Hanson sería, probablemente, el mejor argumento del que dispondría el ateo. Y renunciar de modo pleno a él supondría abrir las puertas al escepticismo, que acaso argumentaría que aunque el teísta no haya podido probar que Dios existe, quién sabe, a lo mejor existe, después de todo; escepticismo que, como sin duda sabrá Ongay, tan buenos servicios ha prestado históricamente al teísmo.
He ahí las razones de lo que he denominado mi simpatía por la argumentación a lo Hanson (y es una simple forma de hablar. No se me venga ahora con que en estos asuntos no caben simpatías ni antipatías). Pero concluir que me enroco con dicha argumentación para acabar defendiendo un ateísmo mixto, es una interpretación errónea. Si Iñigo Ongay lee detenidamente mi escrito, observará que, en gran medida, tiene como hilo conductor la discusión con Hanson, y la crítica y el intento de superación de su postura. Porque, a mi juicio, y en contra de lo que él supone, el ateo sí puede probar que Dios no existe, y, siendo así, está en la obligació= ;n de hacerlo, en lugar de mantenerse meramente a la contra. Y la prueba, en pocas palabras, es ésta: Dios no existe porque la Idea de Dios es lógicamente contradictoria y denota una esencia y un ser imposibles.
Lo que yo afirmo no es, pues, como parece creer Ongay (una nueva ironía, sin duda) que Dios no existe y además es imposible, sino algo mucho más simple: Dios no existe porque es imposible.
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{*} He dudado si responder a Iñigo Ongay, y me apresuro a aclarar que ello no es debido a que considere enteramente carentes de interés su diagnóstico o sus objeciones, y menos aún movido por algún tipo de menosprecio hacia Ongay, ni como persona, desde luego, ni tampoco como egregio representante y divulgador del materialismo filosófico, sino únicamente porque no tengo el menor deseo de eternizarme en interminables discusiones que me provocan un soberano aburrimiento, entre otras razones porque, con frecuencia, no consisten los tales debates en otra cosa que en tratar de decir lo mismo con palabras distintas. Advierto, pues, que no volveré a responder. Ni a él ni a ningún otro. Habrá quien piense, acaso, que tal decisión es producto de una soberbia tan estúpida como injustificada. E, igualmente, tal vez haya quien crea que con ello pretendo eludir un debate que no quiero afrontar, dada la escasa confianza que tengo en la solidez de mi posición o en el alcance de mi arte dialéctica (o retórica, que no se sabe muy bien cuál de las dos cultivamos en estas polémicas). Pues bien, cada cual es muy libre de suponer lo que estime oportuno. A mí me da exactamente lo mismo. Eso sí, deseo que se hable mucho del ateísmo lógico y de Tresguerres…, aunque sea bien (algo así decía, asimismo, don Miguel de Unamuno).
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→ Alfonso Fernández Tresguerres, «Ateísmo lógico», El Catoblepas, nº 110.
→ Iñigo Ongay, «El ateísmo mixto», El Catoblepas, nº 111.
→ Alfonso Fernández Tresguerres, «Sobre un supuesto ateísmo bicéfalo», El Catoblepas, nº 112.