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El Catoblepas, número 113, julio 2011
  El Catoblepasnúmero 113 • julio 2011 • página 11
Artículos

Don Quijote, Don Juan y la Celestina
de Ramiro de Maeztu

José Alsina Calvés

Clásicos de la literatura y mitos hispánicos

Celestina

El año 1925 publicó Maeztu una de sus obras más significativas, Don Quijote, Don Juan y la Celestina. Ensayos de simpatía. Juntamente con La crisis del humanismo es una obra elaborada como un auténtico libro, no solamente como una recopilación de artículos, aunque muchos de los materiales de este libro habían sido publicados anteriormente en el diario La Prensa de Buenos Aires.

En Don Quijote, Don Juan y La Celestina Maeztu desarrolla sus ideas sobre el arte y la literatura, que remiten a sus años jóvenes, cuando militaba en el regeneracionismo. Ya por entonces había manifestado su rechazo al arte por el arte. En esta obra Maeztu pretende poner la literatura, concretamente la literatura clásica española, al servicio de la causa de la elaboración de unos mitos hispanos que proporciones un contenido cultural a su empresa de regeneración nacional.

La regeneración nacional que propone ahora Maeztu ya no es la misma que la proponía en Hacia otra España. Si entonces era el darwinismo social el fundamento ideológico de Maeztu, ahora es el clasicismo católico que ha teorizado en La crisis del humanismo, y su empeño en crear una burguesía católica, económicamente emprendedora, sintetizando su clasicismo católico con el «ethos» del trabajo del mundo protestante. Don Quijote, Don Juan y la Celestina representa el aspecto simbólico y cultural de un proyecto socio-político que se concreta en otros dos libros (estos sí recopilaciones de artículos): El sentido reverencial del dinero y Norteamérica desde dentro.

En el presente estudio vamos a analizar la interpretación de Maeztu del significado de los tres personajes clásicos, pero vamos a ver previamente las ideas de Maeztu sobre la función del arte y de la literatura.

§1. El mito y la función del arte en Maeztu

Como ya hemos afirmado en otras ocasiones hay en el pensamiento de Maeztu cambios y mutaciones profundas, que lo llevaron a lo largo de su vida intelectual desde un regeneracionismo de corte darwinista hasta el catolicismo tradicionalista y reaccionario. Pero hay también una serie de elementos que van a permanecer constantes a pesar de sus mutaciones ideológicas: a ellos pertenecen sus ideas sobre la función del arte y la literatura.

El rechazo al «arte por el arte» es una constante en el pensamiento de Maeztu. El artista, el escritor, no tienen derecho a encerrarse en una torre de marfil, entregarse a un esteticismo narcisista y desentenderse de los problemas del mundo que les rodea. Mucho antes que Sartre, Maeztu ha reivindicado un arte comprometido con los problemas éticos, sociales y políticos.

En el año 1904 escribía en la revista Alma Española:

«¿Ideal artístico, como ese que lleva la bandera del «arte por el arte»? ¡Pero si eso es más falos y más tonto que la fe religiosa¡ ¿Se ha escrito una línea, se ha compuesto una página de música, se ha pintado un cuadro en que el artista no escoja un tipo, una sensación o un momento y lo glorifique contra los tipos, las sensaciones y los momentos antagónicos? ¿Qué hacen los propios panegiristas de esta vana especie sino defender por medio de su arte tipos, situaciones y momentos que en sí nada tienen en común con el arte?»{1}

En el año 1925, en el prólogo del libro que nos ocupa, escribía Maeztu:

«Del problema moral no nos escapamos sino en la medida que nos escapamos a la tensión artística. Hay una forma de literatura a la que apenas se puede llamar arte: la novela de folletín, la película de cinematógrafo, la comedia compuesta expresamente para distraer al público, pero sin poner en peligro su buena digestión.»{2}

Diez años más tarde, en 1935, escribía en Acción Española:

«Si el arte puro no ha de contener ningún elemento de enseñanza, de información, de doctrina, de religión, de moralidad, de valoración, habrá que arrojar a la hoguera casi todas las obras de arte de la humanidad y de nuestros predecesores.»{3}

Las ideas estéticas de Maeztu, su concepción del arte y de su función, se mantienen incólumes a pesar de sus mudanzas ideológicas. La literatura no es entretenimiento, y la obra de arte plástica no es elemento de decoración. La obra de arte es expresión y compromiso. La literatura no puede abstraerse de los problemas morales. Cuando lo hace se convierte en folletín, comedia de entretenimiento, producto de consumo, como diríamos ahora{4}.

En la construcción de las ideas estéticas de Maeztu confluyen diversos elementos de influencia. Destacaremos el platonismo que subyace en toda la producción intelectual de Maeztu, al menos desde que escribe La crisis del humanismo, la idea de mito, de cuño soreliano, y las influencias de Benedetto Crocce. Analizaremos cada uno de estos elementos.

El platonismo de Maeztu

En publicaciones anteriores ya hemos expuestos la tesis del trasfondo filosófico platónico en el pensamiento de Maeztu{5}. El psudopoliteismo de los cuatro atributos divinos: el Poder, la Verdad, la Justicia y el Amor expuesta en La crisis del humanismo es de filiación platónica, en cuanto estos atributos son definidos como «cosas espirituales» o ideas platónicas. Para Maeztu, algo es verdadero en la medida que participa de «la Verdad». Platón no lo habría dicho de otra manera.

Este platonismo se extiende a la estética en cuanto está se relaciona con el Amor, y se le niega una existencia autónoma.

«La Estética desaparece como teoría autónoma, para convertirse en parte de la Erótica, o ciencia del amor. De la belleza no se habla ya como fin, sino como medio.»{6}

Así en Maeztu se identifica en bien y la belleza, siguiendo el concepto griego de la kalokaghatia, de filiación socrática y platónica, y así la estética se funde con la ética{7}.

La fusión platónica entre Bien y Belleza aparecen magistralmente descritas en el Banquete, cuando nos habla del nacimiento de Eros{8}. El Eros platónico aparece como un demon, no como un dios, porque es una fuerza intermedia y mediadora, ni mortal ni inmortal, sino «intermedio entre divino y mortal», o dicho de otra manera, una fuerza que conduce a la búsqueda y a la adquisición de la inmortalidad.

Eros es hijo de Penia, diosa de la pobreza, y de Poros, dios de la abundancia, y fue engendrado el mismo dia que los dioses festejaban el nacimiento de Afrodita. Así nos lo describe Platón.

«En cuanto Eros es hijo de Penía y de Poros, le ha tocado un destino de este tipo. Ante todo es siempre pobre y está muy lejos de ser bello y delicado como le considera la mayoría. Por el contrario: es duro e insípido, descalzo y sin techo, se acuesta siempre sobre la tierra sin manta y duerme al descubierto, delante de las puertas o en medio de la calle y, puesto que tiene la naturaleza de su madre, está siempre en compañía de la pobreza. En cambio, por lo que recibe de su padre, está al acecho de los bellos y de los buenos, es animoso, audaz, impetuoso, cazador extraordinario, siempre con la intención de tramar intrigas, apasionado por la sabiduría, lleno de recursos, filósofo para toda la vida, encantador extraordinario, hechicero y sofista. Y, por su naturaleza, no es mortal ni inmortal.»{9}

Según está metáfora Eros aparece como fuerza dinámica, mediadora de los opuestos, como el devenir y lo eterno, o lo mortal y lo inmortal. En Platón, por intermedio de lo Bello se asocia la función del Bien.

«El Bien y lo conveniente son aquello que verdaderamente liga y mantiene unido el universo.»{10}

Para Gadamer{11} lo Bello en Platón (y por tanto el Eros que le está inseparablemente unido) asume la función ontológica más importante que puede haber, la de mediación entre la idea y el fenómeno. Ideas análogas encontramos en Maeztu, cuando afirma que la cultura no puede renunciar a la belleza moral, al Bien, porque cualquier acto de perfección moral produce indefectiblemente la impresión de lo Bello, y todo dirigido a un solo fin, el Amor. De aquí a considerar que la función del arte es religiosa no había más que un paso, y este lo dio definitivamente en 1932, en su ensayo El Arte y la Moral.{12}

Hay otro elemento importante que conecta el pensamiento estético de Maeztu con el platonismo: la función del poeta como educador. Es en La Republica donde Platón desarrolla sus ideas sobre la función del poeta en un estado ideal. Estas ideas constituyeron una auténtica revolución en la concepción griega de la poesía y su función en la sociedad{13}. Hasta Platón la poesía era un receptáculo de valores y de conocimientos que se trasmitía por tradición oral. Homero era el paradigma de poeta-educador. En La Republica se propone una nueva forma de educación, la filosófica, donde el logos sea el valor supremo, en reemplazo de la tradicional fundada únicamente en la poesía.

La crítica de Platón a la poesía de Homero se asemeja a la de Maeztu al «arte por el arte». De hecho el tema es algo más complejo, pues se asocia al paso de la poesía como oralidad a la poesía como escritura. Pero la cuestión fundamental de esta crítica es la asociación que hace Platón de la poesía homérica con la «doxa» (opinión), opuesta a «episteme» (conocimiento verdadero vinculado al logos). En la primera parte del libro tercero y, sobretodo, en el libro decimo de La Republica desarrolla Platón los aspectos fundamentales de su crítica, tanto de las formas de enunciado poético como de su contenido. En la poesía homérica el elemento predominante es la «imitación», tanto en la forma como en contenido. La imitación lleva a la asimilación de los modos de ser y de pensar de los personajes, lo que provoca, según Platón, daños en la unidad de la personalidad, que se dispersa en una multiplicidad desordenada y contradictoria que corrompe las costumbres{14}.

Frente a la educación poética (o más exactamente homérica) que se fundamente en la imitación y en la «doxa», Platón reivindica la educación filosófica, basada en el logos y en el «episteme». Y sin embargo las propias obras de Platón son auténtica poesía filosófica, donde la utilización de la imagen, el mito y la alegoría son constantes. El mito de la caverna es un buen ejemplo de ello. Pero la belleza del lenguaje poético tiene valor en la medida que está al servicio de la verdad filosófica. Maeztu no lo habría dicho de otra manera.

La estética de Maeztu aparece vinculada a la teoría de las ideas platónica cuando escribe:

«Fue Schopenhauer, me parece, el primero que desarrolló la idea de que en el mundo del arte […] nos sustraemos al mundo de las relaciones para entrar en el de las ideas. En cierto modo lo último es exacto. Si por ideas se entiende las esencias, no cabe duda de la superior esencialidad de Don Quijote, Don Juan o Celestina respecto a la mayoría de seres reales que conocemos en el mundo.»{15}

Don Quijote, Don Juan o Celestina no son reales, pero en cuanto nos conectan con ideas (o esencias) son, para Maeztu, superiores a los seres reales. Platón hubiera dicho que eran más reales que los seres «reales», por participar en la auténtica realidad, que es la de las ideas. La función del poeta que crea (o recrea) estos personajes es comunicarnos con las ideas, con el auténtico conocimiento: lo Bello al servicio de lo Verdadero. Don Quijote nos lleva, de la mano de Cervantes, al Amor; Don Juan, de la mano de Zorrilla, de Tirso o de Mozart, al Poder; Celestina, de la mano de Fernando de Rojas, al Saber.

Pero además nos muestran otra cosa que para Maeztu es fundamental: cada una de estas esferas autónomas es impotente: el Amor sin Poder de Don Quijote le lleva al ridículo; el Poder desnudo lleva a Don Juan a la perdición, y solo se salva por Amor; el Saber de la Celestina, que es un saber puramente operativo y utilizado solamente para procurar riqueza y placeres, no produce más que tragedias. Solo en la unidad del Amor, el Poder y el Saber, es decir, en Dios, alcanzan estos un significado. En esta reivindicación del Uno se muestra otra vez el platonismo de Maeztu.

Maeztu afirma la inevitable necesidad de que toda obra de arte tenga un contenido conceptual y moral. El arte no puede prescindir de la verdad y del bien, porque en el se funden las cosas como son y la idea de cómo debieran ser, sintetizando la conciencia artística la naturaleza y la libertad, la realidad y el ideal{16}.

Fiel a estas ideas Maeztu participo en 1912 en un campaña contra el arte pornográfico. Por estas fechas su pensamiento está todavía lejos del catolicismo integrista, por lo que sus motivaciones son más estéticas y filosóficas que religiosas.

«El arte ha de tener sus templos abiertos y públicos y sus capillas reservadas. La obra inmoral artística, si es artística, tiene, en efecto, derecho a un puesto en las capillas reservadas. A mostrarse en los templos abiertos sólo pueden tener derecho las obras artísticas que se ajustan a la moral corriente.»{17}

El platonismo de Maeztu, evidente en muchas de sus ideas, no solamente en las estéticas, es muy probable que sea un platonismo «inconsciente»: no llega al mismo a través de la lectura de Platón, sino por su propio devenir intelectual, que le lleva hacia el idealismo. La influencia de Benedetto Croce, está si más directa, ayudo a este devenir.

La influencia de Benedetto Croce

Maeztu conoció a fondo la filosofía idealista de Crocce. En diversos artículos periodísticos contribuyó a la difusión del pensamiento del filósofo italiano{18}. Este aparece estructurado como dos rectas en cruz: una de estas rectas corresponde a la Teoría, con un extremo individual, que corresponde a la Estética, y otro universal, la Lógica; la otra recta es la Práctica, con un extremo individual, la Economía, y otros universal, la Ética. El giro de esta rueda engendraría el arte, la ciencia, el éxito y la bondad{19}.

Este circulo encierra todo lo que es Espíritu, que para Crocce es la única realidad. Parafraseando a Hegel se diría que todo lo espiritual es real y todo lo real es espiritual{20}. A nosotros nos interesa especialmente la concepción de la Estética, en la cual actúan dos formas de conocimiento: uno intuitivo, que se refiere a lo individual, y cuya facultad es la fantasía, y un conocimiento lógico de lo universal, cuya facultad es el intelecto que produce conceptos. Normalmente las intuiciones y los conceptos aparecen mezclados, de manera que el resultado establece la diferencia entre la obra de Arte y la obra filosófica: en la primera predomina la fantasía, produciendo imágenes individuales, y en la segunda el intelecto, produciendo conceptos universales.

El artista simplemente intuye, crea imágenes individuales. El arte como intuición pura supone rechazar la imagen clásica de imitación de la naturaleza, y hacer hincapié en la actividad creadora del espíritu, teorética y no práctica, lo que implica además la exclusión de concepciones utilitaristas y hedonistas.

La lectura de Maeztu de la estética de Crocce se refiere a la intuición pura, pero no como fundamento de la obra de arte, sino del mito{21}, lo cual nos remite a su vez a las influencias de Sorel. Don Quijote, Don Juan o Celestina no son meras creaciones de la imaginación, sino mitos a los que el artista llega a través de su intuición estética. Maeztu llega incluso a afirmar que el valor del mito es independiente de la calidad de la obra literaria a través de la cual se nos manifiesta.

«Por de pronto hay que hacer una distinción radical entre los hijos de la imaginación y las obras en que aparecen. Hay grandes obras de imaginación en que las figuras no son grandes […] Y es curioso el hecho de que un mito literario de primera magnitud pueda surgir de una obra punto menos que olvidada. Se podrá alegar que la calidad de los hijos de la fantasía no depende de la literatura que los viste, sino de la imaginación que los engendra.»{22}

Ahora bien, la creatividad estética no surge en el vacío, sino que se alimenta de sueños, deseos y temores. La intuición y creatividad del artista atrapa estos sueños, deseos y temores, comunes a todos los seres humanos, y les da forma. Así el artista nos lleva al mito, como arquetipo o universal donde el ser humano puede ver reflejado aquello de que desea o teme.

«El juego de la imaginación no es libre. Sus hijos no se engendran espontáneos, sino que nacen de elementos reales, al impulso de las cosas que queremos o de las que deseamos evitar, y se combinan con arreglo a las leyes de la asociación de ideas.»{23}

Don Quijote, Don Juan o Celestina no son solamente personajes literarios, son mitos. Son además mitos hispanos (son evocados por la intuición de artistas españoles) y son mitos católicos, en cuanto remiten a universales como el Poder, el Amor o la Verdad. Para entender la función del mito en Maeztu debemos remitiros a otra influencia importante: Georges Sorel.

Sorel y el mito

Tal como ha escrito Julien Freund{24}, Sorel quedará en la historia de las ideas como el fundador en política de la noción de mito, entendido como red de significaciones y dispositivo de elucidación que nos ayuda a percibir nuestra propia historia. El mito es una creencia creada por el propio ser humano. No remite al pasado, sino a lo eterno. No nos esclarece sobre lo que tuvo lugar, sino sobre lo que se producirá, o se busca producir.

Lo importante del mito no es tanto que sea verdadero como que sea fecundo. Lo es cuando responde a una demanda colectiva, cuando es aceptado por toda la sociedad, o un segmento importante de la misma. La socialización del mito va aparejada con su sacralización. Lo importante del mito es su valor operativo, lo que mueve a los seres humanos a la acción.

Cuando Sorel teoriza sobre el mito lo hace pensando en la revolución socialista. Para mover al proletariado a la lucha lo que hacen falta no son teorías abstractas, sino un gran mito revolucionario: el mito de la Huelga General.

Maeztu, en las antípodas del pensamiento de Sorel, no quiere mitos revolucionarios, sino mitos católicos. Pero la función operativa que atribuye al mito es análoga a la de Sorel. Una red de significaciones que se dirigen a lo suprarracional, un conjunto de referencias que dan significado y sentido a una determinada concepción del mundo, a la que sacralizan. En este sentido Don Quijote, Don Juan o Celestina no son solamente ideas platónicas: son también mitos.

«Don Juan no sale de su especie, porque no procede de la vida real. Viene de la fantasía, como Don Quijote o Celestina. Lo ha engendrado el sueño. Es un mito.» (pág. 91.)

Para entender el sentido y el significado del mito en Maeztu debemos referirnos a dos cuestiones: en primer lugar como se genera un mito; en segundo lugar la función sociopolítica que debe realizar este mito.

Tal como hemos visto en la cita precedente, para Maeztu los mitos son hijos de la fantasía y del sueño. Pero los sueños y fantasías no surgen de la nada, sino que se alimentan de nuestros deseos y temores. En la imaginación no hay escapismo de la realidad, sino sublimación de la misma. Por eso es imposible el «arte por el arte», y los problemas morales reaparecen en el mundo imaginario creado por la imaginación literaria.

«Este mundo de la imaginación, aunque distinto del real, es hijo suyo, y no ha nacido sino para influir en la realidad, como las otras creaciones del hombre. Cuando nos figurábamos haber salido de nuestra cárcel cotidiana, nos encontramos más metidos que nunca en ella. Decidme con lo que sueña una persona y os diré quién es, porque nadie sueña sino con elementos de la realidad y sus combinaciones.» (pág. 14.)

Los mitos, pues, nacen de los sueños. Pero estos sueños se alimentan de elementos de la realidad, y su función última es influir sobre esta realidad. En esta frase se resume el interés de los mitos para Maeztu: mover a los hombres a la acción. Al igual que Sorel piensa que los razonamientos, las teorías abstractas pueden convencer al intelecto, pero que ello es insuficiente. Sobre apelando a determinadas fibras emotivas del alma humana, más allá de lo puramente racional, se puede mover al ser humano a la acción, y esto solamente puede hacerlo el mito.

«Por el rodeo del arte hemos ganado la distancia que media de las tinieblas a la luz. El resplandor de la fantasía nos permite percibir con claridad lo que pugnaba por esclarecerse en nuestro espíritu. Así podremos, al digerir los mitos, construir el ideal. La sencillez del arte nos pemite orientarnos mejor en las complejidades de la vida. Veremos claro, se levantará el día, desaparecerán las incertidumbres, cantarán los pájaros, se alegrará el mundo: llegará, al cabo, la hora de la acción.» (pág. 18.)

La acción a la que quiere mover Maeztu es la acción política. Como ha señalado Villacañas{25} el libro de Maeztu Don Quijote, Don Juan y la Celestina no parte de las necesidades de la literatura de creación, sino de las necesidades de la vida histórica de la sociedad española. Esta vida histórica estaba representada en aquellos momentos por la Dictadura de Primo de Rivera, a la que Maeztu apoyó sin fisuras, pues veía en ella la posibilidad de realización de los ideales del 98 en clave regeneracionista.

La función política de los mitos católicos

El proyecto de Maeztu de reinterpretar los grandes mitos literarios de la cultura española tiene un referente filosófico, más o menos intemporal, que es su gran obra La crisis del humanismo, pero también tiene un referente político, anclado en la historia, que es la Dictadura de Primo de Rivera. Para Maeztu la obra política del Dictador era la concreción de los ideales regeneracionistas del 98, leídos, eso sí, en clave católica, y para que estos ideales pudieran realizarse y dejar atrás para siempre la España de la Restauración, su labor debería concretarse a diversos niveles.

En primer lugar la dictadura debía ser momento constituyente de la vida política del futuro. Ahora bien, ello no sería posible si España no se dotaba de una nueva constitución socieconómica: este tenía que ser el segundo nivel de actuación, y ahí estaba la aportación intelectual de Maeztu a favor del «capitalismo católico» teorizada en El sentido reverencial del dinero y Norteamérica desde dentro.

Pero todo ello iba a fracasar si no se dotaba de una base cultural, emocional, ideal y sentimental. Las reformas políticas y económicas necesitaban un anclaje metapolítico, y este podían aportarlo los mitos católicos de Don Quijote, Don Juan y Celestina.

Maeztu entiende que es imprescindible romper de manera definitiva con las formas políticas de la Restauración. Hacen falta nuevas ideas para forjar nuevos políticos, que actúen movidos por firmes convicciones, y que actúen manteniendo puntos de contacto intelectuales, vitales y sentimentales con las masas. A su vez estos contactos reclamaran la publicidad, la propaganda, la batalla política propiamente dicha. Las nuevas ideas serán políticas, pues al contar con una fuerza popular en su base, serán formas de entender la acción de gobierno.

Para Maeztu la política de la Restauración fue meramente de intereses. Nadie creía en nada. Las oligarquías iban a lo suyo, y la masa popular, absolutamente marginada de la vida política dejaba hacer, en una especie de consenso pasivo. Los nuevos tiempos reclamaban auténtica lucha política, y esta solamente era posible si el político contaba con una sólida convicción ideal.

A pesar del compromiso político de Maeztu con la dictadura de Primo de Rivera hay una crítica, digamos constructiva, a algunos aspectos de la misma. Así confesó en 1924 que no se había afiliado al partido que había puesto en marcha el dictador, la Unión Patriótica, porque este carece de idea y de política cultural. Su propuesta cultural- ideológica trata de suplir esta deficiencia.

La columna vertebral de esta propuesta es lo que se expone en Don Quijote, Don Juan y la Celestina. Es el organicismo de los atributos de Dios, la cultura trinitaria, la tridimensionalidad del Poder, del Saber y del Amor, bases del clasicismo católico. Cada una de estas ideas tenía que movilizar a la opinión pública con un nuevo mito. Don Quijote será el mito del nuevo ideal y del nuevo amor, del caballero amante de la justicia; Don Juan será el nuevo mito del poder, de la energía y de la persuasión; y la Celestina el nuevo mito de la ciencia o del saber.

Pero además Maeztu está convencido de que las ideas conservadoras y tradicionalistas iban a imponerse en Europa, lo cual iba a colocar al clasicismo católico español en la «vanguardia» del pensamiento. Para ello reclama una nueva lectura de la Ilustración, o mejor, de la revolución científica del siglo XVII europeo, no contaminada por las ideas ilustradas, el utilitarismo, el hedonismo y el materialismo. Esta ciencia «no contaminada» iba a proporcionar el Poder, pero supeditado al Amor. O dicho de otra manera, la razón sometida al ideal de la comunidad orgánicamente ordenada.

Años más tarde, los tecnócratas vinculados al opus dei, discípulos tardíos de Maeztu, iban a recoger este programa sintetizado en la frase «europeización de los medios, españolización de los fines».

§2. Don Quijote o el amor

Es difícil encontrar, en toda la historia de la literatura universal, una obra sometida a más interpretaciones que El Quijote{26}. La interpretación de Maeztu no es original, y se encuadra entre las interpretaciones biográficas y las históricas. Las primeras explican El Quijote en función de la biografía del propio Cervantes, y las segundas en función de las vicisitudes históricas de la España en que El Quijote fue escrito. Pero aquí no vamos a ocuparnos de la originalidad de la interpretación de Maeztu desde el punto de vista de la crítica literaria, sino del lugar que ocupa la figura del Quijote en su discurso ideológico.

En 1901, es decir mucho antes de su viraje ideológico hacia el clasicismo católico, Maeztu había publicado un artículo en La Correspondencia de España bajo el significativo título de «El libro de los viejos», en el cual tachaba al Quijote de «decadente», de libro propio del cansancio de los pueblos viejos, y en el que instaba a los españoles a dejar de ser quijotes. En Don Quijote, Don Juan y la Celestina, la figura es observada desde una óptica ideológica muy distinta, pero Maeztu no reniega de su epíteto de «decadente».

¿Qué significa decadente?, se pregunta Maeztu. Simplemente alguien o algo que se propone una empresa que no está a la altura de sus fuerzas. El Quijote es decadente por razones biográficas y por razones históricas. Cervantes escribe El Quijote a los 58 años, desde la cárcel donde la habían llevado sus deudas, después de una vida de fracasos sucesivos. Carrera militar y política frustrada, fracasos en los negocios, fracasos como poeta y escritor de comedias, desengaños en sus ideales políticos y religiosos, y, por encima de todo, afán de reposo: este es el coctel biográfico que da vida a El Quijote.

En paralelo con la situación biográfica de Cervantes, la situación política, militar y económica de España. Todavía en el cenit de su poder, pero agotada por siglos de lucha. En guerra con Inglaterra, con los Paises Bajos, con los protestantes alemanes. Campeona de una Contrarreforma que intenta inútilmente oponerse a los nuevos aires del mundo: capitalismo incipiente, nacionalismo secular, razón de Estado, «realpolitic» en nombre de la catolicidad universal de la cual se ha declarado campeona. El cansancio de los españoles, el agotamiento económico y demográfico provocado por una política que ha supeditado los intereses nacionales a los de la catolicidad, se deja ya sentir y augura ya la derrota. En este ambiente surge El Quijote.

El meollo de la interpretación de Maeztu es la ambigüedad de la figura de Don Quijote. Por un lado es sublime, por otro es ridícula. Es sublime porque representa el idealismo del hidalgo español, la figura del «caballero cristiano», tan bien descrita por García Morente{27}. Es ridícula porque se mueve en un mundo que no es el suyo, porque ve gigantes donde hay molinos, castillos donde hay posadas y damas donde hay mozas de partido. Pero sobretodo es ridícula porque es decadente, es decir, porque sus fuerzas no están a la altura de su quimérica empresa. Don Quijote mueve a la risa, sobretodo, porque es viejo, va armado de armas anticuadas y monta un caballo viejo, seco y enfermo.

¿Qué ocurriría si Don Quijote fuera joven, vigoroso y bien armado? ¿Qué ocurriría si en lugar de ser apaleado, manteado, apedreado y escarnecido, derribara a mandobles a sus enemigos, reales o imaginarios? ¿Qué sucede en el episodio de los galeotes conducidos por agentes de la Santa Hermandad, cuando, por más suerte que otra cosa, consigue derribar a uno de estos de una lanzada? Pues que deja de dar risa. Entonces daría miedo. Ya no sería un loco cómico, en todo caso un loco peligroso, pero el aspecto ridículo de la figura desaparecería del todo.

Este es, pensamos, el significado que quiere dar Maeztu a esta figura y el significado del mito. Don Quijote representa el Amor, el amor a Dulcinea, a la catolicidad universal, a la caballería cristiana, en fin a los ideales del clasicismo católico, los ideales de Maeztu. Pero es un Amor sin Poder y sin Saber. Sin saber porque ve gigantes donde hay molinos, y damas donde solamente hay aldeanas. Sin poder porque es viejo, débil y mal armado.

Las carencias de Don Quijote son las de España. Debilitada por siglos de lucha, atrasada económica y técnicamente, España fue derrotada por el mundo moderno. Los españoles aspiraban al sosiego y al descanso, y en este ambiente se escribe El Quijote. Por eso cuando Maeztu compara la figura española con el Hamlet de Shakespeare muestra la disonancia de tempos históricos y psicológicos entre ambas. El activismo desenfrenado de Don Quijote mueve al lector a desear que «despierte» de su locura, se recoja en su casa y disfrute de un merecido descanso. La actitud dubitativa de Hamlet mueve al lector a impulsarlo a la acción. Shakespeare escribió Hamlet cuando Inglaterra empezaba a forjar su imperio; Cervantes escribió El Quijote cuando España empezaba a perder el suyo.

España estaba agotada, deseaba el descanso y al final descanso. De hecho descanso durante trescientos años en que Don Quijote estuvo ausente de la vida española, y cuyos protagonistas fueron el Cura, el Barbero, el Bachiller y el propio Sancho. Así nos lo describe Maeztu:

«Ya en el mismo Quijote puede observarse con toda claridad el carácter vegetativo de la vida española. No hay sino eliminar al héroe de la novela y no dejar más guerra que al Cura, al Barbero, al Bachiller, a Sancho, su mujer y su hija y demás personajes secundarios de la obra. Todo lo que hay de ideal se concentra en una figura única, símbolo de realidad histórica, porque el alma de España se concentró entonces en sus hidalgos y en sus órdenes religiosas […] Hace trescientos años que juegan al tresillo el Cura, el Barbero y el Bachiller y que se dan un paseíto después de la partida.» (pág. 67.)

Este es el triste panorama de España, según Maeztu, una vez que la figura del Quijote ha desaparecido. Esta abulia, esta tristeza, este afán de quietud, estos campos yermos, ya retratados por los noventayochistas, entre los cuales estaba el propio Maeztu.

«Azorin nos ha descrito con impecable mano estos cuadros de la vida provinciana, donde cada uno de los personajes y de las cosas circundantes se han acomodado tan absolutamente a su reposo que un paso que se oiga a la distancia, un ruido que suene en el picaporte, el temor vago a que resurjan de nuevo las pasiones de antaño, a que renazcan los extintos deseos de aventuras, parece poner en conmoción el orden cotidiano, pero no acaso porque se sienta débil y amenazado, sino porque las historias pasadas le han hecho formarse la voluntad inexorable de no volverse a alterar nunca hasta el fin de los tiempos.» (pág. 67.)

Esta España retratada por Azorin, que nos muestra los lugares y los personajes de El Quijote pero sin Don Quijote es la España de la Restauración. Esta España conformista, conservadora, abúlica, que quiere seguir sesteando hasta el final de los tiempos. Maeztu quiere que vuelva Don Quijote, porque cree que España ya ha descansado bastante, y porque cree que los ideales que representa Don Quijote, los ideales del caballero cristiano, son más válidos que nunca.

Pero Maeztu no quiere a Don Quijote como antes, rebosando amor al ideal, pero sin Poder ni Saber. Los tiempos han cambiado y cree posible una nueva salida del Quijote, caballero del Amor, pero armado del Poder y del Saber, que ya no inspire risa, sino respeto e incluso miedo. España ya ha descansado bastante, hay que ponerla en movimiento.

«No es justo suponer que el progreso material español venga importado del extranjero. Lo que habrá venido del extranjero es la oportunidad instrumental que nos permite aprovechar mejor nuestros recursos naturales. Es característica de las últimas décadas la formación de una clase media numerosa y pujante, así como la de una atmósfera de negocios que está asimilando rápidamente el carácter nacional al de otros pueblos europeos. De ello ha surgido el alza de los salarios, los progresos de las comunicaciones, la difusión del bienestar en la mayoría de las regiones. Creo que ha de verse con simpatía y hasta con ternura el advenimiento de un poco de riqueza en un pueblo tan pobre como el español.» (pág. 68.)

En este párrafo puede apreciarse de forma meridiana como Maeztu liga los mitos hispanos que representan Don Quijote, Don Juan o Celestina a su proyecto sociopolítico de regeneración nacional. Surge una nueva burguesía que no tiene nada que ver con las clases medias de la Restauración, formadas por funcionarios y rentistas. Esta nueva burguesía será católica, y verá en el mito de Don Quijote el prototipo del amor, pero vendrá armada del trabajo, de la economía y de la técnica, y por tanto del «sentido reverencial del dinero». Así el Amor se verá reforzado por el Poder y el Saber: Don Quijote dejará de ser ridículo.

El problema es que todo ello debe realizarse en un marco político concreto: la Dictadura de Primo de Rivera, régimen que en principio había nacido invocando el espíritu del regeneracionismo y la necesidad de superar la Restauración, pero que poco a poco fue mostrando su incapacidad para esta tarea y que, a pesar de realizaciones materiales concretas, se seguía apoyando en las mismas oligarquías caciquiles que el régimen de la Restauración. Maeztu, a pesar de que su modelo político era la «democracia autoritaria» americana, fue fiel a Primo de Rivera hasta el final, en parte por una cuestión de lealtad, en parte porque estaba convencido de la necesidad de un régimen autoritario que permitiera el desarrollo de esta nueva burguesía nacional, protegiéndola del peligro revolucionario.

El mito de Don Quijote es pues fundamental para este universo simbólico y metapolítico que Maeztu necesita como sustrato cultural a esta nueva burguesía económicamente emprendedora. Representa un compendio de valores que no han dejado de ser vigentes, y que aparecen ridículos no por si mismos, sino porque están desnudos de poder y de saber.

«Ya no leeremos el Quijote más que en su perspectiva histórica; pero aun entonces, cuando no pueda desalentarnos, porque lo consideraremos como la obra en que tuvieron que inspirarse los españoles cuando estaban cansados y necesitaban reposarse, todavía nos dará otra lectura definitiva la obra de Cervantes: la de que Dante se engañaba al decirnos que el amor mueve el sol y las estrellas. El amor sin la fuerza no puede mover nada, y para medir bien la propia fuerza nos hará falta ver las cosas como son. La veracidad es deber inexcusable. Tomar los molinos por gigantes no es meramente una alucinación, sino un pecado.» (pág. 69.)

El Amor solo, pues, no basta. Necesita del Poder y del Saber. Detrás de esta unión trinitaria está Dios.

Don Juan o el poder

La figura de Don Juan es un ejemplo prístino de mito popular, que circula de la tradición oral a la obra literaria. Este Don Juan que encontramos en la obra de Tirso, de Zorrilla, de Moliere o de Mozart ha nacido de cuentos y leyendas populares, es una creación del inconsciente colectivo. De hecho sostiene Maeztu que la figura literaria es el resultado de la unión de dos leyendas, la del Burlador y la del banquete sacrílego en el que se invita a un muerto.

«Pues si la figura del Burlador se hallaba ya en las leyendas e historias populares de España como, por supuesto, en las de todos los países, el episodio del banquete sacrílego se encuentra también en romances populares anteriores a esta época. Said Armesto ha comprobado este aserto recogiendo de viva voz numerosos romances gallegos, portugueses, asturianos, leoneses y castellanos que se conservan por tradición oral.» (pág. 82.)

A partir de aquí Maeztu realiza un minucioso análisis psicológico del personaje, personaje que por otro lado no es «real» en el sentido realista de la palabra, pues no olvidemos que es un mito. Y aquí se manifiestan de forma nítida las ideas estéticas de Maeztu ¿Qué significa que Don Juan es un mito? Pues que es un producto de la imaginación, en este caso de la imaginación colectiva, pero un producto elaborado con elementos de la realidad, con trazos psicológicos que están en todos nosotros.

Don Juan es la energía inagotable, la seguridad en si mismo llevada al extremo, la soberanía absoluta del individuo que no da explicaciones a nadie, que no admite más ley que su propio deseo y capricho, y que, en última instancia tira de su espada y arrolla con todo.

«Don Juan es, ante todo una energía bruta, instintiva, petulante, pero inagotable, triunfal y arrolladora […]; es el instinto sobre la ley, la fuerza sobre la autoridad, el capricho sobre la razón; es, según la frase de Ganivet, la personificación de aquellos hidalgos cuyo ideal jurídico se reduciría a ‘llevar en el bolsillo una carta foral con un solo artículo…: este español está autorizado para hacer lo que le de la gana’. Y en este sentido la visión de Don Juan realiza imaginativamente el sueño íntimo, no solo del pueblo español, sino de todos los pueblos.» (pág. 88.)

Maeztu distingue entre el Don Juan español y el Don Juan del norte. Pero el auténtico Don Juan es el español. El del norte es el personaje que busca un amor ideal imposible, que va de romance en romance y de desengaño en desengaño, pues ninguno de los amores reales la satisface, ninguno hace realidad sus sueños utópicos, en ninguna mujer real encuentra su modelo ideal. El Don Juan español, que es el auténtico, es otra cosa; no se enamora, para él las hazañas eróticas no son más que el campo de batalla donde ejerce su poder, donde desarrolla sus habilidades de seducción y dominación, donde vence y controla para no ser vencido y controlado.

Insiste Maeztu en la «idealidad» de Don Juan. Que el «auténtico» Don Juan sea el español no significa que en España abunden don juanes reales. De hecho ni es España ni en ningún otra parte, sino que por su carácter de mito es un producto de sueños, sublimaciones y deseos inconscientes, que sí son reales pero que difícilmente pueden realizarse en el mundo real.

«Yo no creo que el tipo de Don Juan haya podido darse en España ni en país alguno, porque los elementos que constituyen su psicología son irreductibles a una unidad común. Sigue a la mujer y no se enamora; es libertino y no se desgasta; es pródigo y no se arruina; desconoce toda idea de deber social y religioso, y es siempre el hidalgo orgulloso de su estirpe y de su sangre de cristiano viejo. Don Juan es un mito: no ha existido nunca, ni existe ni existirá sino como mito.» (pág. 87.)

Es precisamente en su calidad de mito que interesa Don Juan a Maeztu. Pero no es solamente un mito: es un mito católico. Veamos por qué razones. En primer lugar Don Juan es el reverso de la moral católica, en cuya base encontramos la libertad radical del ser humano para escoger entre el Bien y el Mal. Don Juan ha elegido el Mal, no porque no crea en Dios, ni en el castigo eterno. Cuando se le advierte de que su conducta inmoral le acarreará la condenación eterna, Don Juan no niega esta posibilidad, sino que contesta con una frase significativa «¡que largo me lo fiais¡». Vive el aquí y el ahora, quiere poder y gozo inmediato, no le importa el futuro.

Pero hay otro elemento fundamental para la catolicidad el mito Don Juan: la salvación por amor, que se pone en manifiesto en el Don Juan de Zorrilla. Porque al final Don Juan se enamora; se enamora de la inocencia de Doña Inés, porque encuentra en el mundo un elemento de ingenuidad, abnegación y amor con el que no contaba. Entonces Don Juan se transforma.

«A la vista de Doña Inés se olvida Don Juan de su pasado y del mundo vil que ha conocido; […] Don Juan sueña con la familia, con los hijos, con las responsabilidades paternales, con el hogar, con las tierras de labranza, con sus funciones de caballero cristiano, con el Rey, con el Papa, con un orden social divinamente estable, en el que hay un puesto que le está reservado. Don Juan descubre, en suma, la existencia en el mundo de una categoría cósmica, que enlaza los seres y las cosas en un orden superior.» (pág. 97.)

El amor a Doña Inés retorna a Don Juan a este Cosmos Católico, que define Maeztu como «categoría cósmica que enlaza los seres y las cosas en un orden superior». Pero, y aquí empieza la tragedia, el mundo exterior no se ha dado cuenta de la «conversión» de Don Juan, y este mundo exterior irrumpe en escena con la figura del Comendador, el padre de Doña Inés. Don Juan mata al comendador y al hacerlo pierde el contacto con este mundo recién descubierto.

«Don Juan mata al Comendador y pierde con ello a Doña Inés, que no podrá ya amar al matador de su padre y que morirá en su aflicción, y Don Juan vuelve a ser el burlador; pero ya no será el mismo de antaño, sino un hombre que sabe lo que antes no sabía; y es que existe la bondad en el mundo, pero no para él.» (pág. 98.)

La desesperación lleva a Don Juan al banquete sacrílego, a invitar a cenar a un muerto. El muerto, el Comendador, acepta la invitación, y aparece en casa de Don Juan en forma de la estatua de piedra de la tumba. El muerto arrastra a Don Juan a la muerte. Pero en el Don Juan de Zorrilla, no en el de Tirso ni en del de Mozart, Don Juan salva su alma, porque hay en ella un ápice de bondad y de arrepentimiento, y, sobretodo, porque Doña Inés intercede por él.

«No ha de contribuir poco a la salvación de Don Juan el hecho de que Doña Inés rece por él, y no que estas oraciones de Doña Inés signifiquen que lo Eterno Femenino nos atraiga hacia lo alto, porque Don Juan el Burlador, hijo de la Edad Media y de la teología, no es pariente de Fausto, salido de la filosofía y de la modernidad, sino porque no es enteramente malo el hombre que halla junto a su sepultura una alma amante que por su alma rece, y menos si es un muerto, con la superior videncia de los muertos, que interceda por su salvación.» (pág. 99.)

En el cosmos protestante, o, más exactamente en el Calvinista, la figura y el mito de Juan son impensables. Aquí no hay "obras», sino una vida buena, que no es mérito humano, sino simplemente «señal» de pertenecer a los escogidos, a los que, por un designio inescrutable de la divinidad, se les ha concedido el privilegio de la salvación eterna. No cabe Don Juan, ni siquiera el Don Juan condenado, pues está condenación es baladí en cuanto no es «mérito» del propio Don Juan, sino resultado de una decisión inescrutable, anterior al nacimiento.

En el Cosmos católico el ser humano se salva por sus obras, pero no solamente por sus obras. Las obras de Don Juan, puestas en una balanza, le llevan directamente al infierno, y esto es lo que ocurre en la obra de Tirso y el la ópera de Mozart. Pero en la de Zorrilla intervienen otros elementos: la gracia divina, el perdón basado en el arrepentimiento y, sobretodo, la intercesión por amor de Doña Inés. Maeztu ha entendido perfectamente que el mito de Don Juan es el mito católico por excelencia.

Pero, ¿Cuál es la función de este mito en el programa de regeneración nacional que propone Maeztu? Para Maeztu la importancia del mito de Don Juan se basa en la energía inagotable y en el lema «Yo y mis sentidos» frente a todas las leyes humanas y divinas. La figura de Don Juan emerge en momentos de crisis, de ideales desengañados, de nihilismo como diríamos en términos modernos, aunque Maeztu no emplea esta expresión. Los hombres, en un mundo desolado y vacío se preguntan si quizás Don Juan no tendrá razón, si no hay que vivir según el propio capricho y en la veneración a la fuerza que lo arrolla todo.

En tiempos de crisis de ideales, nos dice Maeztu, vuelve a emerger la figura de Don Juan. No es casualidad que aparezca por primera vez alrededor de 1630, cuando decaen los ideales de la Contrarreforma, como antes habían caído los de la Reforma y el Renacimiento. Pero el momento en que escribe Maeztu también es tiempo de crisis.

«Nadie volverá a creer cándidamente en la causa de los pueblos oprimidos, después de advertida la facilidad con que en opresores se convierten. Ésta es la crisis del nacionalismo. Nadie de nuevo confiará en que la libertad de pensamiento implique pensamiento, porque también entraña el derecho a no pensar; ni que la libertad de imprenta signifique cultura, porque en ella se ampara el periodismo reaccionario o revolucionario con que las multitudes europeas se hipnotizan; y ésta es la crisis del liberalismo […]. Tampoco será ya posible confiar en que el socialismo mejore la condición del hombre, después de los ejemplos de opresión, de hambre y de exterminio que Rusia nos ofrece. En esta crisis de ideales se alza Don Juan como el ejemplo irrefutable de haber fracasado el humanismo en su empeño de reducir el bien a lo que es bueno para el hombre.» (pág. 102.)

¿A qué se refiere Maeztu con este resurgir de la figura de Don Juan en la crisis de entreguerras? Nosotros interpretamos que a los fascismos nacientes. Nietzscheanos, nihilistas, imbuidos en el culto inmanente a la Patria, a la juventud, a la fuerza, al vigor y con un innegable fondo pagano aparecen en Europa los movimientos fascistas sobre las ruinas de las ideologías del «humanismo» y bajo el impacto traumático de la Gran Guerra.

Maeztu los contempla con un sentimiento de ambivalencia. Por un lado los ve con simpatía en cuanto simbolizan la crisis del humanismo, en cuanto refuerzan su tesis, en cuanto se oponen violentamente a la revolución comunista. Por otro lado es consciente de su inmanencia, de su fondo pagano, de su culto al Estado, de su irracionalismo. Hay cosas buenas en Don Juan: la fuerza, el vigor, la energía inagotable, todo lo que faltaba a Don Quijote. Pero esta fuerza hay que ponerla al servicio del Amor, someterla a un ideal superior, encuadrarla en la síntesis clásica del catolicismo. En caso contrario se convertirá en una fuerza incontrolada, blasfema y peligrosa.

La actitud de Maeztu refleja de forma nítida, en el plano ideológico, lo que el plano político fue la actitud de la derecha conservadora y autoritaria frente a los fascismo nacientes. En el caso de España esta sería la actitud del partido monárquico alfonsino, Renovación Española, (en el cual militó Maeztu) ante el surgimiento del escuálido fascismo español, representado por Falange y las JONS. Al principio apoyo, intento de instrumentalización, pero en el fondo desconfianza ante el criptopaganismo, el culto al Estado y las veleidades revolucionarias. Y eso a pesar de que el fascismo español era un fascismo católico, que intentaba sintetizar la esencia católica de la nacionalidad española con la inmanencia y el culto al Estado.

El mensaje metapolítico de Maeztu es que hay que integrar la energía de Don Juan con el amor de Don Quijote, y esto solamente es posible en la síntesis superior que significa el clasicismo católico. Aquel Don Juan enamorado de Doña Inés, que sueña «con sus funciones caballero cristiano» será como un nuevo Don Quijote, que ya no moverá a risa, pues su energía inagotable estará al servicio de sus altos ideales. Pero en la síntesis que nos propone Maeztu, que refleja los atributos divinos, falta un tercer elemento: el saber. Y esto es lo que a su entender representa la Celestina.

§ 3. La Celestina o el saber

Con la evocación de la Celestina como mito representativo del saber pretende Maeztu cerrar su programa de elaboración de mitos católicos que evoquen los tres atributos divinos, y que den un componente simbólico y metapolítico a su proyecto de regeneración español en base al clasicismo católico.

Ahora bien, si este programa de Maeztu funciona de forma razonable en el caso de Don Quijote y de Don Juan, en el caso de la Celestina aparecen determinados problemas. Laudan{28} ha descrito en toda Tradición de Investigación dos tipos de problemas, los empíricos y los conceptuales. Los primeros corresponden a la adecuación entre las teorías y el mundo real; los segundos a la coherencia interna de las teorías. Intentaremos demostrar que con la evocación de la Celestina como mito representativos del saber, el programa metapolítico de Maeztu entra en contradicción consigo mismo, concretamente con sus propios fundamentos filosóficos desarrollados en La crisis del humanismo, y que todo ello está relacionado con la incapacidad del pensamiento contrarrevolucionario para entender el problema de la técnica.

En primer lugar nos encontramos con que el saber que evoca Celestina, tal como el mismo Maeztu reconoce, no es el saber puro, incontaminado, la contemplación de las esencias de los seres, el saber medieval de raíz aristotélica y platónica, sino el saber práctico, el saber hacer, en otras palabras, la técnica. Tanto si consideramos a Celestina como bruja y hechicera, o como una simple manipuladora psicológica, vemos que su saber sirve a un fin concreto, a la consecución de unos objetivos. Estos objetivos no tienen nada que ver con ninguna valoración ética: son pragmáticos, sirven para ganar dinero.

Celestina no es un personaje medieval, como Don Quijote o Don Juan, sino que es renacentista. Es en el Renacimiento cuando desaparece la distinción aristotélica entre naturalia y artifficialia (seres naturales y artificiales) y por consiguiente entre las artes mecánicas y las liberales. En este contexto nace la mentalidad técnica, de la cual la magia es su predecesora más inmediata. El saber es un saber hacer para objetivos inmediatos, para mayor gloria del hombre. La técnica moderna nace en el Renacimiento, como el Humanismo.

Maeztu cree ingenuamente que puede expurgar a la técnica de todo esto, y ponerla al servicio de su modelo católico de regeneración nacional. Como diría Heidegger{29}, Maeztu cree que la técnica puede ser «neutral» porque cree que la esencia de la técnica es algo técnico. No se da cuenta que tras la técnica hay un «programa» político de dominación, que no podrá ser domesticado por su clasicismo católico. Ni Don Quijote ni Don Juan dominaran a Celestina.

Pero además, y en consonancia con todo ellos, la Celestina no es un mito católico. El autor de la Tragicomedia de Calixto y Melibea, el Bachiller Rojas era un judío converso, que había abandonado la fe de Israel para abrazar el catolicismo, pero que en realidad había perdido toda fe religiosa. Tras la Celestina se esconde un mensaje nihilista, en el cual florece el pensamiento técnico. Lo curioso es que Maeztu parece consciente de todo esto, pero a pesar de todo sigue pensando en la posibilidad de integración.

Técnica y magia en La Celestina: el paradigma renacentista

Tal como hemos señalado, Celestina es un personaje típicamente renacentista. Como ha mostrado Turró{30} no se pasó directamente el paradigma aristotélico medieval al de la nueva ciencia, representada por Galileo y Newton, sino que en el interregno se desarrolló un paradigma renacentista, caracterizado por el naturalismo, por la naturaleza concebida como «gran animal» y con las «antipatías» y «simpatías» como fuerzas rectoras del cosmos. En este paradigma la magia, la técnica, la astrología y la alquimia se entrelazaban en un confuso sistema.

El paradigma aristotélico medieval se caracterizaba por un conjunto de presupuestos fundamentales:

1. Ningún cuerpo natural puede producirse por medios artificiales

2. Ningún procedimiento mecánico podrá suplantar el trabajo del hombre

3. Ningún instrumento mecánico podrá gozar de funcionamiento automático

4. Por consiguiente, lo natural es superior a lo artificial y el ocuparse de trabajos manuales es contrario a la naturaleza del hombre libre.

Como corolario tenemos la separación entre artes mecánicas y artes liberales, es decir, entre técnica y conocimiento. Las artes liberales, divididas en el trívium (gramática, retórica y dialéctica) y qudrivium (aritmética, geometría, astronomía y música) eran, a su vez, el prolegómeno para el estudio de la teología, considerada la ciencia suprema.

Pero fue precisamente del lento desarrollo de las artes mecánicas la que acabó mostrado, por la vía de los hechos, la falsedad del paradigma aristotélico. Como afirma Turró (pág. 47) rastrear los orígenes de la técnica a lo largo de los siglos XIV, XV y XVI no es una mera labor erudita, sino que puede proporcionar la clave de cómo los europeos se deshicieron de la inoperante distinción aristotélica entre naturalia y artificialia, potenciando así otro tipo de explicación natural, provocando una crítica palpable a los principios del paradigma aristotélico antes citados, y apuntando la posibilidad de concebir el mundo según otras categorías más operativas, y por tanto más provechosas para la vida humana. Los relojes mecánicas o los autómatas podrían ser dos ejemplos de cómo la actividad artesanal falseó, por la vía de los hechos, los presupuestos del paradigma aristotélico.

Este paradigma renacentista, distinto y opuesto al aristotélico medieval, pero también al de la nueva ciencia de Galileo y Newton, pese a la aparente dispersión y diversidad de los autores, una profunda unidad respecto a los principios básicos y a las fuentes doctrinales consideradas como válidas. Desde la filosofía natural a la exégesis bíblica, pasando por la astrología, la alquimia o la cábala, todos los saberes se hallan entrelazados por la idea directriz de una Naturaleza prodigiosa, una experiencia inmediata y una ciencia acumulativa y clasificatoria. Partiendo de una gran diversidad de fuentes doctrinales, que va de Hermes Trimegisto al propio Aristóteles, releído a través del averroísmo, pudo llegarse a una homogeneización total de temas y modos de tratarlos.

Como ha señalado Garín{31} la distancia que separa la Edad Media del Renacimiento es la misma que dista entre universo concluido, ahistórico, atemporal, inmóvil, sin posibilidades, y un universo infinito, abierto, donde todo es posible. En el primero el mago representa la tentación demoníaca que pretende resquebrajar un mundo conciliado y perfecto. Por eso se le combate, se le persigue y se le quema.

No podía haber acuerdo entre la filosofía medieval, que es una teología del orden estable, y la magia. La primera prefería la anulación del hombre en la fijeza de la especie humana, en lugar del escándalo del hombre que, al liberarse de las ataduras del orden natural, lo convierte en su instrumento cuando lo conoce y puede denunciar su carácter provisional. La teología prefiere la racionalidad ordenada y segura frente a la libertad que cuestiona continuamente las estructuras del universo.

Esto no significa que la Edad Media fuera contraria y enemiga de la ciencia, como en ocasiones se ha afirmado. A partir del siglo XII hay una revalorización de lo natural, del estudio de la naturaleza y del propio cuerpo humano, pero siempre a través de la clave aristotélica del conocimiento «puro», desinteresado, de contemplación de las esencias a mayor gloria de Dios. Pero con el Renacimiento irrumpe una ciencia distinta de la medieval, primero porque se han roto los límites de la racionalidad aristotélica, la distinción entre lo natural y lo milagroso, y entramos en un mundo donde «todo es posible»; segundo porque este conocimiento se pone al servicio del hombre, convertido en centro del universo, para moldear el mundo a su antojo.

Son innumerables los trabajos que muestran el carácter mágico de las actividades de la Celestina y su condición de hechicera{32}. En estas se mezclan la magia natural, las propiedades curativas de las plantas, de las piedras (lapidaria), junto con invocaciones al diablo (en forma de Plutón). Pero lo realmente importante es su carácter «técnico»: los conocimientos de Celestina se ponen al servicio de una actividad «profesional», que existe porque hay una «demanda» de la misma en el «mercado», al margen de toda consideración ética que no sea la de dar un «buen servicio» a sus «clientes».

En muchas ocasiones da la sensación de que Maeztu «resbala» por encima del personaje sin acabar de entenderlo, sin percibir su auténtica esencia. Por un lado rechaza la interpretación de Celestina como maga o hechicera, y reduce su saber técnico a la manipulación psicológica de los personajes. Por otro lado ironiza sobre las consideraciones vertidas por Menendez Pelayo en sus Origenes de la novela, en las cuales califica a Celestina como genio del mal, sublime de mala voluntad o capaz de dar lecciones al diablo mismo.

«Antes que la «ciencia del mal por el mal» es Celestina la ciencia a secas, el saber sin calificativos. «¡Sabia Celestina¡ No podemos errar» dice Calisto. «Sabia mujer y maestra» corrobora Melibea. Uno y otro corrigen la observación primera de Sempronio, cuando la había recomendado meramente como «mujer astuta y sagaz». Calisto y Melibea emplean exactamente la misma palabra que el pueblo aplica, en primer término, para definir a una mujer que tiene las virtudes de Celestina: «Sabe mucho», suelen decir, sin que les importe el hecho de que Celestina solo sepa lo que le conviene, porque a esto precisamente llama saber el pueblo: a saber lo que a uno le conviene.» (págs. 128-129.)

Pero Maeztu se equivoca. Esta nueva manera de saber, distinta de la aristotélica y tradicional, no es solamente lo que piensa «el pueblo», sino la técnica-operativa, al servicio de finalidades concretas, propia del Renacimiento. Donde Maeztu ve solamente una manifestación de pragmatismo popular, hay una nueva manera de entender el conocimiento, vinculada a la cosmovisión individualista y humanista.

Esta nueva manera de entender el saber tiene un sustrato sociológico muy concreto: la burguesía emergente, enriquecida por el comercio. Juan Antonio Maravall ha puesto en manifiesto estos aspectos sociológicos de La Celestina, señalando que los protagonistas principales, Calisto y Melibea, pertenecen a esta nueva burguesía enriquecida, que irrumpe con unos valores radicalmente distintos a los de la aristocracia tradicional, a la cual quiere suplantar. Un punto importante que muestra esta «mutación de valores» es en las relaciones amos-criados: estas han perdido el carácter patriarcal y estamental, para convertirse en relaciones contractuales, basadas únicamente en el intercambio de servicios y prestaciones económicas. Esta nueva mentalidad pre capitalista (pero sin ningún «sentido reverencial») no pasa inadvertida a Maeztu, pues nos advierte que el personales de Celestina habría sido más adecuado para el estudio de un investigador de los orígenes del capitalismo, como Max Weber, que para los Orígenes de la novela de Menéndez Pelayo, pero no parece darse cuenta de la trascendencia del hecho.

Menéndez Pelayo es más consecuente con sus principios tradicionalistas que Maeztu cuando comprende el significado profundamente subversivo del personaje de la Celestina para el orden medieval. Este saber al servicio del ser humano-individuo, dedicado a procurar placer, y que se ofrece como «servicio profesional» sin otra justificación que la «demanda», es decir, mercado; este saber que representa de forma nítida la mentalidad capitalista, es visto por el sabio santanderino como la negación absoluta del orden tradicional, y consecuentemente calificado como «mal». Maeztu, empeñado en su «capitalismo católico» cree simplemente que el saber de Celestina no es bueno ni malo porque es un saber «técnico», y que basta simplemente ponerlo al servicio de fines buenos para que devenga bueno. Si reintegramos ese Saber, que representa Celestina, con el Poder y con el Amor, es decir con Don Juan y Don Quijote, habremos obtenido una síntesis trinitaria perfecta.

El saber de Celestina no es «neutro», porque la técnica está cargada de valores, porque no es un mero saber, si no que también es Poder, porque la técnica moderna irrumpe con un programa político que responde al imperativo «todo lo que puede hacerse, debe hacerse». Como afirmo Heidegger, la «esencia» de la técnica no es «algo técnico», y los que creen en la «neutralidad» de la técnica, como Maeztu, acaban siendo dominados por la técnica.

Todo ello no es baladí. Fueron discípulos de Maeztu los que en la década de los 60, ya en el tardofranquismo, intentaron desarrollar el modelo de «tecnocracia católica», bajo los auspicio del Opus Dei. Creyeron que podían importar técnicas industriales y administrativas ponerlas al servicio de un modelo político nacional-católico y desarrollista («europeización de los medios, españolización de los fines»). En algunos aspectos el programa tecnocrático fue un éxito: desarrollo económico, industrialización, aumento del PIB. Pero también inauguró la entrada de España en la «sociedad de consumo», lo que significó secularización, individualismo y racionalismo económico. De «reserva espiritual de Occidente» España se convirtió, en pocos años, en una de las sociedades más secularizadas de Europa.

La Celestina como mito nihilista

Celestina no es solamente un mito renacentista, es también un mito nihilista. Tal como ya hemos comentado Rojas era un judío converso, que había dejado de creer en la fe de Israel y había abrazado el catolicismo, pero que en realidad no creía en nada. Este vacío que ha dejado el abandono de una creencia sin recalar en otra se traduce en la obra en forma de nihilismo desesperado.

Los personajes de La Celestina no creen en nada. Aparte del amor-pasión entre Calixto y Melibea, en clave puramente sensual, los únicos sentimientos que afloran en la obra son el egoísmo, el cálculo económico, el interés individual. Maeztu parece consciente de todo ello, pero sin sacar las oportunas consecuencias.

«Pero si el autor es un judío converso, del que se sospecha, como dice el señor Menéndez y Pelayo, que no es muy fervoroso de la religión cristiana, y si La Celestina no la escribe sino por haber dejado de ser judío, sin hacerse de corazón cristiano, entonces todo queda explicado.» (pág. 138.)

Efectivamente, todo queda explicado. El saber técnico que Celestina representa necesita un trasfondo nihilista para desarrollarse adecuadamente. En un mundo donde el «saber hacer» se pone al servicio de las demandas hedonistas de los individuos, cualquier valor es un estorbo. Esto lo sabe muy bien el capitalismo globalizado moderno que ha triturado cualquier valor y ha reducido a los seres humanos a consumidores pasivos de unos productos que la técnica reinventa continuamente. Pero esto no tiene nada que ver con la idílica vuelta a los valores medievales que Maeztu proponía en La crisis del humanismo.

Maeztu, tan clarividente al observar y estudiar toda la evolución del pensamiento moderno, desde el Renacimiento a Hegel, pasando por Descartes y Kant, tan clarividente al constatar las relaciones entre filosofía y sociedad, tan certero en sus análisis sobre la crisis de entreguerras, se muestra particularmente ciego ante el fenómeno de la técnica moderna. No percibe en absoluto sus relaciones con el humanismo y subestima su ingente poder de transformación. La concibe como un mero instrumento neutral sometido a la economía. Cree ingenuamente que con su «sentido reverencial del dinero» la economía se someterá a los valores del espíritu, y la técnica será un instrumento dócil.

El pensamiento de Maeztu, tan consciente en muchos aspectos de la noción de límite, como corresponde a una mentalidad «clásica», carece de este concepto en las cuestiones económicas y técnicas. Cree ingenuamente en el crecimiento económico ilimitado, y cree también ingenuamente que la naturaleza es una fuente inagotable de recursos.

Notas

{1} «Juventud Menguante», Alma Española, 24 de enero de 1904.

{2} Don Quijote, Don Juan y la Celestina. Ensayos de simpatía. Hemos utilizado la edición de Espasa Calpe, Madrid 1963, pág. 14.

{3} «La lucha por el Espíritu», Acción Española, enero de 1935.

{4} Maeztu incluye la película de cine en esta categoría inferior. Es evidente que desconocía las grandes posibilidades artísticas del cine como medio de expresión y de compromiso. Seguramente si hubiera vivido en nuestra época habría distinguido un cine de autor de las grandes superproducciones taquilleras holliwodienses.

{5} José Alsina Calvés, «La crisis del humanismo, de Ramiro de Maeztu», El Catoblepas, nº 105, noviembre 2010.

{6} «El puesto del arte» El Sol, 14 de noviembre de 1922.

{7} Cuando Jose Mª Valverde, catedrático de estética de la Universidad de Barcelona, abandonó su cátedra como protesta por la expulsión de otros catedráticos por motivos políticos en 1965, se dice que pronunció la frase nulla estética sine ética (no hay estética sin ética). En las antípodas políticas del pensamiento de Maeztu, Valverde asume con esta frase los mismos planteamientos de Maeztu en cuanto a las relaciones de la ética y la estética.

{8} Ver G. Reale, Platón. En búsqueda de la sabiduría secreta, Herder, Barcelona 2002, págs. 239-244.

{9} Banquete, 202b-e.

{10} Fedón, 99c.

{11} H. G. Gadamer, Verdad y Metódo I: Fundamentos de una hermenéutica filosófica, Sígueme, Salamanca 1996, pág. 575.

{12} El Arte y la Moral, págs. 13-19.

{13} Reale, Obra citada, págs. 51-55.

{14} Reale, obra citada, págs. 62-63.

{15} Don Quijote, Don Juan y la Celestina, pág. 17.

{16} J. L. Bernal, (2001) «Las ideas estéticas de Ramiro de Maeztu: la Función del Arte», Espacio, Tiempo y Forma. Serie VII: Historia del Arte (14) 291-319.

{17} «Sobre el arte inmoral y la pornografía», Heraldo de Madrid, 31 diciembre de 1912.

{18} «Crocce en España I:El prólogo del Sr. Unamuno» Heraldo de Madrid, 3 de junio de 1912; Crocce en España II: Una filosofía descriptiva» Heraldo de Madrid, 5 de junio de 1912; «El arte puro» El Sol, 31 de octubre de 1922.

{19} Bernal, obra citada.

{20} Ruspoli E. (2000) «La filosofía del espíritu de Benedetto Crocce: arte, filosofía e historia», Cuadernos de Filología Italiana, nº extraordinario, 609-627

{21} Bernal, obra citada.

{22} Don Quijote, Don Juan y la Celestina, pág. 12.

{23} Don Quijote, Don Juan y la Celestina, pág. 13.

{24} J. Freund, «Una interpretación de Georges Sorel», Nouvelle Ecole, nº 35, 1980. Ver también G. Sorel, Sindicalismo Revolucionario, Ediciones Nueva República, Barcelona 2004.

{25} J. L. Villacañas, Ramiro de Maeztu y el Ideal de la Burguesía en España, Espasa Forum, Madrid 2000, págs. 280-282.

{26} Para un buen compendio de las interpretaciones de El Quijote, ver el conjunto de artículos de José Antonio López Calle, publicados en El Catoblepas. Revista crítica del presente desde el número 70, en la sección Filosofía del Quijote.

{27} Manuel García Morente, Idea de la Hispanidad, Espasa Calpe, Madrid 1947, págs. 53- 108.

{28} Larry Laudan, El progreso y sus problemas. Hacia una teoría del crecimiento científico, Ediciones Encuentro, Madrid 1986.

{29} Martin Heidegger, «La pregunta por la técnica» en Ciencia y Técnica. Edición de Jorge Acevedo, Editorial Universitaria, México 1993.

{30} Salvio Turró, Descartes. Del Hermetismo a la nueva ciencia, Anthropos, Barcelona 1985.

{31} Eugenio Garín, Medioevo y Renacimiento, Taurus, Madrid 1981, pág. 117.

{32} Citaremos el de Ana Vian Herrero (1990) «El pensamiento mágico en Celestina, instrumento de lid o contienda» Celestinesca, XIV, 2, pp. 41-91, asi como en de Patrizia Botta (1994) «La magia en la Celestina», Dicenda. Cuadernos de Filología Hispanica, nº 12, pp. 37-67. También hay alusiones a las actividades mágicas de La Celestina en el libro de Juan Antonio Maravall El mundo social de La Celestina. Biblioteca Virtual Universal, facilitado por la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2006.

 

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