Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 114 • agosto 2011 • página 6
Hasta aquí el análisis de los principales elementos de juicio aportados por Castro en pro de su tesis de que el cristianismo cervantino reflejado en el Quijote es esencialmente erasmista. Ahora vamos a discutir un argumento sugerido por Bataillon. Luego de darle muchas vueltas al asunto del erasmismo supuestamente reflejado en la magna novela y de no encontrar rastros inconfundibles del mismo, salvo indicios y sospechas un tanto vagos, por fin Bataillon cree descubrirlos sobre todo en el retrato que Cervantes nos brinda del Caballero del Verde Gabán, por boca de este mismo personaje que se autorretrata ante don Quijote, quizá para corresponderle, ya que poco antes don Quijote se había presentado ante aquél autorretratándose también. El Caballero del Verde Gabán nos es presentado como un ejemplar caballero cristiano. En este personaje, en el que Bataillon resalta el que sea un seglar y no un monje o fraile, ve la personificación del ideal religioso y moral erasmiano, un ideal de piedad laica y activa centrada en la vida sencilla, benefactora e inclinada a la práctica de la caridad, que impulsa al rico caballero manchego a repartir sus bienes a los pobres, sin hacer alarde de las buenas obras (véase II, 16, 664). En este ideal de religiosidad encarnada por don Diego de Miranda es donde percibe el estudioso francés, más que en las ironías sobre los frailes, a las que tanto peso da, como hemos visto, Castro, la influencia de Erasmo en Cervantes, una influencia que procedería, según él, del ambiente español de la época más que de López de Hoyos, maestro de Cervantes en su juventud (Erasmo y España, págs. 792-3).
Sin embargo, el propio Bataillon reconoce que hay dos rasgos en el retrato de don Diego que no encajan con la imagen erasmista: la misa diaria, en vez de la misa dominical, y la devoción a la Virgen de don Diego, rasgo tan característico del catolicismo español. Asombrosamente se desembaraza del problema alegando que si eliminamos esos dos rasgos de la conducta religiosa de don Diego, entonces el ideal religioso y moral que encarna, sí cuadra con el ideal erasmiano. Claro, pero esto equivale a decir que si quitamos del personaje lo que no es erasmiano, lo que resta nos deja un personaje erasmiano. De esta manera, cada uno puede probar lo que se le antoje.
En el campo de los defensores del erasmismo cervantino no hay acuerdo, no obstante, sobre la exégesis de este punto entre sus principales representantes. Américo Castro discrepa de Bataillon, que sí cuenta con el apoyo irreflexivo de Abellán, y no acepta la interpretación erasmista de la religiosidad de don Diego. Y ve, por el contrario, en el Caballero del Verde Gabán un símbolo del conformismo, de la actitud del que se acomoda a la sociedad de su tiempo, de modo que lo que Cervantes buscaría es contrastar el conformismo y dorada mediocridad del personaje con el heroísmo de don Quijote y de ahí que nada más conocerse ellos el autor, para resaltar ese contraste, sitúa la aventura de los leones. Ahora bien, el contraste que señala Castro entre la cordura y medianía de don Diego y el comportamiento heroico de don Quijote en la aventura de los leones es inexistente. No hay tal contraste, pues el supuesto heroísmo de don Quijote en esa aventura es absolutamente paródico: no hay, pues, heroísmo alguno en su actuación, que es una de las más desternillantes de todo la obra, como ya mostramos en el análisis de la soberbia construcción cómica de este lance por parte de Cervantes en El Catoblepas de Mayo de 2008. El error de Castro, como de tantos otros, es que no se toma en serio la locura del hidalgo y esto le lleva a ver como heroico lo que, en realidad, es burlesco. ¿Qué de heroico hay en el comportamiento de un loco que quiere enfrentarse sin motivo alguno, salvo el de querer parecerse a un héroe caballeresco, a unos leones que afortunadamente para él no le hacen ningún caso y no hay, por tanto, batalla? Realmente, como vimos en el lugar señalado, la escena es de los más cómico y risible; cuando don Quijote se halla por fin ante uno de los leones, en posición de combate, tras abrir la puerta de la jaula el leonero, el león lo deja en ridículo, pues lo ignora por completo, se da una vuelta en la jaula y vuelve a echarse en ella: «Entonces el leonero…supo el valor de don Quijote, de cuya vista el león acobardado no quiso ni osó salir de la jaula» (II, 17, 676).
Nos parece que en este punto Castro escurre el bulto, pues lo cierto es que Cervantes nos traza un retrato del personaje en que claramente quedan descritos los rasgos de su religiosidad y, sea el personaje cuerdo, mediano y conformista, lo cierto es que de esa religiosidad tiene sentido preguntarse si es ortodoxamente católica o erasmiana, a lo que Castro no responde. Nuestra respuesta es que no hay nada de erasmista en él y que ejemplifica un modelo de religiosidad conforme con las enseñanzas de la Iglesia Católica. En realidad, el modelo de religiosidad laica representado por Cervantes en la figura de don Diego se aleja mucho más del modelo erasmiano de lo que Bataillon da a entender con su identificación de los dos rasgos señalados (la misa diaria y la devoción a la Virgen), ajenos a la piedad erasmiana. Para empezar, en el propio retrato del personaje que nos pinta Cervantes, aparece otra faceta suya en la que se distingue de Erasmo y que Bataillon pasa por alto, a saber, el caballero cristiano tiene en su biblioteca libros devotos, pero se nos informa de que prefiere los libros profanos de invención literaria, con tal de que sean de honesto entretenimiento, más que los de devoción, y se supone que en lengua romance, puesto que se queja de que en España hay pocos libros de buena invención. No es muy seguro que Erasmo, autor él mismo de numerosos escritos de edificación religiosa y moral, entre los cuales el más célebre e influyente es el Enquiridión o Manual del soldado cristiano, convertido en un catecismo de la nueva religiosidad de base evangélica, que a él le gustaba llamar la philosophia Christi, suscribiese esa preferencia por los libros profanos de tipo literario dirigidos al mero entretenimiento, a no ser que se tratase de un clásico griego o latino, pues mostró una completa indiferencia hacia la literatura de su tiempo en lenguas vernáculas.
Pero hay más rasgos diferenciadores que salen a relucir si analizamos el contraste entre dos escenarios similares, que nos sirven de banco de pruebas: la casa del caballero cristiano que acoge como huésped a la pareja inmortal y la casa palaciega de Eusebio, el anfitrión del Banquete religioso de Erasmo, su obra maestra en el género del coloquio. En este coloquio se ofrece un ideal de santidad cristiana dirigido a los laicos que conduce a una completa secularización de la religión cristiana, en la medida en que, por un lado, se cuestiona el ideal de santidad monástico o conventual –esto en el límite conducirá a la supresión del monacato en los países protestantes- y, por otro lado, se transfiere el ideal de santidad al estado laical, lo que entraña una especie de elevación de la vida del lacio a algo semejante, en muchos aspectos, a la vida monástica, pero trasladado al ámbito familiar y a todas las actividades de la vida cotidiana, de forma que todos los aspectos de la vida del seglar quedan impregnados por la religión, como si el estado laical se convirtiese en un estado religioso permanente. Tal es lo que sucede en el palacio de Eusebio, donde todo, empezando por el nombre del anfitrión que en griego significa «piadoso» y el de sus comensales, también seglares piadosos y muy letrados, tiene un sentido religioso, de forma que la propia casa palaciega se configura como una especie de convento o monasterio laico, en el que, aparte de huertos, la biblioteca y museo, no faltan capillas, una para toda la familia a la entrada de la casa, en la que no hay más imagen que la de Cristo, y otra privada al lado de la biblioteca. Todo en la casa, una gran mansión, confortable, pero austera, está diseñado para la vida piadosa y transmite una lección religiosa o moral desde la entrada, en que la imagen de san Pedro es el portero que recibe al visitante con sendos mensajes en las tres lenguas bíblicas, el hebreo, el griego y el latín. En los huertos y jardines diversas especies seleccionadas de animales y plantas pintadas son portadoras de una enseñanza cristiana o moral en las tres mentadas lenguas. Las galerías y salas están decoradas con pinturas que recogen escenas de los relatos evangélicos de la vida de Cristo, de los profetas y salmos del Antiguo Testamento, que contienen ya, afirma Eusebio, la vida de Cristo y de los apóstoles, aunque contada de forma diferente, así como de la historia, en este caso con un fin didáctico de carácter moral.
El banquete se inicia y se cierra con una oración, tomada de una homilía de san Juan Crisóstomo y la comida misma se considera sagrada, pues para un cristiano es el recuerdo de la Santa Cena. Mientras disfrutan apaciblemente de una comida opípara se entregan a la lectura y exégesis de la Biblia, en la que se va profundizando según avanza la comida: un pasaje de los Proverbios, con el primer plato, que todos interpretan como un anuncio anticipador del cristianismo espiritual del Nuevo Testamento, otro de la primera Carta a los Corintios con el segundo plato y un tercero del Evangelio según san Mateo, el evangelista preferido de Erasmo, con el postre; y al terminar el convite, el anfitrión obsequia a varios de sus invitados, entre los que no se cuenta clérigo alguno, con los libros de los que proceden sendos pasajes leídos y comentados, y unos tratados morales de Plutarco, para recordarnos que en la filosofía pagana podemos encontrar pensamientos cristianos. Tanto la casa conventual o monástica como las pláticas de los comensales constituyen una lección de la philosophia Christi enseñada por Erasmo. En las conversaciones entre los invitados y el anfitrión van saliendo todos los temas fundamentales de esta doctrina: la apología de un cristianismo evangélico fundado en el culto en espíritu, la entusiasta cristianización de la más elevada filosofía pagana, de Sócrates y Platón a Cicerón y Plutarco, como preparación para este cristianismo espiritual por causa de su coincidencia tan sorprendente con éste, que parece obra de inspiración divina, la reprobación de las ceremonias supersticiosas faltas de savia interior, la promoción de un cristianismo activo orientado a la práctica de la caridad y socorro de los pobres -del que el propio anfitrión se nos ofrece como un ejemplo, pues nada más terminar el banquete se dirige a unas aldeas para aconsejar primero a un amigo moribundo y luego para ayudar a la reconciliación de otros amigos enfrentados-, y la urgencia a que el cristiano asuma como cuidado principal, aunque no exclusivo, la propagación del Evangelio.
Vayamos ahora a la casa de don Diego, donde don Quijote es invitado a descansar durante unos días y donde la principal escena que presenciamos es también la de un banquete, en el que se sirve comida abundante y sabrosa, como en el convite de Eusebio. Fuera de esto, nada tiene que ver la casa del piadoso don Diego, también una gran mansión, con su típico escudo nobiliario en la portada de entrada, pero de cuyo interior no se nos proporciona ningún detalle por considerarlo irrelevante el narrador, con la del piadoso Eusebio. No estamos aquí ante una casa-monasterio, especialmente diseñada para promover la piedad, a la manera de la de Eusebio, ni la atmósfera de asfixiante religiosidad en que se nos envuelve en la de Eusebio desde el umbral de la entrada con el portero san Pedro que nos convoca a una vida intensamente devota. El hogar de don Diego está más secularizado que el de Eusebio. En el convite no hay más presencia religiosa que la oración de dar gracias a Dios al término del mismo y a don Quijote la casa del anfitrión le recuerda un monasterio de cartujos, pero no por su aspecto religioso, sino por el maravilloso silencio allí reinante. Durante la comida, no se habla de nada relevante. Es antes y después de la comida cuando se habla, pero nada que tenga que ver con la lectura y exégesis bíblica, un asunto en el que el ideal de religiosidad seglar encarnado por don Diego, que se mantiene callado desde la entrada en su hogar, o por don Quijote es más de tipo católico que erasmiano. El único que mienta cuestiones tocantes a la religión es don Quijote, antes de comer, en su disertación sobre la ciencia de la caballería andante y sobre las virtudes religiosas y morales que han de adornar al buen caballero andante, que ha de guardar la fe a Dios, nos dice don Quijote, y ya, en un segundo lugar, a su dama, lo que parece poco erasmiano; pero en todo ello no hay nada que salga de la más estricta ortodoxia católica de la época y por cierto don Quijote muestra un interés por las ciencias profanas (el derecho, la medicina, la astronomía y las matemáticas) del que careció Erasmo o su alter ego Eusebio, que sólo revela interés por la religión y la teología bíblica. Después de la comida, don Quijote platica con don Lorenzo, el hijo de don Diego, pero, lejos de dirigir su atención hacia la materia religiosa, conversa con él sobre sus composiciones poéticas, algo completamente fútil para el piadoso Eusebio o para Erasmo, y más aún estando escritas en una lengua vulgar.
Pero esto no es todo. Dejando al margen la misa diaria, la devoción a la Virgen y demás facetas de la piedad ya vistas que alejan la forma de vida religiosa de don Diego de la preconizada por Erasmo, descubrimos en su conducta y plática con don Quijote, en el trayecto que va desde el lugar de encuentro entre ambos hasta el hogar del piadoso caballero manchego, al que Sancho toma por un santo, varios rasgos que lo distancian por completo del erasmismo. Los rasgos más antierasmistas de don Diego salen a relucir en la mentada conversación con don Quijote, en el curso de la cual el rico caballero manchego manifiesta, en primer lugar, su aversión a la filología clásica, que es lo que estudia su hijo Lorenzo en Salamanca. Se considera tan desgraciado porque su hijo se dedica a las letras clásicas que llega a proclamar que se tendría por más dichoso si su hijo no hubiera nacido. Don Diego censura la inutilidad de los estudios de su hijo, centrados en el aprendizaje de la lengua y literatura griegas y latinas:
«Todo el día se pasa en averiguar si dijo bien o mal Homero en tal verso de la Ilíada; si Marcial anduvo deshonesto o no en tal epigrama; si se ha de entender de una manera o otra tales y tales versos de Virgilio. En fin, todas sus conversaciones son con los libros de los referidos poetas, y con los de Homero, Persio, Juvenal y Tibulo». II, 16, 665-6
¿No es absurdo, pues, relacionar a un personaje como don Diego, cuyo desprecio por los estudios clásicos difícilmente puede ser mayor, con Erasmo, quien, por el contrario, los veneraba y consagró toda su vida a ellos y es prácticamente un símbolo de las humanidades clásicas?
Aún hay más. Don Diego querría que su hijo estudiase leyes, pero no hay manera de convencerle de que siga ese camino, y teología. No es nada erasmista, desde luego, la alta estima de don Diego por la jurisprudencia: no hay más que recordar el feroz y mordaz ataque que dirige a los juristas en Elogio de la estupidez (1511); y menos aún lo es, como ya ha quedado dicho, la alta consideración en que tiene don Diego a la teología, a la que declara reina de las ciencias. Además, seguramente la teología en que pensaba don Diego es la teología escolástica, cuyo estudio tenía tanto prestigio en las Universidades españolas de aquel tiempo, especialmente en Salamanca, donde precisamente cursaba sus estudios su hijo Lorenzo. Pero como se sabe, pocas cosas odiaba tanto Erasmo como la teología escolástica, que censura muy severamente en el Elogio de la estupidez, y que él pretendía sustituir por una teología de nuevo cuño, fundada en el escrutinio filológico de la Biblia, esto es, la teología bíblica, inspirada ante todo en la lectura e interpretación de los Evangelios y las cartas de san Pablo, para lo cual considera una guía indispensable a los Padres de la Iglesia, como Orígenes, san Jerónimo, san Ambrosio, san Agustín, o grandes maestros de teología mística, como el Pseudo-Dionisio, sus teólogos favoritos, dejando aparte a san Pablo, pues nadie mejor que ellos ha sabido remontarse por encima de la letra para aprehender el genuino sentido de las Sagradas Escrituras, que identifica con su sentido espiritual o místico. La teología defendida por Erasmo, como reflejan sus propios escritos teológicos, a diferencia de la teología clásica de corte escolástico, tiende a rehuir las grandes cuestiones especulativas y a seguir una orientación más bien práctica, que busca ante todo la edificación religiosa y moral del fiel cristiano.
En la conversación de don Diego con don Quijote se nos revela otra faceta del personaje que está en conflicto con el pensamiento erasmiano: su alto aprecio de la literatura en lengua romance. Precisamente, el caballero manchego le reprocha también a su hijo su desinterés por los escritores en lengua española. Más adelante, cuando don Quijote toma la palabra no sólo no contradice a don Diego en los puntos que hemos analizado, sino que suscribe los reproches del padre contra el hijo por no estimar mucho la literatura en lengua romance
«Y a lo que decís, señor, que vuestro hijo no estima mucho la poesía de romance, doyme a entender que no anda muy acertado en ello, y la razón es ésta: el grande Homero no escribió en latín, porque era griego, ni Virgilio no escribió en griego, porque era latino; en resolución, todos los poetas antiguos escribieron en la lengua que mamaron en la leche, y no fueron a buscar las extranjeras para declarar la alteza de sus conceptos; y siendo esto así, razón sería se extendiese esta costumbre por todas las naciones, y que no se desestimase el poeta alemán porque escribe en su lengua, ni el castellano, ni aun el vizcaíno que escribe en la suya». (II, 16, 667)
Pues bien, Erasmo, en cambio, tenía en la más elevada estima la literatura clásica y el uso del latín y escaso aprecio, por no decir nulo, por la literatura en lengua romance o vulgar. De hecho, escribió toda su obra en latín y ni un solo escrito en su lengua materna, el holandés, o en otra lengua vulgar.
En fin, aunque Bataillon está dispuesto a liberar a Cervantes de la acusación de hipocresía lanzada por Castro negando que oculte un secreto pensamiento tras untuosas protestas de ortodoxia y apenas concede valor alguno a las ironías sobre los clérigos en relación con el erasmismo o a los rezos rutinarios de don Quijote y rechaza los varios supuestos pasajes paralelos del Quijote con los correspondientes de obras de Erasmo espigados por Castro, no ha conseguido dar un paso más allá del cervantista español en la identificación de elementos seguros de erasmismo en el pensamiento de Cervantes. Por un lado, lo que nos ofrece como pruebas, la identificación de la tesis erasmiana de que el monchcatus non est pietas en los pasajes comentados de la conversación entre don Quijote y Sancho camino del Toboso o el modelo de religiosidad que representa don Diego de Miranda, no se les puede tener por tales ni siquiera, según hemos visto, por indicios; lejos de esto, el hispanista francés no podía fallar más estrepitosamente, pues en el primer caso la pareja inmortal sostiene justamente lo contrario de lo que Bataillon le atribuye y, en el segundo, él mismo se ve obligado a recular, después de ver o entrever precipitadamente erasmismo donde no lo hay. Por otro lado, aunque corrige algunos errores del cervantista español, comete otros muy similares, como el no prestar atención alguna a las apabullantes muestras de ortodoxia católica dispersas por todo el Quijote, y no sólo, que también, a las protestas de ortodoxia de los personajes principales y del propio narrador -lo que revela que, después de todo, no se toma muy en serio su propio rechazo de la tesis de la hipocresía-; ni tampoco a los rasgos del pensamiento de Cervantes contrarios a la doctrina erasmiana, como los que hemos señalado y otros que saldrán más adelante.
En cuanto a Castro, no sólo se muestra obsesionado por hallar a todo trance vestigios de erasmismo, pero incapaz de ofrecer ningún argumento serio en pro de su interpretación erasmista del pensamiento religioso de Cervantes, sino que además, en su afán de convertir a Cervantes en un heterodoxo en su época, incurre en incoherencias evidentes. Señalemos dos como ilustración. En primer lugar, retrata a Cervantes como un pensador que, influido por el racionalismo renacentista, sostiene una idea inmanentista de la moral, esto es, para decirlo en sus propios términos, «una moral con sanciones inmanentes, que para nada tiene en cuenta la vida futura» (El pensamiento de Cervantes, págs. 236-7). Pues bien, esto no es compatible con la tesis del erasmismo de Cervantes, del que es un pilar esencial la idea de la inmortalidad del alma y de las sanciones de ultratumba. Erasmo, como él mismo reconoce, no pretende cuestionar ni de hecho cuestiona ningún artículo de la fe o dogma fundamental del cristianismo y menos aún, un dogma, como el de la vida futura y de las sanciones trascendentes, que es esencial en su propia visión radicalmente espiritualista del cristianismo, fundada en una idea dualista del hombre platónica o neoplatónica hasta el paroxismo, en que se exalta la realidad del alma espiritual frente a un cuerpo tan menospreciado que el ideal de religión cristiana, para Erasmo, es aquel en que el cristiano asciende, a la manera platónica, de las cosas exteriores al culto en el espíritu y, cuando el cristiano ha logrado este nivel de perfección, su culto ha de ser meramente un culto puramente espiritual desprendido de todo lo exterior corporal, mácula de imperfección. A esto Castro, a la desesperada, podría replicar que Cervantes es erasmista en otras cuestiones menos relevantes, pero no en la negación de la vida ultamundana. Pero esto no le sirve de nada y lo único que hace es trasladar la contradicción a otra parte, puesto que él insiste en que Cervantes es católico y en que no ataca «creencias fundamentales» de la religión cristiana.
En segundo lugar, su interpretación de don Quijote es inconsistente. En efecto, su exégesis en clave erasmista convierte a don Quijote en un personaje contradictorio en materia de religión, ya que unas veces es portador de una religiosidad ritualista o mecánica, como en los rezos en su penitencia de Sierra Morena o en el episodio del bálsamo de Fierabrás, y otras, en cambio, de una religiosidad erasmista, como en sus comentarios sobre los cuatro santos caballeros. Don Quijote es, pues, a la vez objeto de la crítica erasmista de Cervantes y portavoz de su erasmismo. Se trata de una incoherencia similar, aunque con un contenido diferente, a la de Benjumea, quien, a pesar de su porfiado afán de presentar a don Quijote como racionalista anticatólico, no podía evitar retratarlo en algunas de sus aventuras como un devoto católico.
Para acabar, unas palabras sobre la tesis gratuita de Castro sobre Cervantes como hipócrita o disimulador, que explicaría su supuesta actitud cautelosa, de reserva y disimulo, una idea que toma de Ortega, quien en sus Meditaciones del Quijote habló de «heroica hipocresía» en referencia a Descartes y Galileo. Su presentación de la misma contiene dos ideas notoriamente falsas: la primera es que, según él, Cervantes hace un elogio de la hipocresía y del disimulo y, como prueba de ello, aduce hasta cinco pasajes de su obra, de los que los más importantes son tres, el primero de ellos procede del Quijote, aquel en que don Quijote hablando de los ermitaños de su tiempo comenta: «Menos mal hace el hipócrita que se finge bueno que el público pecador» (II, 24), y los otros dos de El coloquio de los perros, cuyo mensaje es el mismo que el del Quijote, y del Persiles (II, 7), en el que se dice que la hipocresía no hace daño a nadie, sino a uno mismo (cf. El pensamiento de Cervantes, págs. 223-4).
Ahora bien, Cervantes no elogia la hipocresía; lo que hace es señalar que en comparación con el pecar públicamente es un mal menor, puesto que, a diferencia del que peca en público, no causa daño nadie, salvo a sí mismo, esto es, el hipócrita es menos malo, aunque también lo sea, que el pecador público, porque mientras éste escandaliza a los demás induciéndoles a pecar, el primero no hace nada de esto, por lo que sólo se daña a sí mismo. Y esto no es una doctrina insólita, sino usual en la Iglesia desde la patrística y, como bien ha apuntado Ciriaco Morón, Cervantes se limita a repetir una idea luego consagrada en la escolástica, sancionada por santo Tomás, que cita como autoridad a san Jerónimo: « Por tanto, puede uno ocultar sus propios pecados sin caer por ello en simulación. Y así es como hay que entender lo que allí mismo dice san Jerónimo: que el segundo remedio después de haber naufragado es ocultar el pecado [cursivas en el original], con el fin de no escandalizar» (II-II, q. 111, a. 1 resp. a la 4ª objeción; cf. Ciriano Morón, Para entender el Quijote, Rialp, 2005, págs. 166-7 y n. 13, a quien debemos también la noticia de este pasaje de santo Tomás). Por tanto, Cervantes no está elogiando la hipocresía o la simulación como si fuese algo recomendable sin más. El supuesto tácito de Cervantes es que la hipocresía es mala, un pecado, pero lo es menos que el pecado cometido en público y decir que una cosa es menos mala que otra no constituye un elogio de la primera. Lejos de ser así, como católico ilustrado, Cervantes sabía que la hipocresía en sí misma, como simulación de una santidad o virtud que no se posee, es un pecado grave, un pecado mortal. De hecho, por boca de don Diego, en el pasaje en que se nos presenta su retrato, ya antes aludido, se condena la hipocresía como un enemigo peligroso, al que hay que impedir que se apodere del corazón realizando buenas obras sin alarde.
Y la otra idea errónea de Castro es dar por supuesto que Cervantes ha ocultado su pensamiento hipócritamente, bajo cautelas y disimulos, y que, por tanto, hay que leerlo con cautela y desconfianza. Puesto que, como acabamos de ver, no es verdad que encomie la hipocresía, sino que la condena, no hay razón para inferir tal idea. Además, que algo se encomie no quiere decir por ello que se desee practicar: un cristiano, como don Quijote, puede elogiar el ideal de vida de de los antiguos eremitas del desierto o de la vida monacal y no por ello desear practicarlo. Que Cervantes apruebe la hipocresía como mal menor comparativamente con otro mal mayor no quiere decir que él sea un hábil disimulador y que vaya a escribir con hipocresía, en cuyo caso, en efecto, habría que desconfiar y leer con cuidado a todos los autores, como el propio santo Tomás, que han defendido la misma doctrina. Si Cervantes ha escrito con disimulos o no para ocultar su verdadero pensamiento, es algo que hay que probar independientemente en cada caso, lo que Castro ha renunciado a hacer, amparado por su acusación de hipocresía.