Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 119 • enero 2012 • página 6
Con el giro historiográfico de Castro, a partir de los años cuarenta del pasado siglo, se intensifica su afán por aproximar a Cervantes al mundo musulmán, por intentar encontrar una supuesta influencia islámica en su obra, sin exceptuar al Quijote. Es cierto que su giro historiográfico en su forma de entender la historia de España y su literatura se tiñe sobre todo de juedeofilia. Pero su insistencia en el peso determinante del influjo oriental-semítico en la historia de España y de la literatura española del Siglo de Oro como producto y reflejo de conflictos intercastizos, tenía que conducirle también a rastrear huellas de la influencia musulmana en la obra de Cervantes. Al tema morisco, abordado desde la perspectiva de la intolerancia española, sobre el que de nuevo vuelve Castro, como ya vimos, se suman ahora otros temas y argumentos. Por lo que respecta al Quijote, el más notable de los argumentos esgrimidos por Castro en pro de la influencia islámica en Cervantes es el que tiene que ver con la exégesis del significado del fingido autor de la historia de don Quijote, Cide Hamente Benengeli.
Arrepentido de haber pretendido hasta entonces interpretar el Quijote con criterios excesivamente occidentales, Castro se corrige, abandona el que ahora considera su errado intento de entender el Quiote desde el horizonte exclusivo y excluyente de la historia de Occidente y nos entrega un artículo, «El cómo y el porqué de Cide Hamete Benengeli», incluido en la tercera edición de Hacia Cervantes, la de 1967 (recogido en El pensamiento de Cervantes y otros estudios cervantinos, Trotta, 2002, págs. 639-646), en el que supuestamente cabría esperar una lectura del Quijote no europea u occidental, sino oriental y arábiga. Pero, lejos de eso, el lector se encuentra con un escrito en el que se insiste en el interés del autor en averiguar el sentido literario, no el literal, de la figura de Cide Hamete, en su funcionamiento dentro de la obra, así como en la necesidad de interpretar el Quijote en el contexto vital de Cervantes, un contexto vital sin duda marcado por su inserción en «el siglo de los conflictos y cerrazones casticistas». Pero no hay una sola línea en el artículo que señale un elemento concreto de huella islámica en el libro. A lo más que llega el autor es a insinuar que el cartapacio escrito en árabe por «el historiador arábigo» Cide Hamete Benengeli, en el que se cuenta la historia de don Quijote de la Mancha, y que fue vertido al español por un morisco aljamiado luego de comprar el cartapacio a un muchacho que lo llevaba a vender en el Alcaná de Toledo y de pagar al morisco es especies por su traducción (I, 9), no puede ser un recurso meramente literario a la manera del habitualmente usado en los libros de caballerías, sino algo que debe interpretarse en relación con la vida de Cervantes: «Las realidades imaginadas, soñadas, descritas, narradas o conocidas no son simplemente eso –lo presente en toda la literatura anterior a Cervantes–, sino lo que resultan ser tras ser vivenciadas, relativizadas en la experiencia vital de alguien» (op. cit., pág. 645; cursivas de Castro), pero esta línea hermenéutica, que podría conducir a una lectura insistente en el significado arábigo-islámico de la figura inventada de Cide Hamete Benengeli, queda meramente enunciada, sin entrar en su desarrollo. Serán otros, los discípulos, seguidores y simpatizantes de las tesis de Castro los que encontrarán aquí un filón para perfilar un lectura proarábiga o proislámica o, como dirán algunos de ellos, mudéjar del Quijote. Castro se limita simplemente a sentenciar:
«La invención de Cide Hamete no es comparable con que algunos libros de caballerías –o la Historia de los Zegríes y Abencerrajes de Pérez de Hita, o la Historia del rey don Rodrigo de Miguel de Luna- pretenden haber sido traducciones del árabe; esos traductores quedan fuera de dichas obras y ninguna función ejercen en ellas… Las ‘historias’ de los libros de caballerías se fundaban en un imaginario pasado admitido como verídico, del mismo modo que siglos atrás se aceptaban como reales los milagros de Berceo, o los cantares de gesta se incorporaban en las crónicas. Ciertos libros de caballerías se decían traducidos, porque proceder de un texto previo confería a lo narrado fuerza de verdad.» (Ibid.)
Como se ve, Castro se ciñe a afirmar tan sólo que la figura del fingido autor del Quijote no tiene la misma función en este libro que la que tenían los fingidos autores de los libros de caballerías, en los que sus ficticios autores quedan fuera de éstos. Pero cuando Castro inmediatamente después se pone a describir la diferente función literaria de la figura del imaginario autor no hace referencia a la condición arábiga y musulmana de Cide Hamete, sino a la supuesta diferente relación con el fingido pasado histórico creado por los libros de caballerías de sus lectores y, de otro lado, del hidalgo Quijada, pues mientras «los entusiastas lectores de libros de caballerías hacían real aquel pasado en el presente de su estar imaginando; el hidalgo Quijada se sumió en tan alucinantes lecturas a fin de escapar a su presente, detestable para él en muchos modos» (op. cit., pág. 646; cursivas de Castro). Se equivoca Castro, no obstante, en definir así la diferente función en las respectivas obras de la figura del fingido autor. Es cierto que a los lectores de los libros de caballerías se les ofrecen las grandes hazañas de sus protagonistas como si fuesen hechos históricos que merecen ser ejemplo para ellos de imitación en el presente, pero en esto se diferencia Alonso Quijada como lector de este género literario en tomar los libros de caballerías como narraciones de historias verdaderas, en vez de «alucinantes lecturas», y no en estimarlas como dotadas de un valor ejemplar para el presente, que es algo que comparte con los lectores habituales del género. No es verdad que el hidalgo Quijana se suma en las lecturas caballerescas para escapar del detestable presente, sino, al revés, el sumirse en estas lecturas lo enloquecen y, una vez enloquecido por intoxicación literaria, es cuando encuentra detestable su presente. En realidad, la diferencia más notable entre la función literaria de la figura del fingido autor de los libros de caballerías y de la del Quijote es que mientras en éstos tal figura contribuye a dotarlos de un supuesto carácter de veracidad histórica, en el segundo la figura de Cide Hamete Benengeli es muy contrariamente un instrumento de denuncia de la pseudohistoricidad de los libros de caballerías en nombre de una nueva forma de novelas, el ficcionismo verosímil, del que Cervantes se erige en abanderado en su obra maestra.
En cualquier caso, las precedentes disquisiciones nada tienen que ver con una presunta influencia arábigo-islámica, una influencia que Castro nunca menciona ni sugiere en sus reflexiones sobre «el cómo y el porqué de Cide Hamete Benengeli. Bien puede ser que su énfasis en la condición de cristiano juedeoconverso de Cervantes y del propio don Quijote y la lectura de la novela como la expresión de una supuesta mentalidad de los cristianos nuevos judeoconversos en conflicto con la de los cristianos viejos hayan obrado como un freno a una interpretación del significado y papel de la invención de la figura de Cide Hamete en clave musulmana. Pero en la medida en que la novela se concibe como un producto y reflejo de una sociedad conflictivamente intercastiza y como protesta contra ella, Castro no tenía más remedio que admitir la presencia en ella de un simbolismo literario cuyo referente fuese la minoría social de los moriscos, para que el Quijote fuese un espejo completo de la sociedad intercastiza. Es esto lo que le mueve a convertir a Dulcinea en una morisca, simplemente porque, de acuerdo con sus pesquisas, había en El Toboso vecinos de origen morisco. No obstante, Castro nunca llegará tan lejos como para hablar, a la manera como había hecho a propósito del Libro del buen amor del Arcipreste de Hita, del mudejarismo de la obra mayor de Cervantes. Serán otros los que seguirán esta orientación interpretativa.
De entre las huestes seguidoras de Castro, nadie se ha distinguido tanto como su ferviente discípulo Juan Goytisolo, quien mantuvo con su maestro una larga correspondencia epistolar en los años finales de la vida de Castro, en la defensa de una lectura no exclusivamente latino-cristiana, sino oriental musulmana del Quijote, en ensayos tales como «Las vicisitudes del mudejarismo: Juan Ruiz, Cervantes, Galdós», incluido en Crónicas sarracinas (1982), y «Cervantes, España y el Islam», que forma parte de Contracorrientes de 1985 (libros ambos recogidos en sus Ensayos literarios, vol. VI de sus Obras completas, Galaxia Gutemberg-Círculo de lectores, 2007). La tesis de Castro de que la invención de Cide Hamete no es comparable a la similar invención de un fingido autor en los libros de caballerías, ni aunque el fingido autor sea igualmente arábigo y escriba en árabe, como sucede en las dos obras citadas por él, se convierte ahora en un argumento en pro de la tesis de que el Quijote es obra de un «fecundo mestizaje cultural románico-arábigo», una obra inconcebible sin un «mestizaje ismaelita», inexplicable, como el resto de su obra, «sin el influjo fecundador del islam». He aquí la manera como Goytisolo reinterpreta en clave de influjo del islam y de fascinación por éste la mentada tesis de su maestro, tan limitada, como vimos, en su alcance:
«Que la obra mayor de nuestra literatura nos sea presentada por su autor como un original descubierto entre unos cartapacios y papeles viejos comprados en la calle de Alcaná de Toledo por el precio de medio real a un mozo que los iba a vender a un sedero, y que luego un morisco aljamiado le tradujo por dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo y que dicha obra se titule Historia de don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo, no es simplemente un capricho de su transcriptor Miguel de Cervantes ni obedece tan sólo al expediente, entonces muy común, del ‘manuscrito hallado’. La elección del encuadre narrativo, al engastar idealmente el libro en una cultura peninsular recién abrogada, va mucho más allá de la anécdota o la mera concesión a la moda del día. En realidad, traduce la existencia de una vena inspiradora profunda que aflora a lo largo de la escenografía mental cervantina…: me refiero a las complejas y obsesivas relaciones del autor con el mundo morisco-otomano y su fascinación por el islam». «Vicisitudes del mudejarismo…», op. cit., pág. 761
Sin embargo, después de tan ardorosa defensa del carácter mudéjar del Quijote simplemente porque Cervantes finge que su obra la escribió un historiador arábigo, lo menos que cabría esperar de Goytisolo es que nos ofreciese una lista de ideas y valores islámicos en los que se pudiese apreciar esa «vena inspiradora profunda» sin duda islámica, que tendría su raíz en la supuesta compleja relación de Cervantes con los moriscos y otomanos y en definitiva en su fascinación por el islam. Pero todo se queda en una mera declaración que por sí misma nada prueba. Quien sostiene como hipótesis interpretativa seria que el recurso de Cervantes al «manuscrito hallado» escrito en árabe por un historiador musulmán entraña que hay una influencia islámica en el pensamiento del Quijote, «que aflora en la escenografía mental cervantina», está obligado a probarlo. Y en caso de no hacerlo, como es el caso de Goytisolo, todo queda en hueca palabrería. Para que el Quijote sea una obra mudéjar, tiene que haber una ingrediente islámico en ella y en tal caso, quien lo postula está obligado, luego de enunciarlo, a identificarlo. Y de nada sirve pretender que la simple referencia a un fingido autor musulmán sea una prueba de influencia islámica, pues no sólo se puede explicar perfectamente, como veremos, sin necesidad de suponerla, sino que además es también contraria a los hechos. Por lo demás, el traer a colación, como hace Goytisolo, el hecho de la relación biográfica de Cervantes con el islam y recordarnos una vez más su cautiverio en Argel, su trato íntimo con los musulmanes, su consiguiente familiaridad con la vida musulmana y con el islam –Goytisolo como otros impulsores de la visión mudéjar de la obra de Cervantes suelen olvidarse de la participación de Cervantes en la batalla de Lepanto como soldado contra los turcos y el islam–, así como la presencia importante del islam en sus novelas y obras dramáticas, no se puede aducir como prueba ni señal o índice de una «innegable vertiente mudéjar» en la obra de Cervantes. Nadie niega o discute esos hechos; lo que se niega y discute es que tales hechos manifiesten una influencia islámica o una actitud de Cervantes favorable o comprensiva con el islam, que es lo que Goytisolo se propone sostener contra toda evidencia, como se verá.
De nada sirve tampoco alegar, como se desprende de la cita anterior, que «la elección del encuadre narrativo, al engastar idealmente el libro en una cultura peninsular recién abrogada», lejos de ser una anécdota o una mera concesión a la moda del día, traduce, en realidad, «una vena inspiradora profunda» de raíz islámica, que revelaría la fascinación de Cervantes por el islam. Es cierto que el alcalaíno ubica el recurso al manuscrito casualmente hallado y al historiador arábigo en un contexto realista, vinculado a la realidad social y cultural de la España de la época: el encuentro casual del manuscrito y su compraventa en la Alcalá de Toledo y no en un lugar remoto, como sucedía en los libros de caballerías, el traductor morisco, los detalles sobre la compraventa y del pago de los servicios del traductor morisco. Pero esto tiene una explicación que nada tiene que ver con un presunto influjo musulmán en la obra mayor cervantina, sino con la diferente naturaleza literaria de los libros de caballerías y del Quijote y con el objetivo de éste de ser una sátira de aquéllos. No se olvide que en éstos los protagonistas eran héroes de países extranjeros y lejanos, cuyas hazañas sucedían en un marco geográfico remoto y exótico, y en tiempos igualmente remotos o al menos en una distante Edad Media idealizada y un tanto ucrónica; y siendo así, no debe sorprender que los autores de este género de novelas situasen el hallazgo del manuscrito original de la obra en lugares así, tan alejados de país y de las circunstancias concretas en que se desenvolvían las vidas de los lectores.
En cambio, el Quijote viene a trastocar estas coordenadas literarias ligadas al género de realismo literario, fundado en la ficción verosímil, que Cervantes se propone impulsar, y al carácter satírico de su historia de don Quijote de las novelas caballerescas. El gran libro de Cervantes ya no es la historia de un héroe extranjero cuyas gestas tienen lugar en épocas distantes en parajes remotos y exóticos, sino la crónica de la vida de un hidalgo español del presente histórico, esto es, nos relata, como escribe el propio Cervantes al inicio del capítulo noveno de la primera parte, «toda la vida y milagros de nuestro famoso español don Quijote de la Mancha», los cuales discurren en tierras españolas en el tiempo presente. En consonancia con esto, es completamente natural que el narrador sitúe el hallazgo del manuscrito y los detalles de su compraventa y traducción en algún lugar de España y no en algún lugar del extranjero e incluso que haya elegido el árabe como lengua fingidamente original del manuscrito, habida cuenta de la presencia histórica de esta lengua en el pasado árabe de España, en aquel momento todavía relativamente reciente en términos históricos, y en la actualidad de la época a través de la presencia de los moriscos. De hecho, para un español de aquel entonces el recurso al árabe resultaba menos exótico que a otras lenguas, en la medida que esta lengua había estado y estaba muy presente en la vida de los españoles. No es de extrañar por ello que, dejando aparte El caballero Cifar del siglo XIV, que se presentaba como una traducción del caldeo, del Amadís, cuya lengua fingidamente original es el griego, de Tirante el Blanco, que se remite al inglés como lengua original, o del Palmerín de Inglaterra, cuyo narrador dice basarse en crónicas inglesas, datos éstos últimos que ya mentamos en otro lugar, otros escritores españoles de libros de caballerías, pensando quizá en la realidad histórica de España y del presente, eligiesen preferentemente el árabe como lengua fingidamente original de su novelas caballerescas. Tal es el caso de Palmerín de Oliva (1511), el primero de la serie de los Palmerines, atribuido a Francisco Vázquez, donde se considera al escritor árabe Muça Belín el verdadero autor de la obra o La Crónica de Lepolemo, llamado el caballero de la Cruz (1521) de Alonso de Salazar, quien remonta su relato al cronista musulmán Xartón. Y otro tanto cabe decir de los principales exponentes del género de la llamada novela morisca, arriba citados por Américo Castro: Ginés Pérez de Hista adjudica la Historia de los bandos de Zegríes y Abencerrajes (1595) –en realidad la primera parte del libro, con la que por cierto Pérez de Hita se convierte en el creador del género de la novela histórica, pues la segunda es verdaderamente un relato histórico sobre la rebelión morisca en las Alpujarras en el reinado de Felipe II- al imaginario historiador árabe Abén Hamín, mientras que Miguel de Luna dice proceder La verdadera historia del rey don Rodrigo (1592-1600) del no menos fabuloso historiador Abulcacim Tárif.
Pero nadie ha ido tan lejos por el sendero de la exaltación de la maurofilia de Cervantes como el muladí Antonio Medina o, como converso islámico, Abderramán Medina. El ex seminarista, ex militante del PCE, antiguo discípulo y colaborador del también converso al islam, Roger Garaudy, e impulsor de un movimiento secesionista islámico en Andalucía que reivindica el islam andalusí, nos ofrece en su libro Cervantes y el islam -por cierto farragoso y mal escrito, plagado de faltas de ortografía y de expresiones y frases mal construidas, así como de palabras impropiamente usadas- una imagen de Cervantes como un criptomusulmán afanado en ocultar su personalidad musulmana. Escrito desde la perspectiva del desprecio a España, al cristianismo y a Occidente, y de la apología del islam, al que se unen los supuestos hermenéuticos e historiográficos de Castro (Cervantes como hábil disimulador, pero ahora sería la influencia de la tradición musulmana de la taquiyya o disimulo la que le habría impulsado a adoptar esta práctica; como cristiano nuevo, pero ahora de origen morisco en vez de judío; la historia de España como una historia de castas y de conflictos intercastizos; la clave autobiográfica, según la cual don Quijote es en el fondo Cervantes; la tesis de la ambigüedad del Quijote, &c.), su exégesis proislámicia del Quijote, muy influida por las tesis de Goytisolo, forma parte de su proyecto, de un lado, de combate contra España y su cultura grecorromana y cristiana y, de otro lado, de ensalzamiento del islam, por el que Cervantes se habría sentido muy atraído. En su delirio el autor muladí llegará a plantearse en la introducción de su libro si acaso el Quijote es «la mejor iniciación al conocimiento del islam en lengua romance», aunque a en realidad a la postre él no parece tener duda alguna al respecto, y lo considera también un emblema del mudejarismo, del mestizaje o, en la jerga del autor, de la interculturalidad, de la que Cervantes sería un apóstol.
Y precisamente uno de sus principales argumentos en pro del criptoislamismo de Cervantes se basa en su peculiar exégesis del recurso de Cervantes al fingido historiador arábigo y musulmán Cide Hamete Benengeli. Medina pretende sacar partido de este nombre y de su etimología. De los tres componentes del nombre completo, apenas presta atención al primero, pues su significado en árabe «señor» o «mi señor» no le sugiere ninguna implicación islámica. Toda su atención se dirige al segundo nombre, Hamete, que es en el que cree encontrar la clave del filoislamismo cervantino. Según él, Hamete, uno de lo nombres más usuales entre los musulmanes, tiene la misma raíz que Muhammad, el nombre árabe de Mahoma, el cual se traduce, nos dice, por elogiar o alabar a Alá. Y concede una enorme importancia en relación con la oculta personalidad islámica de Cervantes al hecho de que en una ocasión, en el relato del encuentro de don Quijote con Maritornes, el narrador confunde Hamete con Muhamate (Muhammad) para referirse al historiador arábigo: «Cide Muhamate Benengeli fue historiador muy curioso y muy puntual en todas las cosas» (I, 16). Y siendo así, que Cervantes elige como nombre del fingido autor de su inmortal obra el nombre musulmán por excelencia, el del profeta de la religión musulmana, ¿cómo no aceptar el filoislamismo de Cervantes, su desmedida fascinación por el islam, habida cuenta además de que durante el cautiverio en Argel se habría revivido en él, descendiente de moros andalusíes, el interés por la que fue la religión de sus antepasados?
Ahora bien, Antonio Medina apela a la etimología arbitrariamente y según conviene a sus intereses. El nombre Hamete podrá tener la misma raíz que Muhammad o no, no somos expertos en filología árabe para dilucidarlo, pero, según Jean Canavaggio, quien se remite a la etimología propuesta por los reputados filólogos Bencheneb y Marcilly, Hamete significa «que más alaba al Señor», lo que no es exactamente lo mismo que el significado de Muhammad según lo interpreta Medina. Y lo que es peor para sus fines, Benengeli, un elemento del nombre completo del que deliberadamente prescinde el muladí Medina, es, según los mismos expertos, un compuesto de Ben (hijo) y engeli (evangelio), de lo que se infiere que Benegeli no significa, en realidad, como pretende Sancho, «moro aberenjenado», sino Ben-engeli, esto es, «hijo del Evangelio» y no del Corán y, por tanto, cristiano (cf. Jean Canavaggio, «Vida y literatura: Cervantes en el ‘Quijote’», en Don Quijote de la Mancha, ed. dirigida por Francisco Rico, Galaxia Gutemberg-Círculo de Lectores, 2004, pág. LI). Medina no ignora estos datos ofrecidos por el cervantista francés, pero no le gustan y decide pasarlos por alto y atenerse sólo a la pista islámica que cree vanamente encontrar en Hamete-Muhamate. Pero tan absurdo es intentar hallar una supuesta identidad cristiana oculta en el nombre del fingido historiador arábigo como una supuesta identidad musulmana de Cervantes camuflada tras ese nombre. Evidentemente, en la ficción Cide Hamete Benengeli es musulmán, al que Cervantes se refiere a veces como «filósofo mahomético», pero es disparatado pretender que esa identidad sea la del propio Cervantes.
En realidad, el recurso a un manuscrito hallado en una carpeta escrito originalmente en árabe es una mera ficción literaria mediante la que se pretende parodiar un artilugio usual en los libros de caballerías y por tanto es vano todo intento de encontrarle un sentido oculto que vaya más allá de su mero sentido literal de carácter cómico y paródico. Es cierto que, como sostienen Castro y sus partidarios, Cervantes utiliza el artificio del fingido autor o de su traductor de un modo nuevo en comparación con el uso que de éste se hacía en los libros de caballerías, en los que no cumple función alguna en la narración, salvo darle una aureola de pseudohistoricidad, mientras que en el Quijote la presencia del fingido autor le brinda a su verdadero autor la oportunidad, en una suerte de desdoblamiento, de hacer observaciones y comentarios metaliterarios sobre el papel y obra del fingido autor; a veces, como al comienzo de la segunda parte, son incluso los propios personajes los que hablan de aquél. Pero esto no es más que un desarrollo de una exigencia contenida en el propio objetivo satírico del Quijote. El desdoblamiento del narrador respecto a Cide Hamete Benengeli o los comentarios puestos en boca de sus personajes sobre éste le permiten a Cervantes satirizar la pseudohistoricidad de los libros de caballerías, como cuando don Quijote se lamenta, tras enterarse de quién es el verdadero escritor de su historia, del hecho de que se trate de un historiador moro, pues de los moros, según don Quijote, no cabe esperar verdad alguna. Cervantes juega burlonamente con la figura de Cide Hamete como fingido autor hasta el punto de incurrir en contradicciones. Ya hemos visto más arriba cómo en el episodio del encuentro con Maritornes, se califica a Cide Hamete o Muhamate como un historiador veraz, mientras que don Quijote se queja de su mendacidad; en otro lugar se refiere a él como «autor arábigo y manchego» (I, 22), salvo que con ello pretenda decirnos que era un morisco que sabía árabe, lo que de todos modos colisiona con su presentación inicial y habitual como historiador arábigo, que en su primera acepción designa al natural de Arabia; y en otro pasaje juguetea con el supuesto mahometismo que se debe atribuir a Cide Hamete para divertimento del lector, cuando le hace jurar «como católico cristiano» (II, 27), una jugarreta de la que difícilmente cabe pensar que no sea premeditada, ya que inmediatamente se apresura a añadir un escolio a cuenta del traductor morisco para justificar su proceder y recordarnos la condición mora de Cide Hamete: «El jurar Cide Hamete como católico cristiano, siendo él moro, como sin duda lo era, no quiso decir otra cosa sino que así como el católico cristiano, cuando jura, jura o debe jurar verdad y decirla en lo que dijere, así él la decía como si jurara como cristiano católico en lo que quería escribir de don Quijote» (II, 27, 759-760). Alguien tan poco escrupuloso como el converso islámico Medina, imitando su absurda manera de argumentar podría disparatar igualmente alegando, basándose en este último pasaje, que quizás tras la ficticia máscara de Cide Hamete se oculta un católico cristiano.
Como Goytisolo, no se molesta en señalar los contenidos presuntamente islámicos que cabría encontrar en el Quijote, si se adopta la hipótesis del filo o criptoislamismo de Cervantes o de su mudejarismo. Desde esta estrafalaria hipótesis, resulta complemente incomprensible que un Cervantes mudéjar o filomusulmán, no digamos critomusulmán, se dedique a escribir la historia de una caballero español que hace gala de su condición de cristiano católico, que se erige en defensor de la fe católica, para lo cual el caballero andante debe, según don Quijote, dominar la teología, y, si hace falta, usar la fuerza de las armas, como nos recuerda en su discurso sobre los motivos que obligan a los hombres a usar legítimamente éstas. Y, por si esto fuera poco, el Quijote, como veremos en la próxima entrega, contiene importantes pronunciamientos contra el islam y contra los moros en general, que son vistos como enemigos de los españoles, algo que, por cierto, todos los partidarios del filoislamismo, mudejarismo, maurofilia o fascinación de Cervantes por el islam, sorprendentemente pasan por alto. Hasta tal punto llega su manifiesta falsificación del pensamiento de Cervantes.
Para terminar este punto, dediquemos unas palabras a la tesis de Medina de que Cervantes se habría vuelto musulmán o filomusulmán –Medina es confuso al respecto lanzando constantes sospechas sobre el criptoislamismo de Cervantes, sin afirmarlo nunca abiertamente, pero su machacona insistencia al respecto alienta en el lector la idea de que realmente lo fue– durante su cautiverio en Argel, algo que al parecer habría mantenido en secreto. La sospecha de Medina sobre la apostasía de Cervantes, a la que, puestos a sospechar, añade la de su homosexualidad, en Argel no es una ocurrencia del cervantista muladí, sino que se inspira en las elucubraciones de Louis Combet (cf. Cervantes ou les incertitudes du désir, Presses Universitaires, 1980, págs. 541-558, especialmente pág. 556), de la profesora italiana Rosa Rossi (cf. Escuchar a Cervantes. Un ensayo biográfico, Ámbito, 1988) y de Fernando Arrabal (cf. Un esclavo llamado Cervantes, Espasa-Calpe, 1995), que han sido contestadas y rechazadas, entre otros cervantistas, por Alberto Sánchez (cf. «Revisión del cautiverio de Cervantes», Cervantes, 17, 1997, págs. 7-24) y Antonio Rey Hazas (cf. Poéticas de la libertad y otras claves cervantinas, Eneida, 2005, págs. 40-43; y Miguel de Cervantes. Literatura y vida, Alianza Editorial, 2005, pág. 24). Pero semejantes sospechas carecen del menor fundamento, incluso para un partidario de la maurofilia de Cervantes, como Francisco Márquez Villanueva, no sólo carecen de fundamento, sino que no son más que «maledicencias tópicas de la vida argelina y a pesar de intentos recientes de darlas de antemano por válidas» (Moros, moriscos y turcos de Cervantes, pág. 34).
Contra el manido argumento sobre el buen trato dispensado por Hazán Bajá, gobernador turco de Argel, a Cervantes, a pesar de sus varias tentativas de fuga, que, según los partidarios de la apostasía y homosexualidad cervantinas, se explicaría como precio de un trato privilegiado, razona certeramente que éste se explica suficientemente por el considerable rescate asignado a Cervantes como cautivo de rescate y no de trabajo, «porque –como dice la mora Alima a la cristiana Costanza en Los baños de Argel– si eres de rescate / será ocasión que te trate / con proceder justo y blando». Además, añadimos por nuestra parte que si fuera cierto que Cervantes apostató y que tuvo una relación homosexual con Hazán Bajá no lo podría haber ocultado y se habría terminado sabiendo en España, pues en Argel había muchos españoles y no sólo cautivos, sino también clérigos y comerciantes, y además no hay que olvidar que cualquiera que hubiera renegado de la fe cristiana a la vuelta a España debía presentarse ante la Inquisición para reintegrarse a la Iglesia, lo que Cervantes no tuvo que hacer; por último, un hecho así lo habrían utilizado sin duda sus enemigos, como Lope de Vega o el anónimo autor del Quijote apócrifo de Avellaneda, en sus disputas, en caso de ser cierto, para atacarlo y zaherirlo, lo que, como bien es sabido, no hicieron.