Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 119 • enero 2012 • página 14
1. Presentemos en primer lugar dos secuencias pertenecientes a dos películas del gran director de Calanda para ilustrar lo que intentaremos desglosar más adelante: se trata de dos momentos de sus filmes Simón del desierto (1965), el último de sus trabajos mexicanos, y La Vía Láctea (1969).
En un momento de la primera película, una vez que Simón el eremita, (Claudio Brook) ha sido tentado por el diablo (Silvia Pinal) y después de que una serie de monjes acudan a ser reconfortados y bendecidos por el santo, uno de ellos, un tal Trifón (Luis Aceves), al parecer envidioso por la fama que está adoptando la ascesis del protagonista, le acusa de haber obtenido alimentos de manera fraudulenta; es entonces cuando Tritón prorrumpe en una posesión demoníaca y comienza a proferir anatemas contra la religión católica:
—¡Muera la anástasis!- Grita el endemoniado.
—¡Viva la anástasis! Proclaman indignados los monjes que le acompañaban.
—¡Viva la apocatástasis!- lanza voz en grito Trifón.
—¡Muera la apocatástasis!- Responden en alto los monjes, alguno de los cuales no saben muy bien a qué se refieren esos términos.
—¡Muera Jesucristo! Blasfema el endemoniado.
Y uno de los monjes, dejándose llevar por la sistemática retahíla de proclamas, casi llega a equivocarse y blasfemar él mismo. –¡Muera!... ¡Viva Jesucristo!– dice al punto junto a todos sus compañeros peregrinos. Mientras todo ello sucede, un enano pastor (Jesús Fernández) observa sin mucho interés la escena mientas devora un trozo de pan con queso que el propio Simón le había rechazado anteriormente, aduciendo que él solo necesitaba algo de agua y una hoja de lechuga para sustentarse.
El otro filme, La vía Láctea, rodado ya en color en Francia, trata del peregrinaje que desde Paris los dos amigos protagonistas (Paul Frankeur y Laurent Terzieff) realizan hacia Santiago de Compostela. Habiendo parado en una posada, ambos son testigos de la disputa entre un jesuita (Jean Piat) y un jansenista (Denis Manuel). Los ánimos se inflaman y ambos salen de la venta a batirse con sus espadas. Mientras luchan, el jansenista sostiene que en el estado de naturaleza corrompida, nadie resiste la Gracia interior. A lo que jesuita responde que la Gracia no siempre obtiene el efecto por el que nos ha sido dada. Mientras ello sucede, los protagonistas de esta grotesca road movie espiritual comen y beben frente a los contendientes, más interesados por su pitanza que por la lucha. Al final, y de manera sorprendente, ambos disputantes terminan no obstante el duelo como amigos y parecen volver a celebrarlo entrenado de nuevo a la posada de la que salieron.
Ambas secuencias ponen de manifiesto una sátira contra los fundamentalismos de la religión católica, como el que representa Simón (u otros adláteres de la «causa yerma» como Pablo el ermitaño o Antonio Abad). Pero también, la notable semejanza de ambas secuencias que hemos presentado, parece dejar a las claras una constante en la filmografía de Luis Buñuel (1900-1983): la insensatez de toda proclama ideológica o lema moral y la preservación, sobre todas las demás prerrogativas, del sujeto corporal.
Ambos episodios coincidentes delatan un tema típico en las películas de Buñuel; la lucha entre la Naturaleza y la Gracia (la Cultura) de la que el jesuita y el jansenista disputan. Sin embargo, en otras películas del mismo director, dicha confrontación también aparece mostrada en el contraste entre la inocencia y el resabio, entre la pureza y la perversión. Así sucede, por ejemplo, entre Tristana (Catherine Deneuve) y don Lope (Fernando Rey), Viridiana y don Jaime (Protagonizado por el mismo Fernando Rey, en cuyos personajes el padre del libre surrealismo cinematográfico volcó al final de su carrera muchos de sus prejuicios sexistas y conservadores) o al padre Nazario (Francisco Rabal) respecto a Beatriz (Marga López) y Ándara (Rita Macedo), mujeres de mala vida. Pero lo más interesante es que ese contraste no siempre se muestra al modo usual, esto es, ni postulando una defensa rousseauniana de la bondad e inocencia natural del hombre ni tampoco en absoluto, una vindicación de la salvación humana a través de la moral, la cultura o la religión. Por el contrario, la mirada de Buñuel dibuja unos personajes complejos, ni del todo malvados, ni del todo santos; personajes herederos de un medio entorno, que resulta profundamente adverso en varias ocasiones, y al que se enfrentan a veces con dudas, a veces con razones convincentes que les obligan a actuar de un determinado modo.
Así sucede, por ejemplo, en el caso de Susana (1951), subtitulada Carne y Demonio. En el que el símbolo bíblico de la castidad, inocencia e integridad sexual de la mujer se convierte en este filme en una femme fatale para todos los hombres. Del mismo modo sucede con muchos otros protagonistas de filmes de Buñuel, como el Francisco Galván (protagonizado por el actor mexicano Arturo de Córdova) de Él (1953), enfermo por sus celos hacia Gloria (Delia Garcés), a quien conoce, como no podría ser de otro modo en el imaginario buñuelesco, durante una misa de domingo en la Iglesia. Otro tanto ocurre en Ese oscuro objeto del deseo (1977), donde se plantea de nuevo la relación amorosa de un modo obsesivo, emocionalmente masoquista y fetichista, y que de un modo singular y sutil, se establece paralelo al fundamentalismo terrorista, entre un burgués de buenos modales (de nuevo Fernando Rey) y una mujer (interpretada por dos actrices, la sensual y pasional Ángela Molina y la fría y sutil Carole Bouquet) que le hace la vida imposible.
Pero con todo, los protagonistas de las cintas de Buñuel, aunque representan caracteres bien definidos, no siempre aclaran su posición moral dentro de sus historias. En el caso de Diario de una camarera (dirigida en el año 1964, y que supone la primera colaboración con el que después y hasta el final de su vida será uno de sus inseparables: Jean-Claude Carrière, transcriptor de su autobiografía), su protagonista, Célestine, protagonizada por Jeanne Moreau no parece obrar por el mismo desinterés que presentan Viridiana, Nazarín o Simón, sino que, por el contrario, representa a una bella joven parisina sin muchos escrúpulos que entra a servir a una casa de campo solariega (muy similar a aquella a la que acude Viridiana) y que despierta la pasión de muchos hombres. Por ello, no duda en casarse por conveniencia con un general de alta posición mucho mayor que ella. Sin embargo, Célestine intenta al mismo tiempo disuadir con sus encantos a uno de sus pretendientes, el furibundo fascista Joseph (Georges Géret) para lograr hacerle confesar por el asesinato de una niña en el bosque. De hecho, la mirada de Buñuel, siempre fría y distante, parece resultar tan comprensiva con personajes del tipo de Célestine, los cuales, portando ciertos vicios, saben llevar su vida con cierta sensatez, en un mundo donde el bien y el mal son relativos como lo es con otros personajes del tipo de Nazarín o Viridiana, que, siendo virtuosos e intrínsecamente buenos, renuncian a sí mismos y se definen por su angustia perenne, o por su culpa penitente. Con ambos, la mirada de Buñuel parece ser a veces compasiva, a veces severa.
Se trata de una tónica constante en la filmografía del director aragonés. En sus películas no son frecuentes los «consejos y consejas» morales, tan propios por otro lado, de la literatura picaresca, tradición muy española a la que el cine de Buñuel es temáticamente tan cercano. Pero la mirada de Buñuel hacia los personajes es la misma que adopta ante los paupérrimos habitantes de las Hurdes en su famoso documental de 1933 o antes los indigentes de los arrabales de Ciudad de México en Los Olvidados (1950). Se trata de una mirada que recuerda mucho a la del realismo de grandes pintores españoles como Velázquez ante los desheredados o bufones, o a la de Gutiérrez Solana con su tradicionalismo de máscaras deformes, y sobre todo por la insistencia en cuanto al origen común, de Goya y los Caprichos o Sueños; insistencia que al propio Buñuel llegó en parte a saturar.
No obstante, tanto en el cineasta como en dichos pintores parece apreciarse una mirada que contempla a los hombres como actores sociales, como máscaras por el desfile de la realidad social en que sus vidas consisten. En este sentido, su ojo es etic. Y lo es también, en cuanto a que, a través de la perspectiva moral o emic, Buñuel, como decimos, hace resaltar el aspecto individual, es decir, ético de sus personajes. Es por ello que su mirada adopta un tono de mostración más que de didactismo, un tono más propiamente universal, lo cual no priva a sus filmes de un aspecto fuertemente critico. Las películas de Buñuel nos presentan al hombre en su condición más primaria y esencial, lo cual quiere aquí decir, siendo (esse) frente a otros y frente a su medio.
De hecho, en películas como El río y la muerte (1955) sobre la cultura del machismo y la violencia en México (que aún hoy día constituye un serio problema con casos tan flagrantes como el de Ciudad Juárez), o La Joven (1960), que trata el tema del racismo, así como Los ambiciosos (1959) sobre como derrocar un estado totalitario, Buñuel no propone una historia de héroes, sino más bien una mirada poliédrica: ni los violentos son siempre los malvados, ni ser negro supone ya una bondad adquirida, ni tampoco el posibilismo de los que luchan desde dentro de una dictadura puede ser cobarde, sino incluso más eficaz que el exilio. En esta ausencia de moralismo, que no de crítica, la libertad del director frente a cualquier «educación en valores» a través de su cine resulta la causa misma de su transgresión, incluso desde sus primeros filmes surrealistas. Por eso sus películas pudieron ser vilipendiadas y exaltadas en diversos momentos por la misma gente e instituciones. Así sucedió con Nazarín, que fue galardonada con el gran premio del jurado en el festival de Cannes y que a punto estuvo de recibir el premio de la oficina católica, mientras que con Viridiana, premiada también el festival francés con la Palma de Oro, sin embargo, fue prohibida durante largo tiempo debido sobre todo a un artículo muy hostil publicado en el periódico oficial del Vaticano, L'Osservatore Romano. Así también sucede con la ya mencionada La Vía Láctea, la cual generó desde su estreno reacciones encontradas. Para algunos, se trata de un filme profundamente religioso que invita al hombre secularizado a reflexionar sobre la trascendencia. Para otros, sin embargo ofrece una visión surrealista y subversiva de los dogmas de las Iglesia y de las herejías que ha combatido, como por ejemplo, la doble naturaleza de Cristo, la Santísima Trinidad, la Inmaculada Concepción, el libre albedrío o la predestinación. Buñuel intentaba asumir esa misma mirada sub aespecie aeternitatis de sus filmes para asumir tanto las alabanzas como las críticas, sobre todo si provenían desde personas que le eran desconocidas. Pese a todo, al celebrar el centenario del cine en 1995, la Comisión Pontificia para las Comunicaciones Sociales, incluyo Nazarín en una lista de las quince películas más notables por sus valores religiosos.
En este sentido puede decirse, sin temor a dudas, que una parte muy significativa del cine de Luis Buñuel es profundamente religioso, pues los problemas que planeta, como el del mal, son abordados desde una sólida raigambre cristiana, o por mejor decir, católica. No en vano Orson Welles le consideró «el supremo director religioso en la historia del cine».
Y sin embargo, pese al ya célebre ateísmo «gracias a Dios» de Buñuel, podríamos decir que en sus películas «el episodio religioso primario es tan decisivo en la trama general (…) que puede decirse de él que es transcendental a las secuencias que le preceden, y que le siguen.»{1} Ello es así con independencia del carácter religioso o antirreligioso de sus películas, «porque la blasfemia, el pecado o el diablo son categorías tan religiosas como puedan serlo la oración, la virtud, o Dios.»{2} De hecho, en La ilusión viaja en Tranvía (1953) uno de los personajes, el cual está representando a su vez un papel en una obra teatral para una feria de barrio, sostiene vestido de demonio: «que me expulsen del mundo católico /será mi propósito» y por ello, continúa el metapersonaje, «me pondré yo a la católica a espantar con la tónica».
De hecho, la mirada de Buñuel, ácida tanto hacia la moral cristiana como hacia la moral burguesa, en cuanto caras de la misma normatividad, no siempre adopta, desde su distancia valorativa, una mirada excesivamente crítica. Al contrario, su actitud hacia la religión (católica) osciló entre el amor y el reproche, la gratitud y la crítica feroz.
Lo he reconocido ya: culturalmente, soy cristiano. Habré rezado dos mil rosarios y no sé cuántas veces habré comulgado. Eso ha sido mi vida. Comprendo la emoción religiosa y hay ciertas sensaciones de mi infancia que me gustaría volver a tener: la liturgia en mayo, las acacias floridas, la imagen de la Virgen rodeada de luces. Son experiencias inolvidables, profundas.{3}
De este modo tan elocuente y rotundo responde Buñuel a Tomás Pérez Torrent y José de la Colina cuando le inquieren por la naturaleza de su obsesión hacia la figura de Cristo. Se cuenta de hecho que Régis Debray le dirigió a Buñuel palabras acusadoras mientras lo zarandeaba con despecho: «No lo soporto a usted, Buñuel. Gracias a usted la gente sigue hablando de la Santísima Trinidad y de la Inmaculada Concepción de María. Usted ha mantenido viva toda la cultura del catolicismo con sus malditas obsesiones. ¡Yo le detesto, Buñuel!»{4}
Todo lo dicho muestra la profunda vinculación de Buñuel con la cultura católica. No obstante, los ejemplos paradigmáticos aparecen en el caso de tres magníficos personajes de eminente carácter religioso que ejemplifican lo que podemos denominar la moral de la renuncia: se trata de Simón del desierto, Nazarín y Viridiana.
El primero de ellos está tomado del famoso eremita Simón el estilita, uno de los célebres padres del desierto. Se dice que Simón (Simeón), nacido en la religión de Cicilia alrededor del año 390 de nuestra era, decidió huir de los hombres y permanecer durante 37 años aislado en una gran columna (en griego, stylé) haciendo penitencia. Su figura, a la par que la región de la que proviene (hoy situada en la costa mediterránea de la Anatolia turca), se asocia al origen del cilicio, instrumento, como se sabe, utilizado para la penitencia y promoción de la castidad. Estos objetos resultaban muy del gusto de la célebre imaginería fetichista Buñuel, el cual hace llevar uno en la maleta de su santa heroína Viridiana, de que más tarde hablaremos.
La mirada de Buñuel hacia el eremita Simón resulta, como decíamos más arriba, ambivalente: a veces es bondadosa, como en la secuencia en la que Simón discute con un joven que sube hasta su columna para explicarle lo que significan los conceptos «tuyo» y «mío», concepto que el bueno de Simón parece desconocer.
Sin embargo, y tras ser tentado por el diablo en varias ocasiones a través de los placeres y deseos bajo la forma de una atractiva mujer, Simón permanece imperturbable, es decir, «incólume». Hasta que, al final de la película, (al parecer prematuramente terminada debido a la escasez de fondos) la austera polifonía religiosa que había ornamentado toda la narración se ve totalmente invertida cuando dicho diablo, bajo una apariencia femenina le traslada de la aridez del desierto a la algarabía de Nueva York y la música de baile de una discoteca en cuyo frenesí danzante y pecador la cámara de Buñuel se recrea durante algunos minutos, como si verdaderamente la sociedad hubiera caído en una Sodoma y Gomorra contemporánea y apocalíptica. En esta abrupta caída de la Naturaleza desértica y despojada, hacia la Cultura o Civilización pervertida, vemos de nuevo a Simón, esta vez ataviado con elegante traje, aburrido y con una expresión que muestra estar de vuelta de todo. «¿Como se llama este baile?» –le pregunta indiferente a su particular súcubo. A lo que esta responde que se trata del «baile final» –«Vade retro» contesta éste. –«Vade ultra»– responde ella.
Con esta secuencia final, impactante como en tantas otras películas de Buñuel, las virtudes cristianas de Simón parecen subvertirse: la humildad y la práctica ascesis se vuelven arrogancia y descreimiento. Como ambas fuesen caras de una misma moneda y en verdad la humildad y la renuncia al mundo de Simón ocultaran al tiempo la soberbia misma del Simón cosmopolita.
De hecho, el término «humilde» proveniente del latín humilis, denotaba significados como «bajo», «de corta estatura», pero también, por figuración, «rastrero», «que tiene sentimientos bajos», «descorazonado» o «mezquino». Es por ello que se entenderá el hecho de que dicha cualidad jamás fuera considerada de modo positivo por la cultura grecorromana.
No obstante, con el advenimiento del cristianismo, la humildad empezó a ser apreciada como virtud moral –una categoría ligeramente inferior a las virtudes teologales y cardinales– y adquirió una connotación más positiva. En una de las muy agudas Guía de perplejos, Alfonso Fernández Tresguerres analizando dicho concepto en estas mismas páginas sostiene que
Espinosa le negó un lugar en el reino de las virtudes, relegándola al ámbito de las pasiones, porque: «La humildad no es virtud, es decir, no surge de la razón», sino que es una forma de tristeza; en concreto, la «tristeza acompañada de la idea de nuestra debilidad». Mas es preciso matizar, pues si bien es cierto que hay un modo vicioso y triste de humildad, también lo es que existe una forma virtuosa y lúdica de ser humilde.{5}
Como también muestra Tresguerres, Kant distinguía entre una humildad auténtica, aquella propia de individuos que saben medir la distancia de sí mismos respecto a sus valores e ideales, y una humilitas spuria, en la que la humildad se convierte en pusilanimidad hipócrita y que consiste en palabras de Kant, «en renunciar a toda pretensión de tener algún valor en sí mismo, persuadidos de lograr precisamente con ello un valor escondido»
Conociendo que eres nada y que vales nada, abrazarás con quietud las pasivas sequedades, tolerarás las horribles desolaciones, sufrirás los espirituales martirios e interiores tormentos.»{6}
Así dice el místico Miguel de Molinos y así parece llevarlo a cabo Simón. Y sin embargo, lo que Buñuel parece proponernos –siempre desde esa actitud ambivalente y esa mirada fría y diseccionadora de la realidad– es una semejanza entre la actitud desprendida y ascética de Simón, que minusvaloraba todos los bienes y deseos humanos como vanos y fútiles, con la del burgués hastiado de los placeres que decide marcharse del local mirando por encima del hombro, como si en verdad, no se hubiera bajado de su columna. La actitud de renuncia al mundo y a los hombres del ermitaño Simón resulta la misma que, al final que el vade retro del urbanita resabiado. El diablo, en verdad, no ha cambiado la soberbia del anacoreta recluido que, según la famosa sentencia de Aristóteles, no puede ser hombre, sino bestia o Dios.
2. El otro caso a analizar es el de Nazarín, película dirigida en 1959 y de la que ya hemos hablado brevemente más arriba. Basada en la novela de Galdós, al cual Buñuel revisitará en Tristana (1970), el filme trata la historia de Nazario, un sacerdote empeñado en hacer el bien a toda costa en una sociedad de miseria y bajeza moral como es el México rural de finales de los cincuenta. El clérigo supone una suerte de reencarnación moderna de Don Quijote, pues falla estrepitosamente en cada aventura. Sin embargo, y al contrario de como ha venido en señalarse, Nazarín no solo ha de verse como «el fracaso de un cristiano comprometido en un mundo que sabe imperfecto, o el desencanto del sacerdote con los ideales cristianos»,{7} sino la equivocación misma del propósito bueno cuando este va dirigido hacia unos fines erróneos, es decir, excesivamente desligados de la firmeza y la conservación de la vida del sujeto mismo, primera exigencia ética, según Spinoza.
Es esta una doctrina que ya aparece en Epicuro y los estoicos. Para Epicteto, por ejemplo, los deberes morales en general no son absolutos, sino que se encuentran siempre en función de las relaciones naturales. Si observamos las relaciones naturales (en las que el sujeto se concibe en tanto un miembro distributivo, es decir «ético») obtendremos cuáles son los deberes del ciudadano y del vecino (deberes concebidos desde la perspectiva grupalmente atributiva, cabe decir, «moral»). Así lo señala en estas mismas páginas José O. Sánchez Molina: «Desde la doctrina estoica se afirmó que la tendencia primera del ser vivo, por lo tanto del ser humano, es conservarse a sí mismo, lo cual se constituye como la primera virtud».{8}
En este sentido, la pretensión cristiana del padre Nazario queda desvirtuada cuando, en un magnífico pasaje de la película, este pretende colaborar con unos trabajadores del ferrocarril en su ardua tarea a cambio de una caridad para comer. Pero nuestro sacerdote no se da cuenta de que esto perjudica al resto de trabajadores, los cuales quedan en evidencia ante su patrón, pues trabajan a cambio de un jornal que llevar a su casa. Por ello, los cuadrilleros expulsan al padre Nazario de la obra con amenazas y golpes. Esto no impide que su intromisión provoque el grave enfrentamiento entre el patrón que le dio el trabajo y los trabajadores que allí estaban, llegando incluso a las armas, episodio que Buñuel prefiere dejar fuera de campo, centrándose en la supina inocencia del protagonista.
Dada la referencia mencionada entre Nazarín y don Quijote, este episodio nos recuerda otro narrado precisamente en la obra cervantina (I, 31) en el cual nuestro caballero quiere enmendar una injusticia cometida contra el mozo Andrés por parte de su amo Juan Haldudo. El mozo, al verse desatado, confiesa a don Quijote que le debe nueve meses de paga, a siete reales cada mes. Don Quijote, que se equivoca en la sencilla multiplicación, obliga a Juan Haldudo a darle setenta y tres reales, y no sesenta y tres como hubiera sido lo correcto. Por lo que, tras abandonar a tamaña pareja, don Quijote, ufano no hizo sino acrecentar el mal del mozo, que fue atado y azotado hasta caer medio muerto. Lo mismo sucederá en el famoso episodio del galeote Ginés de Pasamonte (I, 22); dicho capítulo, como bien atinó a interpretar Martín de Riquer, ha sido malinterpretado por la crítica romántica, que imaginó a don Quijote como el paladín de la libertad. «Lo cierto –señala el erudito catalán– es que don Quijote revela en este episodio un desquiciamiento del concepto de justicia, pues defiende no causas justas sino las más injustas que darse puedan, como es la de libertar a seres socialmente peligrosos, y que luego, al apedrear a don Quijote y sancho, pondrán de manifiesto la vileza de su condición.»{9}
Del mismo modo a como sucede con don Quijote, a poco que Nazario quiere impartir bondad y misericordia propias de sus desvanes, estos se tornan perniciosos contra sí mismo y contra los demás. Así sucede en un lance de la historia en el que el sacerdote desea compartir los últimos momentos de una moribunda. Esta esta se niega a que un mero desconocido ruegue por salvar su alma en los últimos momentos de su vida, por lo que su esposo le reprende con malas palabras a que se vaya. En otro pasaje de la película, Nazario se encuentra encarcelado por amparar a una fugada, y tras haber sido vilipendiado y ridiculizado una y otra vez por unos canallas con los que comparte celda, lucha contra sí mismo, pues se siente culpable «por no poder separar el desprecio del perdón». «Tenga su perdón»- le dice uno de los bribones, y le propina un puntapié. Anteriormente otro le insta a darle la comunión. Cuando Nazario se dispone a hacerlo, el bribón le pega una bofetada que lo tira al suelo. En este sentido, la mirada de Buñuel hacia el «quijotismo» de Nazario, tal y como había sucedido en el caso de Simón, vuelve a ser ambivalente. La estolidez final de Nazario es la del aquel que ha pretendido soberbiamente transformar el mundo mediante su acción de desprendimiento y bondad pura. Se trata de una actitud parecida a la que veíamos en el caso de Simón, solo que mientras este representa un modo que Hannah Arendt llamaría bondad negativa, Nazario representa un modo activo de bondad.
Al final de la secuencia en la prisión –muy importante para el significado último de la película– uno de los encarcelados sale en defensa de Nazario, que ya está indefenso y herido en el suelo. El sacerdote le dice al reo que es un hombre bueno, a pesar de haber asesinado a varios hombres y que, para ser bueno, basta con tener el propósito de serlo. La cámara entonces se aproxima hasta lograr un primer plano del bandido, que dice: «Ud. para el lado bueno y yo para el malo. Ninguno de los dos servimos para nada» A cuya respuesta Nazario queda con rostro perplejo. A ello le sigue la parte final del filme, en la que Nazario, de camino con los otros presos hacia su cárcel definitiva, experimenta por primera vez la duda entre recibir de una mujer una piña en caridad o no hacerlo. Nazario acepta el bien como lo que es, un fruto con el que sustentarse temporalmente por el camino, mientras el santo prosigue su camino cariacontecido, resuenan los tambores de Calanda que dan lugar al fin del relato.
Dichos tambores, utilizados frecuentemente por Buñuel en otros trabajos como La edad de oro o Diario de una camarera, destacan en ese último momento de duda de Nazario como el punto determinante de la película. No obstante, y pese al finis operantis del director aragonés, lo que queremos resaltar, a propósito de Nazarín y en general de los personajes de Buñuel, es la dramatización misma –en su sentido más etimológico– de sus conflictos morales. En efecto, el término «drama», proviene a su vez del verbo griego dráw, «hacer». Frente a la actitud de los personajes de un cine más protestante como, por ejemplo, el de Ingmar Bergman, el cine de Buñuel plantea grandes problemas morales y religiosos como el problema del mal, de modo harto distinto a como lo hace un director «no romanizado» como Ingmar Bergman. A diferencia de Buñuel, el cual combate las restricciones y los dogmas y levanta la bandera de los deseos carnales e intelectuales contra la tradición y las figuras de autoridad, el luterano Bergman busca las estructuras morales y religiosas que permitan el funcionamiento humano de sus personajes a partir de su angustia individual. Partiendo de un trasfondo religioso opuesto –la Europa de la Reforma, sintetizada en la sola fides protestante versus la Iglesia, o Cuerpo de Cristo, como camino de salvación– Bergman pinta un mundo donde el hombre se encuentra existencialmente solo, experimentando el silencio de un Deus absconditus jansenista que en gran medida se sitúa en una naturaleza paralela a la de la normatividad incondicionada de ciertos dogmas morales.
Por el contrario, y como señala Manuel Alcalá, «el universo de Buñuel no es amoral. El bien y el mal existen, pero la maldad no es un misterio» sino más bien un dato ontológico –o mejor antropológico– cuyas consecuencias son sociales, no teológicas ni psicológicas. Al contrario de lo que opinan algunos críticos del cine de Buñuel, como F. Cesarman, según los cuales, las grandes películas de Buñuel son muestrario del mundo interior de sus personajes,{10} o Juan Manuel de Prada, que sostiene que el cine de Buñuel habla de «la intrínseca maldad del hombre, que hace estéril el milagro y lo aprovecha para consolidar una relación de dominio»,{11} en Buñuel –creemos– la maldad o la bondad siempre es puesta en juego en un mundo entendido como un complejo haz de relaciones en gran medida contrafácticas. De este modo, y como hemos visto en Nazarín, del mayor y más desinteresado bien puede surgir un mal. Todo depende de la relación. Lo que Buñuel no acepta, como Spinoza, son los absolutos monológicos del Bien y del Mal.
Esta ausencia de ultramundanidad en las acciones buenas o malas convierten a estas en un asunto político (en el sentido griego, es decir, propio de la comunidad) y no individual. De este modo, en Buñuel, y en gran medida dado el carácter eminentemente católico de su cine, la culpa no se asume únicamente como algo fundamentalmente interiorizado de suyo en el individuo. Se trata más bien de la perpetua polémica entre moral y ética, es decir, entre el ámbito socio-normativo y el adaptativo-individual lo que hace que Buñuel no caiga víctima de los delirios introspectivos luteranos.
Una de las grandes y confesadas influencias de Buñuel, el marqués de Sade, utiliza en su novela Justina o los infortunios de la virtud (1787), una trama similar a la que Buñuel traza en Nazarín o Viridiana. A través de un narrador omnisciente, que a veces realiza digresiones respecto al desarrollo de la trama, y exhortando por momentos al lector utilizando la segunda persona del plural, Justina trata de la vida desgraciada de su protagonista, una jovencita a la que la naturaleza ha dotado de un irresistible impulso hacia la virtud. Sin embargo, al quedar huérfana, Justine se enfrenta a un mundo lleno de maldades. Ella y su hermana Juliette se ven obligadas a buscarse la vida como pueden. Pero mientras que Juliette, más naturalmente inclinada al vicio, decide prostituirse, la buena de Justine se empeña, contra viento y marea, en querer llevar una vida virtuosa. No obstante, su inalterable voluntad parece resultar inversamente proporcional a su falta de inteligencia, por lo que fracasa en cada una de sus obras, recibiendo incluso toda clase de agravios. Por el contrario, Juliette logra cierta fama y finalmente se casa con un buen partido, obteniendo una buena posición social. Posteriormente, y casi veinte años después de su separación, las dos hermanas se encuentran. Mientras que Juliette es la esposa de un importante personaje, Justine se encuentra totalmente desvalida. Tras oír todas las desgracias de su hermana, Juliette decide ayudarla, pero poco después, la pobre Justine es alcanzada por un rayo y muere.
3. El personaje de Sade nos permite introducir el tercer y último gran ejemplo buñueliano de moral entendida como renuncia de sí. Se trata de Viridiana, la historia de una casta novicia (Silvia Pinal) con una gran fe religiosa, que deja el convento por un tiempo antes de profesar los votos, y acude a casa de un tío carnal, prototipo de hidalgo español entrado en años, que encarnara felizmente Fernando Rey, el cual se enamora de la beata de un modo enfermizo, hasta que termina ahorcándose ante la negativa de la inocente futura monja por compartir su lecho carnal. De hecho, este amor fou, dotado de un matiz sexual, e incluso fetichista incuestionable en muchas otras películas de Buñuel, ha sido repetido en otras de sus obras: desde la obsesión posesiva de Arturo de Córdova (Francisco Galván) en Él (1953), hasta las oscuras pasiones que arrastran al trágico final a los protagonistas de Abismos de Pasión (1954), así como las ya mencionadas consecuencias en las que desemboca el viciado amor en el personaje de Ese oscuro objeto del deseo o Susana.
El hecho es que Viridiana, culpabilizándose del suicidio de su tío, decide no regresar al convento y determina, como anteriormente habíamos visto en Nazario, a dedicar su vida realizar obras de bien a los necesitados en el cortijo de este. No obstante, su labor se verá empañada por la de su hijo Jorge (Francisco Rabal), un hombre de mundo sin muchos prejuicios que vive en pecado junto a otra mujer y que llega a la finca como único heredero con objeto de administrarla.
Para llevar a cabo su humanitario proyecto, Viridiana acoge a doce mendigos. El número no es baladí, pues como el lector avezado ya sabrá, estos doce apóstoles dejados de la mano de dios terminarán por abusar de la confianza de la monja y, en el ejercicio de su bruta libertad, organizan una orgía en la casa a partir de la cual Buñuel montará la magnífica escena parodiando La última cena de Leonardo da Vinci con el Aleluya de Haendel como música incidental. En su desalmado ágape, los pobres desheredados dan rienda suelta a eso que Gustavo Bueno ha llamado la «felicidad canalla».{12} Ello sucede hasta el punto de que uno de los mendigos intenta violar a Viridiana. Pero su primo aparece providencialmente y logra salvarla. Al final de la película, nuestra protagonista, aceptando su fracaso al igual que hace Nazario, se resigna a convivir con su primo y su amante, en una suerte de ménage-à-trois a la española, representada metafóricamente por una partida de tute que ya Jorge vaticinó al comienzo de la historia: «Desde que te vi la primera vez dije: Mi primita Viridiana acabará jugando al tute conmigo».
Como en Nazarín y en otras obras de Buñuel, Viridiana ha descartado sus ideales religiosos, ha perdido su natural pureza. Una pureza que, sin embargo, se ha vuelto contraproducente a lo largo de todo el filme. La misma que en parte también la joven Tristana acabará perdiendo bajo el pernicioso influjo de don Lope, otro hidalgo resabiado y cincuentón interpretado de nuevo por Fernando Rey, el cual aprovecha una terrible enfermedad de la muchacha para que permanezca a su lado, a lo que Tristana finalmente aceptará llena de rencor para torturarle de celos hasta el final de sus días. Como ocurre en tantos de sus personajes, Viridiana sufre un desengaño que el propio Buñuel llegó a calificar de «quijotiano»: «casi todos mis personajes –señala el de Calanda– sufren un desengaño y luego cambian, sea para bien o para mal [...] Viridiana vuelve a la realidad, acepta el mundo como es. Un sueño de locura y finalmente de retorno a la razón. También don Quijote volvía a la realidad y aceptaba sólo ser Alonso Quijano»{13}.
El hecho es que Buñuel volvió a la España de Franco en 1961 para filmar Viridiana, después de casi treinta años de exilio, y bajo el auspicio del Ministerio de Información. Se trata de un proyecto que la censura del momento aprobó con entusiasmo, y que posteriormente fue prohibida por el ataque de la prensa Vaticana. De hecho, el único reparo que, al parecer, la censura franquista interpuso fue el final original de la cinta en el que Viridiana llamaba a la puerta de su primo, él abría y ella entraba cerrando la puerta detrás de ella. Obediente, Buñuel propuso el final de la partida de cartas, el cual terminó siendo más socarrón que el primero pero que, irónicamente, fue aceptado por los censores sin reparos.
Lo que, como decimos, Viridiana quiere llevar a cabo y en lo que finalmente fracasa, es la virtud cristiana de la piedad. De hecho, Spinoza define la virtud como «el deseo de hacer el bien». (Ética, 4P37S1). Y no solo desde el punto de vista individual, sino también social. Omnes pietate colere tenemur. Estamos obligados a tratar a todos con piedad, señala el sabio holandés.
Es por ello que, para Spinoza, la piedad, a diferencia de la compasión, es dedicada a todos, y no solo a los próximos.{14} Sin embargo, y esto es lo que nos importa, dicho carácter universal de los afectos que supone la piedad implica a su vez una continua fuente de afectos recíprocos (E., 3P33), pero también de conflictos (E., 3P32, 35). Esto es así porque, a diferencia de la compasión, definida por Spinoza como «la tristeza surgida del daño de otro» (E., 3P22S) la piedad es un afecto fundamentalmente activo, es decir, positivo, mientras que la compasión supone una impotencia de poder contrarrestar el mal (es decir, la tristeza) con el bien (esto es, la alegría). Esta lamentación del mal ajeno es vista por Nietzsche como un veneno inoculado por las religiones para consuelo de los débiles, el cual, bajo su aparente sensibilidad esconde un «goce de sí mismo» a costa del prójimo.{15} No obstante, y aunque la compasión resulte menos firme, y por tanto, menos virtuosa que la piedad, para Spinoza resulta finalmente buena, pues reacciona contra la miseria. Para Spinoza, esta reacción e imitación extendida de la piedad lleva a que cada uno se esfuerce en que los demás amen cuanto uno ame y en que odien cuanto uno odia (E., 3P31C), por lo que el piadoso puede convertirse en un despótico, que pretende controlarlo todo en nombre del faire bon y que puede llevar a los hombres más hacia su rivalidad que hacia su unión.
Por otro lado, Hannah Arendt señala en La condición humana que desde el momento en el que una buena acción se hace pública y conocida, pierde su específico y autónomo carácter de bondad, ya que puede ser instrumentalizada por el propio individuo o por la sociedad en la que dicha acción revierte. Esta toma de posición eminentemente kantiana, obliga a convertir la bondad en una acción que ya no solo ha de ser ocultada a los miembros de la comunidad civil, sino incluso a la memoria del propio autor, so pena de que la utilice para su autosatisfacción. Por lo tanto, «procura que tus limosnas no sean vistas por los hombres», así como también procura «que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha»{16}
Sin embargo, continúa Arendt, la bondad nunca puede abstraerse de la comunidad, a la cual se dirige, mientras que, por otro lado, su esencial carácter de bondad la obliga a permanecer sin testimonio, ni en común ni tan siquiera en uno mismo para evitar ser contaminada por el interés. El bondadoso, por tanto, ha de vivir con los demás, pero sin los demás, evitando siempre que sus acciones sean presa para sí mismo y para los demás y permanezcan puras. De modo que el hombre bondadoso «no está solitario, sino solo» –sostiene Arendt (pág. 90). Así, y para no caer en la desesperación y aniquilación de la existencia, dicha soledad superhumana e insoportable ha de requerir casi necesariamente la compañía ultramundana de un Dios, «único testigo imaginable de las buenas acciones».
Es por ello que el bien se convierte en una cualidad «de naturaleza activamente negativa» (pág. 91), pues niega en sí misma el espacio público, el único espacio donde el ser humano puede humanizarse. De este modo –concluye Arendt– el bien, así entendido, no solo no es imposible, sino esencialmente destructivo de toda sociedad.
Frente a esta aporía de corte teológico que propone Arendt, Spinoza propone la utilidad como expresión directa del propio conatus; y ello sin caer en el amor puro desprendido de sí de hondo carácter religioso, ni tampoco en el egoísmo individualista. Y ello no porque ambos resulten moralmente condenables, sino más bien, como lo expondría Buñuel en sus filmes, debido a su carácter contraproducente. Para Spinoza, la piedad en tanto deseo de hacer el bien necesita tanto de la preservación de los individuos como de la sociedad, de la cual no podemos prescindir para nuestra propia conservación. De este modo, «nada hay más útil al hombre que el hombre» (E., 4P18S) pues «cuanto más busca cada hombre su propia utilidad, tanto más útiles son los hombres mutuamente» (E., 4P35C2) De este modo, Spinoza imbrica las dos formas por las que se manifiesta la fuerza de actuar del alma, ambas esencialmente relacionadas entre sí: la firmeza y la generosidad (E., 3P49S). Es por ello que Spinoza presenta la piedad como una derivación de la generosidad, pero también de la firmeza. Pues la piedad en Spinoza, en cuanto es virtud, supone siempre una disposición activa, y no solo una buena intencionalidad. Así, por ejemplo, castigar a un ciudadano que cometió una injusticia a otro es una obra de piedad (E., 4P51S). «Precisamente –señala Eugenio Fernández– en virtud de su solidaridad, no es indiferente, no lo acepta todo»{17}.
Del mismo modo, en Viridiana, pone Buñuel de nuevo en escena las ambivalencias morales y éticas de las buenas acciones. Una aspirante a monja que duerme en un camastro de madera, que utiliza cilicio y se crucifica para llevar su penitencia hasta el escándalo de sus hermanas del convento quiere después dedicar su vida a hacer el bien por los demás. Pero su desinteresada acción revierte sobre un grupo de individuos asilvestrados e incapaces de vivir en comunidad a los que Viridiana muestra su misericordia. El ascetismo que muestra Viridiana desde el comienzo de la película, al negar su propia integridad moral e individual se sustituye; y Buñuel parece, ya desde el principio de la historia, presentar el irremisible destino del personaje: Viridiana va a fracasar en un mundo complejo en el que no caben los valores absolutos. Pero aún más, la bondad de Viridiana, como la de Nazario o Simón, no solo es enferma (es decir, no firme «in-firmus» en el sentido spinozista), sino también adolece de cierta soberbia impositiva. En cierto modo, los tres personajes, Simón, Nazario y Viridiana se obstinan en llevar a toda costa sus imperativos morales. Es por ello que en las películas de Buñuel el fundamentalismo moral, sobre todo de orden religioso (qué otro mejor y único puede haber) se encuentra en múltiples ocasiones contrastado a la ética ontológica, a la conservación natural y prístina del individuo, a la firmeza de los sujetos corpóreos. Desde este punto de vista, pareciera que este «sueño de locura» del que habla Buñuel a propósito de Viridiana no resulte en gran medida beneficioso, sino incluso nihilista. Así lo muestra Viridiana al principio de la historia cuando confiesa a la priora del convento: «Preferiría no salir del convento, madre [...] Mi deseo sería no volver a ver el mundo». Buñuel nos propone un nihilismo, el del fundamentalismo moral y religioso, que prefiere la utopía de los imperativos incondicionados a la preservación del mundo. Fiat iustitia pereat mundus.{18} Y sin embargo, en La vía láctea Buñuel hace decir nada menos que al propio Jesucristo: «mejor ser hijo del Mundo que de la luz».
4. Pero el nihilismo utopista de Simón, Nazarín o Viridiana que desdeñan el mundo del hic et nunc adopta en otros muchos filmes de Buñuel otro rasgo paralelo: el de la moral burguesa.
Tal y como el propio Buñuel hace respecto a un Simón que pasa de ser un furibundo asceta en el desierto, a un burgués hastiado de la sociedad, en la filmografía del director aragonés se entrelaza la crítica a la moral religiosa con la feroz crítica a la moral burguesa. De hecho, podría decirse que el desengaño de los hombres buenos como Nazarín, Viridiana o Simón resulta paralelo, al menos en la mayor parte de sus filmes, al mismo final trágico de la parodia burguesa. De igual modo que el cine de Buñuel supone una crítica a la moral religiosa como renuncia de la integridad del sujeto, el propio director confiesa: «poner en crisis el optimismo del mundo burgués ha sido mi tesis desde los 27 a los 77 años.»{19} De hecho la mirada del director aragonés resulta claramente más benigna hacia sus personajes religiosos que hacia los burgueses o hidalgos. En opinión del prestigioso crítico francés André Bazin, el gusto buñueliano por el surrealismo no se da por la pretensión de alcanzar una realidad más profunda, sino que va dirigido sobre todo a terminar con el buen gusto burgués…{20} De ahí, al parecer, su desprecio por el lirismo eterno y estetizante de artistas como Juan Ramón Jiménez.
De algún modo, como decimos, la crítica de Buñuel a las normas morales se dirige asimismo hacia la cultura burguesa. No en vano, en numerosas películas, Buñuel parece adoptar un talante baturro típico del hombre aragonés, colocando el sexo fetichista, el comer o el beber, la muerte o la agresividad natural, es decir la preservación del cuerpo antes que el abalorio burgués de las normas y convenciones sociales y religiosas. De ahí nace, como señalara Bazin, su gusto por el anarquismo y surrealismo. Lo cierto es a través de numerosos filmes, Buñuel pone en entredicho las convenciones sociales, sobre todo burguesas, situando a sus personajes a veces en condiciones extremas como una isla desierta (Robinson Crusoe, 1952) o la selva amazónica (La muerte en este jardín, 1956). En esta última, la protagonista (Simone Signoret), desdeña las joyas mientras se encuentra perdida entre la inmensa vegetación. Su gusto por un collar que se le muestra despierta al punto en cuanto su vida ya no corre peligro y sabe que está salvada.
Esta manera de contrastar las refinadas convenciones sociales con la más elemental subsistencia biológica se da en muchos de los filmes de Buñuel. En El fantasma de la libertad (1974) un grupo de diplomáticos acomodados se sienta a una mesa preparada sobre unos wáteres en lugar de sillas. Uno de ellos, pide ir al excusado, donde, en lugar de cumplir sus necesidades escatológicas, se dispone a comer. Al mismo tiempo, gran parte de la serie de episodios absurdos que ocurren en El discreto encanto de la burguesía (1972) se vehiculan alrededor de una mesa a la que un grupo de gente bien ha sido invitada por el embajador de un país llamado Miranda. Este choque entre lo más refinadamente cultural y lo más escatológicamente natural ya es utilizado por el primer Buñuel de Un perro andaluz (1929). En esta película, se exponen escenas impactantes, como la famosa secuencia de los pianos de cola con dos trozos de corcho, dos frailes maristas y dos cadáveres de burro putrefactos encima, que tirados con esfuerzo por un hombre (Pierre Batcheff), el protagonista, vestido de esmoquin.
En un libro de Manuel Alcalá, Buñuel: Cine e ideología (Madrid: Cuadernos para el diálogo, 1973) decisivo para comprender las ideas del director aragonés y de su cine, se expone la idea de que estos contrastes tan típicos de la tradición artística española, significan en Buñuel la contraposición entre los deseos e impulsos vitales, los cuales se encuentran destinados a chocar siempre con las instituciones sociales. En este sentido, se trata de contraponer los elementos éticos, esto es, universalmente pertenecientes al individuo en cuanto ser operatorio corporal, a la moral particular de una religión o sociedad en la que el individuo se encuentra esencialmente inscrito. Y ello con independencia del finis operantis del director, el cual llegó a confesar que creía más en el individuo que en la sociedad. De este modo, en Buñuel la supervivencia ética de los individuos y su asociación en vista a ella toma en muchas de sus películas protagonismo en detrimento de la normatividad categóricamente moral, entendida como un abalorio producto de la holganza y hastío burgueses respecto al mundo, justo el mismo que manifiestan Viridiana o Simón, y en menor medida, Nazario.
Pero donde de modo más ingenioso se produce ese contraste entre la Naturaleza y la Cultura (normativa), o por decirlo de otro modo, entre la primitiva lucha por la vida y el exquisito respeto a la norma es en la fabulosa El ángel exterminador (1962). Este filme, cuyo título fue propuesto por José Bergamín a Buñuel, presenta la historia de unos sujetos de clase acomodada que, por razones totalmente desconocidas, son incapaces de salir del salón en el que están celebrando un ágape, debiendo permanecer en él días enteros, sin poder comer ni beber, hacinados en un lugar que progresivamente se va despojando de sus lujos y convirtiéndose en una suerte de Lager sin ninguna barrera ni vigilante.
Lo que de algún modo parece presentar Buñuel, pese al constante rechazo que personalmente mantuvo por leer la película desde cualquier base simbólica, es la inversión del imperativo categórico –bueno en sí mismo, universal y ultramundano– en la misteriosa incapacidad de un grupo de acomodados para salir del salón en el que, como en otras tantas películas de Buñuel, se celebra una comida. Se trata, según estas coordenadas, de poner en evidencia el ínsito nihilismo de la moral burguesa y su temor a instrumentalizar al otro. Este libre y civilizado afán de pureza llega al punto ser de negar al sujeto psicológico y al mundo mismo. Esta «pobreza harta de pan» que concibe al hombre de semejante modo, estetizándolo en tanto «fin en sí mismo» –la misma que establece la Cultura como la Gracia salvífica– es la que en El ángel exterminador se vuelve contra sus creadores, que deben ahora buscar el pan para sobrevivir. «Yo creo que la gente del pueblo –dice uno de los personajes antes de tamaño Apocalipsis en el salón de celebración– la gente baja, es menos sensible al dolor, ¿usted no ha visto un toro herido alguna vez? ¡Impasible!»
De este modo, y como veíamos en Spinoza, el imperativo categórico que tiene que ser «necesariamente libre» para todos se resuelve en una universalidad que ha de ser «libremente necesaria» en el problemático nexo de relaciones e intereses que es el mundo. Es por ello que dicha universalidad resulta en el fondo, un ejercicio de subrepticia violencia, la que en parte suscitan, para Buñuel, las religiones. Dicha violencia, en este caso, activamente negativa (H. Arendt) precisa romper el mundo para volverlo pigmaliónicamente a moralizar a partir de los presupuestos del buen gusto, el buen hacer o el imperativo categórico. Así parece ocurrir, por ejemplo en la impactante escena de La edad de oro cuando el protagonista y la hija de un marqués alcanzan el orgasmo, mientras se chupetean los dedos de los pies y se clavan las uñas en los ojos hasta hacerse sangrar, gritando con exultación: «¡Qué alegría haber asesinado a nuestros hijos!»
Dicha violencia es sublimada en la estetización del hombre autónomo, fin en sí mismo, de la moral kantiana protestante y puritana. El hombre kantiano hastiado soberbiamente del mundo, se convierte en un mero paciente que anula a si mismo su incursión en la realidad social a través, por ejemplo, de cualesquiera obras como la venganza o reciprocidad. Por el contrario, esta pietas universalizadora adopta en una de sus facetas más patentes, el progreso y la paz perpetua expresados en los derechos humanos. Pero los derechos humanos proponían al Hombre y la historia traía proletarios. Tal vez por ello La vía Láctea se inicie sarcásticamente a través de la sentencia bíblica «No he venido a la tierra para traer la paz, sino la espada» (Mateo 10, 34. 11,1).
Frente a este ultramundanismo moralista se encuentra, como veíamos en Spinoza, la sostenibilidad por querer y recibir lo mismo, lo que constituye la clave de la moral romana y católica. Do ut des.{21} Así lo señala el filósofo italiano E. De Martino, el cual, cuyas palabras, aunque referidas aquí más bien al aspecto gnoseológico del pensamiento kantiano, pueden aplicarse ajustadamente al orden moral. Juzgue si no el lector:
Pero también el supremo principio de la unidad trascendental de la autoconciencia comporta un riesgo supremo para la persona, que es el riesgo de perder por ella el supremo principio que la constituye y funda. Este riesgo surge cuando la persona, en lugar de conservar la propia autonomía con respecto de los contenidos, abdica de su tarea, dejando que los contenidos se hagan valer fuera de la síntesis, como elementos sin amo, como datos en sentido absoluto. Pero cuando se perfila tal amenaza, es la propia persona la que corre el riesgo de disolverse, desapareciendo como presencia (…) pues no existen elementos y datos de la conciencia, del mismo modo no existe de ninguna manera una presencia, un ser empírico, que sea un dato, una inmediatez originaria a resguardo de cualquier riesgo, e incapaz en su propia esfera de cualquier «drama» o cualquier desarrollo, o sea, de una historia.{22}
5. El marcado contraste entre la bondad del individuo y las paradójicas consecuencias de su acción en un mundo que no entiende y que le devuelve su cara más agreste no solo es propia del cine de Buñuel. También la encontramos en gran parte de la filmografía de un director perteneciente a una tradición cultural harto distinta a la de Buñuel. Nos referimos al director danés Lars von Trier (Copenhague, 1956), uno de los directores más aclamados y, al igual que Buñuel en su tiempo, más polémicos del cine actual.
En las primeras películas de von Trier se percibe el estilo cinematográfico preciosista. Así sucede en películas como El elemento del crimen (1984), Epidemic (1987) o Medea (1988), realizada para la televisión danesa y basada en la figura mitológica griega. La figura de Medea que prefigura ya otros personajes del cine de von Trier como la Bess de Rompiendo las Olas (1996), representa la figura del sujeto que, por amor, es capaz de renunciar a su propia vida, desobedeciendo cualquier imperativo social e incluso siendo cómplice del asesinato de su propio hermanastro a manos de su amado Jasón.
Posteriormente, el cine de von Trier, cuya trayectoria estética resulta bastante desigual, pasa a fundar el ya célebre movimiento Dogma 95. Inspirado tal vez en la austeridad cinematográfica de su director más admirado, el danés Carl T. Dreyer (1889-1968) (un director, por cierto, cuyas películas, como las Buñuel, poseen un gran carácter religioso), el movimiento Dogma 95, que von Trier funda junto al también realizador danés Thomas Vintenberg se funda a partir de un manifiesto publicado el 13 de marzo de 1995 en Copenhague. En él se postula la necesidad de volver a nuevo cinéma vertité narrativo, por lo que los miembros firmantes de dicho manifiesto deben cumplir un decálogo de austeridad técnica y formal como el de utilizar siempre luz natural sin efectos ópticos o filtros, no utilizar música extradiegética, es decir, que no forme parte de la misma narración o desarrollar la acción siempre hic et nunc, prohibiendo las elipsis o flashbacks.
Dicho movimiento, al que posteriormente se adhirieron otros realizadores daneses como Soren Kragh-Jacobsen, Lone Scherfig o Kristian Levring, y que se extendió a otros países como Francia (Jean-Marc Barr), Estados Unidos (Harmony Korine) o España (Juan Pinzás), ha llegado ya a constituirse como una de las más innovadoras propuestas del cine los últimos decenios. La obra que von Trier aporta al movimiento Dogma95 es Los idiotas (1998), la cual constituye un rotundo, y para algunos, gratuitamente escandaloso ataque a la hipocresía de la sociedad burguesa. En ella, unos jóvenes acomodados se organizan en una especie de comuna y deciden fingirse retrasados mentales para poner en evidencia las convenciones sociales de su entorno. En su militancia, logran convencen a Karen (Bodil Jorgensen), una cándida mujer, aunque con una dolorosa situación –pues acaba de perder a su hijo– para que se una a ellos. Cuando finalmente todos terminan abandonando esa forma de vida y volviendo a sus consuetudinarias vidas, Karen lleva la propuesta idiota hasta sus últimas consecuencias.
Se trata de un ejemplo más que muestra la confrontación entre la inocencia del individuo y el resabio de mundo, que ya fue puesta en escena en muchas películas de Buñuel, y que vuelve a aparecer en la cinematografía de von Trier. Así sucede también en Rompiendo las olas (1996), película que cuenta la historia de Bess (Emily Watson, Premio Especial del Jurado en Cannes por su trabajo), una joven tierna y tímida perteneciente a una enraizada comunidad calvinista de Escocia, que se casa con Jan (Stellan Skarsgård), trabajador en una plataforma petrolífera, al que se entrega sin condiciones y del que le cuesta mucho separarse. Jan sufre un accidente y queda parapléjico. Su dolor por no poder valerse por sí mismo, ni tan siquiera hacer valerse carnalmente ante su mujer, le hace comportarse cruelmente con ella y aprovecharse de su amor para que ella tenga sexo con otros hombres. Bess, que padece una cierta debilidad mental, experimenta frecuentes diálogos con un Dios severo y castigador. Pese a ello, accede al sacrificio que su marido que solicita, prostituyéndose y ganándose el duro rechazo de la comunidad puritana. Sin embargo, al notar una mejoría en su marido, Bess (forma apocopada de Elisabeth, pero muy cercana fonéticamente a bless, «bendita») decide incrementar la sufrida tarea, hasta que termina violada y asesinada por unos desalmados que la utilizan como un juguete. Con dicho sacrificio, Bess logra en una milagrosa parte final –propia del más puro Dreyer en Ordet– curar a su marido con su muerte mientras en el cielo se escuchan las campanas doblar.
Una cierta visión luterana de von Trier respecto a la renuncia de sí misma que el personaje de Bess lleva a cabo en pos de su fe en Dios y su amor incondicional hacia su marido ha sido puesta de manifiesto por varios críticos.
Loca, demente, demoníaca, creyente... en cualquier caso Bess se sitúa por encima de lo general, suspende la ética, alcanza la santidad a través de la prostitución. Si Bess es capaz de suspender la ética es porque inaugura una ética superior, la del deber absoluto, una ética del don o del amor: Dios pide en efecto que se dé sin saber, sin calcular, sin dar por descontado, sin esperar, porque se debe dar sin contar, y esto es lo que conduce más allá del sentido.{23}
Conviene apuntar que en Rompiendo las olas aparecerá un tema que después repetirá en la hasta ahora penúltima película del danés, Anticristo (2009). Se trata de una concepción, ciertamente particular de muchas religiones, que toma al dolor humano como algo salvador o purificador. Si en Rompiendo las olas, la imposibilidad de Jan de hacer feliz a su mujer le transforma en un ser amargado que la obliga a prostituirse, en Anticristo, un matrimonio es incapaz de asumir la muerte de su bebé de la que en parte son responsables ambos cónyuges, y termina enmarcándose en una espiral de odios y agresiones mutuas. En ambos filmes von Trier muestra que el dolor significa también, como la bondad malentendida o el amor malentendido, una pérdida de la integridad misma del sujeto, una devaluación moral del mismo y por, tanto, algo muy lejano de la virtud.
En el año 2000 von Trier vuelve con un motivo similar al de Rompiendo las olas rodando Bailar en la oscuridad, un musical en el que la protagonista Selma (interpretada por la cantante islandesa Björk, en su primera experiencia cinematográfica), una buena y casta mujer casi ciega debido a una enfermedad hereditaria, lucha denodadamente para costear la operación que impediría la misma enfermedad en su hijo. La película, ganadora de la Palma de Oro, vuelve a caer en ciertos excesos melodramáticos que ya se antojaban algo gratuitos en Los idiotas o Bailar en la oscuridad. De hecho, las tres películas han sido unidas en una trilogía denominada Corazón dorado. En ellas el gusto por el encuadre de los trabajos anteriores se ve sustituido ahora por una cámara que apunta y que se sumerge dentro del mismo movimiento de los actores.
En Bailar en la oscuridad, la protagonista se enfrenta a un mundo duro, del cual suele escaparse a través de la música. De este modo, los episodios musicales transfiguran sus arduas condiciones de vida en un mundo imaginativo dentro del cual, y pese a todos los enconos del destino, Selma sigue manteniendo su pureza y la misma fuerza de amor hacia su hijo.
Tras algún trabajo para la televisión, el siguiente trabajo de von Trier significa un gran giro formal y material en su cine y un gran ejemplo para continuar con el tema que pretendemos tratar. Con Dogville (2003), el director danés comienza una trilogía sobre los Estados Unidos que a día de hoy está por cerrar. En esta película, cuya trama se desarrolla durante los años de la Gran Depresión, una caravana de gánsters que huye de las autoridades se detiene temporalmente en un pueblo llamado Dogville. La hija del jefe, Grace (Nicole Kidman), es una muchacha de buen corazón que, viendo la situación precaria del pueblo y convencida por Tom (Paul Bettany), un aspirante a filósofo moralista, se cobija para huir de la policía.
Las ideas ilustradas de Grace («Gracia») pronto penetran en los modos de vida del pueblo, al que ella está convencida de poder instruir. No obstante, y a medida que transcurre la historia, los habitantes irán cambiando su carácter hasta convertirse en una comunidad canalla que esclaviza a Grace e incluso abusa sexualmente de ella, con la connivencia de Tom, que se había tornado en su amado.
Formalmente hablando, Dogville supone una mirada mucho más distante a la historia que el resto de los anteriores filmes de von Trier. El recuerdo de una voz en off que relata como en un cuento toda la historia, la puesta en escena, situada en unos enormes hangares de Suecia, en los que el director construye un pueblo de cartón-piedra donde no existen puertas ni ventanas, los lugares de Dogville, los cuales se conocen por su nombre en el suelo, la música barroca, etc. Todo ello tal y como el propio von Trier ha señalado, resulta influenciado por el teatro de Berltold Brecht. Al igual que sucede en el cine de Buñuel, y en las dos películas de la trilogía sobre los EEUU de von Trier, la puesta en escena de Brecht persigue una comprensión total y activa de la historia a través del distanciamiento. Frente a la puesta en escena burguesa, tendente a la contemplación lírica de las cosas y el replegamiento sobre la subjetividad, el teatro Brecht pretende enfatizar sobre las consecuencias morales (es decir, sociales) de las elecciones humanas. Es esta distancia de lo que se ha llamado teatro épico o narrativo, justamente, la novedad que Brecht pretende a la hora de despertar la conciencia crítica del espectador. Algo notablemente presente en Buñuel y en las dos películas de la trilogía que hasta ahora von Trier llevada rodadas (la tercera Washington está prevista para rodarse próximamente). Se trata de contemplar las acciones humanas de un modo poliédrico, desprendidas de psicologismos sentimentalistas en los que, como decíamos más arriba, algún trabajo anterior de von Trier había caído.
No obstante, hay quien interpreta la puesta en escena que von Trier lleva a cabo en Dogville y en Manderlay, su siguiente episodio de la trilogía, desde ciertas dramatizaciones pedagógicas que algunos grupos protestantes tienen por costumbre llevar a cabo en sus convenciones religiosas. «En ellos –señala Marcos Vieytes– está la misma ausencia de decorados, una música circunstancial estándar, el vestuario como principal referencia temporal, la mímica al abrir y cerrar puertas inexistentes y la tiranía del narrador».{24}
No obstante, y pese a que Dogville supone un cambio formal respecto a otros filmes de von Trier, es notorio el paralelo de Grace respecto a personajes anteriores del cine de von Trier como Karen (Los idiotas), Bess (Rompiendo las olas) o Selma (Bailar en la oscuridad), igual de bondadosos, aunque más quebradizos. Sin embargo, y frente a estos últimos, Grace dista mucho de aceptar las agresiones sin capacidad de réplica, pues finalmente decide tomarse la justicia por su mano y poner fin al estado en el que los habitantes de Dogville (literalmente «pueblo de perros») le han sometido. La solución en este caso no se encuentra en la irrupción de lo teológico, como en el milagro que desemboca Bess, sino más bien en la intramundanidad misma de las acciones humanas y sus consecuencias. En este caso, Dogville es un auténtico cuento norteamericano, el único país que hoy en día parece poder erigirse en el portador de la justicia según sus propios criterios.
Como apunta Alejandro J. Calvo{25}, no hay mucha diferencia entre la comunidad de fanáticos religiosos de Rompiendo las olas y el apacible (y luego demoníaco) pueblo de Dogville. Sin embargo, en el caso de Dogville, el personaje de Grace no termina siendo transformado en un ser sacralizado a través del sacrificio, sino que, de un modo inversamente proporcional a las demás heroínas, revierte dicho (falso) sacrificio en violencia. Es por ello que la auténtica novedad de Grace, a diferencia de Selma o Bess, está en mostrar el lado oscuro y auténticamente nihilista de la generosidad que llega hasta la propia renuncia de sí.
Y ello, porque a lo largo del metraje de Dogville, Grace se erige en una especie de víctima propiciatoria de una comunidad que, según sus ideales de igualdad, libertad y solidaridad, podía ser civilizada de modo relativamente sencillo. Como apunta Rufino Salguero en su magnífico estudio sobre Dogville{26}, el error de Grace comienza por «perdonar y justificar cualquier acto, por aberrante que sea, hecho contra ella» llegando al límite «de sacrificar su firmeza en aras de su generosidad» y convirtiendo, a la comunidad en un grupo de perros irresponsables. En gran medida lo mismo que termina sucediendo con Viridiana.
Sin embargo, el verdadero mérito de la historia de von Trier, no se encuentra en plantear una perspectiva unilateral, sino que desde la mirada brechtiana que otorga la distancia del relato, Grace se irá mostrando, a través de la renuncia a su propia integridad, como una mujer cuya tolerancia esconde una perversa arrogancia. Así lo apunta Salguero:
La arrogancia de Grace consistirá en creerse superior a los demás, en exculparles sus errores, en no considerarlos responsables, sino víctimas, es decir, en no considerarlos como iguales, por lo tanto, su amor no le lleva más que, en última instancia a depreciarlos como si de animales, perros, se trataran.{27}
La tolerancia radical y universal de Grace nos devuelve de nuevo a la teoría spinozista de la generosidad y la firmeza como fundamentos necesarios de la piedad. Dicha teoría se encuentra ya prefigurada en el libro cuarto de la Ética a Nicómaco de Aristóteles. En el capítulo primero, Aristóteles habla de prodigalidad como un vicio propio de individuos que gastan sin dominarse, con el único objeto de satisfacer su intemperancia. Así lo refiere el Estagirita:
Lo que desean es dar. Como pueden dar, ni de donde han de sacarlo, no les importa nada. He aquí también por qué sus donativos no son verdaderamente liberales; ni son honrosos, porque no son inspirados por el sentimiento del bien, ni están hechos como deberían estarlo. A veces enriquecen a gentes que valdría más dejar en la pobreza, y no hacen nada en favor de personas de la más respetable conducta.{28}
La disipación sin medida del pródigo –señala Aristóteles– no puede por menos de terminar finalmente en una suerte de destrucción de sí mismo «puesto que sólo se vive con lo que se tiene». Así visto, la generosidad infirme en que puede caer la piedad en Spinoza resulta similar a la corrupción de la generosidad en la prodigalidad que expone Aristóteles. El pródigo –señala Aristóteles– «se entrega a estos excesos porque ha vivido abandonado, sin dirección y sin maestro; si se hubiera puesto algún cuidado en su educación, habría entrado en el camino del justo medio y del bien.» No obstante, señala Aristóteles, la edad o la estrechez misma pueden fácilmente corregir al pródigo y reducirle al justo medio de toda virtud.
En Dogville asistimos, del mismo modo que en Buñuel, a los errores del hombre bueno. No obstante, en el caso de von Trier, la crítica resulta, si cabe, aún más mordaz, y se dirige directamente a las raíces de la cultura estadounidense: lo que el personaje de Grace esconde bajo la máscara de la buena intención moralizante es en realidad la voluntad de dominio del poderoso.
Esta voluntad de dominación adopta al final de Dogville una cara incluso perversa, cuando la serena música de Vivaldi que nos había sumergido en el cuento será sustituida, (al igual que en parte había sucedido con Simón del desierto en Buñuel) por la canción de David Bowie Young American, acompañando la sucesión de fotografías que retratan la crudeza de la vida de inmigrantes, alcohólicos, mendigos, familias negras en los EEUU, enmarcando finalmente con hechos reales, lo que ha sido una estilizadísima teatralización a lo largo de todo el metraje del filme.
Esta nueva tipología de occidental que von Trier pretende pincelar en su trilogía es acaso la que el 20 de noviembre de 1931, en Die Franfurter Zeitung, Benjamin describió en un artículo titulado El carácter destructivo. Los tipos destructivos –señala Benjamin{29}– se creen jóvenes y no carecen del sentimiento de la alegría, porque la destrucción tonifica al erradicar lo que se juzga sobrante, porque la destrucción simplifica el mundo mal hecho, ése por el que aquellos caracteres sienten una desconfianza invencible, convencidos como están de que su operación le devolverá su prístina o su secreta o su venidera armonía. No se interrogan sobre lo que va a ocupar el lugar de lo destruido, sobre aquello que lo reemplazará, y se solazan con goce en el abismo o en el vano que provocan. Hacen sitio, despejan, y donde otros tropiezan con muros o con personas, ellos sólo ven espacios vacíos: fiat iustiotia, pereat mundus.
6. El siguiente filme de von Trier, Manderlay (2005) continúa con la misma apuesta formal y similar temática crítica. En este caso, no obstante, el filme enfoca el tema del racismo, uno de los más polémicos y tal vez aún no suficientemente tratados de la historia y cultura norteamericanas.
La acción en este caso, se desarrolla en una plantación sureña del país, zona durante los años finales de la esclavitud. Hasta allí llega Grace (interpretada en este caso por Bryce Dallas Howard), de nuevo junto a su padre y el séquito de gánsteres que les acompañan. Al comprobar las condiciones a las que son sometidos los esclavos por parte del ama (Lauren Bacall), Grace decide, como en la ocasión anterior, quedarse junto con algunos hombres de su padre para liberarlos de su yugo.
Las ideas progresistas de Grace, siempre bajo la autoridad de las armas que portan los gánsteres, obligan al ama a poner fin a su presidio en la plantación, cuyo nombre, Manderlay lo toma por cierto el director a partir de la mansión en la que se desarrolla la trama de la película Rebeca dirigida por A. Hitchcock en 1940.
El ama no opone resistencia, pero advierte a Grace de las fatales consecuencias que puede conllevar su acción. Ésta no tardará en comprobarlo cuando poco después los esclavos, portavoceados por el anciano Wilhelm (Danny Glover) le piden a Grace que sea su ama, lo cual, a pesar de su estupor, Grace finalmente acepta. De este modo, la comunidad es dirigida por Grace, la cual, como ya sucediera en Dogville, intenta insuflar las ideas liberales a los esclavos. De entre ellos destaca Timothy (Isaach de Bankolé), un orgulloso negro supuestamente descendiente de la realeza africana y por el que Grace siente una fuerte atracción física.
Al igual que sucede en Dogville, las labores de trabajo social o «educación para la ciudadanía», parecen discurrir al principio sobre ruedas, y las ideas ilustradas de Grace parecen lograr una cierta armonía. Pero con el paso del tiempo, la anarquía empieza a cundir en una comunidad que ha estado durante años acostumbrada a una autoridad que rigiera todas las parcelas de su vida, hasta para poder saber qué hora del día era.
De este modo, Grace, que no conoce los asuntos agrícolas, se encuentra en la responsabilidad de decidir la época de plantación para asegurar una buena cosecha, así como de dirimir las primitivas disputas entre un pueblo que nunca ha sido instruido y que se rige por las más primitivas reglas. La incapacidad de Grace para hacer frente a tales problemas de este nuevo «pueblo de perros» al que se le otorga una libertad que no saben ejercer, obliga a Grace a huir de allí, poniendo incluso su vida en peligro.
Para Jayson Harsin lo que Manderlay evidencia es la oculta e inveterada situación de poder del hombre blanco, en especial el WASP (white anglosaxon protestant) de los EEUU, por civilizar a los pobres hombres negros. A este respecto, tras la bonhomía y la tolerancia de Grace se esconden unos prejuicios similares a los que –por qué no decirlo– de un modo más morigerado, objetivo, así como menos demagógico, Buñuel traspone en personajes como Simón, Nazario o Viridiana. Sin embargo, la crítica de von Trier, danés convertido al catolicismo, apunta tal vez a los cimientos más profundos de la cultura norteamericana, heredera del calvinismo puritano del Mayflower; la de un pueblo elegido por un Dios inescrutable, con una férrea normatividad moral, individualista y autoredimido a través del trabajo y de la fe, que busca fundar una nueva Jerusalén. Bajo estos aspectos típicamente protestantes, los EEUU se han convertido en el referente del polités global. Sin embargo, lo que von Trier (como en parte Buñuel) muestra es que bajo la tolerancia visible de este humanismo puritano hacia los pobres negros, los cimientos segregacionistas y racistas siguen siendo en el fondo los mismos.{30}
No es preciso bucear muy profundamente en la historia para toparse con el caso de Liberia y de cómo los esclavos liberados por los EEUU se convirtieron en racistas amos de plantación. Sus consecuencias hoy día siguen más patentes que nunca: más de cincuenta años de guerra civil durante el siglo XX más lo que llevamos andado de XXI. Patente y muy comentada por los críticos fue también la relación entre el filme y la «intervención» estadounidense en Irak que por aquellas fechas, el gobierno de George Bush Jr. llevaba a cabo. Su misión: llevar a través de las armas la libertad y la democracia occidentales a una nación en cuyas manos dichas palabras resbalaban como agua en la piedra. La crítica de Manderlay resultaba punzante y nos recuerda los peligros que para Spinoza conlleva extender a los demás lo que cada uno, en su voluntad buena, aunque ignara, considera piadoso (E., 3P31C), pudiendo llegar a convertirse en un tirano que incluso desate el enfrentamiento, más que la paz, entre los sujetos de la comunidad. La fábula de Manderlay, vuelve entonces a tornarse en una realidad, tal y como asimismo, y al final del cuento, von Trier, al igual que hizo en Dogville, nos presenta, bajo la misma canción de David Bowie, Young American, a través de fotografías que pretenden mostrar los resultados del racismo y su relevancia a lo largo de la historia de los Estados Unidos de América.
En una entrevista con ocasión del estreno de Manderlay, von Trier, el cual, por otro lado, no es muy afortunado en algunas de sus manifestaciones, apuntaba al hecho de que los EEUU han obviado la esclavitud a lo largo de su historia. Ello se constata, según el director danés, en el hecho de que cualquier ciudad de cierta importancia en estados Unidos posea un museo del Holocausto y sin embrago, ninguna tenga un lugar dedicado a la opresión racial.{31}
El argumento de Manderlay, sin embargo, se inspiró en parte en el prefacio de la mundialmente famosa y frívola novela Historia de O, escrita en 1954 por Pauline Réage y cuyo prefacio, basado en un hecho real, estaba firmado por Jean Paulhan, escritor, crítico y miembro de la Academia Francesa. El título de dicho prefacio es La Felicidad en la Esclavitud, el cual comienza por describir una rebelión que ensombreció la isla de Barbados en 1838. Muy resumida, la historia es la siguiente: una buena mañana, un grupo de negros, hombres y mujeres que habían obtenido legalmente su libertad hacía poco, se acercaron a su antiguo dueño, el Sr. Glenelg, y le pidieron que volviese a aceptarlos como esclavos. Después de hablar con ellos, el Sr. Glenelg se negó a hacerlo, no se sabe si por miedo, por convicción o simplemente por respeto a la ley. Los ex esclavos ante la negativa, tomaron tan hostiles represalias que acabaron por asesinarle a él y a su familia. Esa misma noche, volvieron a ocupar las antiguas dependencias de los esclavos, y empezaron a hablar, comer y trabajar como si el dueño aún siguiera rigiendo su comunidad.
Este episodio es curiosamente afín al siguiente filme en la trayectoria de von Trier: se trata de El jefe de todo esto (2006), una comedia en tono menor en la que el dueño de una empresa en venta (Jens Albinus) se inventa un jefe al que responsabilizar de todas las medidas llevadas a cabo en la misma, y así culparle de cualquier falta o imprevisto. Cuando la aparición física de dicho jefe resulta inevitable, dicho propietario contrata los servicios de un actor el cual, a modo de chivo expiatorio, debe asumir todos los errores cometidos en la empresa y hacer frente al malestar de los trabajadores. El actor se da cuenta de que no es más que un peón en juego en un mundo empresarial de poca talla moral.
Aunque se trata de la primera comedia pura de von Trier, su fondo último no resulta en parte ajeno a la explicación que, según el testimonio de la entonces joven periodista Hannah Arendt durante el proceso Eichmann, muchos de los soldados que habían asesinado a cientos y miles de judíos aducían ante el tribunal, pues ellos no más habían estado obedeciendo órdenes impuesta por sus superiores.
Y sin embargo, la afinidad de los casos que asemejan El jefe de todo esto y Manderlay parecería vertebrar también –y con esto concluiremos– la siguiente película del danés, Anticristo (2009) así como también nos revelaría un aspecto no tratado de los personajes buñuelescos que hemos tratado anteriormente, nos referimos al tema del chivo expiatorio.
En efecto, Anticristo trata un tema que poco tiene que ver con la amable aunque ácida comedia anterior de von Trier y que hemos apuntado brevemente más arriba: un matrimonio (Charolotte Gainsbourg y Willem Dafoe) es testigo de la muerte de su hijo sin que ambos puedan hacer nada. La imposibilidad de poder restañar su dolor y sobre todo su responsabilidad para con su bebé, impelen a ambos cónyuges a aislarse en una cabaña en la que ambos se someten a una crudelísima catarsis a través del reproche y luego incluso la más despiadada violencia entre ellos.
Como Fernando Rodríguez Genovés pone de manifiestos en estas mismas páginas, el mal, producto del Pecado Original ha constituido para las grandes religiones un elemento inseparable de la condición humana. No obstante, para la tradición cristiana, a diferencia de la judía, la figura de Cristo se constituye como un intermediario entre Creador y creatura, permitiendo «el advenimiento de la idea de gracia purificadora de toda culpa a través de la propia muerte del Hijo».{32} En este sentido, la práctica de la Eucaristía se convierte en el sentido más fisiológico, a través del condumium, en la asunción de los pecados y la posibilidad de purificación a través del rito.
La figura de Jesús, advierte Rodríguez Genovés, supone la expresión más sublimada de lo que los judíos e incluso el totemismo ancestral practicaban para «alienar» en una figura externa y sacrificial, de naturaleza primariamente animal, los pecados de la comunidad toda. Pese a que Rodríguez Genovés cita a Grinberg o Freud, no menciona, sin embargo, el papel de René Girard. El concepto central de la teoría de Girard es el «deseo mimético», cuya consecuencia directa es el chivo expiatorio o el sacrificio humano como salida a la escalada de violencia que en toda cultura es natural y necesariamente desatada debido a lo que Girard llama «rivalidad mimética». Dicha rivalidad ya se da en ciertos animales (K. Lorenz lo estudió en las ocas) que desvían su ataque, «sublimándolo» hacia un tercero. Ello constituye «una fase previa absolutamente necesaria para el desarrollo total del mecanismo, el cual ha funcionado como un modo de presión evolutiva, un factor de selección natural.»{33} El chivo expiatorio se convierte, así pues, en lo inmundo y lo puro a la vez, el mal que hay que expulsar y, al mismo tiempo, el elemento trascendente, ya que el equilibrio social únicamente se recupera a través de su muerte, que viene seguida de su divinización, sobre la cual la sociedad se reestructura como un todo orgánico. Por ello tal vez el propio Buñuel señalara «creo que hay que buscar a Dios en el hombre.»{34}
De este modo, la Grace de Dogville, y en mayor medida, de Manderlay se sitúan en el papel de una figura institucional, diríamos, casi religiosa, que la comunidad erige como mecanismo victimario para estructurarse moral y socialmente. Este papel, que también resuena en figuras del cine de von Trier como Bess y en un plano más nuclear, en el de Selma, se percibe asimismo en sus últimos filmes como El jefe de todo esto y Anticristo, así como en personajes del cine buñuelesco como Simón, Nazario, y sobre todo, Viridiana. Se trata de figuras redentoras a través de las cuales, el cine de von Trier o Buñuel percibe también los resortes necesarios para que el mecanismo sacrificial logre estructurar moral y socialmente a la comunidad, tal y como lo muestra principalmente la religión. De este modo las mismas figuras que contempladas bajo un prisma individual suponían la moral de la renuncia de sí se perciben desde esta óptica como las figuras victimarias de una sociedad que los utiliza para purgarse de sus culpas para conservarse a sí misma.
Notas
{1} Gustavo Bueno: «Qué significa cine religioso». En El Basilisco, 15 (1993) p. 26.
{2} Ibíd.. p. 15.
{3} José de la Colina & Tomás Pérez T.: op. cít. p. 15.
{4} Juan M. de Prada: La religión de Buñuel. ABC del 22 de febrero de 2000.
{5} «A propósito de la humildad». El Catoblepas, 24 (febrero 2004) nodulo.org/ec/2004/n024p03.htm
{6} Valente, J. A. Ensayo sobre Miguel de Molinos. Barcelona: Barral. 1974, p. 247.
{7} María E. de las Carreras de Kuntz: «Luis Buñuel y la Iglesia: Una relación problemática». En Criterio, 2265, (septiembre 2001). revistacriterio.com.ar/cultura/luis-bunuel-y-la-iglesia-una-relacion-problematica/
{8} José Omar Sánchez Molina. «La filosofía moral de Epicteto, Spinoza y Gustavo Bueno». En El Catoblepas, 48 (febrero 2006). nodulo.org/ec/2006/n048p04.htm
{9} Martín de Riquer: Aproximación al Quijote. Madrid: Salvat, 1970, p. 87.
{10} En Víctor Cadenas de Gea: «El mecanismo sacrificial en El ángel exterminador» En Cuaderno de Materiales, 15 (2001), p. 7. http://cdemateriales.iespana.es/pdfs/Mat-15.pdf
{11} Juan M. de Prada: «La religión de Buñuel». ABC, 22 febrero 2000.
{12} Gustavo Bueno. El mito de la felicidad. Barcelona: Ediciones B, 2005, p. 276.
{13} José de la Colina & Tomás Pérez T.: Buñuel por Buñuel. Madrid: Plot. 1993, p. 89.
{14} E. Fernández & Mª Luisa de la Cámara: El gobierno de los afectos en B. Spinoza. Madrid: Trotta, 2007, p. 264.
{15} F. Nietzsche: Humano demasiado humano, vol. 2. Madrid: Akal, 1996, p. 72, 73.
{16} H. Arendt: La condición humana. Barcelona: Paidós. 1993, p. 79.
{17} E. Fernández & Mª Luisa de la Cámara. Op. cít. p. 282.
{18} La sentencia, que aparece y se desarrolla en el seno de la tradición protestante, fue el motto de Fernando I de Habsburgo, el cual la tomó de Melanchton y su libro Loci Comunes (1521). Más tarde sería utilizada por Kant para contrarrestar las éticas utilitarista en su Sobre la paz perpetua (1795). Vid. tamb. Fernando R. Genovés: Fiat utopia et pereat mundus. En El Catoblepas, 3, (mayo 2002) p. 7. http://www.nodulo.org/ec/2002/n003p07.htm.
{19} C. Barbáchano, op. cít.p. 218.
{20} Carlos Barbáchano: Luis Buñuel. Madrid: Alianza, 2000, p. 86.
{21} Gustavo Bueno: «Dios salve la razón». En El Catoblepas, 84, (febrero 2009), p. 2. nodulo.org/ec/2009/n084p02.htm
{22} En Paolo Virno: Cuando el verbo se hace carne, Madrid: Traficantes de sueños, 2005. p. 106. El entrecomillado es nuestro.
{23} Ángel Quintana «Rompiendo las olas. Hacia la santidad mediante la prostitución». En Dirigido por, 251, (1996), p. 6. Véase otros estudios paralelos como por ejemplo: Ettore Rocca: «In Colloquio con il Cinema: Lars Von Trier». En Tra estetica e teologia. Studi Kierkegaardiani. Pisa: Edizioni ETS, 2004. Y Laura Llavedot Pascual: «El individuo singular: el cine de Lars von Trier a la luz de Kierkegard». En Thémata THÉMATA, 39, (2007).
{24} Marcos Vieytes. «Reseña a Manderlay». En: cineismo.com/criticas/manderlay.htm
{25} Alejandro J. Calvo: «La fascinación del exceso». En Miradas de cine, 39, (2005). miradas.net/2005/n39/estudio/articulo1.html
{26} Rufino Salguero: «Dogville o los sueños de la razón». En El catoblepas, 43, (septiembre 2005), p. 14. nodulo.org/ec/2005/n043p14.htm
{27} Ibíd.
{28} Ética a Nicómaco 4: 1. filosofia.org/cla/ari/azc01089.htm
{29} Walter Benjamin: Discursos interrumpidos I. Madrid: Taurus, 1973, p. 168.
{30} Jayson Harsin: On Manderlay. http://www.brightlightsfilm.com/51/manderlay.htm.
{31} Se trata de una entrevista entre von Trier, la productora del filme, Vibeke Windeldøv y cinco actores, que está publicada en la página web de la productora. http://www.golem.es/manderlay/pelicula.php
{32} Fernando Rodríguez Genovés: «Ética y culpabilidad» En El catoblepas, 108 (febrero 2011) p. 7. http://www.nodulo.org/ec/2011/n108p07.htm.
{33} Ramón Cota Meza: «El chivo expiatorio y los orígenes de la cultura». En Letras libres, 118, (Julio 2008). http://letraslibres.com/revista/convivio/el-chivo-expiatorio-y-los-origenes-de-la-cultura
{34} Manuel Alcalá: Buñuel: Cine e ideología. Madrid: Cuadernos para el diálogo, 1973, p. 140.