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El Catoblepas, número 121, marzo 2012
  El Catoblepasnúmero 121 • marzo 2012 • página 6
Filosofía del Quijote

La violencia y crueldad
de los moros y los turcos

José Antonio López Calle

El Quijote y el islam (V). Las interpretaciones religiosas del Quijote (21)

La violencia y crueldad de los moros y los turcos

Hasta aquí hemos visto que Cervantes se caracteriza por una actitud antimusulmana tanto en el Quijote como en el resto de su obra en cuanto a su pensamiento sobre el islam como religión, que se nos presenta como una secta falsa fundada por un pseudoprofeta, y como código moral, que Cervantes considera malo. Ha quedado claro que, pace Márquez Villanueva, en lo tocante al islam Cervantes, lejos de ser un caso especial y nada fácil de encasillar, es perfecta y fácilmente encasillable y no precisamente como un heterodoxo o como «un virtual disidente», sino como un pensador ortodoxo cuyas ideas antiislmámicas eran las comunes en el pensamiento cristiano tradicional, forjado en la Edad Media y seguían siendo las prevalecientes en su época entre toda suerte de gentes, desde los gobernantes, escritores, cronistas y teólogos, hasta la gente común.

Ahora bien, esta actitud antismusulmana no se circunscribe a la imagen sobre el islam como religión y sistema moral, sino que se extiende a la imagen de los musulmanes, ya sean moros o turcos, según aparecen retratados en la obra literaria de Cervantes. Contra la tesis de Márquez Villanueva, sus moros y moras no son hombres y mujeres como los demás en materia de virtudes, vicios y errores, sino que, desde el punto de vista moral, son propensos a unos vicios y errores en los que descuellan en comparación con los cristianos. Y lo mismo cabe decir de sus turcos. En la pintura moral de los moros y turcos tampoco se aleja Cervantes de la ofrecida por los escritores y cronistas españoles de su época.

Después de trazarnos una imagen de los musulmanes como gentes fanatizadas por una secta falsa y mala fundada por un pseudoprofeta, asistimos, en sintonía con su tiempo, al retrato de los moros y turcos como gentes violentas, crueles y sensuales, en particular lascivas. Hay otro vicio al que Cervantes concede mucha importancia, que es el incumplimiento de la palabra dada o de las promesas, un defecto que insistentemente achaca a los moros. Procedamos a examinar el tratamiento que hace Cervantes, primero en el Quijote y luego en el conjunto de su producción literaria, de los que él considera como principales defectos de los musulmanes con los que él estaba más familiarizado, empezando por los que dan título a este trabajo.

Las raíces históricas y coránicas de la violencia y crueldad entre moros y turcos

La atribución a los musulmanes o sarracenos de una conducta violenta y cruel había sido un tema constante en el pensamiento europeo, tanto en el Oriente griego como en el Occidente latino, desde que en los siglos VIII y IX se forjó una visión crítica y polémica del islam y los musulmanes. Ya en su Tratado sobre la existencia del Creador y la verdadera religión, Teodoro Abu Qurrah, discípulo de san Juan Damasceno, acusa al islam de aprobar la violencia y de imponerse y progresar gracias al poder militar y político de sus seguidores, a diferencia de lo que sucedió con la propagación del cristianismo, que se difundió pacíficamente mediante la predicación y el ejemplo de los misioneros cristianos, a pesar de los esfuerzos de Roma por acabar con él. Esta idea arraigó entre los autores del Occidente cristiano. Marcos de Toledo, traductor del Corán al latín a comienzos del siglo XII, señala, en el prefacio de su traducción, que los sarracenos impusieron su ley por todo el mundo por medio de la guerra. Santo Tomás contrastaba la difusión pacífica del cristianismo con la imposición por la fuerza de las armas del islam y veía en ello un indicio de la verdad del cristianismo y de la falsedad del islam. Por su parte Ricoldo de Monte Croce denunciaba que el Corán impone a los sarracenos matar a los infieles.

Según otra línea de pensamiento convergente, la raíz última de la violencia y la entrega a la guerra por parte de los sarracenos (así es como normalmente se denominaba a los musulmanes entre los autores latinos) o moros (término que arraigó en España, aunque también se les denominaba, en la literatura escrita, como en el resto de Europa, sarracenos y a veces ismailitas) en la conducta nada ejemplar del fundador de la secta sarracena, Así, por ejemplo, en el Risalat al-Kindi (traducido al español como Exposición y refutación del Islam. La versión latina de las epístolas de al-Hasimi y al-Kindi, por Fernando González Muñoz, Universidad de la Coruña, 2005) se censura a Mahoma y sus discípulos por enriquecerse mediante el pillaje y la guerra, al tiempo que lanza una invectiva contra la guerra santa proclamada en el Corán. Por su parte, san Eulogio y Pedro Álvaro destacan la violencia y la crueldad de los musulmanes, una violencia y crueldad de la que ellos mismos fueron testigos y aun padecieron, y que san Eulogio en su biografía de Mahoma, incluida en su Liber apologeticus, no duda en retrotraer a Mahoma, de suerte que los árabes no hicieron, según su modo de pensar, sino continuar la violencia del fundador, de la que los mártires de Córdoba eran simplemente sus víctimas más recientes. Lo mismo piensa Pedro Alfonso, quien, en su Dialogi contra judaeos (traducido al español por Esperanza Ducay como Diálogo contra los judíos, Instituto de Estudios Altoaragoneses, 1996) acusa a Mahoma de haber llevado un estilo de vida violento y de disfrutar con el robo y la rapacidad.

No es de extrañar que los autores españoles, atendiendo a las circunstancias de las atrocidades cometidas por los invasores árabes y norteafricanos de España, pusieran particular empeño en difundir la imagen de éstos como pueblos bárbaros, violentos y crueles. El mejor ejemplo de ello es la desoladora visión que nos ofrece la Estoria de España de Alfonso X el Sabio, en la que los árabes y norteafricanos aparecen retratados como unos bárbaros destructores que arruinaron y devastaron España, sin contemplaciones con su patrimonio religioso, de forma que destruyeron sus iglesias o las profanaron convirtiéndolas en mezquitas. (Para este resumen del pensamiento cristiano medieval sobre la violencia y crueldad de los musulmanes nos ha sido de gran utilidad la consulta de John V. Tolan, Sarracenos. El Islam en la imaginación medieval europeo, Universitat de Valencia, 2007, traducido de la primera edición inglesa en Columbia University Press, 2002, un libro que también nos fue útil en la anterior entrega).

Así que de acuerdo con esta tradición los musulmanes son violentos y crueles y los son porque siguen el modelo de Mahoma, que era lo uno y lo otro, y la enseñanza del Corán, que incita a la práctica de la violencia y de la guerra como instrumento de expansión del islam y de la satisfacción de ambiciones mundanas de poder y de posesión de riquezas. Cervantes no habla sobre estos fundamentos o raíces últimas de la violencia de los musulmanes, pero es indudable que debía de conocerlos. En cualquier caso, en su obra la insistencia en la violencia y crueldad de los moros y turcos es, como veremos, ubicua.

La violencia y crueldad de moros y turcos en el Quijote

En el Quijote nos encontramos con una importante referencia a una actividad típica de los moros berberiscos en la que se aúnan la violencia, la crueldad y la búsqueda de un botín como recompensa. Se trata de la piratería de los moros argelinos, respaldada por los turcos, aludida en la aventura de las galeras y en la historia de Ana Félix en la segunda parte del Quijote. Aunque a la postre no llega a producirse ningún ataque de moros o turcos, en estos capítulos se evoca la amenaza de este género de ataques. En primer lugar, a través de la referencia a la presencia en el puerto de Barcelona de una flota de cuatro galeras encargadas de repeler las incursiones de los corsarios moros y turcos. En segundo lugar, a través de la entrada en escena de la torre de vigía de Montjüich desde la cual se avisa de que un bergantín de corsarios argelinos se acerca a la costa. Con todo esto Cervantes está evocando una realidad histórica de aquellos tiempos y es que en las costas catalanas, como en todo el levante español, fueron continuas las incursiones de naves rápidas berberiscas y turcas que saqueaban las poblaciones costeras del litoral y apresaban cautivos destinados al mercado de esclavos de Argel o de Constantinopla. Se produce una escaramuza en que el bergantín es apresado por las galeras, pero el incidente se salda con la muerte de dos soldados españoles de una de las galeras a los que habían disparado dos turcos del bajel argelino. Al final nos enteramos por boca de Ana Félix, la hija de Ricote, de que el bajel no tenía otra misión que traerla a ella a España desde Argel. Pero también nos informa de que los encargados de traerla, por mandato del rey de Argel, dos turcos, codiciosos e insolentes, los que precisamente mataron a los soldados españoles, no querían dejar de aprovechar la oportunidad del viaje para barrer la costa y hacer alguna presa. Como veremos, la referencia a incursiones moras y turcas en las costas españolas es frecuente en las obras de Cervantes, especialmente en las de tema moro o turco. Inevitablemente, se nos transmite así una imagen de los moros y turcos como gente violenta, cruel, codiciosa y, en definitiva, como enemigos de España y de los españoles.

En la historia del cautivo, el capitán Ruy Pérez de Viedma, se aborda otra realidad en relación con los moros argelinos: la situación de los cautivos cristianos esclavizados en Argel y encerrados en prisiones o casas que los turcos llaman baños. Describe allí Cervantes las diversas categorías de cautivos esclavos establecidas por los moros argelinos: los que son propiedad del rey, los que son de almacén, esto es, los destinados, como fuerza de trabajo, a trabajar en obras públicas y dependen de la administración pública, los que son propiedad de particulares y los que son de rescate, tal como el propio Pérez de Viedma, que eran los mejor tratados. Y describe también sus horrendas condiciones de vida, de las que, a pesar del mejor trato recibido, no se libraban del todo los esclavos de rescate: se les encadenaba –el propio Pérez de Viedma se hallaba encadenado en un baño junto con otros caballeros y gente principal-, pasaban hambre y desnudez, pero, con todo, lo más hiriente eran las vejaciones y crueldades a que se les sometía. Cervantes destaca especialmente las terribles crueldades ordenadas por el propio rey de Argel, Azán Agá (o Hazán Agá), un renegado veneciano, que lo fue entre 1577 y 1580, y señala que a los cautivos lo que más les molestaba era

«oír y ver a cada paso las jamás vistas ni oídas crueldades que mi amo usaba con los cristianos. Cada día ahorcaba el suyo [al que correspondía cada día], empalaba a éste, desorejaba aquél, y esto, por tan poca ocasión, y tan sin ella, que los turcos conocían que lo hacía no más de por hacerlo y por ser natural condición suya ser homicida de todo el género humano» (I, 40, 410).

Más adelante, lo describe como alguien que «vino a ser el más cruel rengado que jamás se ha visto» (I, 40, 409) y que llegó a ser muy rico, a base sin duda de sus tropelías como rey de un Estado pirata. En cuanto a los turcos, no salen mejor parados en el Quijote, donde se les tacha de «bárbaros» (II, 63, 1041. Además, se les retrata como un pueblo belicoso y depredador que ansía expansionarse por el Mediterráneo y, como tal, como enemigo de la cristiandad y de España. En la historia del cautivo se nos cuenta cómo la liga del Papado, Venecia y España se hizo «contra el enemigo común, que es el Turco» y que la victoria de Lepanto fue una «felicísima jornada» para el soldado español y para la cristiandad un día dichoso al ver que los turcos no eran invencibles y que el orgullo y la soberbia otomana habían quedado quebrantados. Al imperialismo expansionista de los turcos por el Mediterráneo oriental se hace referencia también en el primer capítulo de la segunda parte, donde se nos dice que una poderosa armada turca se ha puesto en movimiento aunque no se sabe con qué fin, pero ello obligó al Rey de España a proveer las costas de Nápoles, Sicilia y la isla de Malta. Es este hecho el que provoca una jocosa observación de don Quijote en la que, como solución a la amenaza del Turco, sugiere que bastaría con enviar media docena de caballeros andantes, entre los cuales no duda en incluirse a él mismo, para derrotar el poder del Turco.

La imagen de los moros y turcos como violentos, crueles, codiciosos de botín y enemigos de España y de la cristiandad, no le impide a Cervantes trazar un retrato más amable de algún personaje moro o turco. Así, en la historia del cautivo, se dice del Uchalí (o Euch Alí), un renegado calabrés, que precedió como rey de Argel a Hazán Agá y que también fue almirante de la escuadra turca, que «moralmente fue hombre de bien, y trataba con mucha humanidad a sus cautivos, que llegó a tener tres mil», uno de los cuales fue precisamente el capitán Pérez de Viedma, quien a la muerte del Uchalí fue adjudicado como esclavo a Hazán Agá (ibid.). Pero ya se ve, el ser hombre de bien y su humanidad se redujeron a dar buen trato a sus cautivos; pero no hizo otra cosa antes de ser gobernador de Argel que ser corsario en busca de botín y de cautivos destinados a ser esclavos. Asimismo en El gallardo español, una comedia cuya acción se enmarca en el contexto de la defensa de Orán y Mazalquivir por las tropas españolas mandadas por Martín de Córdoba ante el asedio del rey de Argel en 1563, el caballero español y protagonista, don Fernando de Saavedra, describe al moro Alimuzel, que rivaliza con él en caballerosidad, como «comedido y valiente», esto es, se presenta al moro como un noble caballero a la manera de la novela morisca El abencerraje y la hermosa Jarifa. Pero al igual que en ésta las idealizadas relaciones caballerescas entre moros y cristianos no hacen nunca olvidar la hostilidad persistente entre moros y cristianos («Quedaron de aquel punto tan amigos / cuanto en la ley contrarios y enemigos»), en El gallardo español las no menos caballerescas relaciones entre Alimuzel y don Fernando quedan envueltas en el marco de la hostilidad religiosa y política entre moros y cristianos españoles, como se revela en el enfrenamiento entre unos y otros por causa de la común aspiración a dominar Orán, o en el hecho de que los cristianos, tras atacar un aduar o población mora, lo saquean y se llevan despojos que interpretan como despojos de Mahoma, o en el hecho de que a la pregunta de Alimuzel a don Fernando de por qué contra él combate, el español responde que él es cristiano y quiere mostrarle que es cristiano. A la postre, la idealización caballeresca del moro, en lo que algunos, como Márquez Villanueva, ven una muestra de maurofilia, resulta ser un artificio meramente literario. En la realidad se impone la hostilidad y el conflicto entre moros y cristianos, por más que la división por religión no impida ser caballeroso o hidalgo con un moro.

Violencia y crueldad de moros y turcos en el conjunto de la obra cervantina

En el resto de la obra de Cervantes, se amplía, profundiza y detalla el retrato precedente de los moros y turcos. En cuanto a los primeros, se les califica en el Trato de Argel de «gente bárbara» y el reino satélite de Argel se nos presenta como una república pirata o de ladrones. En el Persiles la ciudad de Argel es «puerto universal de cosarios y amparo y refugio de ladrones, que…salen con sus bajeles a inquietar el mundo» (III, 10, págs. 528-9) y en El trato de Argel los cautivos españoles tildan a Argel de «nido y cueva de ladrones», al que condenan a ser abrasado como justo y merecido castigo por sus «continos y nefandos vicios» (op. cit., pág. 887, vv. 1533-1536). Los cautivos españoles están a la espera de que España envíe una escuadra para destruir Argel: Per Álvarez querría que Juan de Austria lo arrasara si viviera; pero siendo esto imposible por causa de su muerte, otro cautivo anhela que sea su hermano, el rey Felipe II, el que envíe tropas contra Argel, lo que ya hubiera hecho si no fuera por el problema del «luterano Flandes». A estos cautivos y sin duda a Cervantes les hubiera gustado saber que lo que no consiguieron ni Juan de Austria ni Feilipe II por fin se consiguió en el reinado de Carlos III: entre 1783 y 1786 una escuadra española emprendió varias expediciones sucesivas que acabarían para siempre con el azote de los piratas berberiscos, tanto de Argel como de Trípoli, gracias a una operación militar organizada y dirigida por el extraordinario almirante de la Armada española, el marino mallorquín Antoni Barceló, en la que también participaron barcos de Nápoles, de la Orden de Malta y de Portugal.

Prácticamente en todas las obras en que los moros aparecen en escena no se pierde ocasión de referirse a su modo de vida consagrado a la piratería. En El trato de Argel Aydar, un soldado corsario, relata sus aventuras de piratería en Cerdeña y se ufana de sus tropelías como pirata. Y un mercader moro de Argel se alegra del buen provecho o negocio obtenido a costa del daño de los cristianos. Y la comedia de Los baños de Argel arranca precisamente con el asalto, saqueo y secuestro de españoles en un pueblo costero levantino por los moros argelinos, guiados por el traidor y renegado español Izuf, una expedición durante la cual los moros matan a dos vigilantes, cargan sus naves de despojos y apresan a ciento veinte vecinos que se llevan como cautivos; en otro lugar, ya nos referimos a la incursión pirata de los moros descrita en el Persiles. Incluso La Galatea incluye una historia de piratería y cautiverio: Timbrio y las hermanas Nítida y Blanca son capturados por Arnaute Mamí, el mismo corsario en cuyas manos cayera también Cervantes.

Amén de las violencias y crueldades inherentes a la práctica de la piratería con el consiguiente saqueo de poblaciones y apresamiento de españoles destinados al cautiverio y a la esclavitud, en las obras de tema moro se nos presenta todo un catálogo de crueldades: el martirio de un sacerdote español inocente, al que ya nos hemos referido en otro lugar, en represalia por la ejecución en España de un morisco culpable de muchos crímenes; el encadenamiento de Aurelio, el protagonista de El trato de Argel, en la casa de Izuf y Zahara; el mercado de compraventa de los cautivos vendidos como esclavos; el salvaje asesinato de un cautivo español por orden del rey de Argel por haber intentado fugarse, luego de haber sido atado, apaleado, abierto y desollado.

A esta lista de crueldades de El trato de Argel hay que sumar las descritas en Los baños de Argel: los moros obligan a los cautivos a trabajar aunque estén enfermos y un guardián moro apalea a un cautivo cristiano que rehuye el trabajo o se esconde porque está enfermo; incluso a los cautivos de rescate les ponían cadenas y grillos, como les sucede a Don Lope y Vivanco, que van con sus cadenas a los pies; a un español cautivo le cortan las orejas por haber tratado de huir; se hace referencia a la costumbre entre los moros argelinos, también practicada por los turcos, de ejecutar, arrojándolos al mar, a la mora y el cristianos que mantuviesen relaciones sexuales; la separación de un padre cautivo de sus hijos también cautivos, Juanito y Francisquito, y al que se le veja y humilla por intentar cuidar de sus hijos, lo que también se el prohíbe; la represalia del rey de Argel contra los cautivos españoles por el posible ataque de la Armada española a Argel que éstos creen ver anunciado en la disposición de las nubes; el atroz martirio de Francisquito.

A todo lo anterior habría que añadir la denuncia, al igual que en el Quijote, de las penosas, inhumanas y degradantes condiciones de vida de los cautivos en Argel, de las que se lamenta Aurelio en El trato de Argel y de las que en esta misma comedia se queja tan amargamente el también cautivo español Pier Álvarez, tanto que le llevan a declarar que antes prefiere morir huyendo que seguir padeciendo una vida tan insufrible y mezquina, en la que se juntan la crueldad de su amo, el hambre, la desnudez, el cansancio y el frío (Teatro completo, pág. 887-8, vv. 1552-1560).

A la vista de todo lo anterior, no es de extrañar que los cautivos españoles propongan un retrato moral absolutamente negativo de los moros. Así Sebastián en El trato de Argel los acusa de maldad insolente, de la propensión a la discordia, de inmisericordia y, cómo no, de su sobrada crueldad. En la misma obra, Aurelio hace un retrato no menos duro de los moros como gente que carece de razón, virtud, valor, almas y conciencia, lo que recuerda las acusaciones de los escritores y teólogos medievales sobre la irracionalidad y vicio de los sarracenos, que ellos remontaban hasta el mismo fundador del islam. De tan negro y negativo retrato no escapan las principales autoridades de Argel. Su rey, Hazán Bajá, no sólo es un personaje cruel que gobierna una república pirata, sino, según nos cuenta en Los baños de Argel, un ser codicioso que sólo sueña en enriquecerse a costa del rescate de esclavos; cuando el capitán corsario a su servicio, Cauralí, llega al puerto de Argel con su barco cargado de botín y de cautivos obtenidos mediante su expedición de pillaje y secuestro por la costa levantina española, hasta el rey está pendiente de la arribada del barco y, en cuanto se entera de ésta, no resiste la tentación de salir a la marina a recibirlo cual si se tratase de un gran acontecimiento y sin duda espoleado por la avidez del reparto del botín rapiñado y de los cautivos. Tampoco el cadí, el juez de Argel, al que Cervantes suele equiparar con un obispo, resiste la tentación y, acompañando al rey, asiste también con curiosidad al desembarco de la nave pirata venida de España con despojos y los cautivos. El cadí se nos pinta también como un ser cruel y carente de piedad, como bien se pone de relieve en el hecho de que es él el que ordena separar a los padres de sus hijos cautivos, destruyendo así a las familias cautivas, e incluso, una vez separados cayendo en manos de amos distintos, se les impide ver a sus hijos; por ello Juanito lo llama tirano.

En lo que concierne a los turcos, Cervantes nos ha legado sustanciosas reflexiones en varias de sus obras en que se refuerza la imagen ya vista de los turcos en el Quijote como un pueblo cruel entregado a un imperialismo depredador que no retrocede ante las mayores atrocidades y sevicias. De hecho, la crueldad atribuida a los turcos, una crueldad de la que los primeros acusados son sus propios gobernantes, sus mayores amparadores, era ya proverbial. El renegado español Hazán, que luego vuelve a abrazar la fe cristiana, habla en Los baños de Argel de la «turquesca crueldad», de la que él confiesa haberse apartado y haber tratado afablemente a los cristianos. En el Persiles, a través de unos falsos cautivos que han montado un espectáculo en una plaza con un lienzo pintado, el autor rememora la crueldad salvaje de los turcos con los galeotes cristianos, que no retrocedía ante las mutilaciones y azotes: «Este bajel que aquí veis…es una galeota de veintidós bancos, cuyo dueño y capitán es el turco que en la crujía va en pie con un brazo en la mano, que cortó a aquel cristiano que allí veis, para que le sirva de rebenque y azote a los demás cristianos que van amarrados a sus bancos» (III, 10, pág. 529), y ante las vejaciones verbales: «A lo menos a mí me suena agora el rospení [hijo de puta], el manahora [mira que te j…] y el denimaniyoc [infiel], que con coraje endiablado va diciendo [un corsario cruel], que todas éstas son palabras y razones turquescas encaminadas a la deshonra y vituperio de los cautivos cristianos» (op .cit, págs. 530-1). Cabe alegar que similar mal trato daban los cristianos a los turcos o a los moros y que también por parte cristiana abundaron, según Braudel (El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, II, FCE, 1980, págs. 290-304) las ciudades piratas, la mayoría italianas, aunque también hubo españolas, como Palma de Mallorca, Valencia y Almería. Pero nuestro tema no es analizar lo que hicieron los españoles con los turcos o los moros, sino la visión que Cervantes tenía de unos y otros, al margen de lo que los españoles hicieran o de la percepción que los turcos o los moros tuvieran de los españoles.

La turquesca crueldad se desplegaba de varias maneras, pero sin duda una de las principales maneras como se encauzaba era en las expediciones de pillaje y captura de cautivos destinados a la esclavitud. En la obra de Cervantes se les retrata a la vez como cómplices de estas expediciones, las emprendidas por los moros berberiscos, y fautores por cuenta suya de sus propias expediciones de saqueo y apresamiento de cautivos. Lo primero se pone de manifiesto en que cuando Cervantes describe la piratería de los moros argelinos no pocas veces, aunque la iniciativa haya partido de Argel, los llama turcos igualmente. Así sucede en la frustrada incursión en la costa catalana que se nos relata en el Quijote, pero lo mismo sucede en otros escritos suyos, como en el Persiles (III, 11), donde en el relato del asalto a una población costera del reino de Valencia a los inicialmente nombrados como «corsarios berberiscos» se les termina identificando como «turcos», o como en Los baños de Argel, donde en la escena del asalto a una población costera española con que comienza la pieza, un personaje nombrado como Viejo da la alarma con el grito de «Moros hay en la tierra», pero Sacristán, que caerá cautivo, los identifica como turcos («Turcos son») y más adelante se les vuelve a llamar «turcos». Esto puede deberse a que los moros argelinos dependían de los turcos, cuyo sultán nombraba al gobernador de Argel, y a que los jefes militares de los soldados moros solían ser turcos de nación, e incluso soldados turcos participaban en las incursiones piratas de los moros argelinos.

Pero también aparecen entregados a expediciones piratas organizadas por ellos mismos. Así en El amante liberal es una incursión turca la que asuela Trepana, una localidad portuaria de Sicilia, en la que harán cautivos a Ricardo y Leonisa, los protagonistas de la novela. Y en La gran sultana se nos ofrece un retrato de los turcos como gentes despiadadas dedicadas al asalto, el pillaje y secuestro para esclavizar cristianos; de hecho, la comedia comienza con el relato por Roberto del rapto de Clara, que es llevada a Constantinopla como esclava del serrallo del Gran Turco, por los turcos de Rocaferro en una de sus emboscadas nocturnas tendida sobre un pueblo. El caso de la propia Catalina, la protagonista española de la pieza, revela el contubernio o complicidad del gobierno turco con los piratas berberiscos. Apresada por un corsario moro cuando viajaba en un bajel siendo una niña de diez años, el corsario la llevó a Constantinopla donde la vendió al Gran Turco, quien la entregó a los eunucos del serrallo.

En vista de todo esto, no debe sorprender que Cervantes califique, a través de Mahamut, un renegado, a Turquía como un imperio violento, tanto hacia dentro como hacia fuera del mismo. De hecho, es el funcionamiento corrupto del poder turco en la asignación de cargos y oficios, asentada en la compraventa, el soborno y el latrocinio, lo que provoca el comentario de Mahamut sobre la violencia del imperio turco: «No se dan allí los cargos y oficios por merecimientos, sino por dineros: todo se vende y todo se compra. Los proveedores de los cargos roban a los proveídos en ellos y los desuellan; deste oficio comprado sale la sustancia para comprar otro que más ganancia promete. Todo va como digo, todo este imperio es violento» (Novelas ejemplares, I, Cátedra, pág. 141).

Hacia fuera, el turco es, en la misma línea de lo afirmado en la historia del cautivo del Quijote, «enemigo común del género humano» (Persiles, II, 21, pág. 422), una expresión consagrada como estereotipo para referirse a los turcos en los tiempos de Cervantes. El belicoso imperialismo expansionista de los turcos, con la violencia depredadora de que iba acompañado, se nos recuerda en La gran sultana cuando uno de los bajaes (una especie de virrey o gobernador) del Gran Turco le pide que se lleve la guerra hasta Roma y que sus galeras recorran las riberas de España (op. cit., 404). Amén del afán conquistador, una de las más crudas manifestaciones de la violencia depredadora turca era la práctica masiva de la esclavitud, a la que, como no podía ser menos, también Cervantes alude y la mienta de una manera explícita, «la esclavitud turquesca», que parece entenderla, al igual que la crueldad, como un rasgo característico del Imperio turco.

Por último, digamos que al igual que las autoridades moras de Argel, del mismo modo la máxima autoridad turca, el Gran Sultán, no se libra de la acusación de crueldad. En La gran sultana se retrata al Gran Turco como un déspota despiadado y carente de humanidad. Rustán, el eunuco cristiano que encubre y protege a Catalina de Oviedo, la cautiva española obligada a entrar en el harén del Sultán, del que la ha ocultado durante seis años, lo tacha precisamente de tirano, de personaje cruel, aunque algunos lo tienen por blando. La propia Catalina lo trata de inhumano: «No triunfará el inhumano/ del alma; del cuerpo, sí/ caduco, frágil y vano» (op. cit., pág. 381). Seducido por la belleza de Catalina, a la que por fin puede contemplar, su despotismo le induce a imponer a Catalina casarse con él y que ella sea la gran Sultana (op. cit., pág. 394).

Tan sólo nos resta añadir que el cuadro precedente sobre las violencias, crueldades, atrocidades y piraterías que Cervantes nos ofrece de moros y turcos no es un testimonio aislado sino que coincide con las descripciones que nos han legado los clérigos y cronistas de la época. Así el libro clásico sobre el tema islámico, los moros y los turcos, la Topografía e historia general de Argel, publicado en 1612 a nombre del arzobispo de Palermo Diego de Haedo, pero que al parecer, según se sabe actualmente, lo escribió su sobrino el abad y doctor del monasterio benedictino de Frómista, Antonio de Sosa, por cierto compañero de cautividad y amigo de Cervantes, nos ofrece una pintura de la vida y costumbres de los moros y turcos en la que su autor se prodiga en el registro de las crueldades y atrocidades cometidas por los «bárbaros infieles» contra los cautivos cristianos. Así, por ejemplo, la descripción que nos ha dejado del maltrato a éstos y sobre sus condiciones de vida en nada difiere esencialmente de la de Cervantes y es tan negra y tétrica como ésta. Comenta Haedo que no hay baño, casa o habitación de los «bárbaros infieles» que no sea «una grande, continua y cruel carnicería». Y continúa diciendo que allí yacían los cautivos en pésimas y degradantes condiciones de vida, pues los tenían «apretados, encogidos, encerrados, desnudos, descalzos, hambrientos, secos…» Y a muchos de ellos, agrega, los tenían «cargados de hierro, atados a las cadenas, echados en tierra con grillos, soterrados en las mazmorras…» (op. cit., fol. 97va).

 

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