Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 126 • agosto 2012 • página 6
Establecidas e identificadas las bases filosóficas y estéticas que inspiraron la aproximación de los románticos e idealistas al Quijote, nos aprestamos ahora a escudriñar sus aportaciones a la comprensión de su sentido filosófico. Y, como decíamos al principio de la anterior entrega de esta serie, el primer anticipo de la concepción filosófico-metafísica de la obra maestra de Cervantes se halla sorprendentemente en A.W. Schlegel y no en su hermano menor, Friedrich Schlegel, quien era mejor teórico que su hermano, pero a veces el primero lograba formular con más claridad sus ideas. Concretamente se encuentra en un soneto dedicado a don Quijote. En la primera estrofa interpreta la obra maestra de Cervantes como una suerte de conversación entre la Poesía caballeresca, representada por don Quijote, y la Prosa, simbolizada por Sancho: «En su esquelético Pegaso / Quijote cabalga en la Poesía caballeresca / y mantiene gentilmente, en fiestas y duelos, / conversación con la Prosa de su criado» (Sämliche Werke, vol. 1, 1846, pág. 342). Si entendemos por la Poesía caballeresca los ideales caballerescos y por la Prosa la visión realista o naturalista de las cosas, asistimos aquí al nacimiento de la interpretación metafísica del Quijote como la representación alegórica del idealismo y el realismo como formas de pensamiento y de programas de acción práctica, tendencias de las que don Quijote y Sancho serían sus arquetipos respectivos, lo que convierte a ambos en unos mitos o símbolos filosóficos de validez universal.
Si todo esto es lo que se percibe insinuado en la precedente escueta reflexión, hay otro pasaje del ensayista romántico alemán, escrito un año después, en 1801, y normalmente ignorado por la historia de la crítica del Quijote, en el que con toda claridad, sin retórica literaria y sin necesidad de una disposición interpretativa caritativa por nuestra parte, se formula la tesis capital de la línea hermenéutica filosófica de la magna novela al interpretar ésta como una alegoría del choque entre el idealismo de don Quijote y la realidad innoble y vulgar. Nos dice allí que Cervantes, al que pinta como «el discreto artífice en la sapientísima disposición y repartimiento» de las partes de la novela, «desde el principio, hace chocar las exageradas ideas del caballero con el vulgar mundo real, para no dejarles sitio alguno donde salvarse» (citamos de la traducción de Rius quien recoge en su Bibliografía crítica sobre las obras de Miguel de Cervantes Saavedra, III, 1904, págs. 221-3 –el pasaje citado está en la pág. 222– el comentario sobre el Quijote de Schlegel publicado en su Characteristiken und Kritiken, t. II, 1801). Por todo esto, cabe considerar al mayor de los Schlegel como el primero en formular la idea principal de la exégesis metafísica del Quijote como un conflicto entre lo ideal y lo real o entre el idealismo y el realismo, ya que expuso esta tesis hermenéutica antes que Schelling, cuya formulación pasa, erróneamente como vemos, por ser la primera, ya que su Filosofía del arte, en la que expone la mentada interpretación del Quijote, se basa en las conferencias sobre filosofía del arte impartidas, como anunciamos ya en la anterior entrega, inicialmente en Jena durante el curso de 1802-1803 y repetidas luego en Wurzburgo en 1804-5.
Asimismo, esboza un conciso comentario de la novela conforme a esa tesis hermenéutica. Sostiene que el choque del caballero del ideal con el mundo externo es mayor en la primera parte que en la segunda y encuentra un indicio de ello en que, según él, en esta segunda parte las locuras del caballero son más moderadas y además don Quijote, en esta fase de su historia, es más pasivo, lo que se contrapesa con el papel más principal que asume Sancho, quien además es más gracioso que en la primera.
Anticipa además la idea, sobre la que Schelling también llamará la atención, de que las humillaciones a que se somete a don Quijote, lejos de rebajarlo, lo convierten en un héroe sublime. Schlegel se hace eco de quienes habían argüido que el choque del caballero del ideal con el vulgar mundo real daba lugar a aventuras no sólo desgraciadas, sino sobre todo cruentas, especialmente en la primera parte donde el autor de la historia no ahorra a su héroe ni uno de «los infinitos» palos, puñetazazos, pedradas y demás golpes que recibe. Frente a los que deseaban que el autor le hubiese ahorrado muchos de tales porrazos, Schlegel sale en defensa de Cervantes con la alegación de que era menester que el caballero del ideal haya recorrido antes «los grados de la más honda humillación» para finalmente emerger como un héroe verdaderamente sublime y, a la postre, triunfante sobre la innoble y brutal realidad. Se percibe aquí la influencia de las ideas cristianas, en paralelismo con la vida de Cristo, sobre la fuerza ennoblecedora de la humillación.
Sin embargo, es a Schelling, muy ligado, como ya se señaló en la anterior entrega, al círculo de los Schlegel, con los que mantuvo amistad en Jena entre 1798 y 1801, al que la crítica adjudica el mérito de haber formulado canónicamente por primera vez la idea fundamental de la interpretación metafísica del Quijote como alegoría sobre la lucha entre lo ideal y lo real, base de la hermenéutica filosófica desarrollada por las generaciones posteriores de críticos y comentaristas. Con su célebre declaración de que «el tema general es lo real en lucha con lo ideal» (Filosofía del arte, Tecnos, 1999, pág. 420), Schelling consagró la lectura de la magna novela como una obra de una profunda significación filosófica y una verdadera imagen universal y significativa de la vida. Además nos ofrece un comentario del Quijote, bien es cierto que muy somero, en conformidad sistemática con este género de interpretación metafísica.
En efecto, la tesis hermenéutica capital de Schelling le lleva a interpretar las aventuras y desventuras de don Quijote como la representación simbólica del conflicto del ideal con la realidad y a distinguir dos maneras de tratar la representación de este conflicto, que se corresponden con las dos partes de la novela. En la primera parte se aborda de forma realista o natural el choque del ideal, encarnado por don Quijote, con la realidad; en cambio, en la segunda parte, el ideal choca más que con la realidad misma con el propio ideal mistificado, convertido en un pseudoideal. Al decir esto el autor se está refiriendo a los lances sufridos por el protagonista, encarnación del verdadero ideal, en el palacio de los Duques, que con sus farsas y artificiosa recreación del mundo caballeresco mistifican el ideal caballeresco. A Schelling estas aventuras artificiosas de don Quijote urdidas por los Duques le recuerdan la Odisea, especialmente los episodios en la isla Calipso en que Ulises y sus compañeros quedan atrapados por la maga Circe, de la que, según él, la Duquesa es una viva imagen. El filósofo romántico alemán es el primero en distinguir entre las aventuras naturales de don Quijote, las que le suceden espontáneamente, como emanadas de la propia realidad, y las aventuras artificiosas, las que otros personajes le preparan con engaño a don Quijote siguiéndole el juego de su manía caballeresca.
Sin embargo, aun supuesta su tesis hermenéutica, yerra en su atribución a Cervantes de un diferente tratamiento del tema del conflicto entre lo ideal y lo real en las dos partes del Quijote. En realidad, tanto en una como en otra hay aventuras naturales y artificiosas, por lo que no es correcto decir sin más que en la primera parte trata el tema central de forma realista natural, mientras que en la segunda don Quijote se enfrenta a aventuras artificiosas. Para decirlo en el lenguaje de Schelling, también en la primera parte el protagonista se enfrenta con el ideal mistificado en toda la serie de aventuras hilvanadas en torno a la princesa Micomicona, en realidad Dorotea, que en complicidad con el cura y el barbero han urdido una trama, inspirada en la literatura caballeresca, para engañar a don Quijote y así, con este anzuelo, conducirlo hasta su casa para curarlo; similarmente, en la segunda parte, hay un sinfín de aventuras naturales, en las que el ideal no choca con el propio ideal mistificado sino con los lances que surgen espontáneamente de la realidad.
Schelling aboga por una lectura positiva, constructiva, del Quijote, pues, según su exégesis, el mensaje final de la obra es el de la victoria del ideal. Podría parecer, a primera vista, que el mensaje es el contrario, en la medida en que el héroe, símbolo del ideal, desfallece, sucumbe y termina vencido; pero esto no es así si se atiende al conjunto de la composición y a que el héroe queda siempre por encima de sus vulgares oponentes, a que su nobleza y superior inteligencia hacen que las ignominias que le suceden, lejos de humillarle, le engrandecen. Por todo ello, el filósofo alemán sentencia que en el conjunto de la novela el ideal, tan noble e inteligentemente encarnado por el protagonista a pesar de ser muy imperfecto, se nos presenta completamente triunfante.
Con este comentario, tenemos ya disponibles los elementos fundamentales de la exégesis del Quijote como una alegoría filosófica sobre la lucha entre lo ideal y lo real, en la que el protagonista se nos presenta como un héroe de verdad, muy idealizado y como la verdadera encarnación del ideal. Llama la atención, no obstante, el que Schelling no reserve un papel importante a Sancho en su esquema hermenéutico de orden metafísico. Es cierto que habla de él como el compañero inseparable del héroe, que lo exalta como un gozo interminable para el espíritu y una fuente inagotable de ironía, y que, en resumen, lo eleva a la categoría de mito, como don Quijote, pero en ningún momento le asigna un papel en su mentado esquema, por lo que no cabe atribuirle la presentación de Sancho como un símbolo de lo real o del realismo, tan habitual en las exégesis posteriores por parte de los críticos y comentaristas herederos del legado de Schelling. Más que por Sancho, la realidad parece hallarse representada por la acción total de la novela.
Casi de inmediato, la interpretación filosófica del Quijote, de estirpe romántica, se difundió y popularizó en Europa gracias al historiador de la literatura alemán, Friedriech Bouterwek, y al suizo Jean Charles Leonard Simonde de Sismondi, más conocido como economista que por sus estudios literarios, cuya obra se traduciría a otras lenguas europeas, entre ellas al español. Ambos coinciden en presentar a don Quijote como un modelo del idealismo más sublime. El primero lo retrata así con una formula que haría fortuna: don Quijote es un héroe arquetípico del entusiasmo, donde por entusiasmo se entiende naturalmente entusiasmo por el ideal y de ahí su descripción del caballero manchego como «entusiasmado por todo lo que es bueno y grande» (Bouterwek, Geschichte der Spanischen Literatur, 1807, cuyo texto sobre el Quijote se recoge en Rius, op. cit. págs. 225-7; para la cita véase la pág. 226). La idealización del personaje llega hasta el punto de que don Quijote ya no enloquece por causa de la lectura de los libros de caballerías, sino por causa de un exagerado, pero noble entusiasmo por el ideal. Y al tiempo que don Quijote se erige en el representante del idealismo más sublime, Sancho pasa a ser, por su opuesto carácter, un sujeto vulgar y dominado por el egoísmo, el cual le ofusca hasta el grado de prestar la más tonta credulidad a las promesas y esperanzas de su amo, el prototipo del materialismo.
Muy influido por el mayor de los Schlegel, Sismondi repite su fórmula de que el pensamiento fundamental del Quijote es «el eterno contraste entre el espíritu de la poesía y el de la prosa», donde por espíritu de la poesía entiende el entusiasmo por el ideal, del que convierte a don Quijote en su genuino representante, del mismo modo que Sancho representa, por su egoísmo y por adoptar como regla de conducta la «filosofía práctica de la utilidad calculada», la prosa y el materialismo más grosero. Además, anticipa la idea, en la que insistirá particularmente Heine, de que en la gran novela se ridiculizan por igual la poesía o el entusiasmo por el ideal y la prosa o el materialismo vulgar. (Véase Rius, op. cit., págs. 230-1, especialmente pág. 231 para la cita, donde se halla un extracto de Sismondi, De la littérature du Midi de l’Europe, 1813, t. III, págs 329-436).
El inglés John G. Lockhart divulgó, por su lado, en Gran Bretaña la interpretación filosófica del Quijote del romanticismo alemán, de acuerdo con la versión transmitida por Bouterwek y Sismondi en sendas obras citadas, cuya traducción inglesa (de 1823 ambas) iba precedida de un prefacio de Lockhart. En el prefacio a la traducción inglesa del Quijote (1822) formuló la tesis canónica de la lectura romántica del Quijote como una alegoría filosófica de una forma que mezcla ideas y lenguaje de Schelling y de Bouterwek: «Don Quijote es el tipo de una locura universal, el símbolo de la Imaginación continuamente en lucha con la Realidad; representa la eterna guerra entre el Entusiasmo y la Necesidad» (Citamos por Rius, op. cit., pág.240).
En una estela similar a la de Schelling se sitúa la interpretación de Hegel en sus Lecciones sobre estética, donde se ocupa en varios pasajes del Quijote. La única diferencia importante con respecto a aquél es que, dotado de un mayor sentido de lo histórico, pone el idealismo de don Quijote en un contexto histórico, de acuerdo con su visión de la novela como una burla de la caballería romántica (esto es, cristiana) como institución histórica. Mientras para Schelling don Quijote es ante todo un símbolo del ideal en general, sin perjuicio de la representación de éste como el ideal caballeresco, de forma que éste viene a ser sólo un expediente del que se sirve el artista para retratar a don Quijote como caballero de lo ideal sin más, en Hegel don Quijote es el emblema del ideal caballeresco tal cual se encarnó históricamente en la caballería romántica medieval. Cervantes se burla de la caballería como una realidad ya anacrónica en la situación presente del Estado moderno, y con la disolución de la caballería que ha devenido una demencia parece disolverse también el ideario que la nutría y con ello el idealismo de don Quijote.
De hecho la comicidad del Quijote emana de la contradicción entre los ideales y empresas caballerescos de un héroe que actúa como un espíritu aislado que por sí sólo y por medio de la caballería pretende instaurarlos, y una realidad prosaica que lo desborda constantemente, poniendo así de manifiesto las limitaciones de la caballería, de sus prácticas e ideario que, por tanto, todo esto se ha convertido ya en un «quimérico desatino» en medio de la prosa real y del presente de la vida. La caballería ya no es el instrumento adecuado para poner en práctica el ideal, aunque esto no quiere decir que no se pueda llevar a cabo por otras vías en la reglamentada sociedad moderna. Para Hegel, la disolución de la caballería que la novela cervantina recrea no equivale a proclamar la muerte del ideal en sí, como veremos proclamar más adelante a Heine, sino sólo del ideal históricamente encarnado en la caballería medieval. No obstante, también Hegel procede a esbozar una intensa idealización del caballero hasta transformarlo en un héroe sublime a la manera de Schlegel y de Schelling. Don Quijote se nos presenta como un héroe fundamentalmente noble, seguro por completo de sí mismo y de su causa, grande y genial en su firme determinación, bien dotado de múltiples prendas y adornado de los más bellos rasgos de carácter, todo lo cual le hace aparecer siempre como una figura atractiva.
Aunque declarado enemigo de los idealistas, como Schelling y Hegel, a los que en casi todas sus obras reserva críticas despiadadas, Schopenhauer, no obstante su antipatía, comparte lo esencial de la estética de los idealistas y románticos, así como la visión del Quijote como una alegoría filosófica, como se puede comprobar en la exposición que hace de su teoría estética y de las escasas líneas que le dedica al Quijote en el tercer libro de su gran obra maestra El mundo como voluntad y representación (1818, 2ª y 3ª ediciones ampliadas en 1844 y 1859 respectivamente). Comparte con ellos las doctrinas del significado metafísico del arte, pues en éste el artista representa y expresa ideas, aunque el arte no es una forma de conocimiento conceptual, como la ciencia, sino intuitivo, y por tanto de la afinidad del genio artístico con el filósofo; la de que la poesía o la literatura es más apta que las artes plásticas para expresar la vida del espíritu o del hombre; asimismo coincide con ellos en exaltar el valor de la alegoría como medio de expresión artística, especialmente en la poesía o literatura, no así en las artes plásticas, donde Schopenhauer cree que su rendimiento es menor. Pero en la poesía la alegoría tiene efectos excelentes, pues está perfectamente adaptada para la expresión alegórica. Esta disposición natural de la poesía para la alegorización se explica en virtud de la naturaleza misma del material con que trabaja el creador literario, las palabras como portadoras inmediatas de conceptos.
A diferencia de las artes plásticas en las que la alegoría conduce desde la intuición dada de la idea, el verdadero objeto de todo arte, hasta el concepto o pensamiento abstracto, con lo que el arte se degrada, pues, al prevalecer el concepto sobre la intuición de la idea, se sirve a un fin totalmente ajeno al arte, cuyo verdadero fin es comunicar la idea captada intuitivamente por el artista, en la poesía, en cambio, sucede lo inverso, esto es, que, para alegorizar, se parte de las palabras como vehículos inmediatos de conceptos y se llega como fin a lo intuitivo mediante imágenes, de cuya representación ha de encargarse la fantasía estimulada del lector o escuchante. De ahí la eficacia de la capacidad alegorizadora y, en general, para establecer comparaciones de las artes poéticas, de la que Schopenhauer nos ofrece una larga lista, encabezada precisamente por Cervantes, del que el filósofo alemán elogia la belleza con que en un pasaje del Quijote aquél expresa el pensamiento de que el sueño nos sustrae de todos los sufrimientos espirituales y corporales, al escribir que «es un manto que cubre al hombre entero».
Pero una cosa es el uso disperso de alegorías en una obra de arte, los cual se encuentra en toda suerte de arte poética o género literario, y otra la concepción misma de aquélla como una alegoría que da unidad a todo su material. A su vez, la alegoría como forma global de una obra de arte puede ser manifiesta o explícita y en esta categoría coloca como obra única e incomparable el Criticón de Gracián, a la que años después en Sobre la voluntad en la naturaleza (1836), llegará a ponderar como «la más grande y más hermosa alegoría que tal vez se haya escrito» (op. cit., Alianza Editorial, 1987, pág. 75); u oculta o tácita, categoría en la que sitúa el Quijote ocupando el primer rango y en segundo lugar Las aventuras de Gulliver (que él cita no por su título original sino con el modificado Gulliver en Liliput) como obras «encubiertamente alegóricas», una idea que, en su aplicación a la magna novela cervantina, revela el influjo en Schopenahauer de la hermenéutica romántica del Quijote inaugurada por los Schlegel. Por lo demás, el escueto pasaje que el filósofo del pesimismo dedica al comentario del gran libro de Cervantes como alegoría filosófica se resume en tres ideas fundamentales, en las cuales se desvela su contenido:
En primer lugar, el Quijote es una alegoría de la vida humana, con lo que en él se cumple, de acuerdo con la teoría literaria de Schopenhauer, el más alto destino de la poesía que es la representación del hombre tal como se expresa en la cadena o serie conexas de sus pensamientos, acciones y afectos, esto es, en el flujo de su vida.
En segundo lugar, el Quijote no es una mera alegoría de la vida humana sin más, sino de la vida de todo hombre que persigue un ideal, que domina su pensamiento y su voluntad. Evidentemente, Schopenhauer está pensando aquí en el protagonista del libro (de hecho el no cita el libro de Cervantes como el Quijote sino como Don Quijote, cosa por otro lado habitual en su tiempo), al que erige en símbolo trascendental de los hombres cuya vida es un esfuerzo por la búsqueda e implantación del ideal. Es curioso que Schopenhauer deje aparte a los demás hombres que lo que pretenden es más bien procurarse única o preferentemente su bienestar personal, a los que priva de un simbolismo literario, cuando tenía a la mano una fácil solución, como hemos visto en otros autores, como es la de asignar a Sancho Panza semejante papel simbólico; al no hacerlo la exégesis alegórica del Quijote practicada por el filósofo alemán queda incompleta y pasa a ser sólo una alegoría parcial de la vida humana. En otras referencias dispersas en la obra de Schopenahuer a la magna novela cervantina no enmienda lo que desde sus propios presupuestos hermenéuticos es un yerro.
En tercer lugar, aunque de una forma meramente sugerida e imprecisa, Schopenauer apunta a la idea de un conflicto entre el hombre que persigue el ideal y el mundo, en el que se supone que lucha por implantarlo. Pero se limita meramente a decir que el hombre que persigue el ideal «hace un extraño efecto en este mundo», sin entrar desgraciadamente en consideraciones o detalles sobre el exacto significado de este aserto.
En suma, Schopenhauer hace suyos los elementos capitales de la hermenéutica romántica e idealista del Quijote, a lo que él se veía en cierto modo determinando por su propio ideario estético, muy afín, como hemos visto, al de los románticos e idealistas, un ideario que, al igual que a éstos, también le inducía a él a interpretar el Quijote como una obra dotada de un profundo significado filosófico. Lamentablemente nunca halló tiempo para comentarlo con más amplitud y hemos de conformarnos con el conciso pasaje que le dedica en su obra maestra y que pasamos a citar:
«Dos obras encubiertamente alegóricas son Don Quijote y Gulliver en Liliput. La primera hace una alegoría de la vida humana de todo hombre que no pretende, como lo demás, procurarse únicamente su bienestar personal, sino que persigue un fin objetivo, ideal, que se ha apoderado de su pensamiento y voluntad; con lo cual hace un extraño efecto en este mundo». El mundo como voluntad y representación I, Editorial Trotta, 2004, cap. 50, pág. 296.
Lo único que encontramos es escuetas referencias al Quijote en otros libros suyos, especialmente en Parerga y Paralipómena (1851), pero casi todas irrelevantes o relativas a cuestiones menores, excepto dos. Alusiones, por ejemplo, a la riqueza de la conciencia de Cervantes cuando escribió su gran libro en una incómoda prisión en el primer volumen de esta obra; o a la falta de memoria cometida por Cervantes relativa al asno de Sancho Panza, a la que quita importancia, en el segundo volumen del mentado libro. Sólo dos alusiones de este segundo volumen de Parerga y Paralipómena son aprovechables y sirven para complementar y ampliar el esbozo hermenéutico arriba expuesto. En la primera de ellas arremete contra las novelas que incurren en el extravío de representar falsamente la vida y así suscitan entre los jóvenes expectativas que nunca se cumplirán, lo que considera que puede tener en muchos casos un pernicioso influjo sobre sus vidas, y excluye al Quijote de este reproche, pues es a la vez una representación verdadera de la vida, que por tanto actúa en sentido opuesto, y un antídoto contra las malas novelas y sus efectos perniciosos sobre los jóvenes, en la medida en que es una representación satírica de aquél extravío (op. cit., Editorial Trotta, secc. 376, pág. 645).
En la segunda de ellas sigue insistiendo en la idea del Quijote como representación de la vida y encomia hasta tal punto la verdad y fidelidad de esta representación que, de entrada, sitúa la obra en la cumbre de la novela junto con Tristram Shandy de Sterne, la Nueva Eloísa de Rousseau (una valoración sorprendente) y Guillermo Meister de Goethe, que constituyen, según él, la corona de su género por predominar en ellas la representación de la vida como vida interior sobre el aspecto externo de ésta, lo que se manifiesta en el hecho de que, según Schopenhauer, se trata de novelas en que hay poca acción. En el Quijote no sólo hay poca acción, sino que la que hay es irrelevante y además acaba en broma, lo que coloca, pues, a esta novela en un peldaño superior en comparación con las otras tres, pues contiene, según se desprende de lo anterior, un mayor predominio de la representación del lado interior de la vida que del exterior, aunque desgraciadamente no nos ofrece comentario alguno de la magna novela desde esta perspectiva hermenéutica (cf. op. cit., secc. 228, pág. 453).
Lo único que podemos añadir es que el elevado mérito literario que Schopenhauer concede a la representación artística de la vida con predomino de su dimensión interior sobre la exterior se fundamenta en su concepción del arte en general y de la novela en particular. Sostiene, en efecto, que «el arte consiste en dar el mayor movimiento a la vida interior con el mínimo uno de la exterior», lo que, a su vez justifica sobre la base de que la vida interior es el verdadero objeto de interés para los hombres. Y aplica esta idea general a la novela, de la que considera precisamente como su rasgo característico, de toda la gradación de las novelas desde las de mayor rango literario hasta las más vulgares novelas de caballeros o bandidos, la relación de dominio de la representación del núcleo interior de la vida sobre su cara exterior y si es así el valor literario de una novela «será superior y más noble cuanta más vida interior y menos exterior [cursivas de Schopenhauer] represente» (ibid.). Así se explican la grandeza y superioridad del Quijote en comparación con las demás novelas, una grandeza que es aún mayor por el hecho de que en la escasa e insignificante acción que la caracteriza, según Schopenhauer, se trata de acciones o sucesos cotidianos que Cervantes consigue hacernos interesantes, lo que es otro mérito añadido, pues, conforme a su concepción de la tarea del escritor de novelas, supuesta la irrelevancia del aspecto exterior de la vida manifestado en los hechos o acontecimientos, la función del novelista es la de hacer interesantes los pequeños acontecimientos y no relatar los grandes.
Hay un aspecto más en el que muy verosímilmente, en el supuesto de que Schopenhauer hubiera prestado más atención al comentario del Quijote, se habría fijado. Se trata de que esta novela ofrece una imagen de la vida que se acomoda perfectamente a la idea de la vida de Schopenhauer como una tragicomedia, según la cual nuestras vidas, en lo que contienen de sufrimiento y de miseria, tienen el carácter de una tragedia, en la que no nos está permitido mantener la dignidad de los personajes trágicos, pero en muchos detalles de la vida somos irremediablemente ridículos personajes cómicos (véase El mundo como voluntad y representación I, libro 4º, secc. 58, págs. 380-1). Es difícil evitar pensar que el filósofo alemán no viese en don Quijote como figura trágica, cuya vida se teje de calamidades y fracasos y, por tanto, de sufrimiento, y a la vez cómica y frecuentemente ridícula una cabal representación de su visión tragicómica de la existencia humana.
No se piense, sin embargo, que el Quijote constituye la más alta y profunda representación artística de la vida, por más que su representación del núcleo interior de la vida mediante una acción reducida a su mínimo y desenvuelta a través de sucesos ordinarios, incluso vulgares, dignificados por el genio artístico de Cervantes, eleve su libro al lugar más alto de la jerarquía de las novelas. No es así porque dentro de las artes cabe aún una más elevada y profunda representación de la vida, que es la que, conforme a su teoría estética, nos ofrece la música, la cual no copia o representa la vida como fenómeno, sino que nos presenta o revela directamente la esencia misma de la vida, que es la voluntad como cosa en sí, una revelación de la que sólo es capaz la música. Ni tampoco es la más alta representación de la vida dentro de las artes literarias, pues por encima de la novela está la tragedia, en la cual se representa más realmente aún la índole de la vida, en la medida en que se refleja, de un lado, el aspecto terrible de ésta (el dolor, las calamidades de la humanidad, los azotes de la maldad y hasta su triunfo, el dominio del azar, el irremediable fracaso de lo justo y lo inocente, &c.) y, del otro, el aspecto conflictivo de la vida, que la tragedia no sólo nos lo muestra de la forma más plena y atroz, haciéndolo visible en el sufrimiento de la humanidad, sino que además nos revela la fuente última de los conflictos de la vida en la propia humanidad, por causa de los entrecruzados afanes de la voluntad de vivir de los individuos, de la maldad y equivocación de la mayoría de los hombres.