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El Catoblepas, número 127, septiembre 2012
  El Catoblepasnúmero 127 • septiembre 2012 • página 2
Rasguños

En torno a la distinción
entre «Conceptos» e «Ideas»

Gustavo Bueno

A propósito del «ensayo etimológico»
La Mesa, de Víctor Martínez Patón

precursor del siglo XV de un clave de mesaclavicembalo de mesa barroco
A la izquierda un precursor del siglo XV de un clave de mesa y a la derecha un clavicembalo de mesa barroco: una representación de la transformación evolutiva de las cosas musicales tecnológicamente conceptualizadas, en cuanto proceso previo o independiente de la transformación de las palabras con las cuales tales cosas (o instrumentos musicales) se designan.

1. El magnífico «ensayo etimológico» La Mesa, publicado en el número anterior de esta revista por Víctor Martínez Patón, ofrece una ocasión muy buena para contrastar la distinción entre conceptos e Ideas que venimos utilizando para diferenciar a las ciencias categoriales (supuesto que éstas se muevan en el «territorio de los conceptos») de la filosofía que (sea idealista, sea materialista) se movería en el «territorio de las Ideas».

El «mapa del mundo» de los filósofos de cuño idealista (Kant o Husserl) tendería a reservar a las Ideas un territorio ontológicamente separado del territorio en el que se mueven los conceptos: el territorio de los conceptos sería siempre inmanente al mundo empírico, al mundo de los fenómenos visibles y sensibles (por ejemplo, la Lingüística, como ciencia del lenguaje, debería atenerse, como decía Harald Weinrich, a las explicaciones lingüísticas, dejando de lado las explicaciones psicológicas, o fisiológicas, o filosóficas). El «territorio de las Ideas» habría que situarlo «más allá» del mundo fenoménico, acaso en un mundo metafísico, en el «Cielo» (el mundo celeste platónico o la mente de Dios…), o en la «Tierra» (en la conciencia pura de los hombres que en ella viven).

El «mapa del mundo» de las filosofías de cuño materialista rechaza de plano esta separación «ontológica» de los respectivos territorios designados como «lugar» de los conceptos o de las ideas. Las Ideas, como los conceptos, proceden de la misma «experiencia pragmática terrestre», lo que no significa que esa experiencia sea homogénea, continua y armónica; supondremos que es múltiple, heterogénea, discontinua y conflictiva. Si el materialismo filosófico rechaza el dualismo idealista de los dos mundos (el «mundo sensible» y el «mundo inteligible») no lo hace en nombre de un monismo de principio, sino en nombre de un pluralismo radical que comienza por no reconocer la supuesta unidad del «mundo sensible» (sabemos, sobre todo desde Johan Müller, por su doctrina acerca de la «energía específica» de los sentidos, que el «mundo de las sensaciones» no es un conjunto continuo, sino un conjunto discreto de contenidos inconmensurables, tales como colores, sonidos, olores, sabores…). Suponemos también que la «experiencia empírica» no es definible en función de unos contenidos sensibles previos a los conceptos, puesto que lo decisivo de la experiencia, en cuanto «fuente» de conceptos, es su operatoriedad pragmática. Si consideramos a los referenciales corpóreos como primeras figuras del eje semántico de las ciencias positivas, no es tanto por su estructura material-corpórea, sino por su involucración con las operaciones de los sujetos pragmáticos operativos. La pluralidad de experiencias conceptualizadas, cuanto a su alcance más allá de la escala pragmática-tecnológica, se manifiesta en la pluralidad de las categorías conceptuales que se corresponden con los campos de las ciencias positivas.

Ahora bien: ninguna organización de conceptos categoriales «agota» su propio campo. Lo que significa que entre las diferentes categorías conceptualizadas científicamente, aparecen conexiones y relaciones que obviamente desbordan los límites de cada categoría. Tales «desbordamientos» constituyen las fuentes primarias de las ideas.

2. El «lenguaje de palabras» ha constituido, desde siglos (por ejemplo, desde los gramáticos griegos, tales como Platón, Aristóteles, Crisipo o Diógenes de Babilonia), uno de los campos de conceptualización más fértiles. Y las «ciencias» o las «tecnologías» lingüísticas, entre ellas la Etimología, han llevado siempre la delantera dentro del conjunto de las llamadas «ciencias humanas». En el periodo de positivización de las ciencias, la Lingüística ha estado siempre en la vanguardia de las ciencias humanas (lo que no ha sido siempre reconocido por «los filósofos»). Basta recordar los nombres de Bopp, Schleicher, de Saussure, o Hjelmslev.

3. Ahora bien, las conceptuaciones (tecnológicas o científicas) «lingüísticas», ¿tienen capacidad para agotar los campos lingüísticos correspondientes, de suerte que pudiera aplicarse aquí el dictum de M. Schlick respecto del espacio («no puede decirse nada acerca del espacio fuera de la Geometría»): «No puede decirse nada acerca del lenguaje fuera de la Lingüística.»

Muchos (los practicantes del llamado «giro lingüístico», desde Wittgenstein, de la «filosofía analítica») han ido aún más lejos, y han defendido la tesis de que el análisis de las ideas filosóficas o es análisis del lenguaje, o no es nada inteligible; y suelen poner como prueba histórica principal a Platón (la teoría de las ideas de Platón, que suele ser considerada como la primera doctrina filosófica desprendida de la metafísica presocrática, podría reexponerse íntegramente a título de análisis de los «clasemas» de la lengua griega clásica).

Desde las coordenadas del materialismo, y aún reconociendo la congruencia de principio de estos planteamientos de la «filosofía analítica», es preciso rechazar enteramente tales pretensiones. La razón fundamental es esta: los lenguajes de palabras no son originariamente ellos mismos expresión de Ideas (según aquello de que «pensar es hablar»); ante todo porque los lenguajes de palabras son expresión de cosas, de referencias (Wörten und Sachen), o de operaciones con cosas corpóreas, en su proceso de conceptualización. El lenguaje de palabras no es el originario, puesto que él presupone (como la investigación neurológica y paleontológica van cada vez demostrando con más contundencia) un «protolenguaje afónico» previo, de naturaleza operatoria o mímica. En el «lenguaje mímico» (de las manos, de los brazos, de los gestos, de los movimientos de los músculos estriados del rostro o de la lengua) podemos encontrar las fuentes de las ideas más primarias, involucradas en los primeros conceptos. El «creador de las palabras» –el onomatourgos–, del que habló Platón en Cratilo 389a, habría imitado no tanto directamente las cosas (en las onomatopeyas) sino las operaciones mímicas a través de las cuales el protolenguaje gestual comenzó a «delimitar», en un determinado grado de claridad y distinción, las cosas mismas. La mímica que acompaña todavía en nuestros días al lenguaje fonético ordinario no es un mero ornato o acompañamiento superestructural de unas palabras que estarían expresando directamente «pensamientos» (conceptos o ideas); son las palabras las que refuerzan a los gestos, a los conceptos e ideas en ellos involucrados.

4. Volvamos a la mesa. Martínez Patón nos ha prestado un servicio inapreciable al seleccionar, desde su sólida formación en lenguas clásicas, un conjunto de etimologías del término español «mesa» y de sus correspondientes en otros idiomas. Y gracias a esta selección se nos hace posible contrastar las diferencias entre la «escala de los conceptos» propia de la Etimología y la «escala de las Ideas» que desborda obviamente la disciplina etimológica, aún presuponiéndola.

Tras esta confrontación comprobamos (o corroboramos), no sin cierto asombro, la inconmensurabilidad de los conceptos de mesa ofrecidos por las etimologías que Martínez Patón nos ofrece y de la Idea de mesa con la que el mismo Martínez Patón abre su ensayo (y que, como él mismo recuerda, expusimos en la revista El Europeo, nº 47, de 1993, y reexpusimos hace poco, «a petición del público», en la Tesela nº 35).

La etimología (que Platón utilizó ampliamente en su Cratilo para excavar, a partir del lenguaje, en sus orígenes) es sin duda el mejor camino, y acaso el único, para abrir el túnel capaz de conducirnos desde los significados actuales de las palabras a los significados primitivos, pero no por ello más claros y distintos, sino, por el contrario, más primarios, oscuros y confusos.

Brevemente: ninguno de los conceptos de mesa ofrecidos por la selección etimológica recogida en el artículo que comentamos es «conmensurable» siquiera con la Idea filosófica de mesa de referencia; por el contrario, estos conceptos delimitados por la Etimología requieren ser sometidos a crítica retrospectiva cuando los analizamos desde la perspectiva de una idea filosófica.

Ante todo, diremos que la etimología confirma la tesis acerca del carácter deíctico del lenguaje de palabras, y en este punto la característica «carácter deíctico» puede interpretarse a la luz de la tesis de la subordinación del lenguaje de palabras al lenguaje y a las conceptualizaciones propias de un lenguaje mímico previo. Quien lee, o escucha en un mismo tono de voz, tres definiciones de mesa tales como las que siguen:

(1) «Mesa es el suelo de las manos»,
(2) «Mesa es el tablero para soportar alimentos dispuestos para ser consumidos por un grupo» (Varrón puntualizaba, Lingua latina, V, 25 118, sin embargo –lo que convertiría a esta etimología en una petición de principio– que su etimología se refiere a la «mesa de comer», a la que «denominaban cilliba; ésta era cuadrada como aún ahora lo es en los campamentos; recibió la denominación de cilliba a partir de cibus, ‘alimento’»; Varrón añade algo más: «después se hizo redonda y, dado que según nosotros [los romanos] estaba en medio y según los griegos mésa, ‘en medio’, pudo haber recibido la de mensa, a no ser también porque, tratándose de alimento, la mayor parte de las cosas las ponían allí medidas (mensae)») y
(3) «Mesa es un mueble de cuatro patas»,

puede fácilmente considerar estas tres interpretaciones-definiciones como tres versiones o interpretaciones de un mismo objeto, la mesa deíctica. Y si la interpretación (2) o la (3) van asociadas a etimologías del término «mesa» o de sus equivalentes latinos o griegos (tabula, trapeza), la definición (1) podrá ser interpretada como un concepto atribuible acaso a un escritor alejandrino, a un padre de la Iglesia, o a un escolástico anónimo.

Sin embargo, esta ecualización de las tres definiciones enumeradas sería totalmente engañosa, porque la interpretación (1) no es una definición etimológica (diamérica, en el contexto de un lenguaje de palabras, sino metamérica, por cuanto pretende desbordar ese lenguaje de palabras), mientras que las interpretaciones (2) y (3) mantienen entre sí otro orden de relaciones (diaméricas, diferentes, por tanto) a las que mantienen (1)/(2) o (1)/(3).

Las definiciones (2) y (3) mantienen entre sí las relaciones propias que convienen a un todo respecto de algún cuerpo asociado a él por contigüidad (alimento) o a algún componente suyo («tablero», o «cuatro patas»). En cambio, la definición (1) no trata de explicar el todo, la mesa, a partir de componentes suyos o de términos asociados por contigüidad, porque precisamente procede distanciándose del objeto (del «todo» deíctico mesa) y asumiendo las relaciones con los sujetos operatorios que la «manipulan», y que desbordan ampliamente el «todo» de referencia (por ejemplo, «suelo» es una estilización de la superficie terrestre esférica, y que podía haberse llamado trapezosfera).

Desde un punto de vista antropológico-filosófico la mesa no podría considerarse como un concepto configurado por un «entendimiento», por una «mente» que recibe revelaciones o formas a priori, o abstrae inductivamente conceptos a partir de sensaciones, sino a partir de una experiencia práctica operatoria ejercitada por el primate bipedestado, cuyas «manos flotantes» buscaban el sustituto del suelo perdido tras la bipedestación.

Y es desde esta idea evolutiva de mesa desde donde podemos constatar («críticamente») la casi nula capacidad de abstracción de nuestros antepasados, los «legisladores del lenguaje», los onomatourgoi. Por ejemplo, la etimología del mensa latino (pastel, comida, alimento) demuestra que quienes llamaban mensa a la plataforma sobre la que, de hecho, ponían con sus manos o con sus bocas los alimentos (acaso para un convivium religioso), no habían delimitado directamente la idea de mesa, sino que, suponiéndola deícticamente y «ejercitándola prácticamente», la designaban indirectamente mediante una vulgar metonimia (similar a la que, en su momento, transformaría el término latino mappa, pañuelo, en el dibujo cartográfico trazado sobre él).

Asimismo, desde la Idea de mesa, podremos ver retrospectivamente a la trapeza griega (cuatro pies) o a la tabula latina (plancha, tablero) como dos torpes sinécdoques (pars pro toto) que, dando por supuesta deícticamente la mesa, la conceptualizaban atendiendo a los objetos circunstancialmente manipulados en ella, o a las notas accidentales (los cuatro pies que soportaban el tablero, como si no pudiera haber mesas con dos pies, con un pie o con ninguno), o, en todo caso, lisológico-genéricos, por cuanto el tablero o la plancha podrían estar presentes en prágmata o cosas distintas de las mesas, como pudieran serlo un podium o el techo de una casa.

Así pues, el grado de «profundidad etimológica» del análisis lingüístico no garantiza tanto el acceso a las Ideas originarias, cuanto la constatación de la rudeza y del primitivismo conceptual de nuestros antepasados. Sólo desde una Idea de mesa considerada, por su capacidad coordinadora, envolvente y reductora, como verdadera, podemos medir las limitaciones –por no decir la pobreza– de los conceptos expresados por las palabras y podemos constatar, en consecuencia, hasta qué punto las ideas no emanan exclusivamente del lenguaje de palabras, como pretenden tantos partidarios de la filosofía analítica y, en general, quienes se mantienen prisioneros de la ideología cabalístico metafísica que se atiene a la revelación bíblica (In principio erat verbum). Y que, en consecuencia, consideran a la hermenéutica cabalística, teológica o etimológica, como la fuente principal del significado de las palabras que Dios nos habría dado. Desde el punto de vista del materialismo filosófico, el «Ser» –el Ser del Universo en el que vivimos– no se funda por la palabra, como pretendió Heidegger, sino por las manipulaciones capaces de delimitar a las cosas que constituyen este mundo.

 

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