Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 127 • septiembre 2012 • página 10
En el que hasta ahora es su último libro{1}, Pedro Carlos González Cuevas analiza los sistemas de ideas de tres pensadores en principio muy distintos, a los que sin embargo une una perspectiva secular, frente al paradigma confesional mayoritario en la derecha española. En su breve pero sustanciosa introducción, el autor aborda la situación intelectual de la derecha española hegemónica, representada por el Partido Popular y que describe en tonos sombríos, habiéndose mostrado «incapaz de promover un proyecto cultural digno de ese nombre» y más propensa a «sustituir al intelectual y al pensador político por el agitador mediático y el polemista». Algo, por otra parte, evidente para quien hojee de vez en cuando los diarios conservadores más difundidos, desde El Mundo a La Razón.
Los tres estudios reunidos en este libro tienen, por otra parte, el objeto de una reivindicación. La de Maurice Barrès rinde justicia a un escritor que supo articular «una alternativa político-cultural a las instituciones de la III República» en Francia, pero a la vez aceptaba hechos irreversibles como la imposibilidad de restaurar la monarquía o la diversidad confesional del país, algo que lo distinguiría de la Action Française que reivindicaría su legado. Típico representante de la visión del mundo conservadora, caracterizada por el énfasis en los límites del ser humano y no en sus virtualidades, mostrará su desprecio a la igualitaria educación pública republicana en su novela Los desarraigados, y su rechazo al legado de la Ilustración cuando se niegue a apoyar el homenaje a Jean-Jacques Rousseau. Nacionalista por encima de todo, se degradó al rango de panfletario en sus artículos de prensa durante la Gran Guerra. Pero para González Cuevas, lo que distingue principalmente al pensamiento político de Barrès es su relativismo (también podría decirse su maquiavelismo) por el que su norma era situarse «en el punto en que todas las cosas se disponen a la medida de un francés», para actúar desde ahí. De ese modo, quería una política conciliadora con la Iglesia, a pesar de su ateísmo, para facilitar la unanimidad nacional y para que las órdenes religiosas, como en otras épocas, expandieran el prestigio de Francia por el mundo; y, si durante casi toda su vida, y sobre todo durante el affaire Dreyfus, diera aire libre a su antisemitismo, cambió de manera radical en este punto al comprobar el patriotismo francés de los hebreos durante la Primera Guerra Mundial. Finalmente, el único asidero estable de Barrès, su célebre lema de «la tierra y los muertos», que sintetiza como pocos el ideal inmovilista conservador, y al que Unamuno, como liberal, opondría el de «la Humanidad y los vivos», lo predestinó a una interpretación idealizada de España como país detenido en la Edad Media, en perfecta identificación con una Iglesia militante que habría logrado la fusión de Oriente y Occidente, tal como la presentó en El Greco, o el secreto de Toledo. González Cuevas repasa con detalle la recepción literaria de Barrès en España, desde los comentarios triviales sobre «el carácter hispánico de la fisonomía barresiana» a su acogida positiva, sobre todo por Azorín, y reticente o negativa, por casi todos los demás, destacando el significativo desdén de un Ramiro de Maeztu, que rechazaba los estereotipos sobre España tan frecuentes en Barrès. En cuanto a su recepción política, fue muy reducida, pues en España, como constata González Cuevas, «no existía un espacio intelectual o político para una derecha de tipo barresiano». Tan sólo su federalismo suscitaría interés en algunos sectores del nacionalismo catalán, que para colmo se toparían con el rechazo de Barrès, hacia el carácter, a su entender demasiado pragmático, de los catalanes. Su nacionalismo laico sería rechazado mayoritariamente, y su germanofobia lo acabaría de hacer inasimilable para los sectores germanófilos partidarios de una modernización conservadora.
El segundo de los estudios está dedicado a José Ortega y Gasset, a quien a estas alturas nadie debería disputar su rango del más importante intelectual conservador de la historia de España, a pesar de su inicial apoyo a los socialistas, y de la importancia del orteguismo de izquierdas desarrollado por algunos de sus discípulos. La teoría de las minorías selectas, que en sí podría haber tenido un enfoque de izquierdas (asegurando el acceso a la instrucción de todos los españoles indistantamente de su posición económica) no vino acompañada en Ortega nunca por medidas que corrigieran los desequilibrios existentes. A partir de la Revolución rusa, el pensamiento de Ortega, como ya analizara detalladamente Antonio Elorza,{2} enfatiza sus rasgos conservadores, con un creciente pesimismo antropológico y un temor antirrevolucionario contenido por su rechazo a una derecha española obcecada en un antimodernismo confesional. González Cuevas repasa la recepción del pensamiento político de la madurez orteguiana, condicionada en los años treinta por «la inexistencia de una derecha genuinamente republicana», y durante el franquismo, por el carácter laico de su filosofía, inaceptable incluso para sus seguidores más fervientes. Se repasan «las ofensivas clericales» que Ortega hubo de sufrir durante el franquismo, y que ya contara con estilo insuperable Gregorio Morán (al que por cierto no se cita){3} y que condenaron a la marginación a un pensador que en los años cuarenta había radicalizado sus críticas a la democracia y cuyo pensamiento se basaba en una concepción netamente conservadora que partía «formalmente de las negatividades humanas, de sus inexorables limitaciones». El profesor González Cuevas renuncia a opinar sobre las tomas de posición más cuestionables de Ortega, como su inicial apoyo a la dictadura de Primo de Rivera y su paso a la oposición a raíz de que éste censurara personalmente un artículo orteguiano sobre la organización territorial. La pretensión frustrada de Ortega, relatada en el mencionado libro de Gregorio Morán, a orientar, de algún modo, los discursos del caudillo, muestra esa vocación de «consejero de príncipe» que resulta uno de los rasgos que nos resultan hoy en día más cuestionables por parte del ensayista madrileño. El capítulo sobre Ortega termina declarando que «es preciso seguir leyendo a Ortega. El mundo acerca del cual escribió se parece mucho al nuestro. Los acontecimientos más recientes han venido a mostrar que sus diagnósticos distan de haber perdido vigencia; y que los peligros que denunciaba eran y son reales». Tratándose de un escritor que diagnosticó tanto y tan apresuradamente, y que apostó por soluciones en ocasiones contrapuestas, habría sido de agradecer que el profesor González Cuevas hubiera especificado qué parcela de la feraz obra orteguiana es aún susceptible de cultivo.
El tercer capítulo resulta el más extenso y se dedica al pensamiento de Gonzalo Fernández de la Mora, que el autor engloba bajo el marbete de la «Aufklärung conservadora», sin que sepamos muy bien por qué no utiliza el castellano «Ilustración» para decir lo mismo. El caso del ensayista gallego es el menos conocido y sin embargo el más inquietante en nuestros días, por su concepción tecnocrática del ejercicio del poder. González Cuevas traza la etopeya de un escritor formado por los jesuitas y los teóricos de Acción Española, al que sin embargo su talento y vocación intelectual le hizo forjarse un pensamiento propio, con el consiguiente aislamiento entre las banderías del franquismo. Su independencia ya se mostró en sus reticencias ante el fervor que despertaban las charlas metafísicas de Xavier Zubiri, de quien censuraría sus largos años ágrafos, o en su reivindicación del nazismo después de 1945, elogiando a Carl Schmitt por no haberse «rendido a la ideología de los vencedores». Durante su etapa formativa en la República Federal Alemana{4} llegará a la conclusión de la necesidad de «eliminar el ingrediente religioso de la política» y centrar la política en posibilitar el desarrollo económico en el marco de un régimen autoritario. En su libro El crepúsculo de las ideologías (1965) apostó por un «Estado tecnoautoritario» donde predominaran los expertos sobre los ideólogos y el poder ejecutivo sobre el legislativo. No faltaron en aquellos años los arbitristas que trazaron planes para un «franquismo sin Franco», como hiciera Vicente Marrero con su La consolidación política. Teoría de una posibilidad española (1964), del que Fernández de la Mora se distancia por estar en desacuerdo con su antiliberalismo y su base confesional. Pero la labor más meritoria del autor gallego sería la abundante crítica de libros realizada en ABC y que iría reuniendo en los tomos sucesivos de Pensamiento español, donde se revelaría como un ensayista agudo y de buena pluma, que dejaría en su lugar a mediocres epígonos como Julián Marías (quien se vengaría excluyéndolo de su polémico Diccionario de literatura), declarando como los discípulos más valiosos de Ortega a Xavier Zubiri y a dos filósofos exiliados: José Gaos y Joaquín Xirau. De hecho, Fernández de la Mora se distinguiría por contribuir a la «recuperación y rehabilitación de la cultura española desarrollada fuera de sus fronteras», esto es, del exilio republicano, destacando su valoración de un poeta como Luis Cernuda, maldito para los corifeos del franquismo, o de Eduardo Nicol, cuya obra, a pesar de algunas obras recientes, precisa aún de revalorización. En esta recuperación del exilio, Fernández de la Mora se apartaría de los tópicos sobre el exilio difundidos por la mayoría de autores franquistas.{5} Desgraciadamente, el autor gallego soportaba mal la soledad del intelectual, de la que huiría volcándose en una carrera política, que culminó en su nombramiento como ministro de Obras Públicas, y que ilustra las limitaciones de una posición de intelectual ejercida en connivencia con el poder establecido, más aún cuando éste tiene carácter dictatorial.
Notas
{1} Pedro Carlos González Cuevas, Conservadurismo heterodoxo. Tres vías ante las derechas españolas: Maurice Barrès, José Ortega y Gasset y Gonzalo Fernández de la Mora, Biblioteca Nueva, Madrid 2009.
{2} Antonio Elorza, La razón y la sombra. Una lectura política de Ortega y Gasset. Barcelona, Anagrama, 1984.
{3} Gregorio Morán, El maestro en el erial. Ortega y Gasset y la cultura del franquismo, Barcelona, Tusquets, 1998. Véase también en mi libro Los (anti)intelectuales de la derecha en España. De Giménez Caballero a Jiménez Losantos, Barcelona, RBA, 2011, pp. 236-256.
{4} Es probable que el novelista Miguel Espinosa (1926-1982) tuviera en mente la trayectoria de Gonzalo Fernández de la Mora al crear al personaje de Cipriano Castillejo, seguidor de Carl Schmitt y Francisco Javier Conde y que, según cuenta el narrador, escribió su tesis siguiendo «un sistema inventado por los alemanes, que «sabían mucho», y adoptado por los españoles, que, al parecer, sabían menos; era la regla del saber oficial de aquellos tiempos». Miguel Espinosa, La fea burguesía, Madrid, Alfaguara, 1990, p. 19. Y vuelven a serlo de estos tiempos, estaría uno tentado de añadir.
{5} Véase el espléndido libro de Fernando Larraz, El monopolio de la palabra. El exilio intelectual en la España franquista, Madrid, Biblioteca Nueva, 2009, así como mi reseña en Cahiers de Culture et Civilisation Espagnole, 6 (2010). http://ccec.revues.org/3232
→ Pedro Carlos González Cuevas, «Puntualizaciones a un texto crítico», El Catoblepas, octubre 2012, nº 128, pág. 8.