Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 130 • diciembre 2012 • página 6
Después de Turgueniev y Dostoievski, el más importante esfuerzo realizado por un ruso para interpretar el Quijote es el desplegado por Dimitri Merejkowski. Poeta, novelista, pensador religioso y crítico literario, Merejkowski, hoy un autor prácticamente caído en el olvido, fue una figura señera en las primeras décadas del siglo XX y algunos de sus libros, especialmente sus novelas históricas, estuvieron entre los libros más leídos de su tiempo, como su célebre novela sobre Leonardo da Vinci. Pero también fue un destacado crítico que escribió una serie de notables ensayos sobre las más grandes figuras de la literatura rusa y universal, reunidos luego en su libro Los compañeros eternos (circa 1910; no hemos podido averiguar la fecha exacta de la primera edición rusa), que precisamente contiene un ensayo que, con el título de «Cervantes», está dedicado íntegramente al Quijote, pasando por alto el resto de la producción literaria de Cervantes.
Merejkowski, al igual que sus dos ilustres antecesores, propone una interpretación fiel a los postulados hermenéuticos de la concepción filosófica del Quijote de inspiración romántica. Su ensayo mejora notablemente las contribuciones de sus predecesores. Comparte con el de Turgueniev el enfoque sistemático del tema y se aparta del carácter disperso y especulativo de las reflexiones de Dostoievski, pero se diferencia de ambos en dos aspectos importantes: en que su aproximación al Quijote se atiene mucho más, como veremos, al material positivo del texto, evitando elucubraciones no respaldadas por éste, y en la gran importancia que concede a la figura de Sancho.
Merejkowski se agarra, como tantos otros estudiosos y críticos del Quijote, a la doctrina de que Cervantes fue un gran artista inconsciente de su genio, inconsciente de la profundidad de su inspiración creadora. El genio español no entrevió lo profundo y sublime de su obra, no concibió, en definitiva, su inmensa significación. Es más, en su conmovedora ingenuidad, Cervantes, lejos de comprender la profundidad y el significado de su inmortal novela, cree haber dado una justa valoración de ésta reduciéndola a un mero entretenimiento gustoso e inocuo, a atribuir mucho más valor a sus mediocre poesía, a la Galatea y a sus comedias y a darnos una estrecha y superficial definición del tema del Quijote que limita su obra a una protesta contra los libros de caballerías, lo que ha contribuido a difundir la opinión de que el Quijote no es más que una sátira ingeniosa dirigida contra los defectos ridículos y perniciosos de éstos. Pues bien, el escritor ruso se alza contra este género de interpretaciones literalistas que tacha de estrechas y superficiales y arremete contra ellas reprochándoles el error de encumbrar como idea principal y creadora de la obra entera una idea, la de ridiculizar la literatura caballeresca, que sólo puede ser secundaria y accesoria.
En pro de la tesis de que la composición del Quijote como sátira de los defectos de los libros de caballerías es sólo una idea secundaria y no la idea primordial de la obra, argumenta que, si fuera así, no se entendería bien que Cervantes haya escrito una obra como Persiles y Sigismunda, una obra seria, y no una burla o una parodia, en la que se imita de una manera sincera y entusiasta los modelos de la absurda literatura que volvió loco al pobre hidalgo de la Mancha y cuyo estilo es tan amanerado e hinchado como el de los libros de caballerías. En suma, si se admite que la idea madre del Quijote es el ser una parodia de los libros de caballerías, nos vemos obligados a admitir que lo que Cervantes intenta destruir con la mano derecha lo restaura con la mano izquierda; pero si renunciamos a pensar que el Quijote fue concebido primariamente como una burla de la literatura andantesca y que fue concebido según una idea profunda y de gran significación, entonces desaparece semejante hecho anómalo de que Cervantes termine escribiendo una novela del mismo género que había condenado en el Quijote.
Ahora bien, no es verdad que Persiles y Sigismunda sea una imitación sincera y entusiasta de los modelos de la absurda literatura que volvió loco al ingenioso hidalgo de la Mancha. A éste le volvieron loco los libros de caballerías, que es contra los que arremete Cervantes, y no obras del tipo del Persiles, que no es un libro de caballerías, sino un libro perteneciente al género de las llamadas novelas bizantinas. Es cierto que, como señala Merejkowski, el género de la novela bizantina adolece de defectos similares a los de los libros de caballerías y no sólo el del estilo hinchado y solemne, sino el de la introducción de muchos elementos fantásticos; el mismo Persiles, además de estar escrito en un estilo elevado y solemne, como correspondía al género, incluye episodios fantásticos, como el del licántropo, exóticos países septentrionales, muy libremente imaginados por Cervantes, seres y paisajes irreales; por tanto, muchas de las críticas que Cervantes dirige contra la literatura caballeresca se podrían extender igualmente al género de la novela bizantina; pero el hecho es que Cervantes no lo hace y que en el Quijote sólo se satirizan los libros de caballerías y, aunque la novela bizantina adolezca de fallos semejantes a los de éstos, el hecho es que Cervantes, por lo que fuera, no hizo de la novela bizantina blanco de sus ataques, quizá por el hecho de que no viese en esta clase de literatura, al ser un género minoritario, los peligros que percibía, como tantas otras personalidades de la época, en los libros de caballerías que gozaron de una gran popularidad, aunque cuando Cervantes escribe el Quijote éstos estaban en franco declive. El caso es que Cervantes no metía en el mismo saco los libros de caballerías y las novelas bizantinas y no hay por tanto anomalía o contradicción alguna, desde la perspectiva de Cervantes, entre parodiar primero los libros de caballerías y escribir luego una novela bizantina como el Persiles.
Además, el argumento de Merejkowski, en caso de ser correcto, sólo probaría una incoherencia por parte de Cervantes en su proceder en el Quijote censurando los libros de caballerías y luego remedando algunos de los defectos de éstos en el Persiles, pero no prueba que la idea madre del Quijote sea una idea de profunda significación, una tesis, que para poder defenderse, obliga a sus paladines a conferir a la novela un carácter alegórico. Esto ha de probarse por otras vías.
Lo cierto es que el escritor ruso cree haber despejado, si no probado, el camino para poder sostener que la idea primordial y creadora del Quijote no es la que lo concibe como una sátira de los libros de caballerías sino algo completamente distinto de lo que el autor no era consciente y que no percibió, algo de lo que emana el manantial de tragedia y humor que empapa todo el libro.
Y esa idea madre y creadora conforme a la cual Cervantes, arrastrado por la inconsciente profundidad de su inspiración creadora, compuso su magna novela es la antítesis filosófica inevitable entre el idealismo de don Quijote y el realismo de Sancho Panza, una antítesis que coloca el entusiasmo por el ideal y la abstracción libresca de don Quijote en eterna contradicción con el realismo y el sentido común de Sancho, y esto convierte a la pareja inmortal en símbolo trascendental de la humanidad en su conjunto, cada uno de los cuales representa una parte del ser humano:
«Un hombre culto, cuyo entusiasmo le arrastra a heroicas acciones, y un campesino cuyo sentido común confina con la sabiduría práctica, son los dos trágicos representantes de los dos hemisferios del espíritu humanos, eternamente separados, eternamente atraídos uno hacia otro: idealismo y realismo». «Cervantes», en El Quijote desde Rusia, pág. 73.
Ahora bien, el idealismo de don Quijote no es un idealismo abstracto e intemporal desencarnado de la historia, sino el idealismo medieval: «Toda la filosofía de don Quijote, escribe Merejkowski, se reduce al ingenuo idealismo medieval» (op. cit., pág. 71).Y precisamente se erige en un símbolo del idealismo como una de las dimensiones fundamentales de la naturaleza humana en la medida en que representa esta modalidad histórica de idealismo en su variante medieval. La ingenua filosofía idealista medieval de don Quijote es no tan sólo un componente esencial de la personalidad de don Quijote, sino la clave par entender el sentido de sus acciones o empresas y de su destino como personaje. Es indispensable, pues, conocer los elementos principales de la medieval filosofía de don Quijote, sin cuyo conocimiento no cabe entender al personaje y su historia.
El primer ingrediente de la ingenua filosofía idealista medieval de don Quijote es su credo caballeresco al que da una fundamentación teológica y que incluye una visión negativa y pesimista del mundo presente que requiere ser rescatado por la orden de la caballería andante por decreto divino. La feliz edad de oro es ya un lejano pasado, el presente histórico es triste y tenebroso, pues está dominado por la creciente potencia de las tinieblas y el futuro puede ser aún peor. Ahora bien, para resistir y vencer a la creciente potencia del mal, Dios ha enviado en misión sobre la Tierra a los caballeros andantes, de los que depende la salvación del mundo. Pero esta misión salvadora ya no se puede cumplir, porque la orden de caballería desapareció; para que se pueda cumplir, Dios, en su infinita sabiduría, ha escogido a don Quijote parar restaurar la orden de caballería andante; así que don Quijote se considera destinado por mandato divino a restaurar la orden de caballería y así combatir las potencias de las tinieblas para que triunfe el bien y la justicia, y cree firmemente en que Dios le guía en esta tarea. Y confiado en ello y convencido de que los destinos de la humanidad están en sus manos o, mejor dicho, en su brazo armado o en la fuerza de su brazo, el nuevo caballero andante se lanza al mundo para ejecutar tan alta misión.
Merejkowski, por mor de resaltar el medievalismo de don Quijote, pone énfasis en la «lúgubre visión del porvenir del mundo» que tiene don Quijote, quien según él, «considera sin esperanza los destinos de la historia y de la humanidad», lo que él considera un rasgo bien característico de la Edad Media. Pero independientemente de si esto es o no un rasgo característico de la Edad Media, dicho de don Quijote no es cierto sin más. Si lo que se quiere decir es que el mundo por sí mismo se verá dominado por las fuerzas del mal, entonces es correcta la afirmación del escritor ruso; pero lo que don Quijote realmente cree es que el mundo realmente puede salvarse y hacer triunfar el bien y la justicia gracias a la acción de la caballería andante restaurada por él y especialmente gracias a su propia intervención. Por tanto, don Quijote, si se atiende a esto último, no es pesimista sobre el curso del mundo, pues, si Dios le asiste, no duda en que con la fuerza de su brazo logrará enderezar la historia y proporcionar así un porvenir esperanzado a los hombres.
El pensamiento de don Quijote reúne otros rasgos que lo entroncan con la cultura medieval, entre los que Merejkowski destaca la profesión del caballero manchego de una fe ciega en vez de la libre investigación, la importancia que en su vida tiene la imitación en lugar de la originalidad y su sumisión a la autoridad exterior en lugar de un pensamiento independiente. Fe ciega, imitación y sumisión a la autoridad, especialmente la autoridad de los libros que considera como el supremo principio científico, son tres elementos discernibles en su pensamiento, pero en su vida suelen ir juntos, inextricablemente entretejidos. Prácticamente en todo lo que hace, en todas las aventuras que emprende se puede advertir esta unión de fe ciega, sumisión a la autoridad libresca, especialmente la de los libros de caballerías, e imitación de los modelos librescos como ideal, así como los absurdos a que le conducen.
Se podría seleccionar cualquier episodio de la novela como ilustración de esto, pero Merejkowski escoge el episodio de la penitencia de don Quijote en los riscos de Sierra Morena, donde la fe ciega en los libros de caballerías y la servil imitación de este ideal libresco, le inducen al absurdo de cometer una serie de locuras, en las que representa el papel de un hombre que muere de amor por el desdén de Dulcinea, sencillamente porque entre los caballeros andantes, como Amadís, hay usanza de morir de amor, e imita las excéntricas manifestaciones de una loca pasión y de la desesperanza, tal como las conocía por los libros de caballerías, dando en cueros brincos, volteretas y andando sobre las manos con los pies al aire. En este episodio, don Quijote sólo piensa, dice con acierto el escritor ruso, en no diferenciarse de las locas proezas del enamorado Amadís, el modelo predilecto de don Quijote.
Esto se puede generalizar a toda la vida de don Quijote, quien en todo lo que hace, y no sólo en asuntos de amor, sólo piensa en imitar las hazañas de los héroes caballerescos, aunque siempre con afán de superarlas. Pero la sumisión al libro de caballerías como guía de su vida va a tener un efecto sobre él muy distinto del que espera: el resultado va a ser un «absurdo heroísmo», empresas insensatas y absolutamente inútiles. Aquí tenemos otra vez el tema de la inutilidad del heroísmo y de las obras de don Quijote, que a nadie benefician, tan caro a Dostoievski, y al que también Merejkowski es muy sensible. Precisamente el sentido profundo de la vida trágica de don Quijote reside en que, aun cuando por sus cualidades morales se halla incomparablemente por encima de los que le rodean, su superioridad moral no rinde el menor beneficio para los hombres. Hay en él mucha bondad, mucha virtud, pero su idealismo libresco, una «escolástica sin vida», escribe Merejkowski, no puede indicarle el camino y fin que su abnegación debe perseguir. No sólo no ocurre esto, sino que incluso su superioridad moral es una maldición para él mismo, pues en ocasiones dramáticas no sólo sus afanes heroicos devienen absurdos sin que reporten bien para los que intenta socorrer, sino que incluso les perjudica. El escritor ruso ilustra este punto con el resultado en dos de las más instructivas aventuras de don Quijote. En la primera de éstas, la aventura del joven Andrés, por culpa de la torpe intervención de don Quijote, este muchacho es azotado por su amo después de dejarlos solos don Quijote; cuando más adelante Andrés y don Quijote se vuelven a encontrar, el muchacho le pide amargamente a su fracasado bienhechor que si otra vez se encuentra con él, no lo socorra de su desgracia, pues con su ayuda esta desgracia sería aún mayor. En la otra aventura, la de los encamisados, don Quijote tiene que oír el mismo reproche de la boca de un bachiller, a quien el paladín de los oprimidos ha dejado con una pierna quebrada.
Merejkowski, como Dostoievski, se pregunta por la causa de la esterilidad de la bondad, generosidad y abnegación de don Quijote. Una explicación a la mano, la primera que se le ocurriría a cualquiera no contagiado por las interpretaciones alegóricas del Quijote, es la de la locura que aqueja al sedicente caballero. Pero para alguien sometido al yugo de ese género de interpretaciones, como es el caso del escritor ruso, tal explicación no es pertinente. La locura no es, para él, ni puede ser el factor principal y esencial del carácter de don Quijote, sino que desempeña un papel secundario en el desarrollo de su carácter. Descartada la locura, escudriña los motivos que indujeron a don Quijote a hacerse caballero andante, entre los cuales está, amén del aumento de la honra y el servicio a la república, el afán de cobrar eterno nombre y fama, y el deseo de verse ya coronado emperador de Trapisonda por el valor de su brazo. Cosa rara entre los intérpretes del Quijote como obra alegórica, Merejkowski presta atención a los motivos mundanos, y no sólo a los motivos sublimes, de la decisión de don Quijote de hacerse caballero andante: la ambición y el afán de fama. Le llama la atención que don Quijote, al amanecer del primer día de su salida, imaginando las grandes proezas que le esperaban, pensaba mucho más en la gloria que le estaba reservada que en los desgraciados a los que tenía intención de socorrer. También presta atención a la fanfarronería que acompaña a su deseo de gloria y fama; se considera el más valeroso caballero en todo lo descubierto en la tierra, por lo que merece ser recordado eternamente para servir de ejemplo en los siglos venideros.
Pero el escritor ruso considera, no obstante, que no sólo la mezquina ambición y el vanidoso y desmedido prurito de fama son la causa de la actividad del caballero; también lo son en mucho mayor grado las buenas cualidades morales de don Quijote, como la generosidad. La pregunta es entonces: ¿por qué no funcionan las buenas cualidades del caballero en términos de generación de bien para los demás? Pues, como decíamos más atrás, la clave está, según Merejkowski, en la filosofía de don Quijote, en su ingenuo idealismo medieval, que tiene el efecto pernicioso de empujarle a subordinar su espíritu a la influencia de doctrinas muertas, las de su filosofía medieval, como las citadas más arriba, que adulteran los resultados de todas sus buenas cualidades y, lo que es más grave, la naturaleza misma de estas cualidades.
No es, sin embargo, el conjunto de las doctrinas muertas que conforman la filosofía medieval de don Quijote la causa única de la improductividad de sus virtudes y de sus absurdas y estériles empresas. También hay en la filosofía quijotesca un rasgo perteneciente a la cultura moderna que conduce a este mismo indeseado resultado: se trata del desdén de don Quijote de los beneficios de la civilización, a la que considera como un mal, un desdén que va acompañado del amor a la vida sencilla y primitiva, en medio de la naturaleza, y de la idealización de la existencia de las gentes sencillas. En don Quijote percibe Merejkowski, en efecto, el prototipo de Rousseau y de sus discípulos más recientes y en sus ataques contra la cultura moderna por desnaturalizar, según él, la felicidad, un precursor del pensamiento del ginebrino. La atribución a don Quijote de una idea sobre la civilización afín a la de éste y sobre las bondades de la vida primitiva o próxima a la primitiva, tal como la vida campestre o pastoril, se basa en el episodio del final del Quijote, en que don Quijote, derrotado en Barcelona y forzado a renunciar durante un tiempo a la dignidad de caballero andante, propone a Sancho que se conviertan en pastores para llevar una existencia idílica y bucólica en el seno de la naturaleza.
Pero no se ve bien cómo estos planes de don Quijote pueden servir a los propósitos de Merejkowski. Cervantes los presenta como una chifladura de con Quijote que viene a sustituir su chifladura caballeresca mientras no pueda ejercer de caballero andante; no parece que lo que don Quijote propone como plan de vida pastoril, un tanto primitiva, para él y para Sancho, tenga el trasfondo, que el escritor ruso le quiere dar, de una crítica de la civilización o de una alternativa a esta, sino sólo de una ocupación provisional a la espera del retorno a la vida de caballero andante, la cual presupone un estado de sociedad civilizada. Pero aun cuando fuese de otro modo, ello es irrelevante para el argumento del escritor ruso de que su pensamiento, una mezcla de medievalismo y de roussoneanismo anticipado, es la causa principal de la inutilidad de sus buenas cualidades y de sus empresas. Pues don Quijote ha realizado todas sus aventuras antes de que cambie pasajeramente la manía caballeresca por la manía pastoril, durante un periodo de tiempo en que sólo podía influirle, en todo caso, lo que Merejkowski considera como doctrinas muertas del pensamiento medieval, no un supuesto desdén de la cultura que sólo le afecta cuando ya su carrera como don Quijote, sedicente caballero andante, ha concluido y está a punto de entrar en su aldea para recobrar la cordura y morir.
Como Merejkowski no se da cuenta de esa dificultad, se aferra a la idea de que don Quijote está convencido de que en la cultura, que detesta, está la causa principal de sus sinsabores, lo que califica como un error radical por parte de don Quijote, pues tan radical error de despreciar la cultura, singularmente la moderna, es lo que le arrastra al fracaso estrepitoso de sus empresas. En este sentido cabe afirmar que el Quijote no es sólo una alegoría sobre el conflicto del idealismo de don Quijote con la realidad, sino una crítica de semejante idealismo, un idealismo medieval y desdeñoso de la cultura moderna.
Ahora bien, el autor ruso no se contenta con este retrato de la figura de don Quijote, sino que generaliza su diagnóstico sobre el idealismo desdeñoso de la cultura y laudatorio de la vida sencilla y primitiva, característico del caballero manchego, a los Quijotes de todos los tiempos y de todos los pueblos, a los que reprocha haber cometido la misma equivocación radical que el don Quijote original, el prototipo de todos ellos. Como al modelo original, lo que les pasa a los Quijotes es que poseen virtudes, tienen fe, caridad, son sacrificados y arrastran a sus osadas hazañas a sus dóciles escuderos como Sancho Panza, pero fracasan por no saber unir sus virtudes a la ciencia, al conocimiento o la sabiduría. Tal es la clave de su derrota y la razón de que sus virtudes no produzcan obras útiles para la humanidad. Por ello no son, en el fondo, verdaderos héroes, pues sólo lo son los que sepan «unir el sentimiento con la razón, la fe con la ciencia, los transportes de caridad con la acertada estimación de sus fuerzas» (op. cit., pág. 72). Tampoco todo es cuestión de ciencia, pues hay Quijotes que tienen mucha ciencia, pero que son igualmente improductivos, incluso perjudiciales, por su poco amor; pero otros, como don Quijote, aman mucho, pero no tienen los conocimientos indispensables. La solución que ofrece Merejkowski, aunque no está claro si es una lección o moraleja que tácitamente encuentra sugerida en el Quijote o más bien que éste se la inspira, es que «sólo aquel que posee mucha sabiduría y mucho amor será capaz de realizar, en provecho de la humanidad, alguna obra verdaderamente bella, verdaderamente sublime» (op. cit., pág. 73). Sólo este podría ser un verdadero héroe.
No se piense, sin embargo, que Merejkowski describa, al igual que Turgueniev, a don Quijote como un inculto carente de la capacidad de reflexión y análisis. Lejos de ser así, la imagen que nos ofrece del caballero no puede ser más opuesta. Don Quijote es, según el ensayista ruso, el representante típico de la sociedad culta, aunque por su cultura intelectual tampoco rebasa el término medio del hombre culto de su época, y acumula en su espíritu toda la enciclopedia de los conocimientos de su siglo:
«Está familiarizado con la cosmografía de Ptolomeo, con la historia natural de Plinio. Explica, como verdadero humanista-filólogo, las finuras de la Etimología, cita las obras de Derecho y las doctrinas de los Santos Padres. Cita a Cicerón, Virgilio, Horacio y otros escritores de la antigüedad, embellece constantemente sus discursos con evocaciones de la historia antigua y moderna, tiene nociones de la ciencia militar. Por la cantidad y variedad de sus conocimientos, el caballero de la Mancha es un representante perfectamente típico de la sociedad de su tiempo». Op. cit., pág. 68
Pero el problema está, según Merejkowski, en que, amén de faltarle conocimientos indispensables, don Quijote adopta ante el bagaje de conocimientos clásicos que posee la actitud medieval de sometimiento al criterio de la autoridad de los libros, a la imitación, y rehúye un pensamiento independiente. Y además, aunque don Quijte se halla en el nivel medio del hombre culto de su época, su cultura intelectual no es suficiente para una hombre moralmente superior, de forma que en don Quijote se produce un desequilibrio entre su superioridad moral y su cultura intelectual, que no se corresponde con la primera, y de ahí la clave del fracaso de don Quijote y de la esterilidad de su bondad. Su cultura intelectual, inferior con respecto al nivel de su superioridad moral, no puede servir de guía o faro a su bondad, que por tanto termina estrellándose contra los obstáculos.
En su interpretación del Quijote tiene un papel estelar la figura de Sancho, en consonancia con su destacada posición en el drama filosófico que en la novela se desenvuelve, un drama en el que a Sancho el corresponde ser la antítesis indispensable de don Quijote y como tal, la encarnación del sentido común y el realismo en contradicción con la fe en el ideal y la abstracción libresca de su señor. Pero, contra lo que cabría esperar conforme a esta presentación del personaje, no analiza su papel como representante del sentido común y del realismo, salvo para referirse al sobresaliente sentido común del escudero en los episodios de su efímero gobierno en la ínsula Barataria. El ensayista ruso, en vez de esto, nos ofrece un retrato moral de Sancho detallado y bastante atinado, en líneas generales, en el que se tienen en cuenta tanto las cualidades positivas como los defectos del personaje.
En su retrato se repara en la independencia de Sancho, a pesar de ser un villano socialmente subalterno en relación a los nobles de nacimiento, una independencia que le lleva a expresarse con libertad y sencillez en el palacio de los Duques; en su bondad innata y alegría de carácter; en su carácter pacífico, que le obliga a aborrecer el ideal de la gloria militar, elogiada por don Quijote; en el valor y el sentimiento de su propia dignidad, que saca a relucir cuando se ve obligado a defender sus derechos, su vida o su propiedad, como en su firme determinación de defenderse ante el hombre que se atreve a amenazarle con un paliza, o en su valiente defensa de los arneses de su burro, lo que impresiona a don Quijote hasta el punto de decidirse a armarlo caballero en la primera ocasión que se le ofrezca; en la ternura de Sancho no sólo con la gente, sino también con los animales, especialmente con su rucio, a la que Cervantes hace no pocas referencias, como el pasaje en que Sancho pasa la noche con su burro en la sima y comparte con su querido animal el último pedazo de pan que le queda: «… lo dio a su jumento, que no le supo mal, y díjole Sancho, como si lo entendiera: Todos los duelos con pan son menos», y asimismo se destaca su rechazo de la caza como algo cruel: «pues consiste en matar a un animal que no ha cometido delito alguno».
En cuanto a los defectos de Sancho, el ensayista ruso halla en él un apetito desmedido de dinero y de propiedad, una fanática adoración de éstos, lo que invita a sospechar que los motivos que le empujan a seguir a su señor no son del todo desinteresados. El autor trae a colación el pasaje en que Sancho confiesa que «el doblón me pone ante los ojos aquí, allí, acá no, sino acullá, un talego lleno de doblones, que me parece que a cada paso le toco con la mano, y me abrazo con él y lo llevo a mi casa, y echo censos, fundo rentas, y vivo como un príncipe; y el rato que en esto pienso se me hacen fáciles y llevaderos cuantos trabajos padezco con este mentecato de mi amo, de quien sé que tiene más de loco que de caballero». En su sueño de ser gobernador de la ínsula que le entregue su amo, Sancho se mueve más, según Merjkowski, por el provecho económico, por las rentas que él piensa que son inseparables del cargo que por la mera ambición política. Pero no es sólo que los intereses económicos primen en la conducta del escudero; es que su propia visión del mundo conduce a ello, pues profesa la doctrina mundana de que el valor de la persona se resume en sus posesiones o tenencias, doctrina que él mismo recoge en la fórmula «tanto vales cuanto tienes y tanto tienes cuanto vales», que, según su exposición en el episodio de las bodas de Camacho, tiene la implicación de que hay dos linajes en el mundo, el tener y el no tener, y naturalmente Sancho, que dice haber heredado esta sabiduría de su abuela, se adhiere al linaje de tener, lo que le lleva a tomar partido por el rico Camacho frente al pobre Basilio. No obstante, a pesar de esa forma de pensar y de moverse por el provecho económico, Sancho, según Merejkowski, no deja de ser honrado, lo que le salva de caer en el envilecimiento, e incluso en la relación con su señor el interés es sólo, según el escritor ruso, un móvil secundario de su fidelidad a don Quijote. El afecto sincero y desinteresado por su amo prima sobre el propio interés personal.
Otro aspecto sobresaliente de Sancho, especialmente en la segunda parte de la novela, al que Merejkowsi presta atención, es la condición de verdadero filósofo, y no sólo por su sabiduría práctica y refranera, que revela en ocasiones quien en apariencia parece ser tan limitado y simple. Pues en estas ocasiones Sancho nos sorprende con cierta profundidad de pensamiento, que incluso llega a expresar de una forma poética. Tres son los casos notables que Merejkowski selecciona. El primero de ello es aquel en que Sancho reflexiona sobre los efectos reparadores o benefactores e igualadores del sueño y describe con una prosa verdaderamente poética: «En tanto que duermo, no tengo temor ni esperanza, ni trabajo, ni gloria; y bien haya el que inventó el sueño, capa que cubre todos los humanos pensamientos, manjar que quita el hambre, agua que ahuyenta la sed, fuego que calienta el frío, frío que templa el ardor, y, finalmente, moneda general con que todas las cosas se compran, balanza y peso que iguala al pastor con el rey, y al simple con el discreto» (II, 68, 1065). Ya mencionamos en «De Heine a Schopenhauer» cómo este pasaje había llamado la atención de Schopenhauer, quien ponderaba la belleza de la comparación del sueño con una capa para expresar que nos sustrae a todos los sufrimientos espirituales y corporales. En el segundo caso, Sancho medita sobre el carácter efímero de los bienes de este mundo y sobre la vanidad de toda dignidad, por más alta que sea, pues tras la muerte ni rey ni papa ocupan más sitio en el cementerio que un pordiosero. Pero el autor ruso se confunde en la atribución de esta reflexión; en realidad, no es de Sancho, sino de don Quijote tras el episodio de la carreta de los comediantes o cómicos, bien es cierto que Sancho la comparte y aun la desarrolla de un modo nuevo, distinto del de de don Quijote. Si éste compara la vida con una comedia en que cada uno desempeña un papel, unos el de emperador, otros el de pontífice y otros, cuantos papeles se pueden encontrar en la comedia de la vida, de modo que al final cuando ésta termina, la muerte elimina las diferencias quedando igualados todos en la sepultura, Sancho, quien dice haber oído muchas veces hablar de la que él califica de «brava comparación» de la vida o del mundo con el teatro –lo que no es de extrañar ya que la comparación, que se remonta a la Antigüedad clásica y se usó mucho en el Siglo de Oro no sólo por escritores sino también por los predicadores, estaba muy difundida–, la compara con el juego del ajedrez, «que mientras dura el juego cada pieza tiene su particular oficio, y en acabándose el juego todas se mezclan, juntan y barajan, y dan con ellas en una bolsa, que es como dar con la vida en la sepultura» (II, 12, 631-2). Y finalmente, cita el pasaje en que Sancho cavila poéticamente sobre el trabajo incansable y voraz de la muerte sin distingo de gentes, edades ni preeminencias. No es de extrañar, añadimos por nuestra parte, que ante reflexiones semejantes y otras del mismo tenor se rinda el propio don Quijote, quien hacia el final de la novela no duda en elogiar a Sancho como filósofo (II, 59, 997; 66, 1054).