Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 133 • marzo 2013 • página 6
Manuel de la Revilla, catedrático de Literatura en la Universidad de Madrid, no se limitó a ser complaciente con el alegorismo filosófico del Quijote, sino que se convirtió en un adalid sin complejos de éste, si bien rectifica en algunos puntos, como veremos, el comentario filosófico de Benjumea. Revilla no tiene empacho en aceptar la interpretación simbólica del Quijote en clave filosófica en la forma de la oposición entre lo ideal y lo real, pero se opone enérgicamente contra toda forma de exégesis orientada a la búsqueda de un sentido oculto en el sentido esotérico de este término. Está convencido, no obstante, de que se puede argumentar seriamente en pro de una lectura de la magna novela cervantina como depositaria de un simbolismo filosófico. Es más, cabe decir que los escritos de Revilla sobre el Quijote constituyen quizás la más ingeniosa defensa de una interpretación alegórica de éste de carácter filosófico de cuantas se han escrito.
Revilla dio a conocer su pensamiento al respecto en su magnífico artículo «La interpretación simbólica del Quijote» (1875), publicado en La Ilustración Española y Americana, y en su extensa reseña de La verdad sobre el Quijote, de Benjumea, publicada cuatro años después en la misma revista (artículos que pueden leerse en Manuel de la Revilla, Obras completas, III, Ediciones UAM, 2006, págs. 41-60 y 159-190 respectivamente). El objetivo del autor consiste en probar que la interpretación simbólica del Quijote que él nos propone es perfectamente compatible con la intención confesada de Cervantes de que en su libro se propuso el fin concreto de poner en solfa los libros de caballerías. Veamos cómo Revilla pretende lograr este objetivo.
Las bases hermenéuticas de la aproximación filosófica al Quijote
Para ello parte, como primera parte de su construcción, de una doctrina sobre el arte de inspiración romántica, según la cual hay una doble finalidad en toda obra de arte, un fin deliberado (finis operandis) y un fin no deliberado (finis operis), lo que le conduce a distinguir en toda obra de arte, especialmente en la obra del genio artístico, dos capas o estratos: una capa fruto de un propósito y un pensamiento deliberados, un pensamiento maduramente reflexionado por el autor, propósito y pensamiento que no suelen traspasar los límites de una época y de un pueblo, y que encierran el sentido manifiesto o literal de la obra de arte; y un fin y pensamiento no deliberados, pero ahora este fin y pensamiento no intencionados consisten en una concepción de carácter universal, un fin y pensamiento de profunda trascendencia, en los que residen el verdadero sentido profundo y trascendental de la obra y que son el producto de lo que hay de inconsciente en el artista, y muy principalmente en el genio, cuyo pensamiento inconsciente se suele expresar a través de símbolos o alegorías. Resuenan en estas ideas los ecos de la filosofía del arte característica del romanticismo alemán, especialmente de Schelling, que fue el que las sistematizó. El filósofo romántico alemán había sostenido que, puesto que la naturaleza era una voluntad inconsciente y el hombre era esa voluntad ya consciente de sí misma, el único representante de mayor consciencia de ella, la función del artista consiste en sacar a la luz de la conciencia la fuerzas oscuras e inconscientes que lo habitan, de lo cual infiere que las únicas obras de arte valiosas, dignas de ser admiradas, son las que, semejantemente a la naturaleza, expresan las vibraciones de una vida no completamente consciente. Por tanto, en la obra de arte hay que distinguir la parte que el artista ha concebido conscientemente y el sustrato que no ha concebido inconscientemente, a saber, un pensamiento o intuición inconscientes que normalmente se expresan mediante símbolos o alegorías, mediante los cuales se pretende expresar lo que de otra manera, por vía literal, es difícilmente expresable.
A las ideas de Schelling, Revilla añade que el elemento consciente de la obra de arte constituye la faceta histórica de la obra de arte, que es el aspecto de ésta del que el autor es consciente y que es el que sus contemporáneos llegan a conocer; y el elemento inconsciente define la dimensión eterna de una obra de arte, la que permanece velada para su autor y para los hombres de su tiempo, aun los críticos de arte, y que sólo es desvelada cuando la obra ha perdido su carácter de actualidad y han pasado muchas generaciones hasta llegar a un periodo de civilización más adelantado capaz de comprender el sentido oculto e inconsciente, que el artista, anticipándose a su tiempo, concibió sin quererlo ni saberlo. Revilla pensaba que ese periodo de civilización avanzada no estaba por llegar, sino que por fin se había alcanzado en el siglo XIX, al que le estaba reservado desvelar el simbolismo inconsciente del Quijote. Esta concepción de la obra de arte como una superior unidad en la que se funden dos elementos distintos, temporal el uno, eterno el otro, de forma que lo eterno se halla encubierto bajo lo temporal, como lo genérico bajo lo individual, conduce a Revilla a una idea del arte muy similar a la de Schelling y de Hegel, según la cual «el arte es siempre individualización de ideas y lo absoluto en él ha de ocultarse bajo el disfraz de lo concreto» (op. cit., pág. 42). El artista refleja lo absoluto, lo eterno, la idea de alcance universal, a través del momento histórico concreto.
Estas ideas constituyen la base hermenéutica de la aproximación de Revilla al Quijote, el cual, como toda gran obra de arte, es a la vez un producto del entendiendo reflexivo y la expresión misteriosa e inconsciente de la fuerza divina del genio y por tanto una prueba de la verdad de la doctrina expuesta sobre las dos capas o niveles en que se articula toda obra de arte genial. En el Quijote hay, pues, un sentido literal y estricto, el Quijote histórico, que es el Quijote pensado y concebido deliberadamente por Cervantes y que no es otra cosa que una sátira de los libros de caballerías, que también alcanza al ideal caballeresco medieval; y un sentido oculto o simbólico, el Quijote eterno, inconscientemente producido por su autor, cifra y compendio del sentido elevado, profundo y trascendental de la magna novela, que no es otro que el de la concepción filosófica que retrata la oposición eterna entre lo ideal y lo real.
Podría pensarse que poco valor tiene la pretensión, como la de Revilla, de atribuir un significado filosófico alegórico al Quijote remitiéndose a una doctrina metafísica sobre el arte, harto discutible, que asigna a toda obra de arte genial un sentido simbólico oculto debido a procesos inconscientes. Parece poco razonable o juicioso sostener, como ya señalamos en «Sobre la interpretación del Quijote» (cf. El Catoblepas, nº 70, Diciembre de 2007), que la obra de arte, que es el producto de acciones individuales del artista o del poeta, contenga una finalidad inconsciente que escape a su control; la idea de un finalidad no intencionada de la acción humana es más aplicable a las obras de la acción colectiva, que a las de la acción individual o personal, como sucede en los productos del arte. Pero, en realidad, Revilla no necesita de esta concepción para poder interpretar la gran novela como cifra de un profundo sentido simbólico de orden filosófico. De hecho, como veremos, amén de presentar su tesis sobre la doble capa de la novela de Cervantes, la del Quijote histórico y la del eterno, como una consecuencia de una doctrina general sobre el arte como dotado de una finalidad consciente y una finalidad inconsciente, fuente del sentido alegórico de carácter filosófico, Revilla se va a encargar de alegar una serie de razones, fruto de su reflexión sobre el Quijote, que respalden su interpretación sobre el simbolismo inconsciente de carácter trascendental de esta obra, una interpretación que no es, pues, una mera consecuencia de una doctrina metafísica del arte que aprioristamente se aplica al gran libro cervantino.
Los dos grandes errores hermenéuticos
Advertido lo anterior, pasamos a analizar los dos principales errores hermenéuticos en que suelen incurrir los críticos y comentaristas del Quijote, de acuerdo con Revilla, unos errores que diagnostica basándose en su distinción sobre los dos estratos de que se compone la novela de Cervantes. El primero de estos dos graves errores consiste en centrar la interpretación de ésta en el Quijote histórico, desconociendo la realidad del Quijote eterno. Los que así piensan se atienen al sentido literal de este libro y, conforme al propósito declarado de Cervantes, no ven en él más que una ingeniosa y festiva sátira de los libros de caballerías y niegan todo valor y verdad a la interpretación simbólica del Quijote.
A diferencia de Benjumea, que negaba que Cervantes se propusiera atacar los libros de caballerías o consideraba que éste era un objetivo secundario, Revilla, muy contrariamente, reconoce paladinamente que aquél no se propuso nada más que ridiculizar la literatura caballeresca. Ahora bien, al igual que Benjumea, rechaza la reducción del Quijote a mera sátira de los libros de caballerías y acepta que está dotado de un simbolismo filosófico inconsciente. Su principal argumento en contra de los que no ven en la novela de Cervantes otra cosa que una invectiva contra los libros de caballerías, es el que podríamos llamar el argumento del éxito literario o de la popularidad inmensa del Quijote, un argumento muy socorrido desde Benjumea en adelante como crítica a la vez de las interpretaciones literales y como defensa de la exégesis alegórica del magno libro. Según este argumento, si el Quijote no fuera otra cosa que una sátira de la literatura caballeresca, no se explicaría por qué ha alcanzado tan universal fama y renombre. En cambio, este hecho se explicaría fácilmente si admitimos que Cervantes, al concebir y componer su magna obra en forma de sátira literaria, inconscientemente creó una novela dotada de un simbolismo filosófico universal y profundo, que representa las dos dimensiones fundamentales de la naturaleza humana y, con ello, le asegura el más duradero de los éxitos. De esta forma Revilla cree haber despejado el camino a la exégesis alegórica del Quijote. Ahora bien, siguiendo este camino se puede incurrir en otro grave error hermenéutico contra el que se encarga de ponernos en guardia.
Este segundo error hermenéutico es justo el inverso del anterior. Ya no se trata de identificar el verdadero sentido del Quijote con su sentido literal, sino con su sentido oculto de índole alegórica. En la terminología de Revilla, los que siguen este camino equivocado lo que hacen es ignorar la realidad de lo que él llama el Quijote histórico e identificar el verdadero sentido del gran libro cervantino con el Quijote eterno, pero desconocen que este Quijote eterno es un producto inconsciente de Cervantes. Claro está que para Revilla el principal exponente de esta posición era Benjumea y sus «Comentarios filosóficos del Quijote», con el que comparte la concepción de éste como expresión alegórica de la oposición dramática de lo ideal y lo real, y rechaza sin contemplaciones la percepción allí de cualquier otro alegorismo, ya sea político o de otro tipo, contra lo que argumenta con agudeza, pero le reprocha a él y a los que piensan como él su pretensión de presentar el alegorismo filosófico del Quijote como resultado de un propósito deliberado de Cervantes, como si éste hubiera tenido plena conciencia de que en su genial creación estaba representando la lucha eterna entre lo ideal y lo real, lo que de paso explicaría la universalidad de la fama de su obra.
Revilla no sólo no cuestiona la mentada interpretación filosófica, sino que sostiene que es la única legítima y plausible, pero, eso sí, esgrime toda una batería de razones contra quienes se empeñan en ver la alegoría filosófica encerrada en la gran novela como resultado de la intención deliberada de Cervantes. Que esto no es así se prueba, en primer lugar, con las repetidas declaraciones, claras e inequívocas, de Cervantes de que su único fin es hacernos aborrecer los libros de caballerías. Advierte además Revilla que si el autor se hubiera propuesto otro fin, no se entiende que no dijese nada sobre ello y que guardase silencio. E inmediatamente sale al paso de la clásica salida de Benjumea y sus partidarios de que guardó silencio y ocultó el verdadero objetivo de su libro por miedo a la censura inquisitorial, a lo que con razón responde Revilla que la idea de la oposición entre lo ideal y lo real no era cosa apropiada para despertar el recelo de la autoridad eclesiástica. Por último, argumenta Revilla, si fuera verdad que Cervantes imprimó al Quijote intencionadamente un sentido profundo que ocultó, no se explica que Cervantes mostrase su preferencia por una novela de aventuras bizantinas, falta de trascendencia como el Persiles, en vez de por una novela que supuestamente encierra tan elevados propósitos y contenido. La conclusión de Revilla es que Cervantes jamás creyó hacer otra cosa que una sátira de la literatura caballeresca, tal sería el Quijote histórico, pero que su genio inconsciente desarrolló de tal forma esta sátira que la trascendió, dando por resultado una obra alegórica que alberga una concepción filosófica, tal sería el Quijote eterno, que, según él, compite en profundidad con el Fausto, al que, sin embargo, supera en belleza.
La génesis inconsciente del simbolismo filosófico del Quijote
Lo más interesante de la interpretación de Revilla no es, como veremos, la idea en sí del Quijote eterno o del simbolismo inconsciente de la magna obra cervantina, una idea defendida por muchos intérpretes, desde F. Schlegel hasta Menéndez Pelayo, sino la forma como la relaciona con el Quijote histórico o con su sentido literal. Los dos niveles o capas en que se articula la novela cervantina no constituyen dos estratos separados, sino, como nos va a intentar mostrar Revilla, la construcción del Quijote como una sátira de los libros de caballerías, lejos de ser un mero pretexto o algo secundario o una mera cáscara o envoltorio del que nos desprendemos una vez que accedemos a su contenido profundo, conduce internamente a la construcción del Quijote como Quijote eterno. El acceso a éste no cancela la lectura del libro como una parodia de la literatura caballeresca, sino que la lectura en clave de alegoría filosófica sólo puede funcionar no perdiendo de vista el material caballeresco abordado satíricamente. Ahora bien, ¿cómo es esto posible, que el Quijote histórico pensado y concebido conscientemente por Cervantes desemboque necesariamente en el Quijote eterno, inconscientemente producido por su autor? En otras palabras, ¿cómo es posible que el Quijote histórico, que literalmente es una sátira de la literatura caballeresca, sea a la vez el vehículo o el portador del alegorismo filosófico, aunque inconsciente, del Quijote eterno? Esto es, se trata de explicar la manera como se produjo en su magna obra el sentido simbólico de carácter filosófico, que no es otro que la oposición dramática entre lo ideal y lo real, sin pensarlo ni quererlo Cervantes, a partir de una parodia de la literatura caballeresca.
Precisamente ésta es la cuestión que a continuación pretende resolver Revilla. Hasta aquí todo lo que ha establecido es que el Quijote, si es que su argumento del prodigioso éxito popular de éste es correcto junto al hecho incuestionable de que el propósito de Cervantes fue componer una invectiva contra los libros de caballerías, debe de tener un sentido simbólico inconsciente. Pero queda por explicar cómo se ha podido generar éste. Como punto de partida de su explicación se remite al hecho de que el fin de Cervantes en su obra inmortal fue ridiculizar los libros de caballerías y el ideal que en ellos se reflejaba; y la clave de su solución la hacer recaer en la forma literaria que adoptó para desarrollar este pensamiento, la novela, y los procedimientos utilizados en ésta, del contraste y la parodia, como formas fundamentales de lo cómico, para pintar el mentado pensamiento fundamental como
«la oposición entre el ideal caballeresco y la realidad de la vida, suponiendo un personaje que, tomando por lo serio los delirios de los libros de caballerías, propusiera en pleno siglo XVI realizar por sí mismo, en su persona, y con la sola ayuda de sus fuerzas individuales, el ideal de la andante caballería. Los obstáculos, las decepciones, las ridículas caídas que había de experimentar el enfermo cerebro que tal intentase, constituía la más acabada sátira de un ideal que al convertirse en hecho se trocaba en insensata locura». Op. cit., pág. 54
A este contraste primario, imaginado por Cervantes, agrega otros tipos de contraste, como los habidos entre la magnitud de sus empresas y la pobreza e impotencia de sus fuerzas y recursos o entre la grandeza de sus propósitos y la ridiculez de los resultados, que tienen como efecto cubrir de ridículo al sedicente caballero manchego. Y para aumentar el efecto cómico del tratamiento del tema fundamental de la oposición entre el ideal que pretende realizar el héroe y la época en que vive, se entrega al uso combinado del contraste y la parodia de todos los elementos y recursos de los libros de caballerías, empezando por los personajes principales, a cada uno de los cuales, don Quijote, Dulcinea y Sancho, los convierte en las caricaturas respectivas de los héroes, damas y escuderos de los libros de caballerías. Es así como por obra de la manera como Cervantes concibió y desarrolló la forma de su pensamiento fundamental a través del contraste y la parodia, terminó creando inconscientemente una novela simbólica en la que se retrata la oposición eterna en la vida y en la historia entre el ideal y lo real, y con ella dos personajes universales que son los símbolos eternos del idealismo y del positivismo. En suma, la creación del Quijote como novela alegórica de trascendencia filosófica, lejos de ser un producto del fin deliberado del autor, es una consecuencia inexorable, como acabamos de ver, del modo de desarrollar el pensamiento fundamental de la novela, el cual sí fue concebido conscientemente por Cervantes.
Una escueta nota crítica antes de proseguir. A un precio demasiado caro cobra Revilla su victoria. Pues, en realidad, no explica nada, ya que toda su explicación de la manera como Cervantes, sin desearlo ni buscarlo ni saberlo, creó una obra en la que planteó un problema profundo y trascendental, el de la pugna eterna entre lo ideal y lo real en la vida y en la historia, yendo más allá de una mera sátira de la literatura caballeresca, está viciada por una petición de principio. Revilla hace trampa porque no parte simplemente como dato inicial del propósito cervantino de ridiculizar los desatinos de los libros de caballerías, producto de una fantasía desbocada, sino que una y otra vez insiste en que era también su propósito ridiculizar el ideal caballeresco que en ellos se reflejaba. Y si esto es así, ¿qué dificultad hay en explicar que el Quijote termine siendo una obra inconsciente alegórica en clave filosófica cuando se admite de entrada que Cervantes se proponía burlarse del ideal caballeresco y que, como hemos visto en el pasaje citado, él pretendía desarrollar este pensamiento como una oposición entre este ideal y la realidad? Revilla hace trampa por partida doble: no sólo porque incurre en petición de principio, sino porque además parte de un dato falso, cual es el de suponerle la intención de satirizar el ideal caballeresco. Una cosa es poner en solfa los libros de caballerías, que es el objetivo constantemente confesado por Cervantes y puesto en práctica a lo largo de toda la novela, lo que incluye sus desatinos, su idealismo literario exagerado, sus historias inverosímiles, el recurso y abuso de los elementos maravillosos, su estilo y lenguajes etc., y otra muy distinta el ideal caballeresco, algo que Cervantes jamás afirma que se proponga ni practica. Sencillamente, el objetivo de su sátira sólo afecta, como ya escribimos en otro lugar (véase, además de nuestra primera entrega, «Sobre la interpretación del Quijote», nuestro trabajo «El Quijote, sátira de la caballería», también publicado en El Catoblepas) a los libros de caballerías como género literario, no al ideal caballeresco. El ideal caballeresco es algo sobre lo que Cervantes no se pronuncia, ni, por supuesto, para satirizarlo, ni tampoco para ensalzarlo. Sencillamente no es asunto de su incumbencia en la novela, con independencia de lo que él pensase sobre ello.
El sentido de la oposición entre lo ideal y lo real
Sin embargo, tras haber resuelto, según el parecer de Revilla, la cuestión de la génesis inconsciente del Quijote, aún le queda una cuestión importante que dilucidar, a saber: la de determinar en qué sentido debe entenderse la oposición eterna entre lo ideal y lo real que aquél simboliza, bien es cierto que inconscientemente. Pues decir que el gran libro cervantino simboliza la pugna eterna entre lo ideal y lo real, y que don Quijote representa aquí el ideal y Sancho el realismo o el positivismo, sin más explicaciones, es algo tan impreciso y vago, que puede conducir a graves errores hermenéuticos a críticos y comentarista adeptos a la hermenéutica filosófica del Quijote. La respuesta de Revilla consta de dos partes. En una primera parte, pretende refutar tanto a los que sostienen que el Quijote es una sátira constructiva del idealismo como a los que sostienen, contrariamente, que es una sátira destructiva de éste. La tesis de Revilla es que la novela inmortal de Cervantes ni es una apoteosis o ensalzamiento del ideal, según habían alegado el mayor de los Schlegel, Schelling y en España Benjumea, Valera o Menéndez Pelayo, a quienes tiene por principal blanco de su censura, ni la denuncia del fracaso o derrota de todo ideal, una posición cuyos más egregios exponentes habían sido Byron y Heine. No es lo primero, porque las aventuras de don Quijote terminan en desventuras, en el fracaso más estrepitoso o en la burla. Y no vale, para Revilla, argüir, para salvar su interpretación, que don Quijote sale airoso de sus derrotas o que éstas le engrandecen, de forma que a la postre el ideal sale triunfante sobre la realidad innoble, a pesar de las desventuras del sedicente caballero manchego.
Pero tampoco la novela es una sátira negativa del idealismo, aunque, sin embargo, todo apunta a que lo sea, junto con ciertas consideraciones sobre la biografía de Cervantes, sobre su época y sobre la repercusión en la posteridad de su obra. Si don Quijote fuera la personificación del ideal, entonces inevitablemente el inmortal libro de Cervantes sería una sátira feroz de todo idealismo, la proclamación de la ruina de todo ideal, ya que don Quijote sucumbe siempre al intentar encarnar éste en los hechos como muestran sus derrotas y el fracaso de sus quiméricas empresas. Ahora bien, Revilla considera inadmisible la idea de que el Quijote sea la negación del ideal y la revoca invocando, no elementos de juicio internos a la novela, sino basándose en consideraciones extraliterarias sobre la vida de Cervantes, su época y la repercusión en la posteridad de su obra maestra.
En cuanto a la biografía de su creador, argumenta que un hombre de la discreción y buen sentido de Cervantes y tan ajeno al idealismo soñador del hidalgo no podría haber escrito un libro en que se hiciese burla de todo idealismo, en el que se mostrase que éste se estrella en los escollos de la realidad. Si Cervantes hubiera sido un desengañado de todo idealismo por haber visto rotas sus ilusiones y esperanzas, no se le habría ocurrido caricaturizar el ideal de forma cómica, sino que más bien hubiera dado cauce a la amargura de su terrible decepción a la manera, según Revilla, del Fausto de Goethe, del Manfredo de Byron, del Diablo Mundo de Espronceda o en la forma de los lamentos desesperados de Leopardi. Pero Cervantes, afirma Revilla, no fue un Byron, un Heine o un Leopardi del siglo XVI que personificase en Don Quijote la ruina de sus aspiraciones y la vanidad de todo ideal. A quienes así piensan, a quienes ven en el Quijote la alegorización dramática de la oposición terrible e irremediable entre lo ideal y lo real en la vida y en la historia, y en don Quijote la personificación triste y dolorosa de la vanidad de todo ideal y heroísmo, les acusa Revilla de cometer un deplorable anacronismo, ya que la atribución a Cervantes de un negativismo tan destructivo y de un afán tal por expresar simbólicamente semejante concepción metafísica es una creación propia de la «perturbada conciencia» del siglo XIX. Revilla aboga, a la hora de juzgar a Cervantes y su magno libro, por colocarnos en el punto de vista en que éste se colocó y condena todo intento de los cervantistas de su tiempo de aplicar a Cervantes y al Quijote ideas que en su época a nadie le pasaban por la cabeza.
A la misma conclusión se llega si atendemos a los rasgos característicos de la mentalidad del tiempo de Cervantes. En relación con el punto en discusión, el rasgo más destacable de la España en que se gestó el Quijote es el reinado de un solo ideal en lo religioso y lo político, un ideal aceptado por todos. Aquella era una edad de la fe religiosa, nos dice Revilla, en la que el mal, la desgracia o la frustración de no ver cumplidas las aspiraciones propias de cada cual se aceptaban con resignación, como una prueba que Dios enviaba a los hombres para darles la oportunidad de santificarse. Además, esa misma fe religiosa invitaba al hombre, y no digamos al hombre desgraciado, a esperar un mundo mejor más allá de éste en el que encontrasen la compensación de todas las desgracias e injusticias de este mundo. De esta forma la religión cristiana operó como un dique que impidió el surgimiento de esas enfermedades del alma, como la decepción o rechazo de todo ideal, el hastío de la vida, el vacío del corazón, la rebelión contra el dolor o el abandono a la desesperanza o la desesperación, enfermedades típicamente románticas que hicieron estragos en las sucesivas generaciones de los jóvenes románticos del siglo XIX, pero desconocidas en la España de Cervantes y también en el resto de Europa. Unas enfermedades que sólo pudieron surgir, según Revilla, con el declive de la religión como referente principal del hombre y sobre todo con la pérdida de la fe en la inmortalidad. Pero en la edad de la fe que era todavía el tiempo de Cervantes no podía aparecer esa desesperación, decepción o amargura nacida de la imposibilidad de realizar en la tierra el ideal soñado por cada cual, un ideal que la fe en la inmortalidad esperaba ver cumplido, ya que no en este mundo, en la vida venidera. Siendo esto así, sería concebible que, en el marco de la España cervantina, a alguien se le ocurra plantear la pugna del ideal con la realidad como caso concreto, que un poeta cante su desgracia individual o se queje de su suerte personal, sin derivar hacia una actitud general escéptica, pero es imposible que alguien como Cervantes plantee en toda su universalidad el conflicto entre lo ideal y lo real y, menos aún, que lo resuelva en un sentido negativo.
Por último, Revilla se niega a admitir que el Quijote encierre como principal enseñanza la vanidad del ideal fundándose en consideraciones sobre la exitosa acogida con que la posteridad ha bendecido la magna obra cervantina. Si el Quijote fuera ante todo un libro escéptico o negativo que anunciase el fracaso del idealismo ante los embates de la realidad en la vida y en la historia, argumenta Revilla, entonces no habría merecido los aplausos de la posteridad, sin las maldiciones de la historia. Este argumento es más endeble que los anteriores. Revilla parece olvidar que él mismo ha puesto como ejemplo de obras negativas o escépticas el Fausto de Goethe, por el escepticismo de Mefistófeles, que él mismo pinta como sarcástico, cínico y horrible, el Manfredo de Byron, el Diablo Mundo de Espronceda o la poesía desesperada de Leopardo, a quienes, sin embargo, ello no les ha impedido que la posteridad los haya bendecido, en vez de maldecirlos condenándolos al olvido. ¿Por qué el Quijote no podría haberse convertido en una obra inmortal, si su principal lección hubiera sido que en la vida la lucha por el ideal termina en derrota?
Pero Revilla se empeña en defender que el Quijote, por las razones examinadas, no puede ser un libro negativo, derrotista y desconsolador, sino uno que encierra una altísima concepción filosófica, positiva, consoladora y fecunda en provechosas enseñanzas desde el punto de vista moral. ¿Cómo puede ser esto posible si tampoco se admite que la gran novela sea una apoteosis del idealismo? La respuesta de Revilla pasa por replantear, primeramente, de otra manera el tema de libro como la oposición entre el ideal sin más explicaciones y lo real, que deja como únicas salidas que su mensaje sea o la apoteosis del ideal o su ruina. Este replanteamiento consiste en presentar como tema fundamental de la novela el conflicto, no del ideal sin más, sino del falso ideal con la realidad, de forma que ahora aquélla pasa a ser una sátira destructiva del falso idealismo, de un idealismo absurdo, anacrónico e imposible, lo que deja a salvo el verdadero idealismo, el nacido de la razón y que, lejos de inspirar empresas utópicas, inspira empresas posibles y factibles, sin por ello ser una apoteosis de este idealismo, pues en la novela no hay un personaje que lo encarne.
Merece la pena destacarse que esta concepción de don Quijote como personificación de un falso ideal y del Quijote como sátira del mismo recuerda especialmente a la de Hegel, con la que presenta, en efecto, importantes concomitancias: si Hegel habla del ideal caballeresco que pretende resucitar don Quijote como un ideal fantástico y exagerado y, en definitiva, irracional, Revilla insistirá igualmente en el carácter irracional del ideal de don Quijote, nacido de la fantasía; si Hegel hablaba del ideal de don Quijote como un «quimérico desatino», similarmente Revilla insistirá en el «desatentado idealismo» del caballero manchego; si Hegel hablaba del carácter anacrónico del ideal de don Quijote por intentar trasplantarlo de la sociedad feudal a la sociedad moderna, en la que el Estado con sus instrumentos (el ejército y la policía) para hacer que triunfe el derecho y la justicia ha vuelto obsoleta la figura del caballero andante medieval, Revilla pondrá el énfasis similarmente en lo extemporáneo del ideal quijotesco con razones idénticas a las del filósofo alemán. He aquí la forma tan clara, incisiva y brillante como Revilla expone su concepción y obsérvese la afinidad con la de Hegel:
«Ese desatentado idealismo, nacido de la fantasía o del sentimiento, más que de la razón, que se empeña en empresas imposibles, prescinde del tiempo y del espacio, y ora intenta resucitar el ideal pasado, ora anticipar el ideal futuro, ora realizar ideales absurdos, falsos o imposibles, es el idealismo personificado en don Quijote azotado por el látigo del ridículo, y entregado a la mofa de los espíritus prudentes y sensatos. Concebido así el Quijote es la obra más filosófica, más moral, más práctica y más útil que ha podido crear el ingenio humano.
Don Quijote es el idealista que, con noble intención y generoso espíritu sin duda, pone sus esfuerzos al servicio de lo absurdo y de lo imposible. Por eso es un personaje cómico; porque cómico es acometer empresas por todo extremo superiores a las fuerzas humanas, disponiendo de medios mezquinos. Acometer con fuerza lo imposible es una locura; acometerlo sin fuerza es una ridiculez, como lo es empeñarse en posibles empresas con medios inferiores al fin.
Persigue don Quijote un ideal absurdo, extemporáneo e imposible: absurdo, porque lo es que al esfuerzo individual se confíe una función social, como la justicia; extemporáneo, porque si pudo esto ser tolerable, y aun necesario en la anarquía feudal, no lo era cuando el Estado se hallaba fuertemente constituido y provisto de elementos suficientes para la realización del derecho; imposible, porque lo es resucitar los ideales muertos, y menos por los esfuerzos de un hombre aislado. La empresa de don Quijote es una locura; es además una ridiculez, porque los medios de que dispone para tal empeño se reducen a su fuerza, que no es mucha, a sus armas que de nada le sirven, a su caballo, que es un mal rocín, y a su escudero que es un villano socarrón y cobarde. Tal es el idealismo de don Quijote. ¿Puede confundirse, por ventura, con el idealismo racional y legítimo, y sostenerse que la obra de Cervantes es la oposición entre lo ideal y lo real?» Op. cit., págs. 57-8
Un idealismo así, desatentado y falso, por absurdo, extemporáneo e imposible, como todos los idealismos de este género, está abocado indefectiblemente a chocar violentamente con la realidad y a terminar derrotado. Un destino similar le espera al idealismo encarnado por la figura de Dulcinea, quien, lejos de personificar, como sostenía Benjumea, el ideal o el amor puro, personifica el falso ideal que sueña el loco idealista, el adulterado y artificioso ideal amoroso de la literatura caballeresca. El argumento que lleva a Revilla a esta conclusión es de la misma especie que el que le conducía a cuestionar que don Quijote sea el símbolo del idealismo sin más explicaciones. Del mismo modo que de este supuesto se desprende la desoladora moraleja de que, según el Quijote, todo idealismo es locura, en la medida en que las empresas de don Quijote concluyen en una cómica derrota, la hipótesis de Dulcinea como símbolo del ideal o del amor puro y sublime desemboca en el mismo resultado: si don Quijote excita la risa cuando se mete en aventuras, Dulcinea no es menos risible cuando se contrasta con la realidad sobre la que se sustenta, la zafia labradora Aldonza Lorenzo, de forma que si la alzáramos como representante del ideal habría que aceptar que Cervantes no se propuso otra cosa que entregar el ideal a la mofa y la befa, lo que, por las razones examinadas, no podía ser el pensamiento de Cervantes. ¿Cómo iba a ser su objetivo hacer desagradable el idealismo y apartar de él a los hombres?
También Revilla rectifica el simbolismo filosófico asignado habitualmente a Sancho. El escudero no es el realismo, el positivismo o el buen sentido sin más, como suele pensarse, sino el extremo opuesto de don Quijote, igualmente objeto de burla y risa. Precisamente por esto Sancho no puede ser el realismo, el positivismo o el buen sentido, pues si lo fuera, dado que participa de los fracasos de su señor, que sus propias empresas escuderiles terminan mal y que, en suma, la realidad castiga por igual el cálculo del positivista que los sueños del idealista, habría que concluir que el realismo, positivismo o buen sentido es locura, tanta locura y tan perjudicial como el idealismo de don Quijote. La única salida, para soslayar esta conclusión negativa y pesimista, es postular que, al igual que don Quijote es el idealismo falso y que al ridiculizar al sedicente caballero se están ridiculizando los falsos idealismos de todos los tiempos, Sancho es la personificación del buen sentido, pero vulgar o del vulgo, o del positivismo grosero y sensual, el cual se caracteriza por encerrar la realidad en lo sensible, negar el sentido del ideal, ya sea falso o verdadero, en no admitir, aunque más por ignorancia que por convicción, nada que exceda los límites de lo material, en la sagacidad para detectar las exageraciones del idealismo y en la torpeza para comprender lo que hay de legítimo en el ideal (véase op. cit., pág. 58). Al igual que Benjumea, y a pesar de esto último, Revilla termina reconociendo en Sancho una forma de idealismo, el inverso de su amo, al que denomina «el idealismo de lo sensual», tan peligroso como el opuesto, el no sensual, de don Quijote, por cuanto el ambicioso sueño escuderil del criado de ser gobernador de una ínsula es tan fantástico como el ideal de su señor.
Desvelado así el genuino alegorismo filosófico de las figuras principales, el contenido fundamental del Quijote se puede decir que gira en torno a dos conflictos básicos: de un lado, en torno a la oposición entre el falso idealismo y el positivismo grosero y exagerado o el buen sentido vulgar, atento al cálculo egoísta y utilitario, sin idea elevada alguna, una oposición que enfrenta constantemente a don Quijote y Sancho como los representantes respectivos de sendos tipos de filosofías; de otro lado, tenemos un plano más profundo en el que los personajes principales ya no se enfrentan meramente entre sí, sino que conjuntamente, en las aventuras en que participan ambos, o por separado, como en las aventuras propias de Sancho en el palacio de los Duques, se enfrentan con la realidad, lo que significa que el idealismo fantástico y soñador de don Quijote y el positivismo sensualista de Sancho pugnan con la realidad y ésta los derrota. Ahora bien, tanto ese falso idealismo como ese no menos falso positivismo son vencidos no sólo por la realidad sino por el buen sentido, representado por el cura, el barbero y Sansón Carrasco, y no por Sancho. Don Quijote reconoce además su error ante sus amigos antes de morir, el error de haberse dejado arrastrar por su falso y utópico idealismo. En cuanto a Sancho, el fracaso de su gobierno de la ínsula Barataria es la forma como se castiga el positivismo sensualista que él encarna. Al final triunfa, pues, el buen sentido o el sentido común, el claro conocimiento de lo real y lo posible, que es la filosofía de Cervantes, una filosofía que, tras reconocer todo lo que hay de ridículo e insensato en el idealismo desatinado de don Quijote y en el positivismo vulgar de Sancho, nos enseña «la necesidad de aunar lo ideal con lo real, de reducir el primero a sus límites razonables y posibles, y encarnar en lo segundo lo que hay de necesario y legítimo en la idea» (op. cit., págs. 184-5).
En suma, en el Quijote, aunque en calidad de producto inconsciente e impremeditado, cabe discernir tres tipos de filosofía enfrentadas: la filosofía del idealismo falso, encarnada por don Quijote; la filosofía del positivismo vulgar, personificada por Sancho; y finalmente, una filosofía verdadera alternativa a ambas, la filosofía del buen sentido o sentido común, que es la del propio Cervantes y que, en la novela, está representada por el cura, el barbero y Sansón Carrasco, una filosofía que Cervantes ni pensó ni concibió, sino que es el resultado necesario de la forma que dio Cervantes a su pensamiento intencionado, simplemente por parodiar los libros de caballerías y buscar el contraste cómico, y cuyo mensaje último es, en primer término, negativo, en cuanto se cifra en la denuncia de la vanidad, ridiculez e impotencia tanto del falso idealismo quijotesco como del positivismo grosero sanchopancesco y, en último término, positivo y constructivo, en cuanto sugiere la necesidad de un idealismo racional, posible y adaptado a la época y las circunstancias y de un positivismo con algo de idealidad. Un idealismo y un positivismo de esta laya serían la expresión del buen sentido y la sana razón, que nos enseñan a intentar reconciliar la aspiración al ideal con el recto conocimiento de los hechos.