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El Catoblepas, número 134, abril 2013
  El Catoblepasnúmero 134 • abril 2013 • página 6
Filosofía del Quijote

Los krausistas y la filosofía del Quijote

José Antonio López Calle

Las interpretaciones filosóficas del Quijote (10)

Francisco de Paula Canalejas Casas 1834-1883Federico de Castro 1834-1903

La controversia suscitada por los «Comentarios filosóficos» de Benjumea salpicó también al movimiento krausista. Es más, los krausistas reaccionaron tan favorablemente a los escritos de Benjumea como los propios discípulos o simpatizantes más directos del crítico liberal. Incluso quien acabaría siendo el jefe de filas del movimiento krausista y su principal adalid, Francisco Giner de los Ríos, en fecha muy temprana no sólo aplaudió el «gigantesco esfuerzo» intelectual desplegado por Benjumea hasta el momento para desentrañar los misterios del libro inmortal y censuró la «cruzada» levantada a raíz de la aparición de La Estafeta, sino que tomó partido tanto por la aproximación alegórica al Quijote como por la interpretación filosófica impulsadas por Benjumea.

Aunque escribió sobre temas literarios y artísticos, Giner no dedicó comentario alguno al gran libro de las letras españolas, pero escribió dos reseñas, la primera acerca de La estafeta de Urganda de Benjumea y la segunda acerca de El Quijote y La estafeta de Urganda de Tubino, ambas publicadas en 1862 bajo el título de «Dos folletos sobre el Quijote», un año antes de convertirse en discípulo de Julián Sanz del Río en la Universidad de Madrid, y luego recogidas en su Estudios literarios de 1866 (en la segunda edición, corregida y considerablemente aumentada de 1876 pasó a titularse definitivamente Estudios de Literatura y Arte, incluido en sus Obras completas, III, Imp. Clásica Española, Madrid 1919, págs. 289-302).

En la primera de las reseñas, suscribe sin titubeos la presunta refutación de Benjumea de la «creencia vulgar» de que el Quijote no es más que una mera sátira de los libros de caballería y la asume con tal convicción que llega a anunciarnos que «hoy no hay ya persona medianamente dotada de educación artística, que conceptúe al Quijote como una mera parodia del género caballeresco» (op. cit, pág. 290. Y reitera las manidas razones de la popularidad y el sentido actual que conserva para los hombres de su tiempo como una prueba clara de que en la historia del ingenioso hidalgo hay algo más que una parodia de las historias de la literatura caballeresca. Y ¿qué es ese algo más que hay en el magno libro cervantino? De acuerdo con Benjumea, proclama que es algo más es un sentido profundo, «interior», que sólo se alcanza dejando la letra y dirigiéndose directamente al espíritu y, cuando hayamos hecho esto, el Quijote se nos revelará como una novela elevada a epopeya, que contiene la dramática, profunda y humana historia de las ilusiones de un espíritu candoroso, historia que alegoriza la lucha entre lo ideal y lo real y cuyas dos figuras principales, el hidalgo y el escudero, son el símbolo del dualismo humano.

Giner sólo toma precauciones ante el programa de interpretación autobiográfica de la novela (las aventuras del héroe son una alegoría de la desafortunada vida de su creador) y se queda a la espera de que la obra ulterior de Benjumea, que éste presenta como un desarrollo de su programa de «comentarios filosóficos» del Quijote, para ver si disiente de ellos o no, aunque no muestra disconformidad alguna con ninguna de las perlas de exégesis autobiográfica de la novela con las que Benjumea nos obsequia en el opúsculo objeto de su reseña, lo que revela la laxitud de los criterios hermenéuticos del eximio krausista. En vistas de esto, no es de extrañar que Giner esté dispuesto a dar un paso más y nos muestre su conformidad con la línea de exégesis esotérica inaugurada por Benjumea en La Estafeta, un esoterismo atribuido al Quijote que, según él, en nada se opone a los buenos principios de la verdadera crítica literaria, la cual, nos dice, está ya acostumbrada a interpretaciones y estudios de esta clase y, como ejemplo de ello, trae a colación tanto la concepción de Hegel sobre la Divina comedia de Dante, en la que veía una alegoría cristiana, como el libro de Ozanam, Dante y la filosofía católica en el siglo XIII.

De acuerdo con lo anterior, no es de sorprender que en su segunda reseña, en la que revisa la polémica entre Benjumea y Tubino, Giner se ponga de parte del primero y respalde su enfoque alegórico-filosófico, no sin denunciar la incoherencia del segundo, que empieza afirmando que la novela de Cervantes no es más que una sátira cómica de los libros de caballerías de ameno entretenimiento y termina asignándole una elevada intención trascendental de carácter filosófico. Para Giner, la cuestión fundamental que está en el centro del debate entre Benjumea y Tubino no reside, en realidad, en si el Quijote encierra o no una altísima trascendencia filosófica, cosa admitida por ambos, sino la de si esta elevada significación filosófica es el asunto principal o secundario de la novela cervantina. Lo que divide a ambos exegetas es que, mientras Tubino, como ya indicamos en su momento, defiende que es un asunto secundario en la composición de la obra, Benjumea sostiene, por el contrario, que es el tema fundamental, tesis por la que se decanta también Giner.

Apenas unos años después, a finales de la década de los 60 del siglo XIX, otro hombre de filiación krausista, Francisco de Paula Canalejas, perteneciente a la primera generación o etapa de la escuela krausista española, la de quienes asistieron a las clases de Sanz del Rió en los años 50 del siglo XIX y quizás más conocido por la polémica que mantuvo con Campoamor sobre el panenteísmo, también participó en el debate sobre el significado filosófico del Quijote adoptando una posición muy similar a la de Benjumea. En su discurso pronunciado el 23 de Abril de 1869 con motivo del homenaje a Cervantes organizado por la Academia de Conferencias y Lecturas públicas de la Universidad de Madrid, Canalejas da por sentado que el Quijote es portador de un sentido alegórico y se zambulle de lleno en la exégesis filosófica, según la cual la novela inmortal nos enseña a huir de los dos extremos del idealismo quimérico, al que denomina indistintamente quijotismo, y el materialismo egoísta y grosero, que sus protagonistas representan, en aras de una «alta y moralizadora concepción», que se cifra en la imagen de un modelo de «hombre superior» que Cervantes nos ofrece para superar los dos aspectos parciales que anidan en todo hombre, la tendencia a la quimérica idealidad y al egoísmo grosero. Con su sátira del idealismo quijotisa y del materialismo sanchopancesco, Cervantes nos recuerda que no es el hombre don Quijote, pero tampoco lo es Sancho, pues en todo hombre están a la vez un Quijote y un Sancho, de forma que alternativamente en la vida de cada cual domina el uno o el otro, nos convertimos, en definitiva, en la imitación o parodia del uno o del otro. La moraleja filosófico-moral que el Quijote nos transmite es que seamos la imagen viva del hombre superior que rehúya lo mismo los extravíos y fantasía del quijotismo que los deseos mezquinos que brotan de la sensualidad o del egoísmo sanchopanzescos. (El «Discurso» de Canalejas puede verse en Fiesta literaria celebrada en honor de Cervantes por la Academia de Conferencias y Lecturas públicas de la Universidad de Madrid, 23 de Abril de 1869, Imprenta de Gabriel Alambra, 1869, págs. 49-41).

Federico de Castro y la filosofía del Quijote

Pero la tarea de establecer las bases de la interpretación canónica, en consonancia con el espíritu del pensamiento krausista, del Quijote como alegoría filosófica correspondió a otro krausista, Federico de Castro, perteneciente a la generación de discípulos de Sanz del Río que, como Giner de los Ríos, siguieron las enseñanzas del maestro a partir de la década de los 60 del siglo XIX. Lo que este comentarista hizo, que no hicieron ni Giner ni Canalejas ni Fernando de Castro, también influido por las ideas krausistas de Sanz del Río, a cuyas clases asistió en los años 50 del mentado siglo, es intentar comprender la novela de Cervantes desde la perspectiva del pensamiento krausista. Tal es la tarea que Federico de Castro acometió en su folleto Cervantes y la filosofía española (1870).

Federico de Castro comienza su ensayo entonando un panegírico a Cervantes en que lo celebra como gran pensador siguiendo en esto la estela de Benjumea, al que, por cierto, elogia como «uno de los más discretos comentadores del Quijote, y de otros que, como Patricio de Azcárate y Campoamor, igualmente habían elevado a Cervantes a la categoría de gran pensador, quien, si bien, no fue un filósofo, supo como artista retratar en su obra los principales sistemas de ideas vigentes en su época. Y supo hacerlo porque Cervantes es un artista épico que se confunde con el espíritu de su pueblo y de ahí que se convirtiese en el altavoz o portavoz de las principales tendencias del pensamiento filosófico de su tiempo, que Cervantes no se limita meramente a reflejar, sino que, además al hacer esto, ha presentido lo que iba a ser la Edad Moderna y nos ha transmitido un mensaje que todavía hoy, en el presente en que escribe Federico de Castro, tiene validez e interés.

La tesis fundamental del comentarista krausista se puede resumir así: el Quijote es una alegoría filosófica en que su autor ha querido representar las dos corrientes principales de la filosofía española del Renacimiento, que según él, fueron el espiritualismo o, como escribe otras veces, el idealismo místico y el sensualismo materialista, de forma que Cervantes «retrató en sus héroes la lucha entre el espiritualismo místico y el sensualismo materialista, que por todas partes se empeñaba en el terreno de la Filosofía y en el terreno de la Historia» (op. cit., pág. 59. Naturalmente quien encarna el espiritualismo místico es, como no podía ser de otro modo, don Quijote y el sensualismo materialista, Sancho. La novedad aportada por Federico de Castro no reside simplemente en el giro «místico» que imprime al idealismo o espiritualismo, con el que hasta ahora hemos visto que ser identificaba a don Quijote, sino también en relacionar a las dos figuras principales de la novela con la filosofía de la época y no con dos tendencias eternas de la naturaleza humana o del pensamiento. En cuanto al origen del alegorismo filosófico que la novela encierra, el autor deja entender, como tantos otros, que tiene una génesis inconsciente. Cervantes, como poeta épico, que representa a su pueblo y por tanto también su forma de pensar, «llevado de su propio genio y apremiado por las necesidades intelectuales y morales de su siglo» habría generado una obra que inexorablemente refleja, en clave simbólica, los principales ideas vigentes en su tiempo.

La estrategia argumentativa del crítico krausista se despliega en dos fases: primeramente, se dispone a reconstruir y definir las escuelas de pensamiento dominantes en la España del tiempo de Cervantes, que coincide, según él, con el del Renacimiento; y en una segunda fase, pone todo su empeño en probar que los «héroes» de la novela son figuras representativas de las escuelas de pensamiento hegemónicas durante el Renacimiento español. Se trata de una forma de argumentar muy similar a la que puso en práctica más tarde, a comienzos del siglo siguiente, Carreras Artau, quien, como vimos en su momento, relacionó el pensamiento de don Quijote con el pensamiento de su tiempo, aunque en este caso centrándose en el pensamiento jurídico-político y social.

En la primera etapa del curso de su argumentación, el autor llega a la conclusión de que las escuelas que se disputaban el dominio sobre las conciencias y la sociedad en el tiempo de Cervantes fueron, como ya hemos adelantado más arriba, dos, que él caracteriza como espiritualismo místico y el sensualismo materialista. ¿Cómo llega el autor a esta asombrosa conclusión?

Cervantes, desdeñoso de la escolástica

Llega a ella después de procurar por todos los medios descartar a la escolástica como candidata a desempeñar un puesto de relevancia en el pensamiento de la época y, para rematar la faena, de pintar a Cervantes como un enemigo de la escolástica. En cuanto a ésta, habría fracasado en la disputa como las nuevas escuelas renacentistas por dominar las inteligencias de aquel tiempo por causa de su degeneración en un mero formalismo lógico, su apego acérrimo a la autoridad y su intolerancia, no sólo ejercida contra los enemigos de la fe, sino contra los rivales de otras escuelas, por más sabios y santos que fuesen sus fundadores. La caricatura que nos pinta de la escolástica sube de tono cuando a todo esto añade más adelante que desconfiaba de la experiencia sensible -pasando así por alto que la teoría del conocimiento escolástica se basa en el principio de que el conocimiento se origina y se funda en la experiencia sensorial (nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu)- y que le parecía toda investigación racional una herejía (cuando los escolásticos llevaron el racionalismo los más lejos que se podía en su época).

En realidad, esta pintura de la escolástica corresponde más bien al escolasticismo decadente del siglo XV y de las primeras décadas del siglo XVI, que, de forma falsaria, Federico de Castro presenta como la realidad de la filosofía escolástica del Renacimiento español, como si no hubiese existido una renovación y florecimiento de la escolástica en la España del siglo XVI y primera mitad del siglo siguiente, iniciada por Vitoria y culminada en las figuras de Luis de Molina y Suárez. Pero ni una mención por parte del comentarista krausista a la gran escolástica española del Siglo de Oro ni a ninguna de sus principales figuras, que, de acuerdo con su relación, no parecen haber existido o se confunden con la escolástica decadente de un tiempo anterior o posterior. Con los krausistas se inicia una tendencia a despreciar el pensamiento escolástico español del Siglo de Oro, un desprecio, que harían suyo más adelante, como ya señalamos en su lugar, Unamuno, quizás influido por el krausismo, amén de por razones propias –su mala experiencia con los escolásticos que tuvo como profesores en la Universidad de Madrid–, por el que sentía cierta simpatía, y Ortega.

No son mejores sus razones en pro de la supuesta aversión de Cervantes a la escolástica, de las cuales unas se basan en la biografía de éste y otras en pasajes del Quijote. En cuanto a las primeras, alega que Cervantes tuvo por maestro a López de Hoyos, partidario, nos dice, de las nuevas ideas, de las que no da ninguna precisión; ciertamente López de Hoyos fue un hombre cercano al humanismo, pero de ahí no cabe inferir, sin prueba, que rechazase la filosofía escolástica y menos aún que Cervantes, por haber sido discípulo suyo durante unos dos años, se adhiriese al presunto antiescolasticismo de su maestro. Ciertamente, muchos humanistas censuraron la escolástica decadente tardomedieval, como Erasmo o Vives, pero otros, como Ginés de Sepúlveda o Pérez de Oliva, supieron combinar el aprecio por al escolástica con el nuevo humanismo renacentista.

En cualquier caso, Federico de Castro es el primero en prestar atención a la relación de Cervantes con López de Hoyos con ánimo de encontrar pistas en ello acerca de la trayectoria intelectual del primero; más adelante, Américo Castro seguirá la misma pista, como ya hemos visto, si bien ahora no para convertir al autor del Quijote en alguien poco amigo de la escolástica, sino en un erasmista por causa de la influencia de su maestro López de Hoyos.

Más peregrina es la otra razón que esgrime el comentarista krausista: la persecución de que fue objeto por parte de Blanco de Paz o de Aliaga, esto es, de un dominico, evidenciaría también la alergia cervantina a la escolástica. Pero esta persecución es una fantasía carente de base histórica, que sin duda debió de tomar de Benjumea, que fue quien la inventó y la convirtió en una de las claves tanto de la biografía de Cervantes como de su interpretación del Quijote como la autobiografía de éste, a la que, por cierto, Federico de Castro se refiere expresamente de forma aprobatoria.

No van mejor dirigidos o son más afortunados sus argumentos extraídos de pasajes de la gran novela cervantina; tres de ellos proceden no de la novela propiamente dicha sino de textos del prólogo y de las poesías burlescas que la preceden, y un cuarto del episodio de la fingida resurrección de Altisidora, todos ellos interpretados arbitrariamente por el exegeta krausista. En primer lugar, infiere del hecho de que Cervantes se burle en el prólogo del Quijote del recurso a las citas y del afán de mostrarse eruditos que con ello está formulando un tipo de reprensión que se extiende a la reverencia de los escolásticos, que plagaban sus obras de citas a la autoridad. Sin embargo, la crítica de Cervantes no se dirige a los autores de textos de filosofía, sino a los escritores de literatura en lengua romance, que, para darle a su obra una apariencia de erudición, hacían citas de autores clásicos, incluso hacían acotaciones en los márgenes y anotaciones al final del libro. Cervantes, por su lado, va a prescindir de éstas últimas prácticas, pero no va a renunciar a hacer referencias a los clásicos. Así a lo largo del Quijote encontramos no sólo menciones a clásicos literarios, como Homero, Virgilio, Horacio, Terencio, Marcial, etc., sino también a clásicos de la filosofía, como Platón, Aristóteles o Cicerón, de la historia, como Plutarco y Julio César, o de la medicina, como Hipócrates o Dioscórides, para ilustrar alguna circunstancia o situación de la narración o pensamiento de los personajes o del narrador.

A veces Cervantes cita ideas de autores clásicos, sin mentar a estos, como cuando se refiere a la idea del alma como una «tabla rasa» en la que se va imprimiendo la experiencia en el romance de don Quijote (II, 46, 897), una idea procedente de Aristóteles y difundida por la filosofía escolástica; incluso en alguna ocasión se atreverá a meter citas en latín, así cuando cita por boca de don Quijote (II, 51, 943) la célebre frase atribuida a Aristóteles de que «Amicus Plato, sed magis amica veritas» (Platón es amigo, pero más amiga es la verdad), sin mentar a su autor; o nos mencionará la figura de Zófiro, gobernante al servicio del rey persa Darío, como modelo de fidelidad (I, 47), sin remitirnos a Plutarco, que es quien nos ha dejado el relato de la historia de este personaje.

Como se ve, Cervantes no era tan alérgico, como nos lo intenta pintar Federico de Castro, a citar a los clásicos, a juzgar por su propia práctica literaria; a lo único que parece oponerse es al abuso de este procedimiento, especialmente de las citas en latín o las notas en los márgenes o al final del libro. Pero deja al margen el uso de citas de autoridades en libros de filosofía. Además, en la época de Cervantes en la literatura filosófica era común la mención de autoridades no sólo entre los escolásticos sino por parte de toda suerte de autores pertenecientes a las diversas corrientes filosóficas, tanto en España como en el resto de Europa, por lo que, en caso de generalizarse la crítica de Cervantes, ésta afectaría, en mayor o en menor grado, a todas las escuelas filosóficas de la época.

En segundo lugar, contrapone la invitación de Urganda la Desconocida, en el poema en décimas de cabo roto dedicado al libro del Quijote, a rehuir hablar en latín («Hablar latines rehu-«) a la supuesta pretensión de los escolásticos de que su «bárbaro» latín era el único idioma digno de las ciencias y la literatura. Pero nuevamente la recomendación de Urganda no se dirige a toda suerte de libros, ya sean de filosofía y ciencias o de literatura, sino sólo al Quijote, que es al que personificándolo, como acabamos de decir, dirige sus versos de cabo roto, y, por tanto, en realidad, a su autor, que ciertamente en raras ocasiones recurrirá al latín. Además, los escolásticos no pretendían extender el uso del latín a la literatura y su uso era casi general en la época en el dominio de la filosofía, al margen de escuelas, y de la ciencia.

Del prólogo y poesías preliminares salta Federico de Castro a la segunda parte del libro para presentarnos el lance de la fingida resurrección de Altisidora, en el que se ridiculizan, conforme a su exégesis, los procedimientos crueles de los inquisidores, cosa que por cierto éstos pasaron por alto, como un ataque a la intolerancia de la escolástica, con lo que parece dar por sentado gratuitamente que hubiese alguna conexión interna entre la escolástica y la Inquisición, al tiempo que pasa por alto que en aquella época la intolerancia era lo normal en toda Europa.

Finalmente, para ofrecernos un cuarto argumento que el estudioso krausista considera «de todo punto irrecusable» en pro del antiescolasticismo de Cervantes, quien incluso, según él, habría ocupado un puesto destacado «en aquella terrible contienda» de las nuevas escuelas contra la escolástica, regresa a las décimas de cabo roto que Urganda dedica al libro de Cervantes. Pues en los últimos seis versos de la cuarta décima (si en la dirección te humi-/ no dirá mofante [tonto] algu-/: «¡Qué don Álvaro de Lu-/ qué Aníbla el de Carta-/ qué rey Francisco en Espa-/ se queja de la Portu-¡») advierte una referencia a una de las quintillas del poema de un dominico compuesta como glosa al arranque de la primera de las quintillas (Aquí la envidia y mentira/ me tuvieron encerrado) escritas por fray Luis de León en la cárcel de la Inquisición, glosa en la que se ensalza a la inquisición, se justifica su papel en el caso de fray Luis de Léon, acusado de afirmar temeraria y falsamente haber sido encerrado por causa de la envidia y la mentira, y en cuya séptima de sus quintillas, que reza así: ¿Qué D. Álvaro de Luna?/ ¿qué Aníbal Cartaginés?/ ¿qué Francisco rey francés/ se queja de la fortuna/ qué le ha traído a sus pies?, se burla precisamente de que se queje como si hubiese sufrido mucho a la manera de los tres personajes citados, lo que el autor de la glosa considera un comportamiento impropio de un religioso y acaba aconsejándole que se retire sin protestar. Y en esta referencia a la glosa a los versos de fray Luis de León atisba nada menos que un ataque contra los inquisidores atormentadores del «místico catedrático salmantino», pues, de acuerdo con su insólita exégesis, a éstos precisamente designa Cervantes con el despectivo epíteto de «mofante», lo que le sirve además para cultivar la imagen de Cervantes, falsamente construida por Benjumea y sus seguidores, como alguien perseguido por la intolerancia inquisitorial y amigo de sus víctimas.

Pero dejando aparte esto último, de lo que ya nos ocupamos en el estudio que dedicamos a la interpretación autobiográfica del Quijote por Benjumea, es menester notar que la disparatada exégesis del autor krausista sólo es posible al precio de sacar de contexto arbitrariamente los versos de Cervantes. Es innegable la alusión a la quintilla de la glosa burlona a los versos de fray Luis de León, pero lo que no es admisible es que con el epíteto despectivo «mofante» se esté refiriendo a los inquisidores que decidieron encarcelarlo.

Para entender adecuadamente esos versos, es menester tener en cuenta, una vez más, que van dirigidos al libro de Cervantes como si fuese una persona y, por tanto, indirectamente a su autor, para darle un consejo acerca de la actitud que un escritor debe adoptar en la dedicatoria del mismo. Y el consejo que le da es que conviene humillarse en la dedicatoria («dirección») para así no dar lugar a que un tonto («mofante») se burle del autor de la dedicatoria comparándolo con los casos de personajes ilustres, como los tres citados, cuya vida terminó trágicamente (Álvaro de Luna y Aníbal) o pasó por una situación desgraciada (Fransciso I, rey de Francia que estuvo preso en Madrid tras su captura en la batalla de Pavía).

En cualquier caso, obsérvese que el intérprete krausista no es capaz de presentar ningún pasaje en que se revele la supuesta hostilidad de Cervantes a la escolástica. Y no es capaz porque en realidad no hay nada en la obra de Cervantes que revele semejante actitud. Federico de Castro se ve obligado a remitirse a la desesperada a cuestiones muy indirectas o tangenciales y externas –como la de establecer la negativa posición de Cervantes ante la escolástica a través de la no menos supuesta aversión suya a la Inquisición, como si hubiese una conexión interna entre la escolástica y la Inquisición y como si sólo los escolásticos hubiesen apoyado esta institución– para abrir una brecha que le pueda conducir a su conclusión sobre el antiescolasticismo del autor del Quijote.

 

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