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El Catoblepas, número 134, abril 2013
  El Catoblepasnúmero 134 • abril 2013 • página 10
Artículos

Jesús el Nazoreo y la tragedia del Gólgota

Daniel Miguel López Rodríguez

El Jesús histórico y el Cristo de la fe:
del judaísmo al cristianismo pasando por el paganismo

Jesús el Nazoreo y la tragedia del Gólgota

I. ¿Por qué no soy cristiano?
II. El cristianismo después de veinte siglos sigue estando vigente. España sigue siendo católica
III. La verdad del Cristianismo
IV. Las influencias paganas del cristianismo y crítica a la idea de revelación divina
1. Influencias egipcias
2. Influencias zoroástricas
3. Influencias helenísticas
4. Si el cristianismo no salió de la nada por emergencia divina entonces no es una revelación sobrenatural y sí una reconstrucción mitológica
V. El Jesús histórico y el Cristo de la fe: del judaísmo al cristianismo
1. Analogías entre la escatología judía y el idealismo alemán
2. El Reino celestial frente al Reino terrenal
3. La ética acósmica y apocalíptica de Jesús
4. Inimicus y hostes
5. Los dos mandamientos principales de la Ley para Jesús
6. El Cristo de la fe frente al Mesías de la Ley: el secreto mesiánico
7. El paso del judaísmo al cristianismo
VI. El judaísmo de la época de Jesús
1. Saduceos
2. Fariseos
3. Esenios
4. Zelotas
5. Los nazarenos, la secta de Jesús, frente a estos partidos o sectas
VII. La figura histórica de Jesús
1. Jesús el Nazoreo
2. Jesús el profeta apocalíptico y carismático
VIII. El ministerio de Jesús
1. Jesús y Juan el Bautista
2. Jesús frente Poncio Pilato: la utopía del Reino de Yahvé, o Sacro Imperio Judaico, frente a la Realpolitik del Imperio Romano.
3. La tragedia del Gólgota y el mito de la resurrección
IX. La Urgemeinde, iglesia-madre de Jerusalén
X. Y tras el fracaso de Jesús vino el clamoroso éxito de Pablo de Tarso
1. ¿Era Pablo ciudadano romano?
2. La muerte vicaria de Jesús
3. Pablo como teólogo de la restauración de Israel
4. La revelación paulina
5. La parousía o segunda venida de Cristo
6. La cuestión del fundador del cristianismo
7. La justificación por la fe en Cristo
8. Escándalo y necedad
Bibliografía

«Puesto que muchos emprendieron la tarea de poner en orden un relato sobre los hechos que se han cumplido entre nosotros, tal como nos transmitieron los testigos oculares desde comienzo y quienes han acabado convertidos en servidores de la palabra, también me pareció oportuno a mí, que he ido siguiendo todo con atención desde el principio, escribírtelo con exactitud por orden, noble Teófilo, para que conozcas la certidumbre de las palabras sobre las que has sido catequizado» (Lc 1.1-4). «Pero hay muchas otras cosas que hizo Jesús, las cuales si fueran escritas una por una, ni el mismo mundo albergaría los libros escritos» (Jn 21.25)

I. ¿Por qué no soy cristiano?

Yo no soy cristiano porque un cristiano, si es cristiano (otra cosa es que no sea verdaderamente cristiano), tiene que creer en la pericóresis trinitaria, la cual consustancialmente envuelve la realidad, es decir: Padre, Hijo y Espíritu Santo envuelven la realidad, y así llevan a cabo el drama de la historia universal, siendo el eje de la misma la Encarnación de Dios en un hombre: Jesús de Nazaret de Galilea. Entonces, como se afirma dogmáticamente que el Verbo se hace carne, hablamos de un espiritualismo asertivo descendente y ascendente, esto es, hablamos del despliegue de un dios personal y trascendente que en una primera epifanía (allá por los años 30 del siglo I) se Encarna en un hombre para que sirva de chivo expiatorio o sacrificio vicario que salva a la humanidad del Pecado Original y después, tras la resurrección, asciende al cielo: «Salí del Padre y vine al mundo; de nuevo dejo el mundo y voy al Padre» (Jn 16.28). Pero no queda la cosa ahí, porque el cristiano piadoso deja sus esperanzas puestas en una segunda epifanía que supondría el retorno de dios (logos) hecho carne, resultando esta vez victorioso de cara al Juicio Final o parousía, cumpliéndose así las promesas de salvación (aunque nadie sabe el día ni la hora); siendo así la pericóresis del Dios trinitario una idea aureolar y una esperanza puesta en un futuro apoteósico y paradisíaco para los hombres elegidos y justificados por la fe, pero terrible y deslucido para los impíos y malvados que no han creído en la resurrección de Cristo Jesús: «El que cree en el Hijo tiene vida eterna; el que no obedece al Hijo no verá la vida; sino que la ira de Dios permanece con él» (Jn 3.36).

También para ser cristiano hay que creer en los ángeles, en los arcángeles, en los querubines, en los serafines, en los tronos, en los principados y en las dominaciones, esto es: en los siete coros de ángeles o «formas separadas» (como decían los escolásticos). Tiene que creer de algún modo que el mundo lo creó Dios de la nada en seis días, descansando el séptimo (los ángeles fueron creados el primer día de la creación y el hombre, Adán, lo fue el sexto día). También tiene que creer que la mujer se formó a raíz de la costilla de Adán, el primer hombre.

Un verdadero cristiano (que no un cristiano verdadero) tiene que creer en el ministerio y la predicación de un hombre, que se llamaba Jesús, que su padre era Dios, que su madre era virgen, que le regalaron incienso, oro y mirra los Reyes Magos de Oriente en un mísero pesebre de Belén de Judá, que andaba sobre las aguas, que convertía el agua en vino, que multiplicaba los panes y los peces, que resucitó a la hija de un tal Jairo y también a un tal Lázaro, que limpiaba a los leprosos, que es traicionado por un tal Judas y es crucificado y resucitando al tercer día, y al final de los tiempos volverá a juzgar a los vivos y los muertos.

Tiene que creer en el misterio de la Eucaristía, es decir, que en la hostia consagrada ahí está la sangre y el cuerpo de Cristo (al menos en el catolicismo). Tiene que creer en la virginidad perpetua de María (también en el catolicismo), la cual fue sin pecado concebida o concebida por el Arcángel San Gabriel o Espíritu Santo en forma de paloma (dogma, por cierto, que no procede de los evangelios canónicos, sino del apócrifo Protoevangelio de Santiago). También tiene que creer en la resurrección de la carne en el día del Juicio Final, cuestión diferente a la de la inmortalidad del alma, sin perjuicio de que en el cristianismo también hay inmortalidad del alma en el momento de la muerte individual, a la espera del día del Juicio que dará lugar a la resurrección de la carne. Aunque el dogma de la resurrección de la carne, para algunos cristianos actuales, ha quedado como mera cláusula doctrinal o es interpretado simbólicamente, pues se tiende a creer más bien en la beatitud eterna (o condenación eterna) del individuo en el momento de la muerte, siendo más bien un juicio individual en el que se postula la inmortalidad del alma: ya en el cielo ya en el infierno. No así para la Iglesia Católica, que sostiene en su Catecismo que el dogma de la resurrección de la carne «significa que el estado definitivo del hombre no será solamente el alma espiritual separada del cuerpo, sino que también nuestros cuerpos mortales un día volverán a tener vida… Con la muerte, que es separación del alma y del cuerpo, éste cae en la corrupción, mientras el alma, que es inmortal, va al encuentro del juicio de Dios y espera volverse a unir al cuerpo, cuando éste resurja transformado en la segunda venida del Señor… La vida eterna es la que comienza inmediatamente después de la muerte. Esta vida no tendrá fin; será precedida para cada uno por un juicio particular por parte de Cristo, juez de vivos y muertos, y será ratificada en el juicio final» (2005: 203-205-207).

Tiene que creer en la revelación de la Biblia, y esto incluye también a los fantásticos libros del Antiguo Testamento (no se puede ser católico sin creer en el Antiguo Testamento), donde se proclama como Dios único a ese engendro de la vesania hebrea llamado Yahvé, un dios colérico, vengativo, brutal, extremadamente cruel e inmisericorde, un dios inefable que manda a matar a su «pueblo elegido» niños de teta en la represión de sus incontables guerras –por no hablar del antisemitismo de Yahvé por la continua idolatría de los judíos a otras deidades. Y creer en la Biblia significa creer en la revelación de unos textos incoherentes, desconcertantes e increíbles a más no poder, cuando esos textos deben de ser examinados con el resero crítico con que se mide cualquier texto, pues ningún texto es revelado por Dios o el Espíritu Santo en un estado de intuicionismo praeterracional por parte de su autor. Por tanto, niego rotundamente la afirmación que hace Jesús en el versículo Jn 10.35 que reza: «la Escritura no puede ser quebrantada», porque la Escritura sí puede ser quebrantada; ya que desde sus comienzos en la antigua Grecia la filosofía –como saber de segundo grado que «reflexiona» objetivamente sobre y contra otras formas culturales que toma como materiales– se encara críticamente a los teólogos, a los poetas y a los políticos de modo apagógico, por reducción al absurdo, es decir, por vía de trituración dialéctica (sin perjuicio de que se asimilen ciertas cuestiones que salgan de ese humus que la filosofía crítica trata de «quebrantar» con mirada de basilisco). De este modo estaría en total desacuerdo con lo que se prescribió entre 1545 y 1563 en el Concilio de Trento: «Si alguno no recibiere como sagrados y canónicos estos mismos Libros enteros con todas sus partes, como se han acostumbrado a leer en la Iglesia Católica, y se contienen en la edición Vulgata latina antigua, sea anatema». Así sea, soy anatema. Como anatema declaraba Pío IX en 1864, en el Syllabus Errorum, a quien estimase que «las profecías y milagros expuestos y narrados en las Sagradas Letras son ficciones de poetas; los misterios de la fe cristiana, un conjunto de investigaciones filosóficas; y que en los libros de uno u otro Testamento se contienen invenciones míticas» (citado por Puente Ojea, 2001b: 81). El Catecismo de la Iglesia Católica de nuestro tiempo también lo deja claro: «Decimos que la Sagrada Escritura enseña la verdad porque Dios mismo es su autor: por eso afirmamos que está inspirada y enseña sin error las verdades necesarias para nuestra salvación. El Espíritu Santo ha inspirado, en efecto, a los autores humanos de la Sagrada Escritura, los cuales han escrito lo que el Espíritu ha querido enseñarnos. La fe cristiana, sin embargo, no es una "religión del libro", sino de la Palabra de Dios, que no es "una palabra escrita y muda, sino el Verbo encarnado y vivo" (San Bernardo de Claraval)» (2005: 18).

Mi tarea aquí consiste en negar con rotundidad aquello que sentenciaba San Ignacio de Loyola: «Si la Iglesia definiera algo como negro, cuando para tus ojos es blanco, nosotros hemos de encontrar el medio para que sea negro». Mi tarea, en fin, consiste en hacer del cristianismo un material crítico, y demostrar que es un material quebrantable que contiene invenciones míticas que no proceden de ninguna revelación praeterracional, y si se mira así no caben «doble pensamientos» ni confundir el negro con el blanco y el blanco con el negro, porque lo que es blanco es blanco y lo que es negro es negro. Además, esa supuesta «revelación» atenta a priori contra la dignidad de los demás colectivos e individuos que no han tenido el privilegio de recibir la susodicha. Aunque es verdad que, a día de hoy, la Iglesia no acepta nuevas revelaciones, salvo las que controla, como Lourdes o Fátima; y deja claro que desde el Magisterio de la Iglesia, «al que corresponde el discernimiento de tales revelaciones, no puede aceptar, por tanto, aquellas "revelaciones" que pretendan superar o corregir la Revelación definitiva, que es Cristo» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2005: 10). Por tanto, un texto «revelado» no es más que pura impostura. Como ya dijo en 1668 Adriaan Koerbagh, un amigo del gran filósofo Baruch de Espinosa, la Biblia debe de ser estudiada con criterios lingüísticos e históricos, como se hace con cualquier otra obra.

También, quien sea cristiano, tiene que creer en una vida póstuma en el cielo, donde vivirá una vida eterna en la que gozará de la infinita sabiduría de Dios, donde los misterios del Altísimo le serán revelados a los elegidos (que serán pocos, aunque muchos los llamados). El cielo, pese a su trascendencia respecto al mundo, vendría a ser un supramundo pero homonímico con el mundo; por tanto, pese al llamado «cristianismo de trascendencia», el cristianismo vendría a ser un mundanismo (si bien es cierto que el Dios-Creador terciario está situado en un contexto ontológico-general –es decir, ya no se trata de un dios óntico como Zeus, Odín u Osiris, sino de un Dios ontológico, infinito–, siendo el Reino de los Cielos homonímico al mundo empírico, aunque situado «más allá del horizonte de las focas»). Aparte del cielo, el piadoso y crédulo cristiano tiene que creer incluso en el infierno y, por si fuera poco, en el demonio y su corte infernal de diablos y espíritus impuros (ángeles caídos) que aparte del infierno también viven entre los hombres tentándolos e incluso encarnándose en ellos (a imitación de Cristo): luego un cristiano (insisto: si es verdaderamente cristiano) tiene que creer en un premio o en un castigo eterno para siempre jamás. Pero –digo yo– por muy mal que haga el hombre jamás merecerá un castigo eterno, y tampoco un premio eterno por mucho bien que haga y por muy cristiano piadoso que sea. El dolor eterno y la felicidad eterna son dos paraideas o «ideas-límite» absolutamente descabelladas, monstruosas y abismales.

Y lo más importante de todo para el cristiano: tiene que creer en Dios Padre «que hizo el mundo y todo cuanto hay en él» (Hch 17.24) –Ego trascendental personal (E) creador del mundo de las formas (Mi), Cosmocrátor omniabarcante– y amarlo con todo su corazón, toda su alma y todas sus fuerzas, pues «por su mediación vivimos, nos movemos y somos» (Hch 17.28); y además de amar a Dios también ha de amar a su vecino como a sí mismo. Creyendo todo esto lo demás se le dará por añadidura.

Como se puede comprobar para ser cristiano hay que creer en una retahíla de fantasías que se salen de la historia y de la ontología (al menos de la ontología materialista desde la que me sitúo). Es una retahíla de delirios secundarios, aunque el cristianismo es una religión terciaria y en su teología dogmática existe un racionalismo explícito que tritura el delirio secundario del politeísmo clásico. Labor ésta que no sólo está en la teología de los evangelistas, sino de un modo más pulido en las manos de los Padres de la Iglesia que, por la gracia de la alianza de la Iglesia con del Imperio Romano constantiniano, pudo propagar su fe –frente a paganos, judíos y otras sectas cristianas– a sangre y fuego. La dialéctica y el diálogo a la contra en las letras tuvo su resolución con las armas y el poder de Roma.

Entonces un cristiano tiene que creer en lo increíble, esto es: creer que Cristo es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14.6). Como dice San Agustín: «increíble es que Cristo resucitase en carne y que subiese al cielo por la carne. Increíble es que haya creído el mundo portento tan increíble. Increíble es que hombres de condición humilde, despreciables, pocos e ignorantes, hayan podido persuadir de cosa tan increíble, tan eficazmente al mundo y hasta a los mismos doctos» (La Ciudad de Dios XXII, 5). Quizá por esto es habitual que muchos cristianos sufran «crisis de fe», las cuales son perfectamente superables; eso sí, hasta la próxima crisis de fe. Al contrario de lo que decía Tertuliano desde las coordenadas doctrinales del cerrojo teológico, yo no creo en los dogmas del cristianismo porque son absurdos. Y eso sabiendo que hombres de gran talento y gran influencia –como por ejemplo San Agustín, Santo Tomás, Duns Escoto, Francisco Suarez, Copérnico, Descartes, Leibniz o Newton– fueron verdaderos creyentes y profundos cristianos, aunque no cristianos verdaderos, porque a mi juicio un cristiano no puede ser verdadero, en tanto dogmático cristiano, por eso no soy cristiano, porque el cristianismo me aparta de la verdad. «¿Y qué es la verdad?». He ahí la pregunta del prefecto de Judea, Poncio Pilato, sin respuesta del Nazareno o, mejor dicho, del Cuarto Evangelista, sobreentendiéndose que sobran las palabras porque Cristo es la verdad. Pues bien, Cristo no es la verdad. O eso al menos es lo que trato de demostrar en el presente ensayo sin la ayuda de Dios.

Pasen y vean cómo demuestro que Cristo, la Encarnación, la salvación universal y la dogmática cristiana en general es una reconstrucción secular de mitos y teologías que distan mucho de la verdad. Por tanto, no podemos servir a dos señores: o se sirve a Cristo o se sirve a la verdad. Aunque con esto no quiero dar a entender que el que no sirve a Cristo está ya en la verdad, pues no servir a Cristo y no ser cristiano por sí sólo no ayuda a presenciar el espectáculo de la susodicha (admitiendo, eso sí, que frente al delirio secundario, la religión terciaria cristiana guarda un componente de verdad, pues si no sería imposible explicar su clamoroso éxito).

Y si no soy cristiano tampoco soy pagano, ni judío y ni mucho menos musulmán, porque soy ateo esencial total, aunque oficialmente soy católico, bautizado por la Santa Madre Iglesia Católica Apostólica Romana. Bautizado, eso sí, a los 10 años; por tanto, podría decir que soy un católico converso, es decir, me convertí al catolicismo bautizándome y haciendo la comunión, aunque no hice la «confirmación», y pasando los años me convertí al materialismo y al ateísmo y ahí sigo. Por eso ya no soy cristiano, aunque podría afirmar que soy católico ateo esencial total.

II. El cristianismo después de veinte siglos sigue estando vigente. España sigue siendo católica

El cristianismo es un asunto de plena actualidad, sólo hay que señalar la enorme expectación (ya en la misma abarrotada plaza de el Vaticano, ya en los millones y millones de espectadores que siguieron el ritual por televisión formal) que ha tenido en todo el mundo el cónclave papal –tras la dimisión de Su Santidad Benedicto XVI el 28 de febrero de 2013– del pasado miércoles 13 de marzo de 2013 en el que fue elegido, tras dos fumatas negras, el cardenal argentino y jesuita Jorge Mario Bergoglio: ahora Su Santidad Francisco (elección que desde el momento de la nematología católica se hizo por obra y gracia del Espíritu santo, pero desde el momento tecnológico por la democracia formal de los votos de los distintos cardenales enfrentados entre sí: dialéctica de cardenales). Digamos, pues, que el cristianismo no es un asunto «arqueológico» como el anarquismo, el comunismo, el nacionalsocialismo o el fascismo.

¿Y por qué? Porque el cristianismo no ha caído. España, en nuestro caso, sigue siendo cristiana, o mejor dicho, católica, o al menos sociológicamente católica. Todos los años se celebra fervorosamente la navidad y la Semana Santa; todos los años se celebran ardientemente las fiestas de vírgenes y santos en todos los pueblos de España, fiestas que son como la infiltración o reminiscencia de las fiestas primaverales paganas de los delirios secundarios politeísta en el escenario políticamente implantado de la religión terciaria monoteísta; fiestas que, al fin y al cabo, mutatis mutandis, son como una herencia folclórica del paganismo clásico grecorromano y sus ritos de nacimiento y de consagración de la primavera. Junto a la navidad y la Semana Santa estas fiestas organizan el calendario, que es muy parecido al de los romanos (ya se vio durante la Revolución francesa lo caótico que resultó cambiarlo). También casi todo el mundo se casa por la Iglesia; casi todos los niños se bautizan y hacen la comunión, aunque los padres no sean creyentes. Luego es absurdo afirmar que España es un país laico y que la religión es un asunto «privado» y de «conciencia subjetiva». Nada más que hace falta darse un paseo por las calles de Sevilla en plena Semana Santa y desde allí, si Cristo levantase la cabeza, podría asegurar que «ni en Israel he encontrado fe semejante» (Lc 7.9). Y si esta numerosa masa va detrás de los pasos no ya imbuida por el mito de Cristo, entonces es posible vaya detrás de los mismos imbuida por el mito de la cultura (el cual no sé yo si es peor, más oscurantista y confusionario, que el primero). Así pues, sea por fe o por «cultura», el catolicismo se demuestra andando tras los pasos de la Semana Santa y otros rituales (como el citado cónclave).

El cristianismo no es sólo un problema para la filosofía de la religión, sino también lo es para la filosofía de la historia. El Imperio Romano no estaba calculado para caer, y cayó. El Imperio Español tampoco estaba calculado para caer, y también cayó. Lo mismo pasó con el Imperio Soviético. La caída de estos Imperios generadores supone un grave problema filosófico, como señala Gustavo Bueno en España frente a Europa (no se plantean estos problemas históricos-filosóficos con la caída de los imperios depredadores como el británico o el holandés). El cristianismo, en cambio, no ha caído, pero también supone un problema de envergadura filosófica. ¿Por qué después de cerca de dos mil años de historia el cristianismo, en sus diferentes modulaciones, persevera en el ser? ¿Cómo se ha desencadenado la dialéctica de clases –sinectivamente conectada y subordinada a la dialéctica de Estados en la lucha mundial por la hegemonía entre los imperios– para que en dos mil años de historia el cristianismo siga existiendo, y no precisamente de modo testimonial? ¿Por qué ha tenido tanta fuerza y, de algún modo, a día de hoy la sigue teniendo, aunque bien es verdad que con menos poder de influencia desde hace un par de siglos?

«La única posibilidad que parece quedar, desde un racionalismo materialista, para explicar la "pervivencia" de las iglesias hoy día es la de su "diagnóstico" como superestructuras sociales con inconfundible "voluntad de poder" en el sentido de Adler, y realimentadas constantemente, en su propia "inercia" histórica y cultural, por dos factores que parecen claramente demarcables desde el materialismo, y que Gustavo Bueno identifica en, por un lado, la impostura de los sacerdotes, y por otro, la estupidez infantil de los creyentes (aunque evidentemente haya sacerdotes que participen ideológicamente de la estupidez infantil del creyente: si es así es peor para ellos que si supiesen que las mitologías que defienden son falsas). Es decir, "echar la culpa" sólo a los sacerdotes, en la línea de la tradición inaugurada por Critias, y seguida por la tradición ilustrada, es, en realidad, una forma de "exculpar" a los creyentes, como si éstos no tuviesen su "parte de responsabilidad" en su estado de falsa conciencia y dogmatismo mitológico en una sociedad donde, pese a todo, tiene actualmente los medios científicos y filosóficos suficientes y adecuados para denunciar no ya la función manipuladora y tergiversadora de las ideologías espiritualistas propias de las religiones del presente, sino, y ante todo, su constitutiva falsedad, por la imposibilidad de las premisas espiritualistas y gnósticas en que se sustentan (falsedad que no debe ocultarnos el hecho de que unas religiones tienen más grado de racionalidad que otras)» (Pérez, 2008).

Uno de los problemas del cristianismo es que cristianismos hay muchísimos (me sería imposible hacer aquí un árbol genealógico, una taxonomía con todas las especies que han ido sucediéndose durante la historia y las que simultáneamente existen en la actualidad). El cristianismo es, pues, un género con muchas especies enfrentadas entre sí, aunque con alianzas coyunturales muy puntuales contra terceros (judíos y/o musulmanes) o cuartos (paganos en general). Pero es absurdo afirmar que el catolicismo es una especie más, una especie que tiene la misma importancia y está al mismo nivel que cualquier otra. De hecho, el catolicismo es el género generador de muchas especies de cristianismos, aunque a decir verdad no es el primer analogado o el núcleo del cristianismo, pues entiendo que el cristianismo construye su cuerpo católico cuando sale de la clandestinidad y se hace religión civil y oficial del Imperio Romano, aunque sí es cierto que ya en el siglo I existía algo así como una especie de «protocatolicismo» o catolicismo en embrión (embrión que no abortó sino que se desarrolló dando a luz por la gracia del Estado de Roma y su inmenso Imperio, por el cual la Iglesia pudo llevar a cabo su polémico curso). Pero hablar de «protocatolicismo» es hacerlo desde la plataforma del catolicismo, en retrospectiva.

Sin el catolicismo, el cristianismo no sería un problema de la Historia Universal, no sería un problema filosófico. Es decir, sin los Imperios y los Estados la Iglesia no hubiese sido y no sería absolutamente nada. De modo que sin los Estados la Iglesia no hubiese sido una esencia genérica con núcleo, curso y cuerpo; aunque hubiesen existido sectas cristianas al margen del Imperio, que a día de hoy serían conocidas sólo por eruditos porque indudablemente hubiesen sido liquidadas por el imponente poderío Imperial (lo que quiero decir es que sin el catolicismo romano el cristianismo no hubiese trascendido y no hubiese sido histórico –si acaso antropológico o arqueológico–, porque los sujetos de la historia son los Imperios y los Estados). La Iglesia es por los Estados. No existen relaciones entre la Iglesia y el Estado (en singular), visto así es un problema mal planteado, «puesto que la Iglesia es una y los Estados son múltiples; por lo que –podría decirse– las relaciones de la Iglesia y el Estado, son relaciones, en el fondo, de los Estados entre sí, por la mediación de la Iglesia» (Bueno, 1989: 334). El catolicismo es una institución que viene a ser como una especie de agencia internacional que a través del Imperio Romano primero y después (a nivel global efectivo) del Imperio Español pudo hacer algo más que simplemente perseverar en el ser, una vez superada la fase de «transición» de los reinos sucesores en la disputa por la hegemonía de esa biocenosis que vino a ser Europa a partir del Imperio Carolingio. «La amenaza común de los musulmanes, a la par que la originaria voluntad de no quedar absorbidos por el Imperio bizantino, es la situación que explica la configuración, en términos de agencia única totalizadora de la Iglesia romana» (Bueno, 1989: 335). Roma y España fueron algo así como la columna vertebral de la Iglesia, lo demás es creer en la inexistente Gracia del Espíritu Santo, que ni existió, ni existe ni puede llegar a existir. Por eso, y no por la inexistente providencia de Dios a través del imposible Espíritu Santo, sino por la gracia de las sucesivas capas corticales en la disputa y lucha a muerte por las riquezas de las distintas capas basales mediante las complejas relaciones de las diferentes capas conjuntivas, España y gran parte del mundo sigue siendo, en su diferentes modulaciones, cristiana. La Iglesia fue y es una institución única e irrepetible (ideográfica) y fue posible sin la ayuda de Dios, pero imposible sin la ayuda de los Estados y, sobre todo, de los Imperios Universales, fundamentalmente no ya sólo el Imperio Romano sino el Imperio Español que hizo posible el cristianismo «globalizado» llevándolo al Nuevo Mundo no ya bajo la autoridad espiritual de Mt 28.19: «id y enseñad a todas las naciones, bautizadlos en nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu santo», sino bajo la autoridad material de Sus Majestades los Reyes Católicos.

Pero el cristiano es un lobo para el cristiano o los cristianismos son lobos feroces para los cristianos (no digamos para los judíos y los musulmanes, y ni que decir tiene para los paganos, los satánicos y los ateos esenciales o existenciales). La historia del cristianismo es como una biocenosis, pues la existencia de sus distintas especies suponen la lucha continua, cíclica y sistematizada de unas sectas o iglesias contra otras a lo largo de los siglos desde el principio mismo de su existencia, en la lucha por la hegemonía y la supervivencia (por la cual no sólo bastaba y basta con rezar, y tampoco con «dialogar»). Ha sido, básicamente, la lucha de la Iglesia Católica (que se supone que es la línea oficial y a nuestro juicio, al fin y al cabo, la tendencia más racional) contra las distintas herejías (muchas de ellas simples delirios supersticiosos y peligrosos, colindante con las religiones secundarias) la que ha hecho que el cristianismo sea un fenómeno histórico universal (sobre todo por mediación del Imperio Español, un Imperio católico). Quizá con la fuerza suficiente como para que a partir de su aparición en el escenario político-religioso (clandestinamente desde el siglo I, oficialmente desde el siglo IV) se dividiese el cómputo del tiempo histórico en dos mitades: «antes de Cristo» (es decir, antes del cristianismo, con mayor fuerza desde la victoria del cristianismo católico oficial constantiniano y consustancialista frente a multitud de sectas cristianas y judías y el paganismo en general) y «después de Cristo» (era cristiana en la que todavía estamos, aún no hay llegado la era, digamos, postcristiana; sobre el final de la era cristiana nadie sabe el día ni la hora, ni siquiera Dios Padre).

Si algo grande tiene el cristianismo es que es la religión con más herejías que existe y que ha existido jamás. Quizá por ello siga a día de hoy vigente y no es –como decimos– algo «arqueológico» o un asunto de un pasado remoto e irrelevante que no nos afecte o repercuta ya en lo más mínimo. Es indudablemente verdad que a día de hoy el cristianismo es un asunto relevante y de plena actualidad, es un asunto presente, realmente existente en nuestro presente político, social, artístico, económico y filosófico en marcha. No podemos decir junto a Don Manuel Azaña, a la sazón presidente del gobierno y presidente de la muy anticlerical II República, aquello de «España ha dejado de ser católica». No, España no ha dejado de serlo, ni la hispanidad tampoco, y –como decimos– ni Dios Padre sabe cuándo España dejará de ser católica. (Por supuesto con esto no quiero dar a entender que la totalidad de la sociedad española e hispánica en general sea católica, pues el catolicismo compite contra otras confesiones e instituciones no confesionales enconadamente).

Ni el cristianismo ni el catolicismo deben de ser tratados como simples temas, son más bien complejos problemas, tanto para la filosofía de la historia como para la filosofía de la religión (y la filosofía en general). En consecuencia, el cristianismo por nuestra parte e interés filosófico –que se sitúa desde las coordenadas de un ateísmo esencial total y un materialismo pluralista– no debe de ser despreciado y a priori ninguneado. Al César lo que es del César. Por tanto, ni despreciamos ni creemos ni justificamos ni condenamos, simplemente entendemos y al ser posible, a través de la vía de trituración dialéctica, criticamos (porque tampoco cabe permanecer en una inexistente neutralidad, pues hay que tomar partido). Naturalmente con todos nuestros respetos a los «sentimientos» de los creyentes, siempre y cuando éstos también respeten nuestros «sentimientos» ateos y materialistas.

III. La verdad del Cristianismo

Como he dicho, al dar mis razones de por qué no soy cristiano, en este artículo trato de demostrar por qué el cristianismo no es la verdad, es decir, trato de demostrar que la verdad del cristianismo es que el cristianismo no es la verdad ni puede serlo. No tengo la osadía de demostrar qué es la verdad, sino de demostrar lo qué no es la verdad. Tarea la mía que quizá suponga un conocimiento negativo pero que no implica la ignorancia supina o la negación de todo conocimiento. Aunque, dicho sea de paso, la verdad no es «la» verdad (en singular), porque hay muchas verdades que coexisten pero que también se oponen entre sí (no existe ni puede existir la verdad única y absoluta igual que no existe ni puede existir un Dios uno, único y absoluto).

Pues bien, si el cristianismo no hubiese pactado con el Imperio Romano –allá por el 313 en el edicto de Milán cuando salió de la clandestinidad por obra y gracia de Constantino, y sobre todo cuando un 28 de febrero del 380 en el edicto de Tesalónica se convirtió en religión oficial del Imperio por obra y gracia de Teodosio– la figura de Jesús de Nazaret sería algo así como la de Apolonio de Tiana, es decir, un personaje sólo para eruditos (algo parecido pasa con la obra y figura de Karl Marx, pues sin la Revolución bolchevique éste sería algo así como un economista y un filósofo alemán sólo conocido por eruditos y entendidos, figura que pasaría de largo sin mayor relevancia). Y si el cristianismo pudo hacer proselitismo y, a través de ello, dejó de ser una secta más para implantarse políticamente y oficializarse, no fue a través de la Gracia de Dios, sino que fueron las calzadas por la que los apóstoles pudieron propagar la buena nueva. Y esto no lo digo yo, ésta es la tesis de Eusebio de Cesarea en su obra la Preparatio evangélica. Dicho de otro modo: fueron las calzadas, esto es, una entidad material realmente existente –y no el Espíritu Santo (metafísico o mitológico, esto es, realmente inexistente)–, las que hicieron posible la ecumenización de los evangelios (es decir, como arriba hemos insistido: sin Roma y las instituciones del Imperio –y después a nivel global a través del Imperio Español– la predicación del evangelio se nos presenta prácticamente imposible, inviable literalmente). Como dice Edward Gibbon en su Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano (2005: 230-231): «Las conquistas de Roma prepararon y facilitaron las del cristianismo […] Las vías públicas que se habían construido para el uso de las legiones se abrieron a los misioneros cristianos desde Damasco a Corinto y desde Italia a los confines de Hispania y Britania; estos conquistadores espirituales tampoco encontraron ninguno de los obstáculos que, por lo general, retrasaban o impedían la introducción de la religión extranjera en un país lejano».

La carrera de la Iglesia Católica como institución hegemónica empezó con la condena a los Arrianos en el concilio de Nicea. Aquí canonizaron a Jesús como «Hijo único de Dios», siendo el credo de Arrio tildado de herejía. El dogma llamado Credo reza así: «Creemos en un solo Dios Padre omnipotente, creador de todas las cosas, de las visibles y de las invisibles; y en un solo Señor Jesucristo, Hijo de Dios, nacido unigénito del Padre, es decir, de la sustancia del Padre, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no hecho, consustancial al Padre, por quien todas las cosas fueron hechas, las que hay en el cielo y las que hay en la tierra, que por nosotros los hombres y por nuestra salvación, descendió y se encarnó, se hizo hombre, padeció y resucitó al tercer día, subió a los cielos, y ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos» (citado por Fábrega, 1960: 45-46). Se da paso así, frente a otras tendencias, al impresionante tinglado institucional del cristianismo constantiniano y consustancialista (cristianismo católico). Es curioso, pero así como Jesús fue crucificado por decreto imperial, también por decreto imperial, tres siglos más tarde, fue canonizado como Hijo de Dios (digamos como logos preexistente, descendente y ascendente y, en todo caso, soteriológico: al mismo tiempo Dios, Hombre y Espíritu Santo). Todas las demás dogmáticas, como la de los arrianos, fueron censuradas y consideradas como heréticas. Aunque el arrianismo resistió por diferentes lugares del Imperio y después por los reinos sucesores, hasta que en el año 586 Recaredo, rey visigodo en Hispania, se convirtió al catolicismo, viniendo a ser así el Constantino hispano-godo; aunque bien es cierto que al final de su vida el emperador Constantino fue bautizado por un arriano; más bien habría que decir sobre Recaredo que fue el Teodosio hispano-godo, por hacer del catolicismo la religión oficial del reino, con todas las consecuencias que esto tuvo conocidas por todos.

Así pues, la verdad del cristianismo no es Dios, ni siquiera Cristo, la verdad del cristianismo es la Iglesia (del mismo modo que la verdad del marxismo es el bolchevismo, es decir, el «socialismo real», la plataforma soviética y su zona de influencia, esto es, el Imperio generador Soviético que resistió y venció al efímero Imperio nazi Alemán y que cayó ante el Imperio –¿generador?, ¿depredador?– Estadounidense en la Guerra Fría). Decía San Agustín que «Cristo y la Iglesia forman el "Cristo total"» (Catecismo, 2005: 157). La Iglesia Católica ha sido la institución que más tiempo ha durado en toda la historia y ella –una vez que se impuso al judeocristianismo, el gnosticismo y más tarde al arrianismo y otras sectas que pululaban por diferentes rincones del Imperio y de los reinos sucesores, como por ejemplo en el noroeste de la Península Ibérica el priscilianismo– surgió del cristianismo paulino, esto es, el cristianismo romano que terminaría siendo católico. «Encontramos, con esto, a una Iglesia implantada en la más perfecta inmanencia histórica. El Imperio romano, sucesor de otros imperios (de los que había hablado Daniel), es el que prepara la Iglesia y mantiene su unidad ecuménica. Cualquiera que sea la importancia que se dé al imperio, desde un punto de vista emic, parece que puede afirmarse que, a partir del siglo IV, los cristianos tienden progresivamente, al menos en su mayoría, a ver el imperio como la base en la que se sustentan» (Bueno, 1989: 294). Andando los siglos llegarían las herejías luteranas, calvinistas, anabaptistas, etc., etc.; pensadas contra el catolicismo romano (y ante todo, en aquel momento, hispano) pero siempre desde la predicación paulina, esto es, procedentes del mismo tronco paulino, como géneros plotinianos; aunque con más rigor habría que decir que las sectas protestantes parten todas del mismo tronco común: la Iglesia católica, pese a querer distanciarse de ella, porque sin el imponente tinglado oficial e institucional de la Iglesia estas sectas no hubiesen sido absolutamente nada: el protestantismo en general es la negación del catolicismo (y por supuesto del Imperio Español); por tanto, aunque sea como negación, sólo puede surgir como escisión de la Iglesia, como separación del poder del pontificado de Roma y del imponente poderío español. Por otra parte, el cristianismo no paulino sigue existiendo hoy en día pero en cantidades despreciables.

La ideología de la Iglesia está basada en el Cristo de la fe, que es sólo un mito oscurantista y confusionario, como trataré de demostrar; un mito diseñado por Pablo de Tarso, los autores de las demás epístolas, los autores de los sinópticos y el Cuarto Evangelista a lo largo de las distintas comunidades de algunos lugares del Imperio Romano (y también con la imprescindible labor de los que serían Padres de la Iglesia). Pero Pablo, y menos aún Jesús, no quiso fundar una Iglesia como algo que durase por los siglos de los siglos (eso fue más bien cosa de autores paulinos que, después de la muerte de Pablo, veían que no llegaba la parousía; y sobre todo de los susodichos Padres), porque también Pablo esperaba el día del Juicio de un día para otro como puede leerse en 1 Tesalonicenses. Si Pablo es el fundador del cristianismo lo es etic, pero no emic; pues si bien es cierto que sin el «giro paulino» –esto es, la vuelta del revés al Jesús que realmente vivió en Galilea y murió en Jerusalén por sedición contra el Imperio Romano– nunca hubiese surgido algo así como una Iglesia cristiana y después católica; una Iglesia que presenta a Jesús como el salvador universal de la humanidad, cuyo sacrifico en la cruz sirvió como chivo expiatorio para borrar el pecado del mundo y vencer a Satanás y su corte y liberar así al hombre de las cadenas de la muerte por culpa del Pecado Original. En principio Pablo estaba convencido de que la parousía, la vuelta triunfal de Jesús a son de trompetas como juez de vivos y muertos, estaba a la vuelta de la esquina (me refiero al año 51, año aproximado del primer documento del Nuevo Testamento, la Primera epístola a los Tesalonicenses). Si Pablo entonces creyó que la parousía estaba al caer era consciente de que no le daba tiempo a convertir a todos los gentiles; cosa que no encajaría con el imperativo proselitista de ir a predicar a «toda la creación» de Mc 16.15 y a «todas las naciones» de Mt 28.19; imperativo que también contradice las palabras de Jesús en Mt 10.5-6: «No recorráis el camino de las naciones ni entréis a ninguna ciudad de samaritanos; id mejor a las ovejas perdidas de la casa de Israel». Y precisamente no encaja porque la fiebre escatológica –una vez que pasaba el tiempo y Cristo como juez de vivos y muertos no llegaba– se enfrió cuando la Iglesia empezó a funcionar como institución con miras a perseverar lo que hiciese falta en este mundo, hasta la segunda venida de Cristo que empezó a verse ya muy lejana, posponiéndose a un fin de los tiempos indeterminado. Como dijo Jesús o, mejor dicho, le hacen decir los evangelistas: «de ese día y hora nadie sabe nada, ni los ángeles de los cielos ni el Hijo, salvo el Padre» (Mt 24.36). Un poco antes Mateo pospone la parousía hasta que la buena noticia sea anunciada «en todo el mundo como testimonio para todas las naciones, y entonces llegará el final» (v. 14). Aunque años antes con el giro paulino se postuló una escatología cumplida, pues con el sacrificio de Jesús en la cruz la muerte fue vencida y el Pecado Original quedó perdonado, y entonces habrá Gloria eterna para los que crean en él y habrá tormento eterno para los que no, transformándose así la salvación en un suceso del pasado de un momento determinado de la historia (aunque siempre mirando de refilón a un futuro escatológico indeterminado, pero ya totalmente desjudaizado de su verdadero origen político-religioso, por mucho que se hubiese canonizado el incendiario Apocalipsis del profeta judeocristiano Juan).

Pero en el contexto que le toco vivir a Pablo la situación parecía ser de emergencia, pues el apocalipsis parecía que iba a llegar en diez minutos, por decirlo de una manera tremenda. Pablo (y posiblemente también Jesús) era un teólogo de la restauración, y para que Dios llegase con poder y gloria escatológica era necesario convertir a algunos gentiles (no a todos), para que así los gentiles se unan al «verdadero Israel» y puedan disfrutar también del banquete mesiánico pero no ya en un reino terrenal judío donde un Israelita ungido por Yahvé reine sobre las naciones postrándose éstas «a los pies» del elegido y su pueblo, sino en un reino celestial en el que los resucitados vivirán como ángeles y con un «cuerpo glorioso» ante la presencia infinita de la Gloria de Dios (los incrédulos y malvados irán al infierno para siempre y serán doblemente miserables en el arrepentimiento, sufriendo quemaduras espantosas y dolores intensos y apabullantes durante toda la eternidad).

La figura del Jesús histórico no se reconocería ante semejante concepción de su persona. Jesús fue base, fundamento e impulso de lo que tras su muerte empezó a llamarse «cristianismo», pero él no fundó una nueva religión que se llamase así; esto fue, pues, tarea de Pablo (y los paulinos), el verdadero fundador del cristianismo; si bien es cierto, como hemos señalado, que Pablo no tuvo intención de fundar una Iglesia de duración secular, pues para él el Juicio de Dios era inminente. La verdad del cristianismo es que Jesús no era cristiano sino judío, y Pablo tampoco pensó en una Iglesia cristiana (que se transformaría por mediación del Imperio en católica) que durase miles de años, porque Pablo era simplemente un teólogo de la restauración de Israel. Pero sobre todo esto profundizaremos posteriormente con más detalles. Ahora examinemos la relación del cristianismo con otras religiones.

IV. Las influencias paganas del cristianismo y crítica a la idea de revelación divina

1. Influencias egipcias

Cuando nos referimos a las «influencias paganas» –en este caso de la religión egipcia– en el cristianismo, siempre hemos de tener presente la idea de que tales influencias no tienen por qué ser directas; pues la religión egipcia, como es natural, influenció primero al judaísmo y por supuesto a las religiones mistéricas helenísticas. De este modo, naturalmente por orden cronológico, estas influencias pasarían a la cristiandad (pese a su camuflaje y sus innegables diferencias). La cuestión está, pues, en cómo esos contenidos de la religiosidad secundaria se transformaron por anamórfosis en contenidos de la religión terciaria cristiana (paulina) en su lucha contra el paganismo, el gnosticismo y el judaísmo. Esta anamórfosis sería precisamente el principio que niega toda revelación praeterracional, de acuerdo con los principios materialistas que sostienen que «de la nada, nada sale» y que «no todo está conectado con todo» (principios que niegan tanto la Creación y la Omnisciencia divina por la que soplaría tal revelación). Pero sobre esto profundizaremos al final del presente capítulo.

En la religión egipcia religión y política eran fenómenos inseparables, como pasa con la religión judía y con la musulmana, y, a su modo, también con la religión cristiana. El faraón es el dios encarnado que funda un nuevo mundo (podríamos decir un «nuevo orden mundial», restringido a la tierra de Egipto); orden que en realidad vendría a derribar el «orden» establecido por las aldeas neolíticas. El faraón establecía así el orden cósmico, esto es, la eutaxia, la estabilidad político-religiosa que los egipcios llamaban Ma'at –que vendría a ser la verdad y la justicia–, evitando así el caos subversivo (la distaxia), herético y hetorodoxo, que no es otra cosa sino la mentira y la injusticia. La Ma'at se correspondería con la Ley en el judaísmo, y en general significaba para los egipcios la verdad, el balance, el orden, la moralidad y la justicia (también, visto así, podría corresponderse con el logos de Heráclito que se transformó en el logos –en el Verbo– cristiano que se encarna y redime y trae la verdad y la justicia a los hombres).

La concepción divina del faraón en el antiguo Egipto va cambiando con el paso del tiempo, pero en principio es un ser que comparte los atributos de los dioses, y se identifica con un dios. Si nos posicionamos desde una concepción zoogenética de la religión, como lo es la filosofía materialista de la religión del materialismo filosófico, podremos apreciar que «mientras la consagración de los reyes egipcios es una epifanía (el dios desciende al hombre) la consagración de los reyes mesopotámicos será una apoteosis. Henri Frankfort subraya, al efecto, el hecho notable de que, en Egipto, el faraón se representa a mayor tamaño y distancia (respecto de sus súbditos) que en Mesopotamia; y no necesita proclamarse Dios, porque lo es ya. ¿Y por qué lo es? Nuestra respuesta será la siguiente: porque aparece embutido en un marco zoomórfico, que le confiere justamente su aura numinosa (mientras que, en Mesopotamia, los reyes alcanzan su apoteosis por el contagio de otro dios previamente dado)» (Bueno, 1996a: 267).

Siendo considerado como un dios, el faraón era por tanto inmortal y era el único individuo momificado, función que se desarrollaba en un período de setenta días. Al morir se trasladaba al cielo, hacia las estrellas, pero el dios volvía a encarnarse en el nuevo faraón para que perseverase la susodicha Ma'at. Pero esta eutaxia divina (secundaria), en la que todo funcionaba divinamente, tuvo, digamos, su caída (distaxia), estos es, el fin de la Edad de Oro (que vendría después a ser el modelo a imitar), correspondiente mutatis mutandis con el bíblico Pecado Original y la griega Caja de Pandora. El desorden era producto de fuerzas demoníacas a las que había que exterminar para que se restaurase la perfección inicial –así como el Jesús histórico y muchos judíos de su tiempo (como los que escribieron el Apocalipsis siríaco de Baruc) creían en que la restauración del Reino traería la perfección de los principios edénicos una vez eliminadas las fuerzas impías que vendrían a ser en el fondo espíritus impuros o demoníacos (también para Pablo lo eran, aunque su teología y su demonología, como veremos, era bien diferente a la del Nazareno). «Puesto que el orden social representa un aspecto del orden cósmico, se supone que la realeza existe desde el comienzo del mundo. El creador fue también el primer rey, que luego transmitió esta función a su hijo y sucesor, el primer faraón. Esta delegación consagró la realeza como institución divina. En efecto, los gestos del faraón se describen con los mismos términos que se emplean para describir los gestos del dios Ra o de sus epifanías solares. Por no citar más que dos ejemplos, la creación llevada a cabo por Ra se resume a menudo en una fórmula precisa: "Él puso orden (ma'at) en lugar del caos". En los mismos términos se habla de Tutankhamón cuando restauró el orden después de la "herejía" de Akhenatón o de Pepi II: "Puso la ma'at en lugar de la mentira (del desorden)"» (Eliade, 2004: 130-131).

La religión egipcia es la religión de la muerte o, mejor dicho, de la inmortalidad. El dios de los muertos era Osiris, que también era dios de la vegetación y personificación del Nilo y, en suma, el dios bueno (Unefer) que trajo la civilización y que reveló a los hombres las artes de elaborar vino y cerveza y de domar a las fieras (enseñanzas que nos muestran un claro ejemplo del paso de la religiosidad primaria a la secundaria con sus misterios y delirios objetivos). Osiris fue un rey legendario que luchó contra su hermano –el Rojizo, Malvado y Descuartizador Seth– por el dominio de Egipto –una disputa entre hermanos que inevitablemente nos recuerda al relato bíblico de Abel y Caín y también al mito fundacional de Roma que relata la disputa entre Remo y Rómulo. Mientras Osiris marchó de Egipto para continuar su labor civilizadora (podríamos decir, mientras luchaba contra las formas de religiosidad primaria) Seth, junto a setenta y dos cómplices, planeó su bienvenida con un banquete homenaje. Pero, tras el mismo, Seth asesinó en Nedit a Osiris y –en plan divide y vencerás para usurpar el trono– lo descuartizó en catorce partes formales que fueron reconstruidas por su hermana y esposa la gran maga y gran sanadora Isis (cosa imposible si Osiris hubiese sido triturado por Seth en partes materiales). «Isis es la señora de todas las uniones, de todas las síntesis, de todos los ensamblajes que sustentan y otorgan estabilidad y buen fundamento. No olvidemos que su nombre significa sede, sitial o trono» (García Font, 1987: 43). De estas partes formales una parte se perdió porque fue tragada por un pez, el oxirrinco. Dicha parte fue precisamente el falo; pero hete aquí que Isis lo sustituyó por un falo de oro, y así pudo ser fecundada por el dios. Fruto de semejante acto necrofílico fue Horus, el niño divino, el Verbo que todo lo ilumina, el cual tuvo que huir de la ira de Seth –¿quién no ve aquí la analogía que hay entre Isis y Horus huyendo de Seth con la huida de María y Jesús (con la compañía de su «padre putativo»: José) del rey Herodes, precisamente hacia Egipto, como se puede leer sólo en el evangelio de Mateo entre los canónicos?

Al final de la disputa por el trono, Horus sale vencedor y Vengador de su padre. Durante la lucha Horus quedó tuerto, pero al finalizar la misma recupera su ojo y se lo ofrece a Osiris, el cual por esta ofrenda resucita y pone su alma en movimiento: «¡Osiris, mira! ¡Osiris, escucha! ¡Levántate, resucita! ¡Osiris!… Tú partiste, pero has retornado; te dormiste, pero has sido despertado; moriste, pero vives de nuevo» (citado por Eliade, 2004: 138-139). Por su parte, Seth –como se lee en el Libro de los muertos– perdió en la batalla los genitales, y de este modo «presenta un significativo paralelismo con el Osiris recompuesto por Isis al que también faltará el órgano de la generación. Para decirlo de algún modo, se trata de un ojo por ojo, o si se quiere de un pene por pene» (García Font, 1987: 74). Al final, Seth es condenado por los dioses a transportar a su víctima por el Nilo, pero gracias a Isis, Gran Madre que todo lo abraza, no es del todo destruido y es recompuesto, pues su poder es irreductible y su existencia necesaria para que exista un equilibrio dicotómico entre la fertilidad y la esterilidad (que correspondería a la dialéctica entre Osiris y Seth), y entre el orden y el caos cósmico-político (correspondiente a la dialéctica entre Horus y Seth), porque sin un Seth asesino sería imposible un Osiris salvador –del mismo modo que sin la traición de Judas no hubiese sido posible la crucifixión y por consiguiente la salvación, aunque Judas sí es condenado: «¡ay del hombre aquel por el cual el Hijo del hombre es entregado!; ¡mejor hubiera sido para él si no hubiese nacido el hombre ese! (Mt 26.24).

Así, Osiris es entronizado como dios de los muertos y Horus como dios de los vivos, como faraón cuyo deber es perseverar la Ma'at frente al caos sedicioso y distáxico –como pasaba en las épocas revolucionarias en las que se dividía el país entre el reino del norte y el reino del sur. «Referirá Plutarco que cuando Osiris regresó de los infiernos, es decir, cuando el Salvador resucitó, impartió las oportunas enseñanzas para adiestrar y aguerrir a Horus… también los gnósticos se referían a las enseñanzas secretas que había aportado Jesús el Salvador después de su descenso a los infiernos y gloriosa resurrección. Se aseguraba que solamente puede aleccionar acerca del modo de vencer a las tinieblas quien se ha fundido en ellas… porque sólo vencerá las oscuridades de la muerte quien se haya envuelto en ellas como un sudario» (García Font, 1987: 72).

Una vez concluido el Imperio Medio (2040-1700 a.C.), el rey-dios de Egipto en la Edad de Oro dejó de ser Ra y pasó a ser Osiris, que también sustituiría a Ra como juez de los muertos. Este culto se impuso porque «la filiación Osiris-Horus garantizaba la continuidad de la dinastía, al mismo tiempo que aseguraba la prosperidad del país. Como fuente de la fecundidad universal, Osiris hacía que el reinado de su hijo y sucesor gozara de prosperidad» (Eliade, 2004: 139-140). Es probable que la lucha mitológica entre Horus y Seth refleje «los conflictos de los reyes Horus predinásticos antes de que la nación fuera unificada bajo el mando de un solo gobernante con prerrogativas divinas. Así, Osiris pudo ser un jefe o caudillo local predinástico que introdujo la agricultura entre los pueblos indígenas del Delta oriental, y que llegó a un enfrentamiento con su rey, Set, cuando los intrusos penetraron Nilo arriba hasta Abydos. Si Osiris fue asesinado, es posible que su hijo Horus rectificase la situación, y andando el tiempo el episodio habría quedado inmortalizado en la tradición en términos de un mito y un ritual de muerte y resurrección en el que el héroe cultural, en este caso Osiris, desempeñase el papel principal» (James, 2009: 48).

Al principio sólo el faraón tenía derecho a ser momificado y era el único en ser considerado como inmortal o destinado a vivir en el más allá, pero hacia 1580 a.C. (bajo la XVIII dinastía) vendría algo así como una «democratización de Osiris», pues la inmortalidad ya era para todos, tanto para el faraón como para el campesino; podríamos decir que se implantó el sufragio universal de la inmortalidad. Soberano y súbditos a raíz del culto y del misterio de Osiris se hacían igualmente inmortales. Osiris pasa a ser de esta forma el paradigma de aquellos que retan a la muerte y esperan la inmortalidad en el más allá en una ceremoniosa imitatio dei.

Pero el juicio de Osiris a los muertos era un juicio particular, no existe todavía la noción de un juicio universal, es decir, una escatología del fin del mundo donde sean juzgadas todas las almas (ba) simultáneamente, sino que más bien se trataba de un juicio particular de sucesivas almas particulares en el momento de la muerte de cada individuo, en la que éste se unía con su ka, esto es, la forma espiritual del hombre en el más allá o cuerpo espiritualizado –algo así como el «cuerpo glorioso» al que se refiere Pablo en 1 Tesalonicenses, cambiando lo que haya que cambiar. Este cuerpo, su corazón, era pesado en la balanza del juicio ante el veredicto de Thot; y, si el señor de la verdad y dios de la sabiduría, la medicina y la ciencia daba el visto bueno (junto con otros cuarenta y dos dioses antropomorfos y zoomorfos), el difunto era admitido en el Campo de los Bienaventurados transformándose así en un ser virtualmente divino idéntico a Osiris (por eso se habla de «democratización de Osiris»). Pero, si no se daba al hijo llegado de la tierra el visto bueno, entonces la demonesa Amamet –un numen con forma de león, hipopótamo y cocodrilo– devorará al malvado que ha faltado a la Ma'at (aunque en otras ocasiones el castigo lo lleva a cabo otro numen: el simio Babú). En todo caso el difunto debía declarar su inocencia: «Homenaje os sea tributario, señores de la Verdad y de la justicia. Oh, tú, Grande, he llegado a tu presencia, Señor, para contemplar tus perfecciones. Te conozco y conozco también el nombre de las cuarenta y dos divinidades que se hallan junto a ti en la sala de la Verdad y de la Justicia… Aporto la verdad; en vuestro nombre he combatido la mentira…» Y después añade: «No he cometido iniquidad contra los hombres. No he maltratado a los animales. No he faltado contra Ma'at. No he intentado averiguar el porvenir. No he tolerado el mal en mi presencia. No he empobrecido al pobre. No he transgredido las prohibiciones divinas». Y por último: «Soy puro. Soy puro. Soy puro. Mi pureza es la del gran Fénix de Heracleópolis, pues soy la nariz del Señor del aliento que otorga vida a los egipcios. He sido iniciado en Heliópolis… No ha de alcanzarme mal alguno en esta región ni en la sala de Ma'at, porque conozco el nombre de los dioses que se hallan junto a ti». Y si el difunto quedaba justificado Thot decía: «Que el difunto salga victorioso para encaminarse a los lugares que le plazcan junto a los espíritus o bien junto a los dioses» (citado por García Font, 1987: 155-157-158).

Cuando el faraón muere –aunque siempre vivió con su ka– éste se torna Osiris; aunque –como decimos– todos se tornarán Osiris con la susodicha «democratización» o sufragio universal de la seguridad social en el más allá. Allí el faraón también juzgará a sus súbditos y reinará sobre ellos del mismo modo que Horus –encarnado en el faraón– juzga y reina sobre los vivos: la renovación de Horus dependía de la resurrección de Osiris. Por tanto, Osiris y Horus juzgan y reinan así en el cielo como en la tierra, como rezan los jeroglíficos grabados en las pirámides de las dinastía V y VI.

Al principio hemos afirmado que la religión del antiguo Egipto estaba muy ligada a la política, que prácticamente no se distinguían. Pues bien, cuando el último faraón autóctono cayó en manos de Alejandro Magno y a la muerte de éste por los Ptolomeos (que serían faraones extranjeros), el culto egipcio perdió su sentido (y más aún con el dominio de Roma, cuyos emperadores ni siquiera vivían en el país de las pirámides). Pero este vacío pudo llenarse cuando los egipcios dieron con el Cristo pantocrátor, pues Cristo era descendiente dinástico del Rey David y también Hijo de Dios; por tanto se convirtió así en el nuevo faraón que venía a traer el orden cósmico: la Ma'at. Un Jesús divinizado y también solarizado vendría a suplir el puesto del otrora todopoderoso faraón, y también de Osiris y de Horus –y su madre, la madre de Dios o virgen María, ocuparía el puesto de Isis, la Virgen Madre en cuya iconografía se podía ver cómo le daba el pecho al dios hijo mucho antes de la llegada del cristianismo y del culto a la virgen, porque «esa fructificación de Jesús en el seno de María se compara a la germinación del grano en el seno de Isis-Madre-Tierra» (García Font, 1987: 47-48).

2. Influencias zoroástricas

Aunque es en el mazdeísmo, la religión de zoroastro, donde encontramos muchas más analogías con el judaísmo y el cristianismo –si bien con el judaísmo de manera directa y con el cristianismo de manera indirecta, es decir, a través del judaísmo o de lo que ya había heredado el judaísmo del mazdeísmo, aunque en algunas cosas particulares las influencias que el cristianismo recibió del mazdeísmo son directas, es decir, no fueron tomadas por el judaísmo pero sí por el cristianismo. Aquí encontramos ya una escatología referida al fin del mundo y la restauración de la tierra, la inmortalidad del alma, la resurrección de los muertos, la existencia de los ángeles y la llegada del Mesías o Salvador (Saoshyant).

No hay consenso en torno a la fecha de la aparición del mazdeísmo ni en torno a las fechas del nacimiento y la muerte de su supuesto fundador: Zaratustra (o Zoroastro, que es como lo llamaban los griegos). Hay una tradición mazdeísta que habla de «258 años antes de Alejandro», posiblemente refiriéndose a la conquista de Persépolis (330 a.C.), conquista que supuso el fin del Imperio Persa de los Aqueménidas arrastrando consigo al mazdeísmo hacia el sincretismo propio de la época helenística. Otras fuentes datan la vida del profeta y gran reformador religioso entre el 650 y el 600 a.C. Hay otros estudiosos que sitúan el nacimiento de Zoroastro mucho antes, en torno al año 1000 a.C. Luego las fechas son muy dispares.

Del mismo modo que Moisés a través de Yahvé, Zoroastro recibe la revelación de la religión mazdeísta directamente de Ahura Mazda, creyéndose así –como Moisés– enviado del Señor Sabio (semejante al dios indio Varuna: «El Que Todo lo Sabe», o como mismamente el «Omnisciente» Yahvé), Rey del Bien y dios soberano entre ahuras y daevas. Pero el mazdeísmo tampoco fue una creación ex nihilo, sino más bien una reforma de la antigua religión indoirania, es decir, fue una construcción mitológica pensada contra algo y contra alguien, esto es, prolepsis basadas en anamnesis. Ahura Mazda creó el mundo con el pensamiento –¿no recuerda esto a la creación del mundo por Yahvé a través de la palabra: «Dijo, pues, Dios» (Gn 1.3)? Zoroastro reconoce a Ahura Mazda mediante el pensamiento «como el primero y el último» (Yasna 31.8) –¿no recuerda esto al apocalíptico «yo soy el alfa y el omega»? Así como el Dios judío y el Dios cristiano (y por añadidura el mahometano), Ahura Mazda tiene su corte celestial, con la diferencia de que también son seres divinos aunque muy similares a los ángeles por no decir idénticos: «Asha (Justicia), Vohu Manah (Buen Pensamiento), Armaiti (Devoción), Xshathra (Reino, potencia), Haurvatat y Ameretat (Integridad [salud] e Inmortalidad)» (Eliade, 2004: 398).

Por tanto, ¿se podría hablar de monoteísmo en el mazdeísmo? ¿Estamos ya ante una religión terciaria? Cuestión problemática, pues Ahura Mazda se presenta como padre, y no sólo de estos seres divinos (que habría que poner en correspondencia con los ángeles, los arcángeles, los querubines, etc.) sino también de dos Espíritus gemelos: Spenta Mainyu (Espíritu bienhechor, el bien) y Angra Mainyu (Espíritu destructor, el mal). Spenta Mainyu le dice a Angra Mainyu al «comienzo de la existencia»: «Ni nuestros pensamientos ni nuestras doctrinas ni nuestras fuerzas mentales; ni nuestras palabras ni nuestras elecciones ni nuestros actos; ni nuestras conciencias ni nuestras almas están de acuerdo» (Yasna 45.2). Como si dijese: «El que no está conmigo está contra mí». Pero ni la bondad de Spenta Mainyu ni la maldad de Angra Mainyu son de por sí, sustancialmente, sino por elección. En el mazdeísmo no hay determinismo, pues las criaturas están disponibles para elegir entre el bien y el mal, ateniéndose cada cual a las consecuencias en el día de la retribución por lo pensado, lo dicho y lo hecho en esta vida terrenal: «Los dos espíritus primigenios que se revelaron como gemelos en la visión, son lo Mejor y lo Malo en el pensamiento, la palabra y la acción. Y entre uno y otro los prudentes escogen con acierto, pero los necios no» (Yasna 30). Dicho día para los «necios» será el llorar y el crujir de dientes. El mazdeísmo –como el judaísmo, el cristianismo y, de modo mucho más violento y constante, el islamismo– supone una amenaza para la «humanidad», la amenaza del día del Juicio; que, aparte de particular, se vislumbra como universal, es decir, llegará un día –nadie sabe cuándo– en que todos seremos juzgados ante la absoluta presencia de la divinidad, y es de suponer que lo haremos con temor y temblor.

Al parecer, la religión de Zoroastro no era dualista, pues Ahura Mazda era el dios supremo y no se le oponía otra divinidad, la oposición no es por tanto a nivel teológico sino a nivel cosmológico (o ético o religioso) entre los dos Espíritus (por tanto, estaríamos ante el amanecer de la religiosidad terciaria). Dicho con la terminología del materialismo filosófico: no existiría una oposición a nivel ontológico-general sino a nivel ontológico-especial, cósmica. Tanto Spenta Mainyu como Angra Mianyu proceden de Ahura Mazda, por consiguiente este último es el creador tanto del bien como del mal, aunque Angra Mianyu no fue creado como sustancia maligna por Ahura Mazda sino que –como hemos dicho– su maldad reside en su propia elección; por tanto Ahura Mazda no se responsabiliza de la acción de Angra Mainyu (aunque estuviese al tanto antes de la creación de estos Espíritus de los pensamientos, dichos y obras de todo lo que el mundo tendría que ocurrir). Si Ahura Mazda era omnisciente y sabía lo que pasaría, ¿por qué entonces el mazdeísmo no admitía el determinismo? Al parecer, la existencia del mal es una condición necesaria para la libertad humana, una libertad para elegir entre el bien y el mal. Pero esta separación entre el bien y el mal es también una elección del propio Ahura Mazda, lo cual hace más difícil la defensa del indeterminismo en el mazdeísmo. ¿No está más bien dicha confrontación entre el bien y el mal, con la ulterior y final victoria del bien sobre el mal, pensada desde una especie de optimismo metafísico, en la que tanto el bien como el mal y todo cuanto hay está predeterminado por Ahura Mazda?

Con todo esto, para la concepción enantiológica del mundo mazdeísta, éste (el mundo) es simplemente el escenario de la historia sagrada de la disputa o duelo de algo así como una «guerra santa» entre los buenos contra los malos –cosa que hará época con el maniqueísmo de Mani (cuyo dualismo radical sería la gran herejía del mazdeísmo, más herético aún que el zurvanismo), y no con menos fuerza en nuestro presente ideológico con el mito dualista-metafísico-sustancialista de la izquierda contra la derecha (en mayor medida en naciones católicas como Francia, Italia y España, quizá por la herencia de San Agustín que antes de católico fue maniqueo). Los buenos –seguidores de Spenta Mainyu, el cual por libre voluntad eligió a Asha (la Justicia, correspondiente con la Ma'at de los egipcios)– irán directamente al paraíso, es decir, a la «Casa del Canto» (esto es, a nuestro juicio, pura música celestial); y los malos –seguidores de Angra Mainyu, que eligió a Druj (la Mentira)– serán tras el Juicio Final «huéspedes de la Casa del Mal» (Yasna 46.11), porque «el que no es labrador no tiene parte en la buena nueva» (Yasna 31.10, subrayado mío). ¿No es análoga esta guerra santa del fin de los tiempos al combate, en el judaísmo del segundo Templo, entre el arcángel Miguel y Satanás? ¿No es acaso lícito, según todo esto, poner en correspondencia a Spenta Mainyu con el Espíritu Santo que trae –como hemos subrayado– ni más ni menos que la «buena nueva» y a Angra Mianyu con Satanás que trae la condenación eterna y el susodicho llorar y crujir de dientes? La vía hacia las dos Casas pasa por el Puente Chinvat («el separador»), donde las almas son conducidas por el mismo Zoroastro: «Junto con todos ellos, yo atravesaré el Puente del Discriminador» (Yasna 46.10). Puente que se ensanchaba bajo los pies de los fieles mazdeístas pero que se estrechaba hasta quedar de ancho como el filo de una navaja para los impíos que no creyeron en los pensamientos, las palabras y las obras de Zoroastro y que tampoco actuaron con buenos pensamientos, buenas palabras y buenas obras; del mismo modo que en el cristianismo «toda palabra estéril que pronuncian los hombres sobre ella rendirán cuentas en el día del juicio; pues por tus palabras serás juzgado, y por tus palabras serás condenado» (Mt 12.36-37), «Pues el Hijo del hombre va a venir mediante la gloria de su Padre y entonces retribuirá a cada uno según sus acciones» (Mt 16.27).

Al final de los tiempos, los daevas (que representan los dioses de la religión tradicional indoirania pre-mazdeísta que eligieron la Mentira, es decir, eligieron a Angra Mainyu) serán derrotados y trasladados tras caer por «el separador» Puente Chinvat al infierno, a la «Casa del Mal» (aunque en realidad serán derrotados cuando el culto a los mismos sea prohibido por el rey persa Jerjes, el hijo de Darío). Como buen reformador, Zoroastro le da la vuelta del revés a la antigua religión indoirania postulando a los daevas (que en la India representaban a deidades bienechoras) como espíritus malignos; mientras que a los asuras (ahuras, en el idioma del profeta) los postulaba como espíritus benignos, en lugar de demonios, que es como lo designaban los indios: ya se sabe que en la historia de las religiones a dios muerto, demonio puesto. La gran Renovación cósmica supondría la purificación de daevas (de demonios, en definitiva) en la que el devoto de la «Buena Religión» «colabora en la obra de saneamiento universal emprendida por Ahura Mazda y sus arcángeles» (Eliade, 2004: 420). Zoroastro se pregunta por el día y la hora de estos fantásticos acontecimientos, por el día de la llegada de la renovación del mundo, la resurrección general de la palingenesia, en la cual también creía more judío Jesús de Nazaret: «Enséñame eso que tú sabes, Señor: antes incluso de que lleguen los castigos que tú tienes pensados, oh Sabio, ¿vencerá el justo al malvado? Pues en esto consistía, como es sabido, la reforma de la existencia» (Yasna 48.2). Pero es muy posible que el propio Zoroastro creyese que la susodicha reforma fuese inminente y, al igual que Jesús y que Pablo, la esperase estando él mismo vivo: «¡Pudiéramos ser nosotros los que han de renovar esta existencia!». Y también: «Que nos sea dado contarnos entre los que renovarán esta existencia» (Yasna 30.9). Y es posible que Zoroastro se viese a sí mismo como el salvador, es decir, como el Saoshyant (que vendría a ser el Mesías mazdeísta); aunque también existe otra tradición, si bien más tardía, que habla del Saoshyant como descendiente de Zoroastro, cuya semilla se conservó milagrosamente en el lago Kasaoya y que será bebida por una virgen (del mismo modo que Jesús –según las diferentes entre sí genealogías de Mateo y Lucas– era descendiente del antiguo y legendario Rey de los judíos, David, y engendrado por una virgen o una «doncella», María).

Zoroastro no estaba ya inmerso en los esquemas arcaicos del ciclo de regeneraciones cósmicas (que en Grecia vendría a desarrollarse en el mito del eterno retorno) sino que proclamó (insistimos: como Jesús y como Pablo) que el ésjaton era inminente, cuyos resultados serían la transfiguración de la tierra, la resurrección general de los muertos y la retribución de los pensamientos, palabras y actos con el premio para los justos de la «Buena Religión» (aquellos que han tenido buenos pensamientos, buenas palabras y han realizado buenas obras porque practican el mazdeísmo) y el castigo para los malvados infieles al mazdeísmo o herejes del mismo (aquellos que han tenido malos pensamientos, malas palabras y han realizado malas obras). Pero no sólo había un juicio al final de los tiempos sino que también había un juicio particular en el momento de la muerte del individuo; y para aquellos individuos cuyos pensamientos, palabras y acciones no habían sido del todo buenas ni del todo malas Ahura Madza les había preparado una especie de limbo o estado intermedio (hainestakans) que se situaba entre la tierra y las estrellas, lugar en el que dichos individuos ambiguos permanecían hasta la «Gran Consumación» del Final de los Tiempos (aunque se trata de una concepción algo tardía). Quien no vea las analogías con el judaísmo del Segundo Templo y el cristianismo es porque no quiere verlas. ¡Que venga Ahura Mazda y las vea!

Como dice Peter Watson (2009: 257) y otros intérpretes han señalado, «la apremiante situación en que vivían los judíos, rodeados de vecinos poderosos, era un terreno fértil para la idea zoroástrica de una gran conflagración en la que las potencias del mal serían destruidas y los buenos y justos resucitarían. Fue también en este escenario donde surgió la noción de un Mesías que conduciría a los justo a la victoria, si bien ésta es algo posterior». Muy bien lo dice Paula Fredericksen citada por Watson: «la gente feliz no escribe apocalipsis».

3. Influencias helenísticas

La Idea de Dios cristiana está, de un modo más desarrollado dentro de los evangelios, en el evangelio de Juan, escrito aproximadamente entre los años 90 y 100, 57 ó 67 años después de la crucifixión de Jesús. En dicho libro, el evangelista hipostasia a la figura de Jesús de Nazaret como el Logos encarnado, siendo éste el dios terciario hecho carne y portavoz de la salvación para los hombres (o de condenación en el caso de los incrédulos).

El evangelista, por vía paulina, supo coronar a Jesús como ese Logos que redime a los hombres: In principio erat Verbum. Ya los estoicos recogieron esta idea de sometimiento a Dios (al Logos) de Heráclito. Según San Ireneo, la vida del apóstol Juan, hijo de Zebedeo, puso fin a sus días en la ciudad de Heráclito: Éfeso. Pero eso es una confusión de San Ireneo, pues el autor fue un judío palestino que vivió a finales del siglo I en Éfeso conocido como Juan el Mayor. Es posible que San Juan hubiese leído el libro de Heráclito que se hallaba en el Templo de Artemisa. «De cualquier modo, el cuarto Evangelio fue escrito con la intención de interpretar el cristianismo para el mundo grecorromano en un momento crítico de la historia de la Iglesia, que a finales del siglo I había cortado sus amarras judaicas para aventurarse por los mares turbulentos del Imperio. Ya en esa época había dejado de ser una comunidad nazarena de judíos para convertirse en una Iglesia organizada, católica por su aspiración universalista y sus dimensiones, con su propia teología, literatura, administración, ministerio apostólico y culto» (James, 2009: 204).

Fueron los estoicos los principales eslabones entre el Logos de Heráclito y el Logos cristiano, aunque también habría que situar como intermediario al Logos de Filón de Alejandría. El estoicismo era una doctrina de salvación inspirada en la ética socrática y la cosmología heraclítea; no olvidemos que por aquellos entonces el estoicismo era la principal escuela filosófica más difundida del Imperio, siendo una referencia para todas las demás doctrinas: ya filosóficas ya religiosas.

El cristianismo es una religión de salvación pero monoteísta (terciaria), y sus preceptos guardan alguna relación con el estoicismo (filosofía de inspiración monista, panteísta). Este tipo de doctrinas de salvación era un fenómeno muy extendido en la época; las cuales, al ver la injusticia de la polis, tuvo que apartar sus proyectos hacia el alma, hacia el individuo, dando por imposible la salvación de la ciudad. El movimiento estoico influyó mucho en el cristianismo paulino (como ya venía influyendo en el judaísmo). Dicha influencia fue sustituida siglos después por la metafísica platónica, la cual era la filosofía más próxima al cristianismo, pues Platón era un filósofo místico y espiritual, dadas sus influencias órficas. Así lo dice San Agustín: «Que Tales se vaya con su agua, Anaxímenes con su aire, Epicuro con sus átomos y los estoicos con su fuego. Platón era mejor, pues todos decían que Dios era cuerpo, Platón decía que era espíritu, Idea» (La ciudad de Dios VIII 5). Los cristianos llegaron a identificar a la Idea del Bien (hipostasiada en una dimensión supraceleste, más allá de la esencia) con el Dios que se revela (que habla por los codos) en la Biblia; si bien es verdad que ya lo hizo antes, a su manera, el judío Filón de Alejandría. Más tarde, andando los siglos, hicieron lo mismo con el Acto Puro y Primer Motor Inmóvil aristotélico, subvirtiendo así el ordo cognoscendi de la teología dogmática; porque con la filosofía, sin la ayuda de la revelación, se puede conocer a Dios desde las criaturas. Por eso San Pedro Damián dijo que la filosofía estaba inspirada por el diablo; aunque al pasar los siglos, en el Concilio Vaticano I, se declaró «anatema» a todo aquél que negase que se podía demostrar la existencia Dios mediante la razón natural, igual que a día de hoy la Iglesia afirma «que a partir de la Creación, esto es, del mundo y de la persona humana, el hombre, con la sola razón, puede con certeza conocer a Dios como origen y fin del universo y como sumo bien, verdad y belleza infinita» (Catecismo, 2005: 3), aunque admita que no es condición suficiente dadas las dificultades que ello acarrearía, y por eso Dios le dio al hombre la Revelación a través de las Escrituras.

Por tanto, las religiones terciarias (como el budismo, el cristianismo e incluso el propio islamismo) no pueden explicarse «como religiones que hayan aparecido al margen de la filosofía. Semejante explicación es sólo una autointerpretación de la fe. Pero, históricamente, el cristianismo no hubiera sido lo que fue sin la filosofía griega (y no digamos nada del islamismo). La oposición global [religión (fe) / filosofía (razón)], cuando se la entiende como un par ordenado ("primero la religión, después la filosofía") es ilusoria, por su carácter genérico-abstracto. Es preciso especificar. Y entonces cabría afirmar, por ejemplo, que la religión primaria (incluso la secundaria) es anterior a la filosofía en sentido estricto, pero, en cambio, habrá que decir que la filosofía (la filosofía griega) es anterior a la religión terciaria (al cristianismo o al islamismo). Por ello, las relaciones de la teología escolástica con la filosofía moderna son totalmente distintas a las relaciones que puedan establecerse entre las teogonías o teologías griegas y la filosofía antigua» (Bueno, 1996a: 279, los corchetes son de Bueno).

El cristianismo paulino tuvo también ciertas similitudes con las religiones mistéricas; aunque mejor sería decir que el cristianismo paulino se pensó contra estos misterios: en la lucha por los conversos, en la lucha sin tregua frente al paganismo, porque el misterio de Cristo «en otra edades no fue conocido de los hijos de los hombres, en la manera que ahora ha sido revelado a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu Santo» (Ef 3.5). «Pablo [y sus discípulos] utiliza ciertamente un lenguaje "mistérico", pero no sólo y simplemente porque "se deje influir por él", sino para proclamar que es en el cristianismo donde se produce en verdad lo que se va buscando en otras religiones: la promesa de la salvación e inmortalidad» (Piñero, 2011: 285). Las religiones mistéricas, como el estoicismo, eran religiones de salvación, pero de salvación individual. El judaísmo era una religión más bien de salvación nacional aunque se admitía la redención de algunos paganos que se circuncidaban y se convertían al judaísmo o que cumpliesen el Decálogo o las leyes de Noé. Pero el cristianismo, ya bien asentado en el dintorno del Imperio, se transformó en una religión de salvación universal, y es cuando «la Iglesia Católica se caracterizó por su frontal batalla contra los démones del helenismo… El cristianismo acaso pueda considerarse como la religión terciaria (monoteísta) que ha ejercido del modo más radical el programa de Protágoras –"el hombre es la medida de todas las cosas"– y, por ello, ha puesto al hombre en el lugar más elevado de la creación. En realidad, en el lugar más elevado, no sólo del mundo corpóreo, sino del universo en general. En efecto, el hombre es el lugar de la parusia, en donde Dios va a encarnarse y, de este modo, la creación misma va a quedar justificada. Semejante antropocentrismo contrasta con las visiones más características del paganismo helénico. En el "paganismo", en efecto, puede decirse que el hombre quedaba anegado en su condición de partícula entre las infinitas de la φύσις. Y ello, aunque se le reconociera un λóγος. Porque de este λóγος también participan los demás seres. El estoicismo (tan afín al cristianismo en muchos aspectos) contrastaba notablemente con el cristianismo en este punto. El universo entero está penetrado del logos: Dios es inmanente al mundo real; el mundo se organiza como una escala gradual en la cual el hombre ocupa sólo un lugar intermedio, precedido por plantas y animales y seguido por demonios de muy diversas especies. Frente a esta concepción, el cristianismo enseñaba que el Dios trascendente se ha hecho carne, precisamente en el punto intermedio de la escala. Y por ello mismo, todo comenzará a girar en su torno. Y esto es antropocentrismo metafísico… tesis fundamental del cristianismo… Una tesis que, en el límite, llevará a una involución de la religión hacia la forma de una filosofía trascendental, cuyo término podría fijarse en la concepción de Hegel, cuando pone la verdad del cristianismo en la enseñanza de que el Hombre es Dios» (Bueno, 1996a: 283-284). Así pues, el hombre no sería ya el centro espacial (astronómico) del universo, sino el centro dramático (temporal histórico), es decir, el centro metafísico, «al cual se organiza el argumento de la totalidad de lo existente» (Bueno, 1996a: 285).

Las religiones mistéricas ofertaban un trato íntimo con la divinidad y la inmortalidad del alma, pensando de este modo contra la religión olímpica homérica, en la que los muertos existían ciertamente en el Hades pero eran meras sombras inanes, fantasmas que vociferaban débiles gritos, circunstancia que significaba una mísera existencia para la robusta y belicosa mentalidad aquea. En los misterios órficos –atribuidos al músico y poeta Orfeo, «el de famoso nombre»–, se suponía que el hombre, una vez iniciado en los susodichos y llevando a cabo el estricto modo de vida órfico, al morir se separaba del cuerpo transformándose en pura esencia que viaja por laberintos espirituales, para que así despierte de su sueño biológico y orgánico (titánico) y entre en el ámbito de lo esencial y espiritual (en lo dionisíaco); esto es, vida sin cuerpo orgánico, porque el cuerpo (soma) era interpretado como una tumba (sema). Como dice Doods (2003: 153): «El mito de los Titanes explica claramente al puritano griego por qué él se sentía a la vez dios y un criminal». De modo que los órficos eran separatistas, es decir, quería separar su alma de su cuerpo (cosa impensable para un judío como Jesús que creían firmemente en la resurrección del cuerpo). Hallar el estado dionisíaco o liberar al alma de las «impurezas» de la carne fue un fenómeno conocido como kátharsis, como la denominó Empédocles (que por cierto no denominó al alma o yo indestructible como psykhé sino como dáimon). La catarsis, la purificación, transforma al hombre en un espíritu puro (sin mezcla) y desencarnado; esto es, separado de su parte titánica, parte impura –impureza que no debe confundirse con el Pecado Original del cristianismo, pues dicho pecado fue por elección del hombre dando un mal uso de su libre arbitrio (libertad para comer del árbol prohibido y saber lo mismo que Dios); pero la impureza del soma era debida a la herencia titánica de la naturaleza humana, es decir, era una impureza de por sí de la que debía de desprenderse para liberar su herencia dionisíaca, no ya con una conducta moral sino con una conducta ritual propia del estricto ascetismo del modo de vida órfico (después esto se modificó considerándose los ritos como algo mecánico, dándose así más importancia a la conducta moral). De este modo el alma es libre en un mundo invisible para los ojos carnales. El hombre al salir del cuerpo en el momento de la muerte entra en lo espiritual, en los Campos Elíseos, y si ya no vuelve a reencarnarse y sale del círculo de las múltiples encarnaciones entonces vivirá eternamente allende los Elíseos sin volver nunca a ser un sujeto de carne y hueso sino que sería espíritu puro por toda la eternidad. Así, se le daba la vuelta del revés a la concepción homérica de la muerte, en una especie, podríamos decir, de «inversión psicológica».

Este tipo de doctrinas las podemos diagnosticar como «espiritualistas» o «puritanas», pues se está en la creencia de la vida y la inteligencia allende el cuerpo orgánico, considerándose a éste como un estorbo o una «túnica ajena», como un mal sometido a las pasiones, como un castigo. ¿De dónde vino esto? Erwin Rohde afirmó que se trataba de «una gota de sangre ajena en la vena de los griegos» (citado por Doods, 2003: 137). Según Doods, esta concepción del alma penetró en Grecia a través de Tracia, vía chamanismo siberiano; aunque, según él mismo confiesa, esta tesis podría ser criticada como «panchamanista». Otras fuentes señalan que Orfeo aprendió estas doctrinas en Egipto, y otras fuentes señalan a Creta; aunque, como dice Guthrie (2003: 102): «si consideramos que la religión órfica surgió lejos de Tracia y mucho después de Orfeo, no por eso negamos la mezcla de elementos tracios en las creencias órficas». Según Doods, la religión dionisiaca, repleta de ceremonias extrañas y alucinógenas, tomó este estilo de vida de las prácticas de los hiperbóreos, es decir, de los chamanes de Siberia. Los órficos son reformadores de la religión dionisiaca, pues para éstos la experiencia espiritual era posible sin vino ni enteógenos ni omofagia, pues los órficos eran ascetas y adoraban a Apolo, dios de la moderación y del buen raciocinio: «Orfeo era un héroe tracio estrechamente asociado con el culto de Apolo y, por lo tanto, en sus días tempranos estuvo en conflicto con el preminente culto tracio de Dioniso, tipo de religión esencialmente diverso. Se lo concebía como una figura de paz y calma, como autor de una música con cualidades mágicamente apaciguadoras. Como cantor era también un theológos, es decir, su canto versa sobre las cosas divinas: los dioses y el universo. Fue adoptado como fundador y maestro por sectas místicas, probablemente hacia comienzos del siglo VI» (Guthrie, 2003: 101-102).

Si el orfismo fue al principio una religión minoritaria se debía a que era demasiado complicada para la mentalidad mitológica de la masa y demasiado mitológica para la mentalidad de la incipiente filosofía (la metafísica presocrática). Hubo, pues, que esperar a la era helenística para su difusión, avanzando mediante el sincretismo y por la senda del monoteísmo: Fanes, Dioniso y Hades eran interpretados como el mismo dios con múltiples funciones. En los primeros siglos de la era cristiana el orfismo fue una gran competidor del cristianismo.

Los pitagóricos fueron seguidores, en parte, de la religión órfica, así como a su vez Platón es el reformador y divulgador (sus diálogos, afortunadamente, han sobrevivido a lo largo de los siglos, cosa que no se puede decir de la literatura órfica que es más bien escasa) de todo este entramado espiritualista, el cual postula, como máximo exponente, la transmigración de las almas: nacer, vivir, morir, volver a nacer y tornar a morir (metempsicosis o metensomatosis). Platón supo sintetizar todo esto, brillantemente, en el Fedón y en el Mito de la Caverna, el cual simboliza «el viaje del alma por el ámbito de lo inteligible» (sin perjuicio de que sea posible una interpretación materialista de este mito fundador de la filosofía, mito esclarecedor y no oscurantista ni confusionario). Como afirma Cornford, el orfismo «hizo posible la alianza del platonismo con la religión de Cristo y San Pablo» (citado por Guthrie, 2003: 254).

Visto así, habría que añadir que la principal diferencia que radica entre las tres grandes religiones monoteístas (y también, como hemos visto, habría que añadir el mazdeísmo) y las religiones mistéricas es que las primeras postulan una creación directamente de la nada (creatio ex nihilo), con la consecuente evolución de los tiempos hasta llegar al apocalipsis final en el que Dios someterá su Juicio para que se recompense o castigue para siempre jamás, y de este modo se defiende una visión del tiempo lineal, única e irrepetible (ideográfica). Las segundas, en cambio, afirman la existencia de un eterno retorno de lo idéntico o una visión del tiempo circular en el que las almas no tienen un juicio definitivo sino en el trance de cada una de las reencarnaciones; aunque también hay concepciones en las que se habla de salvación total sin volver a ningún cuerpo y de condenación total para malechores sin remedio. Sin embargo, en los misterios de Eleusis –que no eran órficos, pues la concepción de la muerte que allí se cocía no se pensó contra la concepción homérica sino que más bien supuso una ampliación de la misma– se salvaban aquellos que se habían iniciado en los mismos, condenándose todos los demás individuos que por allí no pasaron para iniciarse; los iniciados no podía revelar el misterio (cosa que se opone la predicación universal de los misterios cristianos y su imperativo proselitista). En las religiones mistéricas no hay rastro de una escatología apocalíptica universal, con Juicio Final, palinginesia (aunque de esto sí hablaron los estoicos en su doctrina de la conflagración universal, no se sabe muy bien si por influencia de Heráclito, pues sobre esto los fragmentos del de Éfeso se presentan oscuros como él mismo) y ni mucho menos resurrección de la carne.

Sobre todo esto último era una idea ajena para la mentalidad griega, que hablaba de la inmortalidad del alma y de la reencarnación, cuestión muy diferente. Es más, la noción de volver al cuerpo para alcanzar la plena resurrección era cosa absurda para órfícos, pitagóricos y platónicos; porque para ellos –como decía Plotino pensando contra los cristianos– resucitar en un cuerpo era lo mismo que caer de un sueño a otro sueño (o tal vez caer de un sueño y despertarse en una pesadilla), o pasar de un lecho a otro; porque el cuerpo era precisamente el obstáculo que había que superar para hallar la inmortalidad y la anhelada liberación final, y resucitar en un cuerpo vendría a ser para ellos continuar el ciclo de las reencarnaciones, cuando del mismo –al margen de toda carne sepulcral– había que emanciparse. «"Te escucharemos sobre esto en otra ocasión" (Hch 17, 32), le dijeron despectivamente los atenienses [los estoicos y los epicúreos] a san Pablo, cuando oyeron hablar de resurrección de los muertos. Creían que la perfección consistía en liberarse del cuerpo, concebido como una prisión. ¿Cómo no iban a considerar una aberración recuperar el cuerpo?» (Ratzginer, 2008). Sin embargo, los cristianos, si bien negaban la metempsicosis o metemsomatosis, aceptaban de buen grado los argumentos que daba Platón en el Fedón sobre la inmortalidad del alma, que veían acorde con los principios de su fe (y más hoy por hoy, cuando los cristianos mantiene su fe en la inmortalidad del alma tras un juicio individual en el momento de la muerte pero a duras penas mantienen su fe en la resurrección de la carne en el día del Juicio Final, aunque la Iglesia sigue manteniendo dicho dogma en su catecismo). En conclusión: la inmortalidad supone continuidad de la vida del alma tras la muerte del cuerpo, por tanto hay sinalogía; la resurrección, en cambio, supone la dormición o aniquilación del alma mientras llega el día del Juicio Final, por tanto hay discontinuidad, isología. Aunque la Iglesia sostiene que el alma muere, va al cielo (o al infierno), y vuelve al cuerpo en el día del Juicio Final, y según su retribución vuelve al cielo o al infierno (por lo tanto hay más bien sinalogía)

Las analogías más asombrosas entre el cristianismo y el paganismo las encontramos, como es lógico, en el período helenístico, en concreto en el helenismo oriental, heredero de la mitología oriental antigua, puesto que el ambiente que se respiraba era el ambiente del sincretismo, sincretismo de sorprendente creatividad como señala Mircea Eliade. Sincretismo que se acentúa aún más en la época romana, y dada la identificación de los distintos dioses de los distintos lugares del Imperio había una tendencia hacia el monoteísmo (en una dialéctica entre las religiones secundarias y las terciarias); dicho monoteísmo fue posible no sólo por el influjo de la impía filosofía griega sino también por la astrología o la religión astral, pues todos los astros (que se consideraban divinos, como también los consideraba así aunque impíamente Aristóteles) tenían como centro al Sol (al Sol Invictus); y así como sólo había un solo Sol en el cielo del mismo modo sólo había un monarca en la tierra: el Emperador.

La concepción de un Hijo de Dios o hijo de dioses (físico y real, no ya meramente nominal o simbólico) no era algo ajeno a los modos de pensar helenísticos grecorromanos, y sí totalmente al judaísmo de cualquier tendencia y de todos los tiempos, cosa que además les horrorizaba (del mismo modo, como hemos dicho, que a los griegos les parecía ridícula la concepción de la resurrección de la carne). No obstante, sin ir más lejos, muchos declararon a Alejandro Magno como hijo de Zeus; y también, a partir de Julio César (del cual en una inscripción en Éfeso en el año 48 a.C. se afirmaba que era hijo de Marte y Venus), todos los emperadores romanos fueron considerados filo-divinos y si no dioses directamente. En el año 9 a.C. puede leerse en una inscripción en piedra en la ciudad de Priene (Asia menor) sobre el Emperador Augusto lo siguiente: «La divina Providencia, que ha ordenado todas las cosas interesándose por nuestras vidas, ha dispuesto el orden más perfecto otorgándonos a Augusto, a quien ha dotado de virtud divina para que fuera benefactor de la humanidad. Lo ha enviado como salvador para nosotros y para nuestros descendientes, de modo que acabara con la guerra y dispusiera en orden todas las cosas, sobrepasando en bondad a todos los benefactores previos… Y puesto que el nacimiento del dios Augusto fue el comienzo de una buena nueva (evangelio) para el mundo, acaecida por su causa… (Orientis Graecae Inscriptiones Selectae = OGIS 458)» (citado por Piñero, 2008: 27). Aquí, el término «evangelio», no hay que entenderlo como la buena nueva que anuncia el fin de los tiempos y la revelación de los secretos de Dios, con su juicio incluido, sino como la paz y prosperidad del Imperio: pax augustea, pax romana. «Pero no sería extraño que el uso del término "evangelio" en el culto al Soberano como salvador hubiese preparado el terreno para su utilización cristiana cuando se expande el cristianismo en el mundo pagano. Es incluso posible que tal empleo cristiano supusiera una competencia y una confrontación con el culto al Soberano, en el sentido de afirmar que sólo el "evangelio" que trae Jesús es el verdadero; él es el único salvador y no el Emperador» (Piñero, 2011: 311). De hecho los autores tardíos del Nuevo Testamento emplean sin ningún tipo de tapujos la terminología del culto al Emperador para aplicársela a Jesús.

El primer hombre en el mundo griego en ser considerado como un dios fue el espartano Lisandro, héroe de la Guerra del Poleponeso; y lo curioso es que no tuvo que morir para ser ensalzado como un dios, sino ya en vida fue proclamado como tal. Según el historiador Duris, «Lisandro fue el primer griego al que las ciudades levantaron altares y ofrecieron sacrificios como a un dios, el primero también al que se le ofrecieron himnos» (citado por Piñero, 2008: 130).

La vida de los hijos de los dioses estaba marcada por caracteres milagrosos, a los cuales se les confería culto y eran declarados como salvadores y pacificadores. Dichos seres filo-divinos habían sufrido la muerte humana (sacrificio vicario), pero habían resucitado (como Dioniso, hijo de Zeus, en el mito órfico). En los misterios, los iniciados experimentaban la muerte y la resurrección del hombre-dios, es decir, los neófitos imitaban la apoteosis, la deificación y la inmortalización del dios, características familiares en todos los Misterios. Por tanto, había multitud de mitos que hablaban de un dios-hijo que moría y resucitaba venciendo a la muerte, por ello dichos rituales eran considerados de salvación. Sin embargo, la resurrección de los dioses paganos «es diferente de la que postula el cristianismo para Jesús tras morir en la cruz: Perséfone vuelve sólo en la primavera al mundo visible; Osiris reina de nuevo, pero únicamente vivo en el mundo subterráneo; Cibeles consigue de Zeus una suerte de resurrección para Atis de modo que no esté siempre en el mundo subterráneo: el cadáver queda incorrupto, crecen sus cabellos, y su dedo meñique se mueve; Afrodita quiso resucitar a Adonis para tenerlo como amante, pero Perséfone, diosa de los infiernos también lo desea allá abajo. Recordemos que llegan a un acuerdo por el que Adonis permanece un tercio del año con Perséfone y dos tercios con Afrodita; por tanto no resucita del todo» (Piñero, 2008: 174).

4. Si el cristianismo no salió de la nada por emergencia divina entonces no es una revelación sobrenatural y sí una reconstrucción mitológica

Así como los romanos hicieron suyos los mitos griegos, los cristianos hicieron suyos ciertos aspectos de los mismos aunque fuese pensando a la contra; entonces el cristianismo no es una revelación de Dios. La esencia del cristianismo es la síntesis judaico-helenística predicada por Pablo y los paulinos (la rama vencedora frente a los cristianismos derrotados). Pero más aún, como hemos visto, su triunfo como Iglesia militante.

El Cristianismo, al ser un producto tardío, sintetizó, aun pensado a la contra, los misterios del paganismo con la filosofía griega y el derecho romano; dicho de otro modo: el cristianismo ha recopilado las enseñanzas recorridas por la historia que le precede, por tanto no se trata de ninguna revelación que caiga de lo Alto por la Gracia de Dios y de manera gratuita. Los evangelios no son panfletos que Dios mismo los haya redactado insuflando el Espíritu Santo a los evangelistas, simplemente son textos de un judaísmo universalista que piensa contra las religiones mistéricas de salvación pero, que una vez que supera su fase judía, se infiltra en las instituciones del Imperio a través de sus calzadas, y de religión nacional de Israel que sólo trata de convertir a algunos paganos para preparar el inminente fin del mundo se transforma en religión inter-nacional del Imperio en poco menos de cuatro siglos, completamente ya al margen –e incluso poniéndose en contra– de la redención inminente de Israel.

La filosofía, que como bien se sabe, tiene como condición necesaria lo que los griegos llamaron asébeia («impiedad»), y elabora sus postulados con la razón y no con dogmas relevados de creencias. Es decir, si somos coherentes con ciertos postulados filosóficos debemos de rechazar tajantemente cualquier revelación que venga de Dios o de sus ángeles, debemos de rechazar sistemáticamente cualquier intuicionismo praeterracional, rechazar cualquier doctrina que haya sido revelada sólo a unos pocos privilegiados por fuentes sobrenaturales (fuentes –como los ángeles, los arcángeles, el Espíritu Santo o el mismísimo Dios– que desde las coordenadas ateas y materialistas por las que nos movemos son inexistentes, por la imposibilidad de la esencia de dichas fuentes, por la imposibilidad de la existencia de vivientes incorpóreos que se comunican con los hombres, revelándoles el futuro y otros cosas que el común de los mortales no puede ver ni entender). Además, semejante impostura atenta contra la dignidad de los otros colectivos (que supone el resto de la humanidad) que no han tenido el privilegio de recibir tal revelación o confidencia de la divinidad.

Los textos bíblicos no se deben de estudiar con el consentimiento de que efectivamente están revelados por Dios o el Espíritu Santo; dichos textos hay que examinarlos con el rasero crítico que se examina cualquier texto. Se debe de hacer, pues, una lectura «filosófica» (materialista, en nuestro caso), es decir, una lectura crítica, expuesta a exprimir todo el jugo ideológico que poseen esos textos, y siempre teniendo en cuenta el con-texto en el que se escribieron y contra quienes se pensaron. Por eso hemos de negar versículos como 2 Pe 1.20: «Bien entendido, ante todas cosas, que ninguna profecía en la Escritura se declara por interpretación privada; porque no traen su origen las profecías de la voluntad de los hombres, sino que los varones santos de Dios hablaron, siendo inspirados del Espíritu Santo». No damos crédito a tales hombres inspirados por tal Espíritu.

Es una opinión muy común entre los estudiosos la que sostiene que los griegos nunca tuvieron libros sagrados que considerasen inspirados o revelados por la divinidad, por lo que siendo así sus religiones no poseyeron dogmas rígidos e inmodificables. Se dice que los poetas eran simplemente transmisores de ciertas tradiciones religiosas, que ellos simplemente ordenaban y reexponían. A mi modo de entender, eso no es del todo cierto o, al menos, habría que matizarlo. Porque aunque, efectivamente, etic dichos poemas (como la Ilíada de Homero o la Teogonía de Hesíodo) no pueden ser otra cosa que una reelaboración y recopilación que los poetas hicieron de ciertas leyendas y tradiciones, emic creyeron –o así lo daban a entender– que fueron realmente revelados por la divinidad. Sirva como botón de muestra la citada Teogonía de Hesíodo, en la cual leemos que las «Musas Heliconíadas» le «enseñaron una vez a Hesíodo un bello canto mientras apacentaba sus ovejas al pie del divino Helicón. Este mensaje a mí en primer lugar me dirigieron las diosas, las Musas Olímpicas, hijas de Zeus portador de la égida: "¡Pastores del campo, triste oprobio, vientres tan sólo! Sabemos decir muchas mentiras con apariencia de verdades [¿tal vez los mitos de Homero?]; y sabemos, cuando queremos, proclamar la verdad» (20-30). Situación que recuerda mucho a la revelación que tuvo Moisés mientras apacentaba los ganados de Jetró, su suegro. También Parménides en su poema asegura que su doctrina es fruto de una revelación divina, aunque está alegorizando: «Las yeguas que me llevan tan lejos como mi ánimo alcance, me transportaron cuando, al conducirme, me trajeron al camino, abundante en signos, de la diosa, el cual guía en todo sentido al hombre que sabe. Ahí fui enviado, pues ahí me llevaban las yeguas muy conocedoras, tirando del carro, y las doncellas iban adelante en el camino» (22 B 1.1-5).

También suele afirmarse que al no haber una serie de dogmas rígidos los sacerdotes griegos no tuvieron el poder que después, con el cristianismo, tendría el clero; y esta carencia de dogmas o de personas con suficiente poder para custodiarlos supuso una libertad de expresión que trajo consigo la filosofía. Pero, como hemos dicho, la esencia de la filosofía es la asébeia, y de asébeia fueron ya perseguidos o ya ejecutados muchos de los grandes filósofos de la antigua Grecia: como Zenón de Elea, Protágoras, Sócrates, e incluso Aristóteles al morir Alejandro Magno tuvo que huir de Atenas para que no se llevase a cabo «otro atentado contra la filosofía», porque, aunque fuese como mero pretexto, con casi toda seguridad hubiese sido acusado de asébeia, suficiente para ser liquidado.

V. El Jesús histórico y el Cristo de la fe: del judaísmo al cristianismo

Pasamos ahora a la parte central de nuestro ensayo. Y en esta parte es menester distinguir, como viene siendo habitual, entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe. El Jesús histórico, el realmente existente, no era religiosamente hablando un cristiano, sino un judío. La crucifixión de Jesús se debió a que éste se presentó como el Mesías que venía sólo a salvar a «las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 15.24) de la dominación romana. Jesús fue un sedicioso y murió en la cruz por el intento patético de emancipar a Israel de la hegemonía extranjera y pagana, a la cual había que derribar con auxilio divino para restaurar el Reino davídico escatológico, pues sólo de este modo Israel dominaría sobre las naciones, porque «Delante de Yahvé serán quebrantados sus adversarios, y sobre ellos tronará desde los cielos; Yahvé juzgará los confines de la tierra, dará poder a su rey, y exaltará el poder de su Ungido» (1 Sm 2.10). Dicho de otro modo: Israel, con la ayuda de Yahvé, se impondrá como Imperio Universal en una tierra restaurada (palingenésica) y paradisíaca (edénica). Jesús, asaltando el Templo y negándose a pagar el tributo al César, fue condenado por conspirar contra las instituciones judeo-colaboracionistas y romanas.

En el evangelio de Marcos (que fue el primero que se escribió, allá por el año 70 ó 71, una vez derribado el Templo de Jerusalén durante la primera guerra judeorromana) Jesús predica que «El plazo se ha cumplido» (1.15); esto quería decir, que, efectivamente, el tiempo se había cumplido, porque, siguiendo la historia del pueblo hebreo, vemos como estos fueron siempre un pueblo pariah, un pueblo oprimido, perseguido y dominado por las naciones que, en forma de Imperio, les rodeaban y les dominaban. Fueron dominados por los egipcios durante el cautiverio antes de la liberación encabezada por Moisés (aunque de esto, al parecer, no existe ni la más mínima prueba arqueológica, no son por tanto acontecimientos históricos sino de leyenda); también los «hijos de Israel» –ya con documentos históricos para corroborarlo– fueron dominados por los asirios, por los persas, por los griegos (macedonios, ptolomeos y seleúcidas). Después de la revuelta y consecuente emancipación de los Macabeos contra los seleúcidas y la política antimosaica de Antíoco IV Epífanes, llegó la dominación de Roma tras varios reinados de la dinastía de los asmoneos (herederos de los Macabeos). Entonces, ocurridos estos avatares del «pueblo elegido», para el Nazareno «el plazo se ha cumplido», el Reino de los cielos en la tierra está al alcance de la mano, «está cerca el reino de Dios: arrepentíos y confiad en la buena noticia» (1.15).

1. Analogías entre la escatología judía y el idealismo alemán

Me parecen asombrosas las analogías que encuentro entre la escatología davídica del visionario de Galilea –concepción de la historia que los Judíos, digamos, sistematizaron o de algún modo formalizaron con el libro apocalíptico de Daniel y también en textos intertestamentarios apócrifos como el Libro I de Henoc, el cual, por cierto, fue escrito y pensado contra el evangelio de Marcos– y la filosofía de la historia metafísica del espiritualismo exclusivo ascendente de Hegel. El mundo moderno está lleno de ideas cristianas que se han vuelto locas, decía G. K. Chesterton. Nosotros diremos que se han vuelto del revés (inversión teológica). Visto de otro modo: el Reino de la Gracia se transforma, se seculariza, en el Reino de la Cultura.

Si el Nazareno decía que el tiempo se ha cumplido es porque, como hemos dicho, ya le tocaba el turno a Israel, una vez que esta nación étnica había sido sometida por prácticamente todos los imperios importantes de la antigüedad. Pues bien, mutatis mutandis, Hegel insinuaba en su sistema que la «antorcha de la universalidad» desembocaría en Alemania, como el pueblo donde se llevaría a cabo el Juicio Final, porque la Historia Universal es el Juicio Universal. Tanto para el uno como para el otro el Reino o Reich no lo llevaría a cabo Dios en un más allá trascendente, sino en un más acá inmanente; pues en el caso del Nazareno el cielo y la tierra se unirían, y para el teutón tampoco habría trascendencia y separación pues «todo lo real es racional y todo lo racional es real» y el Espíritu Absoluto será escatológicamente exclusivo sin separación trascendental que desborde la mundanidad en la que se lleva a cabo la trama de la Historia Universal. Y si todo lo real es racional y todo lo racional es real entonces «nada ha sido velado que no será revelado, ni escondido que no sea conocido» (Mt 10.26), ni «Nada hay oculto que no vaya a ser descubierto, ni secreto que no vaya a ser conocido» (Lc 12.2).

Ni Jesús ni Hegel vieron realizados sus deseos, y erraron en sus deseos y pronósticos (profecía en el caso del Nazareno). Las esperanzas del uno y del otro en la marcha favorable del sentido de la historia fueron devoradas precisamente por dos imperios generadores: Roma y la URSS respectivamente (aunque ni el uno vivió la primera guerra judeocristiana que destrozó el Templo, ni el otro vivió las dos guerras mundiales que colocaron a Alemania en su sitio). Con esto queremos dar a entender que negamos la tesis idílica de un pacífico Jesús cuyo amor era universal, cuando el Nazareno y sus allegados eran bastante hostiles con los imperialistas y sus colaboradores (Jesús era muy xenófobo, podríamos decir, como a su modo también lo era Hegel). Aunque es cierto que la propia persona de Jesús no emplease las armas, pero sí la de sus discípulos; aunque el Nazareno ponía su fe no en las armas de sus discípulos, que sabía que eran impotentes contra la poderosa Roma, sino en el poderío de Yahvé ante sus enemigos; pues creía, tal y como se lee en el libro de los Macabeos, que Yahvé enviaría a sus ángeles en la batalla final: «Vuelve la espada a su lugar, pues todos los que tomen espada perecerán mediante espada. ¿O piensas que no puedo invocar a mi Padre, y me ofrecería al instante más de doce legiones de ángeles?» (Mt 26.52-53).

La Historia es la historia de las guerras, de la dialéctica de clases y la dialéctica de Estados e imperios; y el movimiento de Jesús no era ajeno a eso (aunque emic viviese como si la llegada inminente del Reino ya estuviese en marcha, lo que etic es vivir en una profunda fantasía). Pero, como decimos, el Nazareno fantaseaba con las condiciones de la batalla final contra los paganos y sus cómplices: «Así será el final de la era: vendrán los ángeles y separarán a los malos de entre media de los justos y los arrojarán al horno del fuego [Dn 3.6]; allí estará el llanto y el rechinar de dientes» (Mt 13.49-50). Jesús luchó en pos de los pobres (los pobres de su pueblo y no los pobres del mundo en general) para imponer la legislación consuetudinaria y escrita de su patria, que no era otra cosa que la Ley de Moisés, para que así se cumpliese la profecía de Isaías, el cual nos presentaba al Mesías como el Ungido del «Señor de los Ejércitos, Santo de Israel», que «dará a conocer el juicio a las naciones» (Mt 12.18), porque «fundarse ha un trono sobre la misericordia, y sentaráse en él en la casa de David un Juez recto y celoso de la justicia [esto es, la Ley de Moisés], el cual dará a cada uno con prontitud aquello que es justo» (Is 16.5). Así las cosas, el Nazareno tenía muy claro que «quien no está conmigo está contra mí» (Mt 12.30), es decir, quien no está con el Mesías está contra el Reino de Israel –del mismo modo que quien no estuviese con el Führer estaba contra la Gran Alemana del Reich de los mil años.

Bertrand Russell (2005: 411) –no sin razón– ve estas analogías con el marxismo; porque, al igual que el marxismo, la ideología judía y la cristiana apelan «poderosamente a los oprimidos y desafortunados de todos los tiempos». De modo que el gran filósofo del otrora Imperio Británico emplea el siguiente diccionario:

Jehová: Materialismo dialéctico.

El Mesías: Marx.

Los elegidos: El proletariado.

La Iglesia: El partido comunista.

El segundo advenimiento: La revolución [pendiente].

El infierno: El castigo de los capitalistas.

El milenio: El Estado comunista.

2. El Reino celestial frente al Reino terrenal

Si el judaísmo se basa en un Reino de Dios terrenal (groseramente materialista, en última instancia), el cristianismo se basa en un Reino celestial, o supracelestial (porque «no es de este mundo») e incorruptible, un Reino trascendental al mundus adspectabilis. He aquí una separación la que establece el cristianismo, claramente influenciado por el ambiente helenístico y la filosofía griega, aunque fuese pensando a la contra, como hemos visto. Hay, sencillamente, como en Platón, dos planos: uno espiritual y otro material. El primero es el reservado para los limpios de corazón, «porque ellos verán a Dios» (Mt 5.8), o, según la doctrina de la Gracia, para los elegidos por Dios desde el principio de los tiempos por su justificación en la fe. Así, vemos como el Reino de los Cielos es una sociedad de elegidos, algo así como una élite espiritual. El segundo plano es el mundo, que es un «valle de lágrimas» controlado, según Pablo, por potencias satánicas. La finalidad del Hombre no se haya en los bienes del mundo, sino en la felicidad futura después de la muerte: «No sigáis atesorando tesoros en la tierra, donde una polilla o la herrumbre los hace desaparecer, y donde unos ladrones excavan y los roban; Atesorad tesoros en el cielo, donde ni una polilla ni la herrumbre lo hace desparecer, y donde los ladrones ni excavan ni lo roban; pues donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón» (Mt 6.19-21). Así sea, y «todo lo demás se os dará por añadidura», porque la vida futura en el cielo es el paraíso de las masas y el consuelo y esperanza de los infelices en este mundo (aunque los salvados serán los menos).

Jesús no fue el Redentor y Salvador de la Humanidad del Pecado Original (idea que está en Pablo, pero no de forma desarrollada en los sinópticos, aunque sí se menciona). Jesús no murió en la cruz por nuestros pecados y redención, sino por la redención de su pueblo, es decir, Israel (como un mártir por la causa de Israel). Su misión consistía en liberar, aquí en la tierra, a Israel del yugo extranjero, es decir, del imperialismo romano. La aristocracia sacerdotal judía era colaboradora de la ocupación romana, pues le era claramente favorable. El pueblo llano, es decir, carpinteros, zapateros, albañiles, etc., estaba prácticamente esclavizado por la hegemonía extranjera, sobre todo por los gravosos impuestos. Y Jesús, como bien sabemos, era carpintero (o al menos lo era su padre), aunque jurídicamente era un hombre libre.

Así pues, el Nazareno representa uno más entre los múltiples pretendientes a Mesías que conspiraban contra Roma por la emancipación de Israel. Morir en la cruz nunca entró en sus planes, aunque sabía que se la jugaba. La cruz era el símbolo del sacrificio de los que se jugaban la vida por el Reino, y como Jesús hubo otros pretendientes a Mesías que se vieron en Palestina desde el año del censo, el 6 d.C. con la revuelta de Judas el Galileo (fundador de los zelotas junto al fariseo Saddok), hasta el año 66 d.C., cuando se gestó la gran revuelta judía que terminó no quedando «piedra sobre piedra» (Mc 13.1-2) del Segundo Templo a excepción de un «muro de lamentaciones» que no pertenecía propiamente al Templo sino a la fortaleza que lo rodeaba. En medio de este período de revueltas estaban Juan el Bautista (del que hablaremos) y Jesús de Nazaret, los cuales fueron condenados como dos revoltosos más (si bien el primero por Herodes Antipa, probablemente por órdenes directas de Roma, y el segundo crucificado directamente por Roma, con la muy posible colaboración del sanedrín hierosolimitano, fiel aliado de Roma).

Para las masas piadosas de Israel, el Mesías venía a ser la «revolución», y para los romanos la «causa de todos los problemas» –como se dice en la película de Henry Koster La túnica sagrada (1953). ¿Pero se trataba realmente de una revolución? Si el movimiento mesiánico era un movimiento teocrático, ¿no sería más bien una reacción a la revolución política y tecnológica que implantaron los romanos en Palestina? Esta situación se ve muy bien en la película de Terry Jones La vida de Brian (1979), pues, en un buen ejemplo de lo que es un imperio generador, los romanos le dieron a los judíos «el acueducto, el alcantarillado, la sanidad, la enseñanza, el vino, el orden público, la irrigación, las carreteras, los baños públicos… y la paz».

3. La ética acósmica y apocalíptica de Jesús

La ética del Jesús histórico consistía en una ética de arrepentimiento ante Yahvé. Si los judíos se arrepentían sinceramente de las idolatrías y pecados que antaño ejercieron, Yahvé, milagrosamente, hará que los judíos recuperen su independencia y así, de este modo, se colocasen como Imperio Universal, pues Yahvé haría que todos los enemigos de Israel se pusiesen bajo sus pies. El Reino de los cielos en la tierra restaurada de Israel estaba al alcance de la mano: esa era la fantasía del visionario galileo. Jesús pedía la solidaridad de los judíos frente a los romanos (y sus colaborares: sobre todo herodianos y saduceos). El primer paso era liquidar a la aristocracia sacerdotal, los «sumos sacerdotes», pues traicionaron a Yahvé y a Israel. Si Israel se transformaba al Señor, el paraíso quedaría inmediatamente restablecido. He aquí la versión hebrea del Fin de la Historia. Las coordenadas del Nazareno no se movían bajo las categorías de arriba/abajo (cosa que correspondía al pensamiento griego), sino desde las categorías de antes/después (propias del pensamiento judío y que siglos después, con trepidante artillería filosófica, retomaría el gran Hegel, por no hablar de Marx &c.).

En los evangelios, la trama judía se intersecta con la trama cristiana; son textos híbridos, ambiguos, pero en ellos podemos leer cosas de las cuales sin bien no las dijo Jesús muy bien pudo firmarlas (o al menos están dentro del marco conceptual judeo-fundamentalista con el que intentamos diagnosticar la mentalidad del Nazareno). En los evangelios se mezclan dos mesías, el judío y el cristiano, «dos conciencias mesiánicas divergentes en el seno de la misma narración: una la paleocristiana y latente (la del Jesús secreto), y otra la tradicional (la de los discípulos en íntima convivencia con el Jesús histórico). Un examen atento permite verificar que una y otra se cruzan y superponen en el curso del relato, al tiempo que son, en definitiva, claramente discernibles» (Puente Ojea, 2001a: 88). Si Jesús no era un cristiano la interpretación de los evangelios hay que llevarla a cabo separando lo que hay de judaísmo y lo que hay de cristianismo en sus versículos; tendremos, pues, que separar el trigo de la paja, la historia de la propaganda; y así, quizá, podamos saber qué fue, como judío, lo que pudo decir el Jesús histórico y que es lo que no dijo (a mi juicio, todo lo que sea cristianismo –cristianismo paulino y/o gnóstico– es precisamente lo que nunca dijo). Es más, ni se le pasaría por la cabeza, pues si hubiese dicho ciertas cosas no hubiese tenido seguidores sobre el suelo de las aldeas de Galilea en el tiempo que le tocó vivir. Aunque tampoco quiero decir con esto que todo lo que sea estrictamente judío firmado en los evangelios salió de la boca de Jesús, pues los evangelios continuamente están re-interpretando a Jesús. Por tanto, todo el contenido, digamos, cristiano en boca de Jesús escrito por los evangelistas debe de ser triturado. Como dice el sacerdote católico John P. Meier, «En cierto modo, la tarea de quienes buscamos al Jesús histórico es deshacer lo que los evangelistas hicieron» (Meier, 2009: 72). Enunciado que se ajusta muy bien a uno de los preceptos del materialismo filosófico: «el papel de la filosofía en el conjunto del hacer es deshacer». En el presente artículo al intentar hacernos una imagen del Jesús histórico deshacemos el mito oscurantista y confusionario del Cristo de la fe.

Como ya sabemos, los evangelios no son textos relevados por Dios, sino panfletos de propaganda religiosa, y hay que analizarlos con el mismo rasero crítico que se examina cualquier texto. Por tanto, lo que vamos a hacer es más bien una lectura profana, una lectura crítica, pensando en contra de otras lecturas que nos parecen «sagradas» o dogmáticas. Para entender los evangelios –y la Biblia en general– hay que hacerlo desde la razón, pues no se entienden desde la fe. Aunque los evangelios ocultan la realidad histórica de Jesús, torpemente no la oculta, y varios de los versículos con sabor judaico que en los evangelios pueden leerse (más bien en los sinópticos) los hubiese firmado el mismísimo Jesús de Nazaret de Galilea.

El Apocalipsis es un texto judeocristiano, muy en la línea de la literatura escatológica y apocalíptica intertestamentaria, «literatura de resistencia», como atentamente señala Puente Ojea. El Apocalipsis condena a Babilonia como la «Madre de todas las rameras», como el centro de todas «las abominaciones de la Tierra» (Ap 17.5). Babilonia será sustituida por la Nueva Jerusalén, la Ciudad de Dios y de los elegidos, «la ciudad del gran Rey» (Mt 5.35). A pesar de haberse colado en el canon, el Apocalipsis de San Juan no fue escrito ni mucho menos por el mismo autor que escribió el cuarto evangelio, sino más bien un autor de tendencias totalmente opuestas, esto es, judeocristianas; es decir, de un judaísmo que creía en la segunda venida de Jesús pero como Mesías de Israel y no como Mesías universal (pero es incluido en el canon porque acepta el dogma paulino de la muerte vicaria de Jesús como «Cordero de Dios»). Es por tanto una vuelta al estilo de los incendiarios apocalipsis intertestamentarios. El Apocalipsis condena a Roma como la nueva Babilonia que fue, en última instancia, la que impidió a Israel edificarse como Reino y que cayese del cielo la Nueva Jerusalén (que resultó ser al final de las guerras judeorromanas, cien años después de la muerte de Jesús, Aelia Capitolina). Pese a la condena implícita a Roma (disfrazada como «la Puta de Babilonia») en el Apocalipsis, el Nuevo Testamento era una literatura propagandística prorromana, donde se puede leer como un centurión al morir Jesús en la cruz dice: «Verdaderamente este hombre era hijo de Dios» (Mc 15.39); donde Jesús afirma, refiriéndose a otro centurión: «Os digo que ni en Israel he encontrado fe semejante» (Lc 7.9); donde Pedro convierte a otro centurión, Cornelio (Hch 10); y donde Pilato quiere absolver a Jesús porque, según su mujer, era «justo» Mt 27.19) y, al no conseguirlo, el prefecto se autoconsideró «inocente» (Mt 27.24), porque quería «dejarlo libre» (Hch 3.13). Hay que añadir, en honor a la verdad, que el Nuevo Testamento es una colección de libros que con bastante frecuencia se contradicen y desconciertan al lector.

El Cristo de la fe es un Jesús vuelto del revés, pues no se trata ya del mesías escatológico davídico que vino a traer la espada (Mt 10.34), sino del Cristo pacífico cuyo reino «no es de este mundo» (y añadimos: «ni puede serlo»). Y este Jesús es el Cristo de Pablo, el cual de camino a Damasco tuvo una visión y una revelación, porque el evangelio de Pablo tampoco es de este mundo, pues «no es de hombres, pues yo no lo recibí o aprendí de los hombres» (Gál 1.11-12), predicando así el «evangelio de la incircuncisión» por las naciones sin el consejo de los hombres, es decir, sin pedir permiso a la Urgemeinde o Iglesia madre de Jerusalén, oséase, contra aquellos que según Pablo quería «pervertir el evangelio de Cristo» (v. 7); llevando así la palabra del Cristo de la fe –que se opone al Jesús histórico, esto es, al Mesías de la Ley– «a los gentiles, al instante, sin pedir consejo ni a la carne ni a la sangre, ni subí a Jerusalén a ver a los que eran apóstoles antes que yo» (vv. 16-17). Así pues, el Cristo paulino no sólo es diferente a Jesús, sino que es opuesto. «No es casualidad –ni se debe a su forma de conversión– que a Pablo no le interese el Jesús histórico, tan pronto como el mesianismo del Nazareno ha quedado vaciado de su significado histórico. Sólo le interesa la redención universal por el amor y la obediencia a Dios operada en el reino de los corazones. Su mitología cósmica es, en rigor, ahistórica, aunque continúe aparentemente incardinando el drama universal del pecado en las tradiciones legendarias de Israel, y preservando los elementos básicos del kerygma jerusalemita relativos a la oblación expiatoria de un galileo de Nazaret. Es sólo ropaje foklórico de un drama invisible. Los archontes paulinos no son los sumos sacerdotes judíos, ni los prefectos romanos, ni los amos de esclavos, ni los poderosos de la tierra; son unos príncipes astrales, poderes demoníacos, tenebrosos e invisibles que intentan manipular al Creador en una pugna cósmica en la que el destino del hombre está prefijado, y los seres humanos funcionan como simple apuesta entre las dos partes contendientes; ya no son sujetos, sino objetos del drama de la salvación» (Puente Ojea, 2001a: 217).

4. Inimicus y hostes

En griego la palabra «enemigo» tenía dos significados: echrott significaba «enemigo privado»; hopolemius «enemigo público». En latín inimicus significa enemigo privado; hostes enemigo público, porque «mientras que el inimicus nos odia, el hostis nos ataca» (Puente Ojea, 2001b: 92). Cuando Jesús exige a sus discípulos que recen por sus enemigos y que oren por sus perseguidores se refiere al enemicus, al enemigo privado, esto es, al prójimo, que era, evidentemente, el judío, el judío piadoso para más señas, y no los saduceos que colaboraban con los extranjeros o los «hipócritas» de los fariseos (de algunos fariseos, aunque, como veremos, la crítica a los fariseos no es propia de Jesús sino de los evangelistas) que «dicen y no hacen» (Mt 23.3), aunque si sinceramente se arrepentían de sus pecados podrían unirse al grupo de Jesús: «Piadosos de todo Israel, uníos», ese podría ser su lema. Pero, como le dice el líder de los sicarios Eleazar ben Yair al general romano Lucio Flavio Silva refiriéndose precisamente a la derrota de Jesús en la película de Boris Sagal Masada (1981), el secreto para destruir a los judíos es dejarlos en paz «y ellos se matarán entre sí de pronto. Pero mientras tengamos enemigos seremos hermanos».

La ética de Jesús consistía en practicar un arrepentimiento de los pecados cumpliendo rigurosamente los mandamientos de la Ley mosaica, cosa que Jesús dejo bien clara al joven rico y éste rechazó, pues «es más fácil que un camello atraviese el agujero de una aguja que un rico entre en el reino de Dios» (Mt. 19.24). Había que cumplir escrupulosamente la Ley. Si así se hubiese hecho, Jesús creía que Yahvé recompensaría a su pueblo con el Reino paradisíaco. Las autoridades romanas, la aristocracia sacerdotal saducea y los herodianos (los cuales estaban siendo favorecidos social, política y económicamente con la ocupación romana) impedían precisamente la restauración del Reino. Está claro que el movimiento de Jesús no era una ética de redención universal, sino de redención nacional judía. Jesús jamás inculcó al sus discípulos que amasen a los opresores de su pueblo; o, como dice Puente Ojea (2001b: 107), «jamás exigió que se amase a esa raza de víboras, sino aplastarla», porque el enemigo público, «el hostis del Dios de Israel, es su enemigo total, porque es el enemigo total de la instauración del Reino. Como tal, es un enemigo contra el que lucha sin cuartel» (Puente Ojea, 2001b: 107-108). Jesús tuvo muchos enemigos públicos «que le eran absolutamente irreconciliables, a saber: a) los romanos, que sojuzgaban a Israel, el pueblo elegido; b) los herodianos, saduceos, altos sacerdotes del Templo, cómplices de los romanos y que se oponían a la emancipación del pueblo; c) algunos miembros del estamento clerical (fariseos, escribas, etc.) que mantenían una rutina ritual de sentido conformista que obstaculizaba la toma de conciencia revolucionaria para alcanzar el arrepentimiento y la entrega heroica sólo a Dios; d) los idólatras, apóstatas y cuantos paganos militaban contra la fe de Yahvé; y e) los ricos y poderosos como clase o estamento social y económico, que explotaban y despojaban al pobre e indigente» (Puente Ojea, 2001b: 93-94). Por tanto, su movimiento era una revuelta contra el hostes del pueblo de Yahvé; una revuelta, bien es cierto, prácticamente insignificante para la todopoderosa Roma (si la comparamos con la gran sublevación de los zelotas a partir del año 66 y la tremenda resistencia final de los sicarios en la fortaleza de Masada hasta el año 73).

La ética del Jesús histórico estaba orientada hacia un amor primordial a Yahvé y hacia un arrepentimiento interior de los judíos por su infidelidad al mismo, siendo ese arrepentimiento la clave para acceder al Reino de Dios, pues dicha purificación era el requisito imprescindible para que la Casa de David se restaurase. Jesús, como profeta escatológico que creía vivir al borde del fin de los tiempos, estaba convencido de que si los judíos eran suficientemente puros y amaban a Yahvé por encima de todas las cosas y amaban al prójimo (esto es, a los judíos piadosos, y no a los gentiles ni a los «hipócritas») entonces se restauraría el Reino a través de los ángeles y se restauraría también la tierra en un paraíso terrenal. Pero el Reino había sido censurado por Yahvé por la falta de piedad de su pueblo, por eso Jesús llamaba al arrepentimiento y la unidad. Unidad que viene a ser una solidaridad frente a terceros: judíos hipócritas (es decir, judíos que no seguían la doctrina de Jesús), y cuartos: los romanos. La Idolatría, la adoración a dioses extranjeros, dioses paganos, era el obstáculo que impedía la realización del Reino, porque Yahvé era un dios infinitamente celoso. De hecho Jesús no predicaba por las ciudades de Galilea sino por sus aldeas, donde sabía que había judíos no adscritos a ninguna secta (el llamado «pueblo de la tierra») pero practicantes de la Ley y fieles piadosos ansiados se salvación.

Según Albert Schweitzer, la ética de Jesús sólo es realizable en el contexto de las vísperas del Reino inminente. Para Max Weber era una «ética acósmica», transitoria y excepcional, acorde con su fe escatológica. Este esfuerzo de purificación no consistía en cumplir rigurosamente todos los preceptos de la Ley, sino especialmente dos de ellos (Dt 6,4-5 y Lv 19,18b); dicho de otro modo: Jesús no vino «a abolir la Ley sino a cumplirla [pero para cumplirla efectivamente había que empezar por llevar rigurosamente a cabo los versículos de Dt 6,4-5 y de Lv 19,18b]. Pues con certeza os digo: hasta que pase el cielo y la tierra, de ninguna manera pasará de la Ley ni una iota ni una coma, hasta que todo se lleve a cabo [si y sólo si buena parte de los judíos cumplen con Dt 6,4-5 y Lv 19,18b]» (Mt 5.17-18). Esto no suponía en principio realizar una revuelta armada para que, con la muestra de valor ante Yahvé, se cumpliesen tan fantásticas profecías (esa era más o menos la tendencia zelota); profecías que pronosticaban una victoria definitiva para los elegidos de Yahvé. Jesús creía que, si los dos principales mandamientos se practicasen con sinceridad, Yahvé ayudaría a su pueblo, del mismo modo que auxiliaba con sus ángeles a los macabeos contra los seleúcidas. (Aunque en la cuestión de las armas y la violencia el Nazareno aparece en los evangelios un tanto ambiguo y la cuestión es disputada). Como dice Puente Ojea (2001b: 89-90), «Jesús predicó una ética de amor incondicionado hacia dentro, para la conducta en el seno de la comunidad mesiánica, y una ética de lucha sólo hacia fuera, para la conducta con los adversarios políticos del Dios judío, los paganos de las naciones. Es decir, perdón y amor al inimicus, el enemigo privado; lucha y hostilidad frente al enemigo político, el hostis, categoría en la que también entraban los cómplices judíos del poder romano, especialmente muchos miembros del estamento sacerdotal». Pero con la consolidación de la Iglesia en el territorio del Imperio el término inimicus «perdió su significado histórico concreto y comenzó a funcionar como categoría indefinida y abstracta de una moral pacifista integrada ya en una obediencia política al Imperio. Al paso de la integración de la Iglesia en la sociedad civil, solamente renacería el hostis bajo la especie teológica del haereticus» (Puente Ojea, 2001b: 101-102). Una ética que no era de amor universal sino de amor a aquellos que tuviesen piedad (es decir, aquellos que cumpliesen escrupulosamente la Ley mosaica); pues, como se pregunta C. G. Montefiore, si Jesús enseñó el amor universal, al no judío no menos que al judío, «¿Por qué, entonces, no dice "vosotros habéis oído a los hombres enseñaros que vuestro prójimo es vuestro connacional judío; pero yo os enseño que vuestro prójimo es todo hombre, sea no-judío o judío"? O por qué no dijo: "Y por enemigo no significo no sólo vuestro enemigo judío, sino vuestro opresor romano y todas las naciones idólatras que os rodea"? Pero ni una palabra se dice en esta línea, ni en el Sermón de la Montaña en Mateo ni en el Sermón de la Llanura en Lucas… uno desearía que él hubiera sido más preciso. Me pregunto si hubiera podido llegar a decir, "Amad a los fariseos y a los rabbis, si os persiguen; amad a los romanos cuando os oprimen"» (citado por Puente Ojea, 2001b: 104-105-106).

5. Los dos mandamientos principales de la Ley para Jesús

Jesús creía que cumpliendo Dt 6.4-5 y Lv 19.18 llegaría divinamente la liberación de Israel y la transfiguración del mundo. Esta ética (o mejor dicho, esta política religiosa, porque si se habla de la unión de los judíos, irremediablemente contra terceros y cuartos, se habla entonces de conflictos entre grupos, y esas relaciones ya no son éticas sino morales, jurídicas y/o políticas que desbordan el ámbito de la ética) es de índole nacionalista, del orgullo patriótico judío, síntesis de «patriotismo» y fundamentalismo religioso, porque para la mentalidad mesiánica religión y política son una y la misma cosa (aunque habría que decir emic, porque etic Jesús, a nuestro juicio, era un profeta escatológico que vivía en la locura objetiva del fin de los tiempos y la llegada del inminente Reino paradisíaco y por tanto no era un político profesionalmente hablando, aunque su discipulado podría acarrear desórdenes ante la eutaxia del Estado, por pequeños que fuesen estos desórdenes). El «patriotismo» de Jesús era un patriotismo de la profecía abrahámica de «la tierra prometida» del Dios de sus padres, que no era un Dios de muertos, «sino de vivos» (Mc 12.27), aunque bien es cierto que los padres del Pentateuco no sabían nada, o al menos no dicen nada, de la resurrección de los muertos. El Reino de Yahvé significa el Reino de la Ley, porque si se amaba a Dios con todas las fuerzas y al prójimo como a uno mismo entonces viene de suyo que todo el catálogo de la Ley debía de cumplirse necesariamente, como efecto dominó. Esta política religiosa consistía en amar a Yahvé ante todas las cosas, y también al prójimo como a uno mismo, pero amar a Dios es un mandamiento mayor y superior que el mandamiento que reza amar al prójimo (al «vecino»), porque dice Jesús que hay que amarlo a él antes que al padre y a la madre, antes que a la familia: «Quien ame a un padre o a una madre por encima de mí, no es digno de mí; y quien no recibe su cruz y sigue detrás de mí, no es digno de mí» (Mt 10.37-38), y hay que dejarlo todo y dejar «que los muertos entierren a sus muertos» (Lc 9.60) para que la venida del Reino se haga posible, ya que «Nadie que ponga la mano delante del arado y mire hacia atrás es útil al reino de Dios» (v. 62), en plan «si Tú me dices ven, lo dejo todo».

Para la llegada del Reino de Dios –como decimos– había que cumplir la Ley, pero sobre todo dos mandamientos que eran «mayores» que los demás, como le dice Jesús a un escriba en Mc 12. 29-31: «El primero es [Dt 6.4-5]: Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es único señor, y amarás a tu Dios con todo tu corazón, toda tu vida, toda tu inteligencia, toda tu fuerza. El segundo es este [Lv 19.18]: amarás a tu vecino como a ti mismo». Estos versículos, a juicio de John P. Meier, y da buenos argumentos para demostrarlo, probablemente procedan del mismo Jesús histórico (ese Jesús que se busca): «La mayoría de las descripciones del Jesús histórico nos lo presentan como alguien que en su enseñanza y en su actuación se mostró capaz de mostrar misericordia, de perdonar, de realizar curaciones y de acercarse a los pecadores, característico todo ello de su ministerio profético dirigido a Israel en "los últimos días". Yo diría que el doble mandamiento de amor se ajusta a esta visión panorámica del ministerio de Jesús; concuerda más específicamente con la concepción que Jesús tenía de sí mismo como el profeta escatológico llamado a emprender en el tiempo final la reunión de un Israel disperso. ¿Por qué, de toda la Torá, él selecciona precisamente Dt 6,4-5 y Lv 19,18b? En la Shemá, Yahvé llama a todo su pueblo a la obediencia de amor, la obligación primordial que vincula a todos miembros de Israel con Dios y a cada uno de ellos con los otros de la alianza. Las varias divisiones dentro del judaísmo del siglo I ponían en tensión esa unidad del pueblo de Dios, llevándola a veces al punto de ruptura. Por eso, la verdadera obediencia en amor al Dios que creó a Israel y que va a reunirlo ahora, en los últimos días, implica necesariamente el pleno cumplimiento de la obligación de amar al "prójimo", entendido éste en el sentido original de Lv 19,18b: otro miembro de la comunidad cultual del solo Israel establecida por el solo Dios verdadero. Visto en este contexto profético, escatológico, de la reunión de Israel, el primer mandamiento genera naturalmente el segundo. Por lo cual, lejos de ser opuesto e indiferente a la misión de Jesús como profeta escatológico, su doble mandamiento de amor es perfectamente coherente con ella… El resultado de su interpretación es que el doble mandamiento de amor tiene primacía en la Ley. Pero también para ese amor primicial establece un orden: primero Dios, segundo el prójimo» (Meier, 2009: 534). Es decir, primero ama a Dios, luego al prójimo como a ti mismo, y después todos los demás mandamientos irán de suyo y los observarás «por añadidura».

En relación al paréntesis donde comentábamos la disputa sobre la relación de Jesús con «los violentos» (Mt 11.12 y Lc 16.16), habría que decir que, en última instancia, el Nazareno y sus secuaces tenían que usar la violencia: «No creáis que vine a traer paz a la tierra; no vine a traer paz, sino espada. Pues vine a separar al hombre de su padre y a la hija de su madre y a la novia de su suegra; y los enemigos de un hombre son sus familiares» (Mt 10.34-36). Luego, en coherencia con la leyenda davídica, un Mesías pacífico es una contradicción en los términos, pues el Mesías era el guerrero que ungido por Yahvé triunfaría junto a «los escuadrones del Dios viviente» (1 Sm 17.26) frente a las tropas invasoras, conflicto que vendría a sintetizar lo material y lo político con lo espiritual y religioso. Luego el Mesías no podía ser vencido y ni mucho menos martirizado, pues los martirios eran el paradigma de los profetas, pero no del Mesías. Un Mesías muerto es un falso mesías y un «maldito». Esto también lo sabía muy bien Pablo de Tarso cuando dijo que un Mesías crucificado era «escándalo para los judíos, necedad para los paganos» (1 Cor 1.23).

6. El Cristo de la fe frente al Mesías de la Ley: el secreto mesiánico

No se sabe con seguridad si Jesús se vio a sí mismo como el Mesías, el título que utiliza en los evangelios es el del «Hijo del hombre». Es probable que se presentase como el Mesías pero no desde el principio de su ministerio, sino tras una larga reflexión sobre su persona y su misión. Es posible también que lo hiciese con relativa prudencia ante los hostis del pueblo de Yahvé, pues si hubiese proclamado a los cuatro vientos que él era el Mesías, esto es, el Rey de los judíos, entonces no hubiese durado ni dos días y hubiese sido eliminado antes de que cantase un gallo. De todas formas, Jesús nunca profetizó su crucifixión y el significado de ésta como sacrifico expiatorio y vicario. ¡Y en esto está precisamente la escisión entre judaísmo y cristianismo! Cuando en Marcos y Mateo Jesús comunica a sus discípulos en las aldeas de Cesarea de Filipo que en Jerusalén va a ser crucificado pero que al tercer día resucitará, Pedro, indignado, le dice que eso a él, esto es, al Mesías de Israel, no le podía pasar. Pero Jesús, reprochándole, le dijo: «¡Vete de mí, Satanás, eres un escándalo para mí, porque no consideras las cosas de Dios sino las de los hombres!» (Mt 16.23). Efectivamente, Pedro consideraba las cosas de los hombres, esto es, los fantásticos planes y programas escatológicos de los judíos de su tiempo, que soñaban con la restauración de un Reino que les concedería bienestar espiritual y material en un sábado eterno de banquete mesiánico. Jesús les dice a sus discípulos que no le dijesen a nadie que él era el Mesías (v. 20). Esto es lo que los estudiosos denominan «secreto mesiánico», secreto que señalaba a Jesús como Mesías una vez muerto y resucitado. Aun así, el secreto mesiánico del Jesús sinóptico se refería al secreto del Mesías cristiano (no judío), el cual moriría en la cruz pero que resucitará, cosa que como es obvio sus discípulos no podían entender porque eran fervorosos judíos que creían a fe ciega en la victoria del Mesías, como así lo creían los caminantes de Emaús, los cuales ignoraban completamente dicho secreto: «nosotros esperábamos que él era el que iba a rescatar Israel» (Lc 24.21). El secreto mesiánico es un artificio literario de los evangelistas para resolver problemas teológicos en relación a la resurrección de Jesús. Aunque bien es cierto que la Urgemeinde, la iglesia-madre de Jerusalén, elaboró un judaísmo, muy estricto con la Ley, en el que Jesús era el Mesías y que volvería al fin de los tiempos, que para ellos estaba a la vuelta de la esquina, para juzgar a los gentiles y sus aliados judíos e implantar el inquebrantable Reino de Israel.

Desde una óptica prorromana (o al menos no antirromana), es decir, paulina aunque en muchos versículos antipaulina (judeocristiana), como es el evangelio de Mateo, es necesario que Jesús reprochase a Pedro cuando éste se indignó cuando el Nazareno dijo que el Hijo del Hombre será entregado a los príncipes de los sacerdotes que lo humillarán y lo crucificarán, y al tercer día resucitará (v. 21). Pedro dijo que eso, al Mesías de Israel, no le podía pasar, pues su labor era la de triunfador. El Nazareno, sub specie divinitatis, reprende a Pedro sus intenciones políticas de instaurar el Reino de David, porque para este Jesús, y en especial el de Juan, su reino «no es de este mundo», «Pues no envió Dios a su Hijo al mundo para que juzgara al mundo [como Mesías de Israel], sino para que el mundo fuera salvado por él [es decir, por el Cristo de la fe]» (Jn 3.17). El Reino del Cristo de la fe es un Reino espiritual; dicho de otro modo: las almas se glorificarán en bienaventuranza sempiterna en una dimensión transcendente al mundo empírico con forma de ángeles, como se lee en Mt 22.30 en la polémica de la resurrección pensando contra los saduceos: «en la resurrección [las esposas] ni desposan ni son desposadas, sino que son como ángeles en los cielos». El pasaporte para la salvación se consigue de manera gratuita –al contrario que las costosas religiones mistéricas– en la Iglesia, y simplemente teniendo fe en Cristo. Antes de reprender al indignado Pedro, el Nazareno le da las llaves del Cielo, es decir, la Iglesia, para que de este modo el rebaño no se extravíe, y puedan purificarse para su salvación, si no… «será el llorar y el crujir de dientes». Es curioso que el Nazareno le dé las llaves del cielo a Pedro y después le diga «¡Vete de mí, Satanás!». ¿Acaso le dio las llaves del cielo a Satanás?

Según los evangelios Jesús se presentó como el «Mesías davídico», es decir, como un guerrero dispuesto a lapidar cabezas e implantar la teocracia judía y la Ley mosaica, con la ayuda de Yahvé y sus doce legiones de ángeles. Jesús fue un judío piadoso y misericordioso con la comunidad mesiánica y despiadado e inmisericorde con aquellos que se oponían a la restauración del Reino, los hostes del pueblo de Yahvé: «Quien no está conmigo está contra mí, y quien no recoge conmigo, dispersa» (Mt 12.30). Jesús hubiese considerado a una institución como la Iglesia como sacrílega e incomprensible, sus intenciones eran muy distintas, pues su misión consistía en restaurar el Reino que se oponía al Imperio, no en edificar una Iglesia relacionada con el mismo: se esperaba el Reino pero vino la Iglesia, que triunfó ecuménicamente poco más de tres cientos años después. El Mesías era la figura apocalíptica clave del judaísmo, era el Ungido de Yahvé, «un caudillo que apacentará mi pueblo de Israel» (Mt 2.6, 2 Sam 5.2 y 1 Cr 11.2); luego es claro y evidente que el mesianismo judío era un fenómeno nacionalista, un fenómeno ideológico que conspiró contra Roma y los enemigos del Pueblo de Yahvé. El Mesías debía de ser triunfador, es decir, el liberador de la opresión extranjera, jamás debería de ser martirizado, pues dicha función es solo de los profetas. Pero Jesús se presentó como Mesías y fue martirizado, luego, como bien dice Puente Ojea, «un Mesías humillado y escarnecido no era el Mesías sino un pretendiente incualificado» (Puente Ojea, 2001b: 30). Sus esperanzas radicaban en restaurar la Casa de David, personaje que, mutatis mutandis, significó para Jesús lo que Aquiles para Alejandro Magno. Pero Alejandro, aun muriendo joven, triunfó y Jesús fracasó en su intento patético de restaurar el Reino de David, el Reino de Yahvé como soberano de Israel.

El mesianismo judío consistía en la redención nacionalista; su utopía no pretendía, ni por asomo, redimir al mundo o fundar una iglesia ecuménica. Si Israel redimiese al mundo sería así pero a costa de la condenación de los gentiles y de los no conversos al judaísmo (que hubiese sido la inmensa mayoría del mundo conocido), transformándose Israel en el Imperio hegemónico, y sería algo así como un imperio depredador pues no elevaría a sus súbditos a la condiciones paradisíacas de la disfrutarían los fieles y celosos de la Ley (a no ser que se convirtiesen al judaísmo, con todo lo que eso implicaría). Por tanto, Israel, al ver como los paganos imperaban en el mundo, mantuvo sus esperanzas, frustradas, en colocarse como soberano de la Tierra, para que así las naciones se sometiesen a la Ley de Dios en el caso de los pocos gentiles convertidos (pues la mayoría sufriría en la Gehenna). Éste sería el aspecto más utópico del Reino de Yahvé. Pero no se cumplieron las promesas, ni pudieron cumplirse. La teología de la Restauración de Israel fue desmentida por los hechos si bien ya a priori era una ocurrencia delirante, una locura objetiva.

7. El paso del judaísmo al cristianismo

Este paso del judaísmo al cristianismo es explicado por Antonio Piñero con suma claridad:

«El núcleo de la vida de Jesús, y por tanto del Nuevo Testamento, lo constituyen los hechos siguientes: un maestro galileo del siglo I, antiguo discípulo de Juan Bautista y que luego funda su propio grupo, atrae a las masas con su proclamación de que el reino de Dios se acerca a toda prisa. Pasó un cierto tiempo predicando esa venida del reino de Dios en Galilea. Mucha gente fue tras él no sólo por su doctrina sino porque era también un sanador y un exorcista, como algún que otro rabino de la época. Luego subió a Jerusalén a completar su predicación y allí lo prendieron las autoridades porque perturbó el funcionamiento del Templo y predijo que Dios lo sustituiría por otro nuevo. Las autoridades lo mataron al considerarlo peligroso para el orden público tanto desde el punto de vista de las estructuras judías como de las romanas.

»La interpretación de esos hechos por parte del Nuevo Testamento es la siguiente en líneas generales: ese maestro de Galilea es en realidad el Hijo de Dios, el mesías tan ansiosamente esperado; según el Cuarto Evangelio, es la palabra, el Logos de Dios que existe desde siempre y es Dios. Su doctrina es la transmisión de la voluntad divina a los hombres para la salvación de éstos. El Diablo se opone a ese plan de salvación, pero es derrotado en toda la línea por Jesús mismo que demuestra con sus milagros y curaciones que Satanás tiene poco que hacer cuando el reino de Dios impere sobre la tierra. Pero el plan divino incluye el sacrificio del anunciador y mediador de ese Reino. Las autoridades terrenales, judías y romanas, impulsadas por el Diablo, lo prenden y lo crucifican. Pero esa aparente victoria es su derrota. En realidad lo que ha pasado es que se ha consumado un sacrificio de la víctima perfecta: un ser a la vez divino y humano que con su muerte ha expiado ante Dios (es Dios) los pecados de todos los hombres (es hombre). La humanidad queda reconciliada con Dios gracias a este sacrificio único. Pero la víctima no muere definitivamente, sino que resucita. Queda así claro que no es simplemente un hombre, sino un ser que pertenece al ámbito de lo divino. El hombre puede participar de la resurrección de Jesús y apropiarse de los beneficios de la salvación si tiene fe en que esos hechos aparentemente banales (la crucifixión por los romanos de un sujeto peligroso…, hecho repetido centenares de veces en Palestina) tiene otro significado» (Piñero, 2011: 24).

VI. El judaísmo de la época de Jesús

Para comprender los orígenes del cristianismo o –mejor dicho– para comprender el judaísmo de Jesús, es necesario estudiar el judaísmo de su época. En estos momentos tan críticos de la historia de Israel, existían distintas sectas y partidos político-religiosos enfrentados entre sí y contra los romanos: la «tierra prometida» en su dialéctica de clases y dialéctica de Estados era una biocenosis (y sigue siéndolo a día de hoy, sobre todo en la dialéctica de Estados frente al fundamentalismo islámico encabezado por Irán). Así como dijimos al principio que cristianismos hay muchos, también hay que decir que judaísmos hay muchos. En la época de Jesús había cuatro partidos más o menos organizados que se disputaban por la dogmática del verdadero judaísmo (o «verdadero Israel») y la más refinada interpretación y cumplimiento de la Ley: saduceos, fariseos, esenios y zelotas, grupos a los que Flavio Josefo denominaba curiosamente como «filosofías» o «escuelas filosóficas», con la intención de que fuera entendido por sus lectores griegos y romanos. Pero la mayor parte de la población judía de Israel no estaba afiliada a ninguno de estos grupos «filosóficos», y estas gentes (que era la gran masa de judíos, digamos, apartidistas, pero piadosamente judía) fueron denominadas por los rabinos (los escribas y los fariseos que conformarían después de la caída del Templo el llamado «judaísmo rabínico») peyorativamente como el «pueblo de la tierra» ('am ha-'aretz) o «masa condenada» (aunque, como hemos dicho, esta masa no era impía sino muy piadosa con la Ley, la circuncisión, el sábado, la Alianza y el Templo).

1. Saduceos

Es probable, aunque no hay certeza, que el nombre de la secta procediese del Sumo Sacerdote Sadoq, sacerdote de los tiempos de David que, junto al profeta Natán, ungió a Salomón como Rey de Israel. Los saduceos (en hebreo, צדוקים) eran la clase dirigente y muchos de ellos «sumos sacerdotes» (el Sumo Sacerdote en los tiempos de Jesús sólo podía ser saduceo gracias al beneplácito de los romanos), componían la clase de los «principales», eran una minoría adinerada y aristocrática que concentraban su poder en el Templo de Jerusalén, y eran el principal partido que dominaba el sanedrín de la capital ocupando la mayoría de sus 70 puestos, controlando de esta forma el culto y el negocio; aunque no gozaban del apoyo popular como los fariseos (aunque tampoco era un partido del todo impopular como muchas veces se ha señalado), por eso en numerosas ocasiones tenían que ponerse de acuerdo con ellos para tomar ciertas decisiones.

Los saduceos entablaron muy buenas relaciones con los romanos siendo así colaboracionistas de los mismos, pues gracias a ellos hacían buenos negocios, de ahí que tuviesen cierta impopularidad siendo prácticamente enemigos de la sociedad judía (aunque quizás no fuesen tan odiados por el pueblo como se ha exagerado desde el fariseísmo, su eterno rival); luego la ocupación romana les interesaba y eran por tanto defensores del status quo de la pax romana y cómplices del complicado entramado de la Realpolitik imperial del momento, siendo así enemigos de toda pretensión mesiánica que perturbase la eutaxia Imperial. Es más, eran los romanos los que elegían a los saduceos como sumos sacerdotes para escándalo de los piadosos, y los colocaron a la cabeza de los sanedrines desde los primeros años de la ocupación, lo que hacía a los saduceos los representantes del judaísmo «oficial» ante el poder Imperial. Así no parece extraño que el saduceo y Sumo Pontífice Caifás estuviese interesado en la detención y posterior crucifixión de Jesús; pues judíos revoltosos como él podrían traer la desgracia a Jerusalén y a su Templo, como terminó ocurriendo en el año 66. Por tanto, ni a Caifás ni a los saduceos les interesaba ese tipo de desórdenes pues la caída de Jerusalén y del Templo terminarían siendo también el final de los saduceos, puesto que con la caída del Templo en el año 70 los saduceos dejaron de existir.

Aunque estuviesen cerca de los romanos y en lo social y económico fuesen receptivos del helenismo, sus ideas religiosas eran muy antiguas y basadas sólo en el Pentateuco, sin contaminarse por tanto de las influencias persas y helenísticas, pues rechazaban como libros revelados los Profetas y los Salmos donde estas influencias son notables. Sólo se atenían a lo que estaba escrito en la Torá y no a las tradiciones de las que derivaban interpretaciones (como especialmente hacían fariseos y esenios). Por tanto, sólo aquello que fue escrito por Moisés en los cinco primeros libros de la Biblia es para los saduceos realmente revelado. Esta revelación la entendían en un sentido literalista (aunque como es lógico también tenían su interpretación de la Ley, ya que era imposible de practicar sin ser interpretada). Así pues, ni creían en la resurrección ni en los ángeles ni en la llegada del Mesías ni en el día del Juicio Final ni en historias, ideas bastantes tardías que fueron cuajando en el judaísmo a partir del siglo III a. C. por influencias extranjeras (no hay ni un sólo versículo de la Torá en el que se hable de la vida futura tras esta vida o en la llegada de algún mesías).

Sabemos con certeza que los judíos piadosos ya creían en la resurrección en el 160 a. C., pues los hasidim (los piadosos) que lucharon contra Antíoco IV Epífanes lo hicieron optando por una nueva táctica: el martirio religioso. Si hacían esto era porque creían en la resurrección, porque no era posible que los mártires muriesen para siempre; su muerte no sería en vano, por su valor y su entrega al pueblo de Yahvé serían recompensados en el día de la resurrección con un paraíso de hartura material y bienestar espiritual. Los saduceos, por el contrario, no creían en la inmortalidad ni en la resurrección por la autoridad de Gen 3.19: «Tierra eres y a la tierra volverás»; es más, como ellos sólo creían en la Torá no creían en la inmortalidad del alma ni en la resurrección del cuerpo porque, al respecto, los cinco libros atribuidos falsamente a Moisés no dicen absolutamente nada de la vida futura, ni de premios ni castigos tras la muerte. La única promesa del Pentateuco, aparte de la que se le hace a Abrahán, es la llegada del «libertador» (Moisés) y de la «tierra prometida», que ni mucho menos se sitúa en la allendidad sino en la aquendidad de la tierra (en Canaán, en un lugar geográfico concreto, y no en el más allá o en una tierra restaurada donde los cuerpos resucitados disfruten de delicias edénicas como se pensó algo más tarde).

Los saduceos no eran fatalistas y pensaban que no todo estaba controlado por Dios in illo tempore, desde la eternidad, y afirmaban que el hombre era libre y que no tenía un destino predeterminado; pues la salvación dependía del cumplimiento de la Ley, y de la fuerza y voluntad del hombre, cuyas recompensas estaban en esta vida y no en otra de ultratumba ni en ningún nuevo régimen mesiánico junto a los justos resucitados.

2. Fariseos

La existencia de los fariseos se remonta hasta la época de los macabeos desde mediados del siglo II a. C., en concreto desde el reinado de Jonatán, hermano de Judas el Macabeo, hacia el 161-143 a.C. (si nos fiamos de lo que dice Josefo en Antigüedades XIII 171), pero sus influencias son aún más antiguas, pues eran descendientes de los hasidim (judíos «piadosos»: mitad monjes, mitad soldados) desterrados que llegaron a Palestina entre los siglos V y IV a. C, en la época de Nehemías y Esdras. A raíz de la reforma de Esdras se prohibieron los matrimonios mixtos, y esto supuso algo así como una llamada a la unidad entre los judíos para preparar la llegada del Señor una vez liberados de impíos e impuros, justo lo que a su modo y en su época (cuatro siglos más tarde) predicaba Jesús el Nazareno: «Amaos los unos a los otros [pero si sois judíos, claro]». Y ya hemos visto lo que significaba la fraternidad judía del amor al prójimo, mandamiento que estaba subordinado al, digamos, imperativo categórico del Nazareno: «Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es único señor, y amarás a tu Dios con todo tu corazón, toda tu vida, toda tu inteligencia, toda tu fuerza» (Dt 6.4-5). Por tanto, los «hipócritas», es decir, los que no interpretan la Ley como Jesús y no cogen su cruz y le siguen están contra Jesús (así como también los fariseos estaban contra los zelotas cuando se sublevaron en el 66 contra Roma).

Los fariseos estaban insertos entre los movimientos de «restauración de Israel». Dentro de esta tendencia del judaísmo fueron los que mayor éxito popular cosecharon (aunque en realidad no tenían ningún poder sobre las masas, pues los verdaderos dirigentes del pueblo eran los saduceos por beneplácito de los romanos que le facilitaban los puestos en los sanedrines), y era el grupo o partido más numeroso en la época de Jesús (se estima que hubo en torno a unos 6000 fariseos).

El término «fariseo» significa «apartado» o «segregado», en hebreo פרושים (pherushim). Los fariseos estaban apartados de la masa que no cumplía la Ley y no digamos de aquellos que voluntariamente no querían saber nada de la misma, muy minoritaria en Israel pero suficiente, según los fariseos, para contaminar con sus impurezas al resto del pueblo, retardándose así la intervención divina necesaria para la restauración de Israel.

Si los saduceos ocupaban gracias a los romanos mayoritariamente el Templo y los sanedrines, los fariseos eran los dueños de las sinagogas, desde donde predicaban sus creencias. Se suele afirmar que en la época de Jesús eran los verdaderos dirigentes del pueblo o por lo menos los que mayor influencia ejercieron sobre el mismo, aunque no eran sacerdotes como sí lo eran los saduceos; pero, como hemos dicho, los que realmente controlaban al pueblo eran los saduceos. Aunque sí es cierto que los fariseos participaban en el sanedrín hierosolemitano pero de manera minoritaria. Eran, pues, de clase media y baja o, en la terminología de los romanos, «plebeyos»; los cuales influenciaban al pueblo mucho menos de lo que deseaban y de lo que presumían.

Al contrario que los saduceos, las ideas persas habían cuajado en la mentalidad farisea, pues creían en la resurrección de los muertos, en el Juicio Final, en la llegada del Mesías, en los ángeles y en los demonios. Si los saduceos creían en la libertad del hombre para salvarse (en esta vida), los fariseos creían en una especie de cooperación hombre-Dios (es decir, fariseo-Yahvé) para conseguir la salvación dada en la vida futura del Reino de Dios. Es decir, los fariseos ni eran absolutamente deterministas ni creían tampoco en las solas fuerzas humanas para hallar la salvación. Para ellos, la salvación se alcanzaba mediante la unión de la Gracia divina y la acción humana (es decir, fariseos agraciados por Yahvé). Así los retrata Flavio Josefo: «En cuanto a los fariseos, dicen que ciertos sucesos son obra del destino, si bien no todos. En cuanto a los demás sucesos, depende de nosotros el que sucedan o no» (Antigüedades judías XIII 5.9). Los fariseos combinaban un celo muy activo (que terminaría desembocando en el zelotismo) y una pasividad que dejaba en última instancia la salvación en manos de Dios, cosa a la que terminaron cediendo, pues no estaban muy dispuestos a cargar con la cruz para que llegase el Reino, y por eso para Jesús eran unos «hipócritas» (aunque esta inquina contra los fariseos de Jesús, tal y como lo relatan los evangelios, se trataba más bien de un crítica al fariseísmo del llamado «judaísmo rabínico» desde la posición de los evangelistas, es decir, eran los evangelistas los que denominaban «hipócritas» a los fariseos, como veremos). Con todo, los fariseos eran proselitistas, porque en sus esperanzas en el Reino de Dios se mezclaba la redención nacional con la universal (de hecho el mayor proselitista de todos, Pablo de Tarso, era fariseo).

En la época de Jesús los fariseos creían en la Torá y en ciertas tradiciones, pero aún no distinguía entre una ley escrita y una ley oral, distinción que desarrollarían a partir del siglo III. Según los rabinos fariseos del siglo III, la ley oral fue revelada por Yahvé a Moisés en el monte Sinaí, al igual que las tablas de la Ley. Si los saduceos no extendía la Torá allá donde la Torá nada decía, los fariseos la extendieron a todas las actividades de la vida aunque no estuviese escrito (es decir, para ellos la Torá era trascendental a al omnitudo rerum, hasta en las cosas más ínfimas).

La exégesis bíblica puede decirse que empieza con el fariseísmo; pues, junto a los escribas, los fariseos indagaban sobre el sentido exacto de las Escrituras, sobre sus normas e interpretaciones, pero no en el sentido literalista de los saduceos, sino en un sentido alegórico. De aquí vienen los llamados «sabios» o «maestros» (rabinos) de la Ley, los que tras la caída del Templo en el año 70 se juntaron en torno a las proximidades de Gaza, en Yamnia (actual Yabne), con la autorización de Tito, bajo el liderazgo de Yohanán ben Zakkai, discípulo de la escuela de Hillel (el cual procedía de Babilonia llegando a Judea y fundando una escuela de interpretación de la Ley, escuela dominante del fariseísmo desde el siglo I a.C. frente a la del rabino Shammai, también fariseo). Ben Zakkai se opuso a la insurrección armada contra Roma por considerarla una locura totalmente inútil, y buscaba una cierta amistad con los romanos para dejar las cosas como estaban, con gobernadores romanos y sacerdocio controlado por los romanos. Según las muy posteriores leyendas rabínicas, Ben Zakkai salió de la ciudad asediada en un ataúd, «una metáfora de la fundación de un nuevo judaísmo cuyo culto ya no se fundamentaba en los sacrificios en el Templo… para Ben Zakkai, la ciudad desaparecida adquirió un misticismo inmaterial. Cuando visitó sus ruinas, su pupila exclamó: "¡Ay de nosotros!". "No te lamentes", replicó el rabino (según el Talmud, compilado varios siglos más tarde), "tenemos otra expiación, actos de amor benevolente." Y aunque nadie en aquel momento cayó en la cuenta, se trataba del principio del judaísmo moderno, sin el Templo» (Montefiore, 2012: 34-185).

Este grupo de judíos reformados y desengañados de ridículas esperanzas escatológicas y mesiánicas puso las bases de lo que es el judaísmo que ha llegado hasta nuestros días, judaísmo que –como veremos en apartado 5 del presente capítulo– condenó a los cristianos como herejes imposibles de remediar, una vez desaparecidos los judeocristianos de la Urgemeinde tras la caída de Jerusalén y desarrollado con clamoroso éxito el cristianismo helenístico y/o paulino.

3. Esenios

Los esenios nunca son citados en los evangelios. Algunos estudiosos dicen que puede que sean algunos de los «escribas y doctores de la Ley» a los que tanto citaba Jesús, y no precisamente con alabanzas (aunque, como sabemos, son críticas que no deben de ponerse exactamente en la boca de Jesús sino en la pluma de los evangelistas que pensaban contra el judaísmo rabínico, por consiguiente estos escribas y doctores de la Ley no eran esenios sino fariseos reunidos en Yamnia tras la guerra). Según Flavio Josefo (Antigüedades de los judíos, XVIII 1.5), había aproximadamente unos cuatro mil por toda Judea, normalmente en cómunas sin propiedad privada; no realizaban el servicio militar y tampoco poseían esclavos. Se afincaban en el extrarradio de las ciudades viviendo de la agricultura y sólo negociando con miembros de su propia secta, creyendo de este modo que salvaguardaban su pureza ritual al no mantener contactos con los «impuros». Todo aquél que quisiese incorporarse a la secta debía de pasar por un período de prueba que duraba hasta tres años.

Si los zelotas, como veremos abajo, eran urbanos y se movían prácticamente en Jerusalén, los esenios –aunque algunos vivían en el extrarradio de Jerusalén– eran rurales, muchos de ellos afincados en el campesinado de Galilea. La causa de este retiro en el desierto o en el extrarradio de algunas ciudades es precisamente la peculiaridad de los esenios, porque el retiro era en señal de protesta contra el culto del Templo de Jerusalén, profanado, según ellos, por sacerdotes que habían colaborado desde la época asmonea con el poder extranjero, algo intolerable en la casa de Yahvé. Los esenios fueron entonces sacerdotes hierosolimitanos disidentes, y para ellos su comunidad representaba el Templo espiritual, como forma transitoria del verdadero Templo mientras el de Jerusalén siguiese siendo profanado por sacerdotes impuros que negociaban con paganos (aunque al final fue totalmente profanado porque del susodicho no quedó piedra sobre piedra, sólo un muro para lamentarse por los pecados de un pueblo desobediente a su dios). El espíritu sacerdotal de la secta los hacía parecerse más, en este sentido, a los saduceos, aunque la dogmática era muy parecida a la de los fariseos y diametralmente opuesta a la de los saduceos.

Con este panorama, a mediados del siglo II (aproximadamente entre los años 159-152 a.C.), de estos cuatro mil esenios que según Josefo en Israel existían, algunos (unos dos cientos aproximadamente), por discrepancias con el Rey Jonatán (hermano y sucesor de Judas el Macabeo) que se hizo Sumo Sacerdote, se apartaron como una comunidad rigurosamente monástica en el desierto del Mar Muerto, en Khirbet Qumrán, bajo la guía de un sacerdote de genealogía sadoquita (porque los esenios se consideraban verdaderos descendientes del Sumo Sacerdote coetáneo de David cuyo nombre era Sadoq, considerando de este modo a los saduceos como impostores, como falsos descendientes de Sadoq y como profanadores del Templo, siendo llamado el Sumo Sacerdote de Jerusalén el «Sacerdote Inicuo»). Este líder y guía era llamado el «Maestro de Justicia», el cual en el aislamiento de la secta inauguraba una nueva era porque se le consideraba mensajero de Dios y renovador de la Alianza. Los qumranitas estaban convencidos de que representaban el «verdadero Israel», el «fiel remanente de Yahvé», frente a la corrupción sacerdotal del Templo de Jerusalén, y esperaban la llegada inminente del Reino donde Yahvé rendiría cuentas a los que rompieron la Alianza del Sinaí, porque ellos se autoconsideraban «la alianza de la conversión» o «los hombres de la nueva alianza», por tanto el «resto de Israel» al que se refería Isaías.

Al igual que los fariseos, los zelotas y el grupo de Jesús (y también, a su modo, Pablo de Tarso), los esenios en general y los qumranitas en particular eran también teólogos de la restauración de Israel, y aborrecían el espíritu helenístico con todo su odio (aunque sin manifestarlo violentamente). Ciertamente creían que era el Maestro de Justicia, como maestro escatológico de rango mesiánico y profético, el verdadero guía e intérprete de la Ley (pues la misma sólo se podía interpretar por una especial revelación divina que recibía el Maestro), y no el Sumo Sacerdote «Inicuo» del para ellos profanado Templo de Jerusalén (aunque curiosamente enviaban allí sus ofrendas a pesar de estar excluidos).

Para los esenios, al contrario que los saduceos, todo estaba absolutamente determinado por Dios, pero contradictoriamente afirmaban que el hombre puede elegir entre el bien y el mal, inmersos así en una belicosa mitología dualista de ecos mazdeísta (a pesar del indeterminismo que postulaba el mazdeísmo) entre la lucha de «los hijos de la luz» encabezados por el arcángel Miguel («príncipe de la luz» o «ángel de la verdad») contra «los hijos de las tinieblas» encabezados por el «príncipe de las tinieblas»: Belial/Satanás (estos representados por el Imperio Romano y también por los, para ellos, pseudo-saduceos del Templo; Templo que será derribado edificándose uno nuevo y puro tras la victoria definitiva de los hijos de la luz). Pero no simplemente se trataba de una lucha externa entre la luz y las tinieblas en el campo de batalla sino también en el interior de cada uno de los «hijos de la luz» se resolvía el conflicto, porque «los hijos de la justicia, si bien están guiados por el príncipe de las luces, caen a menudo en el error, empujados por el ángel de las tinieblas. También Juan [el cuarto evangelista] habla de los "hijos de Dios" y los "hijos del diablo", y exhorta a los fieles a no dejarse extraviar por el diablo. Pero mientras que los esenios permanecen a la espera de la guerra escatológica, en la literatura joánica, a pesar de que la lucha se mantiene aún, la crisis ha sido ya superada, pues Jesucristo triunfó sobre el mal» (Eliade, 2005: 418).

El mesianismo qumranita también era dual o doble, pues creían que llegarían dos Mesías: uno estrictamente religioso, que se encargaría de que se cumpliese escrupulosamente la Ley; y otro político, el guerrero que junto a los ángeles dirigiría los escuadrones de Yahvé para expulsar a los gentiles y a los profanadores del Templo. Aparte de sus influencias mazdeístas, es posible que los qumranitas creyesen en un doble mesías (uno político y otro religioso) porque antes del Sumo Sacerdote Jonatán la institución del sacerdocio estaba separada de la institución de la corona, hasta que el Sumo Sacerdote Jonatán fue proclamado Rey, siendo en consecuencia al mismo tiempo Sumo Sacerdote y Rey (o etnarca, porque el primero en asumir el título de Rey fue Aristóbulo I, reinando entre los años 104 y 103 a.C.). Por tanto, a partir de Jonatán las dos instituciones se fundieron, cosa que como hemos visto no gustó a los esenios qumranitas, optando por el retiro en el desierto de Engaddi en las cercanías del mar Muerto a la espera del día en el cual Yahvé pusiese a cada uno en su sitio (porque para ellos, como para Pablo de Tarso, la venganza estaba sólo en manos de Dios).

Los esenios se autoconsideraban los que verdaderamente habían sido fieles a la Alianza con Yahvé que firmó Moisés en el Sinaí. Cuenta la leyenda que Moisés liberó a su pueblo (al pueblo de Yahvé) de Egipto y en el desierto lo purificó (pese al asunto del becerro de oro), para que sin él conquistasen la «tierra prometida». Como verdaderos herederos (emic) del pueblo de Moisés, los qumranitas debían de salir hacia el desierto, para separase de los impuros y alcanzar la catarsis; y no ya con la intención de purificarse para atraer la misericordia de Yahvé (como hacían los zelotas con el valor en el combate para atraer tan bendita misericordia); no por eso, porque ellos estaban convencidos de que el Juicio Final llegaría de modo fatal, se hiciese lo que se hiciese. Entonces se purificaban (o emic creían purificarse; porque etic, si lo analizamos desde nuestra coordenadas ateas y materialistas, vivían en una locura objetiva) para salvar sus almas de la condena que recibirán eternamente los hijos de las tinieblas que no cumplían la Ley e impedían que otros la cumpliesen: «buscar a Dios con todo el corazón y con toda el alma [significa] amar todo lo que él ha elegido y odiar todo lo que él ha rechazado» (1QS 1.1-4). Dicho de otro modo: la condición para salvarse era «amar a todos los hijos de la luz» (es decir, a los qumranitas), y «odiar a los hijos de las tinieblas» (ya fuesen judíos o gentiles, como si es el resto de la humanidad). Estos últimos estaban condenados a la perdición eterna: «Que Dios no sea misericordioso cuando clames [a él] y no te conceda perdón y reconciliación por tus iniquidades. Que alce el rostro de su ira para infligirte su castigo y que no haya paz para ti» (1QS 2.8-9).

Como estaban imbuidos en la creencia de un fatalismo donde Yahvé tenía elegido su día en que vengará a los piadosos (los qumranitas y nadie más), no intervenían violentamente contra la casta sacerdotal traidora ni contra los romanos (eso lo hacían los zelotas). Ellos –con fe, esperanza y caridad escatológica– lo dejaban todo sin mover un solo dedo al criterio apocalíptico de la mano de Dios: «Sé que en su mano está el juzgar a cada ser viviente y que es digno de confianza en todas sus obras… No devolveré a nadie el pago debido de [su] mal, [sino que] seguiré como hombre. Porque a Dios [corresponde] el juicio de cada ser viviente, y él dará a cada hombre el pago que merece» (1QS 10.11-18). No había que tomar, por tanto, represalias personales contra los impíos, de eso se ocuparía Yahvé el último día: «No contenderé con los hombres del abismo [los hijos de las tinieblas condenados a la destrucción final] hasta el día de la venganza. Pero no abandonaré mi ira hacia los hombres de iniquidad ni quedaré satisfecho hasta que [Yahvé] haya llevado a cabo [su inexorable] juicio… ni mostraré clemencia a ninguno de los que se apartan del camino [de la justicia divina]» (1QS 10.16-18). No cabe, por tanto, el amor hacia los enemigos: el qumranita debía de odiar a sus enemigos con todo su corazón, toda su vida, toda su inteligencia y toda su fuerza, porque los enemigos de la secta eran hijos de las tinieblas, «porque sólo de ese modo puede uno estar del lado de Dios, que también los aborrece y los tiene destinados a la condenación eterna» (Meier, 2009: 546).

Otras ramas de la secta hablaban de la figura del «Hijo del hombre», una especie de mesías celestial que influenció de algún modo a los evangelistas, los cuales muy posiblemente fuesen los que estaban detrás del Libro de las parábolas de Henoc, escrito entre el 30 a.C. y finales del siglo I d.C., donde, en relación al día de la resurrección de los justos, puede leerse cosas como: «En esos días danzarán los montes como cabritos y los collados retozarán como corderos hartos de leche, y todos se convertirán en ángeles del cielo [Mt 22.30: «en la resurrección ni desposan ni son desposadas, sino que son como ángeles en los cielos»]. Sus rostros brillarán de júbilo, pues en esos días el Elegido se habrá alzado y la tierra se alegrará; los justos morarán sobre ella y los elegidos por ella irán y andarán» (1 Henoc 51; AAT IV, 75). O cosas como: «En aquel momento fue nombrado aquel Hijo del Hombre ante el Señor de los espíritus, y su nombre ante el "Principio de días". Antes de que se creara el sol y las constelaciones, antes de que se hicieran los astros del cielo, su nombre fue evocado ante el Señor de los espíritus. Él servirá de báculo a los justos para que en él se apoyen y no caigan; él es la luz de los pueblos, y él será esperanza de los que sufren en sus corazones. Caerán y se postrarán ante él todos los que moran sobre la tierra y bendecirán, alabarán y cantarán el nombre del Señor de los espíritus» (1 Henoc 48; AAT IV, 73-74). Pero «aquel Hijo del Hombre» no es Jesús, sino Henoc.

Es posible que los esenios colaborasen con los zelotas en determinados momentos (quizá en la fortaleza de Masada en el 73 a.C.) aunque no se guardasen cierta simpatía. Pero los primeros, como hemos dicho, no eran violentos como los segundos; pues pensaban que el Reino llegaría por la voluntad de Yahvé sin que en principio hiciese falta luchar contra los romanos, pues el en día del Juicio Yahvé traería a su Mesías guerrero (junto a su Mesías sacerdote) y ajustaría las cuentas con los romanos. Pero el monasterio esenio del Qumrán fue destruido por las tropas de Vespasiano en el verano del año 68, y los esenios que lo defendieron fueron pasados a cuchillo (es verosímil que los que lograron escapar se unieron a las comunidades cristianas palestinenses, y otros a las comunidades judías del libro de Henoc comentado). Antes de morir, los sectarios escondieron en once cuevas buen número de manuscritos en recipientes de arcilla, los cuales fueron descubiertos entre 1947 y 1956.

Aparte de Qumrán, se han hallado manuscritos esenios en la susodicha fortaleza de Masada, lugar donde fueron machacados junto a los sicarios (aunque, según Flavio Josefo, ellos mismos se quitaron la vida). Pero sobre esto último los especialista no se ponen de acuerdo y no hay consenso.

4. Zelotas

En cuarto lugar, y por último, estaban los Zelotas o Zelotes (zelotaí en griego: ζηλωτην; qananayya en arameo; qanna'im en hebreo: קנאים), los cuales estaban enfrentados a muerte contra los romanos, representando por tanto el mesianismo judío más intransigente. El zelotismo fue fundado por Judas de Gamala, también conocido como Judas el Galileo (no olvidemos que Jesús era de Galilea) y un fariseo llamado Saddok, que estaba dispuesto a compromisos más radicales. Zelotas significa «celosos», los Celosos de Yahvé, es decir, «gente caracterizada por su celo por la Ley», como, por ejemplo puede leerse en I Reyes 19.10: «Me abraso de celo por ti ¡oh Señor Dios de los ejércitos! porque los hijos de Israel han abandonado tu alianza, han destruido tus altares, han pasado a cuchillo tus profetas; he quedado yo solo, y me buscan para quitarme la vida». El modelo de los zelotas era el nieto de Aarón, Finees, el cual «cogiendo su puñal» mató a «veinticuatro mil hombres», los cuales eran idólatras del dios moabita Beelfegor: «Finees, hijo de Eleazar, hijo de Aarón, ha apartado mi saña de sobre los hijos de Israel: porque fue arrebatado de celo mío contra ellos, para que yo mismo no aniquilase a los hijos de Israel en el furor de mi celo. Por tanto, dile de mi parte que yo le doy ya la paz de mi alianza, y que mi sacerdocio le será dado a él y a su descendencia por un pacto eterno; porque celó la gloria de su Dios, y ya ha expiado el crimen de los hijos de Israel» (Nú 25.11-13). El celo de los zelotas era, pues, un celo fundamentalista religioso que contrastaba con el oligárquico «celo por el dinero» con el que los zelotas acusaban a los saduceos, pues los zelotas se negaban a utilizar las monedas acuñadas con la efigie del Emperador o de algún otro hombre, considerando dicha acuñación como una forma de idolatría (también esa era la posición de los esenios, y de algunos fariseos, en casos excepcionales, como Nahum de Tiberíades, según el Talmud de Jerusalén).

Como decíamos, el zelotismo fue fundado por Judas el Galileo en el año 6 d.C., a causa del censo impuesto en Galilea por Quirino, gobernador de Siria (fecha en la que Lucas sitúa el nacimiento de Jesús, contradiciendo a Mateo que lo sitúa justo antes de morir Herodes el Grande, del 6 al 4 a.C.). Escribe Flavio Josefo que Judas el sophistés (hombre letrado, maestro de sabiduría) «incitó a la rebelión a sus paisanos, insultando a quienes consentían en pagar tributo al César y a quienes teniendo a Dios (como Señor) soportaban a dueños mortales» (Guerra de los judíos II 118). De este modo, frente al censo y los gravosos impuestos de Roma, se pusieron las bases de la ideología del movimiento: «No hay en Israel más rey y señor que Dios; los judíos tienen la obligación de cooperar, aunque sea violentamente a la implantación del reinado de Dios» (Piñero, 2011: 93). Pero los zelotas no fueron formalmente un partido político-religioso hasta la gran sublevación del 66, siendo el gran partido que principalmente organizó la misma. Al principio sólo eran simples «celadores de la ley», aunque los discípulos de Judas eran sicarios armados con «sicas» o dagas (aunque a lo largo de la historia del zelotismo no todos los zelotas fueron sicarios, siendo éstos más bien una escisión aún más radical dentro del propio zelotismo, aunque es difícil distinguir unos de otros).

Los zelotas eran la resistencia anti-imperialista judía más radical y en lo ideológico prácticamente fariseos, pero un fariseísmo practicante, militante y activo (comprometidos en la lucha armada contra los invasores y esperando la llegada del Mesías, la resurrección de los muertos y el día del Juicio Final). La dominación romana suponía para la mentalidad zelota el mayor de los insultos hacia Yahvé, pues la ocupación extranjera suponía una cierta tolerancia con la idolatría, y los zelotas eran del todo intolerantes (como lo era Jesús). Los romanos –como hemos dicho– nombraban al Sumo Sacerdote, cosa intolerable para los celosos de Yahvé. Contra lo que dice Flavio Josefo, no eran simples delincuentes o bandidos sino piadosos patriotas que luchaban por la causa de Israel y de los pobres, siendo así sucesores de los profetas y su nematología teocrática. Como dice Brandon, los zelotas urgían «a sus conciudadanos para afirmar su libertad, y amenazarán con la muerte a quienes acepten voluntariamente la servidumbre. Operaban en compañías por todo el país contra los ricos, que indudablemente eran sostenedores del status quo y, así, mirados como prorromanos. Estos infortunados eran asesinados, y pillados su hogares. Los pueblos que no cooperaban al movimiento también eran incendiados. Esta hostilidad hacia el rico es significativa: habiendo sacrificado todo por la causa de la libertad de Israel, los zelotas odiaban naturalmente a quienes se las arreglaban para prosperar en el Estado controlado por Roma; su simpatía estaría instintivamente con el pueblo llano [«el pueblo de la tierra»], de donde reclutaban sin duda muchos hombres y recibían apoyo económico» (citado por Puente Ojea, 2001a: 137).

Los zelotas creían que con una participación política activa Yahvé les recompensaría con el Reino davídico y antirromano. Al principio practicaban básicamente lo que vino a ser algo así como terrorismo procedimental, puesto que atentaban por sorpresa contra civiles sospechosos de colaborar con las fuerzas imperiales. Pero a partir del año 66 declararon directamente la guerra abierta a las susodichas fuerzas bajo el liderazgo de un nieto de Judas el Galileo, Menahem, el cual se apoderó de la fortaleza de Masada, y también dirigidos por Juan de Giscala, el cual tomó el área del templo en el año 67, y Simón ben Giora. Al final de la primera guerra judeorromana en el año 73, en esta fortaleza, sería el primo de Menahem, Eleazar ben Yair, el que resistiría el asedio a la fortaleza por las tropas romanas dirigidas por Lucio Flavio Silva. Una vez que las tropas tomaron Masada, según Flavio Josefo, los sicarios y algunos esenios que allí resistían (en total unas 960 personas aproximadamente) decidieron quitarse la vida con sus dagas antes de morir a manos de los romanos (cuestión oscura y disputada, como hemos dicho).

Con estas intervenciones bélicas creían los zelotas (y los sicarios) que Yahvé aceleraría la llegada del Reino. Para ellos, ni todo estaba determinado por Dios para la llegada del Reino y la victoria final de Israel frente al paganismo, como pensaban los esenios; ni todo dependía de la observancia de la Ley cuyas recompensas se verían en este mundo, como pensaban los saduceos (que ni creían en la resurrección, ni en Mesías ni en el auxilio divino a través de los ángeles en la batalla final contra los extranjeros impíos, valga la redundancia). Los zelotas creían que debían demostrar su valor ante Yahvé para que éste viniese a auxiliarles con sus ángeles. Esto hizo que en la Palestina de la época se incubase un ambiente de insurrección que terminó con la caída del Templo en el año 70 (al parecer, Yahvé no mandó a la caballería angelical al rescate). La muerte en la cruz era el símbolo del sacrificio zelota para que llegase el Reino: la «libertad de Sión», pero después con la implantación del mito de Cristo se convertiría en el símbolo de la cristiandad (y mucho después, ya en la Edad Media, como estado de sufrimiento y dolor); cristiandad ya totalmente desentendida de los problemas de la Realpolitik israelí del siglo I y de la teología de la restauración de Israel (y no sólo ajena sino además diametralmente opuesta, puesta del revés).

Los zelotas tan sólo son mencionados en el Nuevo Testamento a través de la figura de Simón el zelota, uno de los 12 apóstoles (Lc 6.15 y Hch 1.13). Posiblemente Simón, como otros, estaría involucrado en la dos sectas, pues las dos mantenían muchos puntos en común.

5. Los nazarenos, la secta de Jesús, frente a estos partidos o sectas

Jesús no les predicaba a los miembros de estos grupos sino más bien al «pueblo de la tierra», es decir, a la gran masa piadosa que, al no estar afiliada a ningún grupo en concreto, era la más propensa a recibir el mensaje escatológico del Nazareno (sobre todo en las aldeas de Galilea).

Teológica y políticamente el grupo más opuesto al de Jesús era, por razones obvias, el de los saduceos. Según Mt 17.24, Jesús no pagó ese año el didracma anual al Templo, en rebeldía, por tanto, contra los saduceos que colaboraban con el Imperio y que profanaban así el Templo.

Tal y como la presentan los evangelios, la relación de Jesús con los fariseos es muy compleja. Pero esos ataques e insultos de Jesús a los fariseos (y a los escribas) sospechamos que no salieron de la boca del Jesús histórico, sino del Cristo de la fe de la pluma de los evangelistas. Dicho de otro modo: en los evangelios no insulta y condena a los fariseos y a los escribas el Jesús de los años 30, sino el Cristo «resucitado» de los años 70, 80 y 90 de la propaganda cristiana que pensaban contra los fariseos y los escribas del «judaísmo rabínico» que se reorganizaba en Yamnia tras el desastre de Jerusalén en el que ellos no lucharon (por eso tuvieron el consentimiento de Tito).

Desde la comunidad judeocristiana de Antioquía o Damasco en la que se escribe el evangelio de Mateo entre el 80 y el 90 d.C. (aunque esto no se sabe con absoluta certeza, y otros estudiosos afirman que se escribió en Alejandría) se piensa contra al judaísmo rabínico que se fraguaba en Yamnia, cuyo líder era –como ya hemos anunciado en el apartado dedicado a los fariseos– Yohanán ben Zakkai. Esta comunidad cristiana disputaba pues contra los fariseos del judaísmo rabínico de los de Ben Zakkai por el privilegio de pertenecer al «verdadero Israel», el pueblo de Dios. Así se entiende Mt 23.8-12: «Pero vosotros no seáis llamados rabí; pues uno es vuestro maestro, y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis padre (a nadie) de entre vosotros en la tierra, pues uno es vuestro Padre celestial. Ni seréis llamados guías, porque vuestro único guía es el Cristo. Y el mayor entre vosotros será vuestro sirviente. Y quien se exalte, será humillado, y quien se humille, será exaltado» (esta última máxima fue pronunciada por el célebre maestro fariseo Hillel, dándole el evangelista a los fariseos de Yamnia de su propia medicina, pues Ben Zakkai seguía la escuela de Hillel dentro del fariseísmo).

Del mismo modo se entiende la reacción de Lucas –evangelio escrito en algún lugar de Asia Menor o Grecia, posiblemente un paulino de la iglesia de Aquea, (también entre el 80 y el 89 d.C.)– cuando afirma en 11.52: «¡Ay de vosotros, los expertos en la Ley [expertos que en el v. 53 identifica con los escribas]! Porque llevabais la llave del conocimiento; vosotros mismos no entrasteis y se lo impedisteis a quienes iban a entrar». Lucas denuncia a los fariseos como «amantes del dinero» (16.14), y por boca de Jesús le advierte a sus lectores que se aparten «de la levadura, que es la hipocresía, de los fariseos» (12.1), y les reprocha a éstos que se declaren «justos delante de los hombres, pero Dios conoce vuestros corazones; porque lo que es elevado entre los hombres, es idolatría a los ojos de Dios» (v. 15). Y más adelante, siempre por boca de Jesús, condena a los escribas más que a ningún gremio: «Cuidaos de los escribas, que quieren pasear con trajes y ansían los saludos en las plazas y los primeros asientos en las sinagogas y las primeras camas en los banquetes, que devoran las fortunas de las viudas y rezan largamente por precepto; estos recibirán la mayor condena» (20.46-47); y antes, en 11.52 leemos: «¡Ay de vosotros, los expertos en la Ley! Porque llevabais la llave del conocimiento; vosotros mismos no entrasteis y se lo impedisteis a quienes iban a entrar».

En el evangelio de Juan, escrito en torno al 90 y 100 d. C. –no se sabe con certeza si fue escrito en Samaria o en algún lugar de Asia Menor (quizá en Éfeso)–, la disputa con los fariseos se acentúa aún más, y en muchos versículos «los judíos» son ya simplemente los fariseos. La razón se debe a que dicho evangelio se escribió tras el denominado por Heinrich Grätz en 1871 «concilio de Yamnia». Tras dicho concilio, que vendría a ser la restauración del judaísmo tras la caída del Templo, los judíos condenaron a los cristianos como herejes irremediables, y eso puede verse en Juan: «habían dispuesto los judíos que si alguien lo reconocía como el Cristo, quedaría excluido de la sinagoga» (9.22); también en 12.42: «muchos magistrados creyeron en él, pero debido a los fariseos no lo confesaron para no ser expulsados de la sinagoga»; y en 16.2 le hace el evangelista profetizar a Jesús: «Os echarán de la sinagoga». Cuando Jesús discute con «un fariseo, Nicodemo de nombre, magistrado de los judíos» (3.1), el cual, según le hace decir el evangelista, sabe que Jesús ha «venido de Dios como maestro» (v. 2) pero no sabe «de dónde viene ni adónde va [el Espíritu]» (v. 8), Jesús –el personaje de Jesús retratado por el evangelista y no el judío fundamentalista de Nazaret– no discute a fin de cuentas con un fariseo de los tiempos de Jesús (época prepascual), sino contra los maestros de Israel reunidos en Yamnia que desconocen las santas doctrinas del «Espíritu» y no aceptan el testimonio de los cristianos (v. 11). Los escribas y los fariseos no pueden arrojar la primera piedra porque no están libres de pecado (8.7). En Jn 8.17 Jesús se dirige a los fariseos refiriéndose a la Ley como «vuestra Ley» (cosa impensable salida de la boca del Jesús histórico). Y es la Ley de ellos (y no la del Cristo postpascual de la fe y logos Encarnado de Juan) porque la palabra de Jesús (tal y como la presentan los evangelistas) «no tiene cabida» (8.37) en el concilio de Yamnia, porque los decretos del mismo proceden, según el evangelista, del padre de la mentira que es el diablo (v. 44), y por consiguiente no proceden de Dios (v. 47), sino que deshonran al Hijo y no perseveran en su palabra con la que conocerían la verdad, porque la verdad «os hará libre» (v. 32), es decir, libre de las molestas ataduras de la Ley mosaica, porque basta con tener fe en Cristo resucitado como Hijo único de Dios para salvarse. Pero los rabinos de Yamnia no podían aceptar que un simple hombre de carne, que para más inri había muerto colgado en la cruz, dijese que «Mi Padre y yo somos una sola cosa» (10.30), reprochándole los fariseos –y no aquellos fariseos prepascuales de los años 30 coetáneos a Jesús sino los fariseos postpascuales de los 90 coetáneos al autor de Juan– que «siendo un hombre, te consideras Dios» (v. 33).

De modo que los evangelistas presentan a Jesús combatiendo contra los escribas y los fariseos de la época del Nazareno, pero más bien parece que dicho enfrentamiento era el pensamiento de los evangelistas contra el judaísmo rabínico compuesto por fariseos y expertos de la Ley en Yamnia, una vez que había caído el Templo y con él la hegemonía saducea en el judaísmo, digamos, oficial. A los evangelistas sólo les falta decir: «¡Ay de vosotros, rabinos y fariseos reunidos en Yamnia, hipócritas!», pero les interesaba dejar claro que el que hacía esas críticas al fariseísmo era la autoridad de Jesús. «Intentaban así los Evangelistas mostrar a sus lectores en el último cuarto del siglo I que Jesús mismo se habría separado del judaísmo si hubiera vivido en esa época en la que compusieron sus escritos, a saber, cuando la pugna intelectual y religiosa entre maestros cristianos y rabinos judíos sobre el verdadero judaísmo y sobre el sentido de la figura y misión de Jesús –que suponía una alianza nueva con Dios– había alcanzado su paroxismo» (Piñero, 2008: 258).

Pero el Jesús histórico no estaba ideológicamente muy lejos de la posición de los fariseos, pues entendía la Ley como la entendían ellos, y hacía exégesis de la misma al más puro estilo fariseo, aunque con sutiles diferencias. Como se puede leer en los propios evangelios, Jesús comía con fariseos, como se ve en Lc 7.36: «Uno de los fariseos le pidió que comiera con él y, al entrar a casa del fariseo, se recostó a la mesa»; en esta casa Jesús, no ya como figura histórica sino como «Salvador», perdona los pecados de una «pecadora» (v. 39), para escándalo de los que estaban recostados con ellos: «¿Quién es este que perdona los pecados?» (v. 49), porque sólo Yahvé perdona los pecados (otra crítica que suponemos que no sale de boca de los fariseos coetáneos a Jesús sino de los conciliados en Yamnia). También en Lc 11.37-41 «le pide un fariseo [a Jesús, y no Jesús a él] que almuerce en su casa; y cuando entró se recostó. Y el fariseo, al verlo, se sorprendió de que no se lavara primero antes del almuerzo. Y le dijo el Señor: "Ahora vosotros, los fariseos, limpiáis el exterior del vaso y de la bandeja, pero vuestro interior está lleno de rapiña y maldad. ¡Insensatos!, ¿es que el que hizo el exterior no hizo también el interior? Por tanto, da como limosna tu interior y, atiende, tendréis todo limpio». Parece inverosímil que Jesús sea invitado a comer por un fariseo y lo llame en su propia casa rapaz, malo e insensato. Esto se debe más bien –como decimos– a la lucha de los evangelistas contra los rabinos. Y en Lc 14.1 Jesús, para más inri, come un sábado en casa «de uno de los principales de los fariseos» y disputa con ellos si es lícito o no curar en sábado. De hecho, antes de que cayese Jerusalén y se derrumbase el Templo, muchos fariseos se pasaron a la Urgemeinde; lo cual demuestra que, para los nazarenos, los fariseos no eran hostiles (si acaso eran enemigos que debían de perdonar en solidaridad contra el enemigo común: saduceos, herodianos y romanos). En el libro de los Hechos se narra como muchos fariseos pasan a las filas de la Urgemeinde. Probablemente esos que se salvaban todos los días que «el Señor añadía» (Hch 4.47), «unos cinco mil» (4.4), fuesen fariseos; como se corrobora en 15.5 cuando Lucas se refiere a «la facción de los fariseos que habían creído» para protestar contra Pablo (el cual, por cierto, era un fervoroso fariseo) y Bernabé para que los conversos se circuncidasen y cumpliesen la Ley de Moisés (pues esa era exactamente la posición de la Urgemiende frente a los paulinos, aunque parece que Lucas, autor de los Hechos, quiere achacar esa intolerancia solamente a la facción de los fariseos que se habían sumado a la fe en Jesús resucitado que volvería como Mesías del Israel victorioso contra los romanos).

En Lc 13.31 los fariseos le avisan de que llega la policía de Herodes Antipas: «En aquella ocasión se acercaron algunos fariseos para decirle: "Sal y márchate de aquí, que Herodes quiere matarte"». Vemos, pues, cómo los fariseos quería que Jesús perseverase en el ser. Sin embargo, en Mc 3.6, cuando Jesús pone en marcha su misión, ya los fariseos «pidieron consejo a los herodianos sobre él para perderlo», sin que Jesús hubiese dicho todavía nada concerniente a los planes y programas de su ministerio (aunque los fariseos odiaban a los herodianos y difícilmente iban a pedirles consejo en algo, por tanto hay motivos para pensar que esta alianza no es histórica). Pero a la hora de llevar a cabo el plan para capturar a Jesús y entregarlo a las autoridades romanas para crucificarlo –con la complicidad de Judas– no se menciona a los fariseos en ningún versículo, salvo en el evangelio de Juan (18.3), evangelio en los que se acentúan –como hemos visto– los improperios contra los fariseos conciliados en Yamnia.

Por otra parte, es bastante probable que Jesús conociese bien la posición de los zelotas, que él, como buen galileo, tuvo que vivir muy de cerca; pues, cronológicamente la vida de Jesús coincidió con el desarrollo del zelotismo. El nacimiento de Jesús se calcula que fue entre los años 6 y 4 a.C., y los zelotas empezaron sus aventuras y desventuras en el año 6 d.C., por el personal ya citado (aunque no fue hasta el año 66, con la gran sublevación contra Roma, cuando empezó a ser formalmente un partido político-religioso con capacidad para llevar a cabo una sublevación seria). La diferencia con los zelotas estriba en que éstos se enfrentaban directamente al poder romano y Jesús lo hacía frente a la aristocracia sacerdotal que profanaba el Templo. Es posible que la estrategia de Jesús fuese primero derrotar a los colaboracionistas para, posteriormente, una vez eliminado los traidores del Reino de Dios, enfrentarse a Roma, pero para que todo esto se llevase a cabo Jesús contaba con la imprescindible y milagrosa intervención de Yahvé y sus ángeles, que serían los que en última instancia derrocarían y expulsarían (mejor dicho: condenarían) a los romanos: «Así será en el final de la era: vendrán los ángeles y separarán a los malos de entre medias de los justos y los arrojarán al horno del fuego [Dn 3.6]; allí estará el llanto y el rechinar de dientes» (Mt 13.47). Antes de que esto sucediera el sacerdote saduceo Caifás decidió matarlo, «No en la fiesta, para que no se produzca una revuelta en el pueblo» (Mt 26.5, subrayado mío). Y así es como el visionario de Galilea fue entregado a Poncio Pilato.

Hay que decir que el silencio de los evangelios respecto de los zelotas y los esenios es casi total. Jesús dice en los evangelios: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas!», pero nunca dice: «¡Ay de vosotros, esenios y zelotas hipócritas!». Aunque es muy posible que Jesús también recelase de estas dos sectas, y de hecho no predicaba para sus seguidores sino, como hemos dicho, para el «pueblo de la tierra». Y si no hay una condena por la autoridad de Jesús a los esenios es porque, una vez caído el Templo, en la época en que se escriben los evangelios muchos esenios se pasaban en masa al cristianismo en formación, y no era prudente por tanto ofenderlos porque si se les ofendía pasarían a las filas del judaísmo de Yamnia (es decir, a la competencia, aunque no en cantidad, dado que los esenios no amaban precisamente a los fariseos) o al judaísmo que estaba detrás de 1 Henoc, como hemos visto. Tampoco se lee en los evangelios: «¡Ay de vosotros, saduceos, hipócritas!», pese a que los saduceos sí eran enemigos totales (hostis) del Jesús histórico; pero hemos de pensar que si no leemos dicha condena a los saduceos en los evangelios, tal y como leemos la condena a los fariseos, es porque al caer el Templo los saduceos fueron borrados de la faz de la tierra, por lo tanto los evangelistas no tenían la necesidad de combatirlos, como sí era el caso de los fariseos.

En torno al tema de la llegada del Reino, Jesús no era ni tan activo como los zelotas ni tan pasivo como los esenios. A decir verdad el Nazareno se nos presenta en unos versículos «dulce y humilde de corazón… pues mi yugo es benigno y mi carga leve» (Mt 11.29-30) y en otros belicoso e incendiario como Lc 12.49-51: «He venido a arrojar fuego sobre la tierra y ¡cuánto deseo que ya hubiera prendido! Tengo que recibir un bautismo, y ¡cómo me atormento hasta que se cumpla! ¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, os digo, sino la discordia», y su paralelo en Mt 10.34: «no vine a traer paz, sino espada», contradiciéndose más adelante cuando le reprocha a uno de sus discípulos por cortarle la oreja al siervo del Sumo Sacerdote diciéndole: «Vuelve la espada a su lugar, pues todos los que toman espada perecerán mediante espada» (Mt 26.52). Aunque la guerra final en la que creía el Nazareno a pies juntillas no era de este mundo, pues el combate en última instancia lo decidía la voluntad divina a través de sus «doce legiones de ángeles» (Mt 26.53), lo cual para nosotros es algo ontológicamente imposible, propio de los resquicios secundarios que lleva en sí la religión terciaria para que propiamente quepa religación. (Legiones, aclaro, que el Cristo de la fe no quiso emplear pero que el Jesús histórico esperó hasta el final, porque eran imprescindibles para inaugurar el Reino, pues sólo un milagro divino y angelical podía destruir al Imperium de los Césares, cosa imposible de realizar con procedimientos ordinarios).

Por tanto, el mesianismo del Jesús histórico (como el de los zelotas y de los esenios, mutatis mutandis) suponía una oposición total a Roma. Luego es una falsa conciencia sostener que Jesús se manifestó como un «Mesías pacífico», por que dicha expresión es una contradicción en los términos, aunque su concepción de la guerra final fuese pura fantasía, pues dependía en última instancia de la inexistente ira divina (que por supuesto no se manifestó). Como sabemos Jesús fue un judío muy piadoso adherido totalmente a la Ley, y por mucho que discutiese con sus coetáneos sobre la interpretación de la misma él nunca fue un hereje. Si Jesús hubiese sido condenado por herejía y blasfemia contra el judaísmo, como lo retratan los evangelios, entonces no hubiese sido crucificado, sino lapidado (como se insinúa una y otra vez en los evangelios antirrabínicos; pues, según éstos, los fariseos quería lapidar al Nazareno).

Por lo tanto, el movimiento de Jesús hay que insertarlo dentro del movimiento de resistencia y levantamiento frente al Imperio Romano en la tierra de Judá, aunque bien es cierto que la concepción mesiánica de Jesús no era tan militante como la de los zelotas y lo dejaba todo en última instancia en manos de Dios y su providencia: «Dejad de preocuparos por vuestra vida, qué comeréis o qué beberéis, ni por vuestro cuerpo, qué vestiréis. Pues ¿no es la vida más que el alimento y el cuerpo más que el vestido? Fijaos en los pájaros del cielo: que no siembran ni cosechan ni acopian en los almacenes, y vuestro Padre celestial los alimenta; ¿no los aventajáis vosotros en mucho? ¿Quién de vosotros, con preocuparse, puede añadir a su edad un solo codo? ¿Y por qué os preocupáis por la vestimenta? Comprended cómo crecen los lirios del campo: no trabajan ni hilan. Y yo os digo que ni Salomón, mediante toda su gloria, vistió como uno de ellos. Y si Dios así viste la hierba del campo que hoy existe y mañana es arrojada el horno, ¿no mucho más a vosotros, hombres de poca fe? Así pues, no os preocupéis diciendo: "¿Qué comeré?" o "¿Qué beberé?" o "¿Qué vestiré?". Pues todo esto lo buscan las naciones; pues vuestro Padre celestial tiene conocimiento de que necesitáis de todo esto. Por el contario, buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo esto os será añadido. Así pues, no os preocupéis por el mañana pues el mañana se preocupará de sí mismo: bastante es para el día su maldad» (Mt 6.25-34). Pese al aparente pacifismo de esta predicación, el mensaje es subversivo, pues si Jesús les recomendaba a sus discípulos que lo abandonasen todo y que no trabajasen porque el día del Juicio está cerca, ¿cómo iba Roma a cobrar los impuestos si la gente le obedeciese?, como se quejaba Poncio Pilato en la película de Nicholas Ray Rey de Reyes (1961). Aunque quizá Jesús no lo dejase todo en manos de Dios, pues si lo dejase todo en sus manos no se explicaría el asalto al Templo y tampoco se explica que los que estaban con él iban armados resistiendo a que el Maestro fuese arrestado como se lee en Mt 26.51 cuando «uno de los que estaba con Jesús, extendiendo la mano sacó su espada y, golpeando al siervo del sumo sacerdote, le cortó la oreja». Jesús coincidiría más bien con la posición de los fariseos –a los que, como hemos demostrado, tanto criticaban los evangelistas (y no Jesús, que incluso comía con ellos y ellos le avisaban de que venía la guardia de Herodes)–, en una especie de cooperación entre los hombres, judíos verdaderamente piadosos, y Dios.

Salvo los saduceos, en realidad tanto los fariseos, como los esenios, los zelotas, Juan el Bautista, Jesús e incluso Pablo de Tarso (que fue un reconocido fariseo) y la Urgemeinde son enmarcables en este movimiento teológico-político llamado «teología de la restauración de Israel». En el fondo todos estaban de acuerdo: todos querían restaurar Israel, todos querían Jerusalén; pero ese acuerdo los ponía precisamente en desacuerdo. Por tanto, todos estos movimientos se disputaron el reconocimiento del judaísmo «oficial», del «verdadero Israel», la parte del pueblo elegido que se había mostrado realmente fiel a la santa Alianza, es decir, el isaíaco «resto de Israel». Todos, a su manera, creían que Yahvé estaba de su parte, y que los demás serían castigados en el célebre día final, y castigados para siempre sin vuelta atrás (sobre todo los esenios, no tanto los fariseos). Era, pues, la lucha por el judaísmo, y aquellos que no pensasen como un determinado partido o secta eran unos «hipócritas» y unos «guías ciegos»: «Toda planta que no plantó mi Padre celestial será arrancada de raíz. Dejadlos; son guías ciegos de ciegos; si un ciego guía a otro ciego, ambos caerán en un pozo» (Mt 15.13-14).

Por último, respecto a la relación de Jesús con los zelotas, es justo decir que el zelotismo se desarrolló con más vigor después de la muerte de Jesús, por tanto es más prudente referirnos a sus analogías con respecto a la Urgemeinde, la iglesia-madre de Jerusalén. Como señala Puente Ojea (2001a: 158-159), «Ambas sectas subrayaban la absoluta soberanía de Yavé; ambas buscaban el auxilio divino para restaurar el reino teocrático de Israel; sus respectivos fundadores habían muerto a manos de los soldados romanos; los miembros de ambos movimientos estaban resueltos a afrontar el martirio de cruz, procedían del "pueblo del país" [el «pueblo de la tierra»], eran pobres y oprimidos y odiaban instintivamente a los ricos y oligarcas, profesaban la misma escatología –el Mesías había venido para juzgar a los gentiles (tà éthne)–. Los judeo-cristianos venían a ser una especie de movimiento para-zelota, muchos de cuyos miembros serían posiblemente adherentes de ambas sectas».

VII. La figura histórica de Jesús

1. Jesús el Nazoreo

Me parece bastante plausible la tesis que sostiene que Jesús fue un «nazoreo» (no confundir con «nazareno», que no significa otra cosa que oriundo de Nazaret). Los nazoreos eran individuos «consagrados a Dios», judíos piadosos y muy fanáticos (herederos de los antiguos jasidin). Debían de abstenerse del vino como prescribe Núm 6.3: «se abstendrá de vino y de sidra; no beberá vinagre de vino, ni vinagre de sidra, ni beberá ningún licor de uvas, ni tampoco comerá uvas frescas ni secas»; y también en Lv 10.9-11: «Tú y tus hijos contigo, no beberéis vino ni sidra cuando entréis en el tabernáculo de reunión, para que no muráis; estatuto perpetuo será para vuestras generaciones, para poder discernir entre lo santo y lo profano, y entre lo inmundo y lo limpio, y para enseñar a los hijos de Israel todos los estatutos que Yahvé les ha dicho por medio de Moisés». También debían de dejarse crecer el cabello: «Todo el tiempo del voto de su nazareato no pasará navaja sobre su cabeza; hasta que sean cumplidos los días de su apartamiento a Yahvé, será santo; dejará crecer su cabello» (Núm. 6.5). Y se les prohibía que se acercasen a cualquier cadáver: «Ni aun por su padre ni por su madre, ni por su hermano ni por su hermana, podrá contaminarse cuando mueran; porque la consagración de su Dios tiene sobre su cabeza» (v. 7). Y estas tres características coinciden con Jesús tal y como lo describen los propios evangelios. Veámoslo:

En relación a la abstención al vino leemos en los evangelios cómo Jesús promete a sus discípulos no beber vino hasta el día en que lo beba con ellos en el Reino de Dios, es decir, una vez alcanzado el Reino con la ayuda de Yahvé será el momento de festejarlo con vino, en el banquete mesiánico del paraíso de hartura material de los judíos fieles a Yahvé; pero mientras el Reino llega hay que estar atento y en vigilia, pues el Señor llegará como los ladrones, en el momento menos esperado de la noche, por tanto el Mesías ha de estar bien sobrio porque sabía que sus discípulos eran como ovejas en medio de lobos, advirtiéndoles que fuesen «prudentes como serpientes y puros como palomas» (Mt. 10.16). En la última cena (que en realidad no la prescribió Jesús como acto conmemorativo sino como anticipo del banquete mesiánico en el Paraíso de la Nueva Jerusalén que ya llega) el Jesús sinóptico le dice a sus discípulos refiriéndose al vino: «de ninguna manera beberé más de este fruto de la vid hasta el día aquel en que yo mismo beba [como dando a entender que en ese momento no podía beber a causa de su voto] con vosotros en común en el reino de mi Padre» (Mt 26.29).

La segunda característica del nazoreo, la del crecimiento del cabello, es paradigmática, pues la imagen que solemos tener de Jesús es con barba y el pelo largo (aunque si lo tuvo largo o lo tuvo corto es cosa que, obviamente, no podemos saber con certeza). Pero como buen nazoreo, esto es, como buen devoto y ferviente celoso del Señor, muy probablemente nuestro protagonista, el llamado Nazareno (aunque en sentido estricto Mt. 2. 22 reza: «sería llamado nazoreo» en relación a Nazaret) tuvo el pelo largo y barbas muy probablemente (como, por otra parte, era común en la época).

Y con respecto a que los nazoreos no podían siquiera acercarse a los muertos, fíjense lo que leemos en Lc 9.59: «Le dijo a otro: "Sígueme". Pero él dijo: "Señor, déjame irme para enterrar primero a mi padre". Y le dijo: "Deja que los muertos entierren a sus muertos, y tú marcha y anuncia el reino de Dios"», en sintonía con el citado Núm. 6.7. El Nazareno impedía que uno de sus discípulos le diese santa sepultura a su padre, imperativo que no concuerda con lo que dos mil años después nos enseña el Catecismo: «Los cuerpos de los difuntos deben ser tratados con respeto y caridad. La cremación de los mismos está permitida, si se hace sin poner en cuestión la fe en la Resurrección de los cuerpos» (2005: 479). Pero Jesús quería reclutar un ejército de hombres arrepentidos y puros, pues se trataba de tomar el Templo, y para entrar en el mismo había que permanecer puro, sin la mancha de tocar a los muertos, porque los vivos tenían que seguir a Jesús para que con su fe y su fuerza llegase el Reino, y «Quien ame a un padre o a una madre por encima de mí, no es digno de mí» (Mt 10.37), porque en realidad en esta ética de urgencia escatológica nada importa la familia, «Pues quien haga la voluntad de Dios, este es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mc 3.35).

En Luc 1.15 leemos como Juan el Bautista también era un consagrado a Dios pues «será grande a los ojos del Señor y no beberá vino ni licor alguno»; luego también es muy posible que el Bautista fuese un nazoreo, un hombre consagrado a Dios, pues éste «no comía ni bebía» (11.18, subrayado mío), y curiosamente el evangelista dice que el que sí comía y bebía era Jesús: «Vino el Hijo del hombre, comiendo y bebiendo, y dicen: "Aquí tenéis un hombre tragón y dado al vino, amigo de publicanos y pecadores"» (v. 19). También Pablo de Tarso hizo el voto de nazoreo rapándose la cabeza en Céncreas (uno de los dos puertos antiguos de la ciudad de Corinto), como se lee en Hch 18.18: «Pablo, que aún se quedó muchos días con los hermanos, tras despedirse navegaba hacia Siria, y con él Priscila y Áquila, tras raparse la cabeza en Céncreas, pues tenía un voto»; por tanto, si se rapó la cabeza terminó el período de su voto de nazoreo, es decir, no fue un nazoreato de por vida (como el de Samson, Samuel o el de Juan el Bautista, y quizás también el de Jesús).

Hemos dicho que no hay que confundir nazoreo con nazareno, pero según el versículo 47 del evangelio gnóstico de Felipe, Nazoreo y Nazareno es lo mismo: «Los apóstoles que hubo antes de nosotros (lo) denominaban así: "Jesús, el Nazoreo, Mesías", es decir, "Jesús, Nazoreo, Cristo". El último nombre es "Cristo", el primero es "Jesús", el de en medio "Nazareno". "Mesías" tiene dos sentidos: "el Cristo" y "El (que es) medido". "Jesús" en hebreo, significa "la redención", "Nazara" es "la verdad"; "Nazareno", entonces significa "(el de) la verdad". "Cristo" es el que fue medido; "el Nazareno" y "Jesús", los que le midieron». Luego nazoreo parece ser que fue aquel que estaba consagrado a la verdad de Dios con fervoroso celo, y ese caso parece muy posible si hablamos de Jesús (pero fervor celoso por Yahvé, el dios colérico del pueblo elegido, y no el dios del amor y la misericordia universal).

Pero también nazoreo significa algo así como «singularizado», «dedicado» o «separado». Ya hemos visto que fariseo significa «separado». Pero es que también el término «hebreo» significa «separado».

El voto de nazoreo podía hacerse de forma voluntaria o bien, se creía, podía venir por imperativo divino. También las mujeres podían ejercer el voto. Dicho voto podía hacerse de por vida, como fue el caso de Sansón: «Nunca jamás ha pasado navaja por mi cabeza; porque yo soy nazareo, esto es, consagrado a Dios desde el vientre de mi madre: si fuere rapada mi cabeza, se retirará de mi la fortaleza mía, y perderé las fuerzas, y seré como los demás hombres» (Jue 16.17). O bien por un cierto tiempo según estimase el que lo hacía; aunque nunca por un tiempo menor de treinta días, pues si así fuese el voto perdía su solemnidad y seriedad. El voto debe de mantenerse pues «si algún hombre hiciere voto al Señor, o se obligare con juramento, no quebrantará su palabra; sino que cumplirá todo lo prometido» (Nú 30.3). Puede que el voto que hizo Jesús fuese de por vida, igual que el de Juan, pero el de Pablo sabemos que fue por cierto tiempo, como hemos visto citando Hch 18.18.

2. Jesús el profeta apocalíptico y carismático

El papel de Jesús como nazoreo a mi juicio no es incompatible con el de profeta apocalíptico carismático (ni con el de sanador, exorcista y taumaturgo, ni tampoco con el de Mesías). El Nazareno (o, digámoslo así, el mesías nazoreo apocalíptico) estaba tan convencido como Juan el Bautista de que la llegada del Reino de Dios era inminente: «El plazo se ha cumplido y está cerca el reino de Dios: arrepentíos y confiad en la buena noticia» (Mc 1.15). Pero el Reino todavía no había llegado, pues el Reino «está cerca», quizá a la vuelta de la esquina o de un día para otro, pero «cerca», en potencia y no en acto, preludiado por un severo juicio a los impíos que no cumplen la Ley: «He venido a arrojar fuego sobre la tierra y ¡cuánto deseo que ya hubiera prendido!» (Lc 12.49). Para que el Reino se realizase había que arrepentirse: primero había que amar a Yahvé y segundo al prójimo como a uno mismo, mandamientos primordiales que por su esperanza escatológica superaban a todos los demás. Y si el Reino estaba cerca entonces su venida era inminente: «Os aseguro que hay algunos de los que aquí presentes que de ninguna manera probarán la muerte hasta que vean el reino de Dios ya llegado mediante poder» (Mc 9.1); con esto Jesús no quería referirse a la Transfiguración, como se ha interpretado desde posiciones apologéticas, es decir, la Transfiguración no es el Reino de Dios. «Pero cuando os persigan en esta ciudad [en realidad quiere decir aldea], huid a otra, pues con seguridad os digo: no terminaréis las ciudades de Israel para cuando venga el Hijo del hombre» (Mt 10.23). «Y si el señor no decidiera acortar los días, no se salvaría nadie; pero gracias a los elegidos que escogió, acortó los días» (Mc 13.20). Pero para los no elegidos, para aquellas aldeas que no escuchan el anuncio de la buena nueva de Dios, el día del Juicio «será más soportable para la tierra de Sodoma y Gomorra» (Mt 10.15). «Con seguridad os digo que de ninguna manera pasará esta generación antes de que todo ocurra. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras de ninguna manera pasarán» (Lc 21.32-33). Es como si dijese: «los romanos no pasarán» (o eso mismo pensarían los zelotas que resistían en Jerusalén desde el año 66, pero la verdad es que pasaron y el Templo lo aplastaron). Aunque poco antes Lucas le hace decir a Jesús contradiciéndose que la llegada del final no es inminente: «Mirad, no seáis engañados; pues muchos vendrán en mi nombre diciendo: "Yo soy" y "el momento está cerca". No vayáis tras ellos, y cuando oigáis guerras y revueltas [refiriéndose a la primera guerra judeorromana del 66 al 70 en la que Menahem se autoproclamó Mesías], no os asustéis; pues es necesario que ocurra primero esto, pero no llegará el final inmediatamente» (21.8-9).

He aquí ecos de la crisis en torno a la parousía que se murmuraban en la comunidad donde se escribió Lucas ante la tardanza del día de la vuelta con Poder y Gloria del Señor; una comunidad no ya directamente interesada en los temas escatológicos sino ya más bien en temas institucionales, ligados a la realidad política y social en la que la Iglesia pudo formarse y perseverar en el ser ante numerosos enemigos. Y por aquel entonces no sólo los romanos y los paganos en general eran enemigos de la recién nacida Iglesia, sino también y sobre todo la competencia por la dogmática cristiana contra los gnósticos, algunos judeocristianos (porque una vez caída Jerusalén la Urgemeinde desapareció con ella), y si acaso contra el judaísmo rabínico e incluso también contra los discípulos de Juan el Bautista (también muy pocos, pero Lucas los cita en Hch 19.1-7, precisamente para negarlos y decir que Juan ya estaba superado porque debían de creer para salvarse en aquél que vino después de él). Así pues, de la llegada inminente del Mesías se pasó a la «segunda venida», esta vez gloriosa y definitiva: «Del anuncio de la inminencia del Reino en la tierra de Israel al fracaso en el cumplimiento de esa inminencia se pasó, en virtud de procesos mentales peculiarísimos, al anuncio de una parousía también inminente del Cristo sobre la tierra, y también cruelmente frustrada por el mero paso estéril del tiempo. Doble predicción, doble fracaso. Sin embargo, en ambas coyunturas, la fe de los creyentes no sólo se mantuvo, sino que incluso se incrementó. De ese doble fiasco emergió una cadena inacabable de milenarismos y de adventismos, tanto en el seno de la Iglesia como en las sectas que repudiaron la disciplina y la corrupción eclesiásticas» (Puente Ojea, 2007: 164-165). Por eso, una de las objeciones que los judíos le hacen a los cristianos es que si Jesús tiene que venir por segunda vez entonces para qué vino la primera.

En el día del Juicio la salvación no sería ni mucho menos para todos, pues como decía el Nazareno «muchos son los llamados, pero pocos los elegidos» (Mt 22.14), en sintonía con Isaías 24.6: «la maldición devorará la tierra; porque sus habitantes son pecadores, y por esto perderán el juicio los que en ella moran, de que sólo se libertará un corto número» (subrayado mío). También afirmaba Jesús: «Entrad por la puerta estrecha; porque la puerta es ancha y el camino que lleva a la perdición [es] espacioso y muchos son los que entran por él; ¡qué estrecha es la puerta y apretado el camino que lleva a la vida, y qué pocos los que lo encuentran!» (Mt 7.13). Versículos que el evangelista prácticamente calca del Testamento de Abrahán, escrito algo antes, entre los años 7 y 30 d.C., si bien es posible que también el Nazareno lo conociese y lo enseñase a sus discípulos (aunque también es cronológicamente posible que lo aprendiese de Juan el Bautista, aunque todo este paréntesis es pura especulación): «Vio allí Abrahán dos caminos, el uno estrecho y angosto, el otro ancho y espacioso. Y vio allí dos puertas: (una puerta amplia) al fondo del camino ancho y otra puerta estrecha al fondo del camino angosto. Por fuera de aquellas dos puertas vieron a un hombre sentado sobre un trono dorado [el cual era Adán, el primer hombre creado], y el aspecto de aquel hombre era terrorífico, semejante al del Soberano. También se vieron muchas almas arrastradas por ángeles e introducidas por la puerta ancha, y se vieron otras pocas almas conducidas por ángeles a través de la puerta estrecha. Y cuando el asombroso varón que estaba sentado sobre el trono de oro observaba que entraban pocas por la puerta estrecha, mientras que innumerables se introducían por la ancha, al punto aquel santo varón extraordinario se mesaba los cabellos de su cabeza y la barba de sus mejillas y se arrojaba a tierra desde el trono llorando y lamentándose. Y cuando observaba que por la puerta estrecha entraban muchas almas, entonces se levantaba del suelo y se sentaba sobre su trono con gran regocijo, alegre y exultante… esta puerta estrecha es la de los justos que conduce a la vida, y quienes entran por ella van al paraíso… el camino ancho es el de los pecadores, que conduce a la perdición y al castigo eterno… muchos son los que se pierden y pocos los que se salvan [¿acaso no es esto calcado al citado Mt 22.14?]. Pues entre siete mil, apenas se encuentra una sola alma sin tacha que se salve» (11.2-12: Rec. A; AAT V.498-500). Palabras que recuerdan mucho a la afirmación órfica que recogen Platón en el Fedón (69c) que reza: «Muchos son los portadores de vara, pero pocos los Bacos». Sin embargo, Dios «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tm 2.4).

En el Cuarto evangelio, pese al retraso de la parousía y pese a su esquema teológico tan alejado de la teología que predicaba el Nazareno, se sigue insistiendo en el día del Juicio, aunque parece que se trata más bien de una «escatología realizada»: «no envió Dios a su Hijo al mundo para que juzgara al mundo, sino para que el mundo fuera salvado gracias a él. Quien cree en él, no es juzgado; pero el que no cree ya ha sido juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios» (Jn 3.17-18). La realización está en ese «ya ha sido juzgado». De un modo más explícito se expresa en 5.24: «Verdaderamente, verdaderamente os lo digo, quien escuche mi palabra y crea en quien me envía alcanza vida eterna y no va a juicio, y ya ha pasado de la muerte a la vida». Aunque parece también que el día del Juicio sigue siendo una severa amenaza y sigue siendo inminente, en el futuro, porque «llega la hora en que todos los que están en la tumba escucharán su voz, y los que hicieron bien saldrán para una resurrección eterna, pero los que hicieron el mal, para una resurrección de juicio» (5.28-29). «Ahora es el juicio de este mundo, ahora el gobernante de este mundo será expulsado, y yo, si soy alzado de este tierra, a todos arrastraré hacia mí» (12.31). Y «Quien me niegue y no acepte mis palabras tiene quien lo juzgue; la palabra que yo pronuncié lo juzgará el último día» (v. 48). Se sigue hablando, al fin y al cabo, del «último día», luego la realización de la escatología es ambigua.

Esta escatología realizada se encuentra de modo claro y distinto en las epístolas deuteropaulinas. En Col 2.12-14 podemos leerla en sintonía con la concepción paulina de la muerte vicaria de Jesús: «cuando estabais muertos por vuestros pecados y por la incircuncisión o desorden de vuestra carne, entonces os hizo revivir con él, perdonándoos graciosamente todos los pecados; y cancelada la cédula del decreto firmado contra nosotros, que nos era contrario, quítola de en medio, enclavándola en la cruz». En Ef 2.5-7 el autor afirma que antes de la llegada de Cristo estaban muertos por el pecado y eran objeto de la cólera divina, pero con la llegada del mismo recuperaron la vida y fueron salvados, porque Cristo «nos resucitó con él, y nos hizo sentar sobre los cielos en la persona de Jesucristo, para mostrar en los siglos venideros las abundantes riquezas de su gracia». Sin embargo, en la epístola a los Hebreos se sigue hablando de la inminencia de la parousía, «Pues dentro de un brevísimo tiempo, dice Dios, vendrá aquél que ha de venir, y no tardará» (10.37).

Frente a la «escatología realizada o inaugurada» que acuñó un apologeta como C. H. Dodd, nosotros postulamos una «escatología irrealizada», de acuerdo con los hechos históricos, y una «escatología imposible», de acuerdo con nuestros postulados ontológicos materialistas que niegan categóricamente cualquier tipo de progresismo ascendente que desemboque en un estado de justicia y felicidad universal (aunque en el estado final de la concepción cristiana de la historia tampoco hay felicidad universal porque hay que tener en cuenta también a los condenados en el infierno, imprescindibles, según Santo Tomás de Aquino, para que los bienaventurados en el cielo y en presencia de Dios aumenten su felicidad mientras contemplan los tormentos de éstos). Una escatología que suponía una bisagra entre dos eones, el antes y el después de la concepción judía (frente al arriba y el abajo helenístico). Como dice R. H. Hiers: «el Jesús histórico no es, después de todo, tan extraño y enigmático si tomamos en serio la naturaleza e implicaciones de las creencias escatológicas de las que se nos informa, y si nos permitimos reconocer su conexión con las creencias y expectativas del judaísmo apocalíptico» (citado por Puente Ojea, 2001b: 143). Como por ejemplo los Oráculos Sibilinos Judíos (que son un claro ejemplo de «literatura de resistencia») escritos entre los siglos II a.C. y III d.C., donde podemos leer el odio de los judíos a Roma. En el libro IV se dice que «cuando llegue ya el juicio del mundo y de los mortales que Dios mismo llevará a cabo al juzgar a la vez a impíos y a piadosos, entonces enviará a los primeros al fuego bajo las tinieblas y entonces comprenderán cuán grande impiedad cometieron. Pero los piadosos permanecerán sobre la fértil tierra, porque Dios les concederá a un tiempo espíritu, vida y gracia. Todo esto se cumplirá sin duda en la décima generación [de mortales]», generación que verá, según reza el libro I, al Dios que «sacude la tierra y que despide relámpagos» (atributos que curiosamente recuerdan a Zeus) romper «el fervor de los ídolos», y de este modo «agite al pueblo de Roma, la de las siete colinas, y su gran riqueza parezca abrasada en el inmenso fuego de la llama de Hefesto [Vulcano]». Condenación explícita a Roma que se repite en el libro VIII: «Alguna vez, altiva Roma, caerá sobre ti desde lo alto el mismo golpe celestial, doblada tu cerviz la primera, serás arrancada de tus cimientos, el fuego te consumirá entera, yacente sobre tus propios fundamentos; tu riqueza se perderá, y los lobos y las zorras habitarán tus ruinas. Entonces te quedarás totalmente desierta, como si nunca hubieras existido. ¿Dónde estará tu Palacio? ¿Qué clase de Dios te salvará?». Condenación que se sitúa muy próxima, por no decir idéntica, a la que proclamaba Jesús.

Ahora bien, si los apocalipsis judíos veterotestamentarios e intertestamentarios eran literatura de resistencia contra la dominación del Imperio, los apocalipsis cristianos pasaron a ser –tras el giro paulino y el asentamiento de las iglesias en el interior del Imperio aceptando sumisamente la pax romanaliteratura de consolación. Las epístolas pseudónimas «pueden caracterizarse globalmente como etapa de la consolidación de la institución eclesiástica» (Piñero, 2011: 407). En las epístolas deuteropaulinas no se niega la parousía, sino la inminencia de la misma (aunque hay cartas en las que se sigue afirmando dicha inminencia, como hemos citado). En 2 Tes 2.2 se exhorta a los tesalonicenses a que no se alarmen «con supuestas revelaciones, con ciertos discursos, o con cartas que se supongan enviadas por nosotros [¿se está refiriendo aquí a 1 Tes, epístola auténtica de Pablo?], como si el día del Señor estuviera ya muy cercano». Jesucristo no vendrá «sin que primero haya acontecido la apostasía» (v. 3), la cual será liderada por «el hombre del pecado, hijo de la perdición» (v. 3). Este apóstata, advenido por Satanás (v. 9), será denominado en 1 Jn 2.18 y 2 Jn 1.7 «el Anticristo». Es posible que el autor de 2 Tesalonicenses (inspirada por el espíritu de Pablo, o eso creía su autor) se esté refiriendo a Nerón, sobre el cual corría la leyenda de que algún día resucitaría por obra de Satanás (en el Apocalipsis el Emperador Domiciano es Nerón redivivo), «con la misión de seguir persiguiendo a los cristianos, entonces el verdadero pueblo de Dios» (Piñero, 2011: 415). En 2 Pe 3.8, que es el último libro que se escribió del Nuevo Testamento, se matiza que «un día respecto a Dios es como mil años, y mil años como un día», y así parece solucionarse el problema de la inminente llegada del día del Juicio Final.

VIII. El ministerio de Jesús

1. Jesús y Juan el Bautista

Sin la figura de Juan el Bautista la figura de Jesús de Nazaret no se entendería. Los evangelistas describen a Juan como el «mensajero» que anuncia la llegada del Mesías. Juan sería, pues, el último de los profetas, viviendo así en la antesala de la escatología davídica, que los mismos evangelista con influencia paulina convertirían al final del relato en la soteriología universal a través del sacrificio del Hijo de Dios, para que por su sangre se redimiesen los pecados de los hombres y se rompiese así la enemistad de Dios con los mismos. Uno «más fuerte» que Juan vendría para que la escatología y el Reino se consumasen, tarea que sólo era posible con el sincero arrepentimiento.

Es probable que no sea cierto que Juan fuese un mero precursor de Jesús o del Mesías, y él mismo se considerase el Mesías (aunque también podría ser que se considerase un profeta, del estilo de Elías, que anunciaba la llegada del Reino). Ya en el evangelio de Juan, desde una posición cristológica muy avanzada, se le hace decir al Bautista «Yo no soy el Cristo» (1.20), confirmándolo en 3.28: «Vosotros sois testigos míos de que dije "No soy el Cristo, sino que he sido envidado por delante de él"». Se autoproclamase (o lo proclamasen) el Mesías o no, sí parece cierto que el verdadero hombre famoso de su época no era Jesús de Nazaret, era Juan el Bautista (el cual recorría el Jordán en el año 15 de principado de Tiberio, en torno a los años 28 y 29 d. C.). Según Flavio Josefo, que lo consideraba «un hombre honesto», la muchedumbre se fascinaba con Juan, y estaba dispuesta a cumplir sus consejos, porque veían en él a una figura carismática, a un profeta y líder popular. Ya lo decía el Sumo Pontífice, Caifás, en Mt 21.26: «todos tienen a Juan por profeta». Por tanto, el Bautista no se limitaba simplemente a bautizar, sino que también predicaba y enseñaba a las masas la buena nueva del día del Señor, es decir, llevaba a éstas un mensaje más o menos desarrollado de salvación y preparación para la inminente venida del Reino. Sobre esa fama también se refieren los evangelistas, como puede leerse en Mc 1.5 y en Mt 3.5, pues mucha gente de toda Judea y también gente de Jerusalén iban a los bautizos de Juan. Bautizos que al parecer fueron una novedad, pues nadie bautizaba para redimir los pecados –los bautizos de los esenios qumranitas se hacían a diario y no una sola vez en la vida como los de Juan, y no tenían el carácter cuasi sacramental que tenían los bautizos de éste; además, en la comunidad esenia se bautizaban los individuos a sí mismos, y en las orillas del Jordán el que bautizaba a los demás era el propio Juan, sumergiendo totalmente en el agua al bautizado (y no parcialmente, como se suele ver en muchas películas, como por ejemplo en El Evangelio según San Mateo de Pier Paolo Pasolini [1963]). Una vez encarcelado el Maestro también sus discípulos empezaron a bautizar. Está claro que Juan no era un esenio en general o un esenio qumranita en particular, pese a las cercanías geográficas, y pese al rechazo de ambas sectas hacia la política prorromana del Templo.

Como decíamos, tal era la fama de Juan que cuando Jesús preguntó qué decían los hombres sobre quién era él sus discípulos le dijeron que o bien Juan el Bautista, o bien el profeta Elías, o bien otro de los antiguos profetas también redivivo (Mc 8.28 y Mt 16.14). Es decir, se corría el rumor de que Jesús era Juan el Bautista; es más, incluso se llegó a rumorear que Juan el Bautista «fue resucitado de los muertos y por eso los milagros se realizan mediante él» (Mt 14.2). Por tanto más que un precursor del que sería Rey de Israel (y que, como sabemos, no lo fue, pues el vía crucis lo impidió fulminantemente), Juan fue el que movilizó a las masas para que, una vez fuese detenido y decapitado en la otra orilla del Jordán, en las mazmorras de la fortaleza de Maqueronte, por orden del tetrarca de Galilea Herodes Antipas (posiblemente bajo presión romana), Jesús tomase el relevo y empezase así su ministerio, heredando, suponemos, gran parte del discipulado del Bautista (como Pedro y Andrés). Según Flavio Josefo, «Herodes Antipas empezó a temer que la gran capacidad de Juan para persuadir a la gente podría concluir en algún tipo de revuelta, ya que la gente parecía animada a hacer cualquier cosa que él aconsejase» (Antigüedades de los judíos, XVIII 5.2)

Desde el primer versículo Marcos habla de los bautizos de Juan en un lugar de tránsito hacia la tierra prometida, «en el desierto», a las orillas de la cuenca sudoriental del Jordán, lugar muy simbólico, pues desde allí –cuenta la leyenda– los antiguos israelitas, encabezados por Josué tras la muerte de Moisés, cruzaron el Jordán para conquistar la «tierra prometida» (Jos 3-4); también en ese mismo lugar ascendió hacia el cielo Elías en un carro de fuego (2 Re 2.1-18), pareciendo de este modo la figura del Bautista como el Elías que ha bajado de las alturas celestiales para anunciar la venida del Reino (Mal 3). Según el Cuarto evangelio, Juan bautizaba en Betania (Jn 1.28), y después «en Ainón cerca de Salim» (3.23), recorriendo una especie de itinerario. En la cristología avanzada de este evangelio, el Bautista da testimonio de que Jesús «es el Hijo de Dios» (1.34), cosa absurda e impensable para el Bautista histórico.

Si lo primero que hace el primer evangelista, Marcos, es narrar la predicación del Bautista ello es un indicio de la importancia de la figura del Bautista. Mc 1.6 –y también Mt 3.4– nos dice que «Juan vestía pieles de camello y un cinturón de piel alrededor de su cintura y comía saltamontes y miel silvestre». Actitud muy propia de los judíos rebeldes, como por ejemplo Judas el Macabeo, el cual «era uno de los diez que se habían retirado a un lugar desierto, pasaba la vida con los suyos en los montes, entre las fieras, alimentándose de yerbas, a fin de no tener parte en las profanaciones [del Templo por Antíoco IV Epífanes en el año 167 a.C.; y, en el caso del Bautista, como en el de los esenios, el retiro se debía a no formar parte del Templo saduceo y en menor parte fariseo colaboracionista de Roma]» (II Mac 5.27). Es posible que Juan fuese descendiente de la dinastía asmonea, dinastía que se impuso en Judea tras la revuelta de Matatías y sus hijos, entre ellos este Judas el Macabeo, contra los seleúcidas y su política impía de helenización; aunque nada es seguro.

Es muy probable que Juan fuese el maestro de Jesús, y no su «mensajero» para que se cumpliese ad hoc la profecía de Isaías: «voz del que grita en el desierto; preparad el camino del Señor. Haced francos sus caminos» (Mc 1.3). No lo ve así el protestante César Vidal (2010: 34), para el cual Jesús fue bautizado por Juan «en algún momento del año 26 d.C. [probablemente fue algo después, entre el 28 y el 29 d.C., como hemos señalado]. Sin embargo no parece que Jesús formara parte de su grupo de seguidores». Si es verdad, como pensamos contra César Vidal, que el Bautista era el maestro del Nazareno, sería interesante que nos parásemos a estudiar las palabras del maestro para conocer un poco mejor cuál era el verdadero pensamiento del discípulo y contra quién iba dirigido.

En las severas palabras del Bautista se ve todo el rencor que las masas piadosas judías tenían hacia los romanos y sus colaboradores, es decir, los saduceos, los herodianos y algunos fariseos. Dice el Bautista: «Arrepentíos, pues ya está cerca el reino de los cielos. Pues este es el anunciado mediante Isaías» (Mt 3.2-3). Jesús dice las mismas palabras que el Bautista en Mt 3.17: «Arrepentíos, pues está cerca el reino de los cielos [en la tierra]». La predicación del Bautista estaba pensada contra la aristocracia sacerdotal colaboracionista de Roma. Juan predicaba así el perdón de los pecados situándose al margen del Templo, haciendo que el enfrentamiento contra las autoridades centrales del judaísmo estuviese más que servido: «Cría de serpientes [prefiero la traducción que reza «raza de víboras»], ¿quién os mostró en secreto a huir de la ira venidera? Dad en consecuencia un fruto digno de arrepentimiento y no penséis en deciros: "Tenemos como padre a Abrahán". Pues os digo que Dios es capaz de hacer surgir de estas piedras hijos de Abrahán» (Mt 3.7-9). Y continúa con severas amenazas: «el hacha ya se encuentra junto a la raíz de los árboles; es más, todo árbol que no da fruto bueno es talado y arrojado el fuego» (v. 10). Y concluye con proclamas escatológicas justicieras: «Yo os bautizo mediante agua para arrepentimiento, pero quien viene tras de mí es más poderoso, cuyas sandalias no soy capaz de llevarle; él os bautizará mediante Espíritu santo y fuego; en cuya mano está el bieldo y dejará limpia la era y reunirá el trigo en su granero, pero la paja la quemará en un fuego inextinguible» (vv. 11-12). Estas palabras guardan un rencor impresionante, totalmente en la línea de la literatura intertestamentaria escatológica y apocalíptica, donde la fantasía judía especulaba con una batalla final en la que Yahvé haría vencedores a los judíos piadosos frente a los romanos y sus aliados a través del liderazgo del Mesías (o de un ángel de Yahvé). El Bautista le enseña a sus correligionarios que ser hijos de Abrahán no es suficiente para escapar de la cólera del Señor en el último día; eso no era, por tanto, una garantía soteriológica, pues Dios hará milagros aquel día y podrá sacar hijos de las piedras (pero sospechamos que no se trata de algo dicho por el Bautista histórico, pues esas piedras que se convertirán por la Gracia divina en hijos de Abrahán parece referirse a los gentiles de la predicación paulina, pero el Bautista está a años luz de eso y sólo le predicaba a los judíos circuncidados y practicantes de la Torá). Así, «dejará limpia la era» significa que el Mesías, junto al poder del Señor de los Ejércitos, arrasará a las tropas extranjeras; «reunirá el trigo en su granero» significa que el Ungido de Yahvé será Rey de los judíos en la Tierra prometida porque Dios les ha entregado el Reino, un Reino de hartura material y por añadidura espiritual; su trigo es el pueblo elegido (los fieles y celosos de Yahvé), el granero es el Reino, el Reino de David, un Reino en la tierra bajo la soberanía absoluta de Yahvé.

El discurso de Juan, si bien teñido de cristianismo por el hecho de que los evangelistas lo ponen como un profeta que anuncia la llegada de Jesús, subordinándose por tanto a éste, confirma la esperanza emancipadora apocalíptica de la que estaban sumergidos los judíos de su época. Una redención sólo apta para los elegidos de Yahvé, el cual gobernará colocando a su Rey en su trono para implantar el despotismo teocrático por todo el orbe: «Dijo el Señor a mi señor: Siéntate a mi derecha hasta que ponga a tus enemigos bajo tus pies» (Mt 22.44 y Sal 110.1). El magisterio escatológico y severo de Juan fue recogido por Jesús y así lo muestran los evangelios: «Todo árbol que no dé fruto bueno, es talado y arrojado al fuego» (Mt 7.19), exactamente lo mismo que dijo el Bautista, como hemos comentado, en Mt 3.10. Y también palabras muy parecidas a las de su maestro se pueden leer en la parábola de la cizaña y el trigo: «Dejad que crezcan ambos juntos hasta la siega, y en el momento de la siega diré a los segadores: recoged primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo reunidlo en mi silo» (Mt 13.30). El futuro Reino sólo entrarán aquellos que realicen la voluntad de Dios: «No todo el que diga: "Señor, Señor", entrará en el reino de los cielos, sino quien haga la voluntad de mi Padre que está en los cielos» (Mt 7.21). En todo caso para los gentiles sólo habrá las migajas de ese Reino, pues el Mesías no fue envidado «salvo a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 15.24), porque «No es bueno tomar el pan de los hijos para arrojarlo a los cachorros [otras traducciones escriben «perros», que era la forma de llamar despectivamente a los gentiles que tenía Jesús]» (v. 26), pero estos, como le dice la mujer cananea de las regiones de Tiro y Sidón, «comen de las migas caídas de la mesa de sus señores» (v. 27).

Así como Judas el Galileo, Juan el Bautista fue uno de los ideólogos que predicaron en pos de la utopía redentora judía. Juan abrió, efectivamente, el camino a Jesús, legándole gran parte de su discipulado y enseñándole estas doctrinas para las cuales era preciso arrepentirse para estar preparado para el día escatológico en el que Yahvé intervendría con sus ángeles y vencería en el campo de batalla al enemigo público de Israel, como se lee en los libros de los Macabeos. El mensaje sinóptico del Bautista no oculta las intenciones políticas de los judíos de la época. Si el tiempo se había cumplido entonces los judíos fanáticos tenían que reclutar como «pescadores de hombres» todo un ejército de «arrepentidos» por su infidelidad a Yahvé, para que así, consagrados a Dios, llegase su Reino (como rezaba el Padrenuestro, probablemente pronunciado por el Bautista, como se afirma en Lc 11.1) con la fe puesta en un combate final (escatológico) contra los ocupantes que, junto a la inestimable ayuda de sus colaboradores, imponían su propio reino: el Imperio de los césares, el enemigo que debería de estar a los pies del Sacro Imperio Judaico.

Como hemos visto, una vez encarcelado el Bautista, lo que hizo Jesús fue heredar parte de sus discípulos, pero no a todos, ya que en Mt 11.2-4 leemos que el Bautista seguía teniendo discípulos, luego algunos de estos no se habían unido al grupo de Jesús. Como dijimos arriba, el hombre famoso de su época no era Jesús de Nazaret sino Juan el Bautista. Sin la figura del maestro no se entiende el ministerio del discípulo; quiero decir, sin el Bautista no se entiende al Nazareno y su obra; por tanto es razonable enmarcar a Jesús dentro del cuadro ideo-teológico del Bautista. Si Jesús fue alguien fue porque heredó parte del discipulado del Bautista; no todos los discípulos, pero sí un buen número que seguía al Bautista, porque lo consideraban un auténtico profeta como decía Caifás, y era por tanto una personalidad carismática que se ganaba a la gente (sobre todo algunos judíos que no estaban adherido a ninguna secta, aunque algunos saduceos y fariseos iban a bautizarse, según leemos en Mt 3.7, cosa bastante improbable a no ser que estuviesen profundamente arrepentidos y creyesen de verdad en el carisma de Juan). Para heredar dicho discipulado, Jesús también debió de ser considerado como un profeta carismático, y después lo empezaron a considerar el mismísimo Mesías. Por tanto, pienso que sería razonable sostener que si Jesús tuvo un cierto éxito –pese al fracaso del inesperado fiasco del vía crucis cuando decidió de una vez por todas que su ministerio no iba a ser simplemente profético sino mesiánico– es porque supo de algún modo ganarse la simpatía de un discipulado que creía en Juan como verdadero profeta carismático, y algunos vieron ese carisma en Jesús y otros no. Además, es probable que hubiese competencia entre los discípulos de Juan y el nuevo grupo encabezado por Jesús, e incluso tras la crucifixión de Jesús seguía existiendo esa rivalidad entre los seguidores del Bautista y los del Nazareno como leemos en Hch. 19.1-7: «Y aconteció que mientras Apolo estaba en Corinto, Pablo, habiendo pasado por las regiones superiores, vino a Éfeso, y hallando a ciertos discípulos, les dijo: ¿Recibisteis el Espíritu Santo cuando creísteis? Y ellos le dijeron: Ni siquiera hemos oído que hay Espíritu Santo. Entonces les dijo: ¿En qué, pues, fuisteis bautizados? Y ellos dijeron: En el bautismo de Juan. Y Pablo les dijo: Juan bautizó con el bautismo de arrepentimiento, diciendo al pueblo que creyesen en Aquél que vendría después de él, esto es, en Cristo Jesús. Cuando oyeron esto, fueron bautizados en el nombre del Señor Jesús. Y habiéndoles impuesto Pablo las manos, vino sobre ellos el Espíritu Santo; y hablaban en lenguas, y profetizaban. Y eran por todos unos doce hombres».

Con su discipulado –como digo, una parte que heredó del discipulado del Bautista, otra incluso iba en contra de Jesús y es de suponer que estaría encabezada por alguien que desconocemos– huyó por las aldeas de Galilea, y no por sus ciudades, porque éstas estaban llenas de paganos y herodianos, lo cual era el caso de urbes importantes como Séforis o Tiberíades (según Mc 1.39, Jesús predicó en todas las sinagogas de las aldeas de Galilea). En la película de Emilio Ruíz Barrachina, El discípulo (2010), el sermón de la montaña no es en una montaña (como dice Mateo) o en una llanura (como dice Lucas), sino en la cárcel, visitando a Juan el Bautista. Si leemos dicho sermón con detenimiento caemos en la cuenta que es un discurso para presos políticos y no para sus discípulos: «Felices los que han sido perseguidos a causa de la justicia [romana y herodiana], porque suyo es el reino de los cielos» (Mt 5.10). No creo que Jesús lo predicase allí mismo en presencia de Juan y los demás presos políticos (no comunes). Aunque al parecer los vigilantes de Herodes Antipas se dejaban sobornar fácilmente. De todas maneras, es razonable pensar que el sermón trata de consolar a esos presos que han dado su vida por el Reino, y por eso mismo allí «se hartarán» (v. 6). Eso mismo les comunica Jesús a sus paisanos de Nazaret en la sinagoga de la aldea citando a Isaías: «El espíritu del Señor sobre mí, porque me ungió para dar a los pobres la buena noticia; me ha enviado para anunciar a los cautivos su liberación y a los ciegos la vista, y para liberar a los oprimidos, para anunciar el año de gracia del Señor» (Lc 4.18-19).

El ministerio de Jesús empezó cuando éste tenía «treinta años» (Lc 3.23) y «después de que Juan fuera entregado» (Mc 1.14). Posiblemente los «cuarenta días tentado por Satanás» (Mc 1.13) fuesen cuarenta días (más o menos) durante los cuales Jesús y el resto de discípulos de Juan huyesen del tetrarca de Galilea y Perea, Herodes Antipas («esa zorra» como le llama Jesús en Lc 13.32), desperdigándose así el grupo, cosa que Jesús logró en parte remediar; pues tras esos cuarenta días es posible que el Nazareno cohesionase el grupo bajo su liderazgo y marchase con el resto del discipulado del Bautista a las aldeas de Galilea. Según los evangelios, Jesús empezó a predicar la buena nueva del Reino de Dios en Cafarnaún, y es posible que fuese allí, como apunta César Vidal (2010: 49), «donde Jesús comenzó a convertir su difuso, y seguramente muy escaso, grupo de seguidores en otro más compacto». No obstante, Cafarnaún fue un lugar que condenó el Nazareno según se lee en Lc 10.15 y en Mt 11.23-24: «Y tú, Cafarnaún, ¿serás elevada hasta el cielo? Bajarás hasta el Hades; porque si en Sodoma hubieran tenido lugar los milagros ocurridos en ti, se mantendrían hasta hoy. Pero os digo que más llevadero será para la tierra de Sodoma en el día del juicio que para ti». Jesús y sus discípulos no predicaban en las ciudades porque éstas estaban llenas de paganos «impuros» y de herodianos que podrían localizarlos y llevarlos a la fortaleza de Maqueronte para decapitarlos, corriendo de este modo la misma suerte que el maestro Bautista. De este modo, perseguido por los herodianos, Jesús salió del desierto y puso en marcha su particular proyecto político-religioso-escatológico-apocalíptico-mesiánico-davídico que acabó trágicamente en el Gólgota.

Leemos en Mc 1.14: «Después de que Juan fuera entregado…», es decir, el evangelista narra primero los «cuarenta días en el desierto», cosa muy relacionada con la experiencia histórica del pueblo de Israel, y después, tras esa cuarentena, pone en marcha la aventura mesiánica de Jesús, a raíz de la detención y consiguiente decapitación de su maestro Juan el Bautista.

Si Jesús era Dios, o el Hijo de Dios, el bautismo para la purificación de los pecados suponía un problema, ¿cómo un ser divino podía ser bautizado para que se borrasen sus pecados si la divinidad por definición carece de pecado? Marcos presente el bautismo del Nazareno de forma sencilla, aunque con el elemento milagroso y numinoso de la paloma descendiendo sobre Jesús junto a la voz de Dios: «Y por aquellos días vino Jesús de Nazaret de Galilea y fue bautizado en el Jordán por Juan. Y en cuanto salió del agua vio que los cielos se hendían y que un Espíritu como una paloma bajaba hacia él; y una voz surgió de los cielos: "Tú eres mi hijo amado, en ti me he complacido» (1.9-11). En Marcos es justo en el momento de bautismo donde Jesús es proclamado Hijo de Dios.

Como observa Antonio Piñero, Mateo «cae ya en la cuenta del problema teológico que suponía el que un ser sin pecado, Jesús, hubiera recibido el bautismo para remisión de los pecados por parte de Juan. Entonces enriquece la historia con un diálogo justificativo entre Juan Bautista y Jesús»: «Entonces se presenta Jesús desde Galilea en el Jordán ante Juan para ser bautizado por él. Y Juan se lo impidió diciendo: "¿Yo tengo necesidad de ser bautizado por ti, y tú vienes a mí?". Y respondiéndole, le dijo Jesús: "Déjalo inmediatamente, pues así es propio que cumplamos toda justicia". Entonces lo dejó» (3.13-15). También en esta ocasión se pronunció el cielo diciendo: «Este es mi hijo amado, en quien me complazco» (v. 17). Si Juan vio el cielo abierto y oyó la voz de Dios refiriéndose a Jesús diciéndole «Este es mi hijo amado», ¿por qué después duda de la mesianidad de Jesús? Por qué después duda en la cárcel preguntándole a través de sus discípulos (los cuales, por cierto, parece que no se unieron al grupo de Jesús): «¿Eres tú el que va a venir [es decir, el Mesías que restauraría Israel] o esperamos a otro?» (11.3). Para Mateo Jesús es divino en el momento del nacimiento, ya desde que nace es «Dios entre nosotros» (1.23).

Sostiene Piñero que Lucas «arregla aún más el cuadro. En primer lugar, antepone cronológicamente a la escena del bautismo de Jesús la encarcelación de Juan Bautista (3,19-20), de modo que cuando llegue para Jesús el momento de ser bautizado, Juan se halle en la cárcel. Implícitamente el lector debería obtener la consecuencia de que Juan no pudo bautizarlo. Inmediatamente después del encarcelamiento, Lucas describe la escena del bautismo, sin nombrar a Juan»: «Herodes, el tetrarca, injuriado por él respecto a Herodías, mujer de su hermano, y respecto a todo lo perverso que hizo Herodes, añadió esto a todo y encerró a Juan en la cárcel. Y sucedió que mientras bautizaba a todo el pueblo, y al ser bautizado Jesús y cuando rezaba, se abrió el cielo…» (3.19-21). Para Lucas, como en Mateo, Jesús es Hijo de Dios desde que es concebido en el vientre de María (1.35). Sin embargo, en los Hechos se dice, por boca de Pedro, «que Dios también hizo Señor y Cristo a este Jesús que vosotros crucificasteis» (2.36), es decir, Dios «glorificó a su hijo» (3.13) tras la crucifixión (ésta muy posiblemente era la posición de la Urgemiende, aunque para la iglesia-madre Jesús no era el hijo de Dios, concepción que les era extraña, sino simplemente Mesías de Israel que resucitado vendrá con poder y gloria para restaurar el Reino davídico).

Juan –continúa Piñero– «omite por completo la escena del bautismo y se limita a referir el testimonio de Juan Bautista sobre Jesús»: «Al día siguiente se ve que Jesús se acerca a él y dice: "Mirad, el cordero de Dios que quita el pecado del mundo [es decir, es Jesús como cordero de Dios el que quita los pecados, y no Juan con sus bautizos]. Este es aquel que quien dije: Detrás de mí viene un hombre que ha nacido antes que yo, porque era anterior a mí. Y yo no lo conocía, sin embargo, para que se mostrara a Israel, para eso vine yo a bautizar mediante agua [es decir, no para quitar los pecados, sino para anunciar la llegada de aquél que sí los quita]» (1.29-31). Por eso el mismo evangelista le hace decir más adelante al Bautista: «Es preciso que él medre y yo venga a menos» (3.30). Para Juan, Jesús es Hijo de Dios desde antes de la creación del mundo: «En el principio estaba la Palabra, y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios» (1.1), es decir, Jesús como logos era preexistente: «Yo estoy antes de que Abrahán naciera» (8.58).

Y concluye Piñero: «El lector puede observar cómo un problema teológico, el bautismo de un personaje que se piensa sin pecado, Jesús, se va arreglando por medio de una reelaboración progresiva de la historia, hasta llegar al Cuarto Evangelio, que evita el problema omitiéndolo. Su autor no sólo elude la cuestión, sino que pone en boca de Juan Bautista unas palabras sobre quién es realmente Jesús, propias de su teología, es decir, sólo concebibles en momentos ulteriores de la vida del grupo cristiano, a saber, cuando ya era firme la creencia en la resurrección de Jesús» (Piñero, 2011: 156-157).

2. Jesús frente Poncio Pilato: la utopía del Reino de Yahvé, o Sacro Imperio Judaico, frente a la Realpolitik del Imperio Romano

Poncio Pilato fue el prefecto de la provincia de Judea desde el año 26 al 36 d.C., alzado al poder por el antisemita Sejano (valido del Emperador Tiberio). Antes de él, tras el relativamente breve gobierno del hijo de Herodes el Grande, Arquelao, como etnarca de Judea, Samaria e Idumea (4 a.C-6 d.C.), fueron prefectos de Judea Ambíbulo (9-12 d.C), Rufo (12-15 d.C.) y Grato (15-26 d.C.). Pilato no solía llevar su autoridad de mano de hierro desde Jerusalén sino desde Cesarea Marítima, la cual desde el 13 a.C. la transformó Herodes el Grande en capital civil y militar de Judea. Sin embargo, cuando llegaba la Pascua Pilato iba a supervisar y a imponer el orden en la peligrosa Jerusalén, alojándose en la ciudadela de Herodes. El peligro de la ciudad en esa fecha se debía a los –según Josefo– dos millones y medio de peregrinos –procedentes de lugares tan dispares como Partia, Babilonia, Chipre o Libia– que llegaban a la ciudad, si bien es posible que la cifra sea una exageración del historiador judeorromano.

La curiosa «entrevista-juicio» que tuvo Pilato con Jesús fue en el Praetorium, lugar situado en la elevada plataforma del exterior de la ciudadela de Herodes, que a la sazón era el cuartel general de los romanos. Según los cuatro evangelios canónicos, Pilato consideró a Jesús «justo», diciendo: «soy inocente de esta sangre; vosotros veréis» (Mt 27.24). A lo que los judíos (ya no sólo la aristocracia sacerdotal sino, esquizofrénicamente, la misma gente que lo recibió entusiásticamente el Domingo de Ramos, dando a entender el evangelista que Jesús no era el Mesías marcial esperado por las masas judías) terminaron diciendo: «¡Su sangre sobre nosotros y nuestros hijos!» (v. 27). De este modo, Pilato queda en los evangelios como un estúpido, como un bobo que no se entera de las circunstancias y no sabe qué hacer con el Nazareno, dejando al pueblo elegir, como si la crucifixión del visionario de Galilea fuese un plebiscito democrático o algo por el estilo. Más increíble aún es cuando Pilato le dice a los judíos, refiriéndose a Jesús, «Tomadlo vosotros y crucificadlo» (Jn 19.6), como si los judíos tuviesen potestad para crucificar (castigo ejemplar que los romanos llevaban a cabo contra los sediciosos) y no lapidasen a los que consideraban blasfemos, aunque, al fin y al cabo, la blasfemia tenía repercusiones políticas (aunque no es nada seguro si el Sanedrín tenía potestad para condenar a muerte a cualquier judío que blasfemase).

Parece claro que los evangelios, empezando por el de Marcos, eran, como sostiene S. F. G. Brandon, una apología ad christianos romanos. En ellos no podían sentenciar a Pilato y a Roma como los asesinos de Jesús, pues sus intenciones consistían en divulgar en la conciencia popular (las masas populares paganas del Imperio Romano junto a los «temerosos de Dios») una nueva religión de salvación, siendo el mensaje original de Jesús –la independencia de Israel en un utópico Reino escatológico y apocalíptico pero en la tierra– completamente suprimido. También el libro de los Hechos señala como cosa importante la inocencia de Pilato en 3.13: «El Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob, el Dios de nuestro padres, glorificó a su hijo Jesús al que vosotros entregasteis y negasteis ante Pilato, que resolvía dejarlo libre».

En Juan Jesús dice que su Reino «no es de este mundo» (18.36), a lo que Pilato tendría que haber respondido: «¡Por supuesto que no!» (eso fue lo que le dijo el actor David Bowie en el papel de Poncio Pilato en la película La última tentación de Cristo de Martin Scorsese [1988]). Después Pilato le pregunta qué es la verdad, dando el Nazareno la callada por respuesta. Si los evangelios son textos revelados por Dios a los hombres, ¿por qué no revelaron el significado de la verdad? Y para más inri (nunca mejor dicho) Pilato colocó en la cabecera de la cruz la inscripción Iesus Nazarenus Rex Iudearoum, «Jesús de Nazaret Rey de los Judíos» (19.19). La inscripción de la cabecera de la cruz que, según Juan la escribió el mismo Pilato («He escrito lo que he escrito», dice en 19.22 un tanto enojado), es verosímil; pues los romanos tenían la costumbre de escribir la causa por la que el reo era crucificado: la razón de la mors aggravata. Reos como Jesús eran castigados por una ley denominada técnicamente Lex Julia lesae maiestatis, que significa «Ley Julia acerca de la majestad ofendida», ley que empezó a promulgarse en tiempos de Augusto (aunque también se denominaba laesa maiestas populi romani); la cual, por cierto, tenía un componente religioso, debido al culto al Emperador como autoridad religiosa. Condenas que se llevaban a cabo o bien en la hoguera, o bien en el circo en lucha contra las fieras o bien con la crucifixión pública.

Evidentemente, si Jesús hubiese logrado sus propósitos, Pilato sería liquidado. Luego Pilato condenó a Jesús siendo eso su deber, pues las intenciones de Jesús consistían en restaurar el Reino de David y expulsar la ocupación extranjera, cosa que como es evidente no interesaban a Pilato. El prefecto se lavó las manos; pues, como bien nos informan Filón de Alejandría y Flavio Josefo, era bastante cruel con los rebeldes judíos, y más siendo galileos, siendo tildado por Herodes Agripa en una carta a su amigo el Emperador Calígula como un político de «un carácter inquebrantable y despiadadamente duro», cuyo gobierno estuvo caracterizado por «la corrupción, la violencia, el robo, la opresión, las humillaciones, las ejecuciones constantes sin juicio y una crueldad ilimitada e intolerable» (citado por Vidal, 2010: 224). «Ya había provocado la indignación de los judíos cuando ordenó a sus tropas que desfilaran por Jerusalén luciendo la imangen del emperador en sus escudos. Herodes Antipas encabezó varias delegaciones en las que solicitó su retirada. Siempre "inflexible y cruel", Pilato se negó y cuando más judíos protestaron, lanzó contra ellos a su guardia, pero los delegados se echaron en tierra y dejaron su cuello al descubierto. Pilato retiró entonces las imágenes ofensivas» (Montefiore, 2012: 150-151). E inflexible y cruel también lo retratan los propios evangelios refiriéndose a los dieciocho galileos sobre los que cayó la torre en Siloé, al sur del Templo: «Se presentaron algunos en aquella ocasión que le estaban informando sobre los galileos, cuya sangre mezcló Pilato con la de sus sacrificios [a los dioses paganos]» (Lc 13.1). Por tanto, como afirma Puente Ojea, Pilato vería con buenos ojos la detención de Jesús, pues, al fin y al cabo, lo que el Nazareno quería era ocupar su puesto y, en última instancia, el puesto del César.

Por otra parte, es completamente falsa la tradición romana de soltar a un preso en pascua. En toda la historia del derecho romano no hay nada de eso. Posiblemente Barrabás fuese un terrorista zelota que estaría implicado en la «sublevación» que menciona Marcos en 15.7. Marcos dice que en la sublevación hubo asesinatos, y muy posiblemente murieron soldados romanos. En Mc 15.13 Pilato reconoce que Barrabás era «el malo». En el versículo 15 el evangelista añade que Pilato quería darle «satisfacción a la muchedumbre», cosa absurda viniendo de un prefecto tan severo contra los sediciosos como era Poncio Pilato. En Mc 15.9 Pilato le pregunta a la «muchedumbre»: «¿Queréis que os libere al rey de los judíos?». Pregunta estúpida; porque, al parecer, Pilato, según el evangelista, sabía que los sumos sacerdotes envidiaban a Jesús; y no es que lo envidiasen, sino que lo temían; pues una sublevación popular de tintes mesiánicos pondría en muy mal lugar a aquellos sacerdotes que habían colaborado con los romanos, y no sólo eso sino que este tipo de cosas harían que si no se tomasen las duras medidas oportunas los sediciosos mesiánicos calentarían el ambiente para una gran sublevación, como terminaría ocurriendo a partir del 66 con los zelotas; por eso dice el prudente Caifás (cuyo sacerdocio data del año 18 al 36) que más vale que «un hombre muera a favor del pueblo y no perezca toda la nación» (Jn 11.50). Mateo añade con respecto al relato de Marcos la participación de la mujer de Pilato, para suavizar aún más la imagen de los romanos: «Nada hay entre tú y ese justo; pues sufrí mucho hoy en un sueño a causa de él» (Mt 27.19).

La estupidez de Pilato llega al colmo en el evangelio de Lucas. En dicho evangelio vemos como los sumos sacerdotes, apoyados por un fantasioso pueblo, detienen a Jesús y lo mandan a que lo juzgue el cónsul romano. «Hemos cogido a este revolviendo a nuestra nación e impidiendo pagar los tributos al César y diciendo que él es el rey ungido [ungido de aceite según el ritual judío, como se ve en Mt 26.6-12]» (Lc 23.2). Entonces Pilato le pregunta al Nazareno si es el Rey de los judíos, y Nazareno sale con un escueto «Tú lo dices» (v. 3), y de repente Pilato no ve delito alguno, lo ve así perfectamente: ¡ve perfectamente la existencia de éste que «Solivianta al pueblo enseñando por todo Judea, comenzando desde Galilea hasta aquí» (v. 5)! Lucas dice que Pilato, al enterarse de que Jesús era galileo, lo mandó para que lo juzgase Herodes Antipa, pues el tetrarca casualmente andaba por esos días en Jerusalén, alojándose en el palacio de los asmoneos (posiblemente debido a la Pascua, pues en esta fecha todos los judíos solían visitar Jerusalén). Nada sobre Herodes dicen Marcos y Mateo, y tampoco Juan. Añade Lucas que Herodes se alegró mucho de ver a Jesús, pues había oído hablar mucho de él, «y esperaba ver algún signo hecho por él» (v. 8). Aquí Lucas se contradice con respecto a lo que dice en 13.31, donde los fariseos advierten a Jesús de la llegada de la guardia de Herodes: «En aquella ocasión se acercaron algunos fariseos para decirle: "Sal y márchate de aquí, que Herodes quiere matarte"». Pero Herodes despreció al Nazareno y lo mandó de vuelta a Pilato, presionado por los sumos sacerdotes y los escribas, porque querían que Pilato lo crucificase, cosa que no podía hacer Herodes (aunque bien es cierto que Herodes decapitó al Bautista, pero posiblemente, como dijimos, por petición romana, y en su propio territorio). Lucas afirma que después de esto Herodes y Pilato se hicieron amigos, «pues anteriormente habían estado enemistados entre sí» (23.12). En boca de Pilato el tercer evangelista escribe que tanto él, Pilato, como Herodes no hallaron culpa en Jesús y «nada digno de pena capital hecho por él» (v. 15), y tenía la intención de soltarlo una vez reprendido, pero la muchedumbre le pidió a Pilato que soltase a Barrabás, «el cual había sido llevado a la cárcel por una revuelta ocurrida en la ciudad y un asesinato» (v. 19).

Jesús se presenta como el Rey de los judíos (que inevitablemente iba contra Roma y sus cómplices) y Pilato se queda como si nada, como si el reinado de Jesús no fuese contra él ni contra el César. Pero el César y el Mesías, desde las coordenadas del Jesús histórico realmente existente, no cabían en este mundo. Parafraseando a Quinto Curcio cuando se refería a Darío y Alejandro Magno: así como el en cielo no caben dos soles ni dos dioses, en la tierra prometida no caben dos reyes. El Mesías y el César eran sin más incompatibles, en plan quien no está conmigo está contra mí, como muy bien sabía Jesús. Luego tenían razón los judíos cuando le advirtieron a Pilato: «Si liberas a este no eres amigo de César; todo aquel que se proclama rey se opone al César» (Jn 19.12), y añaden después «no tenemos otro rey que el César» (v. 15). Pero Pilato, el Pilato bobo evangélico, el Pilato de la propaganda cristiana, se lavó las manos y se desentendió del juicio, viéndolo como cosas de judíos, asuntos ajenos a la potestad de Roma, como si un judío que se presentase como el Rey de los mismos fuese ajeno a los quehaceres eutáxicos de la política imperial. Como se pregunta Puente Ojea (2001a: 171): si Pilato se comportó tal y como lo presentan los evangelios, «¿cómo habría justificado tan insensata conducta en el periódico informe que debía enviar a su emperador?». Pilato reconoció ser «inocente de la sangre de este justo» porque Roma no podía quedar como culpable; pues, como le hace decir Juan a Jesús refiriéndose a Pilato, «el que me entregó a ti tiene mayor pecado» (19.11). Por tanto, que la sangre de Jesús recayese entonces en el pueblo judío que no creyeron en él como redentor de Israel y del mundo (posiblemente el evangelista se refiere a los judíos conciliados en Yamnia, como hemos visto).

Por si fuera poco, como ya hemos visto, el tonto de Pilato hizo, según la patraña evangélica, lo que ningún político romano y posiblemente de toda la historia se atrevió a hacer: soltar gratuita y arbitrariamente a un sedicioso que conspira contra el Estado. Como ocurría en cada Pascua, según los evangelios, no ya el poder romano sino «vosotros» (Jn 18.39), los judíos, tenían la asombrosa costumbre de soltar a un preso; pero el «pueblo», que, como hemos dicho, esquizofrénicamente había apoyado a Jesús antes de su pasión –recibido triunfalmente en Jerusalén el Domingo de Ramos– decidió que habría que soltar a «un preso famoso llamado Jesús Barrabás» (Mt 27.15), el cual muy posiblemente fuese un zelota o un sicario, es decir, un judío sedicioso, según dice Lucas. Barrabás, según el propio evangelista siguiendo a Marcos y a Mateo, había participado horas antes en una revuelta en la que se había acabado con varios centuriones; luego lógicamente fue detenido por sedición y homicidio. Por tanto, Barrabás era un judío piadoso y fundamentalista declarado enemigo de Roma (hostis), no era, como se dice en Jn 18.40, un simple «bandolero» o, como dice César Vidal (2010:227), «un delincuente común» o «un simple delincuente», sino un preso político muy peligroso para el orden público. El hecho de que las exaltadas masas pidan la liberación de Barrabás muestra la popularidad del movimiento zelota por aquel entonces, aunque es cosa totalmente increíble, como se lee en Marcos, que los sumos sacerdotes soliviantasen al pueblo para que Roma soltase a Barrabás. Como sostiene Brandon, «parecería que el movimiento de Jesús y el de los zelotas convergieron en una acción revolucionaria en Jerusalén. Pues el asalto de Jesús contra la autoridad de la jerarquía en el Templo parece haber coincidido con un alzamiento zelota en la ciudad. Cualquiera que pueda haber sido la relación entre los dos ataques, Jesús fue crucificado en el Calvario entre los leistai, que eran probablemente zelotas, sus compañeros en el pago de aquella última pena por rebeldía contra Roma» (citado por Puente Ojea, 2001a: 185). Así pues, no se suelta a un reo por ser Pascua y menos si ese reo es un declarado enemigo del Imperio de los Césares. Es más, la liberación de Barrabás no está atestiguada históricamente por otras fuentes (igual que la matanza de inocentes de Herodes el Grande, que es más bien una historia teológica basada en las «vidas paralelas» de Moisés y Jesús, pues también Moisés fue perseguido desde la cuna, y el retorno de Jesús de Egipto recuerda al Éxodo, presentándose así Jesús como el nuevo Moisés, el verdadero y definitivo liberador; pero si la matanza de inocentes hubiese ocurrido, sin duda alguna Flavio Josefo nos habría informado, pero nada dice al respecto, y también es absurdo pensar en una matanza de niños por creer que uno de ellos es el Mesías).

Juan quiere hacer ver a sus lectores que la misión de Jesús no tenía nada que ver con asuntos políticos, porque su Reino estaba allende la tierra prometida y la tierra entera, en el cielo divino ultramundano situado «más allá del horizonte de las focas». Pero las intenciones del Jesús histórico fueron diametralmente opuestas a la afirmación del cuarto evangelista y a la interpretación paulina de la vida del Nazareno; pues su Reino, el Reino davídico escatológico, sólo podía ser de este mundo, en el paraíso terrenal, una vez que los judíos piadosos se arrepintiesen sinceramente de sus pecados y de sus infidelidades, y así Yahvé les ayudaría en la batalla final contra el extranjero (el Imperio Romano) y sus cómplices (saduceos y herodianos fundamentalmente) que ocupan la «tierra prometida», «la tierra donde fluye leche y miel». Luego según esta visión el Reino estaba a punto de llegar, pero no llegó el susodicho sino el tormento de la cruz para los que querían restaurarlo (Jesús y Barrabás, y posiblemente algunos más).

Me aventuro a decir, en relación con la comentada sublevación de Barrabás, que es posible que el grupo de Jesús pactase con los zelotas y juntos (solidarios frente a terceros y cuartos) intentasen la ingenua idea de implantar el Reino de Dios frente a la todopoderosa Roma. Jesús y los suyos se ocuparían de los sacerdotes en el Templo (para purificarlo) y los zelotas de los soldados romanos. Pero el Reino no llegó y los dos cuyo nombre era Jesús (Barrabás –Bar Abba: «hijo del padre»– y «el llamado el Cristo») terminaron no ya en el trono davídico y en un banquete mesiánico de hartura y regocijo material y espiritual, sino clavados con un dolor espantoso y apabullante en el tronco antimesiánico de la crucifixión. Aunque podría ser que el relato de Barrabás fuese una historia teológica (como los relatos de la infancia en Mateo y Lucas), y por tanto no sería casualidad que el nombre de Barrabás signifique «hijo del padre», así como Jesús es «el Hijo del hombre» y «el Hijo de Dios Padre», tratando así de contrastarse en el relato las figuras del Mesías de la guerra del judaísmo radical antirromano y la del Mesías de la paz evangélica que trae la buena nueva a los gentiles.

Incluso me atrevería a decir que Judas Iscariote era zelota o tenía mucha relación con ellos (o puede que fuese el hombre que sirviese de intermediario para el pacto entre las dos sectas, como podría serlo también Simón el zelota). Ya hemos dicho que la rama radical del zelotismo eran los sicarios, zelotas armados con sicas y dispuestos a dar su vida por la llegada del Reino, pues pensaban que con su valor Yahvé les recompensaría enviándoles ángeles que pondrían a los romanos en su lugar. Pues bien, «Iscariote» es la transcripción griega de la denominación latina «sicarius» (ho sikarios llamaban en tono despectivo los romanos a los zelotas), luego es posible que un discípulo de Jesús, para más inri uno de los doce, fuese un zelota de la rama más peligrosa y radical de la secta antirromana más fanática. Desde una posición apologética y protestante, como es la de César Vidal, el sobrenombre «Iscariote» deriva de «Ishkariot», lo cual significa «"hombre de Kariot", un pequeña localidad judía no lejos de Hebrón (Josué 15,25). Así Judas sería el único discípulo del grupo de los Doce procedente de Judea, mientras que los otros eran galileos» (Vidal, 2010: 101). Es posible que, una vez que los zelotas hubiesen sido derrotados por los centuriones, estos atrapasen a Judas y, como hombre adherido a las dos sectas, les soplase quién era Jesús y dónde se escondía (en el Monte de los Olivos, Getsemaní). Como dice Marcos, Judas fue con una cohorte para encontrar a Jesús, y no se va con una cohorte para buscar a un hombre o un grupo desarmado. Marcos y Mateo afirman que Judas se arrepintió y devolvió las «treinta monedas de plata» a los sumos sacerdotes porque eran precio de sangre. Pero me parece que es posible que el Iscariote no planeó su soplo con los del Sanedrín, sino con los propios romanos, y no a cambio de treinta monedas de plata, sino por salvar su vida. Una vez atrapado Jesús, Marcos dice que Judas, siguiendo con su arrepentimiento, se suicida ahorcándose. Pero si no fue como dice la Biblia –es decir, que Judas colaboró con el Sanedrín y se arrepintió terminando en el suicidio– sino colaborando con los romanos directamente, entonces es posible que, una vez en desarme y cautivo el «ejército» galileo, las tropas imperiales se deshiciesen de Judas ahorcándolo, ante las quejas y súplicas de un Judas que dio su palabra: «Nosotros también damos nuestra palabra: Roma no paga a traidores», como se ve en la película Emilio Ruíz Barrachina El discípulo. Aunque bien mirado, para la realización del dogma de la muerte vicaria de Jesús por los pecados de los hombres, hay que darle la razón al cura de la película española El día de la bestia dirigida por Alex de la Iglesia (1995) cuando sostiene que «hay que ser como Judas, hay que traicionar a Cristo para que la salvación sea posible».

Puede también que lo que se relata sobre Judas sea más bien una historia teológica, pues se cita al profeta Zacarías (11.13) y al Éxodo (9.12), para que así se cumpliesen las escrituras: «Y tomaron treinta monedas de plata, el pago del vendido al que vendieron de los hijos de Israel, y las dieron para el Campo del alfarero, según me ordenó el Señor» (Mt 27. 9-10). Aunque Judas también viene a representar al pueblo Judío, el pueblo que traicionó a su Mesías, el «pueblo deicida» (el pueblo de los que se reunieron en Yamnia y condenaron a los cristianos como herejes incorregibles).

3. La tragedia del Gólgota y el mito de la resurrección

La crucifixión era el castigo ejemplar que Roma daba a los sediciosos, la condena más vergonzosa y humillante. Pero la misma no fue un invento romano: tuvo su origen con Dario el Grande, y fue adoptada por los griegos; «Alejandro Magno crucificó a los tirios; Antíoco Epífanes y el rey judío, Alejandro Janeo, crucificaron a los jerosolimitanos rebeldes; los cartagineses crucificaron a los generales insubordinados; y en el año 71 a. C., Craso celebró su victoria sobre Espartaco crucificando a seis mil esclavos rebeldes a lo largo de la Vía Apia» (Montefiore, 2012: 153).

Roma no crucificaba a un sujeto por las buenas, gratuita y arbitrariamente. Si Jesús fue crucificado es porque había un buen motivo. Y en realidad el único motivo que había para crucificar a un sujeto era el de ser condenado por sedición. Luego Jesús fue un sedicioso, y eso lo sabemos con seguridad, pues precisamente el dato más seguro que conocemos sobre Jesús es que fue crucificado. Ahora bien, la crucifixión es un procedimiento demasiado cruel. Quizá con decapitarlo como a su maestro Juan el Bautista hubiese sido suficiente; aunque no niego que, para la perseverancia de la eutaxia de esta conflictiva provincia del Imperio, un buen escarmiento a aquellos que se rebelasen contra Roma pudiese servir de ejemplo para atemorizar a los fanáticos (quizá así el temor a Roma fuese más potente que el temor a Yahvé). Si alguien osaba sublevarse contra Roma lo iba a pagar con la muerte tras el más horroroso de los suplicios, tal y como se hizo con los citados seis mil esclavos rebeldes encabezados por Espartaco. Sujetos de sedición como Jesús el Nazareno de Galilea eran aparentemente poca cosa para ese gran Imperio generador que no cazaba moscas, pero potencialmente eran un peligro; 30 años después ese peligro se actualizó y terminó con todo el pueblo; justo lo que lo que Juan le hace decir al sumo sacerdote Caifás como justificación para la detención y entrega de Jesús a manos de las autoridades imperiales: que «un hombre muera a favor del pueblo y no perezca toda la nación» (11.50). Era necesario crucificar a Jesús; y aunque a nosotros el hecho de crucificar a alguien pueda resultarnos excesivamente cruel, que sin duda lo es, para la pax romana supuso un sacrificio prudente.

Aun así, los evangelios tratan de inculpar a Roma, como si la crucifixión del Nazareno no hubiese sido una cuestión de eutaxia estatal sino un ajuste de cuentas intrajudío por un asunto de blasfemia (aunque, como hemos dicho, la blasfemia también tenía repercusiones políticas). El Nazareno –pese a Lc 23.2– no es retratado como sedicioso sino como blasfemo, cosa impensable si se trata de un judío tan piadoso tal y como hemos visto; y si hubiese sido blasfemo entonces no se le hubiese condenado a cargar con su cruz, sino que hubiese sufrido la lapidación, como fue el caso de Esteban (Hch 6.8-7.60).

Los reos de crucifixión no eran bajados de inmediato tras su muerte, sino que seguían colgados en el madero hasta podrirse y ser pasto de los buitres.

Hay que tener en cuenta, y esto está en Marcos –y también en Mateo–, que el primero en corroborar la filiación divina de Jesús fue un centurión romano, cuando dijo, una vez muerto: «Verdaderamente este hombre era hijo de Dios» (15.39). Pero, a decir verdad, como bien se constata en el versículo 34, el Nazareno estaba sufriendo no sólo físicamente sino también moral y psicológicamente. Y si no, cómo se explica aquello de: «¡Dios mío, Dios mío, ¿por qué me abandonaste?», versículo que es una cita del Salmo 22, salmo escatológico en que se proclama la restauración del Reino de Israel sobre sus enemigos: «Se acordarán, y se volverán a Yahvé todos los confines de la tierra, y todas las familias de la naciones adorarán delante de ti [eso significaría el final de la idolatría y del paganismo y sus reinos]. Porque de Yahvé es el reino [el Sacro Imperio Judaico], y él regirá las naciones». Y esos eran los planes y programas del Nazareno que terminaron clavados en el Gólgota. Como dice el salmista: «He sido derramado como aguas, y todos mis huesos se descoyuntaron; mi corazón fue como cera, derritiéndose en medio de mis entrañas. Como un tiesto se secó mi vigor, y mi lengua se pegó a mi paladar, y me has puesto en el polvo de la muerte» (vv. 14-15). De este modo, Jesús sufrió en su calvario el azote inmisericorde del paganismo, y en con semejante fracaso entregó su alma a Dios. (Quiero decir que se murió).

Jesús contaba con el Reino, la crucifixión no entraba en sus cálculos, jamás contó con su calvario, y su crucifixión jamás tuvo un sentido soteriológico para la humanidad, cosa de la que el primero en extrañarse sería el Nazareno mismo. Lo último que podría hacer colgado en la cruz es salvar a la humanidad de sus pecados. Jesús esperaba el Reino y se encontró con Roma y la crucifixión; después, en su nombre, se esperaría la parousía y vino la Iglesia, una institución postapostólica instalada en el seculum y hecha para durar en la tierra; una Iglesia mundana y desescatologizada que otorgaba los sacramentos para la salvación siendo así una maquinara burocrática-sacramental cuyo pecador sería todo aquel que no obedeciese al poder imperial, justo lo contrario de lo que pensaba el Nazareno, para el cual el pecador era el que se sometiese al poder romano. De modo que los finis operantis de Jesús, lo que el Nazareno se proponía, sus intenciones subjetivas (aunque moldeadas desde la plataforma ideológica de la locura objetiva del mesianismo judaico que se venía cociendo en Israel desde hacía cuatro siglos y que funcionaba a toda máquina in medias res en el siglo I), es decir, los planes y programas del visionario de Nazaret basados en las anamnesis del judaísmo apocalíptico, se opusieron a los finis operis. Dicho de otro modo: los fines objetivos de su acción por la aldeas de Galilea y por Jerusalén se encarnaron de manera inesperada en la tragedia del Gólgota, tragedia que transformó la obra de Jesús en el mito oscurantista y confusionario de un sacrificio vicario por toda la humanidad que liberaría a ésta del Pecado Original de Adán y Eva en el Paraíso; algo que estaba a años luz de las prolepsis del Nazareno, que no consistían en morir en la cruz para un sacrificio vicario, «porque es maldito de Dios el que está colgado del madero» (Dt 21.23), sino en triunfar con el auxilio divino contra las tropas romanas e inaugurar el Reino; pero aunque Jesús no hubiese sido sacrificado «¿no habría que concluir que su vida sólo fue un pseudo sentido, o un contrasentido?» (Bueno, 1996b: 415).

He aquí un ejemplo claro de que los finis operantis y los finis operis nunca coinciden completamente, porque la historia no es un proceso autodirigido por el hombre, el cual no puede tomar las riendas del destino, por así decir, y conquistar las claves de su autodirección, dada la biocenosis realmente existente que entreteje la dialéctica de clases y la dialéctica de Estados en la que no cabe la armonía ni el consenso universal. Como dice Puente Ojea (2007: 177): «El Mesías esperado y aclamado acaba su vida en la Cruz como reo de sedición. Un Mesías humillado, fracasado en cuanto al cumplimiento de su oráculo mesiánico, no era un Mesías. Mesianidad y triunfo eran notas indisolubles de un mismo concepto, de una misma fe. Sólo una hermenéutica audaz, e inverosímil en el seno del judaísmo, podía funcionar como respuesta, pero esta respuesta transmutaba radicalmente la fe del propio Nazareno mientras vivió y de los que le seguían». Pablo, desde su teología de la cruz, soluciona la maldición del que cuelgan en el madero de Dt 21.23 afirmando que Jesús, como Hijo de Dios, en su sacrificio en la cruz asume la maldición de la Ley, porque dicho sacrificio significaba precisamente la liberación de la maldición de la Ley, porque ésta esclaviza a los hombres. Pablo cita Dt 21.23 en Gál 3.13 afirmando que Cristo, al redimir a los hombres de la «maldición de la Ley» se hizo «por nosotros objeto de maldición». «San Pablo, cuando persigue a Cristo en la Iglesia, comprende que la cruz no es "una maldición de Dios" (Dt 21, 23), sino sacrificio para nuestra redención» (Ratzinger, 2008).

Los cuatro evangelios afirman que Jesús fue sepultado por José de Arimatea, supuesto miembro del sanedrín y supuesto rico. En Marcos José es retratado, efectivamente, como un miembro del sanedrín, y a su vez se le insinúa como partidario del grupo de Jesús, pues «estaba a la espera del reino de Dios» (15.43). En Mateo se dice ya explícitamente que José era «discípulo de Jesús» (27.57), pero no se menciona su pertenencia al sanedrín. Lucas sí menciona la pertenencia de José al sanedrín, aunque discrepó de la «decisión y hechos» (23.50) del consejo para apresar al Maestro. Y, por último, Juan hace de José, junto a Nicodemo, un discípulo oculto «por miedo a los judíos» (19.38), sin mencionar si pertenecía o no al sanedrín. Por tanto, según los evangelios, Jesús fue sepultado por este José de Arimatea, del cual no sabemos con certeza si era o no miembro del consejo del sanedrín que planeó la detención de Jesús. Sólo en Mt 27.57 se dice de José que era «un hombre rico».

El profesor Gabriel Andrade, en las páginas de El Catoblepas, da, a mi juicio, buenos argumentos para al menos dudar de la existencia de este José de Arimatea: «El historiador J. D. Crossan ha documentado que la usanza romana era no enterrar a los criminales ejecutados en la crucifixión. Los cadáveres eran bajados de la cruz y abandonados como comida para perros y aves. Crossan admite que pudo haber alguna excepción a esta regla, pero Jesús no habría sido un buen candidato para esta excepción, pues no contaba con el respaldo de alguna figura influyente que apelara a las autoridades romanas para conseguir que permitieran la sepultura. Por razones que veremos más adelante, es plausible que José de Arimatea sea un personaje ficticio, de manera tal que el cuerpo de Jesús, en ausencia de amigos influyentes, habría sido abandonado y devorado por animales». Y continúa: «Si Jesús no fue enterrado, o fue enterrado en una fosa común, ¿cómo podríamos explicar los relatos sobre José de Arimatea? Quizás sean ficticios, un añadido posterior; e incluso, quizás José de Arimatea no sea un personaje real; habría sido inventado para paliar la humillación de un entierro en una fosa común, o el haber sido devorado por los perros. Nuestra fuente más temprana, Pablo, da testimonio de que el cuerpo de Jesús fue enterrado, pero no menciona nada respecto a José de Arimatea y su tumba. Esto podría ser un indicio de que la historia sobre José de Arimatea habría sido un añadido posterior, pues aparece por primera vez en el evangelio de Marcos, escrito unos veinte años después de las epístolas de Pablo, y unos cuarenta años después de la crucifixión» (Andrade, 2010: 102).

Efectivamente, el primero que escribe sobre el entierro de Jesús es Pablo en I Cor 15.4. Aquí dice el tarsiota que Jesús «fue sepultado», pero no especifica si fue en una tumba particular o en una fosa común (tampoco menciona a José de Arimatea). A continuación, de los versículos 5 al 8, dice que tras resucitar «se apareció a Cefás [es decir, a Pedro], y después a los once Apóstoles. Posteriormente se dejó ver en una sola vez por más de quinientos hermanos juntos, de los cuales, aunque han muerto algunos, la mayor parte viven todavía. Se apareció también a Santiago, y después [otra vez] a los Apóstoles todos. Y a mí, como a abortivo, se me apareció después que a todos». Vemos cómo Pablo no menciona a ninguna mujer en las primeras apariciones (sin querer negar con esto que entre esos «quinientos hermanos» podría haber también algunas «hermanas»), pero según Pablo los primeros en verlo fueron Pedro y los demás apóstoles.

Sin embargo, en Marcos un joven «vestido con traje blanco» (16.5) anuncia a María de Magadala, María la de Jacobo y a Salomé que Jesús ha resucitado. Pero en el añadido del abrupto final del primer evangelio que va del versículo 9 al 20, que «son una copia de pasajes de Mateo y Lucas con teología muy cercana a Juan» (Piñero, 2009: 44), se afirma que Jesús «se apareció primero a María Magdalena» (v. 9), la cual al comunicarle la noticia a los apóstoles no fue creída. Dice el Catecismo que «Los Apóstoles no pudieron inventar la Resurrección, puesto que les parecía imposible» (2005: 127).

En Mateo es María Magdalena y «otra María» (28.1) las que ven a «un ángel del Señor que bajó del cielo» (v. 2) anunciándoles la resurrección, pero Jesús apareció no sólo ante la Magdalena sino también ante la otra María diciéndoles: «¡Salud!» (v. 9). Después, en un monte de Galilea, se les apareció a los once discípulos, «pero algunos dudaron» (v. 17).

En Lucas «las mujeres que lo habían seguido, las que habían venido de Galilea con él» (23.55), que eran «María Magdalena, Juana y María la de Jacobo y las restantes con ellas» (24.10), fueron anunciadas de la resurrección del Maestro por dos hombres «con ropa blanca brillante» (v. 4), no siendo creídas por los apóstoles, los cuales consideraron el anuncio como «una tontería» (v. 11), quizá porque en una sociedad tan patriarcal como la judía el testimonio de las mujeres valía muy poco o más bien nada, pues ni siquiera valían como testigos en un proceso judicial, aunque sí en el caso de que no hubiese ni un solo hombre como testigo. Pedro, entonces, corrió hacia el sepulcro, y al ver sólo las vendas sin el cuerpo se asombró. Más adelante, los dos caminantes hacia Emaús comentan que los demás apóstoles vieron lo mismo, pero a Jesús «no lo vieron» (v. 24). Al principio los caminantes no reconocieron a Jesús con sus ojos (v. 16), pero en el versículo 31 sus ojos se abrieron y le reconocieron. Cuando llegaron a Jerusalén vieron a los apóstoles predicando la resurrección de Jesús, pues éste se le había aparecido «en una visión a Simón [es de suponer que este Simón es Pedro, lo cual coincidiría con el testimonio de Pablo]» (v. 34). Y después se situó Jesús entre ellos y les dijo: «Paz a vosotros» (v. 36), y se les aparece tal y como era en vida y no con forma de espíritu, y pensando el evangelista contra los docetistas gnósticos le hace decir ad hoc al Jesús redivivo: «Mirad mis manos y mis pies, porque soy el mismo; tocadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que tengo yo» (v. 39), y después se puso a comer un pescado asado.

En Juan María Magdalena va sola al sepulcro y lo encuentra vacío, comunicándoselo inmediatamente a Pedro y al enigmático discípulo amado: «Se llevaron a Jesús del sepulcro y no sabemos dónde lo pusieron» (20.2). Pedro y dicho discípulo vieron el panorama y volvieron a casa, pero María se quedó sola llorando fuera del sepulcro y cuando se asomó al mismo vio «a dos ángeles vestidos de blanco, uno junto a la cabecera y otro junto a los pies, donde estuvo el cadáver de Jesús» (v. 12). María se da la vuelta y sin reconocer a Jesús, pensando que era el guardia del huerto, éste le pregunta por qué llora. Jesús la llama por su nombre y ella enseguida lo reconoce y le dice en hebreo: «Rabbuní» (v. 16). Y Jesús le dice: «Deja de tocarme, pues todavía no he subido hacia mi Padre» (v. 17). A la tarde se le apareció a los discípulos, menos a Tomás, el llamado Gemelo, que no se encontraba allí en ese momento, y no creyó en la resurrección del Maestro porque no lo había visto: «Si no veo en sus manos la herida de los clavos y meto mi dedo en la herida de los clavos y meto mi mano en su costado, no lo creeré de ninguna manera» (v. 25). Ocho días después volvió Jesús y esta vez sí que estaba allí Tomás, y Jesús al verlo le dice que meta su dedo en la herida de los clavos y su mano en su costado para que no sea incrédulo sino creyente. Vemos, pues, cómo Juan habla, al igual que Lucas, de una grosera resurrección carnal (sólida) y no simplemente espiritual (vaporosa o invisible), pensando también contra el docetismo gnóstico herético. «Su cuerpo resucitado es el mismo que fue crucificado, y lleva las huellas de su pasión» (Catecismo, 2005: 129). Después se le apareció en el mar de Tiberíades a Simón Pedro, a Tomás, a Natanael el de Caná de Galilea, a los hijos de Zebedeo, al discípulo amado y otros dos de sus discípulos (21.2). Y aquella vez fue la tercera «que se apareció Jesús a los discípulos una vez resucitado de los muertos» (v. 14). Según Marcos (aunque en el añadido) y Juan, la primera persona que vio a Jesús resucitado fue María Magdalena. Para una Iglesia tan puritana y antifeminista debía de ser molesto, por no decir insoportable, que todo el maravilloso edificio teológico del dogma de la resurrección dependiera, en última instancia, del testimonio de una prostituta.

«Según los apologistas, el hecho de que los primeros cristianos no veneraron la tumba de Jesús es señal de que estaba vacía. Este alegato tiene plausibilidad, pero resulta más plausible aún pensar que, si los primeros cristianos no veneraron la tumba de Jesús, entonces hubo de ser porque no hubo una temprana tradición respecto al sepulcro vacío. Pues, si la historia del sepulcro vacío es real, los cristianos hubieran venerado ese lugar desde un principio, no propiamente como el lugar donde yace el cuerpo de Jesús, pero sí como el lugar donde ocurrió el milagro de la resurrección. Es más probable que se venere el lugar donde ocurrió un milagro, que el lugar donde yacen los restos de un maestro recordado… Los apologistas sostienen que el sepulcro estaba vacío, pues cuando los primeros cristianos empezaron a proclamar que Jesús había resucitado, las autoridades judías que los enfrentaban sólo necesitaban señalar dónde estaba el cuerpo, suficiente para su refutación. Pero, quizás las autoridades judías sencillamente habían olvidado dónde estaba enterrado Jesús, especialmente si asumimos que fue enterrado en una fosa común… Jesús habría sido crucificado en Jerusalén, probablemente junto a otros criminales presumidos de ser agitadores políticos, y en ese sentido, su ejecución no habría sido un hecho singular para las autoridades romanas. Por ello, seguramente fue sepultado, junto a los otros reos, en una fosa común. En el momento de su arresto, sus discípulos lo habían abandonado, y probablemente regresaron a Galilea… Hoy, por supuesto, se venera el Santo Sepulcro en Jerusalén, pero es bastante seguro que la veneración de este lugar apenas empezó con la visita de la madre del emperador Constantino a Jerusalén, en el siglo IV» (Andrade, 2010: 102).

Aparte de la propia resurrección de Jesús, la cual –como dice el Catecismo– supone «la culminación de la Encarnación» (2005: 131), los evangelios narran la resurrección de la hija de Jairo (Mc 5.21-23), del hijo de la viuda de Naín (Lc 7.11-17), y la de Lázaro (Jn 11.1-44). Resurrecciones tan mitológicas como la de Jesús.

IX. La Urgemeinde, iglesia-madre de Jerusalén

Tras la crucifixión, el movimiento de Jesús, en Jerusalén, fue dirigido primero por Pedro y después por su hermano Jacobo, que los católicos llaman Santiago (también llamado «el justo», esto es, «fortaleza del pueblo y de la justicia»). La Iglesia-madre de Jerusalén era lo que hoy se denomina como judeocristianismo, lo que los alemanes denominan como la Urgemeinde. Ellos creían firmemente que Jesús había resucitado y que volvería en una segunda llegada como triunfador y libertador de su pueblo. Interpretaron la crucifixión como el chivo expiatorio Isaíaco, «Siervo de Yahvé» (aunque éste nunca tuvo relación con la figura del Mesías). Procuraron llevar la buena nueva del mesianismo de Jesús y su inminente vuelta en triunfo y poder a la mismísima Roma (antes de la llegada de Pablo), a Alejandría y a otros puntos del Imperio. Tras el derrumbe del Templo en el año 70 d.C., la Urgemeinde quedaría aniquilada y empezaría la diáspora. Al parecer, Jesús no volvió.

Como decimos, al principio fue Pedro el cabecilla de la secta de los nazarenos (que es como la llamaban). Podemos leer en Hechos cómo Pedro continúa el legado que proclamaron Juan el Bautista y Jesús de Nazaret de llamar al arrepentimiento de los judíos y no al de los paganos, los cuales más que arrepentirse debían de convertirse, es decir, circuncidarse y cumplir la Ley de Moisés para ser judíos de pleno derecho; arrepentimiento insoslayable para la restauración de Israel que en última instancia sólo era posible con la ayuda de «El Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob, el Dios de nuestros padres» (3.13): «arrepentíos y volved para borrar vuestros pecados, a fin de que lleguen los tiempos de descanso desde el rostro del Señor y vuelva a enviar a Jesús, el Cristo que os estaba predeterminado, al que es preciso que el cielo acoja hasta los tiempos de restauración de todos, de los que habló Dios por medio de los santos profetas de su tiempo» (vv. 19-21). Y las amenazas a los no arrepentidos siguen siendo tan severas como las del Bautistas y las de Nazareno, citando a Lv 23.39 dice Pedro (o le hace decir Lucas): «Moisés dijo Un profeta os resucitará vuestro Dios de entre vuestros hermanos como yo; escucharéis todo cuanto os diga. Y sucederá que toda persona que no escuche a ese profeta será extirpado del pueblo» (vv. 22-23).

En palabras de Pablo, la Urgemeinde estaba dirigida por un triunvirato entre Santiago, Pedro y Juan: «columnas de la Iglesia» (Gál 2.9). Como ya hemos dicho, Pedro al principio encabezaba la Urgemeinde, pero hacia los años 43-44 la cabeza de la iglesia-madre fue Santiago, «el hermano de Jesús, el llamado mesías», como dice Josefo. Es razonable pensar que tras la condena a muerte de Santiago, hijo de Zebedeo, por el rey judío Agripa I (nieto de Herodes el Grande) hacia el año 44 d. C. (Hch 12.2), Pedro huyó de Jerusalén, si interpretamos Hch 9.32 («recorría todos los lugares») como una huida de las garras del monarca herodiano. Así pues, Santiago, el hermano del Señor, tomó las riendas de la iglesia judeocristiana, y su nombramiento posiblemente se debiese a su parentesco con Jesús, así como Santiago fue sucedido por un tal Simeón, «un primo del Salvador», según Eusebio de Cesarea (del mismo modo que Menahem –hijo de Judas el Galileo– encabezó a los zelotas y una vez muerto lo hizo su primo Eleazar ben Yair).

Según el testimonio de Hegesipo que recoge Eusebio de Cesarea en su Historia eclesiástica, Santiago, al igual que su hermano, cuidaba el voto de nazoreo y tenía el privilegio de entrar en el santuario del Templo, cuyas horas de rezo eran proverbiales, hasta salirle cayos en las rodillas. Santiago fue ejecutado en el año 62 por el Sumo Sacerdote Anás II (hijo del Sumo Sacerdote Anás, el cual fue el predecesor de Caifás, su yerno), siendo arrojado desde lo alto de la muralla del Templo (que posiblemente fuese el mismo pináculo donde su hermano, según la leyenda del Cristo de la fe, fue tentado por el diablo). A continuación, «el hermano del Señor» fue lapidado, recibiendo el golpe de gracia, por si fuera poco, con un martillo. Así lo narra Eusebio: «La gente lo llamaba: El que intercede por el pueblo. Muchísimos judíos creyeron en Jesús, movidos por las palabras y el buen ejemplo de Santiago. Por eso el Sumo Sacerdote Anás II y los jefes de los judíos, un día de gran fiesta y de mucha concurrencia le dijeron: "Te rogamos que ya que el pueblo siente por ti grande admiración, te presentes ante la multitud y les digas que Jesús no es el Mesías o Redentor". Y Santiago se presentó ante el gentío y les dijo: "Jesús es el enviado de Dios para salvación de los que quieran salvarse. Y lo veremos un día sobre las nubes, sentado a la derecha de Dios". Al oír esto, los jefes de los sacerdotes se llenaron de ira y decían: "Si este hombre sigue hablando, todos los judíos se van a hacer seguidores de Jesús". Y lo llevaron a la parte más alta del Templo y desde allí lo echaron hacia el precipicio. Santiago no murió de golpe, sino que rezaba de rodillas diciendo: "Padre Dios, te ruego que los perdones porque no saben lo que hacen"» (Historia eclesiástica 2.23).

Josefo tildó a Anás II como un «salvaje», puesto que la mayoría de los judíos estaban horrorizados con la crueldad de su sacerdocio, por lo cual fue destituido por el Rey Agripa II. Así lo relata el historiador Judeorromano: «Ananías [Anás II] era un saduceo sin alma. Convocó astutamente al Sanedrín en el momento propicio. El procurador Festo había fallecido. El sucesor, Albino, todavía no había tomado posesión. Hizo que el sanedrín juzgase a Santiago, hermano de Jesús, quien era llamado Cristo, y a algunos otros. Los acusó de haber transgredido la ley y los entregó para que fueran apedreados» (Antigüedades judías, XX 9.1). Posiblemente Santiago, que al parecer era muy respetado (Pablo en Gálatas se refiere a él con cierto respeto), fue condenado a muerte por motivo de las luchas intestinas, aprovechando el vacío entre la prefectura de Festo y Albino, que enfrentó a la aristocracia sacerdotal contra el bajo clero, al que también apoyaban los zelotas. «El feroz ataque de la jerarquía sacerdotal contra Santiago, que culminó en su martirio, revela la estrecha conexión entre los judeocristianos y los elementos subversivos enfrentados con el sistema de dominación de las clases prorromanas y aristocráticas, así como el alto valor moral que el apoyo del jefe de la Urgemeinde otorgaba a la causa del bajo clero» (Puente Ojea, 2001a: 149). Santiago fue condenado por proclamar la venida inminente de Jesús resucitado como Mesías de Israel y por tanto restaurador del Reino, llamando la atención del alto clero que le ordenó que desmintiese tal profecía.

Antes de la llegada de las tropas romanas para asediar Jerusalén, la comunidad cristiana hierosolemitana liderada por Simeón, hijo de Cleofás (hermano de José) y primo o hermanastro de Santiago y Jesús, huyó de la ciudad del gran Rey hacia Pella, según la tradición. Tras el desastre, la comunidad regresó a Jerusalén y empezaron a venerar la sala del Cenáculo, situado en el actual monte Sión, siendo así Simeón el obispo cristiano –judeocristiano– de la ciudad. Fue precisamente un Emperador hispano, Trajano, el que ordenó la crucifixión de Simeón por sedición, hacia el año 106, ¡a los 120 años de edad!, pues Simeón se autoproclamó descendiente del Rey David. Así terminó la Urgemeinde, clavada en la cruz como Jesús; y así, en fin, acabaron los seguidores de la verdadera doctrina de Jesús. Después de esto los judeocristianos sobrevivieron hasta el siglo IV en cantidades despreciables, como los ebionitas (término que significa pobre).

X. Y tras el fracaso de Jesús vino el clamoroso éxito de Pablo de Tarso

Jesús terminó derrotado y clavado en la cruz, y la Urgemiende prácticamente desapareció cuando se derribó el Templo; pero el genio de Pablo fue grande y el cristianismo triunfó. Pablo, un fariseo de la tribu de Benjamín, a diferencia de Jesús, era un estratega, y supo sintetizar el mesianismo judío con las religiones mistéricas mediterráneas, o mejor dicho, supo pensar contra el judaísmo apocalíptico y bélico tradicional y contra las religiones de misterio y otros cristianismos que se referían a «otro Jesús», anunciando así el «verdadero Israel» y obteniendo un clamoroso éxito. En dicha síntesis polémica, Pablo veía en la figura de Jesús al Hijo de Dios hecho hombre, el cual bajó del cielo para redimir a los hombres de sus pecados en calidad de chivo expiatorio en la cruz. Con Pablo, tras su caída del caballo y su consecuente «giro biográfico», se realiza el giro cristológico o la cristología deificante, lo cual supuso «un hiatus insalvable entre el Jesús antecrucem y el Jesús postcrucem» (Puete Ojea, 2001b: 24). Con la inversión paulina se eliminó todo resquicio político en la figura del Nazareno, logrando –como afirma S.F.G. Brandon– «la sobrenaturalización del histórico Jesús de Nazaret» (citado por Puente Ojea, 2001b: 79).

1. ¿Era Pablo ciudadano romano?

En principio, el cristianismo de Pablo no era una religión prorromana, ya que simplemente se situaba (emic) en el fin de los días. Pero tras el atraso de la venida en poder y gloria de Cristo Jesús es posible que se inventase la ciudadanía romana de Pablo para darle mayor prestigio al personaje. Su ciudadanía sería, pues, un invento del autor del libro de los Hechos (16.37, 22.25 y 23.27), y era, para más inri, una ciudadanía «por nacimiento» (Hch 22.28). Al autor de los Hechos no le interesaba narrar la muerte de Pablo en Roma –seguramente debida a la persecución de Nerón contra los cristianos de la ciudad (y no del resto del Imperio)– porque lo que le interesaba dejar claro era que el cristianismo no era un peligro para el Imperio como sí lo era el judaísmo mesiánico «revolucionario». Es más, Lucas narra en los Hechos cómo parte de la milicia romana se convertía a la fe en Cristo, como por ejemplo Cornelio, «centurión de la legión llamada Itálica, piadoso y temeroso de Dios» (10.1), y junto a él toda su familia (y no ya por Pablo, sino nada más y nada menos que por Pedro, lo cual muestra que la visión de los Hechos en torno a los primeros cristianos es idílica, armoniosa, tapando así la polémica que tenía Pablo con la Urgemeinde, como se muestra en Gálatas). En sus epístolas, Pablo nunca llega a decir que es ciudadano romano, eso no le importaba ya, porque creía firmemente que era ciudadano del fin del mundo (y, llegado el fin, ciudadano del cielo). Aunque bien podría serlo, pero es razonable dudar de tal ciudadanía, porque Pablo fue encarcelado, azotado y, en Jerusalén, según Hechos, hostigado por los judíos, cosa que hubiese podido evitar si efectivamente era ciudadano romano. Una de las razones por la que se podría afirmar que era ciudadano romano es su apelación al César, pero cualquier individuo libre podía apelar al Emperador. Tampoco en sus cartas dice que fuese oriundo de Tarso de Cilicia (sur de la actual Turquía), sino en el libro de los Hechos. Por tanto, Pablo no era un judío de Judea, Galilea o Samaria, y no debemos dudar de que fuese de Tarso, porque es evidente que Pablo era un judío muy helenizado, y posiblemente su lengua materna fuese el griego, pues en sus cartas controla este idioma con soltura; de hecho sus citas bíblicas las sacaba de la Septuaginta. Aunque según Hechos (21.40, 22.2 y 26.14), también sabía arameo y hebreo. Se suele decir que Pablo era un hombre de «tres culturas»: la judía (por su religión), la griega (por su dominio del idioma) y la romana (por su supuesta ciudadanía).

2. La muerte vicaria de Jesús

Los evangelios sinópticos y el de Juan son, por lo tanto, los evangelios de la incircuncisión de la rotación paulina (en los que se postula la muerte vicaria de Jesús), documentos heréticos de los evangelios de la circuncisión de la iglesia-madre de Jerusalén dirigida por Pedro y después –como sabemos– por Santiago; iglesia en la que no se deificaba al Mesías sino que se seguía pensando en éste como el Rey de los judíos y redentor de Israel. Pablo tergiversó los hechos hipostasiando a Jesús como el Cristo Resucitado que descendió a la tierra y ascendió al cielo para purificar a la raza humana del Pecado Original (él nunca lo llamó así) de Adán en el Edén: «así como por un hombre vino la muerte [y el pecado] al mundo, por un hombre debe venir también la resurrección de los muertos. Que así como en Adán mueren todos, así en Cristo todos será vivificados» (I Cor 15.21-22). Lo mismo se dice en Rom 5.19: «a la manera que por la desobediencia de un solo hombre fueron muchos constituidos pecadores; así también por la obediencia de uno solo, serán muchos constituidos justos». Porque «quien se exalte [como Adán desobedeciendo a Dios], será humillado, y quien se humille [como Cristo en la cruz], será exaltado» (Mt 23.12). «De esta forma el cristiano se inserta en el proceso gracias al cual el primer Adán, terrestre y sujeto a la corrupción y a la muerte, se va transformando en el último Adán, celestial e incorruptible» (Ratzinger, 2008). «El sacrificio de Cristo muda la muerte y el pecado, consecuencia de la transgresión de Adán, en justicia y vida» (Piñero, 2011: 274). La redención de Cristo supone, por tanto, la vuelta del revés del pecado de Adán: Cristo es el Adán invertido: «El primer hombre Adán fue formado con alma viviente, el postrer Adán, Jesucristo, ha sido llenado de un espíritu vivificante» (I Cor 15.45).

Ahora bien, «si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucitó, vana es vuestra fe, pues todavía estáis en vuestros pecados» (I Cor 15.16-17). Y si Cristo no ha resucitado porque en realidad los muertos no resucitan entonces la concepción de la felicidad del Apóstol es la de la felicidad canalla, porque si no existe el milagro de la resurrección «no pensemos más que en comer y beber, puesto que mañana moriremos» (v. 32). Según Pablo, Cristo «se dio a sí mismo a la muerte por nuestros pecados, para sacarnos de la corrupción de este mundo, conforme a la voluntad de Dios y Padre nuestro» (Gál 1.4). Cristo «se entregó a sí mismo a la muerte por mí» (Gál 2.20). Porque «Jesucristo, que es nuestro Cordero pascual, ha sido inmolado por nosotros» (I Cor 5.7). Además, «Cristo murió por todos, para que los que viven, no vivan ya para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos» (II Cor 5.15), y «fue entregado a la muerte por nuestros pecados, y resucitó para nuestra justificación» (Rom 4.25). Por lo tanto, estando justificados por su sangre «nos salvaremos por él de la ira de Dios. Que si cuando éramos enemigos de Dios, fuimos reconciliados con él por la muerte de su Hijo, mucho más estando ya reconciliados, nos salvará por él mismo resucitado y vivo» (Rom 5.9-10). Cristo, revestido de carne, mata el pecado de la carne, y en la cruz murió por nosotros, pero no sólo eso pues además resucitó, «y está sentado a la diestra de Dios, en donde asimismo intercede por nosotros» (Rom 8.34).

Los sinópticos muy de pasada interpretarán tras la muerte de Pablo y la caída de Jerusalén la muerte de Jesús more paulino, es decir, predican la muerte de Jesús como un sacrificio vicario: «el Hijo del hombre no ha venido para ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate a favor de muchos» (Mc 10.45 y Mt 20.28); «esto es mi sangre de la alianza, derramada para perdón de pecados» (Mt 26.28). Lucas es un texto más preocupado por la resurrección de Jesús como hecho central de la salvación que inaugura la era de la Iglesia. En el evangelio de Juan, cristológicamente más avanzado, los ecos helenísticos se acentúan al coronar a Jesús como el Logos preexistente y encarnado. En 3.22 por boca de Juan el Bautista se anuncia a Jesús como «el cordero de Dios», profetizando así el sacrificio vicario de Jesús; el cual al sacrificar su cuerpo en la cruz sustituye como Hijo de Dios y templo verdadero al Templo hierosolimitano y sus sacrificios con animales, porque al resucitar muchos serán atraídos por la fe. En el Cuarto evangelio Jesús ya es claramente «el salvador del mundo» (4.42), y precisamente por eso muere en la cruz, porque «si un grano de trigo que cae a tierra no muere, queda él solo; pero si muere trae mucho fruto» (12.24).

Las epístolas deuteropaulinas reafirman el dogma de la muerte vicaria de Jesús. En la epístola a los Colosenses la sangre de Jesús derramada en la cruz es un rescate y una reconciliación con el Altísimo: «Por cuya sangre hemos sido nosotros rescatados, y recibido la remisión de los pecados» (1.14), «Pues plugo al Padre poner en él la plenitud de todo ser, y reconciliar por él todas las cosas consigo, restableciendo la paz entre cielo y tierra, por medio de la sangre que derramó en la cruz» (vv. 19-20). En Hebreos quiso Dios por gracia y misericordia que Jesús «muriese por todos los hombres» (2.9), es decir, todos los hombres que tengan fe en él, porque Cristo crucificado «vino a ser causa de salvación eterna para todos los que le obedecen» (5.9), y causa de condenación eterna para los que desobedecen. La sangre de Cristo sustituye la sangre de los machos cabríos y de los becerros en los sacrificios, pues con su propia sangre «entró una sola vez para siempre en el Santuario del cielo, habiendo obtenido una eterna redención» (9.12), y este sacrificio fue único e irrepetible (ideográfico), pues de «una sola vez al cabo de los siglos se presentó para destrucción del pecado, con el sacrificio de sí mismo. Y así como está decretado a los hombres el morir una sola vez, y después el juicio, así también Cristo ha sido una sola vez inmolado u ofrecido en sacrificio para quitar de raíz los pecados de muchos [por tanto, no de todos], y otra vez aparecerá no para expiar los pecados ajenos, sino para dar la salud eterna a los que le esperan con viva fe» (vv. 26-28). En 1 Timoteo Cristo «se dio a sí mismo en rescate por todos [matizamos: todos los que obedecen]» (2.6). Y en Tito Jesús «se dio a sí mismo por nosotros, para redimirnos de todo pecado, purificarnos y hacer de nosotros un pueblo particularmente consagrado a su servicio y fervoroso en el obrar» (2.14). En 1 Pe 2.24 Jesús «llevó la pena de nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero de la cruz, a fin de que nosotros, muertos a los pecados, vivamos a la justicia; y él es por cuyas llagas fuisteis vosotros sanados», porque Dios a través de «la sangre de Jesucristo, su Hijo, nos purifica de todo pecado» (1 Jn 1.7), pues por la caridad de Dios tenemos la vida, y «no es porque nosotros hayamos amado a Dios, sino que él nos amó primero a nosotros, y envió a su Hijo a ser víctima de propiciación por nuestros pecados» (4.10).

3. Pablo como teólogo de la restauración de Israel

El Cristianismo paulino no fue un specimen de religión mistérica barnizado de judaísmo, sino más bien fue un pensamiento que se opuso a todo eso, llevando el judaísmo a su máxima expresión bajo la creencia del fin de los días. ¿Podríamos decir que Pablo ha sido el individuo clave para partir la Historia en dos: antes de Cristo y después de Cristo? Pablo en cierto modo, aunque de manera inconsciente, desjudaizó al Mesías para universalizarlo. Si bien es cierto que al principio, en 1 Tesalonicenses del año 51, Pablo pensaba que el fin del mundo era inminente, como Jesús y el Bautista; con la diferencia de que para el primero el Reino sería en el cielo, en un trasmundo, y para los segundos en la tierra prometida, en Israel, potencia que sometería a la naciones, y donde el Mesías y las doce tribus disfrutarían de un festín eterno de hartura material; posición que se opone a lo que pensaba Pablo, para el cual el Reino de Dios no consiste «en el comer, ni en el beber esto o aquello, sino en la justicia, en la paz y en el gozo del Espíritu Santo» (Rom 14.17).

Si Pablo creía que el fin de los tiempos estaba a la vuelta de la esquina entonces sabía que no le daba tiempo para convertir a todos los gentiles. En cambio, Marcos y Mateo proclamaban al final de sus respectivos evangelios la idea que se incubó después, cuando se veía que la parousía no se cumplía y tardaba más de la cuenta. Y ésta llegaría cuando las naciones se convirtiese a la fe en Cristo resucitado: «es preciso que sea primero anunciada la buena noticia a toda nación» (Mc 13.10). Andado los años, con la desesperanza del apocalipsis, la teología de la restauración de Israel que predicaba Pablo se convirtió tras su muerte en una religión que se separaba de la historia de Israel para acomodarse a las exigencias de la ecumene y pensar así en la salvación de todo el mundo. Como dice Piñero (2011: 246): «Este movimiento olvidaría a la larga la teoría del "número preciso de los gentiles decidido por Dios" y se pasaría a la idea de que la voluntad divina deseaba "cuanto más, mejor", y finalmente "todos"».

Pablo propuso que la redención del Mesías también era para algunos gentiles; los cuales, junto a los judíos que habían creído que Jesús redivivo era el Mesías, formaban el «verdadero Israel», el Israel que supera la Ley de Moisés a través de la Ley del amor predicada por Cristo. En consecuencia, la concepción de la redención para todos los humanos llegaría cuando se veía que la parousía no llegaba o tardaba más de la cuenta y ya no se esperaba de manera inminente. Entonces, como hemos visto, Marcos, con su apología ad crhistianos romanos, predicó el imperativo proselitista para que se convirtiese toda «criatura», y así todos los hombres –no ya algunos gentiles que es lo que pretendía Pablo– participasen del acto de caridad divino, el cual, a través de la figura del «Hijo de Dios» (Jesús de Nazaret, un hombre concreto que realmente existió), salvase a los justo creyentes y condenase a los pecadores incrédulos. Si bien es cierto que el imperativo proselitista de Mc 16.15 es una «Glosa del siglo II formada con datos de los otros evangelios canónicos con la finalidad de arreglar el abrupto final del Evangelio» (Piñero, 2009: 44).

Pablo establece una moral de esclavos, los cuales, sirviendo a sus amos, servirán a Cristo, porque no hace falta rebelarse contra el Imperio porque Dios a través de Jesús pondrá de un momento a otro a cada uno en su sitio. Pablo les asegura a las masas populares un lugar en el más allá, para que así sean esclavos en este mundo, puesto que la libertad «no es de este mundo», siendo el premio una vida ulterior como alma angelical en el Cielo. Dicho de otro modo: la vida es la preparatio evangelica para la venida del Reino de Dios no ya en la tierra (como creía y deseaba con todas sus fuerzas el Nazareno) sino en el cielo, y una vez ganada la gracia de Cristo todo lo demás se convierte en «basura» (Flp 3.8), dice en un tono un tanto gnostizante. «Si bien las concepciones gnósticas se hallan en Pablo asociadas todavía a las categorías de la apocalíptica judía –parousía, resurrección de los muertos, juicio final–, es evidente que para la teología paulina la salvación pertenece ya al presente, aunque pueda ser aún invisible según el mundo: los creyentes que contemplan en Cristo la gloria, están desde ahora transformados por esta gloria… Estando el Salvador presente, el mundo del más allá está ya acá» (Puente Ojea, 2001a: 220).

Hemos insistido en que Pablo era uno de los llamados «teólogos de la restauración de Israel» (como lo fueron de distinto modo el Nazareno y el Bautista, los esenios y los zelotas), y creía que era necesario para la restauración del Reino convertir –como decimos– a un número de gentiles determinado por Dios: «no quiero, hermanos, que ignoréis este misterio (a fin de que no tengáis sentimientos presuntuosos de vosotros mismos) y es que una parte de Israel ha caído en la obcecación, hasta tanto que la plenitud de las naciones haya entrado en la Iglesia. Entonces salvarse ha todo Israel, según está escrito: Saldrá de Sión el libertador o Salvador, que desterrará de Jacob la impiedad; y entonces tendrá efecto la alianza que se ha hecho con ellos, en habiendo yo borrado sus pecados» (Rom 11.25-27). Pero la prioridad de la salvación parece que recae sobre los judíos: «no me avergüenzo yo del evangelio, siendo él como es, la virtud de Dios para salvar a todos los que creen, a los judíos primeramente, y después a los gentiles» (Rom 1.16).

Luego, según esto, Pablo no fundó una Iglesia que perdurase en el tiempo, pues el fin de los tiempos estaba próximo y eso era innecesario. Como mucho el tarsiota fundó una iglesia escatológica a la espera de la inminencia del Juicio (es decir, varias comunidades que a lo largo del Mediterráneo esperaban con paciencia escatológica el fin inminente del mundo y del reinado del mal). La idea de Pablo era convertir a un número determinado de gentiles, y sabemos que sólo le dio tiempo a convertir a un 0,5% de la población gentil aproximadamente (¡que no está mal!); y de este modo, bautizados en el Espíritu santo, le suplicasen a Dios que reenviase a Jesús llegando así el fin de los tiempos en cuyo momento resucitarán los muertos y se juzgará a los vivos que queden y a los resucitados muertos: los buenos creyentes irán al cielo y los malos incrédulos al tormento del infierno para el resto de la eternidad. De este 0,5% de conversos la mayoría, suponemos, eran «temerosos de Dios», los cuales tenían sus casas junto a las sinagogas; como por ejemplo Ticio Justo, como se lee en Hch 18.7. En sus viajes, el Apóstol llamaba la atención a éstos y a los judíos de la diáspora: «Israelitas y temerosos de Dios, escuchadme» (Hch 13.16).

Antonio Piñero lo entiende, a mi juicio, perfectamente:

«Aun siendo consciente de lo novedoso y personal de sus concepciones sobre Jesús, Pablo no piensa en absoluto que está fundando ninguna religión, ni tampoco entra en sus propósitos. Pablo tendría por loco a quien esto pensase. El Apóstol no establece aún una doctrina trinitaria clara, ni mucho menos: a pesar de su teología de la preexistencia del Redentor / Hijo (Flp 2,6ss; Gál 4,4) Pablo hace hincapié en la acción de un Dios único, Padre, en su Hijo. Pablo sigue siendo absolutamente fiel al Libro sagrado. No cuestiona la alianza de Dios con Israel: aunque Cristo sea el centro, es el cumplimiento de las Escrituras antiguas; en Flp 3,3 denomina a los cristianos "verdaderos circuncisos" (3,3), es decir, el "verdadero Israel". A pesar de su fuerte diatriba contra la Ley en Gálatas, Pablo acepta en Romanos que la Ley tiene un valor moral para los judíos, que éstos pueden seguir observándola y que si quieren puede continuar con su circuncisión. Los paganos, por otro lado, cumplen la esencia de la norma ética de la Ley que es el Decálogo. El Apóstol, pues, no interpreta al cristianismo como una nueva religión. Todo lo contrario: para él el cristianismo es sólo una revivificación o renovación del judaísmo. Su "evangelio" pertenece de lleno a Israel; en realidad sólo hay un olivo y los paganos son injertados en él. Si alguna rama del olivo se desgarra (el Israel de Pablo que no cree en el mesías Jesús) acabará por ser reinjertada al final de los tiempos. La ley antigua cumplió su función hasta que vino Jesucristo. Luego ha sido sublimada y recogida en su mejor sustancia por la nueva ley, la del amor. Después de la muerte y resurrección del mesías-cristo, el cristianismo es el único judaísmo posible, un judaísmo bien entendido y auténtico, no una religión nueva. Pablo no se siente traidor a su pueblo» (Piñero, 2011: 297-298).

Pablo no se sentía traidor a su pueblo porque predicaba al «verdadero Israel, pueblo de Dios» (Gál 6.16), porque «no está en el exterior el ser judío, ni es la verdadera circuncisión la que se hace en la carne; sino que el verdadero judío es aquel que lo es en su interior: así como la verdadera circuncisión es la del corazón que se hace según el espíritu, y no según la letra de la ley [de Moisés]; y este verdadero judío recibe su alabanza, no de los hombres, sino de Dios» (Rom 2.28-29). Pablo, pese a superar la Ley de Moisés, más que romper con el judaísmo lo que hace es romper con el fariseísmo, es decir, pasa de una secta judía a otra que él, de algún modo, inventa (o transforma, basándose en la Urgemeinde pero superándola), y la considera que es el auténtico judaísmo revelado por Dios a través de Cristo, del mismo modo que las revelaciones que recibían los antiguos profetas de Israel a través de los ángeles que eran mensajeros de Yahvé.

Tampoco pretendía reformar el judaísmo, pues no trataba de reformar una institución que durase en el tiempo, pues Pablo creía vivir al borde del fin del mismo. Pablo se pregunta: «¿Cuál es, pues (me diréis), la ventaja de los judíos sobre los gentiles? O ¿qué utilidad se saca en ser del pueblo circuncidado? La ventaja de los judíos es grande de todos modos. Y principalmente porque a ellos les fueron confiados los oráculos de Dios» (Rom 3.1). Ahora bien, «no todos los descendientes de Israel son verdaderos israelitas» (Rom 9.6), cosa que ya profetizó Isaías: «Aun cuando el número de los hijos de Israel fuese igual al de las arenas del mar, sólo un pequeño residuo de ellos se salvará» (Rom 9.27 e Is 10.22). Y será así porque «Dios en su justicia reducirá su pueblo a un corto número: el Señor hará una gran rebaja sobre la tierra» (Rom 2.28), y en su tiempo, que ya es el final, sólo se salvarán «algunos pocos que han sido reservados por Dios según la elección de su gracia. Y si por gracia, claro está que no por obras; de otra suerte la gracia no fuera gracia» (Rom 11.5-6). Luego, «muchos son los llamados, pero pocos los elegidos» (Mt 22.14).

El Apóstol asegura a la comunidad judeocristiana de Roma que siente en su corazón «un singular efecto a Israel, y pido muy de veras a Dios su salvación» (Rom 10.1), y en el libro de los Hechos leemos que cuando llegó a Roma detenido para ser juzgado por el Emperador le dijo a los delegados de la comunidad judía de la capital del Imperio que él llevaba sus cadenas «por la esperanza de Israel» (Hch 28.20). Según Pablo, Dios no ha desechado a Israel, porque él mismo es un «israelita del linaje de Abraham y de la tribu de Benjamín», pero hay muchos judíos (lo más) que en su rebeldía y «espíritu de estupidez y contumacia» tienen, como dijo Isaías, «ojos para no ver, y oídos para no oír» (Rom 11.8). Pero, ¿significa esto que los judíos están caídos para no levantarse jamás? «No por cierto. Pero su caída ha venido a ser una ocasión de salud para los gentiles, a fin de que el ejemplo de los gentiles les excite la emulación para imitar su fe» (v. 11). Por tanto, hasta que una parte de los gentiles no reciba el evangelio y buena parte de Israel siga «caído en la obcecación» (v. 25) no habrá salvación para todo Israel. «Y entonces tendrá efecto la alianza que he hecho con ellos, en habiendo yo borrado sus pecados» (v. 27). Y concluye: «Así también los judíos están al presente sumergidos en la incredulidad para dar lugar a la misericordia que vosotros habéis alcanzado, a fin de que a su tiempo consigan también ellos misericordia» (v. 31).

Como decimos, Pablo no fundó una Iglesia para perdurar en el tiempo, pues la noche está avanzada y el amanecer dorado de la parousía está a la vuelta de la esquina, ¡podría venir dentro de diez minutos! La única Iglesia que le interesaba a Pablo era la iglesia escatológica, aquella que se prepara para la venida de Cristo; pues «Ekklēsía» es una palabra que ya está en el Antiguo Testamento (en la Septuaginta, que leía Pablo y también los «temerosos de Dios») y significa «la asamblea del pueblo de Israel, convocada por Dios, y de modo particular la asamblea ejemplar al pie del Sinaí [esto es, en la travesía por el desierto]» (Ratzinger, 2008).

4. La revelación paulina

Ya vimos que Pablo creía ser portavoz de una revelación especial que procedía directamente de Cristo resucitado y no de los hombres, porque –como confiesa– nunca conoció a Jesús según la carne. Y no ya sólo de Cristo directamente sino también del mismísimo Dios, como les asegura a los tesalonicenses en la primera y única epístola que el auténtico Pablo le escribe a los mismos: «cuando recibisteis la palabra de Dios oyéndola de nosotros, la recibisteis, no como palabra de hombre, sino, según es verdaderamente, como palabra de Dios, que fructifica en vosotros que habéis creído» (2.13). Es decir, la revelación le viene tanto de Cristo como de su Padre: «Pablo, constituido apóstol, no por los hombres ni por la autoridad de hombre alguno [es decir, su predicación fue posible sin el consentimiento de la Urgemeinde y, en el fondo, pensando contra la misma], sino por Jesucristo, y por Dios su Padre, que le resucitó de entre los muertos» (Gál 1.1). No es por tanto su «evangelio» (su buena nueva) «un consejo de la carne ni de la sangre» (Gál 1.16), ni tampoco procede de ninguna «sabiduría humana» (I Cor 2.1), sino de «los efectos sensibles del espíritu y de la virtud de Dios» (v. 4). Pablo afirma que predica su sabiduría divina «entre los perfectos» (v. 6), frente a los falsos cristianos que predican «otro evangelio» (Gál 1.6); y además sostiene que dicha sabiduría no es de este mundo ni de este siglo, ni de los príncipes de este mundo en inminente fin, «los cuales son destruidos con la cruz» (I Cor 2.6), sin necesidad de sublevarse con las armas porque la justicia y la consecuente venganza será cosa de Dios en el último día (tal y como pensaban los esenios, como hemos visto).

La sabiduría de Dios, de la que sólo Pablo es portavoz, es «el misterio de la encarnación, sabiduría recóndita, la cual predestinó y preparó Dios antes de los siglos para gloria nuestra. Sabiduría que ninguno de los príncipes de este siglo ha entendido; que si la hubiese entendido, nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria; y de la cual está escrito: Ni ojo alguno vio, ni oreja oyó, ni pasó a hombre por pensamiento cuáles cosas tiene Dios preparadas para aquellos que le aman. A nosotros, empero, nos lo ha revelado Dios por medio de su Espíritu; pues el Espíritu de Dios todas las cosas penetra, aun las más íntimas de Dios» (vv. 7-10). Decimos que sólo Pablo es portavoz de semejante sabiduría porque «aun cuando nosotros mismos, o un ángel del cielo, si posible fuese, os predique un evangelio diferente del que nosotros os hemos anunciado, sea anatema» (Gál 1.8). Sabiduría que, para unos era escandalosa y para otros pura necedad, los cuales son para Pablo alborotadores que «anuncian a Cristo con intención torcida» (Flp 1.17).

5. La parousía o segunda venida de Cristo

Por tanto, para Pablo, su predicación no significaba el inicio de una nueva religión sino la culminación del judaísmo, a fin de fortalecer los corazones en santidad, «y ser irreprensibles delante de Dios y Padre nuestro, para cuando venga Nuestro Señor Jesucristo con todos sus santos» (1 Tes 3.13). Al igual que Jesús (y como Zoroastro), Pablo pensaba que el día del Juicio llegaría estando él aún vivo: «si creemos que Jesús, nuestra cabeza, murió y resucitó, también debemos creer que Dios resucitará y llevará con Jesús a la gloria a los que hayan muerto en la fe y amor de Jesús. Por lo cual os decimos sobre la palabra del Señor, que nosotros los vivientes, o los que quedaremos hasta la venida del Señor, no tomaremos la delantera a los que ya murieron antes: por cuanto el mismo Señor a la intimación, y a la voz del arcángel, y al sonido de la trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los que murieron en Cristo, resucitarán los primeros. Después, nosotros los vivos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos sobre nubes al encuentro de Cristo en el aire, y así estaremos con el Señor eternamente» (1 Tes 4.13-16). El día del Señor vendrá por sorpresa, «como el ladrón de noche» (5.2), y cuando los impíos estén diciendo «que hay paz y seguridad, entonces los sobrecogerá de repente la ruina, como el dolor de parto a la preñada, sin que pueda evitarla» (v. 5).

Pablo le dice a los tesalonicenses que ellos son hijos de la luz y no de las tinieblas (terminología que recuerda a la de los esenios qunranitas) y que estén en vela y vivan con templanza, con la esperanza «de la salud eterna» (v. 8). A los filipenses les advierte que se mantengan «puros y sin tropiezo hasta el día de Cristo» (Flp 1.10), para que así sean «ciudadanos del cielo» y aguarden al Salvador, el cual «transformará nuestro vil cuerpo, y lo hará conforme al suyo glorioso, con la misma virtud eficaz, con que puede también sujetar a su imperio todas las cosas, y hacer cuanto quiera de ellas» (3.21).

Pablo insiste en lo poco que queda: «el Señor está cerca» (Flp 4.5); «el tiempo es corto» (I Cor 7.29); «la escena o apariencia de este mundo pasa en un momento» (v. 31), porque «nos hallamos al fin de los siglos» (10.11); «el tiempo insta», «es hora de despertarnos de nuestro letargo. Pues estamos más cerca de nuestra salud, que cuando recibimos la fe. La noche está ya muy avanzada, y va a llegar el día de la eternidad. Dejemos, pues, las obras de las tinieblas, y revistámonos de las armas de la luz» (Rom 13.11-12). Y concluye: «En seguida será el fin del mundo; cuando Jesucristo hubiere entregado su reino, o Iglesia, a su Dios y Padre, cuando habrá destruido todo imperio, y toda potencia, y toda dominación» (15.24).

Así pues, el cristianismo paulino, y no sólo la Urgemeinde, tuvo su génesis dentro del judaísmo apocalíptico y sus fundadores fueron todos judíos que no pensaban en una nueva religión sino en la restauración de Israel y en la segunda venida de Jesús salvo que esta vez como Mesías triunfante y juez de vivos y muertos (como se ve a partir de 1 Tes 4.13). Con Cristo no empezaba una nueva religión sino que se alcanzaba la plenitud del judaísmo, la plenitud de los tiempos, pero sin que esto signifique una reforma del judaísmo. Dicho de otro modo: Pablo no pretendió inventar una religión que se llamase «cristianismo» (y ni mucho menos una cosa tan romana como el catolicismo), ni tampoco pretendió reformar el judaísmo; su Sitz im Leben era el fin de los tiempos, la noche avanzada que preludiaba el apocalipsis y la resurrección de los muertos (de hecho por esta razón, según Hch 23.6, 24.21 y 26.8, fue juzgado en Cesarea Marítima ante el pretor Felix contra los saduceos, que no creían en la resurrección, siendo Pablo apoyado por los fariseos que sí creían). Pablo no pretendió ni lo uno ni lo otro. «Pablo no se propuso fundar una nueva religión, el cristianismo, distinta del judaísmo; y que no se propuso tampoco corregir o reformar este último cuestionando sus aspectos supuestamente más nacionalistas, sino que se propuso simplemente, en continuidad con la tradición profética y apocalíptica judía, incorporar a los gentiles a Israel ante la inminencia del fin de los tiempos. Ésta y no otra es la tesis de la "nuevo enfoque radical sobre Pablo"» (Segovia, 2013).

6. La cuestión del fundador del cristianismo

Visto lo visto, tenemos que afirmar que ni Jesús de Nazaret ni Pablo de Tarso fundaron el cristianismo; luego el cristianismo como tal es posterior a Jesús y a Pablo. El cristianismo se hizo posible por el desarrollo de los paulinos, los discípulos del tarsiota, ya en el siglo II; y cuando en el siglo IV se hizo religión oficial del Imperio los cristianismos no paulinos eran prácticamente testimoniales (como a día de hoy). Todo el material que los paulinos fueron asimilando del judeocristianismo fue admitido por pacto de las iglesias paulinas en el Nuevo Testamento (evangelio de Mateo, Apocalipsis, y las epístolas de Santiago y Judas); y del gnosticismo también asimilaron cierto material, como se lee en el evangelio de Juan y las epístolas joánicas –si bien es verdad que también las propias epístolas paulinas, las auténticas y las pseudónimas, están barnizadas de gnosticismo.

Si la génesis del cristianismo está en el seno del judaísmo, su estructura, una vez implantada las iglesias a lo largo del Imperio, está en el antijudaísmo; pues el cristianismo está pensado entre otras cosa contra el judaísmo (sobre todo, a partir de las escrituras de los evangelios, contra el judaísmo rabínico de Yamnia). Y, una vez derribado el Templo y fulminadas las pretensiones mesiánicas, la promesa del Reino y el inminente juicio y final de los tiempos se pospuso y en su lugar llegó la Iglesia con miras a sobrevivir en el Imperio, infiltrándose en sus instituciones, y al final –una vez fuera de la clandestinidad y de las persecuciones que ésta acarreaba– proclamarse religión oficial del Imperio, excluyendo de este modo a las demás religiones, así como el Dios único del monoteísmo excluye a todos los dioses ctonicos y a todos los dioses del panteón (ateísmo terciario). Si para los judeocristianos de Jerusalén era un pecado someterse al Imperio, para los postpaulinos el pecado estaría en no someterse a las directrices del mismo, es decir, es pecador quien se subleva contra el orden vigente (orden que así lo había establecido Dios, según Pablo y que, según el mismo, estaba a punto de finalizar). Y así, el Mesías crucificado «se convirtió en el más firme soporte de aquella sociedad infame y decadente que la comunidad mesiánica había esperado que él destruiría hasta los cimientos» (Puente Ojea, 2001a: 276).

7. La justificación por la fe en Cristo

El centro del pensamiento (emic revelación) del Apóstol está en la justificación por la fe en Cristo resucitado frente a la Ley de Moisés: «sabiendo que no se justifica el hombre por las obras solas de la ley, sino por la fe de Jesucristo, por eso creemos en Cristo Jesús, a fin de ser justificados por la fe de Cristo, y no por las obras de la ley: por cuanto ningún mortal será justificado por las obras de la ley» (Gál 2.16). Pablo sabe que si en el simple cumplimiento de la Ley de Moisés estuviese la salvación «en balde Cristo murió» (v. 21). Pablo pone como ejemplo a la figura de Abrahán, el cual creyó a Dios, «y en su fe se le reputó por justicia» (Gál 3.6). Los verdaderos hijos de Abrahán no son, según Pablo, aquellos que cumplen la Ley (pues en tiempos de Abrahán no había Ley), sino «los que abrazan la fe» (v. 7). Para pulir su dogma, Pablo tiene muy presente el ejemplo de Abrahán: «Así es que Dios en la Escritura, previendo que había de justificar a los gentiles por medio de la fe, lo anunció de antemano a Abraham diciendo: En ti serán benditas todas las gentes» (v. 8). Luego la fe prevalece frente a la Ley, y la Alianza que hizo Dios con Abrahán no se anula cuatrocientos treinta años después con la Ley de Moisés. La Ley simplemente sirvió de freno de las transgresiones hasta la venida de Cristo, «descendiente de Abraham» (v. 19), pero no invalida la promesa, porque la promesa tiene su cumplimiento precisamente en Cristo. Por tanto, «antes del tiempo de la fe, estábamos como encerrados bajo la custodia de la ley hasta recibir la fe, que había de ser revelada» (v. 23). La fe libera así al hombre de las ataduras y sutilezas de la Ley, porque «todos los que habéis sido bautizados en Cristo, estáis revestidos de Cristo, y ya no hay distinción de judío ni griego; ni de siervo ni libre; ni tampoco de hombre ni mujer. Porque todos vosotros sois una cosa en Jesucristo: y siendo vosotros miembros de Cristo, sois por consiguiente hijos de Abraham, y los herederos según la promesa» (vv. 26-29). A continuación Pablo compara la Ley de Moisés y la fe en Cristo resucitado con los hijos de Abrahán. El primero nació de una esclava, Agar, y vendría a representar la Ley; el segundo nació de una libre, su esposa Sara, que representaría la fe en Cristo. Pues bien, «el de la esclava nació según la carne, o naturalmente; al contrario, el hijo de la libre nació milagrosamente y en virtud de la promesa. Todo lo cual fue dicho por alegoría: porque estas dos madres son las dos leyes o testamentos. La una dada en el monte Sinaí, que engendra esclavos, la cual es simbolizada en Agar; porque el Sinaí es el monte de la Arabia que corresponde a la Jerusalén de aquí abajo, la cual es esclava con sus hijos. Mas aquella Jerusalén de arriba, figurada en Sara, es libre, la cual es madre de todos nosotros» (Gál 4.23-26). Aquí hay que tener muy en cuenta que este era el modo que tenía el Apóstol de referirse a la Ley hacia los gentiles.

Por tanto, permanecer en la Ley de Moisés es permanecer en «la servidumbre de la ley antigua» (Gál 5.1). La circuncisión carnal de nada sirve para salvarse, y si un hombre se llega a circuncidar entonces «queda obligado a observar toda la ley por entero» (v. 3). Pero «con Jesucristo nada importa el ser circunciso o incircunciso, sino la fe, que obra animada por la caridad» (v. 6). Lo importante, pues, no es cumplir la Ley sino hallar la fe y los frutos del espíritu que son la caridad, el gozo, la paz, la paciencia, la benignidad, la bondad, la longanimidad, la mansedumbre, la modestia, la continencia, la castidad y, por supuesto, la fe o fidelidad. «Para los que viven de esta suerte no hay ley que sea contra ellos» (v. 23). Lo importante no es el hecho de estar circuncidado o no, nada de eso vale, sino lo que vale es ser una nueva criatura a través de la fe en Cristo Jesús. Lo importante, en fin, no es la letra de la Ley, sino el espíritu y los dones del espíritu; «porque la letra sola mata, mas el espíritu vivifica» (II Cor 3.6). El conocimiento de lo que es pecado lo halla el hombre a través de la Ley, pero al justificarse el hombre por la fe vive «sin las obras de la ley. Porque en fin ¿es acaso Dios de los judíos solamente? ¿No es también Dios de los gentiles? Sí por cierto, de los gentiles también. Porque uno es realmente el Dios que justifica por medio de la fe a los circuncidados, y que con la misma fe justifica a los no circuncidados. ¿Luego nosotros, dirá alguno, destruimos la ley de Moisés por la fe en Jesucristo? No hay tal, antes bien confirmamos la ley» (Rom 3.28-31). «Siendo así que el fin de la ley es Cristo, para justificar a todos los que creen en él» (Rom 10.4). En consecuencia, lo único estrictamente necesario para salvarse es creer de corazón que Dios resucitó de entre los muertos a Jesucristo, porque «es necesario creer de corazón para justificarse, y confesar la fe con las palabras u obras para salvarse. Por esto dice la Escritura: Cuantos creen en él, no serán confundidos» (vv. 10-11).

Pablo enfrentaba así a la teología de la promesa con la teología del pacto, y vendría a imponer un nuevo testamento frente al antiguo sellado en el Sinaí. La Ley, por tanto, no es eterna, es posterior a la promesa, es efímera, temporal; es simplemente, por decirlo con palabras de Eusebio de Cesarea, una preparatio evangelica. El cristiano es libre simplemente teniendo fe en Cristo resucitado, y puede ahorrarse la lata de cumplir los, según la Misná, 613 preceptos de la Ley que un judío piadoso, por imperativo divino, tenía la obligación escrupulosa de observar. Pablo concluye que Cristo no sólo superaba a la sabiduría griega y sus misterios sino también a la mismísima Torá, aun siendo el fin de la misma (fin en su doble sentido). Pero, bien mirado, no era el fin de la Ley para los judíos que creían en Cristo Jesús (tal y como lo interpreta Pablo), porque estos pueden (e incluso deben) seguir cumpliéndola, sino que es más bien el fin del cumplimiento estricto de la Ley para los prosélitos, es decir, para los gentiles que se conviertan al cristianismo paulino (sobre todo los temerosos de Dios, que era una buena clientela que Pablo supo aprovechar). Por decirlo de algún modo, Pablo era judío con los judíos y cristiano con los gentiles, es decir, respetaba la circuncisión de los unos y la incircuncisión de los otros, es decir, estos últimos eran libres de circuncidarse y de cumplir las rigurosas leyes de los alimentos, lo importante era la circuncisión no quirúrgica del Espíritu. El Apóstol nunca dice nada en contra de la Ley mosaica; lo que afirma sobre la Ley se refiere exclusivamente a los gentiles, esto es, a esa potencial masas de conversos que eran los temerosos de Dios y también algunos judíos helenizados de la diáspora. Como dice en el libro de los Gálatas: «En cuanto a mí, hermanos, si yo predico aún la circuncisión, ¿por qué soy todavía perseguido? Según eso, acabóse el escándalo de la cruz (que causó a los judíos). ¡Ojalá fuesen, no digo circuncidados, sino cortados o separados de entre vosotros los que os perturban! Porque vosotros, hermanos míos, sois llamados a un estado de libertad; cuidad solamente que esta libertad no os sirva de ocasión para vivir según la carne; pero sed siervos unos de otros por un amor espiritual» (5.11-13).

Pero no era intención de Pablo, cuando estaba entre los judíos, de abolir la Ley y los profetas (que en realidad anunciaban a Cristo). La polémica con la Urgemeinde en torno a la Ley no era si ésta debía de ser abolida sino si esta debía de ser cumplida por los gentiles o no. En caso de que Pablo hubiese seguido las órdenes de la Urgemeinde su éxito se hubiese transformado en un fracaso rotundo (aunque menos estrepitoso que el de Jesús en la cruz). El evangelio de Mateo, aun siendo paulino (porque acepta el dogma de la muerte vicaria de Jesús), es más legalista –por así decir– que el evangelio de Marcos, que se escribió en función de convertir a las gentilidades, sin que tuviesen la necesidad de cumplir a raja tabla una Ley tan molesta y, para ellos, en el fondo, tan absurda (como también lo es para nosotros). Mateo responde a Pablo (y, por consiguiente, a Marcos) afirmando que la Ley hay que cumplirla: «No creáis que vine a abolir la Ley o los profetas. No vine a abolir la Ley sino a cumplirla. Pues con certeza os digo: hasta que pase el cielo y la tierra, de ninguna manera pasará de la Ley ni una iota ni una coma, hasta que todo se lleve a cabo. Quien derogue uno solo de estos precepto [suponemos que se refiere a los 613 que comentamos] y enseñe así a los hombres, será llamado el menor en el reino de los cielos; pero quien cumpla y enseñe, este será llamado grande en el reino de los cielos. Pues os digo que si la justicia no os desborda a escribas y fariseos, de ninguna manera entraréis en el reino de los cielos» (5.17-20). Pero hemos de pensar que esto no lo dice Jesús, aunque lo suscribiese, porque a un judío tan piadoso como él no se le pasaría por la cabeza si abolir o no la Ley, eso es cosa que el Nazareno ni se hubiese planteado: la Ley había que cumplirla sí o sí, y para eso ni siquiera había debate, es decir, para él decir eso sería una perogrullada, algo tan evidente que es tonto decirlo. «¡Pues cómo voy a venir a abolir la Ley!», podría decir indignándose. Es más bien el evangelista (Mateo) el que dice eso en boca de Jesús pensando contra Pablo (y contra Marcos). Aunque Mateo también le hace decir en 7.25: «Apartaos de mí quienes practican lo contrario de la Ley», refiriéndose al día del Juicio, porque dicho día «enviará el Hijo del hombre a sus ángeles, y recogerá de su reino todos los escándalos y los que practican lo contrario a la Ley y los arrojarán al horno del fuego; allí será el llanto y el rechinar de dientes» (13.41-42). Esto último sí que se acopla a lo que sabemos del Jesús histórico, siempre tan «amable» con los incumplidores compulsivos de la Ley (aunque fuesen judíos).

En las epístolas deuteropaulinas, desde una posición ya segregada de la teología de la restauración de Israel en la que se movía Pablo e involucradas institucionalmente en el interior del Imperio, la Ley queda completamente superada. Definitivamente con Cristo se inicia la era de la libertad, con él se termina la tortura de «no tomes», «no gustes», «no toques» ciertos alimentos, sin que esto se quiera dar a entender que haya que vivir desenfrenadamente y echarse a la gula y a las malas acciones: «Nadie, pues, os condene por razón de la comida, o bebida, o en punto de días festivos, o de novilunios, o de sábados» (Col 2.16), pues como decían San Jerónimo, San Juan Crisóstomo y San Ambrosio estos preceptos de la Ley son sólo apariencia de sabiduría y piedad, pues nacen de una afectada humildad que descuida la salud del cuerpo y lo priva del sustento necesario para vivir.

8. Escándalo y necedad

El tarsiota, en fin, pensó su evangelio contra el judaísmo que no creía en la resurrección de Jesús y le escandalizaba su mesianidad, y el paganismo que lo consideraba un necedad; pensamiento que se encuentra condesando en su famosa fórmula: «nosotros predicamos sencillamente a Cristo crucificado, lo cual para los judíos es motivo de escándalo, y parece una locura a los gentiles» (I Cor 1.23). Hay que tener en cuenta que, al decir un Mesías es necedad para los paganos y escándalo para los judíos, Pablo predicaba a los temerosos de Dios, esto es, el público más propenso para la conversión paulina, el cual ni interpretaban la crucifixión del Mesías como una necedad ni como un escándalo. El tarsiota abría así una tercera vía entre el paganismo (tan politeísta como filosófico) y el judaísmo que rechazaba la mesianidad y la resurrección de Jesús y también, con mucho más escándalo aún, el dogma de la Encarnación. «Si para los judíos el motivo de rechazo de la cruz se encuentra en la Revelación, es decir, en la fidelidad al Dios de sus padres, para los griegos, es decir, para los paganos, el criterio de juicio para oponerse a la cruz es la razón.

En efecto, para estos últimos la cruz es moría, necedad, literalmente insipidez, un alimento sin sal; por tanto, más que un error, es un insulto al buen sentido» (Ratzinger, 2008). «San Pablo mismo, en más de una ocasión, sufrió la amarga experiencia del rechazo del anuncio cristiano considerado "insípido", irrelevante, ni siquiera digno de ser tomado en cuenta en el plano de la lógica racional. Para quienes, como los griegos, veían la perfección en el espíritu, en el pensamiento puro, ya era inaceptable que Dios se hiciera hombre, sumergiéndose en todos los límites del espacio y del tiempo. Por tanto, era totalmente inconcebible creer que un Dios pudiera acabar en una cruz» (Ratzinger, 2008).

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