Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 138 • agosto 2013 • página 6
Casi al mismo tiempo que se desplegaba en España la interpretación filosófica del Quijote según los cánones de la hermenéutica auspiciada por el romanticismo alemán, surgió una línea distinta de interpretación filosófica que, por utilizar un nombre consagrado en el ámbito de la crítica, vamos a denominar “panegirista”. En realidad, la escuela panegirista como tal, que se caracteriza por enaltecer a Cervantes como un auténtico experto o sabio en alguna rama especializada de la ciencia, del saber o de la técnica, e incluso como un descubridor o anticipador de hallazgos posteriores, es en sus inicios anterior a la aproximación filosófica a la novela en España y, desde luego, gozó de gran popularidad, pero, a partir de los años sesenta del siglo XIX, la corriente panegirista se extiende desde las materias científicas, humanísticas o técnicas a la filosofía, de forma que también se intentará ver en Cervantes un gran pensador y en el Quijote como un tesoro de valiosas enseñanzas filosóficas.
Se puede considerar a Antonio Hernández Morejón el iniciador de esta tendencia en su Bellezas de medicina descubiertas en el “Quijote” (1836), donde se presenta a Cervantes como un anticipador del método de Pinel de curación del las enfermedades mentales, y continuó luego a lo largo de todo el siglo XIX a través de los opúsculos de Fermín Caballero, Pericia geográfica de Miguel de Cervantes (1840), Cesáreo Fernández, Cervantes, marino (1869); Antonio Martín Gomero, Jurispericia en Cervantes (1870), José María Sbarbi, Cervantes teólogo (1870), José María Piernas y Hurtado, Ideas y noticias económicas del “Quijote” (1874) y Emilio Pi y Molist, Primores del Don Quijote en el concepto médico-psicológico… (1886). Es un error pensar que el prurito de retratar a Cervantes como un reputado sabio o experto dominador de múltiples conocimientos en diferentes ramas del saber y de la técnica fue una cosa del siglo XIX; este género de estudios sobre el libro cervantino continuó a lo largo del siglo XX e incluso ya en el siglo XXI se siguen publicando trabajos de este tenor.
El más reciente, y sin duda el más extravagante, es el libro de José Valdés Berenguer, titulado Cervantes y la Física (2007) donde se investigan los conocimientos de física que se atesoran en toda la obra de Cervantes y hasta llega, en su afán por reputar a Cervantes como un gran sabio, al extremo de atribuirle la anticipación del descubrimiento de Galileo de montañas en la Luna, en virtud de la referencia en I, 20 del Quijote a los montes de la Luna, un error que Valdés se habría ahorrado si se hubiera informado, en cualquier edición anotada de la novela, de que con esa expresión se referían en la época a unos montes de Etiopía, donde se suponía que nacía el Nilo; además ¿en qué cabeza cabe que antes del descubrimiento del telescopio por Galileo, alguien como Cervantes pudiera hablar de montes en la Luna de una forma que no fuera gratuita? Y, agárrese el lector, en el pasaje de la aventura de la cueva de Montesinos (II, 23, 729) en que se habla del tiempo transcurrido durante la estancia de don Quijote dentro de la cueva, detecta una anticipación de la teoría de la relatividad de Einstein. No se piense que quien dice todo esto es un indocumentado; su autor es un profesor de Física (véanse op. cit, Mira Editores, S.A., 2007, págs. 40-5, especialmente la pág. 40 y la pág. 43)
Una vez exaltado Cervantes por el dominio que supuestamente se reflejaba en su inmortal novela sobre materias tan diversas como la psiquiatría, la geografía, la náutica, el derecho, la teología y la economía, no podía faltar, para completar el retrato de Cervantes como depositario de una sabiduría enciclopédica, el ensayo de elogiar el saber de Cervantes en la esfera de la filosofía e incluso sus descubrimientos o anticipaciones.
El enfoque panegirista, tanto de índole filosófica como de cualquier otra índole, no tiene por qué ir ligado, al menos en teoría, a una concepción alegorista del Quijote; puede darse al margen de todo alegorismo o bien combinarse con éste. Esto merece destacarse porque aquí hay una diferencia notable en la práctica entre el enfoque panegirista de orientación filosófica y los orientados científica o técnicamente y es que, mientras en éstos, huyendo de todo alegorismo, sin perjuicio de que el autor comparta alguno o varios de los siete géneros de interpretaciones simbólicas que hemos distinguido, se aborda el Quijote como un material positivo en el que se pretende documentar la existencia de algún tipo de saber, en aquél, en cambio, encontramos tanto muestras de estudios panegiristas de índole literalista que pretenden documentar de forma positiva o empírica la existencia en el Quijote de pensamientos filosóficos, como de estudios panegiristas y a la vez alegoristas que buscan a un nivel más profundo ese tesoro de sabiduría filosófica que el gran libro encierra.
Pues bien, dada esa doble vertiente en los estudios panegiristas del Quijote filosóficamente orientados, en este capítulo abordaremos el estudio del acercamiento filosófico a la novela de Cervantes desde la óptica panegirista, pero no alegorista, pero también abordaremos el estudio de los comentarios del Quijote en los que hay un marcado acento panegirista, aunque rocen lo simbólico o incluso sean manifiestamente simbólicos. Cabe distinguir, pues, entre la aproximación panegirista, pero no alegórica, de la filosofía del Quijote y la aproximación panegírico-alegórica a ésta.
Con el primer tipo distinguido nos referimos al género de estudios panegiristas del Quijote en que se pretende dar una lectura filosófica de éste, sin servirse de una clave alegórica, sino meramente atenerse a la exégesis literal de textos aislados o bien del conjunto de material textual que nos ofrece la novela, supuestamente portadores o depositarios de pensamientos filosóficos especialmente valiosos.
Patricio de Azcárate y el criterio cervantino de verdad
Los primeros trabajos legados de comprensión filosófica del Quijote realizados conforme a los patrones de la corriente panegirista se fundan precisamente en la exégesis literalista de ciertos pasajes del gran libro. El primero en comenzar esta forma de aproximarse al Quijote fue Patricio de Azcárate, quien en su ya citada Exposición histórico-crítica de los sistemas filosóficos modernos y verdaderos principios de la ciencia (1861), la primera historia de la filosofía moderna escrita por un español, se enaltece el rango filosófico de Cervantes hasta tal punto que lo coloca a la par de Descartes como cofundador de la filosofía moderna, “las dos lumbreras del siglo XVII”, más que como antecedente de ésta o del propio Descartes, aunque naturalmente Cervantes no habría expresado de forma académica y sistemática las ideas filosóficas que se adelantan a las de Descartes, sino a la manera de un artista. En la conclusión del libro, declara que Cervantes a la vez que Descartes habría causado una revolución filosófica al proclamar anticipadamente, bien es cierto que por un rumbo distinto, la evidencia como primer criterio de verdad (op. cit., tomo IV, pág. 211). Pero no se molesta en exponer los fundamentos de semejante proclamación y exaltación de la contribución cervantina al pensamiento filosófico, por lo que bien poco vale. No hay en el Quijote ni en ninguna otra obra cervantina pasaje alguno que justifique la declaración de Azcárate.
Es más, si en la obra de Cervantes cabe identificar algún criterio de verdad, éste no es, desde luego, el de la evidencia, sino el de la experiencia sensorial y también el de la razón, que aparecen en aquélla como verdaderas fuentes y garantías del conocimiento. En cuanto al primero de estos dos, son varios los pasajes de sus escritos en los que se proclama la experiencia como la base del saber y criterio de verdad. Así en el Persiles se declara rotundamente que “la experiencia en todas las cosas es la mejor maestra de las artes” (I, 14, pág. 222). Mucho antes, en una de sus comedias, El laberinto de amor, ya había manifestado la seguridad de la experiencia como criterio de verdad: “Y si lo ignoras, te advierto / que son seguras verdades / las que la experiencia apura” (III, 2723-5, en Miguel de Cervantes, Teatro completo, pág. 531). No se piense, sin embargo, que Cervantes tiene una noción estrecha y chata de experiencia.
En cuanto al segundo, se le reconoce a la razón un status de igual nivel que a la experiencia, como se colige de un pasaje de La Galatea, en el que se da a entender que la alianza entre la experiencia y la razón constituye el criterio más firme de verdad de una opinión: “En tanto que la experiencia y la razón no me mostraren el contrario de lo que hasta aquí me han mostrado, yo creo que mi opinión es tan verdadera cuanto la tuya falsa” (Citamos por la edición de Cátedra, 1ª ed. 1995, 4ª 2011, I, pág. 234).
El criterio de verdad en el Quijote
Pasemos ahora del criterio o, más bien, de los criterios de verdad en la obra de Cervantes a analizar su presencia exclusivamente en el Quijote, empezando por la experiencia. Ésta se nos presenta en la gran novela como una base segura de la ciencia y del conocimiento, tanto en el plano de las declaraciones expresas como en el del ejercicio. En el plano declarativo, es el mismo don Quijote quien apela a la sentencia “la misma experiencia, madre de las ciencias todas” (I, 21, 188) y lo hace en este caso para explicar la verdad de los refranes, la cual emana precisamente de la experiencia. Y en el plano del ejercicio vemos cómo don Quijote confía, a juzgar por sus propios actos, en la experiencia como fuente y criterio de conocimiento seguro. De hecho en relación con él, aparece la palabra “experiencia”, que a partir del siglo XVI adquiere un gran prestigio, muy tempranamente ya en el primer capítulo del libro, cuando el narrador nos cuenta cómo el hidalgo fabrica una celada a partir de un morrión o casco, como el que utilizaban los arcabuceros, poniéndole unas barras de hierro por dentro, pero “sin querer hacer nueva experiencia de ella” para probar la celada así compuesta, ya que el hidalgo quedó satisfecho de la fortaleza de ésta y no veía, pues, la necesidad de contrastar ésta con una “nueva experiencia”. Esto nos remite a una primera experiencia en la que Alonso Quijano puso a prueba una primera celada compuesta por él, en vista de que no tenía una celada de encaje (la que se puede encajar en la coraza), poniéndole al casco media celada hecha de cartón, golpeándola con su espada y con un golpe obviamente quedó deshecha la media celada de cartón que le había costado una semana hacer. Lo que nos importa es la moraleja de este asunto y es que don Quijote supone que la experiencia es un criterio fiable de la verdad, en este caso de la verdad de una obra de tipo técnico. Al comienzo de la segunda parte el narrador utiliza dos veces la expresión “hacer experiencia” para describir la operación del cura y el barbero de comprobar el estado de la salud del hidalgo que ponen en marcha visitándole y conversar con él tanteándolo o poniéndolo prueba en puntos sensibles (I, 1, 549 y 550). Incluso Sancho está al corriente de la palabra “experiencia”. Al final de la primera parte del libro, dice saber “de experiencia” que de ciento aventuras que se encuentran, noventa y nueve suelen salir mal y diferentes de cómo se habían planeado (I, 52, 528).
Otra cosa es que tanto el caballero como el escudero no siempre utilicen bien la experiencia, aunque el primero tiene obviamente aún mayores dificultades para manejarla que el segundo: don Quijote por causa de su locura, bien es cierto que aun en medio de ésta él confía en la experiencia como base del conocimiento; y Sancho, como consecuencia de su simplicidad, de lo que el mejor ejemplo es la manera como llega a dudar primero y finalmente a negar su propia experiencia sensorial de una tosca labradora que la duquesa llega a hacerle creer que realmente es Dulcinea encantada.
Examinemos en detalle un excelente caso en que la experiencia se acepta como criterio de verdad por la pareja inmortal, pero a la vez que seremos testigos de los problemas de don Quijote para manejarse con ella y de la mayor destreza de Sancho, comprobaremos que la referencia a la experiencia como base última para resolver una cuestión se combina con el reconocimiento de la razón o el razonamiento y la autoridad como criterios también de verdad. Se trata del divertido debate, una auténtica pieza maestra, que el caballero y el escudero sostienen sobre si los miembros del cortejo que acompañan a don Quijote, cuando lo llevan enjaulado a su casa, son fantasmas demoníacos o no (I, 47). Los que participan en el cortejo van disfrazados y a don Quijote esto le hace pensar que tienen que ser fantasmas. Sancho sabe realmente quiénes son los disfrazados e intenta inútilmente, como se verá, convencer a su señor de que no lo son. Comienza Sancho la contienda espetándole a su amo burlonamente que esas visiones que por aquí andan realmente no son tales. Don Quijote considera que tienen que ser demonios que han adoptado una forma fantasmal, que han tomado “cuerpos fantásticos”, puesto que han venido para atarlo y ponerlo en el estado en que está, enjaulado.
Y es entonces cuando invoca la experiencia táctil para comprobar si lo que llama demonios-fantasmas y Sancho, visiones, realmente son tales cosas o no. La hipótesis de don Quijote es que si lo son, tienen que ser intangibles, puesto que no tienen cuerpo; y si no lo son, han de ser tangibles: “Y si quieres saber la verdad, tócalos y pálpalos, y verás como no tienen cuerpo, sino de aire y como no consiste más de en la apariencia” (I, 47, 483). Sancho le replica que ya los ha tocado y que uno de los supuestos diablos es rollizo de carnes y además huele a ámbar, y no a azufre y otros malos olores, como debería oler si fuese un demonio. Don Quijote no admite su derrota en el terreno experimental que le ha propuesto a Sancho y, ratificándose en su posición, una mezcla de teología y manía caballeresca nutrida de lecturas de libros de caballerías, contrarreplica que los diablos no huelen a nada, porque son espíritus, y que si a él le parece que uno de los demonios huele a ámbar, o bien se engaña o el demonio quiere engañarle con hacer que no le tenga por demonio. Con esta segunda alternativa sale al paso de la primera parte de la respuesta de Sancho, cuando decía que había tocado a los supuestos demonios; pues bien, con esta segunda alternativa sugiere que los demonios pueden tomar cualquier figura o apariencia incluso tangible y olorosa y de esa manera engañar a Sancho, o a cualquiera, haciéndole creer que no es del demonio, siéndolo realmente. Y con esta salida del caballero se suspende de momento la refriega dialéctica con su escudero, que continúa más adelante al final del capítulo siguiente.
Pero antes de proseguir hagamos una parada y reparemos en la forma de razonar tan llamativa de don Quijote, el cual recurre a casos posibles o hipotéticas o posibilidades, por lo que bien puede llamarse argumento de los casos posibles o hipotéticos o argumento a partir de posibilidades, un género de argumentación del que fueron verdaderos maestros los escépticos griegos y al que pertenecen también los argumentos cartesianos del sueño y del genio maligno o sus reformulaciones actuales, como el argumento del cerebro en la cubeta o sobre científicos perversos que sólo piensan en engañarnos. Esta forma de argumentar se funda en el supuesto de que cualquier tesis, hipótesis, opinión o argumento se puede neutralizar o contrarrestar porque siempre es posible crear y proponer una contratesis, contrahipótesis, contraopinión o contraargumento tan firmes y convincentes como aquéllos. Así en la versión quijotesca de este tipo de razonamiento a la tesis de Sancho de que el hecho de experiencia de que son tangibles y alguno de ellos oloroso prueba que los personajes disfrazados no so fantasmas demoníacos se opone la tesis de que sí lo son porque es posible que el demonio quiera aparecerse adoptando una figura human tangible y en algún caso olorosa, de forma que el engaño sea tan completo que nada delate la presencia del demonio.
Pero mientras los escépticos griegos y los que en la época moderna y contemporánea hacen uso de ese tipo de argumentación lo que buscan es provocar la duda e inducir a suspender el juicio sobre el tema en litigio, don Quijote, de manera un tanto incoherente e ilógica, lo que pretende es mostrar que Sancho está equivocado y que él está en lo cierto y, en definitiva, en proteger su creencia de cualquier posible refutación, lo que le inducirá a persistir en el recurso a semejante forma de argumentar, que irá adaptando a las nuevas situaciones surgidas en el curso del debate, en el que, por cierto, es Sancho el que lleva la iniciativa y se comporta más racionalmente que su amo.
Prosigamos con la contienda dialéctica entre el caballero y el escudero. Apelando de nuevo a la experiencia, Sancho intenta convencer a su amo de que dos de los supuestos fantasmas demoníacos son, en realidad, el cura y el barbero de su lugar que se encubren bajo un disfraz, aunque Sancho, intoxicado ya por todo lo que le ha oído a su señor sobre los libros de caballerías, cree erróneamente que el motivo por el cual quieren llevarlo de esta guisa a su aldea es por pura envidia que tienen de que su señor se les adelante en hacer famosos hechos; y supuesta esta verdad, síguese, argumenta Sancho, que su amo no va encantado, sino engañado y hasta osa tildar a su señor de “tonto” y de tener “trastornado el juicio” por dejarse embaucar de esta manera. Pero a pesar de sus buenas razones de nuevo fracasa en su intento, porque sencillamente es imposible convencer al caballero, el cual se atrinchera como antes con un argumento especulativo de posibilidad, según el cual es posible que los fantasmas encantadores hayan tomado la apariencia de sus dos convecinos y amigos:
“Y en lo que dices que aquellos que allí van y vienen con nosotros son el cura y el barbero…bien podrá ser que parezca que son ellos mismos; pero que lo sean realmente y en efecto, eso no lo creas en ninguna manera: lo que has de creer y entender es que si ellos se les parecen, como dices, debe de ser que los que me han encantado habrán tomado esa apariencia y semejanza, porque es fácil a los encantadores tomar la figura que se les antoja, y habrán tomado las de estos nuestros amigos, para darte a ti ocasión de que pienses lo que pienses y ponerte en un laberinto de imaginaciones, que no aciertes a salir de él aunque tuvieses la soga de Teseo; y también lo habrán hecho para que yo vacile en mi entendimiento, y no sepa atinar de dónde me viene este daño”. I, 48, 499
Así que a la postre se estrella cualquier invocación de la experiencia como criterio de verdad ante una forma de argumentar tan desquiciada que le permite a don Quijote atrincherarse en una posición inexpugnable, pero irracional. En este caso es el criado quien le da una lección a su señor acerca de cómo se debe emplear el criterio de la experiencia en la situación en que se hallan.
Pues Sancho está tan convencido de la certeza de sus buenas razones que no se rinde y la disputa sigue en pie, la cual nuevamente se lleva al terreno de la experiencia para resolverla, en este caso con más éxito para Sancho, que demuestra ser más diestro en su manejo que su amo, a quien su enfermedad caballeresca le bloquea el buen uso de su entendimiento cuando lo que está en juego concierne, como este caso, a materias de caballerías. Pero el escudero cambia de táctica: visto que no es posible descabalgar a su amo procurando probarle por la vía de los hechos que no son fantasmas encantadores las que realmente son figuras humanas disfrazadas harto conocidas, mediante lo cual el objetivo final de Sancho es probarle que no está encantado, ahora va a tratar de probarle directamente que no está encantado.
Así se produce un giro en el debate en el que, en efecto, el tema en liza ahora es si el caballero está realmente encantado dentro del carro en que lo transportan enjaulado hasta su lugar o no. Don Quijote cree que estaba encantado porque de repente, tras despertarse, se encontró atado de pies y manos en su aposento en el mesón de Juan Palomeque, que él tenía por castillo encantado, y no teniendo ante sí otra cosa que unas figuras disfrazadas que, como hemos visto, él tomó inmediatamente por fantasmas, pensó que éstos le habrían encantado, pues no se podía mover ni defender, unos fantasmas que inmediatamente lo enjaulan y acomodan la jaula en un carro tirado por bueyes. Don Quijote no deja de sorprenderse, incluso de sentirse de momento confuso, a pesar de que casi todo es posible en su desvariada imaginación, por este género de encantamiento tan singular, pues tras echar un repaso a las que muy acertadamente Sancho denomina “escrituras andantes” (I, 47, 483), él, que ha leído tantas y tantas historias de caballeros andantes, no halla paralelo alguno en tales escrituras, que, como es bien sabido, son la Biblia para don Quijote en asuntos profanos concernientes a materias caballerescas:
“Jamás he leído, ni visto, ni oído que a los caballeros encantados los lleven de esta manera y con el espacio [lentitud] que prometen estos perezosos y tardíos animales, porque siempre los suelen llevar por los aires con extraña ligereza, encerrados en alguna parda y escura nube o en algún carro de fuego, o ya sobre algún hipogrifo o en otra bestia semejante; pero que me lleven a mí ahora sobre un carro de bueyes, ¡vive Dios que me pone en confusión!”. I, 47, 482-3
Pero a pesar de que, según reconoce, en las “escrituras andantescas” no se mienta un género de encantamiento semejante al que él padece y de que lo que él cree que le sucede está en contradicción con lo que se dicta o recoge en los libros andantescos, el caballero, lejos de poner en duda su supuesto encantamiento, trata de hacerlo encajar con los libros andantescos, el canon de la verdad para él en el ámbito de lo profano, recurriendo otra vez a un argumento puramente especulativo de posibilidad como tabla de salvación:
“Pero quizá la caballería y los encantos de estos nuestros tiempos deben de seguir otro camino que siguieron los antiguos. Y también podría ser que, como yo soy nuevo caballero en el mundo, y el primero que ha resucitado el ya olvidado ejercicio de la caballería aventurera, también nuevamente se hayan inventado otros géneros de encantamientos y otros modos de llevar a los encantadores”. I, 47, 483
Sin embargo, contra Sancho no valen nada estos argumentos que alegan meras posibilidades especulativas sin base alguna, unos argumentos que se estrellan contra los hechos bien conocidos por él, que incluyen no sólo los hechos de la identidad humana de los supuestos fantasmas demoníacos y encantadores, sino otros nuevos que va a sacar a relucir en el nuevo giro que le imprime al debate, que pretende resolver apelando a los hechos de experiencia. No es que Sancho cuestione la existencia de fantasmas o encantadores ni de encantamientos, pues él, por lo que ha oído y por lo que le ha contagiado su amo, comparte con él la “ontología andantesca o caballeresca,” comprometida con la realidad de semejantes cosas, ni menos aún la existencia de demonios que puedan tomar forma fantasmal, que él, como católico, acepta, sino que, supuesta por ambos la verdad de tales cosas, hay, según Sancho, criterios empíricos para determinar si alguien está encantado o no, unos criterios que él considera incuestionables y su amo también porque se basan en lo que las “escrituras andantescas” se dice acerca de cómo el encantamiento afecta al comportamiento de los encantados. Esta es la base de la estrategia argumentativa que emprende el escudero ahora. Y tan seguro está de ésta que, dirigiéndose a don Quijote, le asegura su voluntad de “probar evidentemente como no va encantado” (I, 48, 500). Esta evidencia, de la que habla aquí Sancho, digamos de pasada, no tiene nada que ver con la evidencia de tipo cartesiano como criterio de verdad que Azcárate le adjudica a Cervantes, pues aquí se trata de un evidencia que surge del contraste con la experiencia; es, pues, una evidencia empírica.
La nueva estrategia probativa de Sancho procede a partir de la hipótesis de que si alguien está encantado, deben producirse ciertos hechos comprobables en su conducta, que, en caso de no darse, implicarían la refutación de la hipótesis del encantamiento, en este caso de su amo. A partir de aquí, el despliegue de la prueba consta de dos pasos o partes escalonados, en los que Sancho lleva la iniciativa
En primer lugar, según las “escrituras andantescas”, los encantados carecen de las necesidades biológicas básicas; don Quijote las tiene; luego no puede estar encantado. Tal es el sentido del argumento de Sancho desplegado a lo largo del interrogatorio al que somete a su amo. Sancho inicia el interrogatorio preguntándole a su amo si tiene ganas de hacer aguas mayores o menores o, dado que esto no lo entiende don Quijote, si ha tenido ganas de hacer lo que no se excusa, a lo que éste responde que las ha tenido muchas veces y que aun ahora las tiene, con lo que le apremia a que lo saque de la jaula para poder satisfacer sus necesidades inexcusables. Pero Sancho de momento no atiende esta petición y aprovecha la situación para continuar el interrogatorio, pues está firmemente convencido de que por fin tiene cogido a su amo, quien no podrá ya dejar de reconocer su error de creer que está encantado. Para reforzar su argumento, Sancho añade que los que están encantados, aparte de no tener ganas de hacer las obras naturales que él acaba de indicar, tampoco tienen necesidad de comer, ni de beber; pero aquellos que, como su señor, tienen las mentadas ganas inexcusables y además comen y beben, como él, cuando les dan de comer y de beber, no pueden estar encantados.
Más atrás, Sancho había esgrimido contra el cura y el canónigo, amparándose en el testimonio de otras personas que toma como voz autorizada, un catálogo más amplio de necesidades de las que carecen los presuntos encantados; declara haber “oído decir a muchas personas” que éstos además de no comer, tampoco duermen ni hablan (I, 47, 488), pero ahora se olvida de mentar esto y, en cambio, introduce la carencia de las necesidades inexcusables como criterio discriminador entre encantados y no encantados, un criterio que reaparecerá, aunque algo modificado ya que don Quijote lo restringe sólo a los excrementos mayores, en la aventura de la cuerva de Montesinos, donde el caballero confirma, en cambio, que no comen (II, 23, 729-730) y el propio desarrollo de la aventura desmiente, sin embargo, la creencia de Sancho de la pérdida del habla, pues asistimos a la conversación de don Quijote con Montesinos y con una de las compañeras labradoras de Dulcinea y a la de Durandarte con Montesinos, todos ellos encantados. Por detrás de estos vaivenes en lo que los encantados hacen o dejan de hacer está sin duda la sorna del narrador que no ceja en su empeño de hacernos reír ridiculizando la absurda disputa entre el amo y el escudero sobre la realidad de los encantamientos.
Don Quijote concede la verdad de cuanto Sancho ha dicho, pero intenta neutralizar el argumento que Sancho considera incontestable recurriendo nuevamente al socorrido argumento de posibilidad esgrimido antes, pero aplicado a esta nueva situación, según el cual “hay muchas maneras de encantamientos, y podría ser que con el tiempo se hubieran mudado de unos en otros y que ahora se use que los encantados hagan todo lo que yo hago, aunque antes no lo hacían” (I, 49, 501). En suma, el caballero puede tener necesidades naturales perentorias, pero, aun así, es posible que esté encantado, pues no cabe descartar la existencia de otras variedades de encantamiento, aunque nada de esto esté consignado en las “escrituras andantescas”.
Sancho no desmaya ante tan inesperada respuesta y lanza un nuevo y último ataque, que constituye el segundo paso de su argumentación, cuyo sentido se puede resumir así: los encantados no pueden moverse libremente; ahora bien, podría comprobarse que don Quijote se mueve libremente, si se le suelta de la jaula, y de hecho se comprueba que es así; luego no puede estar encantado. Sancho, para convencer de una definitiva vez a su amo de que está engañado al creer en su encantamiento, le propone liberarlo sacándolo de la jaula y que así pruebe de nuevo a montar sobre Rocinante y que salgan ambos a buscar aventuras. Sancho está tan firmemente seguro no sólo de la verdad de su posición sobre el no encantamiento de su amo, sino de que por fin va a lograr sacarlo de su error, que le promete como buen y leal escudero encerrarse con él en la jaula si no acierta en lo que le dice.
Don Quijote acepta el reto de Sancho y se muestra bien dispuesto a que la investigación sobre si está encantado o no se pueda dilucidar de una vez por todas. Así que comienza expresando su contento de hacer lo que Sancho propone para zanjar el asunto y hasta le apremia a que lo ponga en libertad en cuanto vea una coyuntura favorable (no se olvide que además el caballero tiene urgencia en dar curso a necesidades inexcusables), asegurándole que lo obedecerá en todo lo que sea menester para poder dar fin a la investigación. Ahora bien, a diferencia de Sancho, que tiene una fe optimista en dar por fin con una prueba crucial empírica de que su amo no está encantado, don Quijote, no obstante su favorable actitud, sigue aferrado al pesimismo epistemológico que ha mantenido desde el principio sobre este asunto; por ello, después de tanta muestra de su predisposición a colaborar, para atemperar la confianza de su escudero, no renuncia a lanzarle una advertencia en que se revela su desconfianza al respecto: “Pero tú, Sancho, verás como te engañas en el conocimiento de mi desgracia” (I, 49, 502.)
Inmediatamente, Sancho pone manos a la obra. En cuanto termina así la plática con su amo, aprovecha la oportunidad que se le ofrece al llegar el carro y la comitiva a un verde, apacible y fresco paraje, en el que hacen una parada, y al instante Sancho ruega al cura que permita a su señor salir de la jaula alegando las necesidades inexcusables que le apremian. El cura le transmite su voluntad de hacer lo que le pide, pero le expresa su temor de que don Quijote, viéndose libre, huya y no se sabe dónde vuelva a hacer de las suyas. Así que el escudero se ve obligado, para conseguir al menos que su amo salga de la jaula y del carro, a dar su palabra de que no huirá, promesa a la que se suma su amo que lo estaba escuchando todo. Esto tiene una consecuencia para el experimento crucial de Sancho y es que la segunda parte del mismo, que era precisamente la de subir sobre Rocinante y largarse en busca de más aventuras no se va a poder cumplir. Pero no importa, para que el experimento funcione basta con que se cumpla la primera parte, consistente en que don Quijote salga de la jaula y vea que se puede mover libremente fuera de ella en el sitio en el que se hallan, aunque sólo sea para hacer sus necesidades.
Y se cumple: le desatan las manos y los pies, lo sueltan de la jaula, sale fuera y lo primero que hace es estirarse todo el cuerpo, va donde Rocinante y le da palmadas en las ancas, le habla a su caballo para expresarle su esperanza en Dios y en su bendita madre de que presto volverán ambos a ejercitar el oficio de la caballería andante, se aparta con Sancho para hacer sus necesidades a un lugar alejado, regresa, ya aliviado, con deseos de poner en obra o en práctica lo que Sancho ordene, quitando la salida en busca de aventuras impedida por la promesa que han hecho, pero a cambio, después de todo esto, permanece un buen rato liberado, durante el cual tiene tiempo para mantener un largo coloquio con el canónigo sobre los libros de caballerías y teoría literaria, de escuchar la historia del cabrero Eugenio, de tener una sangrienta refriega con él jaleada por el cura, el barbero, el canónigo y los cuadrilleros, sin que Sancho pueda socorrerlo, y finalmente, sin necesidad de huir, de subir de nuevo sobre Rocinante y con la adarga embrazada y la espada en la mano salir al encuentro de los disciplinantes, arremeter contra las andas sobre las que llevaban la imagen de la Virgen, y de tener un fatal choque con un disciplinante que lo golpea en el hombro tan fuerte que don Quijote cae malparado en el suelo con el hombro hecho pedazos. Después de esto, es el propio caballero el que, estando tan mal, pide a Sancho, que inmediatamente se ha acercado a prestarle auxilio, que lo ponga sobre “el carro encantado”, lo que enseguida se hace quedando enjaulado como antes, no sin que antes Sancho le diga que de momento lo más conveniente para ambos es volver a la aldea y que allí ya darán orden de hacer otra salida en pos de aventuras.
Parecería que toda esta retahíla de acciones que el caballero pone en obra tras soltarlo de su encierro, deberían bastar para convencerle al fin de que puede actuar libremente y por tanto no está encantado. Pero no es así. De hecho, un instante antes de ser desenjaulado y de ejecutar los primeros actos fuera de la jaula, don Quijote, por si ya Sancho se hacía ilusiones de estar a punto de alzarse con la victoria y a la vez para tranquilizar al cura, que como vimos, teme su huida, contraataca de nuevo con su argumento favorito en estas lides, el de de los casos posibles o hipotéticos, según el cual es posible que todo lo que haga esté bajo el control del encantador, de forma que en realidad no es libre para hacer lo que quiera y que en cuanto se mueva para huir, le podría hacer volver si quiere. Así que en todo momento en que el encantado don Quijote cree actuar libremente en realidad está haciendo lo que el encantador le consiente hacer, que siempre lo tiene bajo su poder y puede incluso forzarle a hacer acciones contrarias a su voluntad, como mantenerlo quieto en un sitio, como cuando él va en la jaula sin poderse mover, o hacerle volver en volandas si hubiera huido, aunque en este último caso se está admitiendo que no todo lo controla el encantador, puesto que se admite que el encantado puede huir, aunque sin éxito. En realidad, este argumento de los casos posibles es una variante particular de la versión anterior del mismo, pero, en vez de aplicarse a cualquier acción, se aplica sólo a las acciones libres. Don Quijote podría haber echado mano de esa versión más general y más potente del argumento de los casos posibles y haber alegado que es posible que haya un tipo de encantamiento en que los encantados hagan todo lo que hace don Quijote, lo mismo lo que hace dentro de la jaula inmovilizado que fuera de ella libremente, de forma que el encantador puede ordenar que el encantado obre de tal modo que sea igual que lo que hace el no encantado.
Después de esta respuesta de don Quijote cesa el debate y no se vuelve a reanudar. De haber proseguido, Sancho podría haber contraargumentado, dentro, claro está, de los supuestos ontológicos compartidos por ambos, en que se admiten encantadores y encantamientos, y epistemológicos, en que se aceptan las “escrituras andantescas” como autoridad sobre le comportamiento de los encantados, alegando que don Quijote se extralimita tanto en su manejo del argumento de los casos hipotéticos que al final no hay nada que distinga a un encantado de un no encantado. Para hacer frente a las sucesivas objeciones de Sancho se ve obligado a hacer que progresivamente la supuesta realidad de un encantado se parezca o imite tanto a la de un no encantado que al final se identifican, dejando de tener sentido diferenciar al primero del segundo, pues queda reducido a éste.
En otras palabras, en lo que toca al encantamiento del caballero manchego, si el poder de un encantador llega a tanto que puede hacer que un encantado tenga la misma figura y haga lo que haría un no encantado, no habría diferencia alguna entre don Quijote encantado y don Quijote no encantado y, si no hay diferencia, no tiene sentido seguir hablando de su encantamiento. A esto Sancho podría haber añadido que su señor, como dijimos más atrás, no es coherente en la manera como maneja el argumento a partir de posibilidades, en el sentido de que no se atiene a la conclusión que de él se desprende. Un razonamiento de esta guisa conduce como resultado a la duda, pues, en el supuesto de aceptar que el contraargumento de don Quijote sea tan firme y convincente como el de Sancho lo único que probaría es que no es posible decidirse entre las dos posiciones en conflicto. Don Quijote, lejos de abstenerse, lo utiliza indebidamente como si reforzase su posición de que está encantado. Pero su razonamiento, en tanto procede a partir de posibilidades, lo único que probaría, en el supuesto de aceptar por hipótesis sus fantasías sobre los encantadores demoníacos, es la posibilidad de estar encantado, no la realidad de estarlo.
Ahora bien, aun cuando Sancho no contraargumenta de esta manera, está claro que en el curso del debate, aun si no logra sacar a su amo de su error, hace gala de una actitud mucho más “racionalista” que su amo. No es de extrañar que, atendiendo a esto, el narrador, que en otros momentos lo vapulea, en la parte final de la discusión lo elogie incluyéndolo en la categoría de los que son “tan advertidos y discretos” (I, 49, 502).
Se ha podido comprobar además cómo en la discusión se entrelazan constantemente el recurso a la experiencia con la razón y la autoridad, representada aquí por las “escrituras andantescas” en lo que se refiere a los presupuestos de ambos atinentes a fantasmas encantadores y encantamientos y por las “escrituras sacras” en lo que se refiere a los demonios, que tanto el caballero como el escudero, relacionan con los encantadores fantasmales. Dejando aparte la autoridad emanada de los libros de caballerías, la presencia de estos tres elementos como criterios de verdad quizá se pueda ver como reflejo de una época en que, aun cuando la razón y la experiencia iban incrementando su prestigio, la autoridad era todavía un criterio de verdad fundamental en la vida de entonces, en el tiempo de Cervantes, tanto en España como en el resto de Europa. Una figura representativa del tránsito del siglo XVI al XVII, Suárez, consideraba que las tres fuentes de conocimiento y criterios de verdad eran la autoridad sagrada, la humana y la razón, a la que en este contexto utiliza en un sentido tan amplio que no excluye la experiencia.
Pues bien, la autoridad, lo mismo la sagrada que la humana, como criterio de verdad desempeña un papel fundamental en la vida de la pareja inmortal en contextos distintos del debate que hemos analizado. A veces, la autoridad se coloca al mismo nivel que la experiencia o incluso en un peldaño superior. Un ejemplo interesante de esto es el uso que don Quijote hace de ambas en su casa al comienzo de la segunda parte cuando en un momento del coloquio con el cura y el barbero surge la discusión sobre la existencia o no de gigantes en el mundo. Para zanjar la controversia, invoca primero la autoridad de la Biblia, a la que sin duda, como Suárez, da prioridad por ser criterio infalible de verdad (“Pero la Santa Escritura…no puede faltar un átomo a la verdad”), remitiéndonos a una pasaje del libro primero de Samuel donde se nos muestra que los hubo, según nos cuenta en “la historia de aquel filesteazo de Golías [Goliat]” –don Quijote podría haberse referido al Génesis, donde se habla de los gigantes en general y no de uno único, como es el caso de Goliat, del que don Quijote exagera su estatura-, y después alega una prueba empírica, presentada como inequívoca, basada en el hallazgo de unos fósiles óseos encontrados en Sicilia que él sin duda considera como restos de gigantes humanos y no se le ocurre pensar que tal vez sean de animales, lo que revela su uso ingenuo y acrítico de la experiencia: ”También en la isla de Sicilia se han hallado canillas [huesos del brazo o de la pierna] y espaldas [homóplatos] tan grandes, que su grandeza manifiesta que fueron gigantes sus dueños, y tan grandes como torres; que la geometría saca esta verdad de duda” (I, 1).
Nótese el dato interesante de que don Quijote utiliza la Biblia como autoridad en un asunto profano o ajeno a religión o a la moral, como es si han existido o no gigantes. Pudiera ser que Cervantes pensase sobre este asunto del mismo modo que su criatura. Pues estamos todavía en una época en que la Biblia se considera como criterio de verdad infalible en toda suerte de asuntos de los que trata, no sólo en los estrictamente religiosos o morales, sino también en los ajenos a éstos. Será tiempo después, después del caso Galileo y el surgimiento y desarrollo de las ciencias naturales, primero la física y luego la geología y la biología darwinista, cuando la teología cristiana a la defensiva empiece considerar que la Biblia no es competente en materias que no conciernen a la religión y la moral y, en definitiva, a la salvación del hombre. Será, en efecto, a partir de entonces cuando ya no se considerará procedente por parte de la teología cristiana y de las autoridades eclesiásticas resolver cuestiones como la que plantea don Quijote acerca de la existencia de gigantes remitiéndose a la Biblia.
No es don Quijote el único en remitirse a la autoridad bíblica como criterio de verdad. También lo hace el canónigo precisamente durante el coloquio que mantienen sobre el valor de los libros de caballerías. Frente a las falsas y necias novelas andantescas, plagadas de héroes fantásticos, aventuras inauditas y tanto suceso disparatado e inverosímil, que echan a perder el ingenio de personas discretas, como el del propio don Quijote, le recomienda lecturas provechosas para su conciencia y que muevan a la virtud y para ello nada mejor para quien ante todo tiene afición a leer libros de hazañas y caballerías que empezar leyendo “en la Sacra Escritura el de los Jueces, que allí hallará verdades grandes y hechos tan verdaderos como valientes” (I, 49, 504). Y sólo después de haber leído el libro de los Jueces como espejo de héroes valientes y hechos verdaderos, amén de hallar “verdades grandes”, entre las que seguramente incluye también las de tipo religioso y moral, le exhorta a la lectura de libros profanos sobre los hechos de los grandes héroes de la historia. Esto revela que para el canónigo (portavoz en todo este asunto del pensamiento de Cervantes), tal como se pensaba en la época -en la que, de acuerdo con la tradición cristiana en la edición de la Biblia el libro de los Jueces se clasificaba entre los “libros históricos”, a diferencia de la Biblia hebrea que lo incluye entre los libros de los “Profetas anteriores”, con lo que se pone más énfasis en la dimensión religiosa de la obra que en la histórica- , el libro citado, aparte de su carácter sacro, goza del mismo o superior carácter histórico que los libros profanos de este género precisamente. Al igual que para don Quijote la autoridad de la Biblia es competente más allá de la verdad religiosa y moral para establecer la verdad sobre la existencia de los gigantes, también para el canónigo aquélla es competente asimismo para fijar la verdad histórica.
Pero dejemos ya la autoridad sagrada y pasemos a la humana, cuya importancia hemos visto que destacaba Suárez como criterio de verdad, pues tampoco falta en el Quijote la apelación a ella, no sólo la que se reconoce a libros profanos, como las “escrituras andantestas”, cuyo papel como criterio de verdad y como guía de la vida para don Quijote y Sancho ya hemos glosado, sino la autoridad reconocida a ciertas personas. Don Quijote la invoca para certificar la verdad histórica de los libros de caballerías. ¿Cómo van a ser éstos mentira, argumenta el caballero, si cuentan, para su impresión, con “la licencia de los reyes y con aprobación de aquellos a quien se remitieron”, esto es, la de personas doctas o cualificadas, parece querer decir don Quijote? Incluso echa mano del consentimiento, ya no cualificado o docto, sino popular como criterio de la verdad histórica de los libros de caballerías, pues no sólo los reyes y los doctos los aprueban, sino todo género de personas de cualquier estado y condición, ricos y pobres, nobles y plebeyos…
Evidentemente, este peculiar recurso a la autoridad por parte de don Quijote es propio de él y no cabe imputárselo al autor de la novela; pero esto no significa que Cervantes con todas las reservas que se quiera no concediese a la autoridad papel alguno como criterio de verdad. De hecho, no hace falta salir del Quijote para encontrar un testimonio o rastro de esto en la doctrina respaldada por Cervantes de la censura literaria a cargo de una persona competente, lo que equivale a admitir una autoridad como criterio de verdad literaria, incluso moral. En efecto, Cervantes, a la manera de Platón, aboga por el establecimiento de una autoridad cualificada, la de “un persona inteligente y discreta”, puesta por el Estado y encargada de examinar las obras literarias –él se refiere especialmente a las obras de teatro y a los libros de caballerías- y valorar su calidad estética y moral para garantizar el buen entretenimiento del pueblo y su salud moral, de suerte que sin su aprobación, sello y firma no se pudiesen representar o leer so pena de castigo (I, 48, 497-8). En realidad, esta censura por el Estado encomendada a personas cualificadas ya existía y el Quijote mismo, como todo libro publicado en aquel tiempo, tuvo que pasar por ella y lo que hace Cervantes es prestarle su aprobación y quizás elevar el nivel de exigencia de esa censura. Así que, a la postre, Cervantes confía tanto en la licencia de los reyes y la aprobación de personas inteligentes y discretas como el propio don Quijote, aunque obviamente no para asignarle la función disparatada que éste le asigna de garantizar la realidad histórica de las ficciones caballerescas.
Cervantes, no obstante, censura y rechaza el recurso abusivo a los dictámenes de una autoridad. Esto es algo que se percibe claramente en el tratamiento burlesco a que somete la figura del primo, una humanista de profesión, según se autodefine él mismo. Sin duda en él satiriza al tipo de humanista que pone una gran erudición al servicio del estudio de cuestiones extravagantes, como las que investiga este personaje, quien en su proyecto de continuar la obra del humanista italiano Polidoro Virgilio, De inventoribus rerum (1499) en un libro que piensa titular Suplemento a Virgilio Polidoro, se plantea, entre otras cosas, averiguar quién fue el primero que tuvo catarro o el primero que tomó ungüentos para curarse de la sífilis, pero también pone en solfa el método que va a emplear, extremamente dependiente de la palabra de las autoridades, pues, como él mismo indica, cada uno de los singulares hechos que, como ésos, explica, lo hace adjuntando una colección de citas de aquéllas: “Lo autorizo con más de veinte y cinco autores” (II, 22, 718). Cuando esta forma de proceder se combina con la dificultad de distinguir la realidad histórica de la leyenda, rasgo éste que comparte con don Quijote, con el que guarda un gran parentesco, el resultado es el que aparece al final de la aventura de la cueva de Montesinos: que el primo, que se cree el relato que don Quijote hace del sueño de su experiencia en la cueva, admite la autoridad de don Quijote como testimonio seguro de la explicación mitológica del origen de las lagunas de Ruidera y del río Guadiana, cuyo nacimiento cree saber ahora con certidumbre el primo, así como de la antigüedad del juego de las cartas, una autoridad a su vez dependiente de la de dos héroes inventados, la de Montesinos en el primer caso y la de Durandarte en el segundo (II, 24, 735).
En suma, hemos visto que en el Quijote sus personajes no utilizan un criterio único de verdad, sino varios, de los que la autoridad, la experiencia y la razón son los más característicos y omnipresentes; pero ni ellos ni el narrador recurren nunca a la evidencia como criterio general de la verdad, por lo que no deja de sorprender la ligereza de la afirmación de Azcárate. Haciendo un esfuerzo quizá podamos probar la referencia, si bien un tanto indirecta, a la evidencia como criterio de verdad, pero no como criterio general -para poder, como hace él, paragonar en esto al menos a Cervantes con Descartes-, sino sólo como criterio de verdad particular en el campo de las matemáticas. Echemos un vistazo a este asunto.
Ya se ha visto más arriba la referencia de don Quijote a la certeza indubitable de la geometría en relación con la cuestión de la existencia de los gigantes. En el pasaje relevante para esto citado, el caballero decía que “la geometría saca esta verdad de duda” y esa verdad fuera de toda duda era la de que los dueños de los huesos tan grandes descubiertos en la isla de Sicilia tenían que ser de un tamaño colosal. Este énfasis en la certeza absoluta de la geometría por su capacidad de establecer verdades indubitables es equivalente a la evidencia, aunque en este caso se trataría de una evidencia mediata a la que se llega mediante un cálculo o prueba geométrica. Precisamente la evidencia cartesiana consiste en la imposibilidad de dudar de proposiciones que se nos ofrecen así con certeza absoluta. De mayor interés aún es otro pasaje del Quijote, más sustancioso, concretamente de la novela intercalada del Curioso impertinente, donde Cervantes pone en boca de Lotario unas palabras, en las que para ponderar la dificultad de convencer a Anselmo de lo desatinado de su proyecto de poner a prueba la honestidad de su esposa, la compara con la dificultad de convencer de la superioridad de las verdades de la religión cristiana a los moros:
“A los cuales no se les puede dar a entender el error de su secta con las acotaciones de la Santa Escritura, ni con razones que consistan en especulación del entendimiento, ni que vayan fundadas en artículos de fe, sino que les han de traer ejemplos palpables, fáciles, inteligibles, demostrativos, indubitables, con demostraciones matemáticas que no se pueden negar, como cuando dicen: ‘Si de dos partes iguales quitamos dos partes iguales, las que quedan también son iguales”. I, 33, 333
Se nos presenta aquí las matemáticas como una ciencia dotada de una seguridad inquebrantable por cuanto en ella podemos hallar ejemplos y demostraciones indubitables e irrefutables. Hace el amago de poner un ejemplo de demostración matemática “que no se puede negar”, pero el ejemplo que selecciona, aunque válido igualmente para sus propósitos, es más de tipo lógico que matemático, lo que para el asunto de la evidencia es indiferente, ya que la lógica goza del mismo estatus epistémico que las matemáticas en cuanto a certeza, y además no se trata de una demostración sino de un principio, cuya primera formulación conocida procede de los Analíticos segundos de Aristóteles, donde se menciona varias veces como un caso de principio común. Este mismo principio aparece más tarde al inicio o en la cabecera del primer libro de los Elementos de Euclides como tercera “noción común” o “axioma” de las cinco nociones comunes o axiomas, que junto con los cinco postulados estrictamente geométricos y las 23 definiciones, constituyen los fundamentos de la geometría euclídea.
Bien, lo relevante en relación con la cuestión que nos trae entre manos sobre la evidencia como criterio de verdad, es que tanto Aristóteles como Euclides consideraban los principios o nociones comunes, tal como el seleccionado por Cervantes, como verdades evidentes por sí mismas o autoevidentes, cuya demostración es imposible, pero esto, lejos de ser un defecto, es una virtud, pues la evidencia indubitable con que se imponen a nuestra mente es tal que no requieren demostración. Y en eso seguramente es en lo que está pensando Cervantes al hablar de las matemáticas en la forma que lo hace, una ciencia que se caracteriza por la evidencia, ya sea inmediata, como en el ejemplo del principio común que nos pone Cervantes, o mediata, como en el caso de las demostraciones indubitables e irrefutables de que nos habla. Esto es lo más cerca que Cervantes está de Descartes en cuanto a la evidencia como criterio de verdad; pero no olvidemos que el filósofo francés propuso, bien es cierto que en eso, como en tantas otras cosas, no anduvo muy afortunado, la evidencia como criterio universal de verdad, mientras que en Cervantes este criterio queda circunscrito sólo a las matemáticas (y posiblemente a la lógica, pues como ya hemos dicho el principio citado tiene más que ver con la lógica que con las matemáticas), en lo que estuvo más afortunado el español, sin ser ni filósofo ni matemático.