Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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En muy distinta dirección hermenéutica se inserta Adolfo Bonilla y San Martín, autor de «Don Quijote y el pensamiento español», fruto de una conferencia impartida en el Ateneo de Madrid en 1905 en conmemoración del tercer centenario de la publicación de la primera parte del Quijote, recogida, junto con otras conferencias, en un libro bajo el patrocinio del Ateneoe incluida luego también en su libro Cervantes y su obra (1916). Bonilla, el discípulo predilecto de Menéndez Pelayo, no se acoge a filosofías foráneas, ya sea la cartesiana o la schopenhaueriana, para desentrañar el contenido filosófico de la obra maestra cervantina, sino que pone todo su empeño en interpretarlo, al menos prima facie, en el marco del pensamiento filosófico español y como reflejo del mismo. En este sentido, su proyecto hermenéutico entronca más con la senda inaugurada por Federico de Castro que con la alentada por Patricio de Azcárate, Ramón de Campoamor y Lledó, aunque se distancie del krausista en el género concreto de exégesis filosófica del Quijote que nos ofrece.
Bonilla comienza su disertación con una declaración sobre el simbolismo filosófico del Quijote, un simbolismo que él no cuestiona, pero, dando a entender que tampoco le satisface la búsqueda de simbolismos más o menos arbitrarios o traídos por los pelos, confiesa su intención de asentarlo sobre sólidos cimientos:
«No creemos en simbolismos que de un modo natural y claro no puedan inferirse del texto del autor. Por eso cuanto aquí digamos, y cuanto consideremos como representativo de un determinado pensamiento, ha de ser algo que sin esfuerzo ni tergiversación, de una manera lógica, resulte de las palabras mismas de Cervantes.» El Ateneo de Madrid en el III Centenario de la publicación de El Ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha: conferencias, Imprenta Bernardo Rodríguez, 1905, págs. 318-9
Sin embargo, al tiempo que acepta una lectura simbólica tan cautelosa del Quijote no duda en advertir, a renglón seguido, que, de todos modos, «don Quijote y Sancho Panza no son encarnaciones de nada, ni representan a nadie más que a sí propios; son tipos total o parcialmente copiados de la realidad» (op. cit., pág. 319).
Establecido el carácter simbólico de la novela sin que ello afecte a la individualidad de sus dos personajes principales, y un simbolismo que supuestamente se sigue de forma natural y sin tergiversaciones del texto cervantino, el autor se dispone a justificar las pretensiones filosóficas de la gran novela con el fin de determinar la relación de ésta con el pensamiento español de la época.
Bonilla tiene por tarea fácil, que no implica ilusión ni extravío alguno, justificar el propósito filosófico de Cervantes en el Quijote. En primer lugar, para que esto resulte creíble, no duda en apelar al extraordinario talento de Cervantes y al hecho de estar dotado de un ingenio «claro, discreto y discursivo» (cursivas de Bonilla), lo que al parecer, conforme a la sugerencia tácita de Bonilla, debía de favorecer en Cervantes su disposición hacia las cavilaciones filosóficas.
En segundo lugar, como señal de esta natural propensión de Cervantes al cultivo de la reflexión filosófica, bien es cierto que jamás hizo profesión de filósofo, trae a colación el hecho de su extraordinaria preocupación, en sus escritos, por el fin didáctico, de suerte que, además de la pura inspiración imaginativa o fantástica, normal en una obra literaria, hay en ellos una inspiración ideal y es ésta la que sirve de fundamento a Bonilla para afirmar que es sobre todo en esa producción especial que es el Quijote donde «resplandece una particular dirección del pensamiento filosófico, que en la esencia se corresponde con la general corriente de la filosofía española» (op. cit., pág. 319).
Por lo demás, que en toda su obra, en sus novelas, en sus comedias y hasta en sus poemas, se propuso, además de entretener, un fin didáctico es algo que Bonilla considera indudable, puesto que el propio Cervantes lo afirma repetidamente y con motivos distintos. De las numerosas referencias cervantinas al propósito didáctico que anima su obra, Bonilla selecciona el pasaje del final de la primera parte del Quijote extraído de un momento de la conversación entre el cura y el canónigo, en que por boca del primero se afirma, con Cicerón, que la comedia ha de ser «espejo de la vida humana, ejemplo de las costumbres y imagen de la verdad» (I, 48, 495). Y sin duda Bonilla considera igualmente exportable y aplicable esta idea sobre la comedia a la novela, en este caso al propio Quijote.
Así que visto que Cervantes no escribió exclusivamente para entretener, sino que quiso armonizar el ideal estético con el docente, Bonilla, dando por sentado que el ideal docente equivale al ideal filosófico, se prepara para examinar la forma en que en el Quijote se produce de modo comprensible esa conjunción armonizadora del ideal estético con el filosófico. A Bonilla no le cabe duda, en suma, e incluso espera la conformidad de los demás con él en que «el pensamiento capital de la obra responde a un propósito altísimo, que soluciona una cuestión vital, que atañe a un problema esencialmente filosófico y humano» (op. cit., pág. 320).
Después de esto, Bonilla, con el fin de esclarecer el significado y trascendencia filosófica del Quijote, se apresta para el escrutinio del medio filosófico en el que supuestamente se educó e instruyó Cervantes, así como de la dirección intelectual que siguió en su niñez y la que al parecer observó cuando hombre. Pero antes de entrar en ello, echemos una rápida mirada crítica a las razones alegadas por Bonilla en pro de la significación filosófica de la gran novela cervantina.
La argumentación es un conjunto de tres argumentos. El primero de ellos, el argumento del talento claro y discursivo de Cervantes no prueba que el Quijote sea una obra de una alto contenido filosófico; sólo prueba la posibilidad de que ello pueda ser así, dadas las propensiones filosóficas de su autor. El segundo argumento, el que invoca la finalidad didáctica del Quijote, no prueba nada sobre la significación filosófica del Quijote. No se puede dar por sentado, como hace Bonilla, que el llamado ideal docente de este libro equivalga a un ideal filosófico. De hecho, es innegable que el Quijote posee un fin didáctico de carácter literario, pero no tiene ningún significado filosófico relevante, pues es fin consiste, según declaración expresa y repetida de su autor, meramente en ridiculizar los libros de caballerías y hacerlos aborrecibles.
El tercer argumento, el argumento basado en la idea de la literatura como un espejo de la vida, tampoco prueba nada con respecto al valor filosófico del Quijote. Una novela que sea un reflejo de la vida no tiene por qué ser una novela filosófica, sin perjuicio de que pueda contener múltiples consideraciones y reflexiones dispersas de carácter filosófico, como de hecho sucede en la gran novela cervantina. Si Bonilla pretende que el Quijote es una obra en sí misma filosófica, en el sentido de que está configurada como una alegoría filosófica, debe probarlo con otras razones, pero no puede conseguirlo simplemente esgrimiendo la concepción de Cervantes de la obra literaria como un espejo de la vida.
El medio filosófico formativo de Cervantes
Pero Bonilla, creyendo de tan falsa guisa haber probado la significación filosófica general del Quijote y dando por supuesto que ésta se relaciona con el pensamiento español de la época, se embarca en la tarea de ofrecernos un cuadro de la filosofía española del siglo XVI, de los sistemas que imperaban en las escuelas del tiempo de Cervantes con el fin de desvelar las afinidades intelectuales de éste, las cuales supuestamente nos darán la clave para entender su novela como una representación simbólica del pensamiento español coetáneo. No está de más recordar que Bonilla se hallaba bien cualificado para esta tarea dada su condición de estudioso de la historia de la filosofía española –de hecho nos dejó una historia de ésta desgraciadamente inacabada– y en particular un buen conocedor de la filosofía española del Renacimiento, sobre la que nos legó su libro Luis Vives y la filosofía del Renacimiento (1903).
Bonilla empieza dividiendo el Renacimiento en general en dos grandes periodos: el primero, que, según él perduró hasta casi mediados del siglo XVI (hasta los años de 1535 a 1540), se distingue por su carácter integral, en el sentido no sólo de que abarcó todas las manifestaciones de la inteligencia humana en sus direcciones más variadas, sino también en el sentido de presentarnos concepciones ommnicomprensivas sobre la esfera total de la realidad y de la vida. Esta es la etapa más floreciente del Renacimiento En su segundo periodo, el Renacimiento entra en decadencia, deja de ser un movimiento integral y deviene en un movimiento fragmentario, libresco y erudito. Es en esta segunda etapa cuando viene al mundo Cervantes, cuya vida, pues, se corresponde con la etapa en que el Renacimiento español se hallaba ya en franca decadencia. Bonilla considera incluso que Cervantes era consciente de esta degeneración de la cultura renacentista y como prueba de ello aduce el pesaje del Coloquio de los perros en que por boca de Berganza se censura el mal y necio uso del latín: «También se puede decir una necedad en latín como en romance, y yo he visto letrados tontos y gramáticos pesados, y romancistas vareteados con sus listas de latín, que con mucha facilidad pueden enfadar al mundo no una, sino muchas veces» (Novelas ejemplares, II, Ediciones Cátedra, 1982, pág. 319). Más adelante, señala que hay otras referencias en los textos cervantinos, sin especificar cuáles, que demuestran que el egregio autor del Quijote supo distinguir el Renacimiento decadente del primitivo Renacimiento integral, y que además supo apreciar graves lunares en el primero.
En efecto, algo supo de ello Cervantes. Es difícil determinar si percibió la decadencia del Renacimiento, pero sí supo apreciar los defectos de cierto humanismo degradado. Como prueba de ello, Bonilla podría haberse remitido al Quijote,donde a través de la figura del Primo, de profesión humanista, se zahiere cierto tipo de humanismo extravagante y degenerado o donde en el personaje del hijo de don Diego de Miranda, Lorenzo, el narrador se burla del humanismo desdeñoso de las lenguas vernáculas y afanado en banalidades filológicas y literarias. Pero que Cervantes viera en ello un síntoma de la decadencia del Renacimiento y no meramente un fallo que no afectaba al movimiento como tal es otra cuestión.
Tras este cuadro sobre el Renacimiento en general, Bonilla se centra en el Renacimiento español, en relación con el cual pretende situar a Cervantes, y a éste se aproxima desde una doble perspectiva, la perspectiva universitaria, de un lado, y, de otro lado, la de las escuelas filosóficas imperantes, desde las cuales persigue asimismo identificar la corriente intelectual en la que se educó Cervantes y la que siguió de adulto.
La perspectiva universitaria del Renacimiento español le conduce a referirse especialmente a las dos Universidades que constituyen el foco principal del pensamiento español del Siglo de Oro: la de Salamanca y la de Alcalá, las cuales tuvieron textos filosóficos rivales, las Sumulae (1547) de Domingo de Soto, en Salamanca y la Summa Summularum (1557) de Gaspar Cardillo de Villalpando en Alcalá, obra ésta última que se cita, por cierto, en el Quijotepor boca del canónigo: «En verdad, hermano, que sé más de libros de caballerías, que de las Súmulasde Villalpando» (I, 47, 487). Pero lo fundamental es, según Bonilla, que en las Universidades españolas el Renacimiento tuvo una orientación literaria y humanística y no filosófica. El Renacimiento español, por lo que respecta a la filosofía, llegó más tarde, tuvo un origen extraoficial y terminó repercutiendo en las Universidades, especialmente en las de Salamanca y Alcalá. No obstante, cuando la atención a la filosofía comenzó a adquirir relevancia, en la Universidad de Alcalá continuó predominando el cultivo del aspecto literario y humanístico de nuestra cultura, mientras que la de Salamanca llegó a ser la encarnación de la teología y la dialéctica.
La mención de la Universidad de Alcalá brinda la ocasión a Bonilla de relacionar a Cervantes con ésta, siendo como era nativo de esta ciudad. Sostiene que es muy probable que realizase sus primeros estudios en Alcalá. Pero reconoce que es sólo una conjetura. Pues de hecho la primera noticia formal que tenemos de los estudios de Cervantes se refiere al año 1568, cuando se hallaba bajo la dirección del sacerdote Juan López de Hoyos y asistía a su escuela de Madrid. Bonilla pretende sacar partido de este hecho para relacionar a Cervantes, al menos indirectamente, con la Universidad de Alcalá, en la medida en que López de Hoyos procedía, según él, intelectualmente al menos, de la Universidad Complutense. Bonilla es el primero en intentar explotar la vinculación de Cervantes con su maestro López de Hoyos para desentrañar la orientación intelectual de Cervantes. Más tarde, Américo Castro hará lo mismo para llegar a una conclusión harto diferente, la de establecer el erasmismo de Cervantes. Por su parte, el objetivo de Bonilla es más modesto: se trata simplemente de vincular a Cervantes, vía López de Hoyos, con la faceta literaria y humanística característica, según Bonilla, de la Universidad Complutense. Pero efectivamente esta cosecha es demasiado modesta. Aun si fuera cierto que el maestro impregnó a su discípulo cono la orientación humanística y literaria, supuestamente dominante en la Universidad de Alcalá, ello nada nos dice ni nos revela sobre el género de filosofía depositada en el Quijote.
Pero aún le queda una segunda perspectiva de aproximación al Renacimiento español, desde la cual quizá pueda Bonilla obtener un mayor rendimiento a la hora de desvelar e identificar la dirección filosófica seguida por Cervantes. Distingue tres direcciones principales en la filosofía española de la época en que Cervantes pudo ser influido por ella:
A) El escolasticismo tradicional, en el que sitúa a Domingo de Soto, Tomás de Mercado, Domingo Báñez, Francisco de Toledo, Pedro de Fonseca y Pedro de Oña.
B) El aristotelismo o peripatetismo escolástico, defendido, entre otros muchos, por Gaspar Cardillo de Villalpando, Pedro Juan Núñez, Pedro Simón Abril, etc.
C) La filosofía independiente, más o menos inspirada en Aristóteles, en Platón o en Vives, y entre cuyos representantes cita a El Brocense, a Francisco Vallés, a Huarte de San Juan, Gómez Pereira y a Alejo de Venegas.
¿Con cuál de estas escuelas cabe relacionar a Cervantes? La respuesta de Bonilla, que no se hace esperar, es que, a su juicio, la atmósfera en que se educó Cervantes y que marcó su itinerario intelectual fue la segunda, esto es, la del aristotelismo o peripatetismo aristotélico, aunque, en seguida, nos advierte que ello no quiere decir que atribuya a Cervantes unos conocimientos profundos y metódicos del aristotelismo escolástico, sino que antes bien es menester reconocer que los estudios de Cervantes no fueron nunca ni lo uno ni lo otro.
Lo que cabría esperar a continuación es que Bonilla nos obsequiase con la selección de unos cuantos elementos doctrinales de carácter aristotélico-escolástico como muestra de la pretendida afinidad de Cervantes con esta corriente filosófica. Pero en lugar de ello todo los que nos ofrece, después de apuntar que Cervantes no menciona las ridículas cuestiones dialécticas que aún preocupaban a algunos lógicos de la época ni otras sutilidades lógicas, como si fuera precisa esta mención para relacionar a Cervantes con el aristotelismo escolástico, es la referencia a un pasaje del encuentro de don Quijote con el cuerpo muerto, en el que supuestamente habría algunas alusiones burlescas dirigidas a tales bagatelas: «Yo entiendo, Sancho, que quedo descomulgado por haber puesto las manos violentamente en cosa sagrada, iuxta illud: si quis, suadente diabolo, etc., aunque sé bien que no puse las manos, sino este lanzón» [cursivas de Bonilla] (I, 19).
Pero Bonilla atribuye erróneamente el texto citado a don Quijote, quien supuestamente hablaría así dirigiéndose a Sancho. En realidad, sólo corresponden a éste las últimas palabras («aunque sé bien que no puse las manos, sino este lanzón»), pero hasta ahí quien habla no es don Quijote, sino el bachiller, de modo que Bonilla ha mezclado en un único pasaje que se ha inventado palabras procedentes de dos personajes distintos. Y lo que comienza diciendo el bachiller no se corresponde literalmente con lo que se le atribuye a don Quijote. He aquí las palabras iniciales del bachiller dirigidas a don Quijote: «Olvidábaseme de decir que advierta vuestra merced que queda descomulgado…» Lo demás queda igual.
No es lo peor esta alteración del texto, suponemos que involuntaria, sino que en él no hay ninguna referencia a las que Bonilla tilda de bagatelas lógicas a las que se entregaban ciertos escolásticos. Las expresiones latinas del texto, lejos de hacer mención a las sutiles cuestiones lógicas o dialécticas debatidas por los escolásticos, pertenecen a un canon del Concilio de Trento en que se decreta la excomunión de quien violentare a un clérigo, que el bachiller saca oportunamente a relucir como reacción a la reciente acometida de con Quijote contra los sacerdotes que acompañaban al cuerpo muerto llevado en una litera. Y de todos modos, aun cuando Cervantes se hubiera referido burlonamente a las calificadas por Bonilla como bagatelas lógicas, ello poco probaría en relación con su presunta afinidad con el aristotelismo escolástico. Lo esperable es que adujera ideas o elementos doctrinales sustantivos como prueba de la vinculación del alcalaíno con la mentada escuela filosófica. Pero de esto nada nos ofrece. Y, sin embargo, sí existen tales ideas y doctrinas aristotélicas o escolásticas en el Quijote, que sorprende que Bonilla no haya sido capaz de captar. Otra cosa es que se pueda sacar partido de ello para esbozar una interpretación alegórica de la magna novela en la que ésta se nos presente como una representación de la filosofía aristotélico-escolástica. En nuestra opinión esto no es posible, pues el Quijote no es una alegoría filosófica, menos aún de la filosofía aristotélico-escolástica española, ni de ningún otro tipo, pero, como argumentaremos más ampliamente en otras entregas de esta serie, en el trasfondo de la obra hay múltiples elementos filosóficos, de los que una parte notable son efectivamente de origen aristotélico o escolástico.
Lo asombroso es que, como síntesis de sus consideraciones sobre el medio filosófico en que se formó Cervantes, Bonilla nos proponga como única conclusión que «si alguna influencia universitaria hubo de existir en Cervantes, fue principalmente la literaria y humanística, que por entonces encarnaba en el Estudio complutense» (op. cit., pág. 327). ¿No es esto una marcha atrás, una forma de desdecirse de parte sustancial de lo antedicho? ¿Dónde queda el aristotelismo escolástico como supuesto medio filosófico en que Cervantes se habría educado y formado? Cuando menos Bonilla parece sugerir tácitamente que si la influencia principal en Cervantes fue la literaria y humanística, la influencia del aristotelismo escolástico fue secundaria, si no marginal. Esto parece el parto de los montes.
El simbolismo filosófico de don Quijote y Sancho
Llegamos así al núcleo de la interpretación filosófica del Quijote planteada por Bonilla. Establecido el medio filosófico formativo del itinerario intelectual de Cervantes, el discípulo de Menéndez Pelayo emprende la tarea de identificar y caracterizar cuál es la representación ideal atribuible o asignable a cada uno de lo personajes capitales de la magna novela cervantina o, lo que es lo mismo, se trata de identificar el tipo de filosofía que cabe adscribir a don Quijote y Sancho. Y supuesta la influencia, según hemos visto antes, del medio filosófico de la época en la formación de Cervantes, el criterio que ha de dirigir la asignación al Quijote y en particular a sus personajes principales de un pensamiento filosófico no es otro que la relación de Cervantes y, por tanto, de su obra con el pensamiento general filosófico de su tiempo que le habría impregnado a él y a su producción literaria.
Bonilla realiza su tarea en dos fases, una muy genérica y abstracta, en que se clarifica el carácter más general de la filosofía del Quijote en relación con la filosofía de la época, y una más específica, en que se dan algunas pistas sobre la concreta filosofía del Quijote, aunque manteniéndose siempre en un plano muy general. A su vez, en su aproximación más genérica a la filosofía del Quijote hay que distinguir un trámite negativo y uno positivo. En su trámite negativo, el discípulo de Menéndez Pelayo comienza negando lo que, conforme a una hermenéutica filosófica, el Quijote no es. No es la representación de dos filosofías esencialmente distintas. Esta tesis negativa le conduce a rechazar la interpretación de Federico de Castro, quien, como vimos en su momento, veía la gran novela como la representación de dos filosofías esencialmente distintas y aun opuestas, pues aseguró el crítico krausista que el ingenioso hidalgo era la encarnación del espiritualismo místico y Sancho, la del sensualismo materialista. No parece preocuparle el hecho en sí de que se represente en don Quijote el espiritualismo místico o en Sancho el sensualismo materialista, sino el hecho de que representen filosofías esencialmente opuestas.
En su trámite positivo, Bonilla afirma que el Quijote es la representación de la filosofía española, en cuyo seno cabe distinguir tendencias o manifestaciones distintas, de las cuales don Quijote y Sancho serían sus representantes. En palabras de Bonilla, «la filosofía española no es, sin embargo, la de don Quijote, ni tampoco la filosofía de Sancho Panza, sino ambas reunidas, combinadas, simbolizando direcciones que podrían aparecer como diversas, pero que no son sino formas de idéntica materia» (op. cit., pág. 328). Con la proclamación de que la filosofía española no es la de don Quijote manifiesta una voluntad expresa de desmarcarse de Unamuno, quien efectivamente, como no duda en recordarnos Bonilla en nota a pie de página, había identificado la filosofía española con la de don Quijote, con el quijotismo, de modo que Sancho no representaba una dirección filosófica distinta, sino que pasaba a ser un discípulo de don Quijote y heredero de su filosofía.
Así, pues, parece estar claro que Bonilla no defiende la existencia de una filosofía española única respecto de la cual la filosofía de don Quijote y la de Sancho representan tendencias distintas, sino más bien la dualidad de la filosofía española, en cuyo seno habría dos filosofías distintas, simbolizadas por don Quijote y Sancho, pero no totalmente opuestas, sino con elementos comunes. A esto último apunta su declaración posterior de que la filosofía de don Quijote y la de Sancho, si bien son distintas, no deben juzgarse como totalmente opuestas. No otra cosa es lo que parece deducirse de este pasaje: «Pero ambas reunidas integran y componen el conjunto, sin que en modo alguno podamos afirmar que se hallan de tal suerte separadas, que deban estimarse como símbolos de ideales totalmente opuestos» (op. cit., pág. 329). Así que entre la filosofía de don Quijote y la de Sancho hay oposición, pero no total, sino parcial.
En este mismo sentido debe entenderse el paralelismo que establece entre el carácter no unitario, sino dual de la filosofía del Quijote y el similar carácter no unitario, sino dual de la filosofía española. Bonilla parece admitir la división de ésta en dos filosofías, no sólo distintas sino aun contrarias, pero con esta aserción no estaría regresando a la posición que él atribuye a Federico de Castro de concebir la filosofía española como la realidad dual de dos corrientes opuestas, una posición que precisamente afirma rechazar, pues lo que parece querer decir, si admitimos la coherencia del autor con sus palabras precedentes, es que son opuestas sólo parcialmente, pero no totalmente. Si no lo entendemos mal, es esto lo que Bonilla viene a decir en este pasaje: «El mismo fenómeno encontramos [se refiere a la doble filosofía del Quijote] en el curso de nuestra historia filosófica, donde no vemos que se determine con carácter unitario [cursiva de Bonilla] la marcha del pensamiento nacional, sino que hallamos manifestaciones distintas, y aun contrarias, de ese pensamiento» (op. cit., pág. 328).
Fijado, pues, el carácter dual de la filosofía del Quijote en correspondencia con la dualidad, una dualidad que no es polar, sino de dos filosofías en parte contrarias, pero en parte no, de la filosofía española de la época, Bonilla se apresta a proporcionarnos unas escuetas indicaciones sobre los caracteres generales de las dos filosofías que han vertebrado la historia de nuestra filosofía, pues «sería para nosotros verdaderamente absurdo pretender determinar la filosofía de un país teniendo en cuenta una sola [cursivas del autor] de las direcciones que en ella se observan, y buscar en tal sentido y por tal modo los caracteres de esa filosofía» (ibid.). Distingue, de un lado, una filosofía de tendencia moral y psicológica, la cual hace remontar anacrónicamente nada menos que a Séneca, como si éste fuera español y no romano, y que estima predominante en el pensamiento de autores tales como Luis Vives, Fox Morcillo, el Brocense, Simón Abril, Venegas, Vallés, Gómez Pereira y Huarte de San Juan; y de otro lado, una filosofía de tendencia metafísica, cuyo origen sitúa en la Edad Media, pero lo mismo incluye en ella autores españoles como Domingo Gundisalvo y Raimundo Lulio, como autores no españoles sino árabes andalusíes como Averroes o judíos andalusíes, como Avicebrón y Maimónides; una filosofía metafísica que hace culminar en los grandes místicos de los siglos XVI y XVII, como si la mística no fuera una variedad de religiosidad y no una forma de filosofía. Pero más llamativo aún si cabe es que caracterice esa filosofía de tendencia metafísica por sus «puntas y ribetes de panteísmo y teosofía», como si el panteísmo y la teosofía fuesen rasgos de todos los filósofos citados o de la mística española. De los filósofos enumerados por Bonilla sólo cabe hablar de puntas y ribetes de panteísmo en los casos de Gundisalvo y Avicebrón, pero ni uno ni otro tuvieron influencia en la filosofía clásica española de los siglos XVI y XVII, que fue totalmente ajena y contraria a cualquier inclinación al panteísmo.
En la interpretación panteística de la mística española no hace más que seguir a Patricio de Azcárate y a los krausistas, quienes, como ya vimos, se distinguieron por impulsar semejante interpretación del pensamiento místico español, lo que permitía a los kausistas hallar en el pasado español una tradición de pensamiento con la que vincular su propia escuela de tendencia panteísta.
Sorprende que en esta tendencia metafísica de la filosofía española no mencione a Suárez, figura máxima de la filosofía española clásica y enormemente influyente en la filosofía moderna, una figura que además no encaja bien en el esquema de Bonilla e incluso lo hace saltar por los aires, pues el gran filósofo jesuita hizo grandes contribuciones tanto al pensamiento metafísico como al pensamiento práctico y psicológico. Sólo vemos una explicación a esto y es la manifiesta aversión a la escolástica por parte de Bonilla, compartida por cierto por su maestro Menéndez Pelayo, cuyo filósofo preferido, como el de Bonilla, era Luis Vives, y por los más importantes exponentes del pensamiento español de la época, como Unamuno y Ortega. En un pasaje sobre la fundación y puesta en marcha de las diversas cátedras de la Universidad de Alcalá de Henares comenta que en filosofía, a diferencia de lo sucedido en otras materias, como la enseñanza del griego, el hebreo, retórica, teología y medicina, «siguió imperando la antigua barbarie [cursivas del autor] escolástica» (op. cit. pág. 323). Y en el cuadro que nos traza de las principales escuelas de la filosofía española del tiempo de Cervantes, aunque enumera en primer lugar la escolástica, la califica un tanto despectivamente, según ya hemos visto, como «escolasticismo tradicional», como si la escolástica española del Siglo de Oro no hubiese sido un gran movimiento renovador del pensamiento español, que ha realizado contribuciones importantes a esferas tan diversas como la metafísica, la filosofía política y jurídica y el pensamiento económico especialmente, siendo sin duda más importantes e influyentes históricamente que las realizadas por cualquier otro filósofo español de aquel tiempo, incluido el venerado Luis Vives. Y por si esto fuera poco, entre los principales representantes de lo que él califica de «escolasticismo tradicional» no menciona a figuras de la talla de Vitoria, Luis de Molina y el ya citado Suárez, pero reserva un lugar en esa escuela para figuras comparativamente menores como Pedro de Oña.
Tras establecer la doble tendencia práctica y metafísica de la filosofía española, según la cual unos filósofos se han orientado por la primera y otros por la segunda, Bonilla regresa al Quijote donde halla esa misma doble filosofía. No es difícil adivinar qué personajes van a ser la representación de cada una de esas tendencias filosóficas. Obviamente la filosofía de Sancho es la filosofía del sentido práctico, cuyo abolengo no duda en remontar disparatadamente hasta Séneca a través del lazo que establece entre los refranes del escudero, a los que considera «encarnación sintética y profunda de sabiduría popular», y el estilo sentencioso del filósofo hispanorromano; y por supuesto, la filosofía de don Quijote es la filosofía de orientación metafísica, pero en vez de decirlo así Bonilla prefiere describirla de forma más indeterminada como «la filosofía de las grandes y elevadas aspiraciones intelectuales», la cual no debe estimarse, según su parecer, como símbolo de ideales totalmente opuestos a los que simboliza la filosofía práctica de Sancho, aunque no se molesta en decirnos qué tienen en común la sabiduría refranera del escudero y la filosofía de las grandes y elevadas aspiraciones intelectuales de su señor.
Ahora bien, una vez identificadas las dos filosofías que componen el Quijote, Bonilla da un giro, deja a un lado la filosofía práctica de Sancho y se centra en la filosofía de don Quijote, pues Bonilla es consciente de que, dada la centralidad de don Quijote en la novela de Cervantes, la filosofía del caballero es de algún modo la filosofía principal del conjunto de la novela. Así que, dirigiéndose al auditorio ante el que pronunciaba su conferencia, se hace una serie de preguntas que no admiten más respuesta que el reconocimiento de que la filosofía nuclear del Quijote es, en efecto, la filosofía de don Quijote y ésta, a su vez, se halla compendiada en el ideal quijotesco como ideal supremo de la obra:
«De las dos filosofías mencionadas ¿cuál es la que más os encanta?, ¿cuál es la que más os cautiva?... Peréceme oír vuestra respuesta; me diréis que el núcleo de la novela cervantina es don Quijote; que cualquiera otra representación cede ante la magnitud de la suya; que, por lo tanto, el ideal que don Quijote simboliza y encarna, es el ideal supremo de la obra». Op. cit., pág. 329
La cuestión es, pues, determinar qué ideal es ése, pues en su representación va a hacer recaer Bonilla el valor y secreto filosóficos de la novela. Y dado que, como no podía ser de otra manera, el ideal que don Quijote simboliza y encarna, el ideal supremo de la obra, no es otro que el ideal caballeresco, cuya más paladina declaración encuentra en el pasaje del final de la primera parte en que don Quijote hace una encendida apología del mismo en el momento en que un cuadrillero le va a detener (I, 45), Bonilla concluye que en la altísima representación de «la suma y compendio del doctrinal caballeresco» radica el máximo valor filosófico de la gran obra de Cervantes.
Por lo demás, en la visión de don Quijote como héroe caballeresco y del ideal quijotesco Bonilla incurre en los excesos de la interpretación romántica. En cuanto a lo primero, en dos ocasiones establece un parentesco entre don Quijote y la figura de Cristo. En una de ellas nos dice que los hidalgos de su lugar lo vituperan como a Cristo lo vituperaban los escribas y fariseos; en la otra, establece una analogía, en la que pone especial énfasis, entre el hecho de que sólo un zafio y rústico aldeano le ame y le comprenda con el hecho de que a Cristo sólo también viles rameras, despreciables publicanos y malolientes pescadores llegaron a amarlo y a comprenderlo. Los excesos románticos no acaban aquí, sino que se intensifican cuando pondera la aventura de los leones, absolutamente burlesca como ya hemos visto en otros lugares, como «la incomparable hazaña de los leones»; e incluso alcanzan su más alto nivel en el momento en que, imbuido Bonilla de un arrebato de romanticismo sublime, se transforma él mismo en un émulo de don Quijote, un don Quijote recortado a imagen de Cristo, con el que compite en disparatar en el instante en que le pide a su auditorio, en un tono y estilo que recuerdan a Unamuno, que se eche al mundo para anunciar a todas las gentes el evangelio caballeresco:
«¡Ah señores rapistas! ¡Hombres de poca fe, que os mofáis de lo que hay de más alto y de más sacrosanto en la representación quijotil!... ¡Proclamad que aquel armarse de armas antiguas, como hacían los hombres del primer Renacimiento y como hizo don Quijote; aquel resucitar las costumbres viejas de los tiempos de lucha medieval, es trabajar por la redención de los hombres y por la vuelta de la edad de oro! ¡No desmayéis por la flaqueza de Rocinante! ¡Id y predicad el Evangelio a todas las criaturas!» Op. cit., pág. 333
Pero el símbolo de la «suma y compendio del doctrinal caballeresco» es también para Bonilla, que abraza la línea de interpretación derrotista del mensaje del Quijote, el símbolo del fracaso del idealismo, según la lectura que nos propone de la muerte de don Quijote. Don Quijote no muere como ha vivido, sino que el abatimiento se apodera de él de tal modo que en el último capítulo de la novela le impulsa a renegar de su obra, lo que Bonilla entiende como una claudicación en sus empresas ideales, la renuncia a sostener la llama del ideal aun en el instante de la muerte misma. Bonilla contrapone aquí el final triste y desolado del que muere no sin haber renunciado previamente a mantenerse firme en la defensa del ideal con los héroes de la Demanda del santo Grial que tampoco realizaron su ideal, pero murieron satisfechos, ya que les había bastado con aspirar sin tregua a la visión del santo Grial y a Bonilla le habría gustado que don Quijote se hubiera comportado de igual modo. Entiende que fracase en la realización del ideal, pero no que renuncie a seguir aspirando a realizarlo hasta la muerte.Y en este trance, como tantos otros intérpretes del Quijote, no resiste la tentación de comparar la historia de don Quijote, de un héroe al que considera inconsecuente con sus principios, pues no acaba como empezó, con la suerte histórica de España:
«Tal ha sido igualmente, por desgracia, el secreto de nuestros infortunios como pueblo: hemos sido inconsecuentes en filosofía, en política y en los demás órdenes de nuestra vida social. Hay grandes ideales, propósitos nobilísimos, pero en realidad se impone la mansedumbre de Sancho Panza; de donde resulta que nuestros Quijotes suelen acabar como Alonso Quijano, renunciando a Dulcinea por el más leve contratiempo de la vida. ¡Otro gallo nos cantara si nuestra finalidad hubiese sido la del Quijote de la primera parte!» Op. cit., pág. 335
Como reflexión final sobre la empresa hermenéutica de Bonilla, digamos que su ensayo de presentar el Quijote como una representación de la dual filosofía española del tiempo de Cervantes se salda con un rotundo fracaso. Primero intenta relacionar a Cervantes con el medio filosófico de la época y después de haber pretendido asociar al alcalaíno con el aristotelismo escolástico, recula, para terminar reconociendo meramente una vaga influencia literaria y humanística de la Escuela complutense, en la que supuestamente Cervantes, sin prueba alguna se nos dice, recibiera su primera educación. Pero aunque así fuera, ¿qué tiene que ver la doble filosofía que finalmente identifica en el Quijote con esa vaga tendencia literaria y humanística de procedencia complutense? Puesto que está claro que la filosofía práctica de orden refranero nada tiene que ver con ella, la única opción que le queda a Bonilla es la de relacionar la filosofía del ingenioso hidalgo con esa dirección literaria y humanística de la Complutense. Pero la filosofía de don Quijote es, según Bonilla, la filosofía del ideal caballeresco; así que no le queda más remedio que ver en ésta un efecto de la orientación literaria y humanística de la Universidad de Alcalá, como expresamente reconoce el propio Bonilla: «Y notad también en este aspecto caballeresco de don Quijote la influencia formalista, literaria, humanística, de la Escuela complutense» (op. cit., pág. 330). Pero es ridículo relacionar el pensamiento caballeresco de don Quijote con la orientación literaria y humanística de la Complutense, pues tal pensamiento tiene unas fuentes literarias que nada tienen que ver con la Complutense. Tiene su origen en la literatura caballeresca en su doble ciclo, bretón y carolingio, bien conocida en España desde la Edad Media, y en los libros de caballerías españoles, inspirados en aquélla, tradiciones ambas bien conocidas por Cervantes y por su criatura don Quijote al margen de su presunta vinculación con la Complutense.
Y fracasa de nuevo cuando intenta relacionar la filosofía de don Quijote y Sancho con la doble tendencia, práctica y metafísica, de la filosofía española de la época. Por un lado, es extravagante unir el pensamiento refranero de Cervantes con la filosofía académica de tipo práctico de la época. Se trata de una vacua afirmación a la que no le asigna ningún contenido real. Por otro lado, no es menos extravagante relacionar el pensamiento de don Quijote con la tendencia metafísica de la filosofía española de aquel tiempo. ¿Dónde está la metafísica de don Quijote? El propio Bonilla termina identificando la filosofía de don Quijote, después de presentarla vacuamente como «la filosofía de las grandes y elevadas aspiraciones intelectuales», con el doctrinal caballeresco. Pero, ¿qué tiene que ver éste con la metafísica? El ideal caballeresco es ante todo un ideal práctico, una guía, como ya vimos en otro lugar, a la vez ética, moral y política de intervención en el mundo para implantar la justicia. Don Quijote tiene, como sedicente caballero andante, grandes y elevadas aspiraciones intelectuales, entendidas éstas en un sentido amplio, pero son de orden práctico y no de orden teórico y metafísico. Su meta última no es componer una visión metafísica de la realidad, sino llegar, al igual que su admirado Amadís, como recompensa a sus hazañas como héroe justiciero, a gobernar un reino o imperio en calidad de rey o emperador benefactor y justo. El propio Bonilla viene a reconocer todo esto cuando escribe:
«Había, pues, cierta deficiencia en el pensamiento cervantino; predominaban el aspecto literario y las aficiones artísticas sobre el punto de vista ideal y la tendencia fundamental metafísica, merced a la influencia de la Escuela complutense.» Op. cit., pág. 330
Pero, aun siendo así, no renuncia a sostener que el pensamiento cervantino ofrece para nosotros el mayor interés. Sin duda así es, pero no por su importancia metafísica. De hecho, Bonilla cifra, como acabamos de ver, la importancia del pensamiento del Quijote en el ideario caballeresco de don Quijote, que es, ante todo, un pensamiento práctico.