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El Catoblepas, número 147, mayo 2014
  El Catoblepasnúmero 147 • mayo 2014 • página 6
Filosofía del Quijote

Cervantes y la idea de naturaleza

José Antonio López Calle

La interpretación de Américo Castro del pensamiento del Quijote y de Cervantes (III)
Las interpretaciones filosóficas del Quijote (23).

Cervantes y la naturaleza

El proyecto de Castro de explorar la obra de Cervantes no como mero eco, sino como expresión original del pensamiento renacentista, especialmente del italiano, sigue adelante. Después de haber establecido la filiación renacentista de la idea de arte y de conocimiento de Cervantes, le toca le turno ahora a su concepción de la naturaleza, cuestión a la que le dedica un capítulo con un título harto elocuente: «La naturaleza como principio divino e inmanente». Nos presenta aquí a un Cervantes que habría sostenido la audaz afirmación de que la naturaleza es, en efecto, un principio inmanente y autónomo, una idea derivada inmediatamente, según él, del pensamiento neoplatónico tan influyente en los filósofos renacentistas de la naturaleza. Pero semejante doctrina de la naturaleza de base neoplatónica no sólo cree hallarla explícitamente en la obra de Cervantes, sino que además habría tenido consecuencias fecundas e importantes en su arte, pues tanto la creación de sus personajes como el desarrollo de sus historias estarían influidas por semejante concepción naturalista del mundo.

¿En qué se basa Castro para atribuir a Cervantes una doctrina tan audaz sobre la naturaleza? Pues la prueba la encuentra en la primera de sus obras literarias, La Galatea (1585), y en la última de ellas, Persiles y Sigismunda, publicada póstumamente. En este punto el Quijote no cuenta nada como arsenal documental, pero toda la obra de Cervantes estaría impregnada de la misma idea de la naturaleza, cuando no en el plano de la representación consciente, al menos en el del ejercicio. De hecho, según Castro, Cervantes, ya desde muy joven, tenía configurado su bagaje de ideas de filiación renacentista que servirían de sostén a su arte tan variado y complejo. Supone que cuando escribió La Galatea (de 1581 a 1583), alrededor de los treinta y cinco años, su pensamiento en general y en particular su noción de la naturaleza estaban completos, de forma que, por lo que respecta a este último punto, entre su primera y última obra hay una completa continuidad, sin que haya sospecha de alguna crisis perceptible en su pensamiento.

En efecto, ya en el libro cuarto de La Galatea se encuentra, según la exégesis de Castro, la idea de base neoplatónica de la naturaleza como principio divino e inmanente:

«En todas las obras hechas por el mayordomo de Dios, naturaleza, ninguna es de tanto primor ni que más nos descubra la grandeza y sabiduría de su hacedor (como) la compostura del hombre, tan ordenada, tan perfecta y tan hermosa, que le vinieron a llamar mundo abreviado». II, 63 de la edición, por la que cita Castro de Schevill y Bonilla de 1914 en dos vols.; en la edición al uso de Cátedra, pág. 439, «naturaleza» aparece en mayúsculas.

Y esta misma idea de naturaleza, formulada en los mismos términos, reaparece al final de la vida de Cervantes en el Persiles:

«Como a nosotros el cielo que ves nos cubre, asimismo cubre a los antípodas, que dicen, sin estorbo alguno y como naturalmente lo ordenó la naturaleza, mayordoma del verdadero Dios». Cita de Castro por la BAE, I, 644 a, que el lector puede encontrar en la edición más accesible hoy de Cátredra, en la pág. 543, en la que «naturaleza» aparece aquí también en mayúsculas.

Es absolutamente llamativo el que Castro, sin mediar análisis ni consideración alguna sobre el texto ni su contexto, dé directamente por sentado que en estos pasajes Cervantes nos proponga una idea inmanentista de la Naturaleza, una idea tan alejada de la ortodoxia de una pensador cristiano, que por ello mismo le debería haber obligado a mostrarse más cauteloso. Da la impresión de que Castro parte ya de una visión apriorista del Renacimiento y del propio Cervantes como parte del ala más radical de este movimiento y se empeña en hacer encajar a Cervantes en este molde preconcebido, cueste lo que cueste. Siendo así, no es de extrañar que confiese expresamente y con toda naturalidad que sin gran esfuerzo descubre en la afirmación cervantina de que la naturaleza es el mayordomo de Dios «un reflejo del pensamiento naturalista del Renacimiento». Por el contrario, es él el que se sorprende de que ante tan supuesta proclama de naturalismo inmantentista implícita en la afirmación de que el hombre y sus perfecciones son obra de la naturaleza, el mayordomo de Dios, la Inquisición no viera nada sospechoso de heterodoxia, sino un mero lugar común literario. No se le ocurre pensar que los inquisidores podrían ver una diferencia abismal entre identificar a Dios con la naturaleza, cosa que no se hace en los pasajes citados, y decir que la naturaleza es el mayordomo de Dios, con lo que simplemente podría estar diciendo que es el siervo o instrumento principal de Dios.

Convencido de su interpretación en clave inmanentista de la idea de naturaleza en el conjunto de la obra de Cervantes, se dispone a reforzarla enmarcando el pensamiento de Cervantes en el contexto del pensamiento renacentista, tanto europeo de más allá de nuestras fronteras como español, pues Castro pretende que también en España había exponentes de semejante forma de entender la naturaleza. Con todo esto, lo que persigue no es sólo mostrar la huella del Renacimiento, especialmente del italiano, en la concepción cervantina de la naturaleza, sino transmitir la idea de que el pensamiento naturalista de carácter inmanentista estaba tan extendido en su tiempo que un hombre como Cervantes, que además había vivido siendo joven, una edad tan sensible aún a las influencias, varios años en Italia (entre 1569 y 1575), que un hombre de la curiosidad de Cervantes no podía estar ajeno a las corrientes de pensamiento que se estaban desenvolviendo entonces, entre ellas la del naturalismo inmanentista. Así que, equipado con la lectura de las monografías de los principales estudiosos del Renacimiento de su tiempo, del primer cuarto del siglo XX, como Bernardino Telesio (1911)de Giovanni Gentile y también su Giordano Bruno ed il pensiero del Rinascimento (1920), Giordano Bruno de R. Honigswald, cuya traducción al español de 1925 en Revista de Occidente maneja Castro, Campanella (1920)de Blanchet, La pensée intalienne au XVI siècle (1919)de Charbonnel, Individuum und Cosmos in der Philosophie der Renaissance (1927), de Cassirer (aunque esta referencia la incorpora en posteriores ediciones de El pensamiento de Cervantes) y de obras más generales, como Les sources et le développment du racionalismo (1922) de Busson, en la que se presta gran atención al periodo renacentista, Castro se apresta a presentarnos la idea de naturaleza como mayordomo de Dios como un reflejo del pensamiento naturalista del Renacimiento italiano.

Este pensamiento naturalista de carácter inmanentista tiene su base, insiste Castro, en el neoplatonismo, eso sí tal como había sido interpretado por el Renacimiento, el cual le habría impreso precisamente ese giro hacia el naturalismo inmanentista, y habría empezado a abrirse camino, según el cuadro que nos traza basándose en las fuentes precedentes, ya hacia mediados del siglo XV con Nicolás de Cusa, en quien se encontraría ya la valoración de la misma como principio inmanente y autónomo en su idea de la naturaleza como una realidad divina; habría continuado desarrollándose en la obra de Marsilio Ficino y Pico de la Mirandola, en quienes, como en Cusa, la adopción de las ideas de Plotino, les habría conducido a admitir la inmanencia de lo divino en el universo y en el hombre, e incluso se atreve a atribuir también a Lorenzo Valla la doctrina de la naturaleza como realidad divina (cf. El pensamiento de Cervantes, pág. 150), y de esta manera habrían preparado la vía a las enseñanzas de Pomponazzi, Giordano Bruno, de Campanella y sobre todo de Bernardino Telesio, maestro de Campanella, en quien culmina el movimiento del naturalismo inmanentista como final de un proceso en el que los admirables esfuerzos realizados durante los siglos XV y XVI para interpretar el devenir natural desde dentro de sí mismo, incluida la vida humana como parte de éste, se saldaron con la sustitución de la trascendencia medieval por la inmanencia, esto es, lo divino no trasciende ya al mundo y a la humanidad, sino que está inmanente en ellos.

Llegado a este punto de su exposición, Castro pone todo su empeño en enlazar la idea de Cervantes sobre la naturaleza no meramente con el naturalismo inmanentista en general, sino particularmente con la formulación más descollante del mismo que, según acabamos de decir, encuentra en Telesio. Se agarra al hecho de que al final del libro quinto de La Galatea aparece un personaje de nombre Telesio y Castro se apresura para ver en ello una referencia al filósofo italiano del mismo nombre, quien ya había publicado en 1565 su obra maestra, De rerum natura iuxta propia principia, revisada y aumentada en la segunda edición de 1570, y cuyas ideas daban que hablar durante la estancia de Cervantes en Italia, con lo que sugiere que pudo ya entonces tener noticia de Telesio. Como muestra de la influencia de Telesio cita un pasaje de Quevedo, en que el escritor español se hace eco de la resonancia del filósofo italiano al dar a entender que mientras en España nadie discutía la verdad de Aristóteles, Telesio, en cambio, la había discutido (en el campo de la filosofía natural) y habría encontrado cátedras en Italia donde difundir sus ideas, pero no en España: «¿Cuándo abrió en España nadie los labios contra la verdad de Aristóteles? ¿Turbó las academias de España Bernardino Tilesio, o halló cátedras como en Italia?» (BAE, LXIX, 166).

Castro es consciente de la debilidad de su argumento y admite que no posee prueba concluyente de que Cervantes haya leído a Telesio, aunque le parece probable que Cervantes pensara en él cuando introdujo su personaje homónimo, una idea que, por cierto, ya había avanzado, como el propio Castro reconoce, Benedetto Croce en «Due illustrazioni al Viaje del Parnaso», un escrito publicado en homenaje a Menéndez Pelayo. Además es consciente de que al Telesio de La Galatea se le podría identificar con otros personajes reales de igual apellido. De hecho, en la edición por él manejada de la novela pastoril cervantina, la de Schevill-Bonilla, como el propio Castro se encarga de avisarnos, los editores nos informan en el prólogo de que el Telesio cervantino podría estar inspirado en el poeta y humanista italiano del mismo nombre, Antonio Telesio (1482-1534), a quien Garcilaso dedicó una oda latina.

Pero esta alegación no es problema para Castro, que trata de neutralizarla con dos argumentos y superarla sugiriendo que la doctrina de Telesio pudo influir en Cervantes. El primero de ellos invoca una supuesta semejanza ideológica entre el pensamiento de Telesio y el de Cervantes, concretamente señala que hay notables analogías entre la moral de Telesio y la de Cervantes, la cual presenta como una «moral naturalista». Pero es curioso que a la hora de identificar las ideas comunes a la moral naturalista de ambos autores, en vez de elaborar una lista resultado de su propio análisis, nos ofrece una extraída de las monografías de Blanchet sobre Campanella y de la de Gentile sobre Telesio. Del primero espiga las ideas del aprecio a la vida, de las fuerzas y los bienes de la naturaleza, la de seguir la naturaleza y no apartarse de ella, lo que sería una muestra de sandez y locura; y del segundo, la idea inmanentista del hombre, según la cual éste, al igual que las demás cosas de la naturaleza, se caracteriza por la tendencia a perseverar en su ser, sin que haya metas extrínsecas a ese proceso natural (cf. El pensamiento de Cervantes, pág. 158).

El segundo argumento viene a decir que es irrelevante que no haya una prueba concluyente de que Cervantes haya leído a Telesio, pues en realidad no hacía falta; había otras vías de asimilación del pensamiento naturalista por parte de Cervantes. En efecto, según Castro no hacía falta salir de España para empaparse de naturalismo inmanentista, ya que en el ambiente mismo de España circulaban las ideas naturalistas de orientación inmanentista, como en las traducciones de Erasmo, de León Hebreo, de Castiglione y aun en la obra de autores españoles, como Pedro Mexía y de Juan de Mal Lara.

En la doctrina sobre la unidad espiritual de los cristianos en Cristo o de la Iglesia como cuerpo místico de Cristo, según la expone Erasmo en la introducción a los Adagios, donde se termina diciendo que «… para que así como la suma de las cosas creadas está en Dios, y Dios a su vez en todas, del mismo modo sea vuelta en unidad la universalidad de todas las cosas» encuentra enmascarada o disimulada la doctrina del naturalismo cuasi panteísta (cf. op. cit., págs. 158-9). Ideas parecidas se hallan en León Hebreo, en cuyos Diálogos de amor (1535) percibe la doctrina de la naturaleza como una «codeidad» al mismo nivel que Dios mismo, la cual ha puesto en las cosas, incluido el hombre, tendencias de acuerdo con sus propias esencias; igualmente para Castiglone la naturaleza es una «codeidad» dotada de un poder autónomo, según la exégesis de un par de pasajes de El cortesano (1529) por parte de Castro (cf. para los pasajes pertinentes tanto de León Hebreo como de Castiglione citados por Castro op. cit., págs. 165-6). Castro da por sentado que tanto León Hebreo como Castiglione recibieron de los platónicos florentinos, Marsilio Ficino y Pico de la Mirandola, la concepción de la naturaleza como un principio divino e inmanente y, a través de la lectura de León Hebreo y de Castilgione, tal concepción habría sido infundida en el pensamiento y el arte de Cervantes.

No cita ningún pasaje de Pedro Mexía, no sabemos si por descuido u olvido o por otro motivo. En cambio, se esmera en pintarnos un Juan de Mal Lara influido por Erasmo, cuyo supuesto naturalismo habría imitado, aunque reconoce que en él no encuentra las audaces afirmaciones de su modelo, ni siquiera de Cervantes. No obstante, se esfuerza en espigar varios pasajes de la Filosofía vulgar (1568) en que sólo alguien con ideas preconcebidas podría ver algo remotamente parecido a una idea inmanentista de la naturaleza (cf. op. cit., págs. 166-7).

Con todo esto basta, según Castro, para darse cuenta de lo presente que estaba en España, precisamente cuando Cervantes estaba formando su espíritu, la doctrina inmanentista de la naturaleza, según la variante que concibe ésta como un principio divino o una fuerza codivina. Pero la doctrina naturalista también halló su reflejo en la literatura española de la época. Dejando aparte al propio Cervantes, Castro, dispuesto a encontrar huellas de naturalismo inmanentista por todas partes, cuenta a Fernando de Rojas entre quienes confunden el poder de Dios con la naturaleza, basándose un una singular exégesis de un pasaje del comienzo de La Celestina (cf. op. cit., pág. 154); y asimismo halla reflejada esta doctrina en un pasaje de la segunda égloga de Garcilaso (cf. op. cit., pág. 159).

Castro percibe, no obstante, una dificultad a su interpretación de Cervantes como defensor de una doctrina inmanentista de la naturaleza. Y es que junto a la idea de la naturaleza como algo inmanente, que se basta a sí misma, Cervantes nos presenta acciones realmente divinas o sobrenaturales, esto es, debidas a la intervención de Dios, cuyo poder providente y ordenador está por encima de la naturaleza y puede realizar obras «cuando a nuestros ojos quiere hacer alguna maravilla» que la misma naturaleza no puede alcanzar si no es con la intervención de Dios, como bien se ve en el pasaje de la novela ejemplar Las dos doncellas, que el propio Castro trae a colación: «Pero Dios, que así lo tenía ordenado, tomando por medio e instrumento de sus obras (cuando a nuestros ojos quiere hacer alguna maravilla) lo que la misma naturaleza no alcanza ordenó que el alegría y poco silencio que Marco Antonio había guardado, fuese parte para mejorarle» (BAE, I, 209 b). Es verdaderamente sorprendente que Castro sólo encuentre la idea trascendentista de la naturaleza en este pasaje, con lo que nos transmite la impresión de que la idea inmanentista de la naturaleza es la dominante y la otra meramente marginal. Pero tiene la suficiente entidad no para que Castro abandone su interpretación, sino para que reconozca una dualidad en Cervantes entre, de un lado, la idea inmanentista de la naturaleza y, de otro lado, la trascendentista, una dualidad que, lejos de plantearle problema alguno, la justifica con el fácil expediente de que semejante aparente contradicción es algo perfectamente explicable dentro de la época y más aún en las obras de índole artística. Y ¿por qué habría que pensar otra cosa si, según Castro cree haber demostrado,»la íntima estructura de la obra cervantina se acomoda… a puntos de vista sacados de la inmanencia natural»? (cf. op. cit., pág. 161).

Pero Castro no se detiene aquí, en la atribución a Cervantes de la doctrina del naturalismo inmanentista, de raíz neoplatónica, en tanto se refiere a la naturaleza meramente cósmica, sino que la extiende a la concepción cervantina de la naturaleza del hombre y a su manera de concebir la vida humana. El poder inmanente de la naturaleza no se limita a dotar a cada ser de una esencia, sino que se extiende al hombre mismo al que igualmente ha dotado de una esencia, que de acuerdo con este naturalismo inmanentista aplicado al hombre, no tiene otro fin que su propia realización en virtud de sus virtualidades internas, esto es, sin que haya un fin extrínseco más allá del fatal cumplimiento de la propia esencia humana. Así que Cervantes no sólo abogaría por una idea inmenentista de la naturaleza humana, sino que esta desembocaría en una forma de determinismo un tanto fatalista, que el propio Castro describe como «determinismo biológico» y semejante concepción del hombre a la vez inmanentista y determinista, cree detectarla en dos pasajes de la obra cervantina, el primero en el prólogo del Quijote: «No he podido yo contravenir al orden de naturaleza, que en ella cada cosa engendra su semejante», cuyo contenido aunque sea un lugar común, reconoce Castro, lo considera, no obstante, significativo en relación con su tesis; y el segundo lo toma del entremés de El retablo de las maravillas: «La encina da bellotas, el peral, peras; la parra, uvas, y el honrado, honra, sin poder hacer otra cosa» (Teatro completo, Planeta, 2003, pág. 800).

Y, según Castro, Cervantes transporta tal determinismo biológico al mundo moral, un ámbito en el que los rasgos morales impresos en cada uno por la naturaleza no podrán ser cambiados por la educación, una idea que encuentra localizada en dos pasajes del Persiles, en el primero la lasciva Rosamunda declara: «El día que Clodio fuere callado, seré yo buena; porque en mí la torpeza y en él la murmuración son naturales» (op. cit., I, 18, pág. 248; Castro cita por la BAE, I,584 a) y en el segundo el anciano astrólogo Soldino dice de Luisa, una mujer dominada por la sensualidad, que «la moza es más del suelo que del cielo, y quiere seguir su inclinación a despecho y pesar de vuestros consejos» (op. cit., III, 18, pág. 604; BAE, I, 656 b). A esta visión determinista no escapa, pues, la mujer, a cuyo carácter Cervantes le encuentra una base natural y por ello sería incorregible. Además, Cervantes traslada el determinismo natural al terreno social, de forma que la idea de lo natural se utiliza para justificar la adscripción del individuo a una clase social u otra, rígidamente divididas y más aún para combatir el intento de cualquiera de condición baja o media de elevarse a mayores: «Los que nacen de padres humildes, si no los ayuda demasiadamente el cielo, ellos por sí solos pocas veces se levantan» (Persiles, 597 b). Así, pues, el rango social de nacimiento y lo que con él heredamos funcionan como una verdadera naturaleza, que muy difícilmente podrá alterarse por medio de la crianza y la exposición a la práctica de otra forma de vida.

Castro termina su exposición con un resumen de las ideas fundamentales del naturalismo inmanentista y determinista, en referencia especial al hombre, que Cervantes habría defendido, pero el resumen se extiende para dar acogida a la doctrina moral que se desprende de semejante naturalismo antropológico y determinista:

«La naturaleza, mayordomo de Dios, ha formado los seres, poniendo en ellos virtudes o defectos, que imprimen en cada individuo huellas imborrables y determinadoras de su carácter, cuya realización será el tema de la vida de cada cual. Esa varia condición establece afinidades y disconformidades, dentro del individuo mismo ante todo, ya que la voluntad o la razón pueden favorecer o contrariar esa originaria disposición de la persona. Cada uno ha de conocerse a sí mismo, y no intentar romper su sino natural, su inmanente finalidad. En relación con los demás, los afines se atraen con energía invencible, guiados fundamentalmente por el amor (neoplatonismo); los dispares se estrellan trágicamente procurando armonías vedadas por la naturaleza, alta deidad». El pensamiento de Cervantes, pág. 164.

Así que cada hombre está dotado de un carácter, determinado por la naturaleza, un carácter natural que rige su propia trayectoria vital o sino y el deber de cada cual consiste en conocerse a sí mismo y seguir su carácter natural, pues de lo contrario, si uno se aparta de la trayectoria impresa por el carácter natural propio el resultado es la desdicha. De aquí se sigue una doctrina del error y del acierto o armonía moral, que Castro atribuye a Cervantes. El error moral consiste precisamente en ir contra los dictados de la propia naturaleza, en la infracción del orden natural y cuando esto ocurre los infractores reciben un castigo que la propia naturaleza es la encargada de ejecutar automáticamente, y no los poderes extranaturales; en cambio, el acierto moral, en cuyo caso el sujeto actúa conforme a su carácter natural y al de los demás, tiene como resultado la armonía o la concordancia, que en el caso del amor, tiene como recompensa un final feliz. Cervantes no se habría contentado con proponer esta doctrina moral, sino que la habría utilizado en el planteamiento, desarrollo y desenlace de las múltiples historias que componen el conjunto de su corpus literario, así como en el modo de caracterizar a los personajes principales de estas historias.

Utilizando como criterio clasificatorio la distinción entre acierto y desacierto morales en el sentido especificado, Castro divide el conjunto de las fábulas cervantinas en dos series: la «serie errónea», donde incluye las fábulas en las que los personajes principales discurren por el camino del error o desarmonía moral como ruptura con el orden natural; y la «serie armónica», que comprende las historias cuyos personajes discurren, en cambio, por el camino de la concordancia o, en el caso del amor, de la atracción vital. El ejemplo más representativo de la serie errónea es El curioso impertinente, a cuyos personajes centrales la infracción del orden natural les cuesta un destino trágico; y un caso perfectamente ilustrativo de la serie de la armonía es la novelita de El cautivo, un drama en el que triunfa la armonía vital a través del amor que une a sus dos protagonistas, al cautivo y a Zoraida, a los que se supone que les espera una vida dichosa.

 

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