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El Catoblepas, número 149, julio 2014
  El Catoblepasnúmero 149 • julio 2014 • página 6
Filosofía del Quijote

El pensamiento moral de Cervantes

José Antonio López Calle

La interpretación de Américo Castro del pensamiento del Quijote y de Cervantes en general (V)
Las interpretaciones filosóficas del Quijote (25).

El pensamiento moral de Cervantes

Castro inicia su análisis quejándose de que el estudio del pensamiento de Cervantes y del lugar que en la historia de las ideas le corresponde ha sido uno de los puntos más descuidados por el cervantismo; se lamenta asimismo de que apenas existen estudios que supongan en Cervantes ideas éticas o morales dignas de ser notadas. Naturalmente, Castro pretende remediar tan desdichada situación en la investigación cervantista y lo va a llevar a cabo emprendiendo un estudio sistemático del pensamiento moral cervantino y valorando su posición en la historia de las ideas de su tiempo.

Es cierto que ha habido quienes no reconocen a Cervantes unas ideas morales de especial valor, pues consideran que las sentencias morales del autor dispersas en su entera obra no rebasan el nivel de lo vulgar o del mero buen sentido; es cierto que las máximas y apotegmas desparramados por su obra a menudo no revelan más que un prurito de moralizar o edificante. Pero aun siendo así, Castro cree que debe revisarse el juicio perentorio que no ve en Cervantes más que un pensamiento moral de simple buen sentido y se muestra convencido de que, si estudiamos a fondo la vida de los personajes cervantinos, en los que principalmente se proyecta y se revela la moral de Cervantes, podremos descubrir en él mucho más que una moral de buen sentido, un pensamiento moral profundo y significativo, parangonable con el de los más ilustres filósofos morales de su época, como Justo Lipsio, Montaigne, Pomponazzi o Telesio.

Frente a los que le atribuyen a Cervantes una concepción moral de lo más corriente, Castro sostiene, muy contrariamente, que en la obra de Cervantes se halla una moral «en su última raíz de carácter esencialmente filosófico» (El pensamiento de Cervantes, pág. 292). Llega incluso a hablar de esta moral como un «sistema de moral» o un «sistema ético que no le cede en belleza a los de Montaigne, Lipsio o cualquier otro moralista del siglo XVI» (op. cit., págs. 302 y 313 respectivamente). ¿A qué se debe o en qué reside la importancia filosófica del «sistema ético» de Cervantes? A que se halla construido, según él, sobre dos pilares de enorme significación filosófica.

El primer pilar constructivo es un principio ya ampliamente examinado en el capítulo anterior como principio general de validez para la naturaleza en general a escala cósmica y que reaparece ahora en un contexto ético, a saber, el inmanentismo naturalista, totalmente liberado de adherencias religiosas o teológicas, sin que por ello, según Castro, Cervantes sea un pensador antirreligioso: «La moral de Cervantes es…puramente natural y humana, sin ingerencia activa de principios religiosos. El autor no se propone pensar en contra de la religión; pero discurre por senda aparte, sin preocuparse de la orientación teológica» (op. cit., pág. 392). Es más, Castro llega a considerar el naturalismo inmanentista el «núcleo» mismo de la moral de Cervantes.

El segundo pilar sobre el que se levanta la moral de Cervantes es el estoicismo o neoestoicismo renacentista, del que tomó varios elementos relevantes que se combinan en el pensamiento del gran escritor con el naturalismo inmanentista. En suma, el «sistema de moral» de Cervantes es un sistema de moral autónoma y compleja, que es el resultado, pues, como le gusta decir a Castro, de la combinación del inmanentismo naturalista con el neoestocismo del Renacimiento (cf. op. cit., págs. 310 y 313).

Habiendo tratado abundantemente el naturalismo inmanentista al estudiar la idea de naturaleza en el pensamiento de Cervantes y habiendo ya puesto de relieve entonces que Cervantes transfiere ese naturalismo a la comprensión de la vida humana en general y a su esfera práctica o ética, Castro se centra ahora en examinar la relevancia del neoestoicismo renacentista para la mejor intelección del pensamiento moral de Cervantes, que como en otras terrenos ya estudiados, no deja de ser fiel reflejo del pensamiento renacentista, en tanto es el resultado de una asimilación de las doctrinas morales de carácter estoico difundidas fuera de España, especialmente en Italia, aunque también en España.

El neoestoicismo pretendía conciliar el estoicismo clásico, que se puede caracterizar como un materialismo panteísta, determinista o fatalista y negador de la inmortalidad del alma con las exigencias del dogma cristiano. Sin duda quien más contribuyó a revivir el estoicismo antiguo en la Europa de fines del siglo XVI y comienzos del siglo siguiente fue el belga Justo Lipsio, coetáneo de Cervantes. Castro confiesa que no tiene motivos para decir que Lipsio influyera en Cervantes. Y hace bien en decirlo, porque en vida de Cervantes sólo se conocía en español de Lipsio, hecho bien conocido por Castro, su Política (1589), que se había traducido del latín al español y publicado en Madrid en 1604, pero esta obra es irrelevante para conocer el pensamiento moral de Lipsio; y aunque Castro no lo menciona, hay que añadir que en 1616 se editó en español el De constantia (1584), vertida como Libro de la constancia, su principal obra filosófica en la esfera ética, en la que su autor se esfuerza en adaptar la filosofía ética estoica a las exigencias doctrinales del cristianismo, pero que, por su fecha de edición en español, 1616, el año en que murió Cervantes, no pudo ejercer ya influjo alguno sobre su obra. Castro no se conforma con retratar a Cervantes como un pensador neoestoico al estilo de Lipsio, que, como el autor belga, trataría de reconciliar el cristianismo con el estoicismo antiguo, sino, que lejos de eso, lo retrata como un pensador mucho más radical, que habría abrazado un estoicismo más puro independizado de la teología, bien es cierto que Cervantes habría evitado formular estas ideas de forma teórica y directa, y habría preferido más cautelosamente darles expresión dramatizándolas a través de la vida de sus personajes:

«Creo, además, que a Cervantes preocupan mucho menos que a Lispsio las consecuencias teológicas de la moral que infunde a sus personajes, entre otras razones porque la fábula artística quitaba aspereza y rigor a doctrinas que no habrían podido vivir en España presentadas en forma directa y dogmática. Aun así, Cervantes acudirá a veces a cautelosas ambigüedades de lenguaje». Op. cit., pág. 292

No obstante, al margen de la diferencia de orientación, según Castro, entre el pensamiento estoico de Lipsio y el de Cervantes, no importa que el primero influyera en el segundo, incluso no es necesaria la hipótesis de la influencia del filósofo belga sobre el pensador español, pues, como afirma Castro, el siglo XVI estaba lleno de pensamiento estoico tanto en Italia como en España.

En cuanto a Italia, el estoicismo está bien presente en el pensamiento ético sobre todo de Pomponazzi, pero también de Telesio. Castro insistirá especialmente en la vía italiana como la principal vía de asimilación por Cervantes de las doctrinas estoicas difundidas fuera de España y llegará a situarlo precisamente en la corriente de naturalismo ético inmanente derivado particularmente de Pomponazzi, pero también, según él, de Telesio y de Campanella.

En España también disponía Cervantes de excelentes medios de acceso al conocimiento de las doctrinas estoicas, pues desde el reinado de Juan II de Castilla hasta la época de Cervantes se realizaron numerosas traducciones de las obras de Séneca y de Cicerón. Del segundo Alonso de Cartagena había traducido el De officis. Pero de mayor importancia para el conocimiento del pensamiento estoico fue la traducción al español por este mismo autor de una colección de los tratados morales de Séneca con el título de Cinco libros, algunos de ellos apócrifos, reeditados varias veces a lo largo del siglo XVI, entre los cuales figuraban De vita beata y el De providentia Dei. Es de notar que en las anotaciones de Alonso de Cartagena se advierte o trasluce un afán, que anticipaba el posterior neoestoicismo, de armonizar el pensamiento de Séneca con el cristiano. Ya a fines del siglo XV otro traductor, Fernán Pérez de Guzmán, puso a disposición del público con el título de Epístolas de Séneca una antología de las cartas del filósofo hispanorromano a Lucilio, que tradujo del italiano. Además, también circuló en español, desde 1555, una traducción de Juan Martín Cordero de las Flores de L. Anneo Séneca, una selección de textos del filósofo realizada y editada por Erasmo en 1528, espigados o extractados tanto de los tratados como de las epístolas del filósofo hispanorromano. No está de más recordar también que desde comienzos del siglo XVI se publicó con gran éxito una traducción De los remedios contra próspera y adversa fortuna de Petrarca, una obra muy influida por el estoicismo de Séneca, de quien el humanista italiano era muy devoto.

Lo decisivo, no obstante, es que los impulsores en Italia del estoicismo del Renacimiento abrazaron con entusiasmo ciertas doctrinas de la filosofía estoica que ejercieron cierta influencia, a la que no escapó el propio Cervantes, y entre esas doctrinas merecen destacarse, según Castro, la del hombre como centro del cosmos, la de la razón como principio autónomo, la de la identificación de la providencia con el orden inexorable del universo, una providencia que no se atribuye a un Dios personal sino a un Dios impersonal que se confunde con el propio universo, la de que no hay más programa moral que el de obedecer la naturaleza (sequere naturam), entendiendo por tal el deber de plegarse a ese orden o curso necesario del mundo, al que los estoicos llamaban hado o destino; y finalmente la doctrina, especialmente promovida por Pomponazzi, de la autonomía de la moral de la teología, que se cifra en la idea fundamental de que el hombre puede alcanzar el fin de la vida humana, la virtud, sin necesidad de postular las doctrinas de la inmortalidad del alma y la de las sanciones divinas de ultratumba, pues la virtud tiene en sí misma su recompensa y el vicio, su castigo.

Castro empieza examinando la huella del pensamiento estoico en Cervantes precisamente por estas últimas doctrinas e ideas, las promovidas por Pomponazzi. El propio Castro afirma sin ambages que «Cervantes…está en la corriente derivada de Pomponazzi, para quien las penas y las culpas son fatales, y las virtudes y vicios llevan en sí mismos sus sanciones, todo dentro del plano del naturalismo inmanente» (op. cit., pág. 316). Cervantes no declara directamente en términos doctrinales la tesis de la independencia de la moral respecto de la teología o que no existan penas y premios ultraterrenos, pero, según Castro, podemos detectarlas en sus creaciones artísticas, en la manera como se resuelven sus historias o fábulas y evolucionan las vidas de sus personajes. La independencia de la moral de la teología y la consiguiente idea de la sanción meramente natural de las culpas o vicios se perciben en el hecho de que las culpas o faltas de los personajes cervantinos reciben una sanción inmanente de acuerdo con un principio de justicia igualmente inmanente.

Recuérdese que ya en el capítulo precedente, al hablar de la doctrina de Castro del error en la obra de Cervantes o del papel asignado a éste, ya vimos que, según él, las sanciones de las culpas no son el resultado de la aplicación de normas externas de carácter jurídico o religioso, sino una mera consecuencia natural de éstas, de forma que la naturaleza es la encargada de ejecutar automáticamente tales sanciones. Castro se complace en resumir esta idea cervantina, nada extraña, sino perfectamente normal en una época en que doctrinas parecidas salían a la luz pública en otros países, especialmente en Italia, con una fórmula de Campanella: «Naturalis est punitio culpae», que postula un principio de justicia inmanente, subyacente a la culpa, según el cual todo vicio es una violación de la ley de la naturaleza castigado por ella misma (cf. El pensamiento de Cervantes, págs. 143 y 295). Esto no induce a Castro a afirmar que Cervantes haya aprendido de Campanella su doctrina moral, puesto que su formación intelectual estaba concluida antes de que Campanella comenzara a escribir, pero sí a sugerir, a modo de conjetura, que debió de recibir tales ideas durante su estancia en Italia, en el ambiente en que se formaban los grandes pensadores de entonces.

No hay, pues, presencia de un principio de justicia trascendente, como bien se revela en el hecho de que en los castigos que frecuentemente sufren los personajes no interviene la justicia de los hombres o de Dios, en virtud de sus leyes. Un buen ejemplo de esto es el destino de Carrizales, el protagonista de la novela ejemplar El celoso extremeño, cuyo desastre final que le lleva a la tumba es una consecuencia natural de sus propios actos y errores, generados por su fatal vicio de los celos, lo que le llevará a confesar al final de la novela que él es el verdadero culpable de su aciago fin, pues ha sido su propia conducta, sin intervención de ningún factor exógeno, la que le ha traído su destrucción: «Yo fui el que, como el gusano de seda, me fabriqué la casa donde muriese». Lo mismo se podría decir de otros personajes, como Grisóstomo, a quien su incapacidad para superar el desamor de Marcela le conduce al suicidio, o los protagonistas de El curioso impertinente.

Castro contrapone en este punto a Cervantes con los dramaturgos españoles de su tiempo. En éstos hallamos un principio de justicia trascendente, representada bien por la realeza o por la divinidad, que gobierna los actos de los personajes; así en El mejor alcalde el rey, de Lope de Vega, es el rey Alfonso VII el que manda matar al noble don Tello por haber ultrajado a una bella aldeana; en El burlador de Sevilla, de Tirso de Molina, la muerte de don Juan es un castigo divino operado a través de la estatua del Comendador, que arrastra a don Juan a los infiernos; y finalmente en El alcalde de Zalamea, de Calderón,donde, aunque no es el rey o la divinidad quien interviene, es la máxima autoridad municipal, el alcalde de Zalamea, Pedro Crespo, el que manda ahorcar al capitán don Álvaro por haber atentado contra el honor de su hija Isabel y negarse a reparar la afrenta casándose con ella. En cambio, en Cervantes no hay un principio de justicia trascendente semejante, ya que la muerte de sus personajes no es un castigo decretado por la divinidad o por el rey o por una autoridad que actúa en nombre de éste, sino una sanción que viene desencadenada por los propios actos de los personajes, cuyos errores o fallos no tienen otro desenlace que su muerte.

Así, pues, sin necesidad de que lo declare directamente, Cervantes maneja el desarrollo de sus fábulas y las vidas de sus personajes «como si no existieran penas y recompensas fuera de este mundo» (op. cit., pág. 295). Esto no se debe interpretar, se apresura a advertirnos Castro, en el sentido de que tal proceder no sea compatible con la más fervorosa creencia en las cosas ultraterrenas, pero tal creencia no desempeña función alguna en la forma como el gran escritor maneja las historias de sus criaturas artísticas. Cuando se halla en este trance prescinde de tal creencia y la vida moral de sus personajes no se gobierna por un ideal trascendente o religioso, sino por la concepción, base de la moral cervantina, de la naturaleza como un orden inmanente y necesario y de la vida humana, en tanto parte de aquélla, como un orden igualmente inmanente y necesario.

Esta idea, supuestamente cervantina, de la naturaleza cósmica y también de la naturaleza humana como un orden inmanente y necesario tiene como consecuencia una visión fatalista de la vida humana, doctrina estoica que Castro sin pestañear se la endosa a Cervantes. En efecto, afirma abiertamente que «Cervantes acepta la doctrina del hado y asiente a los principios de la inexorabilidad natural» (op. cit., pág. 296, n. 15). Los desastres que acaecen a sus personajes tienen lugar «por la marcha fatal de los sucesos, no porque se infrinjan normas exteriores previamente trazadas» (ibid.). En las obras cervantinas la vida de los personajes aparece como dotada de un ritmo inexorable, ante el cual Cervantes nos muestra un gesto grave e impasible. Semejante visión de la vida como un orden inexorable y la actitud de impasibilidad de Cervantes ante ella le merecen a Castro la calificación de «glacial fatalismo» (op. cit. , págs. 297 y 306).

Este glacial fatalismo cervantino está apuntalado y potenciado por la doctrina ya anunciada en el capítulo anterior, según vimos, de la inmutabilidad del carácter individual, con la que también Cervantes está de acuerdo, una doctrina de la que en el Renacimiento fue un abanderado Telesio, cuya moral acusa la influencia estoica. Como Telesio, Cervantes también habría deducido de la tesis de la inmutabilidad del carácter individual que éste no es modificable y que, por tanto, los vicios y virtudes, inherentes a la naturaleza, no se pueden adquirir por la costumbre; el sujeto podrá darse cuenta de que su carácter y su secuela la conducta son inmutables, pero no podrá alterarlos. Si los caracteres individuales son realidades inmutables, cada persona no dará más frutos que los que estén en armonía con su naturaleza, de forma que la vida de cada cual sigue una trayectoria predeterminada por su carácter inmutable de la que no puede escapar, esto es, es imposible para el individuo imprimirle a su vida una trayectoria distinta de la predeterminada por su naturaleza y su carácter; y además cada uno deberá permanecer, según Cervantes, en la condición que por naturaleza le corresponde. Y Cervantes habría creado sus personajes en conformidad con estas ideas. Según Castro, lo característico y aun singular de las figuras plenamente delineadas por Cervantes es que se mueven por el designio afanoso de mantener inalterables su persona y su conducta, pese a todos los obstáculos. En suma, los personajes cervantinos siguen su naturaleza y no se apartan de ella; incluso tienen la conciencia de su fatal carácter.

Los personajes principales del Quijote son un buen ejemplo de estas ideas de estirpe estoica que Cervantes habría abrazado. Así don Quijote se mantiene siendo lo que es en su locura. Y a diferencia de Segismundo que consigue escapar del destino que su padre le había trazado y así puede ser otra cosa, don Quijote se caracteriza esencialmente por su esfuerzo para no dejar de ser lo que es y, por más que a lo largo de su historia como caballero andante se van levantando y acumulando toda suerte de obstáculos y valladares para apartarlo de su naturaleza, fracasan todos los intentos y se estrellan contra el afán del hidalgo manchego de seguir su naturaleza. Otro tanto sucede con Sancho, cuyo carácter es igualmente inmutable: «Sancho nací, y Sancho pienso morir» (II, 4). A pesar de las promesas de ínsulas y del halago del gobierno, Sancho se termina situando en el lugar que por naturaleza le corresponde.

Una consecuencia obvia de este sistema de ideas, que Castro no duda en extraer, es que el fatalismo cervantino excluye las nociones de fortuna y azar, pues todo obedece a la ley de necesidad que rige el curso del mundo y de la vida: «Admitido el fatum, las nociones de fortuna y azar no tienen cabida en la marcha de los sucesos humanos. Todo acontece como debe acontecer» (op. cit., pág. 302).

Hasta aquí hemos ofrecido un cuadro de las principales ideas estoicas de las que se habría nutrido la obra cervantina y conforme a las cuales habría construido sus historias y personajes. Pero sería un error pensar, nos advierte Castro, que el pensamiento moral de Cervantes es puramente estoico. La moral de Cervantes, nos dice, no es mero calco de la de Séneca. Así que se dispone a identificar los elementos no estoicos de la moral cervantina, entre los que están ideas tales como la de que la vida no es un entrenamiento para avezarnos al dolor y una preparación para la muerte o la de que hay muchos bienes apetecibles que nos ofrecen la naturaleza y la vida, esto es, los llamados bienes naturales y los bienes de la fortuna, una doctrina que Cervantes pone en boca de don Quijote en términos aprobatorios: «Una de las cosas en que ponían el sumo bien los antiguos filósofos, que carecieron del verdadero conocimiento de Dios, fue en los bienes de la naturaleza, en los de la fortuna, en tener muchos amigos y en tener muchos y buenos hijos» (II, 16). Es, pues, totalmente ajena a la moral de Cervantes la doctrina de la renuncia a los goces y placeres que la naturaleza y la vida nos brindan. Algunos de estos placeres se celebran en la figura de Sancho, como los de la comida y la bebida, bien es cierto que se le censura cuando se propasa, tachándolo, por ejemplo, de glotón, pero eso no quita que tales placeres, disfrutados con tasa, aparezcan como bienes. Castro cita como cualidades no estoicas de don Quijote el que «sueña con honores y galardones, con triunfos terrenos; ansía el aplauso, conoce la jactancia y la vanidad» (op. cit., pág. 308), pero el aprecio de tales cosas, que los estoicos no aceptarían como bienes, es cosa de don Quijote, no de Cervantes, por lo que se debe considerar como un aspecto de la moral de don Quijote y no de la de Cervantes, que no deben confundirse.

Pero Castro no limita su análisis del pensamiento moral de Cervantes a identificar los elementos del mismo de origen estoico o, en su caso, como acabamos de ver, no estoico. Además desciende a ocuparse de sus doctrinas sobre cuestiones morales concretas, que estima particularmente relevantes para definir el perfil de la moral cervantina, independientemente de sus raíces o fuentes doctrinales o filosóficas, aunque en algún caso, como en la doctrina del honor no rehúsa pronunciarse sobre su filiación doctrinal y sus fuentes más próximas.

En primer lugar, aborda la cuestión de la posición de Cervantes ante el adulterio de la mujer. El análisis de Castro sobre esta cuestión se puede resumir en dos afirmaciones: primera, que el adulterio, en las obras del autor en que aparece, se nos presenta como un hecho natural y justificable; y segunda, que nunca una adúltera recibe castigos o penas por su deshonestidad, de lo que colige Castro que el alcalaíno nos propone «una moral nueva y revolucionaria en su tiempo», en la que el adulterio de la mujer no es un delito que merezca castigo. Castro fundamenta sus conclusiones ante todo en la forma como Cervantes trata el adulterio de Camila en El curioso impertinente. Como es bien sabido, su marido, Anselmo pone a prueba la virtud de su esposa y para ello le pide a su amigo Lotario, que inicialmente se resiste al disparatado proyecto de su amigo, que la solicite. A la postre Camila acaba cediendo, pero, según Castro, el narrador no castiga a Camila. Es cierto que ésta muere, pero no por el pecado de adulterio, sino por la pena que le produce la pena de su amante. Pero también nos remite como sostén de sus tesis al caso de adulterio que nos muestra en El viejo celoso, un entremés en el que el autor no se ciñe a presentarnos el adulterio de la joven esposa del protagonisa celoso, sino que además Cervantes, según Castro, se regocija con ese adulterio.

Otra pieza o rasgo esencial de la nueva moral revolucionaria de Cervantes, a pesar de los rigores de la Contrarreforma, al que Castro se refiere de pasada, quizá porque ya lo abordó con más extensión en otro lugar ( en el capítulo 3 «El error y la armonía como temas literarios» de El pensamiento de Cervantes), es la doctrina de la libertad de amar en la mujer, esto es, la libertad de ésta de elección de marido y el consiguiente rechazo de la costumbre de que sean los padres quienes se encarguen de dar estado a sus hijos. En esa referencia de pasada se limita meramente a encomiar a Cervantes porque «nadie ha expuesto con tanta profundidad ideal y artística la doctrina de la libertad de amar en la mujer» (op. cit., pág. 318). En pro de esta doctrina había invocado, en el citado capítulo, primeramente el episodio pastoral de Marcela y Crisóstomo, en el que ella se erige en defensora del amor libremente correspondido, del amor voluntario y no forzado por nadie, ni por los padres ni tampoco por el amante, como en este caso Crisóstomo que pretende exigir a Marcela que le corresponda (cf. op. cit., pág. 132).

Y en pro de la libertad de la mujer de elección de marido había alegado testimonios de diversas procedencias (cf. op. cit., pág. 135-6): el consejo, inspirado en un refrán, del ama de la fregona Cristina en La guarda cuidadosa para justificar la elección según el agrado de ésta, sin sentir vergüenza por ello, de marido entre dos candidatos, un sacristán y un soldado: «El comer y el casar ha de ser gusto propio, y no a voluntad ajena» (cf. Miguel de Cervantes, Teatro completo, Planeta, 2003, pág. 779); la opinión de Eugenio el cabrero en el Quijote, al parecer compartida por el padre de Leandra, de que «era bien dejar a la voluntad de su querida hija el escoger a su gusto; cosa digna de imitar de todos los padres que a sus hijos quieren poner en estado» (I, 51) y la voluntad del tío de Marcela de no querer casarla sin su consentimiento (I, 12); completa su alegación con citas del Persiles: el deseo del duque de Nemours de buscar mujer a su gusto, «porque dice que los reyes bien pueden dar la mujer a quien quisieren de sus vasallos, pero no el gusto de recibilla» (BAE, I, 659 a); la búsqueda por parte de Mauricio de marido para su hija con su consentimiento (I, 12, 214); y los dos pescadores a los que sus padres emparejan con sendas hermanas también pescadoras, pero sin tener en cuenta sus gustos, pero al final cada uno termina casándose con la hermana de su gusto (II, 10, págs. 345-6).

También interpreta el episodio de las bodas de Camacho, en que la bella y pobre Quiteria termina casándose con el ingenioso y pobre Basilio, al que libremente ama, y no con Camacho el rico, con quien su padre le había concertado matrimonio. Castro se encuentra con el hecho difícil de digerir de que don Quijote se declara partidario de los matrimonios arreglados por los padres, de la potestad de éstos de casar sus hijos con quien estimen conveniente. Castro se ve obligado, como tantas otras veces, a recurrir al expediente de la ironía cervantina para deshacerse de tan incómodo asunto. Cree que puede despacharlo así porque al final de esta historia, en que los partidarios de Camacho acometen con espadas a Basilio, don Quijote interviene portando su lanza para declarar a grandes voces que no se puede tomar «venganza de los agravios que el amor nos hace» y que «a los dos que Dios junta, no podrá separar el hombre» (II, 21), y acaba amenazando con pasar con la punta de su lanza al que lo intente (op. cit., págs. 138-9).

Pero la doctrina cervantina de la libertad de amar va más allá de lo que hasta aquí acabamos de ver. Castro considera innegable que a Cervantes le encanta el amor libre y espontáneo, «sin fórmulas legales ni religiosas», tal como hallaba expresión en los matrimonios clandestinos, prohibidos por el Concilio de Trento en 1563, en que los contrayentes se unían en matrimonio sin párroco y a veces incluso sin testigos. Pero, a pesar de la Contrarreforma que abogaba por el matrimonio solemne y eclesiásticamente ordenado, Cervantes prefería el matrimonio pretridentino como ayuntamiento de un hombre y una mujer, que, movidos por un impulso natural, se disponían a vivir juntos amorosamente. Castro encuentra un respaldo a su tesis sobre la supuesta preferencia de Cervantes por tales nupcias, resultado de la espontaneidad natural de los amantes, anterior a las leyes y razonamientos, en un pasaje de la novela Las dos doncellas, en la que Leocadia y don Rafael sancionan su secreta unión matrimonial con la mera promesa mutua de ser el uno del otro acompañada de su mutua posesión carnal, sin necesidad de nada externo ni racional:

«Dadme, señor don Rafael, la mano de ser mío, y veis aquí os la doy de ser vuestra, y sirvan de testigos los que vos decís, el cielo, la mar, las arenas y este silencio… Diciendo esto, se dejó abrazar, y le dio la mano, y don Rafael le dio la suya, celebrando el nocturno y nuevo desposorio [cursivas de Castro] solas las lágrimas que el contento, a pesar de la pasada tristeza, sacaba de sus ojos». Novelas ejemplares, II, Ediciones Cátedra, 1982, págs. 232-3

Castro presta atención especial a la idea del honor de Cervantes, con la que cierra su estudio del pensamiento moral de éste. No entramos en todos los aspectos de su tratamiento de este tema, tal como el honor en relación con el matrimonio. Lo que más importa es la idea general del honor y el hincapié que hace Castro en fijar su filiación.

Por lo que respecta a la doctrina cervantina del honor o de la honra, lo primero que hay que decir es que, según Castro, encaja perfectamente con su concepción general de la moral, de la que no es sino un aspecto, aunque importante. Y siendo así que, como hemos visto, se trata de una moral autónoma e inmanente, también lo es su concepto del honor, que no se funda en factores externos (como la fama, la opinión, galardones), sino en una causa interior, la virtud. Y puesto que el honor se basa en la virtud, de la cual es su secuela o efecto, se puede decir que es el premio de la virtud. El pasaje esencial en el que con más rotundidad se documenta la idea del honor o de la honra como efecto sólo de la virtud es en uno de la novela La fuerza de la sangre, en el que el padre de la protagonista, Leocadia, que ha sido raptada y atrozmente violada cierta noche, le dirige este razonamiento para darle consuelo moral tras su regreso a casa maltrecha y desolada:

«La verdadera deshonra está en el pecado, y la verdadera honra en la virtud. Con el dicho, con el deseo y con la obra se ofende a Dios; y pues tú ni en dicho, ni en pensamiento, ni en hecho le has ofendido, tente por honrada, que yo por tal te tendré, sin que jamás te mire sino como verdadero padre tuyo». Op. cit., pág. 84

En el Quijote se encuentran pasajes que cabe interpretar en el mismo sentido de la doctrina de la virtud como base de la honra, la cual no depende ni de la sangre o linaje ni de las riquezas: «La verdadera nobleza consiste en la virtud» (I, 36), le dice Dorotea a don Fernando. «Más [honrado] lo era él por la virtud que tenía que por la riqueza que alcanzaba» (I, 51), comenta Eugenio el cabrero a propósito del padre de Leandra. «La virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale» (II, 42), se dice en uno de los consejos de don Quijote a Sancho.

También se encuentra en el Quijote la enseñanza de que el honor es el premio de la virtud, pues es un deber honrarla: «La virtud se ha de honrar dondequiera que se hallare» (II, 62). Más expresamente se afirma esta doctrina en el último libro escrito por Cervantes: «El honor y la alabanza son premio de la virtud que, siendo firme y sólida, se le deben» (Persiles, BAE, I, 597).

Castro declara que esta noción del honor que tiene como única base la virtud y que, por tanto, existe y vale independientemente de la actitud que los demás observen revela una vez más la influencia estoica, tanto como lo revela la doctrina de la moral como una realidad autónoma e inmanente, de la que no sería sino una consecuencia. Así que Cervantes es un estoico en su idea del honor, una idea ilustrada y aristocrática que Castro opone a la idea vulgar o plebeya del honor, que hace depender la misma existencia del honor y su valor de la actitud de los demás, de su opinión o de la fama. Ahora bien, aunque la posición de Cervantes es la posición estoica, él es algo más que un estoico o un moralista abstracto, pues, como artista, infunde vida a los conceptos, como hace, por ejemplo, en La fuerza de la sangre, donde su autor no se limita a dar expresión literaria a la idea ilustrada del honor a través del personaje del padre de Leocadia, sino que además se contrasta constantemente con la idea plebeya de la honra, pues no puede ignorar que en Toledo, que es donde sucede la acción, en sus calles y plazas es la concepción vulgar de la honra la que rige la vida de las gentes y que tiene tal fuerza social, que podría causar un gran sufirimento a Leocadia y a su familia, si el conocimiento de su caso llegase a la gente.

Además de su filiación estoica, Castro se esfuerza en mostrarnos la conexión de la idea cervantina del honor, según se refleja en las vidas de sus personajes y en sus dichos, con el pensamiento renacentista, en el que encuentra los precedentes inmediatos, españoles (Torres Naharro, Vives, Mal Lara, el Pinziano) y no españoles (Petrarca, Erasmo, León Hebreo) de aquélla, que a su vez, según Castro, descansaría en la nueva concepción del hombre del Renacimiento. Y tanto como se esfuerza en situar la idea cervantina del honor en el contexto del pensamiento del Renacimiento pone todo su afán en separarla y distanciarla de la concepción al respecto vigente en la Edad Media, en la que, según él, el honor era el exponente o distintivo de un determinado grupo social frente a otro, de los superiores o gobernantes, por ejemplo, frente a los inferiores o súbditos.

 

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