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El Catoblepas, número 155, enero 2015
  El Catoblepasnúmero 155 • enero 2015 • página 6
Filosofía del Quijote

Libre albedrío contra determinismo fatalista (2)

José Antonio López Calle

Sexta parte del examen crítico de la interpretación de Castro del pensamiento moral de Cervantes. La interpretación de Américo Castro del pensamiento del Quijote y de Cervantes en general (XI)
Las interpretaciones filosóficas del Quijote (31).

El coloquio de los perros

Como remate del tratamiento de la libertad y nociones relacionadas como asuntos fundamentales del pensamiento de Cervantes que, según hemos visto, resultan incompatibles con el de los estoicos que Castro pretende atribuirle, planteamos dos consideraciones que iluminan, desde contextos diferentes, sobre la ubicua defensa cervantina de la libertad como libre albedrío. La primera de ellas nos remite a un contexto teológico, un lugar inesperado donde Cervantes de una forma indirecta o tácita nos habla de la libertad humana. Se trata de un texto de El coloquio de los perros en el que Cervantes pone en la boca de la bruja Cañizares una pieza de teología escolástica en la que, al distinguir entre el mal de daño, que la voluntad de Dios permite que suframos los humanos, y el mal de culpa, el causado por la voluntad humana, que es libre según la doctrina cristiana, y al concluir que los humanos somos los culpables del pecado -y no debe olvidarse que, de acuerdo con la teología cristiana, el pecado es un acto voluntario, se está aludiendo ineludiblemente al libre albedrío como la causa del mal de este genero sólo imputable al hombre:

«Todas las desgracias que vienen a las gentes, a los reinos, a las ciudades y a los pueblos; las muertes repentinas, los naufragios, las caídas, en fin, todos los males que llaman de daño, vienen de la mano del Altísimo de su voluntad permitente; y los daños y males que llaman de culpa, vienen y se causan por nosotros mismos. Dios es impecable; de do se infiere que nosotros somos autores del pecado». Novelas ejemplares II, págs. 341-2

La segunda consideración nos traslada al tratamiento cervantino de la astrología judiciaria, es decir, lo que hoy se denomina astrología sin más, pues en la época de Cervantes la astrología (sin el adjetivo «judiciaria») incluía tanto la astronomía como la pseudociencia de la astrología; de hecho en la universidad de Salamanca dentro del plan de estudios de astronomía, incluidos en la cátedra de Matemáticas y Astrología, se estudiaba la astrología judiciaria en el cuarto curso, a través del Tetrabiblos de Ptolomeo y del Tratado de Astrología del astrólogo árabe del siglo X Al Kabisi (conocido en España como Alcabisio), lo que refleja que la incapacidad de los sabios y letrados de aquel tiempo para distinguir la ciencia, como la astronomía, de la no ciencia, como la astrología judiciaria o, si quiere, para distinguir, dicho en el lenguaje de entonces, la verdadera astrología, la astronomía, de la falsa astrología, la judiciaria. Una buena muestra de ello nos la brindan, entre los médicos, el caso de Paracelso, muy interesado por la astrología; entre los científicos, creyeron en ella los más grandes astrónomos, tal como Copérnico, Tycho Brahe, estrictamente coetáneo de Cervantes (nacieron el mismo año de 1546), Kepler, contemporáneo más joven de Cervantes, a quien su reputación como autor de importantísimas obras de astronomía no le impidió escribir una de astrología, De fundamentii astrologuiae certioribus (1602), y trazar los horóscopos de los más encumbrados personajes de la corte imperial, como los que hizo al mismísimo emperador Rodolfo II, a Wallenstein y a otros prohombres; e incluso Newton, quien tampoco escapó al embrujo o atracción de la astrología; y, entre los filósofos, cabe mencionar a Pomponazzi, que no desdeñaba las explicaciones astrológicas, y a Campanella, quien escribió sus Astrologorum libri VI (escritos en 1613, pero no publicados hasta 1629) y predijo el carácter funesto de un eclipse de Sol; y tampoco se debe olvidar al polifacético Cardano, matemático, médico y filósofo, pero al mismo tiempo entusiasta de la astrología.

Cervantes participa de la confusión de su época al respecto, pues veía la astronomía y la astrología como fundidas en una única ciencia o saber, al que globalmente, como era costumbre entonces, denomina astrología. Así en el diálogo entre don Quijote y Pedro el cabrero, en el que éste informa al sedicente caballero de que Grisóstomo había estudiado muchos años en las aulas salmantinas y que, entre los saberes que dominaba estaba la astrología, ésta es considerada como una ciencia («Esa ciencia se llama astrología- dijo don Quijote»), en cuyo seno conviven «la ciencia de las estrellas», que, según la presenta el cabrero basándose en lo que la gente dice sobre las habilidades de Grisóstomo, estudia las posiciones y movimientos de los astros y predice los eclipses de Sol y de Luna, y la astrología judiciaria, de forma que lo primera se corresponde con lo que hoy se conoce como astronomía, y la segunda con la astrología tal como la conocemos hoy, pues se habla de la astrología de entonces, también conocida como astrología judiciaria, como de una ciencia dotada de un carácter predictivo o adivinatorio, capaz de predecir la manera como influyen los astros en las actividades humanas, como las agrícolas, lo que proporcionaba a sus cultivadores, como Grisóstomo, un saber muy útil, como indica el cabrero, sobre lo que convenía cultivar cada año para asegurar abundantes cosechas y con ello el enriquecimiento de sus dueños (cf. I, 12, 104). En el fondo, la posición de Cervantes, expresada a través de Pedro el cabrero y otros personajes, viene a ser, en sus líneas esenciales, coincidente con la formulada por la Iglesia. El Papa Sixto V en una bula de 1586, al tiempo que condenaba y prohibía la astrología judiciaria en la medida en que su pretensión de adivinar el destino de los hombres y de sus empresas parecía conducir a negar la libertad humana, aprobaba su ejercicio y uso por la utilidad de sus predicciones en la agricultura, la navegación y la medicina (cf. Mariano Esteban Piñeiro, «La ciencia de las estrellas», en La ciencia y El Quijote, Editorial Crítica, 2005, págs. 22-35, especialmente págs. 29-30).

En otros lugares en los que Cervantes se refiere expresamente a este asunto, vuelve a reiterar su valoración de la astrología judiciaria como una ciencia y no le echan para atrás los fallos de los astrólogos, si bien censura a los que ejercen la ciencia astrológica sin la debida preparación, como los simples que entran en ella «sin estudio ni experiencia», sino que achaca los pronósticos fallidos de los astrólogos a las dificultades inherentes a la investigación de los astros o a no tener los que la profesan un dominio suficiente de su ciencia (cf. La entretenida, I, 217-224, en Teatro completo, pág. 550; y Persiles, I, 13 y III, 18). No hay, pues, duda alguna de que admite la influencia de los astros en la vida humana y de que reconoce cierta capacidad predictiva a la astrología, como se ve en los aciertos adivinatorios de astrólogos como Grisóstomo en el Quijote (I, 12), aunque confinados al terreno de la agricultura («Adivinaba cuándo había de ser el año abundante o estil [estéril]), de Mauricio y sobre todo de Soldino en el Persiles.

Ahora bien, llama la atención sobre las limitaciones del poder predictivo de la astrología judiciaria, puesto que, por una lado, sólo Dios puede realmente conocer el futuro, según afirma don Quijote (II, 25), y, en todo caso, se trata de un saber tentativo y poco seguro, como reconoce Mauricio, según se desprende de su aserto de que los aprendices de la ciencia de la astrología judiciaria no tienen el poder de juzgar los casos por venir, porque han de juzgar siempre «a tiento y con poca seguridad» y, si alguna vez aciertan en sus juicios, pronósticos o vaticinios, es porque se atienen «a lo más probable y a lo más esperimentado» (Persiles, I, 13, págs. 219-220). Una opinión que respalda Soldino, pues a pesar de sus aciertos adivinatorios, asevera cautelosamente que la ciencia del astrólogo judiciario»si bien se sabe, casi enseña a adivinar» (op. cit.,III, 18, pág. 599).

Pues bien, Cervantes podía estar confuso a la hora de no distinguir claramente los aspectos científicos de los no científicos o meramente supersticiosos de la astrología y admitir la influencia de los astros en la vida humana, pero ello no le nubló la cabeza para establecer rotundamente que el influjo astral, aunque afecta a las actividades humanas, no anula la libertad de las personas.

Así don Quijote no tiene dificultad en admitir la influencia de los astros y de hecho al final de la primera parte, su creencia en el mal influjo de las estrellas en la vida humana le induce a atribuir su más reciente descalabro en la aventura de la procesión de disciplinantes al mal influjo de las estrellas y a tomar la prudente decisión de no actuar, dejarse conducir a su aldea enjaulado y no emprender una nueva salida más provechosa hasta que pase ese mal influjo estelar:

«Bien dices, Sancho –respondió don Quijote-, y será gran prudencia dejar pasar el mal influjo de las estrellas que ahora corre». I, 52, 526

Pero al comienzo de la segunda parte don Quijote, luego de explicar, en un diálogo con su sobrina, su inclinación a las armas como algo debido a haber nacido bajo la influencia de Marte, deja bien claro que por encima de tal influencia planetaria está la razón y sobre todo la voluntad libre:

«Yo tengo más armas que letras, y nací, según me inclino a las armas, debajo de la influencia del planeta Marte; así que, casi me es forzoso seguir por su camino, y por él tengo de ir a pesar de todo el mundo, y será en balde cansaros en persuadirme a que no quiera yo lo que los cielos quieren, la fortuna ordena y la razón pide, y, sobre todo, mi voluntad desea». II, 6, 592

Aunque exagera la fuerza de su inclinación a las armas («casi me es forzoso seguir por su camino»), a lo que se ve obligado para defenderse ante la censura de su sobrina que le echa en cara la sandez de creerse un caballero andante no siéndolo ni pudiendo serlo, don Quijote termina colocando la razón y la voluntad humanas por encima de las inclinaciones generadas por la influencia de los astros, por más fuerte que ésta sea. Al pronunciarse así, don Quijote no hace otra cosa que atenerse a la doctrina prevaleciente entre los sabios y gente culta de la época, que admitía ciertamente el influjo astral en los actos humanos, pero sin que la razón y la voluntad libre pierdan su jurisdicción sobre su elección y ejecución.

Por si esto no estuviera claro, en el Persiles se ratifica patentemente esta doctrina por boca de Auristela, quien de una forma rotunda declara que nada puede el poder de las estrellas contra el libre albedrío, pues éstas inclinan a las almas, pero no las fuerzan:

«Y bien sé que nuestras almas están siempre en continuo movimiento, sin que puedan dejar de estar atentas a querer bien a algún sujeto a quien las estrellas las inclinan, que no se ha de decir que las fuerzan». Persiles, II, 3, pág. 293

La sugerencia tácita en estas palabras es que en el hombre hay algo inexpugnable, que es la fortaleza del libre albedrío, una fortaleza que puede dominar cualquier influjo celeste o mala inclinación que por naturaleza tenga. Y este pensamiento sitúa a Cervantes en las antípodas de los estoicos, quienes precisamente tomando como base su doctrina determinista y la negación del libre albedrío, legitimaron la práctica de la astrología y en general de la adivinación y los oráculos. Mientras para los estoicos la astrología tiene su cimiento en un rígido determinismo que excluye la libertad humana, para Cervantes la astrología y la libertad humana son compatibles.

Se equivoca, pues, Castro al atribuir a Cervantes, en consonancia con su ensayo de convertir a Cervantes a todo trance en un pensador estoico, la idea de que la astrología puede predecir la marcha preestablecida del fatum humano, principalmente porque Cervantes, como a estas alturas estará ya suficientemente acreditado, no acepta la existencia de una fatum humano. La astrología podrá predecir la vida humana, y como hemos visto, Cervantes le reconoce cierto poder predictivo al respecto, pero no porque previamente haya un fatum humano cuya marcha preestablecida por ello quepa predecir. Cervantes y sus personajes admiten a la vez la determinación astral que permite predecir hasta cierto punto el porvenir de las personas y el libre albedrío. Así Soldino vaticina con acierto el porvenir del escuadrón de peregrinos que se dirige a Roma y en ningún momento ni a Soldino, un eremita cristiano, ni a los demás personajes ni al narrador se les ocurre pensar que ello interfiera con su libre albedrío de forma tal que éste quede anulado. Las estrellas inclinan, pero no fuerzan o arrastran, si el hombre quiere.

Es verdaderamente llamativo que Castro, en su estudio del pensamiento moral cervantino, pase por alto los pasajes antes citados en los que Cervantes, sin dejar de aceptar la determinación astral, la somete al poder del libre albedrío, y que en su tratamiento de la posición de Cervantes ante la astrología también guarde silencio sobre ello (cf. El pensamiento de Cervantes, págs. 106-117).

Hasta aquí hemos podido comprobar, primeramente, que no hay una base textual que nos autorice a hablar de Cervantes como adalid de un determinismo fatalista de la vida humana; en segundo lugar, que su probado providencialismo es incompatible con semejante fatalismo; y en tercer lugar, que Cervantes defiende abiertamente el libre albedrío y nociones ligadas, como las de responsabilidad, arrepentimiento y enmienda, que sólo son comprensibles en un marco de libre albedrío. Ahora, nos disponemos a mostrar que las doctrinas de la inmutabilidad del carácter individual y, con ello, de las virtudes y vicios, que por tener un origen y realidad natural, no son adquiribles mediante la práctica o la costumbre, sino inmodificables, doctrinas que son un derivado natural del determinismo fatalista, tampoco se pueden adscribir a Cervantes. Bastaría con todo lo anterior y especialmente con el frecuente hincapié que hace en la libertad como rasgo fundamental constitutivo de la naturaleza humana para rechazar estas doctrinas como incompatibles con el pensamiento de Cervantes.

Pero es que además hay razones adicionales para oponerse a ello. Hay pasajes en su obra en que su autor, en perfecta coherencia con su idea del hombre como ser constitutivamente libre, expone en términos doctrinales la idea de que el carácter de una persona no está prefijado en su naturaleza, ni sus virtudes y vicios, sino que el carácter de cada cual, sus virtudes y vicios dependen de lo que elija ser y que, por tanto, son modificables. El pasaje más importante al respecto es aquel de El coloquio de los perros en que por boca de Berganza se elogia el modelo de educación de los jesuitas especialmente porque no confinaban su tarea docente a la mera instrucción de sus alumnos infantiles, sino que con ésta les enseñaban a ser virtuosos y a evitar el vicio, utilizando para ello diversos procedimientos formativos del carácter moral de los niños:

«Luego recibí gusto de ver el amor, el término, la solicitud y la industria con que aquellos benditos padres y maestros enseñaban a aquellos niños, enderezando las tiernas varas de su juventud, por que no torciesen ni tomasen mal siniestro en el camino de la virtud, que justamente con las letras les mostraban. Consideraba como los reñían con suavidad, los castigaban con misericordia, los animaban con ejemplos, los incitaban con premios y los sobrellevaban con cordura, y, finalmente, como les pintaban la fealdad y horror de los vicios y les dibujaban la hermosura de las virtudes, para que aborrecidos ellos y amadas ellas, consiguiesen el fin para que fueron criados». Novelas ejemplares II, pág. 316

Es evidente que Cervantes aprueba los métodos pedagógicos de los jesuitas, a los que retrata como «bendita gente» y como unos excelentes «guiadores y adalides del cielo». Ahora bien, el uso de métodos como la incitación a la virtud por medio de premios y suaves castigos, la proposición de ejemplos de virtud para imitar, la pintura de la fealdad y del horror de los vicios y la hermosura de las virtudes, la inculcación del aborrecimiento de ellos y el amor a ellas, con el fin de que aprendan el camino de la virtud y no se aparten de él sólo puede entenderse bajo el supuesto de que el ser humano tiene el poder de moldear el carácter moral individual, siempre susceptible de ser mejorado y perfeccionado, y que, por tanto, las virtudes y vicios se pueden adquirir y suprimir, sin perjuicio de la inclinación natural a desarrollar unas determinadas virtudes o vicios.

Que el ser humano se puede desembarazar de sus malas acciones y vicios no es algo que meramente se deduzca del pasaje precedente, sino que manifiestamente se formula en la obra de Cervantes. Debería bastar para ello toda la doctrina del arrepentimiento y la enmienda de que ya hemos hablado más arriba. Pero por si ello no fuera bastante, hay un pasaje, en que hablando del arrepentimiento y de la enmienda, se admite expresamente el poder del hombre de liberarse de sus vicios y así mejorar su carácter moral. Después de confesar Clodio sus defectos más acusados, ser murmurador y maldiciente, de reconocer, no obstante, su disposición a mejorar su comportamiento con los príncipes y los poderosos, y de afirmar que «la caridad cristiana enseña que por el príncipe bueno se ha de rogar al cielo por su vida y por su salud y, por el malo, que le mejore y enmiende» (Persiles, I, 14, pág. 226), lo que acarrea admitir que el príncipe y se supone que, por extensión, el hombre, puede corregir sus vicios y cambiarlos por virtudes, Antonio hijo le anima a que se deshaga de su lengua maldiciente y emprenda el camino de la virtud alegando que no hay vicio o pecado, por grande o arraigado que esté, que no pueda extirparse y que quien sabe lo que Clodio acaba de manifestar está ya muy cerca de borrar sus vicios y mejorarse:

«Quien todo eso sabe –dijo el bárbaro Antonio- cerca está de enmendarse. No hay pecado tan grande ni vicio tan poderoso que, con el arrepentimiento, no se borre o quite del todo».

En coherencia con estas ideas profesadas por Cervantes, sus personajes, como bien se ve, y no sólo Clodio sino cualesquiera otros, siempre tienen la posibilidad de mejorar su vida moral o de aferrarse a su mala vida como decisión de su voluntad libre. La pretensión de Castro de que los personajes mayores cervantinos, tanto los mayores, como don Quijote y Sancho, como los demás, los concibió su creador según el dogma de la inmutabilidad del carácter y de la inmodificabilidad de sus vicios, de forma que permanecen siendo lo que no tienen más remedio que ser, no resiste la prueba. Veámoslo.

En el caso de don Quijote hay que distinguir lo que es su vida desde su propia perspectiva y lo que es desde una perspectiva externa. Está claro que, según se percibe a sí mismo, don Quijote no cree actuar estando sometido al destino que le marque su naturaleza o su carácter, sino que actúa libremente, que libremente ha elegido ser caballero andante, que tiene el poder de moldear su vida («Yo sé quién soy, y sé que puedo ser…») y que, como caballero cristiano, puede mejorarse moralmente, pues él pretende esforzarse por ser un modelo de virtud, según expone él mismo en su discurso sobre las virtudes que han de adornar al caballero andante cristiano. Lejos, pues, de tener conciencia, a juicio de Castro, de su fatal destino o carácter, don Quijote cree tener en sus manos, sin perjuicio de la ayuda de Dios con la que siempre hay que contar, las riendas de su existencia.

Ahora bien, desde una perspectiva externa, hemos de decir que don Quijote no ha elegido nada de lo anteriormente señalado y que no tiene el poder de ser el más hazañoso caballero andante, como él está convencido de que puede serlo, ni hace progreso alguno en el camino de la virtud, porque sencillamente hay un impedimento para todo eso, que es su locura, un obstáculo invencible para poder fijar él mismo el rumbo de su vida. En este sentido, puede decirse que mientras don Quijote es don Quijote, un hidalgo que ha perdido el juicio, su vida está determinada por la locura. Ahora bien, este determinismo al que está sometido don Quijote y que le priva de libre albedrío nada tiene que ver con el determinismo fatalista de Castro, que se extiende a toda la vida del individuo, independientemente de su locura o su cordura. Don Quijote está determinado a hacer lo que hace inexorablemente, pero no, de acuerdo con la tesis de Castro, por el mero hecho de ser una persona, que, como cualquier otra cosa o ser del universo, no es ni hace más que lo que su naturaleza determina, no porque en virtud de su naturaleza íntima no tenga más remedio que hacer y ser lo que es, sino porque accidentalmente está enfermo.

Además hay que tener en cuenta, y Castro no lo hace, que don Quijote deja de estar enfermo, que sana y recobra el juicio y con él el libre albedrío, como él mismo reconoce: «Yo tengo juicio ya libre y claro». Y una vez recuperada la libertad y reconociéndose como Alonso Quijano y no como don Quijote, el poco tiempo de vida que le queda lo aprovecha para, haciendo uso de su recobrada libertad, rectificar, renegar de los libros de caballerías cuya leyenda continua secó su cerebro y causó su enfermedad, y morir cristianamente.

En cuanto a Sancho, tampoco cabe afirmar que Sancho crea que su carácter es inmutable y que, como don Quijote, tenga conciencia de su fatal carácter por el mero hecho de que declare: «Sancho nací, y Sancho pienso morir» (II, 4, 579). En primer lugar, considerada en abstracto, semejante declaración no tiene por qué entenderse en el sentido que le da Castro. Al expresarse así, Sancho simplemente anuncia a sus interlocutores su conformidad con su forma de ser y su voluntad de no cambiarla. Cualquiera podría decir algo semejante sin por ello negar la libertad de cambiar. El hecho de querer seguir siendo como se es se puede entender también como un acto de libre elección, de quien quiere seguir siendo como ha sido porque no encuentra motivos para cambiar.

En segundo lugar, el contexto en que Sancho se pronuncia así no abona la exégesis fatalista de Castro. Ante la expectativa de hacer una nueva salida con su amo y que éste le termine recompensando con una ínsula para gobernar, Sancho se defiende preventivamente con la declaración de marras ante quien pueda pensar que eso le va a cambiar su modo de ser, empeorándolo. El contexto presupone tanto por parte de los interlocutores (don Quijote y Sansón Carrasco) y del propio Sancho la posibilidad de mudar el carácter o la forma de ser de uno, en este caso del escudero, de lo contrario no tendría sentido el que Sancho se defienda ante quienes puedan pensar que el gobierno de la ínsula podría no sólo cambiar su carácter sino empeorárselo. Que es eso lo que se juega está bien claro por la respuesta de Sansón Carrasco, quien después de elogiar burlonamente a Sancho por su determinación de que no le cambie para mal el gobierno de la ínsula, le recuerda que «los oficios mudan las costumbres, y podría ser que viéndoos gobernador no conociésedes a la madre que os parió», a lo que el escudero a su vez replica con la alegación de que tal advertencia no la necesitan quienes, como él, son cristianos viejos, y esto sólo vale como garantía de que el ser gobernador no le va a cambiar (ibid.).

 

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