Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
Hasta aquí nos hemos dedicado a someter a análisis crítico la interpretación de Castro de los rasgos generales del pensamiento moral de Cervantes y hemos mostrado abundantemente que las tesis principales de Castro al respecto son erróneas. Pero, como vimos en la exposición del pensamiento moral cervantino según el punto de vista de Castro, éste también presta una atención especial a la posición de Cervantes sobre tres asuntos concretos: el adulterio, la libertad de amar y de matrimonio de la mujer y el honor. Nos proponemos examinar críticamente si Castro anda más acertado o no en el tratamiento de estas cuestiones particulares que en el de los rasgos más generales de la concepción ética cervantina.
Empecemos con la actitud ante el adulterio que le atribuye a Cervantes. Castro sostiene que el adulterio en la obra cervantina se nos presenta como un hecho natural y justificable y que nunca una adúltera recibe penas o castigos por su deshonestidad, de lo que extrae la conclusión de que Cervantes propone una moral nueva y revolucionaria, en la que el adulterio de la mujer no es un delito que merezca castigo. Como esperamos mostrar, ninguna de estas tesis de Castro, ni las premisas ni la conclusión de su razonamiento, se sostienen en pie. Y para mostrarlo vamos a comenzar por referirnos al adulterio de Camila en El curioso impertinente, ya que es el caso en que principalmente basa su análisis y conclusiones sobre la doctrina moral de Cervantes al respecto. El hecho en el que fija su atención y que considera decisivo para la definición de la posición moral del alcalaíno es que el narrador no castiga a Camila y, si bien ésta muere, no es por el pecado de adulterio, sino por la pena que le produce la muerte de su amante Lotario, quien a la postre había conseguido seducir a Camila.
Ahora bien, el hecho decisivo de Castro se nos presenta confusamente. Por un lado, al decirnos que el autor no castiga a Camila, se sugiere que realmente no recibe castigo alguno. Y, por otro lado, al afirmar que no se la castiga con la muerte, se está confundiendo al lector al sugerir que el castigo es el de la muerte, a la manera como mueren su marido Anselmo, el instigador del adulterio, y de su seductor Lotario, y que si no hay muerte como castigo por el pecado, entonces no hay castigo. Pero esto es hacer trampa, pues equivale a decir que el único castigo posible por adulterio es hacerle morir al personaje por tal pecado. Pero hay otros castigos posibles. Y tal es lo que le sucede a Camila y que Castro oculta al lector. Ciertamente Camila no es castigada con la muerte, pero sí recibe el castigo de abandonar la clase de vida que llevaba antes para ingresar en un convento.
Además, el que a Camila se la sancione con una pena más leve, está plenamente justificado, ya que en el fondo es una víctima de los manejos de su marido que le tiende una trampa y de los constantes intentos de seducción de Lotario. Camila no es una mujer ligera o desenvuelta, sino una mujer virtuosa y cabal que sólo cede a las solicitaciones de Lotario después de una larga y sostenida presión por parte de éste consentida y alentada por su desquiciado marido. Aun así, es dudoso al menos que Cervantes no haya ido más lejos y, haya querido castigar con la muerte a Camila, si no directamente, en lo que tendría razón Castro, sí indirectamente. Lo que queremos decir lo podemos clarificar remitiéndonos al caso de una ilustre adúltera de la ficción novelística, Anna Karenina, cuya vida también termina mal. Como en el caso de Camila, el personaje de Tolstoi tampoco muere directamente por su mala vida, sino por su voluntad de suicidarse tirándose a los raíles del tren. Pero ¿acaso no es ésta la manera como el narrador ha querido que muera su personaje justo por haber llevado un género de vida que, como bien es sabido, Tolstoi desaprobaba? Del mismo modo podría decirse que, aunque Camila muerte por la pena que le causa la muerte de Lotario, ésa es también la forma como Cervantes ha querido indirectamente castigar el adulterio de Camila. En cualquier caso, aun si el lector no está conforme con esta interpretación, basta lo anterior para refutar la tesis de Castro de que Camila no recibe sanción alguna, pues termina sus días apartada de la vida normal y recluida en un convento, y, por tanto, su tesis más general de que en la obra de Cervantes no se castiga la deshonestidad de las adúlteras.
Asimismo todo el análisis precedente refuta la afirmación de Castro de que el adulterio es para Cervantes un hecho natural y justificable. No lo es porque los tres personajes principales implicados en el adulterio reciben su merecido según su grado de culpa, máxima en el caso de Anselmo y Lotario y mucho menor en el caso de Camila. Pero esto no es todo. Recordemos que frecuentemente a lo largo del relato se censura la ocurrencia de Anselmo de poner a prueba la honestidad de su mujer y que Lotario es el primero en reprochárselo antes de ceder a los planes de su amigo y que es consciente de incurrir, si participa en ellos, en el pecado de adulterio.
Alega Castro que Cervantes se regocija con el adulterio en El viejo celoso (El pensamiento de Cervantes, pág. 318, n. 64) y sin duda éste es el motivo que le mueve afirmar categóricamente que «nunca ha escrito Cervantes con tan desvergonzado cinismo como en esta deliciosa obrita» (op. cit., pág. 137 ) Es innegable que en esta pieza asistimos a una fugaz escena en que tras una puerta se consuma un acto de adulterio que parece ante una mirada superficial presentarse como algo natural y justificado y que, desde luego, queda impune, pero, si se analiza más profundamente, se verá que, si se hurga más allá de las apariencias, de ello no cabe inferir que Cervantes justifique o apruebe el adulterio. Para poder percibir esto, empecemos con un escueto resumen del argumento y desenlace de este entremés.
El viejo celoso es una obra de celos, en que la protagonista, Lorenza, es víctima del carácter desaforadamente celoso de un marido viejo y rico, con el que se ha casado por imposición familiar y que la tiene encerrada entre los muros y barrotes de su casa, para privarla de todo contacto humano, incluso el de los vecinos. La joven, infeliz en su matrimonio, no hace sino quejarse de su enclaustramiento al tiempo que suspira por el amor y la libertad en sus conversaciones con una criada, Cristina, y con una vecina alcahueta, Hortigosa. Ese amor o más bien la satisfacción sexual que no le proporciona su marido la obtiene finalmente gracias a un joven galán que su vecina alcahueta logra arteramente introducir en la impenetrable casa del viejo celoso. La ya adúltera remata su faena lamentándose de los celos de su marido y haciendo protestas de inocencia ante los vecinos, alarmados por sus gritos. La obra parece carecer, pues, de sentido moral o de ejemplaridad, pues, lejos de hacer triunfar la moralidad social castigando el adulterio de Lorenza, la protagonista se va de rositas.
Esta interpretación nos parece errónea por dos razones. En primer lugar, del hecho de que no se castigue el adulterio no se sigue que por ello reciba la aprobación del autor, pues éste lo que se propone no es ofrecernos una obra ejemplarizante sobre el adulterio, sino más bien mostrar las malas consecuencias a que conducen los celos de un hombre viejo que pretende exigir fidelidad a una esposa mucho más joven con la que ha contraído un matrimonio que ni es libre por parte de ella ni entre iguales y la peor de esas consecuencias es que la esposa termine en los brazos de otro más joven y parigual. La obra es, si se quiere, ejemplarizante no en un sentido directo, sino indirecto, en el sentido de que viene a advertir a quienes, como el protagonista de este entremés, siendo viejos y celosos se empeñan en casarse sin su consentimiento o por imposición paterna con una mujer muy joven no les caber esperar otra cosa que el adulterio de ésta. No se trata de que el adulterio esté justificado, sino que es un resultado prácticamente inexorable de un matrimonio mal concertado. Este mensaje indirectamente moral ha sido perfectamente captado por otros estudiosos, como Eugenio Asensio, quien en su magnífica introducción a su edición de los entremeses de Cervantes escribe:
«Tendríamos, en suma, una lección de escarmiento dada por la experiencia a quienes, después de torcer el curso natural del matrimonio que debe ser libre y entre iguales, pretenden imponer fidelidad a la esposa mediante lo que Beaumarchais llamaba ‘la inútil precaución’». Miguel de Cervantes, Entremeses, Editorial Castalia, 1970, pág. 24
En segundo lugar, no debe olvidarse que El viejo celoso es un entremés y que un entremés es una pieza ligera que no tiene, a diferencia de la comedia, una función ejemplarizante o de protección de los ideales éticos o morales que han de triunfar, sino divertir al público mostrándole las flaquezas de los hombres, sus fallos y vicios. En el caso que comentamos, se puede decir que no es de su incumbencia castigar el adulterio para que triunfe la moral, sin que por ello el autor lo apruebe, sino sólo hacernos reír a costa de las debilidades de sus personajes principales. Y si en todo caso se quiere ver en aquél una moraleja es únicamente en el sentido antes explicado de llamar la atención del público sobre cómo unos celos patológicos de un hombre casado con una mujer mucho más joven pueden conducir a ésta al adulterio.
Que El viejo celoso se deber entender así y no, contra Castro, como una justificación del adulterio es la única lectura compatible con el hecho inequívoco de que Cervantes era un hombre de hondas convicciones cristianas, al que, como tal, se le debe suponer la consideración del adulterio como un pecado, y con el conjunto de su obra en la que es un hecho patente la condena del adulterio. La interpretación que proponemos se halla respaldada por el cotejo con una obra muy semejante de tipo serio y que posiblemente sea su fuente. Se trata de El celoso extremeño, obra ya analizada en otro lugar en relación con otro asunto (cf. «Justicia trascendente y justicia inmanente, El Catoblepas, Nº 151, Septiembre de 1014), la cual cuenta una historia análoga a la del entremés, sin más que cambiar los nombres de los protagonistas: el celoso extremeño, Carrizales, es tan viejo, rico y celoso como el protagonista del entremés, ahora rebautizado como Cañizares, y Carrizales, como su homólogo del entremés, también se casa con una muchacha, una adolescente de dieciséis años, que igualmente termina cometiendo adulterio con un joven galán. La historia de Cañizares es la versión jocosa y muy simplificada de la historia trágica y literariamente más compleja de Carrizales. Y como ésta se nos presenta bajo el formato literario de una novela ejemplar, su finalidad moral es harto manifiesta, por lo que, a diferencia del entremés, no falta en ella ni la condena directa del adulterio como un pecado ni el castigo de los infractores, lo que una vez más desmiente la tesis de Castro de que Cervantes presenta el adulterio como un hecho natural y justificable que no merece castigo. El narrador, al describir la conducta de la joven esposa de Carrizales, Leonora, que va a acabar en adulterio, no duda en hablar de rendición y de que «se perdió», lo que deja bien claro la calificación moral que le merece. Por si esto fuera poco, Carrizales lo califica muy duramente no meramente como pecado, sino como «delito». Y cometido el delito se desencadenan las penas. Muere el viejo celoso extremeño, por ser en parte culpable, como él mismo confiesa, de lo sucedido por dejarse arrastrar por sus exacerbados celos que le llevan a encerrar a su esposa en su casa, aislada del exterior, como si fuese un convento. Carrizales, que asume la culpa, perdona, en un acto de generosidad, a su esposa Leonora, pero el narrador se encarga de castigarla, sin que ello lo estorbe su arrepentimiento, recluyéndola como monja en un monasterio, donde pasa el resto de su vida en oración y penitencia. Y Loaysa, el galán seductor, también recibe su pena, que es la de verse forzado a huir o pasarse a las Indias. No escapa al castigo ni la criada que actuó como alcahueta, que es despedida de la casa por haber colaborado con Loaysa para el logro de sus torpes o deshonestos objetivos. A diferencia de lo sucedido en el jocoso entremés, en el que nadie resulta castigado, en la novela ejemplar todos los implicados en el adulterio, tanto los infractores directos, responsables morales, como cómplices, reciben su merecido.
Pero es quizá en el Persiles, en el relato de la historia de Luisa, una mujer adúltera, donde la posición de Cervantes se halla más meridianamente reflejada. Castro apenas presta atención a esta historia en relación con el adulterio, salvo para señalar en nota a pie de página que Cervantes protege a Luisa. Pero a pesar de toda su protección, al final de la novela también recibe su castigo; lo último que sabemos de ella es que fue a parar a Nápoles con su marido Bartolomé el Manchego y que allí «acabaron mal, porque no vivieron bien» (op. cit., IV, 14, pág. 713). De la narración de su vida podemos colegir que Cervantes consideraba el adulterio como un pecado grave, incluso como un delito; que deber ser castigado, aunque se opone tanto a la venganza como a la ejecución por vía legal de las adúlteras y sus cómplices, lo que contradice las tesis de Castro ya enunciadas al respecto.
La opinión de Cervantes sobre el adulterio se halla muy bien reflejada al comienzo del relato de la historia de Luisa, quien a las pocas semanas de casarse con el polaco Ortel Banedre, le pone cuernos con su primer novio. Enamorado el polaco de la bella mucha la pide en matrimonio a su padre, que otorga su licencia, pero ella no está muy conforme con ello, pues se casa despechada con él, ni tampoco su primer novio que ha quedado contrariado. A las dos semanas del casamiento se marcha con su primer novio y parte de los bienes de su marido, al cual lo que más le importa no son los bienes hurtados, sino la deshonra que le ha causado el adulterio de su mujer. Al poco tiempo, le llega la noticia de que Luisa y su novio han sido detenidos y están en la cárcel. Su primera reacción es la de ir a Madrid para vengarse y matarlos por vía legal, pues la ley penal de entonces permitía al marido ejecutar a la esposa adúltera y a su cómplice a la vista del público, en un cadalso levantado al efecto. Pero héte aquí que, estando completamente decidido a hacer todo lo posible para que paguen con sus vidas su delito: «Mi honra ha de quedar sobre su delito como el aceite sobre el agua», se cruza en su camino Periandro, quien adivinando sus intenciones, le dirige un convincente discurso mediante el cual pretende convencerle de que desista de su propósito de darles muerte. Es aquí, en la intervención de Periandro, donde sin duda podemos encontrar la exposición del propio punto de vista de Cervantes sobre la actitud que se debe adoptar ante el adulterio.
Periandro da por sentado que el adulterio es un hecho moralmente grave, pero se opone a su sanción con sangre derramada, incluso aunque esto, como permitía la ley, aún vigente en la época, se llevase a cabo siguiendo el procedimiento legal:
«¿Qué pensáis que os sucederá cuando la justicia os entregue a vuestros enemigos, atados y rendidos, encima de un teatro público, a la vista de infinitas gentes, y a vos, blandiendo el cuchillo encima del cadalso, amenazando el segarles las gargantas, como si pudiera su sangre limpiar, como vos decís, vuestra honra?». Persiles, III, 7, pág. 501
Periandro alega dos razones contra la ejecución de los sentenciados por adulterio. En primer lugar, esgrime una razón prudencial, según la cual la ejecución de los culpables, que Periandro tiene por una forma de venganza, lejos de limpiar la honra del ofendido, hace aún más público su agravio, al perpetuar en las memorias de las gentes, al menos mientras viva el agraviado, su vengativo castigo. Apuntala todo esto con una segunda razón, de principio ahora, conforme a la cual quitar la vida a los adúlteros es un pecado mortal, un pecado que no se ha de cometer ni aun por todas las ganancias que la honra del mundo ofrezca.
Ortel Banedre asiente a la argumentación de Periadro, cuya discreción elogia, y desiste de su primera intención de recurrir a la justicia en Madrid para quitarles la vida siguiendo el proceso legal. En vez de correr tras la justicia para satisfacer su afán vengativo, sigue el consejo de Periandro de dejar a su mujer, que ése es el mayor castigo que puede darle, y vivir lejos de ella. Inicialmente, según anuncia a Periandro y al resto del grupo de peregrinos a Roma, toma la decisión de regresar a su patria desde Lisboa, luego de resolver unos asuntos de hacienda en Talavera. Pero desgraciadamente cambia de propósito y decide ir a Roma de peregrino, donde se encontrará casualmente con Luisa y el sólo verla le despierta el impulso vengativo, que, al parecer, se había conservado latente, intenta matarla, pero es ella la que termina matándolo a él.
De las palabras de Periandro se puede sacar en claro que se opone a sancionar con la muerte a las adúlteras (y también a sus cómplices). Lo que no está claro es que se oponga a la pena de prisión de los adúlteros. De la declaración del protagonista del Persiles de que el mayor castigo que se le puede dar a la mujer infiel por su marido es el abandono, no cabe inferir que rechace toda suerte de condena penal, incluida la carcelaria. Pues Periandro sólo intenta convencer al polaco de que no utilice el procedimiento legal para matarlos de la forma arriba indicada; pero no dice nada de la reclusión de Luisa y su cómplice en el adulterio en una cárcel madrileña; sólo habla sobre lo que debe hacer el marido traicionado, pero no se pronuncia sobre lo que la sociedad ha de hacer con ella. Es posible que Periandro y, con él Cervantes, también sean contrarios a esa pena, pero no está claro que así sea, sino más bien lo opuesto.
De hecho, cuando más adelante reaparece Luisa en compañía de un soldado español destinado a Italia, después de haber pasado un tiempo en la cárcel, ante el escuadrón de peregrinos en un mesón en Francia, el narrador nos recuerda, por medio de uno de sus miembros, Constanza, la primera con quien se encuentra y que no tarda en reconocerla, que la recién llegada no podía ser sino la esposa del polaco Ortel Banedre «que, por adúltera, quedaba presa en Madrid; cuyo marido, persuadido de Periandro, la había dejado presa y ídose a su tierra» (op. cit., III, 16, pág. 584). Más adelante Constanza informa al resto de sus compañeros peregrinos de que Luisa «fue presa en Madrid con el adúltero» (pág. 585) y finalmente la propia Luisa, así descubierta por Constanza, toma la palabra para confesar ante los circunstantes: «Yo, señora, soy esa adúltera, soy esa presa y soy la condenada a destierro de diez años» (ibid.) y por ella nos enteramos de que su primer amigo, un mozo de mesón, había muerto en la cárcel. Así que, al no presentarse el polaco ante la justicia y reclamar el ajusticiamiento sangriento de los adúlteros, el proceso penal había seguido su curso y como solución penal alternativa se había mantenido en la cárcel a los adúlteros y, muerto el mozo de mesón, había sido condenada a diez años de destierro. Ninguno de los miembros del grupo de peregrinos, ni Periandro ni Auristela, toma la palabra para expresar su opinión sobre la condena recaída sobre Luisa o para cuestionarla, como si con ello se diera por descontado que se trata de una sanción razonable. ¿No se desprende de todo esto la conformidad no sólo de los circunstantes, sino también del propio Cervantes, con semejante condena?
A esta altura del estudio sobre el adulterio en la obra de Cervantes se puede dar por suficientemente establecido que Cervantes, lejos de tenerlo por un hecho natural y justificado, lo considera un pecado grave y también dista de sostener, pace Castro, que no deber ser castigado, si bien se opone a la sanción de pena de muerte. Es cierto que Periandro aconseja al marido de Luisa que la abandone y que éste sigue su consejo dejando a su esposa adúltera, pero el mismo Periandro que aconseja esto no cuestiona la sanción penal de Luisa de cárcel y destierro, sino solamente su condena a muerte, la cual no sólo cuestiona sino que la rechaza abiertamente argumentando contra ella. Las mujeres adúlteras del universo literario cervantino o bien terminan en la cárcel y desterradas, y finalmente muertas por mal vivir, como Luisa, o bien enclaustradas de por vida tras los muros de un convento o monasterio, como Camila o Leonora. Y si en estos últimos casos el castigo es más leve es sencillamente porque el adulterio de Camila y Lorenza es mucho más leve que el de Luisa, pues mientras el de las primeras es inducido por terceros y tienen que ofrecer resistencia a la presión que sufren para caer en el pecado, especialmente Camila, que sufre un asedio constante por parte de Lotario, Luisa lo busca directamente por sí misma y persiste en él incluso después de salir de la cárcel y marchar al destierro; además en los casos de Camila y Leonora no interviene el pode civil, sino que el asunto se resuelve privadamente sin la intervención de éste.
¿Se puede decir, pues, que Cervantes propone, como asevera Castro, una moral nueva y revolucionaria sobre el adulterio? En absoluto. Lo más llamativo, incluso novedoso de la posición de Cervantes, es su manifiesto y categórico rechazo de la condena a muerte de los adúlteros. Pero esto no es algo insólito en el marco de la época de Cervantes, en la que ya era muy raro, aunque legal todavía, el ajusticiamiento sangriento de los adúlteros; se trata, pues, de una de esas situaciones en que había un desfase entre la legalidad penal aún en vigor y la práctica real; la ley había caído casi en completo desuso. La ejecución sangrienta de los adúlteros suscitaba el rechazo de sectores amplios de la población, tanto entre las capas altas de la sociedad como entre el pueblo llano, y entre esos sectores sobresalía especialmente la voz del clero. Cervantes se refiere a esto cuando el marido de Luisa, entrado en cólera tras enterarse del adulterio de su mujer con Alonso, y deseoso de vengarse haciendo que mueran, manifiesta su resuelta disposición de ir a Madrid a ponerles la demanda y a seguir la causa judicial sin que nadie ni nada le pueda detener o interponerse en su objetivo irrenunciable:
«Y no me lleguen a los oídos ni ruegos de frailes, ni llantos de personas devotas, ni promesas de bien intencionados corazones, ni dádivas de ricos, ni imperios ni mandamientos de grandes, ni toda la caterva que suele proceder a semejantes acciones, que mi honra ha de andar sobre su delito como el aceite sobre el agua». Persiles, III, 7, págs. 498-9
Ya en el siglo XVI era excepcional la aplicación de la ley penal sobre el castigo a muerte de los declarados judicialmente culpables de adulterio. Unos de los pocos casos documentados, al que Cervantes pudo asistir de niño, sucedió en Sevilla en 1555, donde, probado ante el juez por el marido el adulterio de su mujer con un mulato, los culpables del delito le fueron entregados, en aplicación de la ley, para que se hiciese justicia ejecutándolos, lo que así hizo matándolos con un cuchillo en un cadalso levantado en la plaza de San Francisco, sin que las súplicas de unos religiosos, que pedían perdón para los reos, sirvieran de nada. En el siglo XVII continuó siendo excepcional la aplicación de la ley. Domínguez Ortiz declara tener documentado sólo un caso en el siglo XVII en que se intentó llevar a cabo la ejecución pública de unos adúlteros, también en Sevilla, pero terminó en fracaso y en un gran escándalo, pues fue impedida por los religiosos que los asistían y gente del pueblo que facilitaron la huida de los sentenciados (cf. Hechos y figuras del siglo XVIII español, Siglo XXI de España, 2009, págs. 242-3). Este hecho revela la fuerte oposición social que suscitaba ya en el tiempo de Cervantes la aplicación de tan severa ley penal, que muchos tenían por una ley bárbara.